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Steiner en el castillo:

perplejidades de la poscultura
Ronaldo González Valdés*
abril 23, 2017

Este ensayo es un reconocimiento de las reflexiones que Steiner ha vertido a lo largo de su obra
sobre la manera en la que la humanidad se está relacionado con el lenguaje, el arte, la música, la
ciencia y la tecnología.

Barbazul
Judith, Judith,
¿no era acaso todo más alegre
en el castillo de tu padre,
con rosas en las ventanas,
con la luz del sol en los salones?

Judith
¡Nunca, nunca, amadísimo Barbazul!
No volveré a desear la luz del día.
Las rosas, la claridad del sol,
nada, nada…
El crepúsculo todo lo oculta.
Apenas consigo ver en tu castillo.
Todo es oscuridad.
Oh, triste Barbazul,
triste y desdichado.
(Fragmento de la ópera El castillo del duque Barbazul de Béla Bartók, libreto de Béla
Balázs)

La mujer apenas ha entrado a la morada de su duque amado. Pregunta por la oscuridad, se


resigna a ella y decide abandonar su mundo de luz y claridad. Al final de la ópera de Béla
Bartók, Judith pide a Barba Azul la llave de la séptima puerta del castillo sólo para quedar
cautiva con el manto de estrellas y la diadema de la noche. Judith, arquetipo de la mujer, no
puede redimir a Barba Azul, arquetipo del hombre. Al final no queda más que desolación,
oscuridad, noche para ambos: noche para el hombre y la mujer, noche para la humanidad.
Bajo el influjo de este relato, George Steiner pone epígrafe de su propia mano a En el castillo
de Barba Azul, con las pesarosas palabras: Tocante a una teoría de la cultura, parece que
nos encontramos en el punto en que está la Judith de Bártok cuando pide que se abra la
última puerta que da a la noche.1

El mito del siglo XIX, el “imaginado jardín de la cultura liberal”, remite al relato de la Caída
que, más allá de las narrativas religiosas, tiene una poderosa presencia en la mentalidad
secular moderna. En su dimensión simbólica la imagen es real, aunque el “largo verano”
idealizado no lo haya sido en la Europa occidental. A pesar de la hipocresía moral burguesa,
el colonialismo, la mortalidad infantil y la explotación, queda el espejismo de una época de
valores aparentemente sólidos, de una armonía social supuesta desde el fin de las guerras
napoleónicas hasta la Primera Guerra Mundial. De ahí el ennui, el fastidio de la repetición
que en Les Fleurs du Mal se designa con los “cojos días”, “los años nevosos”, el “humor
violento/ Sólo canta a los rayos del sol que se pone”, la materia viviente que ya no es “más
que un bloque de granito rodeado de un vago espanto” (1857). Hay en este exasperado tedio
uno de los orígenes de lo inhumano que advendrá desde la segunda década del siglo XX. Una
espesa y fangosa vacuidad en la cual se incubarán las crisis que obligan a la redefinición del
concepto mismo de cultura. Una redefinición obligada mucho más allá de la intentona de
Eliot en sus Notas hacia una definición de la cultura y su concepto orgánico, no histórico, su
sencilla dialéctica de constelación y base común de las culturas.

El hecho es que, por lo menos después de la Gran Guerra, vivimos en una poscultura. Y en
este terreno “a lo sumo puede uno tratar de precisar ciertas perplejidades” (CBA, p. 180).
Primero, dar cuenta del paso de cierta sensibilidad utópica y cargada de esperanzas en el
mañana (que se presume inmediato) al desencanto de los hechos extraordinarios, de los
grandes relatos filosóficos y positivos (lo bueno es lo “positivo”, lo útil y lo que nos permite
gozar de mayor bienestar material) que cantaban loas al progreso por la vía que fuera, por la
ingeniería gradual de las reformas sociales o por la drástica ruptura revolucionaria. Después
de 1915, nadie escuchará, como el viejo Hegel, pasar a la Historia al ritmo de los cascos de
los caballos de la escolta de Napoleón. De algún modo, dicho con Tocqueville, fueron los
propios siglos democráticos con sus afanes forzados de igualación los que cargaron el cielo
auroral de aquel verano liberal de tonos grisáceos y plomizos. Es entonces que empieza a
operar la máquina paranoica spengleriana ante cuyo extrañamiento se diseñaron las marcas
semánticas con pretensión reparadora del primordial ánimo de grandeza. Es el tiempo de los
nombres ilusoriamente gloriosos unidos a los apellidos de poderes invisibles y bien efectivos:
“Napoleones de las finanzas”, “capitanes de la industria”, aludiendo a los años en que todo
era histórico, en que todo se fundaba y refundaba siempre para bien y para avanzar. La ciudad
misma, la megalópolis moderna, se torna amenazante, prohija multitudes anónimas y
desbroza el camino a la pérdida del sentido de trascendencia, a la consolidación de una
poscultura.

Es aquí que el artista se convierte en héroe precisamente porque es quien padece el ennui
creador: “Un tedio, desolado por crueles esperanzas/ Confía todavía en el adiós supremo de
los pañuelos que se agitan”, escribirá Mallarmé en su Brise marine (1865). El artista rompe
inercias y represiones, realiza un esfuerzo titánico por no ceder a las fuerzas que alienan el
espíritu. Vendrá enseguida el terror de la historia: la civilización que sucumbe a la
fascinación del fuego purificador de la guerra.

