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Este desmembrarse de la memoria

Edis Namar

Se sentó a la orilla de la cama con una sensación de hastío, como si hubiera repetido la

misma posición por años, como si hubiera luchado por salir de una duna en la que estaba

enterrado en lo más hondo.

Catalina veía desde la entrada del cuarto —que tenía un ventanal que daba a la calle que

permitía entrar el sol del mediodía— a Edmundo con una sonrisa; cuando él volteó a

mirarla, no comprendía por qué su boca se estiraba en señal de alegría; quería gritar, que el

cráneo se abriera para escapar volando, pero su cuerpo sentía que pesaba como si tuviera en

las coyunturas mucha arena.

Ella se acercó, lo abrazó del cuello y le susurró al oído: “¿Verdad que nunca nos

separaremos?”. Hiperventiló en la mente. Tomó el brazo que lo anudaba con las dos manos;

percibía más lo áspero de sus palmas que la tersura de la piel de Catalina.

─Nunca nos separaremos, amor.

II
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Edmundo yacía en un espacio mullido que se ajustaba a su cuerpo; los rayos de luz le

asaetaban en la cara; apretaba los párpados porque quería dormir, pero no podía; por

momentos, experimentaba que se hundía, aunque no se afligía o se angustiaba; se sentía

cómodo. “¿Por qué carajo sigo aquí?”.

III

La camisa azul y los pantalones de mezclilla raídos. Catalina tomaba del brazo a Edmundo.

En camino al cine. Hablaba entusiasmada sobre Annie Hall, la cual verían en la Cineteca, y

sobre las relaciones amorosas que únicamente pueden ser perfectas en el arte. ¿Sería una

indirecta? “¿No iríamos a ver la última película de Zack Snyder? ¿De dónde había sacado

esa camisa?”. Mientras pensaba en eso, Edmundo tenía una mueca feliz; aguardaba con

atención cada frase y hasta le brillaban los ojos; sin embargo, las señales corporales de gozo

y amor contrastaban con la opresión en su pecho; estaba seguro de que se trataba de una

anomalía. Era la primera cita. ¿Fue así desde el principio? ¿No sus pasos apenas tocaban el

piso junto a Catalina? ¿Existía esa confusión que le partía la cabeza?

“Íbamos a ver una película de Zack Snyder y no llevaba una camisa azul”.

IV

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Le empezaron a caer granos infinitesimales, como si algo se estuviera desempolvando; no

eran producto de una construcción que se colapsaría de un momento a otro; caían tersos

sobre su piel, más como nube que como materia que se acumula hasta reventar.

No quería abrir los ojos, porque ese polvo era una promesa de que se quedaría dormido. Si

no podía irse, esperaría ahí, aunque fuera sepultado. Todo era preferible que ese

desmembrarse de la memoria.

“La memoria es de la misma sustancia de los sueños”, decía. Como si fuera un principio

que se podía definir con variables de una ecuación o si se pudiera conjurar a algún dios para

que aplastara, con su omnisciente fuerza, a cualquier persona que hiciera algún mal. Lo

decía no por el mero disfrute del ritmo de las palabras o de recrear la cruda realidad, aunque

sea con el lenguaje. Había fe en Catalina de que esa sustancia se formaba, por lo menos, de

órbitas impredecibles que constituían una materia a la vez metal, a la vez óxido, esquirla y

tisú, de la cual se expedía una esencia que paralizaría a las almas en pena, mientras se les

mutilaran, de a poco, sus recuerdos; se les quitara el cuadro de los girasoles de la casa de

los abuelos, el nombre del mejor amigo, treinta minutos de una película que definiría el

concepto de lealtad y amor, una tarde en la que el pecho rebosaba felicidad… Como si un

ave carroñera destazara y comiera mínimas partes de un cuerpo desesperado ya no por

vivir, sino de estar en el sueño de los justos.

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Catalina creía en ello, al igual que en la astrología, el destino y demás entramados que

explican las glorias y las tragedias de la humanidad, que de tan finos son invisibles y

absurdos. Cuando la conoció, a Edmundo le resultaba poética esa perspectiva de las

circunstancias; con el paso del tiempo, le abrumaba ser acusado de infidelidad a cada sueño

de avispas o arañas que tenía y ser atosigado en los periodos de Venus retrógrado, día y

noche, de que era un desalmado que la dejaría sola.

“Y heme aquí”.

VI

Heme aquí, la camisa azul, enfrente de una copa de vino Sauvignon Blanc, en un bar de luz

patibularia, diciéndole a Catalina que soñé con avispas. Apenas le distingo el rostro;

claramente, huelo la fragancia a vainilla que me ponía porque le agradaba.

Espeta ─no logro acomodar sus palabras con exactitud, ya que estaba (estoy) mareado─

que ella comprendía, que llevaban ya varios años juntos, pero que no lo volviera hacer; que

me amaba profundamente.

Sabía la secuencia de actos a seguir, que culminaría yo aventando un tarro de cerveza

─digo, una copa de vino─, en la pared detrás de ella. Y me quedo ahí simulando serenidad,

pensando en un lugar para tenderme y recostarme.

─No te preocupes, Catita; estaré contigo para siempre.


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VII

Y aquí tendido en el pasto, a la sombra de un árbol, siento que todo encaja: mi cara y mi

respiración fluyendo, Catalina a mi lado y ese aire fresco…

Me dice que, aunque me alejara, me aprisionaría en su memoria; no usa el verbo “estarías”,

sentencia “te aprisionaré”; por la expresión, cavilo en cuánto me ama y si le he

correspondido. Había permanecido viendo la copa del árbol, así que quiero voltear a verla,

pero antes articulo sin razonar: “Tú estarás en mi memoria”.

