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En 1948, T.S. Eliot publicó Notes Towards The Definition of Culture, donde el autor de The
Waste Land se planteó definir qué era eso de cultura y su diferencia con otras modalidades –
semejantes, pero no iguales– como el concepto de civilización. El libro, ambicioso, abunda
en frases afortunadas: «Si tomamos la cultura con seriedad, vemos que la gente no necesita
solamente comer con una cocina determinada… La cultura solamente puede definirse como
algo digno de vivirse»; y acercándose a la idea de Toynbee: «Ninguna cultura puede aparecer
o cambiar si no es bajo el aspecto de una religión», religión, ça va de soi, capaz de dar
respuesta a todas las necesidades simbólicas de una sociedad, por lo que, en su imaginario,
estarían mal vistas tanto las distintas sectas como las concepciones alejadas de este corpus y
que intentan disolverlo, tales el secularismo o el cosmopolitismo. Algo similar sucede con
las clases sociales: Eliot no quiere una sociedad rígida de castas, pero sí de una delimitación
clara de las clases, capaces de exorcizar el igualitarismo y la consiguiente sociedad
monocolor… una concepción de la cultura que, al igual que Alfred Kroeber, abogaba por
constituirse en una entidad por encima de lo orgánico, un poco al modo de la Iglesia Romana,
y hecha ex profeso para la sociedad británica que debería formarse después de la Segunda
Guerra Mundial. A este respecto convendría que se comparara este ensayo con los
correspondientes de George Orwell sobre este período: hablan de lo mismo, pero Eliot desde
una óptica conservadora y Orwell desde su particular visión socialista.
En 2016, Terry Eagleton publicó Culture en Yale University Press, donde intenta retomar la
noción de cultura y darle un nuevo sesgo. El crítico literario y profesor Eagleton, a quien
debemos libros deliciosos como El portero, un memorable libro de memorias; Por qué Marx
tenía razón; o Esperanza sin optimismo, es discípulo de Raymond Williams, pero sus
intereses son muy amplios, dedicándose últimamente a estudios teológicos y psicoanalíticos,
aunque las doctrinas freudianas siempre fueron de su interés. En Cultura, cuya edición
española ha sido publicada por Taurus, Eagleton pretende poner orden en una palabra que es
ambigua y exige múltiples interpretaciones, más en inglés, cuya acepción comprende el
concepto nuestro de cultivo y costumbre, aunque –bien mirado– nosotros mismos hemos
aceptado el significado en inglés cuando decimos, por ejemplo, «la cultura española de la
fiesta», aumentando también nuestra confusión.
El anarquismo estetizante de Wilde fascina a Eagleton, pero sobre todo le permite ofrecer la
idea cabal del arte como concepto de mejora en la idea de cultura, algo propio del
Romanticismo pero que produjo más tarde una crítica del industrialismo que el esteticismo
promovió a religión. Wilde no sólo creía en la preponderancia de la obra de arte, sino que
hizo de él mismo una obra de arte y, para Eagleton, eso es determinante. Fue la representación
más cabal para los británicos de esa religión del arte, como lo es para los franceses el ejemplo
de Mallarmé que André Gide en sus Interviews imaginaires –publicado por Jacques Schiffrin
en Pantheon Books de Nueva York en 1943– cita como lo más destacado del poeta del
simbolismo, por encima incluso de su obra: Mallarmé como sumo sacerdote de la religión de
la palabra. Gide se sintió fascinado con ese ejemplo. Valéry también.
La bestia negra del profesor Eagleton es el relativismo cultural, al que crucifica con donaire:
«El relativismo cultural es una posición inverosímil. Sólo un racista puede pensar que pueda
ser correcto violar y asesinar en Borneo, pero no en Brighton»; o esta otra: «Que Vladimir
Putin acostumbre a hacer asesinar a sus oponentes políticos puede constituir una narración
fascinante, pero no deberíamos tener la ingenuidad epistemológica de confundirla con la
verdad. En lugares así la disconformidad puede ser reprimida violentamente, pero no
objetivamente».
Por otro lado, finalmente, Eagleton recurre a Freud para realizar la crítica de la cultura, en
especial, el concepto de malestar en la misma, indisoluble de nuestra condición, a juicio del
vienés. Ese malestar es propio de nuestra cultura y la ciencia de ese malestar se llama
psicoanálisis. Eagleton señala que Freud es el crítico más implacable de la condición
romántica de la cultura y que en este sentido ni siquiera Karl Marx se libra de esa condición
porque sencillamente no veía que podíamos ser opacos con nosotros mismos. Ello le sirve
para desmontar el lado cultural, falso, del capitalismo de nuevo cuño, es decir, las nuevas
tecnologías asociadas al ocio, el espectáculo, el papel de los iconos de nuestro tiempo, en
resumen, la aparición de una nueva forma de estética del capitalismo, estética meramente
instrumental y que poco o nada tiene que ver con el goce que proporciona el arte o la
liberación personal del mismo. Se trataría de una mercantilización de lo espiritual sin
paliativo alguno, ya que todo sería en el fondo inmaterial y sujeto a banalidad. El deterioro
de las universidades, así como el hecho de que cada vez sea más raro que alguien posea una
biblioteca personal, habla bien a las claras de esa tierra baldía en que Eagleton cree que se ha
convertido la industria cultural. Es más, Eagleton cree que ello demuestra que una sociedad
bien puede pasarse sin el concepto de cultura que teníamos en el pasado. Para desgracia
nuestra.
De todo ello Eagleton infiere que no es la cultura, sin embargo, lo más urgente que defender
en los conflictos que se nos avecinan. Cree que los que hinchan ese concepto deberían callar.
*https://cuadernoshispanoamericanos.com/nuevas-notas-para-la-definicion-de-la-cultura/