Una perplejidad: para tratar de entender en una teoría general de la cultura la barbarie de la
“guerra de treinta años”, debemos violentar las creencias convencionales y las idealizaciones
de la gran obra de Occidente, asumir “las relaciones internas entre las estructuras de lo
inhumano y la matriz contemporánea de una elevada civilización” (CBA, p. 48). En un libro
posterior, Steiner hará las pasmosas afirmaciones: “lejos de humanizar nuestros reflejos,
como dirían Aristóteles o Matthew Arnold, las grandes ficciones, las obras maestras del arte,
2
las melodías cautivadoras inhiben nuestra capacidad de respuesta, nuestra responsabilidad —
una palabra clave— a la necesidad, el sufrimiento y la injusticia humanos inmediatos. De
alguna manera paralizadora, pueden deshumanizar”.2

Coincidiendo con Eliot, habrá que insistir en que toda civilización tiene un carácter religioso.
Pero no podemos quedarnos en el mero reconocimiento de este núcleo articulador de una
“base común” de las culturas, cosa que, desde mucho antes, Ranke sabía muy bien: las
religiones nacionales, en el caso de la Europa de la segunda mitad del XIX variantes del
cristianismo todas ellas, darán equilibrio al desarrollo histórico. De aquí tendrán que
extraerse todas las consecuencias en la explicación de horrores como el holocausto. ¿Cómo
abordar ese “misterio de odio” que dio lugar a la Shoá? Hitler lo dijo: “la conciencia es un
invento judío”. El horror representa, en lo más recóndito de nuestras fibras mentales, la
derrota del monoteísmo por el paganismo politeísta, inclusive, como reclamaban el
arrianismo, los iconoclastas bizantinos y más tarde los profesantes del islamismo, en la
abrumadora mayoría de los cristianismos (a todo lo cual se dirige la crítica “herética” al uso
de las imágenes, la corte celestial, el santerío, la divina trinidad, entre otras). Con la
revelación mosaica ocurre un desgarramiento de la “psique humana en sus más antiguas
raíces”. El Dios mosaico es “una ausencia inconmensurable”: “Se manda al cerebro y la
conciencia que crean, que presten obediencia, que amen a una abstracción más pura, más
inaccesible a los sentidos corrientes que la abstracción más acabada de la matemática. El
Dios del Torá no sólo prohíbe hacer imágenes que lo representen, sino que ni siquiera permite
imaginarlo (…). Nunca se impuso al espíritu humano exigencia más feroz, más cruel, pues
el espíritu humano tiene la tendencia compulsiva, orgánicamente determinada, a la imagen,
a la presencia representada” (CBA, p. 57).

Más allá de los indiscutibles aportes de la cultura hebraica en la historia, en este y otros
ensayos Steiner desplegará pormenorizadamente su tesis de que tres han sido los momentos
en que el judaísmo ha pretendido levantarnos de la Caída con la promesa del Reino: el
monoteísmo del Sinaí, el cristianismo en el Sermón de la Montaña y el socialismo de Marx,
el judío secularizado que predica la sociedad en que “el amor se cambiará por amor, la
confianza, por confianza”, es decir, la nostalgia del Edén subvertido, el “agnosticismo
mesiánico” en acción: “la destrucción de la Gomorra burguesa y la creación de una ciudad
nueva, limpia, digna del hombre” (CBA, p. 64) . Este es tema de una digresión aparte, citaré
sólo algunas líneas referidas al original judaísmo: “no es la acusación de deicidio, la supuesta
complicidad de los judíos en la muerte de Jesús de Nazaret, lo que nutre y sostiene el
antisemitismo occidental (…). Es la ‘creación’, la ‘invención’, la ‘definición’, la
‘reevaluación’ de Dios que hay en el monoteísmo judío y su ética. Lo que no se le perdona
al judío no es que sea el asesino de Dios, sino el hecho de ser su ‘descendiente’ (…). Los
dictados morales surgidos del monoteísmo del Sinaí y profético son sumamente rígidos. La
prohibición de matar, de cometer adulterio, de codiciar, de fabricar imágenes, por inocentes
que sean, de comerciar con los dioses domésticos, con los espíritus tutelares, con los santos,
es, en sí misma, indicio de una exigencia aún mayor. Implica la transformación del hombre
corriente. Debemos disciplinar el alma y la carne hasta tornarlas perfectas (…). Ni un ápice
de nuestra complacencia natural, de nuestra libido, de nuestra falta de atención, de nuestra
mediocridad y sensualidad escapa a los dictados morales y legales. Tomados à la lettre, el
‘conviértete en lo que eres’ de Nietzsche es la antítesis del mandamiento del Sinaí. ‘Deja de
ser lo que eres, aquello en lo que la biología y las circunstancias te han convertido.
3
Conviértete, aún a costa de un terrible precio de abnegación, en lo que podrías ser’. Esto es
lo que ordena el Dios de Moisés, de Amós, de Jeremías”.3

Digámoslo de una vez: se vista con los ropajes narrativos con que se vista, la mentalidad de
la poscultura es pagana. Pero en ella hay, al tiempo que una nostalgia por lo Absoluto, una
conciencia culpable, una Mea Culpa por no poder cumplir con el “Yo me desprecio a mí…”
agustiniano.4 El genocidio es, por lo mismo, la mutilación de esa moral opresiva e
“infecciosa” que los nazis combatían con palabras como “saneamiento” y “purificación” del
pueblo, al tiempo que es una automutilación porque la culpa sigue ahí, añosa, sedimentada
en nuestros cerebros.

