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1
Respectivamente, Will Murray, “Lovecraft and the Pulp Magazine tradition”, en D. Schultz y S. T. Joshi
(eds.), An Epicure in the Terrible. A Centennial Anthology of Essays in Honor of H. P. Lovecraft,
Cranbury (NJ), Associated University Presses; 1991, p. 112; y Brian Attebery, “The magazine era: 1926-
1960”, en E. James y F. Mendlesohn (eds.), The Cambridge Companion to Science Fiction, Cambridge,
Cambridge U. P., 2003, p. 35.
2
y el subgénero ya en vías de consolidarse había algo así como una afinidad electiva, al
menos, y por ende hicieron cuanto pudieron para confundir más todavía las cosas en lo
referido a lo taxonómico (que los tenía mayormente sin cuidado, como dignos escritores
de literatura popular que se preciaban de ser). Más puntualmente, sobre dicho círculo
señaló Rafael Llopis –el pionero en habla hispana- en 1969 que “[Donald] Wandrei y
[Frank] Belknap Long aportaron elementos de science-fiction que sería prolijo enumerar
e instaron a Lovecraft para que leyera este tipo de literatura”2. De hecho, catorce años
después de la muerte del supremo sacerdote del cenáculo, acaecida en 1938, su amigo,
albacea y protégé -y por cierto, también saqueador- August Derleth no tuvo reparos en
situarse a sí mismo de lleno y situar marginalmente, de paso, a su mentor, en esa
tradición en plena ebullición hacia la época, ya con Asimov y Bradbury en la primera
línea3. En años recientes, por otro lado, el cine ha seguido cosechando del corpus
lovecraftiano sin vacilar en llevarlo –por no decir empujarlo- hacia el subgénero de la
ciencia-ficción, especialmente apto para el abuso del nuevo fetiche hollywoodense: la
denominada “CGI” (computer-generated imagery). La súper producción Prometheus
(Ridley Scott, 2012), un obvio upgrade de la saga Alien, bastará como ilustración de
esta maniobra. Por más que el escritor de Providence no figure en las acreditaciones ni
se aluda intradiegéticamente a su obra, la iconografía –inspirada en un lovecraftiano de
pura cepa como H. R. Giger- y la idea general del argumento reponen sin disimulo el
mundo de Lovecraft, a la vez contaminándolo con ajenidades antitéticas tales como
bellas mujeres y escenas sexuales.
Estas reinterpretaciones y reformulaciones del ideario y el bestiario de nuestro autor
garantizan su vigencia, sin duda, y sólo podemos celebrarlas como el sostenimiento de
un culto y la reflexión continua de un impacto, pero a la vez, queriéndolo o no, vuelven
cada vez más borrosa la poética original del autor, que alcanzó su rango literario gracias
a la estricta observancia de unos principios estéticos muy personales, que excluían tanto
la representación del arsenal científico-técnico como –muy señaladamente- la
incorporación del razonamiento científico a sus narraciones. En lo que sigue intentaré
reponer en especial sus teorizaciones y sus acercamientos al subgénero en cuestión,
evitando lo más posible la enorme acumulación de capas tectónicas que hoy nos separan
2
Rafael Llopis, “Los Mitos de Cthulhu”, en H. P. Lovecraft y otros, Los Mitos de Cthulhu, Madrid,
Alianza, 1983, p. 31. Wandrei, también poeta, fue de hecho quien involuntariamente influyó a Lovecraft
para redactar sus sonetos.
3
Cf. su artículo panorámico “Contemporary Science-Fiction”, en College English, Vol. 13, Nº 4, enero de
1952, pp. 187-194
3
II
Empiezo enfáticamente y sin ambages, así pues: respecto de la ciencia-ficción (si bien
el término aún no era de uso común en sus días y acabó por imponerse hacia la 2°
Guerra Mundial, como sabemos), Lovecraft manifestó no sólo apatía, sino un directo
rechazo. Podemos constatar ese repudio al menos por dos vías distintas, igualmente
sugestivas. Una es por omisión, dada la ausencia casi total de los elementos
constitutivos del subgénero en su propia producción literaria (con alguna que otra fallida
excepción, como In the Walls of Eryx, un relato escrito no casualmente en colaboración
con un estudiante y a propuesta de éste4). Y otra por comisión, gracias a su ya clásico
estudio Supernatural Horror in Literature, una monografía comenzada en 1924 y en
rigor de verdad jamás concluida, y mejor aun merced a un breve opúsculo titulado Notes
on Writing Interplanetary Fiction y publicado en la revista The Californian, dirigida por
H. Bradofsky, en 19355. En este breve y sugestivo artículo, un Lovecraft ya muy
maduro como autor arremete contra lo que intenta englobar no muy felizmente como
literatura “interplanetaria” (lo que prueba que en su opinión lo determinante era el
elemento del espacio exterior y no algún tipo de lógica narrativa), y tras poner reparos a
sus eventuales méritos y agredirla por su “extravagancia y artificialidad”, rescata un
modesto corpus, a saber: novelas paranoides de H. G. Wells y G. McLeod Winsor, y
relatos de sus amigos Wandrei y Ashton Smith. El final del ensayo, con una tónica
promisoria acerca de las posibilidades de esta nueva forma literaria, no compensa las
amargas observaciones vertidas.
