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Postítulo en PEDAGOGÍA DE LA LECTURA LITERARIA


Literatura Argentina y Latinoamericana

Clase 15

Un velero bergantín (1)

Por: Luis García Montero (2)

Con diez cañones por banda,


viento en popa, a toda vela,
no corta el mar sino vuela
un velero bergantín.
Bajel pirata que llaman
por su bravura el temido,
en todo el mar conocido
del uno al otro confín.

No recuerdo la primera vez que vi el mar. Recuerdo la primera vez


que mi padre me leyó “La canción del pirata”, de Espronceda. ¿Qué
significa esta ordenación de la memoria? No se trata de que la
literatura sea para mí más importante que la vida. Sólo ocurre que la
literatura forma una parte decisiva de mi vida, o que la literatura es
vida, pura vida, como la mirada infantil del mar, como la decisión de
sentarse al lado de un hijo para contarle un cuento o recitarle un
poema. Vivo dentro de un relato.

Ponencia leída por el autor en el 18°FORO INTERNACIONAL POR EL FOMENTO DEL LIBRO
Y LA LECTURA, en la Ciudad de Resistencia, Chaco, Agosto de 2013. Mesa 4: El derecho a la
poesía, la belleza y la intensidad.
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Luis García Montero (Granada, España, 1958) es poeta, periodista y catedrático de Literatura
Española en la Universidad de Granada. Es autor de más de una docena de poemarios y varios
libros de ensayo. Recibió el Premio Adonáis en 1982 por “El jardín extranjero”; el Premio
Loewe en 1993 y el Premio Nacional de Literatura en 1994 por “Habitaciones separadas”. En
2003, con “La intimidad de la serpiente”, fue merecedor en España del Premio Nacional de la
Crítica.
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Veo a mi padre con Las mil mejores poesías de la lengua castellana


en la mano, oigo el rumor del viento, el mar cortado por la proa de
un velero bergantín, y pienso en la hija que escucha mi cuento.
Parece como si la literatura me hubiese enseñado que la vida es un
relato, que estamos suspendidos en un argumento en el que los
desenlaces vienen del pasado. Es una forma de comprender que
somos responsables de los nudos que hay entre los planteamientos y
los desenlaces, responsables de los nudos por deshacer y por hacer
en el presente.

Mi padre leía con voz teatral, ronca, lenta… No como si estuviese


hablando en otro idioma, pero sí como el habitante de un tiempo
distinto, de un ámbito imaginado en común para los acontecimientos
particulares. El niño puede ver y oír, ahí están, un barco pirata que se
llama el Temido, la lona de las velas que gimen, un capitán orgulloso
de su libertad y la espuma de una canción tan rápida como el viento:
Y si caigo, ¿qué es la vida? Por perdida ya la di, cuando el yugo del
esclavo como un bravo sacudí. Mi padre -ahora lo comprendo- creaba
efectos al leer. Se ponía en situación para que yo entrase en la
historia.

La lectura nos enseña a ponernos en el lugar del otro, pero no deja al


otro sin lugar. El hecho literario crea un mundo compartido.
Espronceda, liberal de conspiraciones y trincheras decimonónicas, se
puso en la piel de un pirata para que los lectores habitáramos su
rebeldía. El personaje es una plaza pública, un lugar de encuentro, el
espejo que acaba por desnudar nuestros propios deseos de libertad.
Hermosa libertad enlazada y compartida en la que nos descubrimos a
nosotros mismos cuando somos capaces de ponernos en el lugar del
otro.