Este es un asunto. Otro es la constatación de que “La adormecida prodigalidad de nuestra


familiaridad con el horror es una radical derrota humana”. Hay en esto una relación con el
desarrollo vertiginoso de la manufactura masiva, la densidad poblacional, el crecimiento de
las ciudades, la irrupción de las masas, el aumento de los ruidos, del ritmo de trabajo y de la
intensidad de la luz artificial. La vida uniforme, el consumismo desenfrenado, el
estrechamiento de los espacios físicos y de la intimidad dan telón de fondo a la aparición del
Mario que sucumbe al hechizo del hipnotizador en Thomas Mann (y nosotros diríamos a los
carismáticos populismos o a los impersonales y despiadados neoliberalismos en la América
Latina moderna y contemporánea). Y he aquí la vinculación de estas desatadas energías con
la decadencia de las formas religiosas medievales, renacentistas y de la primera cultura
moderna. Curiosamente, la claridad del cielo de los cielos agustinianos oprime por su costo
en la vida terrena. El precio que se paga por liberar a la psique natural asfixiada es la noche,
es el infierno inmanente en el que se gana el silencio a costa de “retroceder hacia adentro
para aumentar su angustia”, como en el canto 33 del Inferno de Dante. El paso de la creencia
religiosa a la convención, esa revancha de lo humano ha hecho del Inferno metafísico un
infierno físico, hic et nunc.

Otra perplejidad: Occidente vive una señalada, nueva e inédita decadencia. Las formas
internas de la civilización occidental, sus convicciones íntimas, están severamente dañadas,
si no es que destruidas. El reconocimiento del valor de otras formas de vida no fue, hasta
principios del siglo XX, sino “nostalgia exótica”: el otro seguía siendo el noble salvaje, a
final de cuentas el bárbaro (con excepciones destacadas como la de Montaigne, el pertinaz
relativista). Después de esta fecha, la barbarie procede de las entrañas mismas de Europa.
Todavía más, la culpabilidad desprendida de la acogida entusiasta de la estética de la
violencia en las artes, las letras y la filosofía, de los excesos imperialistas, de la recepción y
recreación de lo inhumano en el centro de la civilización, ha propiciado la autonegación de
las reservas históricas, intelectuales y morales de la cultura clásica europea.5

Desde luego, el axioma del progreso se ha extraviado de igual manera. Las Arcadias
románticas decimonónicas que insistían en una segunda Caída con el abandono de un paraíso
refundado nunca fueron tan fuertes como para poner seriamente en cuestión la idea de un
vector ascendente en la historia. A diferencia de la primera Caída, en esta segunda el Edén
ha sido abandonado voluntariamente. Más allá de la culpabilidad que este acto (casi se diría
decisión) ha acarreado, la ruptura con ese pasado ha dado lugar a un presente sin futuro
determinado, a una realidad abierta a cualquier posibilidad. “La realidad es una posibilidad
de lo posible”, escribía desde cierta heterodoxia estética y epistemológica Bachelard en La
4
formación del espíritu científico (1938). En el caso de Steiner, asistimos a un round ganado
por Schopenhauer, Burckhardt o el Nietzsche más pesimista: lo que sigue son deseos,
voluntades, representaciones enfrentadas en una lucha irreconciliable y sin telos, sin fin
inmanente o propósito racionalmente construido por el hombre: sin trascendencia de ninguna
índole. Incapacitados para el asombro, familiarizados con el desastre, con la violencia
royendo los pilares de la vida pública y privada en todas sus escalas, la tolerancia a lo
inhumano pasa de ser pasiva a proactiva.

Los evidentes avances de la ciencia y la técnica mismos han puesto al descubierto sus
concomitantes perjuicios ambientales y sociales. La disparidad sigue ahí profundizada como
nunca antes, hoy diríamos que, con el drama de los refugiados, pero el asunto viene de lejos.
El blindaje del hombre contemporáneo es la adhesión a un distorsionado “principio de
realidad”, a una adultez atribulada, al desencanto que “deja de soñar hacia adelante” (Ernst
Bloch) y que, como reclama la Antígona de Anouilh a Creonte (1944), estrangula “la más
pequeña posibilidad de esperanza” o transmuta la esperanza en le sale espoir, “la esperanza
sucia” del Creonte que prefiere la convención política para mantener la estabilidad del reino
a dar sepultura a Polinices y permitir su paso del mundo profano al sagrado.6 Esa esperanza
es la que está ausente: la esperanza de lo trascendente. Y otra vez Dante:

Però comprender puoi che totta morta


Fia nostra conoscenza da quel punto,
Che del futuro chia chiusa la porta.
(Inferno 10).

(Puedes pues comprender que cosa muerta


Sea todo nuestro conocimiento desde el momento
En que se cierra la puerta del futuro.)

