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Historias al viento para quien quiera leer…

Primera parte compilado 2022


Luis Alejandro Chaves Hernández

Contenido
LAOCOONTE, ÉL DEL LEJANO CURVARADÓ (OTRA VERSIÓN...) .......................................................... 3
BUSCANDO TESOROS OLVIDADOS… ................................................................................................... 9
MIENTRAS ENDULZA UN TÉ DE HIERBAS .......................................................................................... 18

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"Escribir es un oficio que se aprende escribiendo"
Simone de Beauvoir

INTRODUCCIÓN

Soy colombiano, ingeniero civil de profesión, amo leer y escritor es mi pasión, actualmente
curso mis estudios de maestría en Creación Literaria con la Universidad de Salamanca,
siempre he considerado que escribir es un placer, une personas, la escritura tiene la
posibilidad de liberarnos de nuestros propios fantasmas y que seamos leídos es comprobar
que algo estamos haciendo bien en este mundo de búsqueda y exploración, el ciclo se cierra
cuando alguien lee nuestros textos y cuando «simplemente ocurre» porque alguien decide
revisar un documento y dar o dejar un comentario es alentador.

No pretendo ser influenciador, no solo quiero divulgar y compartir obvio que todos
queremos tener lectores, transportarles a otros lugares, hacerles cómplices de nuestras
historias, es por ello por lo que decidí generar “Historias al viento para quién quiera leer…”
es un proyecto en soledad, que busca divulgar lo que he escrito y que comienza con este
primer texto de 2022.

Pero si deseas escribirme, compartir conmigo lo que has sentido al leerme, es fácil, mi correo
personal es luisalejandroch@gmail.com y tengo un blog que cree hace poco, aun no he
comenzado a nutrirlo, pero ya lo hare es LEER PARA VIVIR, ESCRIBIR PARA NO
MORIR (luisalejandroch.blogspot.com)
Lanzo al viento esta segunda parte...

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LAOCOONTE, ÉL DEL LEJANO CURVARADÓ (OTRA VERSIÓN...)

“…Desde entonces me agradan las serpientes,


pues una le envolvió entonces el cuello,
cual si dijese: «No quiero que sigas»;
y otra a los brazos, y le sujetó
ciñéndose a sí misma por delante…”
La Divina Comedia, Infierno, Canto XXV, Dante Alighieri.

Él es un líder comunitario del Lejano Curvaradó, allá en el bajo Chocó Antioqueño. Líder
comunitario, reconocido en su comunidad, con gran ánimo social, luchando siempre por los
otros, haciendo del dolor de su prójimo, su propio dolor, anteponiendo sus necesidades a las
de su comunidad afrodescendiente de la que se siente orgulloso. Ello le ha valido uno y mil
problemas -su cabeza tiene precio- con los grupos al margen de la ley, que transitan por la
zona, que la utilizan el territorio como corredor de narcotráfico, y negocio de armas, gracias
a esas bondades de invisibilidad, que ofrece la tupida selva chocoana y el aislamiento natural
de un territorio que pertenece a todos y no pertenece a nadie. El Estado ha sido incapaz de
hacer presencia, liberarlos del lastre y el dolor, de estar en medio de una guerra no solicitada,
una guerra de la que se les hace parte, tanto a él como a su comunidad.

Es hijo de un antioqueño de esos hacedores de camino, viajero nato que un día decidió
adentrarse en la espesura de la selva, llegó a aquellas tierras de la mano del destino, se
enamoró del lugar, conoció a una bella morena llamada Helena, y se fue quedando, y
quedando hasta que un día le encontró la muerte en aquel lejano lugar. Su primogénito es
nuestro líder comunitario, un hombre alto, moreno, con la altivez de su padre y los ojos
negros de su madre. Su nombre es Laocoonte Pumarejo Carabali. Si, así mismo, su padre era
amante lector de mitología, escogió ese nombre para él, porque al sentir al pequeño en sus
manos y escucharlo a todo pulmón, inundar la espesa selva con sus gritos, presintió que sería
un gran guerrero, un líder, y así lo ha sido. Tienes, dos hijos, a los que, para honrar tan
especial tradición, llamo: Al más pequeño Antífantes y, al otro el mayorcito Timbreo.

En las noches de luna llena, en su choza de madera, allá en el lejano Curvaradó, reunidos a
la luz del fogón de leña, solía contarles la historia de una bella estatua que existe, en un
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Museo del Vaticano, en la lejana Roma. Que fue magistralmente tallada en esa denominada
Escuela de Rodas -perteneciente al periodo helenístico- por los escultores
Hagesandro, Polydoros y Athenodoro de Rodas. Repite de vez en vez la historia, y como la
primera, sus hijos aún maravillados por el placer con que fluyen las palabras en boca de su
padre, sintiendo como inundan el aislado paisaje, acompañados tan solo por la brisa que viene
del río y los grillos que parecen querer explotar de la emoción. Laocoonte padre, les cuenta
que la estatua, representa la muerte del sacerdote troyano, castigado por los dioses a morir
estrangulado por serpientes marinas junto a sus dos hijos, que por demás tienen sus nombres.
Ellos se sienten orgullosos de la herencia, aunque sea solamente a través de nombres
mitológicos. Repite y repite la historia, que sabe de memoria, misma que le fue contada en
las noches de luna por su padre muerto. Hasta detalla las minucias, de cómo la estatua fue
encontrada, reconocida por un tal Sangallo y Michelangelo. Los jóvenes emocionados,
siempre preguntan y preguntan, queriendo grabarse cada palabra, para transmitirla a sus hijos
y, que estos la trasmitan a sus propios, allá en el futuro lejano. Es una forma de exorcizar ese
dolor, esa soledad, esa tragedia que significa el vivir en una zona tan violenta, tan llena
carencias. Esa vida paralela que acontece en medio de esa húmeda selva, por demás tan
alejada.

