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Naturaleza pixelada: Ecocrítica, consideración moral y

decrecimiento en el videojuego

Si has jugado a The Legend of Zelda: Breath of the Wild (H. Fujibayashi, Nintendo EPD, 2017), Shadow
of the Colossus (F. Ueda, Team Ico, 2005) o The Witcher (J. Brzeziński, CD Projekt, 2007) estarás
familiarizado con la naturaleza sublime y abrumadora que se descubre ante ti, en aire abierto. Si juegas
a Stardew Valley (E. Barone, ConcernedApe, 2016) o Animal Crossing (Nintendo, 2001-2017),
conocerás ecosistemas complejos con relaciones de cuidado y dependencia. Y si has
probado Thunderbird Strike (E. LaPensée, 2017), sabrás que el videojuego puede articular retóricas
críticas de carácter ecologista. Los jugadores, lo pensemos o no, estamos más acostumbrados a tratar
con (representaciones de) la naturaleza de lo que creemos.

Recientemente, los investigadores Benjamin Abraham y Darshana Jayemanne (2017) se


preguntaban dónde están todos los juegos sobre el cambio climático y, partiendo del concepto de cli-
fi (ficción ambientada cerca del presente como respuesta al creciente problema del cambio climático)
concluían que el género cuenta con escasos representantes videolúdicos. Adelanto ya que comparto sus
conclusiones: los casos como Thunderbird Strike son, todavía, una rareza. No obstante, si cambiamos el
enfoque del contenido del juego a lo que el jugador hace con ese contenido, como propone el
académico Hans-Joachim Backe (2017), descubriremos que muchos videojuegos ofrecen espacio para
el comportamiento (eco)crítico. No son pocos los jugadores que se han negado a matar criaturas
inofensivas en Red Dead Redemption (Rockstar San Diego, 2010) o que han completado Breath of the
Wild sin alimentarse de animales, inventando un “modo vegetariano” que el sistema no incluye.

Los videojuegos con/sobre/en defensa de la naturaleza existen. La pregunta no es si cabe hablar de ellos
sino cómo son y qué estrategias utilizan, disstinguiendo entre representación, o cómo aparece la
naturaleza, y (eco)crítica, o qué se dice sobre la relación de las personas con su entorno natural). Para
buscar estos juegos que dicen algo, o que nos permiten decir algo, sobre la naturaleza, presento aquí un
primer intento de corpus interpretado desde tres conceptos centrales: la ecocrítica, la teoría animalista
de la consideración moral y la economía del decrecimiento. Veamos primero en qué consisten.

Captura de pantalla de Red Dead Redemption

FILOSOFÍA DE LA NATURALEZA (PIXELADA)

Ecocrítica en el videojuego.

La palabra ecocrítica se define como el estudio de las relaciones entre la literatura, la cultura y el medio
ambiente (Flys Junquera et al., 2010); esto es, las relaciones entre seres humanos y su entorno expresados
en las manifestaciones culturales. La ecocrítica se preocupa de cómo la literatura piensa el mundo natural,
centrándose en cuestiones como las consecuencias sociales de la crisis ecológica o la dualidad entre
mundo natural y urbano.
¿Es posible un videojuego ecocrítico? Así lo creen teóricos como Backe o Gerald Farca y Charlotte
Ladevèze (2016). También la revista europea de literatura, cultura y medioambiente Ecozon@ ha
dedicado su último número (vol. 8, n° 2) a los videojuegos verdes. ¿Y cómo puede el videojuego hacer
ecocrítica? Si la literatura representa mediante la palabra y el cine lo hace además con imagen,
movimiento y sonido, el medio videolúdico cuenta con elementos adicionales: los mundos de ficción
interactivos, los procesos y las acciones del jugador.