Una perplejidad más: “El tercer axioma al que ya no podemos apelar sin una extrema reserva
es el que relaciona el humanismo —como programa educativo, como un referente ideal—
con la conducta social humana” (CBA, p. 100). Contra el dictum ilustrado, educar el intelecto
y la sensibilidad, hacerlo de la manera más universal y profusa posible, no produjo una
conducta racional ni se dirigió necesariamente a un supremo fin ético. Las potencialidades
humanas, tal y como las entendía el humanismo, no se desplegaron sin más con esas políticas
democratizadoras del acceso a la educación y al conocimiento formal. La sofisticación
tecnológica y la diversificación social resultaron, por una parte, herramientas instrumentales
despojadas de carga sustantiva, y provocaron, por otra, una capilaridad densa y no siempre
portadora de sentido humanista. “Ahora nos damos cuenta —escribe Steiner— de que
extremos de histeria colectiva y de salvajismo pueden coexistir con una conservación paralela
y, es más, con el desarrollo ulterior de las instituciones, burocracias y códigos profesionales
de una cultura superior. En otras palabras, las bibliotecas, los museos, los teatros, las
universidades, los centros de investigación por obra de los cuales se transmiten las
humanidades y las ciencias pueden prosperar en las proximidades de los campos de
concentración” (CBA, p. 104). La civilización, lo sabemos ya, no conduce inevitablemente a
la civilidad, como tampoco el humanismo a lo humano.

5
Hubo sin duda cierta ingenuidad en la pretensión de disociar las humanidades de la ciencia y
la técnica. Necias en la afirmación de su centralidad, las humanidades desdeñaron la
enseñanza de estas disciplinas. Galileo tocaba el láud y en su Saggiatore concebía a la
naturaleza y al universo como un libro escrito en lenguaje matemático. Hablar del
Renacimiento sin conocer la relación de sus teorías del arte y la música con su cosmología y
sus concepciones matemáticas, fue una actitud arrogante que propició la disociación de la
sensibilidad humanística y la sensibilidad científica. Temporalidades divergentes,
emergencia de las “dos culturas”: el humanista, “el hombre de palabras, el cantor, se volverá
hacia atrás, hacia el lugar de las necesarias sombras amadas. Para el científico el tiempo y la
luz están adelante” (CBA, pp. 172-173. Cursivas mías, RGV).

Con este reconocimiento posvoltaireano de las flaquezas de la tradición humanista, la


alfabetización general, la educación y la difusión de las artes, se difumina la otrora nítida
línea divisoria de lo superior y lo inferior, lo instruido y lo ignorante, lo civilizado y lo
bárbaro. Aún más, separaciones binarias fundadoras del orden social, del “privilegio de la
subordinación”, como la distinción entre hombre y mujer, adultos y jóvenes, dejan de operar
con el rigor con que lo hicieron antes. Ocurre el colapso de una organización jerárquica del
mundo y en consecuencia de los valores que lo cifraban (la pregunta se formula sola: ¿puede
haber valores sin jerarquía?). La poscultura se mueve, pues, en un relativismo que bordea el
nihilismo. Las llamadas contraculturas son una intentona de reemplazo de estas separaciones
binarias, buscan instaurar nuevas tipologías desde las narrativas de la liberación femenina, la
nueva homosexualidad demandante de visibilidad y todo lo que se implica, por ejemplo, con
neologismos como “unisex”. Más recientemente, a propósito de su diagnóstico de las “tres
culturas”, Steiner dirá que la humanista occidental “mira siempre hacia atrás”, la científica y
tecnológica “se mueve hacia delante” y la nueva alfabetización electrónica e informática
modelará pronto con su omnipresencia inéditas “pautas de pensamiento humano y hábitos de
percepción” (la pantalla como espejo del hombre, el paso del hombre modelador al hombre
modelado por su creación).7

Un cambio en la comunicación que en los países de habla hispana hemos vivido con el paso
del usted al tú en la relación con los mayores, en el intercambio de papeles en la vestimenta,
en las funciones sociales y en la sexualidad, a lo que en estos días agregaríamos la posibilidad
del transgénero físico y ya no sólo cultural. El cuestionamiento de fondo de la contracultura
tiene que ver con la crítica de esas divisiones y su jerarquización: la cultura, las grandes obras
humanas han florecido en el control político y el sometimiento de las castas, del populacho,
de la plebe o las proles en la Atenas de Pericles, la Florencia de los Medici o la Inglaterra del
siglo XVI igual que en el Versalles del grand siècle o en la Viena de Mozart. El gas mostaza,
el napalm, el colonialismo, la tortura, el hambre, los migrantes y refugiados desplazados, la
mortalidad infantil y el terrorismo han podido convivir sin problema con el poema inmortal,
la gran sinfonía, el sofisticado teorema, el tratado filosófico o la creación artística
extraordinaria. Se comprende la frase de Adorno sobre la imposibilidad de escribir poesía
después de Auschwitz, pero, más allá de la hermenéutica adorniana (¿es esta frase un dictum
o una mera literalidad prescriptiva?),8 hoy sabemos que la civilización sigue produciendo
barbarie… y poesía.