Me apuro a aclarar, no obstante, que no es que la institución ciencia le resultara
indiferente, o negativa, sino que no veía con buenos ojos la incorporación de ésta a la
ficción literaria, o al menos al tipo de ficción que le interesaba consumir y producir: la
extraña o weird (por decirlo con su terminus technicus predilecto). Materialista y ateo
4
Publicado con Kenneth Sterling, en 1936, y que tiene lugar en un inverosímil Venus selvático. Las
desagradables criaturas llamadas ugrats parecen ser una mordaz alusión a Gernsback, a quien Lovecraft
apodaba “Hugo the rat” por su conocida tacañería.
5
Lo hemos llamado “Notas sobre la escritura de ficción interplanetaria” en nuestra compilación: H. P.
Lovecraft, Horror y Ficción, ed. por M. G. Burello, trad. por M. G. Burello y Ramiro Vilar, Buenos
Aires, Prometeo, 2014, pp. 141-149.
4
confeso como era, siempre sintió una afición profunda por las ciencias exactas y
naturales, en especial la astronomía y la química. De hecho, en su juventud leyó cuanto
pudo sobre ellas y hasta llegó a editar revistas amateurs y a publicar algunas
contribuciones de divulgación, y nunca desertó de las filas de los seguidores de las
novedades tecno-científicas, tan profusas en la época de entreguerras, signada por lo que
me atrevería a calificar como paranoia creativa. Lo cierto es que el ámbito científico en
tanto temario y en tanto método le parecían absolutamente inútiles para la labor poética
tal como él la concebía, y esto ya incluso en su adolescencia, antes de encontrar su estilo
y su mundo personal. Como narrador, Lovecraft se fue deslizando de las fantasías a lo
Dunsany hacia un formato más “realista” en cuanto a lo representado (el término es
invocado a menudo para definir su singular especie de horror, rico en datos topográficos
y detalles concretos), y sobre todo, de esa especie de poemas en prosa de clima onírico y
tono alegórico -al estilo de Silence o Shadow de Poe- hacia relatos más extensos,
incluso verdaderas nouvelles, con una cuidada dosificación de la información y el
manejo de la progresión. En sus dos décadas de producción literaria, que incluyen la
narrativa y la lírica, no hay prácticamente ni una historia que podamos computar digna
de inscribirse de lleno en la ciencia-ficción, y sólo si jugamos al detective y leemos
entre líneas podríamos extrapolar algún que otro ejemplo, bastante recherché. Porque
tanto cuando apela al catálogo tecno-científico como cuando mimetiza ciertos
procedimientos y formatos del discurso de las ciencias naturales (los experimentos, las
búsquedas y expediciones, los protocolos e informes, etc.), el autor siempre está
pensando en una de las dos únicas alternativas que le parecían viables: o en elaborar un
clima de otredad en clave de fantasy, o bien en acumular una tensión atemorizante e
intimidatoria, cuyo efecto crucial y excluyente es el miedo, y que tras un in crescendo
sólo puede desembocar en un pavoroso clímax final. La primera de estas dos
alternativas, que con Todorov rotularíamos de “maravillosa”, despunta ocasionalmente
en su obra de juventud, y la segunda, la “fantástica”, define netamente su producción de
madurez (cuya fuerte secuencialidad es lo que conspira contra su relectura, sin dudas:
conociendo la sorpresa del final, casi cualquiera de sus narraciones decae muchísimo).
En cualquiera de estas modalidades, como sea, y muy marcadamente en la segunda, la
única función para la ciencia es la de aportar inestabilidad y contribuir a la conmoción y
el escándalo del protagonista, fuertemente identificado con el lector. Así, en un relato
cuyo título original remite a Poe, Facts Concerning the Late Arthur Jermyn and His
Family (pese a que en una reedición un impúdico editor lo rebautizaría The White Ape),
5
6
H. P. Lovecraft, “Arthur Jermyn” (1921), en Dagón y otros cuentos macabros, trad. de F. Torres Oliver,
Madrid, Alianza, 1987, p. 53.
