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La cabeza sostenida por ese cuerpo era una suerte de elipse partida a la
mitad, con un vértice que apuntaba al cielo, levemente pronunciado y
rematado por dos antenas, articuladas en tres partes; se movían
nerviosamente como si estuvieran conectadas a un cable pelado de
electricidad. No había cuello que mediara la cabeza con el cuerpo, la cual
ocupaba casi todo el ancho de los hombros. A la sombra del árbol, no podían
distinguirse cuencas por donde pudieran asomarse globos oculares; destacaba
un hocico cuyos maxilares eran una especie de garras de ave rapaz que se
cerraban y se abrían de dentro hacia afuera; cada maxilar se conformaba de
cuatro garras que terminaban en una punta filosa.
Juan sintió haber estado horas sin moverse, aunque ni siquiera había
transcurrido un minuto; incluso dudó si las extremidades de aquella figura eran
humanas. Apretando aún más los párpados, en su mente las vio como raíces
que se extendían y se encajaban en la tierra; especuló sobre la existencia de
más dientes detrás de los maxilares y sobre la posibilidad de que las raíces
provenientes de aquel cuerpo salieran del subsuelo, lo amarraran de los pies,
lo arrastraran por debajo de la tierra; imaginaba cómo ya estando enfrente de
la criatura, sus fauces de garras se abrirían y descubrirían una espiral de
colmillos que girarían en círculos concéntricos, y que lo triturarían, poco a
poco, empezando con los pies.
No habían pasado ni dos minutos, cuando Juan tropezó con una raíz que
sobresalía del suelo. Apenas alcanzó a usar las manos para amortiguar su
caída. Abrió los ojos, vio hojas secas, pasto y tierra húmeda. De bruces, sintió
ardor en la rodilla. Sollozó.
II
—¡Ay, Jiménez! Te dije que no vieras esa película y que no le hicieras caso a
ese maestro loco. Como vivía en la ciudad, dice puras sandeces…
Varios alumnos les hablaron a sus padres sobre lo dicho por el profesor
Martínez. Los cuchicheos de los pobladores llegaron con el cura de la iglesia de
San Pedro, quien de inmediato fue con el alcalde a pedirle el despido del
hereje. “Si lo corro, quién sabe si nos manden a otro maestro; nadie quiere
venir hasta acá”. Y nadie tenía una razón para ir a San Pedro. Lo más atractivo
del lugar era el pequeño bosque a sus linderos, donde estaba el primer árbol
que plantaron los fundadores, y en el que Juan se trepaba. San Pedro era un
lugar con un calor de caldera que, si se ponía atención, se podía ver cómo sus
casas se desmoronaban átomo a átomo.
Martínez prosiguió con sus clases; habló sobre el doctor Emmett Brown
y la teoría de la relatividad en matemáticas; en ética y valores contó la historia
de un gato que un científico encerró en una especie de caja mágica, donde el
animal estaba muerto y vivo a la vez; en español, explicó que los fantasmas y
apariciones son transparencias de otras dimensiones paralelas, que en
ocasiones el cerebro, lúcido y sereno, puede admirar; que los lamentos y las
cadenas de los espectros en la noche son manifestaciones de realidades
contiguas que suceden a la misma vez y en el mismo espacio, semejantes a
cuando oímos los pasos de alguien que camina en un techo y sabemos de su
existencia sólo por el sonido de sus pisadas.
Ya desde que había cumplido los ocho años, algunos viernes veía las
películas que transmitían en el canal cultural; recordaba siempre la de un
hombre del siglo XX que era trasladado a la Edad Media, por suerte de un
conjuro de magia, y otra donde un detective perseguía robots que adquirían
sentimientos humanos. En ese canal, transmitieron el filme del científico que
encontró una forma de viajar por el universo entero en menos de cincuenta
años, y a pesar de lo que pensaba la niña Pineda, la película no ahondó el
estado meditabundo de Juan; más bien, le dio un cierto alivio, y lo llenó de
energía para investigar y descubrir si el universo era cómo lo decía el profesor.
Le contó sobre la visión que contempló debajo del árbol; cómo corrió
hacia el pueblo, y cayó; cómo descubrió que no había avanzado en el camino
hacia casa, y que, en cambio, había retornado enfrente de la criatura que
estaba sentada, a unos tres metros de distancia. Le narró que el ser movió la
cabeza, de un lado a otro, como si estuviera analizando sus facciones; luego se
incorporó, y lanzó un sonido similar a una carcajada. Sus dos ojos cambiaron
de blanco a sepia y proyectaron dos discos del mismo color, que después
convergieron en uno, a través del árbol. La criatura entró en el disco de tres
metros, el cual se contrajo a sus espaldas hasta desaparecer y no dejar rastro.
—Mañana vamos para allá; sólo me creerás si lo ves con tus propios
ojos.