Los videojuegos son, ante todo, mundos ludoficcionales (Planells, 2015) que el jugador puede explorar y
con los que puede interactuar dentro de unas pautas previamente creadas por los autores, en lo que
podemos llamar libertad dirigida (Navarro-Remesal, 2016). Así pues, el primer paso de una ecocrítica del
videojuego es analizar su representación de la naturaleza como mundo de ficción en el que hay acciones
posibles, imposibles, obligatorias y prohibidas. Estos mundos de ficción se articulan mediante procesos
en tiempo real. Al hablar de procesos nos referimos las conexiones entre estos elementos virtuales, a
sistemas y lógicas de acción y reacción, a cómo funcionan las cosas. Preparar la comida es un proceso,
como lo es pedir un café, hacer un examen o la democracia. Cada proceso tiene una serie de pasos
interconectados en los que hacer X tiene una consecuencia Y. Normalmente, las consecuencias en el
videojuego tienen valor: unas acciones nos hacen ganar y otras son perjudiciales. Así, podemos pensar
que cuando un diseñador plantea un sistema está a su vez opinando: si un sistema nos premia por cazar
está aprobando la caza, si nos penaliza por pisar unas flores está defendiendo el cuidado del jardín.

Los procesos son centrales en el videojuego pero no deberían hacernos olvidar los aspectos no
interactivos y más tradicionales, remediados del cine o de la literatura. Muchas obras, por ejemplo,
incluyen reflexiones ecológicas en sus escenas cinemáticas. Los mundos de ficción funcionan en conjunto
y, en la práctica, ningún elemento es irrelevante. Tampoco debemos olvidar que en cada partida el
jugador se relaciona con este conjunto según sus propios intereses y conveniencias, muchas veces
actuando en contra de la intención que se le puede achacar al texto. Así, es posible encontrar registros
en internet de partidas a The Sims 3 (The Sims Studio, 2009) jugadas como personas sin techo, o
a Minecraft (M. Persson y J. Bergensten, Mojang, 2011) sin dañar a ningún ser vivo.

Por todo esto, una ecocrítica del videojuego debería atender a cuatro aspectos que forman un todo: su
mundo ludoficcional, la intención que se intuye en el diseño de procesos, los aspectos audiovisuales y
narrativos y el uso final que el jugador hace de todo ello.

Captura de pantalla del título Flower

Los animales: cuidado y consideración moral.

En nuestros imaginarios colectivos, los animales son muchas veces los representantes del mundo natural.
Del mismo modo, podemos considerar que los animales virtuales encarna la naturaleza como mundo
ludoficcional. Interactuar con un animal es hacerlo, al mismo tiempo, con el sistema de juego y la
concepción de la naturaleza que tiene dicho juego. Dado el carácter procedural e interactivo del
videojuego, es muy difícil que cuando aparezcan animales en ellos lo hagan de forma neutra. Nuestras
interacciones con ellos siempre acabarán teniendo una lectura positiva o negativa, es decir, se regirán
según unos valores. Para analizar estos valores (virtuales) desde una perspectiva ecocrítica, debemos
detenernos antes en qué valores del mundo real nos servirán de referencia.
Sigo aquí a los filósofos Jesús Mosterín y Mark Rowlands, expertos ambos en animales y fervientes
defensores de estos. Tanto Mosterín como Rowlands consideran que los animales, más allá de tener o no
derechos, merecen consideración moral; esto es, merecen que su bienestar sea un factor al tomar
decisiones que los afectan directa o indirectamente. Este bienestar, siguiendo a Jeremy Bentham y el
budismo, tiene como factor determinante el sufrimiento: como reza el título de un libro de los filósofos
animalistas Francisco Lara y Olga Campos (2015), el principio a seguir debería ser Sufre, luego importa.

Desde luego, la panacea ética no existe y no hay una norma universal que solucione todas las situaciones
posibles. Si un animal salvaje nos amenaza, hemos de defendernos y entre nuestro perro y las garrapatas
que lo atacan decidimos proteger a nuestro perro. La consideración moral no trata tanto de establecer
una defensa universal como un principio básico a partir del cual decidir. Principio que, por otra parte,
parece ser innato a todos nosotros: Rowlands propone imaginar que usamos una motosierra contra
diferentes entes; nuestra reacción visceral ante esta imagen nos hace ver la diferencia entre, por ejemplo,
un árbol y una gallina. Los animales tienen capacidad de sufrir y necesidades vitales y no vitales.