Pero no es la historia mitológica la que nos interesa, ¡no!, es la del Laocoonte colombiano,
ese el líder comunitario. Esa, que se repite, en palabras que cruzan silenciosas su cabeza, lo
acontecido aquel fatídico día, ese día que se quedó grabado, como muestra imborrable de sus
dolorosos recuerdos, cuya evidencia es una cicatriz en su frente, una pequeña línea que se lo
recuerda. Así habla la voz de su memoria.

Repetiré que no existe un alma a nuestro alrededor, que no hay en la proximidad a nuestra
barca, otra barca que pueda brindarnos ayuda. Viajo solo con mis dos hijos. Traemos la panga
llena de plátano y pescado seco, que compramos al salir del puerto y uno que otro pez, que
capturamos rio arriba. Hubiese preferido llegar con la luz del día. Ya que alguno que otro
atardecer, me he aventurado a navegar estas aguas, si lo hice, lo hice con el temor que me
infundieron y el respeto por las mismas, que, aunque siendo conocidas -en este sitio he vivido
desde mi niñez- me fueron trasladadas por mi padre. Respeto no solo del caudal, los

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remolinos que van dibujando caminos, también de esa selva tupida, que es un marco
inimaginable a los ojos de otras personas, que en verdad no logran dimensionar la maravillosa
magnitud de esta selva chocoana.

Nos desplazamos, por el amplió Atrato, desde la mañana no hace más que llover, aunque es
normal en esta una de las zonas más húmedas y lluviosas del planeta. Lejos, muy lejos se
quedó Quibdó, y nos adentramos en una tierra mágica y olvidada. Solo nos acompaña el ruido
del motor, la brisa en la cara, las aves que retornan a sus nidos, dejando el rastro de colores
sobre el cielo. Y, si uno fija la mirada, logra identificar las colas de los micos, que en gritos
cruzan las copas más lejanas.

Mi corazón palpitaba como queriendo influir sobre el motor que parece no movernos. Ya se
había puesto el sol. A lo lejos el desvalido llanto de un niño y las toscas plegarias de una
madre -que reconocían mis oídos- apelaron a mis más hondos sentimientos y me hicieron
acercarme. Y es que, si mi oído alcanzara todos los rumores del mundo, yo percibiría cada
uno de sus pasos.

Aunque el ánimo se horroriza a su solo recuerdo, retrocede espantado. Quebrantados por el


cansancio y contrariados por el destino que, confabulado contra nosotros, mostró su fuerza,
no permitiéndonos encontrar la solución buscada en la capital chocoana, a las quejas
repetidas de mi comunidad. Debía radicar ante las autoridades, un pliego buscando acaso,
una solución pronta o expedita a ese desplazamiento forzado al que nos hemos visto
enfrentados los últimos meses por las continuas incursiones armadas. Con la tristeza con las
lágrimas, marcada sobre sus mejillas, recuerda aquel día, en que incursionaron los
guerrilleros del ELN, obligándoles a repelerse contra la espesa selva buscando salvaguardar
sus vidas.

Ya no me duele la soledad, porque sé que vive mi redentor y al fin se levantará sobre el polvo,
y me auxiliará de este dolor que no me abandona. Alucinado por un fatal indicio, comencé a
gritarles: ¡Oh miserables!, insensatos: ¿Qué increíble locura es esta? ¿Pensáis que se han
alejado los enemigos?, tan solo por quitar de ellos la mirada, no ven que nadie está exento de

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su cobarde brazo. ¡Amigos, no creáis en sus regalos!, nada es gratuito en esta vida, nadie
regala nada sin esperar algo a cambio, sea lo que fuera, siempre deben temer de lo que les es
dado gratuitamente. Saquen de inmediato esos regalos de la aldea, no sabemos cuál es el
propósito que tienen ellos al brindárnoslo, estoy seguro persiguen quitarnos nuestras tierras,
violar nuestras mujeres, sumar a sus filas nuestros niños, para su absurda guerra. Acabar la
tranquilidad de nuestra aldea. No sean insensatos, no han escuchado que ellos los hombres
armados, por nuestras tierras se pasean, buscando enviciarnos en el amor por el dinero para
después usarnos.

Avivados por ese afán ingenuo, sin averiguar razones y motivos, sin sospechar las maldades
y artificios de que es capaz la pérfida maldad de los helenos -guerrilleros consumados que
luchan por apoderarse de todo- que dizque luchan por su pueblo, sucumbieron ante las
ofrendas.