Con todo y reconocer lo que las obras excepcionales han dado a la humanidad, lo que ya no
puede aceptarse de las Notas de Eliot es el sesgo puramente cristiano de su reivindicación de
6
la cultura como un “estilo de vida”. No es desde el cristianismo, no por lo menos sólo desde
el cristianismo, que podremos ir al encuentro de una necesaria redefinición. Ciertamente, el
núcleo de la cultura es religioso, pero lo es en un sentido arcaico: “Yo entiendo lo ‘religioso’
—afirma Steiner— en un sentido particular y más antiguo. Lo que es central en una verdadera
cultura es cierta concepción de las relaciones entre el tiempo y la muerte individual” (CAB,
p. 118). Esto es lo que impulsa al poeta, al artista, al matemático, al filósofo, al pensamiento
desinteresado: un exacerbado sentido de trascendencia, la aspiración de perdurar más allá de
la presencia terrena y temporal, le dur désir de durer, el duro deseo de durar de Eluard, sin
el cual no puede haber una verdadera cultura. Es esa suerte de compulsión hacia lo perdurable
lo que liga a la cultura clásica con lo “religioso” y es su debilitamiento lo que ha originado
un vacío en el centro de la poscultura (puede uno entender mejor así al Enoch Soames de
Beerbohm aún en su trágica ridiculez y su obsesión por conocer lo que el futuro depara a su
obra literaria). A este vaciamiento ha contribuido la trivialización de la muerte ocurrida en el
siglo XX: “El siglo de las matanzas (que aún se prolonga), la Shoá, han alterado quizá el
estatus mismo de la muerte individual. Este estatus es básico en el arte, la literatura y la
metafísica del pasado, es lo que infunde a la conciencia occidental un ansia de
trascendencia”.9 De ello dan cuenta el happening que privilegia la inmediatez y la condición
efímera de la creación, la música aleatoria y el shadow-play colaborativo que sospecha de la
autoridad excesiva del compositor, lo mismo que los textos literarios que son obras
colectivas, anónimas o simplemente se niegan a citar sus fuentes. Reality Hunger: A
Manifiesto (2010) de David Shields podría ser un ejemplo fresco: la novela ha muerto, ha
nacido la antinovela que cruza géneros y no es más ficción; este es el tiempo de la novela
readymade10 que reivindica el pastiche mezclado con el ensayo, el reportaje, la crítica
literaria y de arte, la ficción con la no ficción, el tiempo también del reality televisivo que
pone en valor lo inmediatamente veraz o la veracidad de lo inmediato.11

Pero ¿qué sigue para las humanidades? Acaso un nuevo sentido. Ya no la trascendencia sobre
lo cotidiano y lo inmediato, ya no con Milton el sacrificio que “desprecia los deleites de los
días laboriosos de la vida”: dejar de conversar con la tradición, no interesarse en “la
mediación que hay entre el lenguaje y la muerte” (CAB, p. 135). Se ha insuflado una
pseudovitalidad académica, de especialistas, de archivo a la cultura clásica que dejó de
aprenderse by heart, memorizando y diciendo los textos consagrados por la tradición, pues,
como escribía W. H. Auden, “Hay libros que son injustamente olvidados; ninguno es
injustamente recordado”. Es ese recuerdo el que se pierde con los dos riesgos: el del
populismo banalizante para llegar al gran público, y el de la academia recalcitrante que
“prefiere ver el grueso de nuestra literatura, de nuestra historia interior, pasar a un museo”
(CAB, p. 137). Topamos en este punto con dos consecuencias del olvido, de la “amnesia
organizada” de nuestra actual educación. Primero, el padecimiento del “conocimiento por
libros”; y, segundo, la escasa familiaridad con la naturaleza y sus formas que la cultura
clásica, en cambio, presupone y contiene. “Las principales energías de nuestra literatura se
apoyaban constantemente en esta serie de hechos que, para nuestras sensibilidades metálicas,
encerradas en apartamentos, se han hecho en gran medida artificiales y decorativos. Hoy es
inútil preguntar a nuestro vecino si es capaz de identificar, por su conocimiento personal,
siquiera una parte de la flora o de la astronomía que sirvieron a Ovidio y a Shakespeare, a
Spenser y a Goethe como un alfabeto corriente” (CAB, p. 141).

7
Aquí puede encontrarse, por lo menos en parte, el sentido de algunos de los reproches y a la
vez reivindicaciones del ejercicio de la crítica en nuestros tiempos. Ciertamente, ya desde
1963 Steiner escribía que “la crítica existe gracias al genio de otros hombres”. Pero en ese
mismo ensayo insistía en la triple función de la crítica, que “ocupa un lugar modesto pero
vital”, a saber: en primer lugar, “debe enseñarnos qué debe releerse y cómo”; segundo, debe
y puede establecer vínculos que amplíen y compliquen “el mapa de la sensibilidad”
interpretando comparativamente la obra literaria; y, en tercer término, last but not least, debe
hacer “el juicio de la literatura contemporánea”, preguntándose “no sólo si tal arte constituye
un adelanto o un refinamiento técnico, si añade un giro estilístico o si juega astutamente con
la sensibilidad del momento, sino también por lo que contribuye o sustrae a las menguadas
reservas de la inteligencia moral”. En un mundo en que la sensibilidad estética clásica cede
ancho campo al culto de lo formal, a la moda credencialista y a la laxitud ética, quizá siga
sin sobrar la interrogante: “¿Qué medida del hombre propone esta obra?”. Tal vez entonces
también podamos concluir que “la labor de la crítica literaria es ayudarnos a leer como seres
humanos íntegros, mediante el ejemplo de la precisión, del pavor y del deleite. Comparada
con el acto de creación, ésta es una tarea secundaria. Pero nunca ha representado tanto. Sin
ella, es posible que la misma creación se hunda en el silencio”.12