Espronceda, romántico exaltado, se pone en la identidad de un pirata


que lucha contra las leyes injustas y la rapiña legalizada de los
ingleses. Mi padre se coloca en el lugar del pirata, lee su canción con
voz ronca y crea efectos para seducirme. O para ponerse en mi lugar.
Y yo me pongo en el lugar de mi padre, que me lleva hasta el lugar
de un pirata que me empuja a su vez hasta el lugar de Espronceda. El
poeta me espera en sus versos para descubrirme al final de la
navegación mi propio rostro, mi rebeldía. Ahora vuelve a aparecer la
memoria. Me veo en el atardecer de un día de los años 60, después
de pasar las horas con los gamberros en las alamedas del río Genil,
llegando fuera de tiempo a casa y sin haber hecho los deberes.
Seguro que mi padre va a regañarme, pero yo repito: ¿Qué es la
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vida? Por perdida ya la di, cuando el yugo del esclavo como el bravo
sacudí.

¿Al final de la navegación? Los viajes humanos nunca acaban, son el


patrimonio de una comunidad. El relato construye los vínculos. Se
suma a la memoria el poema que un día escuchó mi hija a través de
la voz ronca de su padre. Pienso en ella, la imagino convertida en
madre. Mi nieto escucha un poema en su voz.

No conozco una metáfora más exacta del contrato social moderno. La


lectura: un ejercicio que te descubre a ti mismo, pero cuando llegas a
ponerte en el lugar del otro. Un ejercicio que te enseña a ponerte en
el lugar del otro, pero que no deja al otro sin lugar.

Como vivo en un relato, vuelvo al asunto del pasado para buscar un


desenlace. Insisto en mis recuerdos de lector. Declaro mi fe en el
poder simbólico de los libros y la lectura entendida como un pacto
entre el autor y el lector. Hay un significado ético en el hecho de
habitar en un relato, en la palabra todavía, en un futuro abierto que
nos viene desde el ayer. Hoy es siempre todavía, escribió Antonio
Machado.

¿Ayer? ¿Qué dimensión le damos al tiempo? La historia se ha


instalado en el tiempo del riesgo, en ese vértigo que es el juego de la
especulación. El olvido trabaja en los pliegues de la prisa. Una
memoria borrada suprime muchas responsabilidades. Lo que ocurrió
hace un año, cinco meses, tres días, pertenece a un pasado remoto.
El Fondo Monetario Internacional otorga a la cultura milenaria griega
muy pocos días para tomar decisiones y provoca el error. ¿A favor de
quién? Del tiempo del riesgo, de la especulación que lo devora todo,
incluso las palabras ahora y presente que alcanzan prestigio a costa
de debilitarse y perder territorio para su significación. Ya no alcanzan
a contener más que unos segundos precarios. Disuelven su historia
en un plis-plas.

Como el tiempo de la lectura es distinto, me atrevo a releer un libro


de hace cinco años. Vuelve a ser una novedad, como la decimonónica
“Canción del pirata” cada vez que la leo. Se trata en este caso de un
libro de Edward W. Said, el filólogo norteamericano de origen
palestino: Humanismo y crítica democrática. La responsabilidad
pública de escritores e intelectuales (Debate, Madrid, 2008).
Propongo una meditación sobre esta frase: “La realidad de la lectura
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es, ante todo, un acto de emancipación e ilustración humana, quizá


modesto, pero que transforma y realza nuestro conocimiento en aras
de algo diferente del reduccionismo, el cinismo o el estéril
mantenerse al margen” (pág. 91).

Reduccionismo, cinismo y marginalidad, tres palabras que definen


nuestro presente. Pensar en la lectura como una alternativa supone,
en efecto, un acto de emancipación. Devolverle al tiempo un ritmo
humano, que no pare el reloj, pero que tampoco disuelva el pulso de
la sangre y de la realidad en el vértigo de la especulación, supone
tomar distancia ante las formas actuales de relación con la economía,
el pasado, el futuro, la política, los valores jubilados y los continuos
descubrimientos del mar Mediterráneo.