Mis palabras no fueron escuchadas. Se doblegaron ante un bulto de miseros regalos y ahora,
yo, Laocoonte, no puedo acogerme con mis propios, ayer amigos cercanos, todos al unísono
gritan irritados, piden mi castigo y mi sangre, como si yo hubiese sido el culpable. Mis hijos
y yo, como parias, desterrados, aislados obligados a vivir en la espesura de la selva, cobijados
por las sombras. Buscando la protección de un Estado que siempre está ausente, lejano.

Sin embargo, con la esperanza puesta en nuestras deidades, y consagrado como son nuestros
espíritus a ellos, decidimos ofrendarles nuestras plegarias en la mañana, sin saber que
nuestros propios, ayer amigos, nos entregaban no atados de pies y manos, pero si
señalándonos. Y, justo, ese día, ya se preparaba para nosotros el sacrificio. Mis sienes estaban
marcadas por las balas, cuando lo confieso, me sustraje a la muerte y rompí mis ligaduras, y
con el favor de la oscura noche, nos escondimos entre las aguas del inmenso Atrato, que
reconocía amigo, buscando burlarles. Y sí que logramos sustraernos de sus manos. Aunque
los dioses, mis dioses, ya tenían para mí su destino trazado. Ese era inevitable, era en verdad
imposible cualquier escape, más cuando Dios, había hablado.

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Sobreviene en esto de pronto, un nuevo y terrible accidente, que acaba de conturbar nuestros
desprevenidos ánimos. Yo, Laocoonte padre, designado y señalado por la muerte, veo que de
frente a mis dos desamparados hijos, se precipitan dos enormes helenos, armados hasta los
dientes, con cuchillos en sus manos. Veloces crepitan por el agua silenciosos (de recordarlo
me erizo), extendiendo por las serenas aguas sus inmensas brazadas, encrespando sus lomos,
se dirigen juntos al unísono frío y calculado, hacia mis dos débiles hijos. Amarrándolos con
sus grandes ligaduras, ciñéndolos por sus espaldas, veo las manos abrazadas justo a la mitad
de sus cuerpos; aunque todavía sobresalen del agua sus cabezas y sus cuellos erizados. Veo
que saltan mostrándome que uno, está como amarrado a la cintura de mi hijo el más pequeño,
Antífantes y, el otro, más hábil al mayorcito Timbreo, como enroscada sobre su cuerpo por
la espalda, succionándole el aliento y como clavando, sus enormes dentelladas sobre su débil
cuello. Veo como los arrastran a la orilla y, allí los rematan, blandiendo en el aire una y otra
vez los enormes aceros que les permitieron apropiarse en victoria de sus vidas.

Yo, Laocoonte, armado de improvisado dardo, trato de acudir en su auxilio, pero ya es tarde.
El espumoso río hace un gran estruendo y veo el hilo de la sangre, inyectándose en la
cenagosa arena. Veo los encendidos ojos de los helenos, que esgrimen victoriosos sus
silbadoras fauces, mostrando sus vibrantes lenguas que vituperan mi nombre y mi apellido.
Consternado con aquel espectáculo, echo a huir de ellos, sin titubear, pero el par de helenos
se lanzan hacia mí, aunque logro escaparme en la espesura de la selva, que mejor que ellos
conozco, con los ojos llenos de lágrimas y el alma partida por la pérdida de mis pequeños.
No siento cuando contra las rocas me golpeo la frente, que me queda marcada como símbolo
de aquel fatídico encuentro. Mis lágrimas se mezclan con la sangre, elevo a los astros mis
clamores, que semejan al mugido del toro cuando herido, huye sacudiendo su cuello
librándose de un no certero golpe. Veo a lo lejos, como los dos helenos se alejan, rastreando
con dirección a mi lejano Curvaradó, arrastrando sus pies y organizándose sus terciadas
armas como si fueran escudos.

Me quedo allí en la soledad de la selva. Solo el río Atrato, es testigo de mi dolor, de mi


pérdida, solo la inmensidad de la selva es el fin del desventurado viaje, que nunca debí iniciar.
Recuerdo que mi corazón fue avisado, cuando palpitaba como queriendo influir sobre el

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motor que parecía no movernos. Justo, cuando el desvalido llanto de ese niño a lo lejos, y
plegarias toscas de su madre -que reconocían mis oídos- me señalaban, me anunciaban que
algo malo sucedería. Nunca debía acercarme a la orilla. Debí callar esos, mis hondos
sentimientos, esos que me hicieron acercar. Debí callar el rumor del mundo en mis oídos. Por
un instante debí negarme a brindar auxilio. Tal vez, si lo hubiese hecho, ahora mis hijos
estarían vivos. Es como si los dioses (racionales, con su venganza siempre justa y terrible)
quisieran castigarme por usar los mitológicos nombres, por lo que me dejan vivo.

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BUSCANDO TESOROS OLVIDADOS…

No es lo mismo
estar dormido que estar durmiendo,
porque no es lo mismo,
estar jodido que estar jodiendo.
Camilo José Cela

Relámpagos y truenos estallaban en el cielo y retumbaban en las calles donde las cúpulas
antiguas parecían balancearse. El aguacero formaba una cortina que cegaba a la mejor vista.
Escampando bajo el alero de una vitrina, lo miraba a él y a los objetos. Parecía como
sumergido entre los libros, casi inclinado.