Es cierto que una crítica y una creación tales no pudieron (ni pueden) ser jamás populares o
masivas, pero establecían un canon, decantaban un gusto, y lo hacían deliberadamente. La
democratización del gusto (y la tiranía del mainstream), la extensión del formalismo
estilístico o en el otro extremo la separación de lo clásico y su arrinconamiento en estrictos
y refinados cenáculos y museos, han debilitado al humanismo y, lo que es peor, han
desnaturalizado su vocación de trascendencia y su influencia social.13 En una posterior
compilación de ensayos y entrevistas, Steiner advierte acerca de los riesgos de mantener la
atención en la mera actualidad editorial o en la minuciosa, hiperespecializada y muchas veces
burocrática investigación universitaria.14 Aún en aquellos lugares como los museos,
bibliotecas, archivos y universidades norteamericanas, en los que se ha atesorado con celo el
pasado clásico, se advierte una separación de la enseñanza convencional con respecto
justamente de aquello que se resguarda con pulimentado afán de coleccionista. Una
heterodoxa hipótesis de trabajo: las humanidades prosperan a contracorriente, germinan en
ambientes fatigados como los de la vieja Europa o en climas opresivos como el de la ya
desaparecida Unión Soviética.

Otra perplejidad de la que no hemos dado cabal cuenta: en las “poshumanidades” o


“subhumanidades” del presente, supletorias de las humanidades clásicas, hay una “retirada
de la palabra”. “Se da hoy una decadencia general de los tradicionales ideales del discurso
literario. La retórica y las artes de convicción que aquél disciplina están casi en un descrédito
total. Complacerse en el estilo, en forjar formas expresivas implica una posición casi
sospechosa, una postura de mandarín. Cada vez más la energía de la información necesaria a
una sociedad de consumo masiva se transmite en imágenes pictóricas” (CAB, pp. 145-146).
Es la palabra y su articulación gramatical, su complejidad semántica, su capacidad de decir
y organizar el mundo, lo que está en retirada. La información de un sistema ordenado de
valores, la figura representada de la trascendencia, las diferenciaciones de tiempo, género,
historia y utopía, de tiempo y muerte, esto es lo que se sacrifica en el altar de la imagen en
movimiento. Una vez más, las contraculturas aparecen como demoledoras del logos, de la
antigua racionalidad clásica, oponiéndoles su culto a lo inmediato, a lo práctico, a lo que
8
ahorra palabras en el farfullar de los nuevos sublenguajes de toda laya, desde el happening
hasta las inscripciones murales de grupos contraculturales de edad o reivindicadores de “otra”
estética. Ahora tendríamos que mencionar los sublenguajes “económicos” de las redes
sociales en los dispositivos cada vez más reducidos, portátiles y móviles. La imagen es móvil,
el dispositivo es móvil. Un “opaco balbucear” sustituye al discurso, a la articulación de la
palabra: “Vista desde alguna perspectiva histórica —escribe Steiner—, la civilización
occidental, desde sus orígenes hebraicos y griegos hasta el presente, podría parecer una fase
de concentrado ‘verbalismo’” (CAB, p. 144). Es ese concentrado verbalismo lo que se está
retirando.

La música electrónica y de factura industrial es también un buen ejemplo de la manera en


que la palabra se ha retraído. Sus vibraciones han invadido cualquier recinto y ya no sólo las
salas de baile o de conciertos populares. Así ocurre en el noreste de los Estados Unidos lo
mismo que en las calles de una ciudad universitaria en Bogotá o en un espacio residencial en
Beijing. No se trata, ciertamente, sólo del rock o el pop en Boston, sino también de la
tecnobanda, el narcocorrido o la música “extrema” en Culiacán o en Tijuana. En cualquier
caso, a esa invasión de vibraciones estridentes les acompaña un estilo de vida, performances
de actuación, códigos de comunicación y solidaridades de grupo. Cada género posee sus
leyendas, maestros, herejes, oficiantes y hasta sus categorías de novicios o eruditos. La
comunicación lingüística ha perdido terreno, entonces, ante lo visual y la imagen, y lo ha
hecho también ante el martilleo de una sonoridad literalmente desaforada, una sonoridad que
no tiene foro reservado, que está en todas partes. En esta poscultura, la cultura clásica es
desplazada por otras culturas o, como las llama Steiner, otras “metaculturas”. La pregunta
puede hacerse desde la antropología y la biología: “Un régimen pop impone severos
esfuerzos físicos al oído humano. Algo del embotamiento o daños que se siguen de ello ha
sido en realidad medido, pero sabemos muy poco sobre los efectos psicológicos de la
saturación causada por el alto volumen y la repetición de una misma música (a menudo se
oyen las mismas dos o tres piezas durante todo el día). ¿Qué tejidos de la sensibilidad están
siendo entorpecidos o exacerbados?” (CAB, p. 151).