Nosotros, por nuestra parte, también tenemos capacidad de sufrir y necesidades vitales y no vitales, y
además contamos con capacidad de elegir. Para Mosterín, elegir provocar sufrimiento es negativo: el
dolor provocado es un mal moral. Rowlands, en la misma línea, afirma que provocar dolor (o privar de
una necesidad vital) para saciar una necesidad no vital no es justificable. De este modo, la
experimentación en laboratorios farmacéuticos, cuando se hace para luchar contra enfermedades,
supone un dilema moral que merece ser tomado en serio, mientras que si se lleva a cabo para probar
cosméticos (sacrificando necesidades vitales para satisfacer necesidades no vitales) es injustificable.

Volvamos a la cuestión de los derechos de los animales: la filósofa Adela Cortina afirma que estos tienen
valor pero no derechos, pues no pueden reconocer obligaciones y compromiso moral. Rowlands,
abiertamente animalista, también opina de forma parecida, diciendo que los derechos implican una
participación activa en la sociedad humana. Mosterín, quien apuesta por una ética de la compasión,
matiza especificando que alguien puede tener derechos sin tener obligaciones: lo que es necesario es
que otros tengan obligaciones respecto a él (como, por ejemplo, pasa con los bebés). En todo caso, todos
estos pensadores coinciden en el valor moral de los animales y en que ello implica que los humanos
tenemos obligaciones, sea del grado o tipo que sea, respecto a ellos. No podemos dejar de
considerarlos.

Con este marco de pensamiento, la pregunta que una ecocrítica del videojuego debería hacerse sobre
los animales virtuales es: ¿están estos diseñados e integrados en el sistema y los procesos de manera que
merecen consideración moral o se les utiliza como simple decoración u obstáculo?

Captura de pantalla de Enslaved

Decrecimiento: habitar sin agotar.

El informe State of the World 2012: Moving Toward Sustainable Prosperity, del Worldwatch Institute,
define decrecimiento como el redireccionamiento intencionado de las economías para alejarlas de la
búsqueda perpetua de crecimiento, lo que incluye tener en cuenta los límites del planeta. Para el
economista Serge Latouche el decrecimiento es lo opuesto a la recesión, pues no implica
descomposición o sufrimiento. Nada vital ha de ser sacrificado. El también economista Tim Jackson habla
de prosperidad sin crecimiento.

El decrecimiento es más reforma o reorientación que revolución. Tiene tanto que ver con el consumo
como con los desechos. Volvamos a Mosterín: La preocupación por la biosfera no implica olvidarnos de
nosotros mismos ni renunciar al progreso económico.

¿Qué forma tomaría, entonces, el decrecimiento en el videojuego? En términos sencillos, requeriría


sistemas y discursos que no premiasen la acumulación infinita, que señalasen el daño del consumo
excesivo en el conjunto del mundo virtual, recompensaran la moderación, mostrasen los desequilibrios
entre regiones y/o reconocieran los residuos producidos por la acción del jugador. Un sistema de
recursos limitados que no demandase una imposible renuncia schopenhaueriana sino que animase,
mediante estrategias de compasión, a ser consciente de sus límites. Un sistema que, por último, no sólo
remitiera a su propio mundo ludoficcional sino que llevase la atención del jugador al mundo real, al encaje
del juego en la economía y la producción material, al impacto social y las relaciones de poder detrás de
la industria del videojuego, siguiendo, por ejemplo, la teoría crítica que Greig De Peuter and Nick Dyer-
Witheford proponen en su libro Games of Empire (2009). Estos juegos existen aunque, como veremos en
la ludografía que sigue a continuación, suelen crearse desde los márgenes, fuera del núcleo de la
industria.

Captura de pantalla de Thunderbird Strike

HACIA UN CANON DE LA NATURALEZA Y LA ECOCRÍTICA EN EL VIDEOJUEGO

Primeras obras: la naturaleza como marco de aventura.

La limitación técnica de los primeros videojuegos dio lugar a un buen puñado de escenarios espaciales y
laberintos abstractos, aunque los espacios naturales no tardaron en aparecer. En Centipede (E. Logg y
D. Bailey, Atari, Inc., 1980) disparamos contra enemigos con forma de ciempiés, escorpiones o
arañas. Pitfall! (D. Crane, Activision, 1982) utilizó los colores básicos de la consola Atari 2600 para recrear
una jungla propia de la literatura pulp o el cine de aventuras.