7
Me refiero a Re-Animator (1985), de Stuart Gordon, un filme que además dio lugar a toda una saga
(Bride of Re-Animator [1990] y Beyond Re-Animator [2003]).
8
Citado por Peter Straub en su edición de H. P. Lovecraft, Tales, New York, The Library of America,
2005, p. 827.
6
Y es que Lovecraft no quería que sus lectores se informaran sobre las ciencias ni
mucho menos que pensaran como se lo hace en las ciencias. Sentía un infinito desdén
por lo que Poe llamó formulaicamente “la herejía de lo didáctico”, pero no por un
oscurantismo militante (de lo contrario no habría sido él mismo un aficionado a la
divulgación científica), sino por una profunda convicción poética. En 1920 había
enumerado en una carta su “naturaleza tripartita”, confesando tres amores: a) por lo
extraño y lo fantástico; b) por la verdad abstracta y la lógica científica; y c) por lo
antiguo y lo permanente9. Pongamos en claro que la categoría intermedia sólo quedaría
vedada a la hora de ficcionalizar en la praxis literaria, más allá de nutrir ciertos
productos (muy ostensiblemente, por ejemplo, At the Mountains of Madness). Esta
distinción entre sus intereses intelectuales y sus criterios estéticos me parece crucial,
pues ha dado pábulo a múltiples prejuicios y críticas peyorativas acerca de las
capacidades intelectuales y las competencias mentales de alguien que sin embargo en su
niñez era un ávido lector10 y en su adolescencia ya era capaz de mecanografiar un
fanzine bastante decente sobre ciencias naturales y exactas. Y esos graves reproches se
vuelven especialmente feroces cuando se lo confronta con la ciencia-ficción, una forma
literaria eminentemente cognitiva, como bien lo ha explicado –no sin una cierta
arrogante pedantería- Darko Suvin.
III
poética lovecraftiana. Pues en ella el déficit o el exceso de saber son meros disparadores
de argumentos que por lo demás no se proponen cuestionar el estatuto del conocimiento
humano, sino provocar miedo, inspirar pánico, amedrentar y desolar al lector. En
términos de propuesta estética, así pues, yo diría que el ideario lovecraftiano puede
sintetizarse en el concepto clave de weirdness. En el arcaico idioma sajón, el wyrd era el
hado o el destino; en el habla coloquial inglesa de hoy en día, weird es casi cualquier
cosa que escapa a lo ordinario y predecible. Para Lovecraft, en cambio, weird es lo que
suscita un cierto tipo de temor cuya fuente está fuera del entendimiento humano y por lo
tanto supone una violación del orden natural y una amenaza para nuestra especie. Su
eufónico concepto de supernatural horror, en efecto, sería sólo una manera más larga y
más clara de designar prácticamente lo mismo. En lo personal, no deja de sorprenderme
-o en todo caso de confundirme- que haya preferido siempre “horror” a “terror”, siendo
el primero más un efecto físico y el segundo, más una sensación psicológica12. Pero es
probable que “terror” le pareciera muy seco y que optara por apelar al horror físico
añadiéndole la dimensión sobrenatural: así, supernatural horror al fin y al cabo no sería
una contradicción, sino una nueva mezcla personal, donde se combinan una especie de
náusea con cierta reacción ante algo que escapa a las leyes del cosmos.
Fiel a un proyecto estético que no le ofendería que tildemos de mecanicista, el método
de Lovecraft consiste en partir siempre de una discutible justificación histórico-genética
con resonancias hobessianas, a saber: la de que el miedo es la emoción humana más
importante y efectiva ante todo porque es la más antigua. En mi opinión, ni la
conclusión final ni la afirmación inicial parecen comprobables, y mucho menos
saludables, pero él mismo las formula al comienzo de sus dos textos poéticos más
relevantes a la hora de conocer su posición personal: el ya mencionado estudio
Supernatural Horror… y el opúsculo Notes on Writing Weird Fiction, que se publicaría
pocos meses después del fallecimiento del autor. Este último arranca con la siguiente
declaración: “La razón por la que escribo historias es la de satisfacer mi necesidad de
visualizar de manera más clara, detallada y ordenada las vagas, elusivas y fragmentarias
impresiones de asombro, belleza y expectación aventurera que me son transmitidas por
ciertas visiones (escénicas, arquitectónicas, atmosféricas, etc.), ideas, ocurrencias e
imágenes que se encuentran en el arte y la literatura. Elijo las historias extrañas [weird]
porque son las que mejor se ajustan a mis inclinaciones, ya que mi deseo más intenso y
12
Para esta célebre distinción, cuya bibliografía ya es gigantesca, cf. al menos el clásico estudio de Peter
Penzoldt The Supernatural in Fiction, New Jersey, Humanities Press, 1965, en especial pp. 9-10.