La propia música clásica en esta nueva e invasiva metacultura sonora, se ha vuelto de algún
modo pop, música ambiental, “agradable” para la tertulia o como fondo de la actividad
doméstica o laboral. Con ello ha venido una devaluación del acto y la decisión de la escucha
y el goce de lo extático. Hoy se compran colecciones o highlights de música clásica, no se
adquiere la música de un autor en sus sinfonías, sus sonatas o sus óperas. Con los nuevos
recursos tecnológicos como YouTube (diremos desde esta pantalla y en este escrito que se
archiva en Word) esa tendencia se ha reforzado. Con el acto de leer sucede algo similar: la
solitaria sociedad con los libros, la “furiosa intimidad que clama por el silencio” es, por un
lado, cada vez más arduamente conquistada, y es por otro (hoy más en tiempos de las redes
sociales), significativamente desalentada por la impetuosa búsqueda de contacto gregario,
virtual o directo, inmediato y superficial. En la poscultura asistimos también a un “derrumbe
del egoísmo clásico”.

El progreso de la matemática y las ciencias naturales, como se apuntó antes, está modificando
de similar modo las estructuras de la vida. La “ingeniería” biomédica trabaja desde hace rato
en la reposición quirúrgica de órganos, en la genética aplicada a la selección del sexo del
embrión humano (ya lo hace también con el estudio del genoma humano en la prevención de
9
enfermedades hereditarias) y en la utilización de agentes químicos y electroquímicos para la
programación de la conducta. Igual está ocurriendo con la revolución de la cibernética que
es ya una presencia ordinaria en las oficinas y los hogares. La exploración (y explotación)
del mundo natural, de las capas del subsuelo, las profundidades del mar y el espacio exterior
están también alterando las formas milenarias de percepción del sí mismo y del otro. De aquí
está surgiendo (¿ha surgido ya?) otra metafísica apoyada en la matemática y la física: una
metafísica de lógica binaria que organiza nuestra idea del mundo de una manera
completamente distinta a la del pensamiento mítico, histórico o al de la elaboración
humanista clásica. En uno de sus últimos ensayos, Steiner dirá: “Las matemáticas
desempeñan un papel cada vez más determinante en la economía, en destacadas ramas de los
estudios sociales, hasta en las disciplinas estadísticas de la historia (‘cliometría’). El cálculo
y la lógica formal son la fuente y anatomía de la computación, de la teoría de la información,
del almacenamiento y la transmisión electromagnéticos que organizan y transforman ahora
nuestra vida. Los jóvenes manipulan el cristalino despliegue de los fractales como antaño
manejaban las rimas. Las matemáticas aplicadas, a menudo de una categoría avanzada,
invaden nuestra existencia individual y social”.15 En esta revolución va también el
retraimiento de la palabra, su sucesivo desplazamiento por el lenguaje formalizado del
algebra y su cálculo.

¿Qué impulsa las revoluciones científicas y tecnológicas de los últimos cuatro siglos? La
conquista del bienestar material, por supuesto, pero también el impulso de búsqueda o “caza”
de la verdad implantada en nosotros desde aquel mediodía luminoso de los griegos
milagrosos: “Nosotros abrimos las sucesivas puertas del castillo de Barba Azul porque las
puertas ‘están allí’, porque cada una conduce a la siguiente en virtud de una lógica de
intensificación que es la intensificación de su propia conciencia que tiene el espíritu. Dejar
una puerta cerrada sería no sólo cobardía sino una traición —radical y automutiladora—
hecha a la postura de nuestra especie que es inquisitiva, que tantea, que se proyecta hacia
adelante”. (CBA, p. 174). El asunto aquí reside en preguntarnos si de acuerdo con nuestros
criterios de racionalidad, de cordura y nuestras menguadas reservas morales, seremos capaces
de afrontar las consecuencias de la verdad acerca de nuestra especie, de su impulso de
autodestrucción, de las configuraciones genéticas que quizá nos determinan, de nuestra
específica propensión a la guerra.16

La poscultura puede conducir al desencanto radical, la humana condición puede cambiar toda
al abrir la séptima puerta del castillo. La puerta será abierta “porque abrir puertas es el trágico
mérito de nuestra identidad”.

Ronaldo González Valdés

Notas. –
1
En el castillo de Barba Azul. Aproximación a un nuevo concepto de cultura, Gedisa, Barcelona,
2001. Título del original en inglés: In Bluebeard’s Castle: Some Notes Towards the Redefinition of
Culture, Faber and Faber, 1971. (En lo sucesivo se citará como CBA en la edición en español referida).

10
2
Los libros que no he escrito, Fondo de Cultura Económica y Ediciones Siruela, México, 2008
(primera edición en español), pp. 170-171. Título en inglés, My Unwritten Books, New Directions,
2008.

