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Los pasos del otro lado de la pared

Como si el cielo se hubiera abierto igual que un telón, dejando al descubierto


galaxias y estrellas, como si de entre la apertura se asomara una cara del
tamaño del horizonte, Juan Jiménez, de diez años, se estremeció, se cubrió los
ojos con las palmas de las manos, y cerró los párpados lo más fuerte que
pudo.

El calor ya había amainado y la tarde tenía un color óxido que anunciaba


que el día se desvanecería de un momento a otro. Cuando Juan se disponía a
subirse al árbol más alto y viejo del pueblo, para ver las nubes y los carros que
pasaban a toda velocidad por la carretera, detuvo su corretiza a unos siete
metros de su destino; distinguió una figura humana sentada de frente en la
base del árbol, al menos humana en el torso, los brazos y las piernas; arrugó
los párpados una y dos y tres veces para mejorar su visibilidad. En la cuarta
ocasión, la certeza de lo que veía descendió fría a lo largo de sus nervios y
ahogó el grito.

La cabeza sostenida por ese cuerpo era una suerte de elipse partida a la
mitad, con un vértice que apuntaba al cielo, levemente pronunciado y
rematado por dos antenas, articuladas en tres partes; se movían
nerviosamente como si estuvieran conectadas a un cable pelado de
electricidad. No había cuello que mediara la cabeza con el cuerpo, la cual
ocupaba casi todo el ancho de los hombros. A la sombra del árbol, no podían
distinguirse cuencas por donde pudieran asomarse globos oculares; destacaba
un hocico cuyos maxilares eran una especie de garras de ave rapaz que se
cerraban y se abrían de dentro hacia afuera; cada maxilar se conformaba de
cuatro garras que terminaban en una punta filosa.

Juan sintió haber estado horas sin moverse, aunque ni siquiera había
transcurrido un minuto; incluso dudó si las extremidades de aquella figura eran
humanas. Apretando aún más los párpados, en su mente las vio como raíces
que se extendían y se encajaban en la tierra; especuló sobre la existencia de
más dientes detrás de los maxilares y sobre la posibilidad de que las raíces
provenientes de aquel cuerpo salieran del subsuelo, lo amarraran de los pies,
lo arrastraran por debajo de la tierra; imaginaba cómo ya estando enfrente de
la criatura, sus fauces de garras se abrirían y descubrirían una espiral de
colmillos que girarían en círculos concéntricos, y que lo triturarían, poco a
poco, empezando con los pies.

De súbito, Juan perdió el equilibrio, movió su pie derecho para


mantenerlo, e hizo crujir hojas secas. Temiendo lo peor, que del suelo
hubieran salido los miembros que lo sumergirían bajo la tierra, corrió con las
manos en los ojos, en dirección contraria al árbol. Los latidos del corazón le
retumbaban en la cabeza como si la oscuridad que apresaba con los párpados
fuera su realidad. En esa caja de resonancias que en ese momento era su
cráneo, el viento se enroscaba por la velocidad y formaba pequeñas espirales
que imaginaba igual que galaxias brillantes; cada vez que a su paso crujía la
hojarasca le brotaban estrellas, el mismo sonido de su palpitación creaba
planetas y soles.

A pesar de ese maravilloso espectáculo, en un rincón de la memoria,


persistía la visión del homúnculo que, mientras Juan corría, adquiría más
rasgos de bestia como alas jurásicas y diminutos globos oculares de mosca
colocados por toda su cabeza.

No habían pasado ni dos minutos, cuando Juan tropezó con una raíz que
sobresalía del suelo. Apenas alcanzó a usar las manos para amortiguar su
caída. Abrió los ojos, vio hojas secas, pasto y tierra húmeda. De bruces, sintió
ardor en la rodilla. Sollozó.

Para observar qué tenía, se sentó, se remangó el bajo izquierdo del


pantalón azul de poliéster, cuya tela desgastada y rota había recortado su
mamá por debajo de las rótulas para que Juan la siguiera ocupando, y en la
rodilla había sangre que se mezclaba con tierra. Intentó limpiarla con la mano
y le ardía. El malestar se esfumó cuando alzó la mirada: estaba a tres metros
del árbol más viejo del pueblo. Dos círculos blancos, una suerte de ojos,
brillaban en la media elipse. Las fauces como garras de águila estaban abiertas
y revelaban otras mandíbulas que parecían las de un oso. Las antenas estaban
rígidas. Juan ya no parpadeó.