A mediados de los 80, con la tercera generación de consolas, abundaron los niveles ambientados en
bosques, cuevas, montañas nevadas, fondos marinos o volcanes, poblados de enemigos como tortugas,
murciélagos, arañas o incluso caracoles. Así fue en plataformas como Wonder Boy (R. Nishizawa, Escape,
1986) y su adaptación Adventure Island (S. Matsushita, Hudson Soft, 1986), en juegos de acción
como Gauntlet (E. Logg, Atari Games, 1985) o en RPG como Dragon Quest (K. Nakamura, Chunsoft,
1986) o Final Fantasy (H. Sakaguchi, Square, 1987), que proponían inmensos mundos naturales en la
tradición de la literatura fantástica. La naturaleza era aquí sinónimo de amplitud (escapando de los
claustrofóbicos laberintos cerrados) y aventura, y el realismo nunca era una prioridad. Los animales
aparecían como avatares o como obstáculos, en codificaciones sencillas sin intención ni complejidad
moral.

Cabe destacar también que el uso de lugares comunes de la literatura o el cine sigue siendo frecuente
en productos bélicos como Call of Duty: Ghosts (Infinity Ward, 2013), donde las selvas de América del
Sur sirven de contexto a conflictos en la línea de las películas de acción norteamericanas de los 80, sin
más papel que el de ofrecer un escenario épico al héroe del relato.

Captura de pantalla de Pitfall!

Naturaleza y exploración.

La aventura en la naturaleza va asociada a una palabra de uso común en la cultura del videojuego: la
exploración. La primera aventura textual, Colossal Cave Adventure (W. Crowther y D. Woods, 1977), se
centraba en la espeleología: investigar cuevas naturales era el objetivo principal y el mayor atractivo.

Es una anécdota agotada que The Legend of Zelda (S. Miyamoto y T. Tezuka, Nintendo R&D 4, 1986)
respondía a la voluntad de Miyamoto de capturar la sensación de libertad y descubrimiento que
experimentaba de pequeño al explorar los bosques de Kyoto. Todos los Zelda son jardines en miniatura,
desde el vasto mar de Wind Waker (E. Aonuma, Nintendo EAD, 2002) a las llanuras de Breath of the
Wild, llenos de secretos y sorpresas que invitan al jugador a explorar y vagar.

Ecosistemas interactivos: crafting.

Algunos juegos utilizan la capacidad de proceso de los ordenadores para armar ecosistemas interactivos
en tiempo real. Un ejemplo temprano de esto sería Balance of the Planet (Chris Crawford, 1990) y otro
más reciente, Spore (Maxis, 2008). Distinguiré aquí tres maneras de usar esos ecosistemas: en juegos de
explotación de recursos, de cuidado del entorno y de supervivencia.

La explotación de recursos articula mundos en los que el entorno natural sirve casi exclusivamente como
fuente de materia prima: recogemos materiales básicos como madera o piedra y con ellos elaboramos
objetos complejos. Esta mecánica de juego, el crafting, se ha convertido en un elemento común en la
industria, popularizada sobre todo por los RPG y Minecraft. También podemos encontrar un fuerte foco
en el crafting en The Trail: Frontier Challenge (22Cans, 2017), en el que interpretamos a un pionero
recién llegado a Norteamérica, o en Steamworld Dig (Image & Form, 2013), donde asumimos el rol de
un robot minero en un far west fantástico.

Ecosistemas interactivos: cuidado del entorno.