Sorpresivamente, el tiempo cambia, las nubes se desvanecen, aparece el sol enmarcado el


telón azul. Nadie podría decir que minutos antes diluviaba. La luz le deslumbra y ciega unos
instantes. Él pone la mano sobre los ojos cuál visera. Sonríe, con una mueca débil que renquea
al borde de sus labios. Parecía un hombre obsesionado. Quizás antes, no lo fuera o dejó de
serlo, no lo sé, el día en que le conocí, veía en sus ojos los gritos de ese verdugo implacable
que puede llegar a manipular aun a aquellos más lúcidos. Supongo, necesitaba desahogarse,
contarle sus cosas a algún fulano, y entonces fui yo el único fulano a su alcance, presto a oír
la historia de una carta encontrada en el anticuario de libros. Un tesoro.

Los tesoros son mucho más, que la riqueza que puede brindársele a quien lo encuentra, no
tienen que ser oro o plata para considerarse valiosos; a veces el solo sentir que Dios se ha
dignado a vernos y que nos ha señalado para poseer algo que les fue negado a todos los demás
es suficiente, para encontrar uno. Porque lo digo, pues esta carta que puso Dios en mis manos
está antigua carta es un tesoro, no vale, no vale las monedas que gasté. Estaba doblada entre
las hojas de este viejo libro, vez, justo en esta página, alguien se tomó el trabajo de escribirla
y doblarla. Llevaba muchos años aquí, mira la caligrafía -la gente ya no escribe así, parece
letra de molde- mira el color del papel -es grueso- el libro la protegido con vehemencia.

Creerás que estoy loco, ¿verdad?, habló cómo loco. Si fueras tú quién así hablará yo lo
pensaría. Entendería si te alejas, si no quieres escucharme, comprenderé, ¿si me escuchas?,
te detallaré porque es valiosa. Un café. ¿Aceptas?

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Me envolvió con sus palabras, me dejé llevar por el tono de su voz, su agitación, su franqueza.
Así que terminamos en un café cualquiera. Yo escuchando una historia de una carta oculta
en la página cincuenta y dos de un libro cualquiera, denominado antiguo por ser segunda
edición original de un título que en verdad olvide y que no importa, pues el tesoro que en
verdad importaba era la carta.

Abrió fuego con su cigarrillo sobre las hojas de la historia que le ha entregado la carta entre
esas páginas. Coge el libro, lo huele, se levanta la camisa y lo acomoda en su pantalón, bajo
su abdomen. Intercambiamos palabras olvidadas, ordenamos un par de lattes dobles. En una
esquina alejada, iluminada, sola, tranquila nos ubicamos. Vi sus gruesos dedos hacer
desaparecer tres sobres de azúcar con el mezclador y dejarlo morir sobre la servilleta. Se dió
un largo sorbo. Trataba de que sus papilas degustasen el caliente sabor dulce, el amargor del
café. Se limpia la espuma con la lengua, esta se pierde en el interior de su boca, vi sus dientes
amarillos por el tabaco, aún completos.

No me dio su nombre, pero sí detallo que nació cerca del mar. Nunca olvida cuando dormía
arrullado por las olas -aún siente la brisa golpeando su cara-, el zumbido del viento contra las
palmeras y él caer de los cocos retumbando en el suelo. Tiene la piel de bronce de la gente
de su tierra, y ojos enormes, una barba como madeja de alambre e inclinación esencial hacia
todo lo que es bello. Pero la vida ha ido extinguiendo en él las ganas de vivir, siente que ya
no puede más. No faltan las razones. Su cuerpo se está paralizando y su mente se puebla cada
día más de mayores nubes negras. El frío y la soledad minaron su salud y se llevaron sus
ilusiones, pasiones y amigos.

Se dió un nuevo sorbo degustándolo mucho más lentamente, paso suavemente la lengua sobre
el bigote y dijo: Parece que vivimos en una época en la que la madurez no llega nunca y a
los ochenta años seguimos siendo chicos, mientras que a los ochenta y uno de golpe somos
viejos. Opuesto, pero al mismo tiempo idéntico a la realidad es la irrealidad. Lo que nunca
ha sido o nunca será tiene el mismo grado de objetividad y de imparcialidad que lo que ha
sido o lo que será. Pero usted no viene a escucharme filosofar, ¿verdad?, viene por la carta.

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La leí toda antes de comprar el libro, si justo allí mientras miraba -espiando todo y
encontrando nada- a través de la ventana. Se la leeré, guarde silencio y escuche, espero no
aburrirle con el tono apagado de mi voz, es el único que tengo que más da, hasta eso he
perdido: La emoción en mi voz solía ser un imán.

Y, entonces comenzó «debo decir que su voz continuaba siendo un mágico imán y él no lo
sabía» sin querer me llevo a vivir cada una de las palabras, pronunciadas como acariciando
cada vibración, degustando la salivación. Yo veía cada imagen como si sucedieran en una
pantalla.

16 de junio de 1864
Comenzaré diciendo que “Nadie” es mi nombre, y Nadie me llaman mi madre, mi padre y
también mis amigos. Así que seré nadie para quien lea esta carta.