3
En Errata. El examen de una vida, Siruela, Madrid, 2001 (sexta edición en español), pp. 79-81.
Título en inglés, Errata: an examinated life, 1997. Antes de esto, en un ensayo publicado en 1984,
Steiner colegía desde un punto de vista más cercano a la estética, que “En el judaísmo cobra cuerpo
ese abandono del ser más íntimo del hombre que se entrega ‘a una trascendencia extraña a él’. El
judaísmo es, en consecuencia, la antítesis del ideal griego de ‘armonía con la vida’. Sobre todo, el
concepto de Abraham de destino es antitético del concepto de los antiguos griegos. Se trata de un
destino que implica el pathos de la estéril alienación, no la esencial fecundidad de la tragedia. De ahí
el hecho notable de que la sensibilidad judaica, con su inmersión milenaria en el sufrimiento, no
produzca dramas trágicos.” En Antígonas. La travesía de un mito universal por la historia de
Occidente, Gedisa, Barcelona, 2013, pp. 39-40 (primera edición en español, 1987). Título original en
inglés, Antigones, Clarendon Press, 1984 (cursivas mías, RGV).

4
Este tema es tratado más puntualmente en otro texto inmediatamente posterior a CBA, Nostalgia del
Absoluto, Siruela, Madrid, 2001. Original en inglés, Nostalgie for the Absolute, 1974.

5
A propósito de esta decadencia de Europa y del relajamiento de los vínculos con la tradición clásica,
más de diez años antes de la publicación de En el castillo…, en un libro señero de la crítica literaria
y la literatura comparada, Steiner afirmaba. “Nos hemos convertido en relativistas; comprendemos,
presas del desasosiego, que los principios críticos son intentos de imponer efímeros hechizos de
autoridad a la inherente mudanza del gusto. Al dejar de ser Europa el centro de la historia, estamos
menos seguros de la preeminencia de la tradición clásica y occidental.” En Tolstói o Dostoievski,
Madrid, Siruela, 2002, p. 14. Título original en inglés, Tolstoy or Dostoievsky. An essay in the Old
Criticism, Faber and Faber, 1959.

6
Steiner dedica todo un libro a este mito, sus diferentes versiones, lecturas e interpretaciones a través
de los siglos, en Antígonas. La travesía de un mito universal por la historia de Occidente, cit.

7
Cfr. “Cuestiones educativas”, en Los libros que nunca he escrito, Op. Cit., pp. 166 y ss.

8
En relación con el tema de Adorno, puede verse el texto de José Antonio Fernández López, “En los
límites de lo indecible. Representación artística y catástrofe”, en A Parte Rei, revista electrónica de
filosofía, No. 48, noviembre de 2006.

9
En “Cuestiones educativas”, Op. Cit., p. 167.

10
Cfr. Chaj Mathew, “La novela readymade”, en nexos No. 459, marzo de 2016.

11
Entre otras, una buena crítica de este punto de vista, y particularmente de la proclamada “muerte
de la novela”, en el artículo “Hambre de realidad” de Enrique Vila-Matas, El País, Madrid, 22 de
junio de 2015.

12
“La crítica y lo humano” (publicado como ensayo individual en 1963), compilado en Lenguaje y
silencio. Ensayos sobre la literatura, el lenguaje y lo inhumano, Gedisa, Barcelona, 1986, pp. 17-27.
Título en inglés Language and silence: Essays 1958-1966, Faber and Faber, 1967.

11
13
Refiriéndose a esta diagnosticada decadencia de la cultura humanista occidental, Mario Vargas
Llosa ha escrito: “Tampoco me convence el lúgubre epitafio de Steiner sobre el tema de la cultura,
aunque a mí también me entristezca, como a él, el fantástico desperdicio que es el consumo masivo
de productos seudo culturales que se advierte en Europa (y en todo el mundo). Pero no creo que esto
sea lo importante, sino, más bien, la otra cara de la moneda, es decir, el notable crecimiento de
consumidores para productos culturales genuinos que caracteriza a la sociedad moderna, y en especial
a Europa. ¿Alguna vez en la historia ha habido tantos lectores de buena literatura como ahora? Ni
Joyce, ni T.S. Eliot ni Virginia Woolf han tenido tantos lectores como tienen ahora, ni las obras de
Shakespeare tantos espectadores, ni han atestado los museos las gigantescas muchedumbres que en
estos días van a la Royal Academy o a ver los cuadros de Tamara de Lempicka o a la Tate Modern a
deprimirse con los lienzos de Edward Hopper”. En “Una idea de Europa”, comentario preliminar al
ensayo de George Steiner, La idea de Europa, México, 2011, FCE, Ediciones Siruela, pp. 17-18.
Título original en inglés, The Idea of Europe, Nexus Publishers, 2004.

14
En Los Logócratas, Fondo de Cultura Económica y Ediciones Siruela, México, 2006. Título en
francés, Les Logocrates, L’ Herne, 2008. Cfr. el comentario de Geney Beltrán Félix, “Steiner o la
tradición como disidencia”, nexos No. 353, mayo de 2007.

15
En La poesía del pensamiento. Del helenismo a Celan, Fondo de Cultura Económica y Ediciones
Siruela, México, 2012 (primera edición), p. 23. Título original en inglés, The Poetry of Thought. From
Hellenism to Celan, New Directions, 2011.

16
Un más pormenorizado desarrollo de la idea de que la verdad no sea acaso “amiga del hombre”, se
halla en Nostalgia del absoluto, cit., en el apartado “¿Tiene futuro la verdad?”, pp. 111-133.

* https://cultura.nexos.com.mx/steiner-en-el-castillo-perplejidades-de-la-poscultura/

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