El cuidado del entorno predomina sobre todo en los juegos que, de una manera más o menos realista,
simulan la vida rural. La serie Farming Simulator (Giants Software, 2008-actualidad) recrea al detalle la
agricultura norteamericana y europea. Story of Seasons, franquicia iniciada con Harvest Moon (Amccus,
1996), simula también la vida en una granja añadiendo un componente narrativo y social, en una suerte
de melodrama rural. En ella tiene su principal inspiración el mencionado Stardew Valley. En estos juegos
los animales tienen consideración moral y el equilibrio del entorno es el principal objetivo.
La popular serie Animal Crossing (Nintendo, 2011-actualidad) comparte estos entornos a los que el
jugador debe prestar atención, pero los relega a un segundo plano, supeditados al simulador social o de
comunidad que ocupa el centro de su propuesta (los vecinos son, curiosamente, animales
antropomórficos). El coleccionismo está también presente, de un modo similar a The Sims: podemos
invertir nuestras ganancias en comprar objetos de decoración y ampliar nuestro hogar, además de
nuestro vestuario y otros ítems ornamentales. En este sentido, Animal Crossing es tremendamente
consumista y puede motivar al jugador a considerar el entorno natural como una fuente de recursos a
explotar, ya sea para ganar dinero recogiendo frutas y conchas del mar o para ampliar su colección de
insectos y peces. Esto se acentúa en Animal Crossing: Pocket Camp (Nintendo EP&D, 2017), que cambia
la compra de muebles acabados por el crafting de materiales. El amable apartado audiovisual de la serie
suaviza las tensiones entre esos dos modelos de comportamiento: el cuidado y la explotación.

Captura de pantalla de Stardew Valley

Ecosistemas interactivos: supervivencia.

Inspirado por fantasías medievalistas y de post-apocalipsis zombi, el subgénero survival se ha hecho


popular en los últimos años. En él se nos presentan mundos de ficción hostiles, con sistemas centrados
no en el cuidado del entorno sino de nosotros mismos, que hemos de cubrir una serie de necesidades
vitales constantemente amenazadas. El survival parte del conflicto clásico de persona contra
naturaleza para hacerlo procedural y nos plantea situaciones en las que la moral queda eclipsada por la
necesidad. Así, la sed, el hambre, el cansancio o el frío se codifican como métricas y estadísticas y ocupan
el centro del sistema. Minecraft, en su modo principal, pertenece a este subgénero.

Lost in Blue (K. Takata, Konami, 2005) es buen ejemplo de survival: manejamos a un náufrago recién
llegado y tenemos que construir poco a poco nuestro refugio y ampliar nuestro arsenal de recursos,
mejorando paulatinamente nuestra capacidad de exploración. Cada acción que realizamos tiene un coste
de energía y los primeros días en la isla pueden ser tremendamente exigentes; la dificultad se reduce a
medida que avanzamos, en una curva contraria a la mayoría de videojuegos.

Otro ejemplo paradigmático es Don’t Starve (Klei Entertainment, 2013), con un mundo de ficción
fantástico de inspiración lovecraftiana donde además de cuidar de nuestra salud y hambre debemos
prestar atención a nuestra cordura. Esta hibridación de géneros es muy frecuente en los videojuegos: por
ejemplo, podemos encontrar elementos de survival en el mencionado Breath of the Wild, que nos
obliga a cazar y recolectar ingredientes, cocinarlos o protegernos del frío.

Captura de pantalla de The Legend of Zelda: Breath of the Wild


Mascotas y aliados.

Las mascotas virtuales son desde hace décadas un pilar del ocio interactivo. En 1995 se
lanzaron Dogz y Catz, las primeras entregas de la serie Petz (PF Magic, Mindscape, Ubisoft, 1995-2014).
El año siguiente se comercializaron los Tamagotchi, juguete que fue un éxito, se convirtió en un icono
mundial, vendió millones de unidades y tuvo decenas de imitadores. Su creadora, Aki Maita, afirmó
haberlo ideado para tener una mascota de compañía que la pudiera acompañar a todas partes y se
adaptase a su acelerado ritmo de vida. El cuidado de un ser vivo se traducía así en un proceso virtual al
que acabó de asentar como subgénero el mucho más complejo Nintendogs (K. Mizuki, Nintendo EAD,
2005).

Sus convenciones son bien conocidas: la mascota tiene necesidades vitales como hambre y sueño,
responde de algún modo a los inputs del jugador (táctiles o sonoros), se la puede entrenar, es necesario
cuidar su higiene, se queja si se la descuida, puede decorarse con disfraces y accesorios, participa en
algún tipo de prueba lúdica con el jugador y puede encontrarse e interactuar con otras
mascotas. Pou (Zakeh, 2012), una mascota virtual para móviles, es uno de los ejemplos más recientes de
todo esto.