Me escondía detrás de los árboles y lo espiaba en la distancia, mi corazón de niño se turbaba


y se complacía al mismo tiempo ante la imagen de un ser que se enfrentaba al universo
contemplándolo. Era una vista mágica, única para un niño de escasos 8 años que todavía no
conocía nada de la vida, que su universo era únicamente el colegio, sus compañeros en este,
los libros mágicos de la biblioteca en casa. Un ser que comenzaba a construir su historia,
que temía dar pasos y caer, pues no conocía nada de lo que significaba vivir, espantado por
los comentarios de sus padres, deprimido con las bromas pesadas de sus compañeritos, que
no encontraba un lugar propio, un lugar en el que no se sintiera ajeno, diferente, raro.

Así pasaron varios meses y nunca, ni él ni yo, faltamos a nuestra cita no establecida. Alguna
vez quise acercarme, pero fue más persuasivo el miedo que mi imprudencia, que entonces
era tan grande como el mar de dudas que nos separaba. Un día, el último en que lo vi y cuyo
recuerdo aún duerme conmigo, algo hizo romper la normalidad de las cosas. No sé en verdad
que fue, tal vez él ya tenía claro que sería la última, tal vez yo intuía que sería la última, no
lo sé en verdad.

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Hoy daría todo lo que soy, todo lo que tengo por seguir catando el jugo de esa lengua de
serpiente que me mantenía en la cumbre; para continuar gozando de sus desplantes de
horror que me prodigaban felicidad, en esos instantes tan personales en que solo era él y yo,
mientras abajo, en las casas de techos maravillosos, con enormes portales, con casas
organizadas, con esposos con sus esposas legítimas y con sus amantes, en medio de la
falsedad de las familias que se resguardaban tras las puertas para aparentar una felicidad,
un estar completos que era una mentira, mientras buscaban en las sombras de los callejones
oscuros, una excusa cualquiera para entregarse plenamente a sus deseos y regresar
nuevamente al lecho que los esperaba y continuar sus vidas perfectas. Pero había que sentir
comprensión acaso bondad, como decía él, la bondad consiste en saber cómo se administra
la maldad que todos llevamos en el alma.

Yo pequeña esponja que se mantenía húmeda por ese conocimiento avasallante que
almacenaba de cada uno de los encuentros allí contemplándolo cercano y lejano, unas veces
leyendo, leyéndome libros prohibidos a los que yo no tenía acceso, otras simplemente
hablando en voz alta para que escuchara sus palabras y de ellas me alimentara, otras
simplemente tirados sobre la suave grama contemplando el cielo y dibujando con las manos
las nubes que ambos veíamos.

A veces dejaba libros abiertos para que yo leyera, otras, olvidaba su pañuelo, sus guantes,
su bufanda, yo esperaba que se alejará y caía rápido sobre ellos buscando su aroma, su olor,
su tibieza, las dejaba nuevamente en su sitio en la misma forma, al siguiente día él
simplemente las recogía y decía, aquí estabas, aquí estabas.

Nunca fui capaz de dejarle nada, acaso el olor de mis manos, mi cuerpo impregnado en
aquellos objetos, que siempre levantaba y olía como si me percibiera en ellas. Ese fue
siempre el único intercambio que hicimos, no hubo caricias, no hubo contacto directo, sería
inapropiado para él y para mí, era innecesario, por ello nunca, nunca intercambiamos
palabras, pero yo sabía que todo lo que hacía lo hacía para mí, estaba seguro de que él
comprendía mi respuesta. Así transcurrió esa primera parte de mi enamoramiento.

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Hoy lamento no haberme lanzado a sus brazos, haber degustado su olor directamente de su
cuerpo, haber sentido sus manos recorrer el mío, como recorría las hojas de los textos,
haberme dejado explorar y señalar como lo hacía en los párrafos que me escogía, hoy me
gustaría devolver el tiempo y escuchar que me dijese a mí directamente «aquí estabas, aquí
estabas» mientras nos sumergíamos en un eterno abrazo y porque no en un profundo beso.
Pero es solo un recuerdo, un lejano recuerdo. Pero la juventud es el arte de equivocarse
impunemente.

El otro episodio que recuerdo era en mi colegio, sucedía bajo las mesas, en aquella época,
algunos niños jugábamos a escondernos debajo para darnos besos entre nosotros —besos
secretos a los siete u ocho años—. Entonces no sabía qué era eso ni qué estaba haciendo,
pero se sentía bonito y me encantaba. No sé a cuántos niños besé. Es posible que nos
escondiéramos porque pensábamos que era malo hacerlo —no es que lo supiéramos, sino
que había como una intuición—; también es posible que nos ocultáramos porque no era algo
de niños, sino de gente grande.

Algo que tenía claro y seguro era que no quería besar niñas no, quería besar niños. Aunque
igualmente seguro tenía a los ocho años que las niñas se besan con los niños, pero los
varones no se besan entre sí, y mucho menos las mujeres, que tampoco se besan entre sí, tal
vez solo en la mejilla para saludarse, pero nunca en la boca. Por ello deseé desde aquel
momento ser una niña, para besarme sin pudor con los niños.