II

—¡Ay, Jiménez! Te dije que no vieras esa película y que no le hicieras caso a
ese maestro loco. Como vivía en la ciudad, dice puras sandeces…

Lupe Pineda, de doce años, mientras le limpiaba la rodilla a Juan, puso


énfasis en cada una de las sílabas de la palabra “sandeces”, como si de eso
dependiera su significado. Sólo la había escuchado una vez de la voz de su
mamá hace unos días, tras decirle que su maestro de quinto grado le había
recomendado al grupo una película sobre un científico que había encontrado la
forma de viajar por todo el universo en menos de cincuenta años, que
transmitirían un viernes a las diez de la noche, en un canal de televisión.
“¿Viajar por el universo? ¡Qué película, ni qué ocho cuartos! Ese maestro dice
puras sandeces”.

Por la pronunciación de Lupita, Juan intuyó que “sandeces” tenía una


connotación mala, aunque, a ciencia cierta, tampoco sabía si era la situación
adecuada para decirla.

El profesor Martínez había llegado al pueblo de San Pedro Imanalco,


ubicado al norte de la República, dos meses atrás. Desde su llegada, causó
conmoción y las habladurías de los habitantes del pueblo, por su larga barba y
sus tenis rojos. Ya el primer día en la escuela, en clase de historia sobre la
Independencia de México, había hablado de dios y su existencia omnipresente:
estaba debajo de la piedra, en el aire, en los rincones agrietados de aquel
salón de quinto grado. Y a Juan le convenció la idea; siempre pensó que un
hombre de túnica, como el de las imágenes y las pinturas en la iglesia, le sería
imposible escuchar las súplicas del mundo entero con oídos humanos, aunque
también le provocó zozobra que estuviera pisando, cada que caminara, al ser
todo poderoso.

Varios alumnos les hablaron a sus padres sobre lo dicho por el profesor
Martínez. Los cuchicheos de los pobladores llegaron con el cura de la iglesia de
San Pedro, quien de inmediato fue con el alcalde a pedirle el despido del
hereje. “Si lo corro, quién sabe si nos manden a otro maestro; nadie quiere
venir hasta acá”. Y nadie tenía una razón para ir a San Pedro. Lo más atractivo
del lugar era el pequeño bosque a sus linderos, donde estaba el primer árbol
que plantaron los fundadores, y en el que Juan se trepaba. San Pedro era un
lugar con un calor de caldera que, si se ponía atención, se podía ver cómo sus
casas se desmoronaban átomo a átomo.

Así, los padres que consideraron que se profanaba su fe no permitieron


que sus hijos terminaran el quinto año, y ya no los llevaron a la escuela.
Únicamente quedaron cuatro alumnos, entre ellos, Juan, que pudo decidir ya
no asistir, porque su madre trabajaba hasta muy entrada la noche en una
maquiladora de ropa, y Lupita, que había reprobado dos años, lo que la hacía
la más vieja de las alumnas en ese grado: un motivo suficiente para quedarse
en la clase del profesor y tratar de ascender, ahora sí, al sexto grado, aunque,
como a la mayoría de los padres, y a ella misma, le parecían cosas inútiles lo
que se enseñaba en la escuela.

Martínez prosiguió con sus clases; habló sobre el doctor Emmett Brown
y la teoría de la relatividad en matemáticas; en ética y valores contó la historia
de un gato que un científico encerró en una especie de caja mágica, donde el
animal estaba muerto y vivo a la vez; en español, explicó que los fantasmas y
apariciones son transparencias de otras dimensiones paralelas, que en
ocasiones el cerebro, lúcido y sereno, puede admirar; que los lamentos y las
cadenas de los espectros en la noche son manifestaciones de realidades
contiguas que suceden a la misma vez y en el mismo espacio, semejantes a
cuando oímos los pasos de alguien que camina en un techo y sabemos de su
existencia sólo por el sonido de sus pisadas.

Juan y sus compañeros casi siempre escuchaban al profesor como si su


voz girara para arrastrar palabras, acomodarlas azarosamente, desbaratarlas,
como si intentara explicar la gravedad de un planeta en el que sí se cae para
arriba y hacia los lados.
Lo poco que entendía a Juan le fascinaba, y también le causaba un
hueco en el estómago; por ejemplo, la idea de que los fantasmas no fueran
seres siniestros; le daba más angustia ese porqué de lo sobrenatural que las
explicaciones de seres míticos de los abuelos, donde todo tenía un lugar en el
espacio. Porque, ¿acaso no podría estar ocurriendo simultáneamente en el
mismo sitio que una bestia estuviera a punto de desmembrar a un niño y que
Juan estuviera sentado en una acera contando una historia sobre apariciones
malignas, si es que hay realidades superpuestas?