Infiero que su cabeza gira hacia mí y oigo su voz lapidaria:

─Pero yo te aprisionaré.

VIII

Acaso sea la culpa o la temeridad de esperar que ese polvo que me va envolviendo no sea el

preludio de un derrumbe, mas no abriré los ojos. Todo el amor de Catalina merece

estoicismo, fe; que soporte la necesidad de deshacerme de esta acumulación de mí, de

reconocerme no sólo en los trazos que suponía esenciales de mi ser, sino en esos otros que

se me aparecen como si algún duende los hubiera situado en mi cabeza, pero que también

son yo. Quiero negar el vino, la película de Woody Allen y la camisa azul, debido a que son

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pasiones que me acendró Catalina y a que tampoco quiero aceptar mi desapego de ella. Sí,

Catalina es yo.

Mientras indago cuántas veces le he dicho Catita, me siento a la orilla de la cama con una

sensación de sorpresa, como si no hubiera repetido la misma posición por años. Catalina me

veía desde la entrada del cuarto sin ventanas, iluminado con la luz tenue de una lámpara de

mesa. Hiperventilo en la mente. No deseo que anude mi cuello con sus brazos.

IX

La luz lo deslumbró y su reacción fue cubrirse los ojos con los dorsos de las manos;

después de que se acostumbraron al brillo, lo primero que vio Edmundo fue un montículo a

su lado izquierdo de algo cuya textura se asemejaba a la arena, una masa interconectada que

se atraía al separarse como el mercurio, del color de los desiertos; luego, alzó su cabeza

para mirar su cuerpo, y sus piernas y el abdomen estaban cubiertos por la sustancia; cuando

colocó los brazos a sus costados, la misma avanzaba lentamente por la piel; tuvo la idea de

levantarse y sus extremidades carecían de impulso vivífico; percibía una infinita jauría de

colmillos que transmitían una saliva soporífera.

Podía mover con dificultad su cuello, lo que le otorgaba ver la naturaleza agreste de la

masa, que era lo único que brotaba del suelo de ese lugar: se arremolinaba, creaba figuras,

emergía, no se mantenía quieta.


6
Un cierto terror por imaginarse que era una bacteria disolviéndose en el organismo de un

ser gigante se esfumó de inmediato, al admirar una suerte de galaxias y estrellas de óleo a

lo alto, sin volumen, en un lienzo cóncavo de varias tonalidades de azul; al poner atención,

entre las manchas siderales, se percató de que aquella bóveda estaba llena de escenas de la

vida cotidiana: una niña viendo la pintura de girasoles de la casa de los abuelos; una chica

pagando su primera entrada al cine con su primera quincena; un joven abrazándola por la

espalda y besándola; la silueta de una pareja sentada en una banca enfrente del río Hudson

en Nueva York; una mujer que canta que el presente se parece a los viejos tiempos; un

hombre con las manos en la cintura que ve a través de una puerta de cristal en la estancia de

un edificio a su amada con dos maletas; dos cuerpos tendidos en el pasto muy plácidos; un

salvaje que avienta un tarro de cerveza en la pared; un ente con una túnica que cubría su

cabeza, hincado frente a un gran altar; una anciana en una mecedora…

“Y sí, Edmundo, la memoria es de la sustancia de los sueños”.

Te lo repetí varias veces y no me creíste; si te encomiendas a fuerzas ultraterrenas, éstas

acudirán a tu llamado si adoptas cada posición de los ritos, si reproduces de forma precisa

las peculiaridades de los sonidos de un conjuro; y más si se trata con entidades olvidadas

─¡qué paradoja que hayas sido olvidada, creativa Mnemósine!─, cuyo poder ha estado

contenido por siglos, en espera de soltar el zarpazo. Por eso, estás aquí; sufres tu condena.

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No sólo fuiste indiferente; eras irascible e infiel. ¿Crees que me di cuenta con tus sueños de

avispas? Actuabas torpe, quizá cínicamente; dejabas tu celular en cualquier parte de la casa

y siquiera tenía que indagar en el aparato, ya que las primeras palabras de los avisos de los

mensajes en el cintillo eran evidentes.

Y te quedaste. Yo tuve que reunir coraje para huir, cuando tenía 33 años; no obstante, no

bastaba, debías pagar.

Así que purgas tu castigo aquí, en mi memoria; adquieres cierta consistencia si te

rememoro en unos cuantos recuerdos; suelo cambiar detalles o enfatizarlos, a veces por

ocultar tus malos gustos, a veces para embellecer la escena, por placer o, últimamente, por

que las imágenes se me van difuminando. Ya sabes: la edad.

La sustancia en la que yaces mantiene tu forma humana en un estado onírico; de no ser por

ella, desaparecerías; ya no eres hueso ni carne, te has vuelto una transparencia. En

ocasiones, despiertas, como un acto de tu mente para liberarse… Hemos tenido esta plática

tantas veces…

No te preocupes, Edmundo; a mis noventa años, son pocos los pasos los que hay que

avanzar hacia la tumba; descansarás cuando yo muera. Mientras tanto, ¿en qué recuerdo

quisieras ser pensado antes de perder la conciencia?

III

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Una playera con el logotipo de un murciélago.

—¿De veras quieres que veamos esa película nefasta de Zack Snyder?

—La que tú quieras, Catita; al fin, estaremos juntos hasta la muerte.

Semblanza biográfica: Estudió Lengua y Literaturas Hispánicas de la UNAM;

actualmente, se desempeña como profesor de español en una preparatoria de Ecatepec; ha

hecho colaboraciones en Cine3.com, en la revista Primera Página y en el extinto portal

Coma Suspensivos.

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