Así transcurrieron aquellos juegos, aunque no todos lo aceptaban, había otros chicos de mi
edad que eso les molestaba, preferían los besos de las chicas, es más odiaban que yo los
besara y me golpeaban, otros, en cambio, simplemente lo aceptaban y luego lo olvidaban.
Alguna vez, ofrecí mi lengua a mis amiguitas, no fue una experiencia fea ni nada por el estilo,
pero no me gustó tanto como dársela a mis amiguitos. Lo recuerdo como algo agradable.
Ignoro por qué sabíamos que debíamos mantenerlo en secreto, aunque siempre tuve la
certeza de que eso no se compartía ni se platicaba, ni era un juego que pudiera replicar con
otros niños. En ese momento tampoco parecía un asunto demasiado fuera de lo común,
aunque la escena se quedó en mi paisaje de infancia.

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Recuerdo otra vez, ya como a los 14 o 15, edad en la que se supone somos cómo decirlo, más
grandes, en palabras de mis padres, más responsables, más hombrecitos, más señores,
aunque aún a esa edad me escondía bajo la mesa, pero esta vez fue diferente, un compañero
me pidió que le chupara el pene, sin saber muy bien qué hacía, acepté y acto seguido ejecuté
el primer sexo oral de mi vida. Me lo engullí saboreándolo hasta que el líquido seminal
cubrió mis labios. Lo raro vino después, cuando limpiándome le dije: —Bueno, ahora tú a
mí —y él ya no quiso. Me dijo estás loco, el raro eres tú no yo, que te pasa, maricón, me
empujo y me dejo allí bajo la mesa. Fue la primera vez que me colocaron aquella etiqueta
de forma directa, digo de forma directa pues todos mis compañeros siempre me decían el
raro, nunca, nunca el maricón.

Pero basta ya de lejanos recuerdos mirados por el retrovisor, conformarme con el ocaso del
sol, con los viejos recuerdos de cosas que pudieron ser y no fueron, de lo que pude enfrentar
y no hice por miedo, pues termine siendo un actor más en la comedia de la vida, me abrigue
simplemente por la comodidad de ocultar aquello que fue, aquello que perdí y me limite a
perderme en los recuerdos, hice infeliz a una mujer que despose y a la que ahora en verdad
detesto tanto como ella me detesta. Hoy, cansado ya de tanta vida, mi destino me otorga la
posibilidad de hablar otra vez de ese extraño hombre en el parque, aquel lejano de mis
recuerdos, cuya figura fue lo más estremecedor que tuvieron mis primeros años en el mundo,
esos fugaces e ingenuos recuerdos.

Gracias a los dioses, he descifrado su misterio, y siento como si aún lo estuviese espiando
detrás de los árboles. Lo busque, sí que lo busque, entre las calles, en las oficinas, pero
nunca quiso el destino que le encontrará, así como he olvidado a los chicos del colegio, a él
también comienzo a olvidarlo y no quiero. Pero ya no me interesa. Hoy he decidido
abandonar el mundo, y cuando esta carta llegue a las manos de quien quiera que la
encuentre, seré solamente un recuerdo. Mientras usted quien lee, oye mi voz que corre por
este papel, ya estaré llegando a las puertas de Dios como un peregrino. ¿Qué porque lo
hago?, si siempre he defendido la vida y la vitalidad (que no son lo mismo), pues justamente
por eso: creó que solo yéndome definitivamente habré de dejar que mi vida adquiera lo que

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nunca tuvo, y mi alma encontrará entonces sosiego y grandeza. El presente es indefinido, el
futuro no tiene realidad sino como esperanza presente, el pasado no tiene realidad sino como
recuerdo presente.

«C'est qu'il y a de tragique dans la Mort, c'est qu'elle transforme notre vie en destin»1

Respetuosamente, Nadie

¿Qué habrá pasado con Nadie?, dijo mirándome. Sus cejas se levantaron y su bigote pareció
desplazarse hacia los lados en una pequeña mueca que me interrogaba. Se quedó pensativo.
Me miró. ¡Sabes!, busqué más libros en aquel lugar, esperando encontrar más cartas, pero ha
sido inútil, no encontré más, es la primera vez que la comparto con alguien. Y simplemente
dijo, recitando de memoria, algo que mucho tiempo después de la mano de un libro encontré
y supe que pertenecía a Mémoires d’Hadrien, de Marguerite Yourcenar: “Los cínicos y los
moralistas están de acuerdo en incluir las voluptuosidades del amor entre los goces llamados
groseros, entre el placer de beber y el de comer, y a la vez, puesto que están seguros de que
podemos pasarnos sin ellas, las declaran menos indispensables que aquellos goces. De un
moralista espero cualquier cosa, pero me asombra que un cínico pueda engañarse así.
Pongamos que unos y otros temen a sus demonios, ya sea porque luchan contra ellos o se
abandonan, y que tratan de rebajar su placer buscando privarlo de su fuerza casi terrible
ante la cual sucumben, y de su extraño misterio en el que se pierden. Creeré en esa
asimilación del amor a los goces puramente físicos (suponiendo que existan como tales) el
día en que haya visto a un gastrónomo llorar de deleite ante su plato favorito, como un
amante sobre un hombro juvenil. De todos nuestros juegos, es el único que amenaza
trastornar el alma, y el único donde el jugador se abandona por fuerza al delirio del cuerpo.
No es indispensable que el bebedor abdique de su razón, pero el amante que conserva la
suya no obedece del todo a su dios”

1
Porque hay algo trágico en la Muerte, es que transforma nuestra vida en destino.

15
Se levantó, me extendió firma su mano. ¿Si encuentras?, una nota igual, por favor me la
compartes, dos buscan más que uno, ¿no crees?, ya sabes él se llama: Nadie. Se perdió
arrastrando los pies mientras yo le escuchaba alejarse.