Juan estuvo ensimismado por varios días. En las tardes, el niño se


encaramaba a aquel árbol viejo después de clase; veía los carros, arrojaba
piedras, y llevaba marcas personales de qué tan lejos lo hacía; a veces, leía
ahí los libros de texto de la escuela, incluso hacía dibujos en las lecturas y
rayaba fragmentos que consideraba importantes. Regresaba a su casa antes
de anochecer, y cenaba con su mamá, quien le contaba su día de trabajo.

Ya desde que había cumplido los ocho años, algunos viernes veía las
películas que transmitían en el canal cultural; recordaba siempre la de un
hombre del siglo XX que era trasladado a la Edad Media, por suerte de un
conjuro de magia, y otra donde un detective perseguía robots que adquirían
sentimientos humanos. En ese canal, transmitieron el filme del científico que
encontró una forma de viajar por el universo entero en menos de cincuenta
años, y a pesar de lo que pensaba la niña Pineda, la película no ahondó el
estado meditabundo de Juan; más bien, le dio un cierto alivio, y lo llenó de
energía para investigar y descubrir si el universo era cómo lo decía el profesor.

Después del episodio extraordinario, Juan fue a la casa de los Pineda


para contarle a su amiga qué le había pasado; la niña, que estaba resentida
con él porque en las últimas semanas se había distanciado y si acaso cruzaban
palabras en la escuela sobre la tarea del día siguiente, abrió la puerta del
zaguán de lámina verde y lo miró de la cabeza a los pies; sin decirle nada a
Juan, volvió a entrar a su casa. Atónito ante la puerta entreabierta, no supo si
entrar, irse o esperar. No tuvo que pensar mucho, ya que Lupita salió
corriendo con una caja de zapatos que contenía varios blísteres de pastillas y
cápsulas, gasas, un paquete de vendas, cinta para adherirse a la piel y una
botella pequeña de alcohol. Se sentaron en la acera, y Lupita le puso un poco
de alcohol a un cuadro de gasa.

—Cuéntame… ¿qué te pasó?

Juan, quien sentía un terrible escozor en la rodilla cuando Lupita le


limpiaba la herida con una gasa con alcohol, y que soportaba estoicamente,
describió al homúnculo: su cabeza, sus fauces de garras de águila, y la
mandíbula de oso; la textura de su cuerpo, muy parecida a la corteza del árbol
en el pecho, abdomen y espalda; como escamas de pescado, en los brazos y
las piernas; sus dedos, semejantes a largas raíces.

Le contó sobre la visión que contempló debajo del árbol; cómo corrió
hacia el pueblo, y cayó; cómo descubrió que no había avanzado en el camino
hacia casa, y que, en cambio, había retornado enfrente de la criatura que
estaba sentada, a unos tres metros de distancia. Le narró que el ser movió la
cabeza, de un lado a otro, como si estuviera analizando sus facciones; luego se
incorporó, y lanzó un sonido similar a una carcajada. Sus dos ojos cambiaron
de blanco a sepia y proyectaron dos discos del mismo color, que después
convergieron en uno, a través del árbol. La criatura entró en el disco de tres
metros, el cual se contrajo a sus espaldas hasta desaparecer y no dejar rastro.

—… Tanto escuchar sobre cosas del espacio, y tanto escuchar esos


cuentos de científicos que según explican de dónde son los fantasmas te está
haciendo ver cosas raras. Mejor ya no vayas a la escuela, te haría bien, y tu
mamá no se daría cuenta... Me preocupas, Jiménez.

Juan trató de argumentar sobre la veracidad de lo que le había ocurrido


con algún diálogo de la película, en el cual el científico mencionaba que
acortaría la duración de su viaje a través del universo, aprovechando las
brechas espacio-temporales, por las cuales era posible escabullirse a lugares a
millones de años luz. La idea le resultaba factible; comparaba el viaje del
científico con el que hacían las hormigas a través de las grietas de una de las
paredes de su casa. Si como decía el profesor, el universo es más viejo que el
tiempo, podrían encontrarse fisuras en cada concavidad del espacio.

Ante la perplejidad de Lupita, supo que más que convencerla sobre lo


que había vivido, le daba argumentos para comprobar que se estaba volviendo
loco; Juan empezaba a creer que de tanto pensar, su imaginación había
garabateado una dimensión de curvas llanas y rectas combadas en su mente,
donde la lluvia era un fenómeno que ocurría cuando el mundo manaba hacia
arriba en contraflujo a una cortina de agua, y en el que las aves nadaban hacia
oriente; donde se oían pasos del otro lado de la pared y él mismo caminaba
sobre muros en un lugar donde las leyes naturales eran una sarta de sandeces
y ocurrencias de un niño.

Al no tener otra cosa decir, Juan recurrió al último de sus recursos:

—Mañana vamos para allá; sólo me creerás si lo ves con tus propios
ojos.

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