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¡Un espanto invisible!

Así de tenebrosa fue mi primera ida a un supermercado en tiempos de pandemia

Coronavirus. Fuente: Cortesía.

Para empezar a redactar estas líneas debo ser sincero con los lectores: no me
imaginaba que el coronavirus nos llevaría a mantenernos encerrados durante
tanto tiempo. En sus primeros meses de circulación aseguraba que sería
erradicado rápidamente por especialistas; hasta llegué a pensar que los grandes
medios del mundo exageraban en la extrema difusión de noticias referentes al
mismo. En mi mente no era posible que se convirtiese en algo que afectaría a
millones de personas.
¡Que ingenuo fui!
Después de más de tres meses sin salir de casa, observando en todos los medios
digitales el aumento diario de casos y/o muertes que ocurrían en el planeta,
acepté lo que significaba. El coronavirus era mortal, debía cuidar de mí y de mi
seres queridos para sobrevivir y no contagiarme.
Ya se habrán sorprendido por lo escrito en el párrafo anterior. Sí. Estuve tres
meses sin salir de casa. Ahora, ¿cómo sobreviví? Debo dar las gracias a mis
padres por comprar un apartamento en una residencia de catorce torres de once
pisos cada una. ¿Por qué? Al haber tanta gente en un espacio cercano y con la
presión y obligación de no salir a la calle si no es estrictamente necesario, mi
residencia se convirtió en una especie de mercado comunal. Todo lo que
necesitaba podía comprarlo a pocos metros de distancia; harina, pan, aceite,
mantequilla, arroz, pasta, salsas, entre otros. Significó una gran ventaja en estos
tiempos. ¡Gracias, padres!
Sin embargo, un día llegó el momento de hacer compras en el supermercado más
cercano a mi hogar. Ya debía reabastecer la nevera luego de meses de solo
contar con lo básico, lo que podía conseguir con mis vecinos. Esto significaba salir
de mi casa y exponerme a un virus altamente contagioso. No sabía lo que me
esperaba en la calle tras varios meses fuera de ella. También, el gobierno había
dictado cuarentena radical en todo el territorio nacional y me aterraba la idea de
pasar un mal momento con alguna alcabala en el camino. Gracias a la cercanía no
conseguí ningún puesto policial. No obstante, no era consciente que eso sería lo
mínimo que me preocuparía de la salida.
En mi llegada al centro comercial noté una increíble soledad. No hay otro término
que pueda describir la poca cantidad de personas que se encontraban en la calle.
Por primera vez desde mi llegada a la capital del país, por allá en el 2016, vi tan
poca gente en un establecimiento público. Sin embargo, seguía sin ser lo más
extraño de mi corto “viaje”.
Desde el momento que apagué mi carro luego de estacionarme en un puesto
cercano al supermercado, una sensación muy extraña recorrió mi cuerpo. Ya
cuando caminaba hacia la entrada de mi destino comprobé que esa sensación era
muy parecida con aquella que sentimos cuando apagamos todas las luces de
nuestra casa y quedamos solos en la oscuridad: miedo e incertidumbre. El “ruido”
que me provocaba el extremo silencio me hacía sentir pánico. Sin haber vivido
nunca algo parecido, sentía que estábamos en una especie de guerra o que un
espectro aguardaba detrás de mí para atacarme. ¡Y ambas ideas me aterraban!
No puedo describir mi recorrido por cada pasillo del supermercado sin dejar de
comentar que sentía miedo en cada movimiento. Era aterrador observar a las
pocas personas tan distantes y totalmente protegidas; recuerdo a una señora que
por poco se le veían los ojos. Estaba cubierta de pies a cabeza por una especie de
traje blanco, parecido al que usan los astronautas. En ese momento entendí que
no era el único que había tomado en serio al coronavirus. Era obvio que al igual
que yo, las personas sentían miedo de ser infectados. Todos atravesábamos por
lo mismo.
Mi presión por colocar los productos necesarios en el carrito lo más rápido posible
me hizo estar cancelando en la caja tan solo quince minutos después de entrar a
la tienda. Quería escapar de ese lugar, no me sentía cómodo. Había un espanto
invisible que quería infectarnos a todos, y no iba a permitirlo.
Luego de pasar mi tarjeta de débito y obtener la factura de mi compra, me dirigí a
la taquilla del estacionamiento para cancelar el ticket y salir del sitio. Ya en mi
carro sentí una especie de alivio al sentirme en una “zona segura”. No obstante,
era consciente que mi ropa estaba “contaminada” y al llegar a casa debía
desvestirme en la entrada del apartamento para meterla a lavar con mucha agua y
jabón. Luego de cumplir con aquello, pude volver a mi nueva realidad. Sin
embargo, por mi cabeza aún recorría esa sensación de extrema soledad y
silencio; esa sensación de aquel espanto invisible.

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