Desde aquel día entro a cuánta librería de libros viejos veo, busco tesoros que me permitan
no encontrar otra carta de Nadie, no, solo encontrar otra confesión igual, que me permita
saber de la historia de un ser cualquiera, cualquier escrito entre las hojas de un libro, algo,
una enmendadura o al menos un tachón cualquiera.

Se convirtió en obsesión, con inconfesada y tal vez ignorada tristeza, acostumbrado como
siempre he estado a no sorprenderme casi nunca con nada, a entender al ser humano y sus
flaquezas, a vivirlo todo, a vivir la vida como lo que es: una farsa o una ópera que, si se
llevará a un escenario sería hasta increíble por absurda, pero es nuestra vida.

Me quedo gracias a este hombre, el placer casi morboso de buscar entre los libros, lo hago
involuntariamente. Me he encontrado cosas interesantes, fechas al pie de página, citas
complementando algún renglón subrayado. Hasta he encontrado en algunos libros lugares,
fechas y horas, pero nunca he encontrado nombres, es como si los lectores desearán
permanecer anónimos. Es interesante en este ejercicio de búsqueda ver como algunos usan
lápiz, otros esferos. En muchos he encontrado hojas secas, pétalos de flores mustias. Pero
nunca, aunque no puedo negar que he buscado, he vuelto a encontrar otra carta de Nadie, o
firmada por Nadie.

No volví a ver al hombre aquel, he regresado muchas veces a buscarlo a la librería dónde nos
conocimos, pero no ha sido imposible. Lo he preguntado. He dado en detalle sus señas que
nunca olvido, pero no saben o no le conocen. Es como si nunca hubiese existido.

Una tarde lluviosa (del 16 de junio de 2022) con mil relámpagos y truenos estallaban en el
cielo y retumbaban en los rincones como la vez que le conocí, me vi justo frente a la Liberia.
Cruce la calle veloz. Fije mi mirada sobre el cristal peor no logre ver bien, los libros apilados
y la poca luz me lo impidieron. Así que entre sin dudarlo. Di una vuelta por el lugar que

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parecía cambiado. Pero no le vi. Pregunte al chico que atendía. Detalle sus señas que me
sabia de memoria. Pero no supo darme razón alguna de persona igual. Suspire hondamente
y me dispuse a esperar que cesara la lluvia. Sin darme cuenta me encontré justo en la ventana.
Sorpresivamente, el tiempo cambio, las nubes se desvanecieron y el sol me deslumbro un
instante cegándome. Coloque la mano como visera sobre mi frente. Justo en ese instante en
que se aclaró mi vista. Lo vi al otro lado de la acera. Corrí para alcanzarle. Pero fue inútil, ya
no estaba. Mire a mi alrededor y estaba solo, completamente solo, ni siquiera había personas
cercas. Me sonreí, debió ser un juego de mi imaginación pensé. Decidí regresar un rato más
a la librería y cuando iba a dar el paso, tropecé con un viejo libro que descansaba en la acera.
Lo abrí un par de cartas dobladas cayeron al suelo. Una era la extensa carta que me había
leído aquel hombre. La otra, más delgada, era tan solo una hoja, en la que simplemente decía
gracias por escucharme y la firmaba Nadie, en el borde superior el mismo día y año: 16 de
junio de 1864. Compare las letras eran las mismas y el papel era idéntico. Me pareció tan
extraño. Tome las cartas, las coloque de nuevo dentro del libro y lo dejé allí bajo otros,
perdido en la pila de libros para que otra persona les encontrará.

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MIENTRAS ENDULZA UN TÉ DE HIERBAS

El sexo, sí,
más bien una medida:
la mitad del deseo, que es apenas la mitad del amor.
Olga Orozco, en “El jardín de las delicias”

El humo de un Marlboro ya casi agónico teñía la alcoba de color gris, dejando ese leve olor
a hoja quemada característico, en dónde la noche anterior no solo nos habíamos amado
intensamente, también nos habíamos embriagado por el sopor de un par de copas.

Se levantó, rascándose las huevas, al tiempo que endulzaba un té de hierbas a media mañana.
La humeante taza invadió con su fragancia y con la mano de la brisa fresca -que se colaba
por el balcón- borrando todos esos signos característicos de una noche de placer, excesos,
locuras, pasiones y aberraciones satisfechas a la complacencia de la soledad.

Las cosas, él y yo sabemos, no son ni tan inexplicables, ni tan sencillas. El misterio es una
especie de adicción que nos paraliza, por ello estaba paralizado frente a ese hombre que me
miraba tras los anteojos, bajo ellos, por encima de ellos, a través de ellos. Parecía saberlo
todo y era consciente de mi parálisis. Yo, no sabía cómo asumir mi desnudes, mi vergüenza
de estar allí frente a él, disponible a él, dispuesto para él, después de haber batallado contra
su cuerpo, permitiéndolo recorrer e invadir el mío.