Más allá de las mascotas virtuales, muchos juegos incluyen un acompañante animal para su protagonista,
que normalmente funciona como aliado en la ficción y como conjunto de habilidades adicionales en las
mecánicas. En el citado Call of Duty: Ghosts los protagonistas tienen un perro, Riley, al que podemos
dar órdenes e incluso controlamos en misiones concretas. El héroe retro Mega Man tuvo un perro, Rush,
a partir de Mega Man 3 (M. Kurokawa, Capcom, 1990), a quien podía convocar como ayuda puntual.
En Fallout 3 (Bethesda Game Studios, 2008) y Fallout 4 (Bethesda Game Studios, 2015) tenemos
también compañeros caninos en y varias entregas de Zelda aparece la yegua Epona, compañera del
protagonista y facilitadora de la mecánica de cabalgar para el jugador.

En esta línea conceptual destacan los trabajos de Fumito Ueda y su equipo, el Team Ico: Ueda siempre
incluye en sus obras un personaje compañero que ayuda al jugador a superar obstáculos y a quien, a su
vez, éste debe cuidar y proteger. En Shadow of the Colossus (F. Ueda, Team Ico, 2005) este compañero
es un caballo, Agro, que podemos usar para desplazarnos y protagoniza uno de los momentos más
memorables del relato. El control sobre Agro no es directo sino que le damos instrucciones mediante
nuestro avatar y él muestra siempre algo de resistencia y autonomía. La última producción de Ueda, The
Last Guardian (F. Ueda, SIE Japan Studio, 2016), se centra en la relación entre un niño y una criatura
mitológica, Trico, que posee una inteligencia artificial compleja y toma decisiones por su cuenta. Sin Trico
es imposible avanzar y a la vez habremos de alimentarle y cuidar de sus heridas; además, los controles
permiten acariciarle para calmarle y mostrarle así afecto. La relación del jugador con Trico es tanto
funcional y mecánica como afectiva, y es incuestionable que este animal fantástico es el centro de
gravedad de su mundo ludoficcional y merece consideración moral.

Captura de pantalla de The Last Guardian


Videojuegos de denuncia ecológica.

Los trabajos mencionados hasta ahora pertenecen, en diferentes grados, a la industria mainstream del
videojuego: aunque su intención discursiva sea más o menos marcada, todas comparten un objetivo
comercial. Fuera de este mainstream, o al menos en sus márgenes, es posible encontrar videojuegos
creados por grupos activistas u ONGs con el objetivo explícito de denunciar problemas ecológicos y
sociales: es el caso de Phone Story (Molleindustria, 2011) y Burn the Boards (Causa Creations, 2015),
dos producciones para móviles que denuncian, precisamente, las consecuencias a escala planetaria de
la industria de los teléfonos inteligentes, desde el proceso de obtención de minerales como el coltán (que
implica a guerrillas y trabajadores africanos esclavizados) al reciclaje de componentes que se hace, en
condiciones de peligro e insalubridad, en países como India.

Estos juegos subrayan la materialidad de los mismos teléfonos en los que los jugamos y el coste humano
y medioambiental de sus componentes. Desplazan el foco de lo tecnológico a lo geológico y hacen
hincapié en las diferencias entre países y la necesidad de poner riendas al consumo descontrolado. No
sólo ilustran situaciones reales sino que incluyen llamadas a la acción en forma de donaciones y
herramientas de concienciación. Nuestro consumo, nos dicen Phone Story y Burn the Boards, siempre
tiene unas consecuencias, y sólo actuando como consumidores responsables (sólo con el decrecimiento)
podremos frenar este impacto.