8
clásica greco-romana y propugnado con celo durante toda la Edad Media y aún en los
albores de la Modernidad. Una manera breve y elocuente de captar la esencia de dicho
régimen en tanto sistema de juicio es evocar la consigna con la que perduró a partir de
la poética horaciana: prodesse et delectare (no será en vano aclarar que el “prodesse”
era lo axiológicamente privilegiado en esta dupla). Se trata de una opción anacrónica en
el siglo XX, y si se quiere, de un desfasaje cultural, un gesto propio de quien medra en
la cultura popular (a veces también insultantemente designada como “baja”) y se
muestra por completo indiferente al arte autónomo, no se sabe si por ignorancia acerca
de los nuevos estándares de gusto o por decisión consciente. Pues según el viejo
parámetro estético al que Lovecraft adhirió, interpretándolo a su manera, los logros
artísticos han de medirse por la consecución de cierta finalidad concreta, que puede ser
tanto la de transmitir un cierto mensaje ético o político como la de consumar algún
definido efecto físico y/o anímico en el receptor (miedo, llanto, risa, excitación erótica,
etc.). Y mientras no se entienda esta tesitura estética y no se esté dispuesto a no
descalificarla por su simpleza o su inactualidad, no se captará el sentido de la poética
lovecraftiana en particular ni la de la literatura de horror y terror en general.
IV
15
Cf., respectivamente, K. Amis, New Maps of Hell: A Survey of Science Fiction, London, Victor
Gollancz, 1961, passim; D. Suvin, Metamorfosis de la ciencia ficción. Sobre la poética y la historia de un
género literario, trad. de F. Patán López, México DF, FCE, 1984, passim; e I. Langlet, La science-fiction.
Lecture et poétique d’un genre littéraire, Paris, Armand Colin, 2006, p. 23.
10
panorámicos, siempre en la periferia del género (como en los sucesivos libros de nuestro
querido Pablo Capanna). Porque quienes aspiran a elaborar una definición intensiva de
la ciencia-ficción, sin contentarse con una ostensiva, por fuerza sienten la necesidad de
recortar y tamizar todo lo que potencialmente podría ser abarcado como tal en aras de
una noción más estricta, que acerque el subgénero a la cultura alta, es decir, a los ideales
de la autonomía del arte, consagrados a fines del siglo XVIII. Y aquí Lovecraft queda
doblemente fuera de carrera: ni sus ficciones sirven para divulgar o ilustrar la ciencia
(una definición que dejaría a la ciencia-ficción en manos del viejo régimen estético,
regida por méritos exógenos y extrínsecos), ni sirven para suscitar ese tipo de actividad
intelectual imprecisa y valiosa que supuestamente la ciencia-ficción procuraría
engendrar. En efecto: desde su estallido comercial tras la 2ª Guerra Mundial, la
abundancia de formulaciones contrafácticas y de heurística especulativa característica
del subgénero ha llevado a la mayoría de los teóricos a definirlo a partir de factores
racionales e intelectuales, a menudo con una carga crítica respecto de la situación
política o del estado del saber. Se pasó, así, de la noción ilustrativa a lo Gernsback a la
noción cognitiva a lo Suvin (que lo define como cognitive estrangement): la ciencia-
ficción no enseña, sino que hace pensar; no aporta contenidos culturales, sino que
estimula procesos mentales. Y da la sensación de que el pobre Howard Phillips
Lovecraft, ¡ay!, no hace ni una cosa ni la otra…
Quiero concluir con un reclamo optimista. Pese a los esfuerzos denodados de unos
pocos estudiosos y filólogos recientes, cuando tanta falta hace un trabajo de cotejo
textual en el caso de una obra que íntegramente circuló en el ámbito pulp, parece que a
nuestro autor le sigue resultando imposible acceder a la alta cultura por derecho propio.
Pero las legitimaciones que no se dan de jure con frecuencia acaban por darse de facto.
Tal vez por eso estamos hoy aquí, en un evento académico, analizando los productos de
un autor tildado de impresentable, y al evocarlo, aquellos que le debemos tantos
deliciosos horrores en secreto deseamos volver el tiempo atrás y leer por primera vez
joyas tales como The Whisperer in Darkness (“El que susurraba en las tinieblas”) o The
Shadow over Innsmouth (“La sombra sobre Innsmouth”).