El pensamiento reduccionista, sin matices, en blanco y negro, se


acomoda al ritmo de los titulares, a la noticia prefabricada para el
consumo fácil. Los dogmas son la prisa de las ideas, dividen el mundo
en el sí y el no, en el bueno y el malo. Todo lo convierten en una
caricatura sin preguntas, la escenificación de una libertad sin
consistencia en la que es mucho más fácil el decir que el pensar. La
dinámica invita a decir lo que no hemos pensado antes que a pensar
lo que vamos a decir. Hay incluso quien opina que ser libre significa
hablar mucho sin tener opiniones propias.

Por eso cobra tanto prestigio el cinismo en un presente de plis-plas.


Todo es relativo, nada tiene importancia, nada nos va a engañar, la
inconsistencia de cualquier idea permite que nos riamos mucho
mientras se quedan las cosas como están. Es una traición al humor
que siempre tuvo la capacidad de provocar la sonrisa, la risa o la
carcajada para poner las cosas del revés. El poder ha aprendido la
lección del cinismo. Más que argumentar hoy sus iglesias, sus
dogmas, la legitimidad de sus injusticias, prefiere ridiculizar las
alternativas, las ilusiones que pueden llegar a compartirse, el crédito
de un relato diferente. El ventilador del cinismo lo ensucia todo e
impone la fatalidad de la corrupción común. Mejor no aspirar a nada,
quedarse al margen.

El estéril mantenerse al margen. Una versión más del individualismo


posesivo, una nueva sacralización del egoísmo como perspectiva
única para fundar la subjetividad. La palabra libertad pierde la
dimensión social de su diálogo con la vida y se encierra en la ley del
más fuerte. ¿Contrato social? No gracias. Pacto de lectura, ya
tampoco. Mejor una prisa que nos convierta en tierra, polvo, humo,
sombra, nada.
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Contra este vértigo, la lectura es, según el maestro Edward W. Said,


un modesto ejercicio de emancipación e ilustración.

Las matanzas vuelven a extenderse por el mundo como un resumen


de nuestra historia. Una vez más, siempre. El ser humano es un
animal carnívoro y pone con facilidad su inteligencia al servicio de la
destrucción. Las distancias y las abstracciones ayudan a que se
acumulen las cuentas de resultados en la economía especulativa de la
muerte. Siria, Egipto, Irak… la piel de un planeta que da vueltas
desde hace miles de años alrededor del crimen. Después de los
bombardeos de la Segunda Guerra Mundial, y en la intuición de las
bombas atómicas, Pedro Salinas escribió el poema “Cero” para
imaginar a un piloto en el momento de apretar el botón. A la hora de
matar resulta más cómoda la distancia que la cercanía. La vida
cotidiana no se desarrolla en un mapa.

Pero las armas de destrucción masiva sí se dejan caer sobre un


mapa. Así no vemos los ojos de las víctimas. Todo resulta higiénico,
científico, perfecto. Claro que la furia y la crueldad permiten también
el asesinato íntimo. El verdugo llega a rozar el sudor de su presa.
Aunque se trata sólo de una cercanía geográfica, de los metros
cuadrados de una plaza o de una habitación. El odio y el miedo
convierten los territorios en una materia elástica, abren distancias
abismales en cada centímetro, desdibujan lo que se ve. La
deformación de un enemigo (el monstruo, la amenaza, la fiera) nos
hace observar la existencia de su dolor desde muchos pies de altura.
La compasión queda fuera de órbita. Es difícil sentir respeto en la
banalización del ser que supone cualquier caricatura. La conciencia
crítica es sustituida por la simplificación.