El citado Thunderbird Strike utiliza un código mucho más simbólico para hablar de la protección de la
naturaleza (y reivindicar las tradiciones indígenas), en un registro similar a Ôkami (H. Kamiya, Clover
Studio, 2005). En esta producción japonesa, muy deudora de la serie The Legend of Zelda, controlamos
a la diosa japonesa Amaterasu en un Japón medieval fantástico destruido por la serpiente demoníaca
Orochi. Amaterasu, utilizando un pincel mágico, puede devolver la vida al mundo poco a poco.

Captura de pantalla de Burn the Boards

El post-apocalipsis como escenario pop.

En los últimos años, los relatos ubicados después de una gran catástrofe planetaria, especialmente
aquellos enmarcados en el género zombi, han invadido la cultura popular. El tropo no es nuevo y tiene
una larga tradición en el videojuego, con producciones tempranas como Wasteland (B. Fargo, Interplay
Productions, 1988), Bad Blood (C. Roberts, Origin Systems, 1990) o Fallout (B. Fargo y T. Cain, Interplay
Productions, 1997), pero su forma contemporánea sí tiene claves propias: por un lado, se ha convertido
en un marco común para relatos de aventuras, acción o terror, con un imaginario conocido que ahorra la
exposición; por otro, algunos de estos futuros terribles incluyen alusiones a la crisis medioambiental.
Las bombas nucleares de los 80 han dejado paso a virus, guerras u otros fenómenos no especificados, y
muchos post-apocalipsis actuales van un paso más allá de la destrucción e imaginan un planeta
recuperado y reclamado por la naturaleza. Las ciudades en ruinas se han llenado de vegetación y de
animales salvajes que campan por ellas. Es el caso de The Last of Us (B. Straley y N. Druckmann, Naughty
Dog, 2013), quizá el post-apocalipsis ecocrítico más paradigmático (y estudiado por Farca y Ladevèze).
El relato, una suerte de road movie inspirada a partes iguales por el cine de zombis y La
carretera (Cormac McCarthy, 2006), dibuja una relación entre la idea tradicional de naturaleza y los
espacios urbanos de oposición, casi de lucha: al faltar el ser humano, el mundo natural recupera el terreno
que le robaron. Este mundo natural, a su vez, ofrece la posibilidad de un modo de vida más auténtico,
con más futuro: la caída de lo urbano es una invitación a volver a empezar.

Un escenario similar presenta Enslaved: Journey to the West (M. Davies, Ninja Theory, 2010),
adaptación videolúdica del clásico chino Viaje al Oeste (Wu Cheng’en, siglo XVI) que traslada la acción
a unos Estados Unidos futuros post-apocalípticos invadidos por robots. La dicotomía ya no es sólo entre
entorno urbano y naturaleza, sino entre naturaleza y tecnología. Así da forma también a su mundo Nier:
Automata (Y. Taro, PlatinumGames, 2017), juego de acción japonés en el que robots y androides libran
una guerra en una tierra abandonada, en ruinas, de nuevo, cubiertas de vegetación. Tokyo Jungle (SCE
Japan Studio, 2012) es una rareza que permite al jugador explorar un Tokyo desierto controlando
diferentes animales (perros, ciervos, leones, hienas) que luchan por sobrevivir y controlar el territorio. La
ausencia de humanos supone una victoria total para la naturaleza en esta pugna imaginada.

Ninguno de estos juegos apuesta por el modelo de ecología urbana de las ciudades sostenibles o green
cities (como el proyecto de ciudad forestal del arquitecto Stefano Boeri en Liuzhou, China): considerar
que nuestros hábitats también son naturaleza y equilibrar mejor la fauna y la flora con lo artificial.

Captura de pantalla de The Last of Us

Slow gaming: un juego de la contemplación.

La última categoría que presento aquí tiene un carácter más difuso, marcado no tanto por claves de
género o temas sino por un tono y un ritmo que invita a la contemplación, la lentitud y a estar más que
a hacer. El slow gaming sería hacer poco o nada y dejar así que el mundo del juego se revele,
relacionarnos con el entorno sin prisas, sin demasiados planes ni objetivos.

En escritos anteriores he teorizado el slow gaming a partir de tres coordenadas: un tiempo dilatado, una
invitación a la contemplación y un sentido no económico de la acción. Estas coordenadas encajan con
facilidad en juegos de carácter ecológico y ecocrítico y en propuestas como el decrecimiento. El slow
gaming se parecería al taoísmo, esa filosofía china que defiende el dejar fluir, el no oponer resistencia y
no imponer la voluntad propia.