Exclamó ¡Que noche!, se carcajeo: ¿Quieres un té de hierbas? Las palabras fueron tragadas
por eternos segundos. Notó que mis mejillas enrojecían y agregó: No pienso nada, no te
preocupes, no prejuzgo. El placer fue mutuo. No tienes por qué avergonzarte, también yo
tenía una que otra oculta depravación guardada en el fondo de mi mente, así que nada, fue
mutuo, disté rienda suelta a tus instintos y yo te seguí o ¿fue al revés?, no lo sé, solo estoy
seguro de los instantes maravillosos. No puedo asegurarte, que después de hoy volvamos a
vernos, sería falso de mi parte prometerlo. Tengo ganas sí, ¿no sé cuándo?, pero me gustaría
en verdad. ¿Suena muy fuerte? Sí, suena fuerte, lo sé, no respondas, es solamente que quiero
las cosas claras desde el principio. No nos prometimos otro día más, ni tampoco relaciones
eternas, es más, no nos prometimos nada, así que tranquilo, siente la libertad de tomarte el

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té, recoger tu ropa y marcharte. ¿O…? si lo deseas, podrías pensar en meterte a la ducha
conmigo, ¿no sé?, darnos un poco más de placer, antes de tu partida. ¿Te parece? Mis mejillas
no ocultaban el rubor. Su franqueza me tomó de golpe.

Me acerque a la mesa, tome el té, moví lentamente tres cucharadas de azúcar y le miré. ¡Me
encantaría! ¿Qué?, y continuó: ¿irte o ducharte? Se rió, con una sonora carcajada, gozaba mi
vergüenza.

Mientras la boca se anticipa a la voz que ordena un beso y besa. Besa con ansiedad, jadea,
tiembla. Llega otra vez la parálisis producida por el guardián íntimo que despierta porque no
alcanzará la luz, entonces retumban entre las paredes mis palabras: La ducha, me encantaría
un poco más de ti dentro de mí, susurré. En verdad no sé cómo me salieron tales palabras,
hoy al recordarlo todavía enrojezco.

Lo besé una y otra vez. Eran los besos preludió y ocaso de la historia que, con furor y
melancolía seguían cada uno de los espasmos de placer que nos brindábamos. Acaricié su
rostro muchas veces, resbalé mis dedos por sus mejillas, terminé en la comisura de sus labios,
con la certeza implícita que al final, iba a encontrarme nuevamente con su boca, queriendo
comerse la mía, para unirnos nuevamente en el placer abismal de los besos y el deseo
corriendo por nuestros miembros. Jugamos a ser desconocidos, a conocernos, a ser amantes.
Jugamos a dejarnos perder por el placer, por los más íntimos deseos, a reconocernos de
nuevo, a saciar nuestros íntimos instintos. Jugamos a lo prohibido, hasta que, cansados
nuevamente, retozando entre las sábanas, sucumbimos. Perdido en la comodidad de su regazo
sentí la tranquilidad y la paz, esa que hasta aquel día había sido desterrada por el caos y la
confusión de mi ser. Mis dedos se entretenían con la belleza de su rostro, le delineaba y
trataba de descifrar el mensaje escondido en sus labios rojos, perdido en el arco de sus cejas.
Es el sexo, quizás el sexo, si es el sexo, que más bien es una medida -la mitad del deseo-
apenas la mitad del amor.

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La noche afuera, aunque fría, se veía mucho más agradable, me abrazaron las sombras, aún
en su cuarto. Mirando al techo entonces, me puse a recordar, todo lo hermoso que viví y que
jamás podría olvidar.

Allí estaba él, sobre su propio lecho, fugazmente nuestro, su pelo enmarañado y rizado, su
desnudez entre mis manos. Y, yo junto a él. Vi en sus ojos sus luchas, sus dudas, sus
demonios. Rocé sus testículos pequeños, redondos y rosados, excitados que pedían a gritos
caricias, besos y sexo, más sexo, toqué su mástil erecto que pedía ser complacido, así que
desfogué contra él, mi necesidad, mi fuerza y deseo. Como dos locos, hicimos de la cama el
encuentro de abrazos, sudor, respiraciones agitadas, ansiedades, gemidos y orgasmos eternos,
lanzados al aire, confabulados con la tibieza de la alcoba. Lo acaricié tantas veces que mis
manos todavía preservan su aroma, lo fijaron a mi tacto y pretenden aún tocarlo. Fueron
tantos besos que todavía siento la humedad de los suyos. Lo admiré tantas veces que me
parece verlo allí, sentado sobre su cama que hacíamos nuestra.

Creó fue la espera de tantos años, que cuando llega, quizás, ya te encuentra muy cansado
para retenerla. Por ello, no fui capaz de retenerlo, lo dejé partir, tan fugazmente como llegó.
Ahora es tan solo un hermoso recuerdo en mi memoria, una historia, pero es gracias a ciertas
historias que uno vive, ellas nos dan razón y sentido. Y, ¿qué es la vida?, si no cortas historias.
Esta se me quedó grabada, regresa a mí en cámara lenta, vivencial, nítida como la escena
real, siempre que se inundan mis sentidos con la fragancia de un té de hierbas.

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