El escritor japonés Kenzaburo Oé se adiestró en la compasión cuando


entró en contacto con los médicos que consagraron su vida a la
atención de las víctimas de Hiroshima y Nagasaki. El mal era tan
grave que el trabajo no se podía justificar en una esperanza
demasiado fuerte. Tampoco era posible abandonarse a la renuncia y
la paralización porque el dolor estaba ahí, muy cerca, sin posibilidad
de refugio en el pasado o en el futuro. Se trataba sólo de resistir, de
acompañar, de mantenerse, de seguir un segundo más, un minuto
más, frente a la consternación. La razón ayuda a vivir. Los sueños y
el instinto de resistencia ayudan a sobrevivir.
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Cuidar a los otros nos pone en contacto con nosotros mismos, nos
ayuda a imaginarnos. En la conciencia humana actúa la inteligencia,
pero también las emociones y la imaginación. Kenzaburo Oé acabó de
comprenderse a sí mismo como persona y como escritor cuando su
hijo mayor nació con una grave deficiencia mental. Aprendió a
resistir, a elegir con cuidado las palabras y a disfrutar de las
alegrías. Las debilidades nos hacen más fuertes que el poder. Lo
cuenta Oé en Un amor especial ( Ediciones Martínez Roca, 2012), el
libro en el que habla de Hikari y en el que recuerda unas palabras de
Rousseau: "Sólo la imaginación puede enseñarnos el dolor ajeno"
(pág.45).

Esta idea la recoge también el novelista John Berger en Un hombre


afortunado (Alfaguara, 2008), el libro que le dedicó en 1967 al doctor
John Sassall, un médico rural. "El hecho de que estés llorando es una
demostración de que tienes imaginación. Si no tuvieras imaginación,
no te sentirías tan mal", dice el médico para consolar el llanto de una
muchacha infeliz en su puesto de trabajo. La capacidad de imaginar
alternativas nos responsabilizan del presente.

Contra las distancias especulativas del odio y de la destrucción, el ser


humano inventó el arte. Es verdad que las imágenes y las canciones
nacieron para exaltar a los dioses y a los jefes de la tribu. Es verdad
que a lo largo de los siglos se ha escondido la barbarie debajo de la
belleza. Hemos encontrado a muchos asesinos escuchando a Wagner
en un campo de concentración, mientras los científicos resolvían
problemas matemáticos para sus armas de destrucción masiva. Todo
eso es verdad. Así es nuestra historia.

Pero también es verdad que el arte educa nuestra sensibilidad y nos


ayuda a mirar a los ojos, a descubrir una vida propia y un espíritu en
cada cuerpo. Nos ofrece la imaginación moral necesaria para
comprender el dolor ajeno. Si hay un lado carnívoro en el ser
humano, existe al mismo tiempo una parte compasiva que convierte
la realidad en una conversación y al individuo en un lugar
hospitalario. El yo soy otro de Rimbaud puede conducir a la extrañeza
de uno mismo, pero también a nuevas formulaciones como yo soy en
los otros o los otros son también yo.

Es una desgracia que los ministerios de educación estén tan


interesados en identificar el éxito con el lado carnívoro y avaricioso
del ser humano, en vez de cultivar la imaginación moral que nos
ayuda a comprender el dolor ajeno. La pedagoga norteamericana
Marta Nussbaum escribió contra esta política educativa su ensayo Sin
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fines de lucro. Por qué la democracia necesita de las humanidades


(Katz, 2010). La poesía ofrece un modo distinto de entrar en el relato
de la convivencia y de pensar en el desenlace de lo que significa el
éxito. “Concebir a los otros seres humanos -escribe- como entidades
amplias y profundas, con pensamientos, anhelos espirituales y
sentimientos propios no es un proceso automático. Por el contrario, lo
más fácil es ver al otro como apenas un cuerpo, que por ende puede
ser usado para nuestros propios fines, sean estos buenos o malos.
Ver un alma en ese cuerpo es un logro, un logro que encuentra apoyo
en las artes y la poesía, en tanto estas nos instan a preguntarnos por
el mundo interior de esa forma que vemos y, al mismo tiempo, por
nuestra propia persona y nuestro interior” (pág. 139).

La imaginación moral de quien aprende a vivir en un relato es parte


decisiva de una conciencia que hereda el pasado, se responsabiliza
del presente y se compromete con el futuro. Es el mundo de los
planteamientos, los nudos y unos desenlaces siempre abiertos. *

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