Prune (J. McDonald, 2015) nos pide que tallemos plantas para acompañarlas en su crecimiento;
demasiada intervención hará que no brote bien por sí misma. En Orchids to Dusk (P. Clarissou, 2015)
controlamos a un astronauta varado en un planeta desierto y solo podemos caminar o sentarnos a esperar
que se nos acabe el oxígeno, contemplando los oasis de vegetación. Mountain (D. OReilly, 2014), pieza
experimental para móviles en la que observamos el paso del tiempo en una montaña, resume la máxima
aspiración del slow gaming en sus instrucciones: controles: nada. Un ejemplo reciente de slow
gaming es Everything (D. OReilly, 2017), un ecosistema complejo en el que podemos tomar el control
de todos sus elementos y acceder a su pensamiento: se invita al jugador a ser e identificarse, en efecto,
con todo, y a explorar ese todo con paciencia y libertad.

Producciones como Attack of the Friday Monsters! A Tokyo Tale (K. Ayabe, Millenium Kitchen, 2013)
o Firewatch (O. Moss y S. Vanaman, Campo Santo, 2016) nos hacen caminar con calma por lugares
rurales o salvajes, en diseños cerrados que no requieren la navegación laberíntica del mundo abierto. The
Witness (J. Blow, Thekla, Inc., 2016) reparte sus puzles en una isla desierta soleada y amable. También en
una isla tiene lugar Proteus (E. Key y D. Kanaga, 2013), otra pieza experimental en la que exploramos y
nos deleitamos con los sonidos electrónicos que producen plantas y animales. Los trabajos de
Thatgamecompany, como Flower (J. Chen, Thatgamecompany, 2009) o Journey (J. Chen,
Thatgamecompany, 2012), encajan en esta línea, con estéticas que resaltan el aspecto sublime y a la vez
acogedor del entorno natural. Flower, además, incorpora un elemento ecocrítico visible en sus últimos
niveles, invadidos por metal y cableado eléctrico que convierten los campos bucólicos del inicio en
escenarios de pesadilla.

El slow gaming no requiere que transformemos el paisaje sino que lo veamos con claridad; así, el mejor
resumen de esta tendencia podría ser la frase que dice un personaje en Lovely Weather We’re Having (J.
Glander, Glanderco, 2015): Todo va bien por una vez. Por favor, estate en silencio y deja que las cosas
sigan yendo bien unos cuantos segundos más.

Captura de pantalla de Lovely Weather We Are Having

CONCLUSIONES.

Es frecuente asociar a los videojuegos con la cultura digital y oponerlos al mundo natural. Es otro gesto
apocalíptico de la nostalgia: lo digital nos priva de salir de casa y nos hace perder un pasado ideal en el
que todo era campo. Tampoco se trata de ser integrado: todos los juegos, sean productos de la
industria mainstream, independientes, activistas o experimentales, son reflejo de la cultura en la que se
originan y están obligados a dialogar con ella, y debemos tener recursos para entender cómo dan forma
a las ideas y tendencias que recogen voluntaria o involuntariamente. El videojuego puede invitarnos a
pensar la naturaleza, a explorar mejor nuestra relación con ella y a ser críticos con los problemas de
nuestro tiempo; nosotro, a su vez, podemos como jugadores reflexionar sobre estas cuestiones aunque
el juego no lo contemple en su diseño original. Para una y otra tarea necesitamos herramientas de
interpretación crítica como la consideración moral, el decrecimiento o la ecocrítica. Aunque es cierto que
todavía no abundan los videojuegos cli-fi, la selección de obras presentada aquí muestra una naturaleza
pixelada compleja y diversa, un buen conjunto de escenarios que, interpretados con las herramientas
intelectuales adecuadas, nos permiten no sólo explorarla sino pensarla. Jugamos en la naturaleza y
jugamos para entender la naturaleza, o mejor aún: jugamos para entendernos a nosotros
mismos como parte de esta naturaleza.

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