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Edis Namar
Una canción que se escucha a lo lejos en la grabadora de los ochenta que me recuerda a
importa. Me duele la cabeza. Y estoy miope. Vanidad combinada con una suerte de
resignación: por eso no uso lentes. Siempre fui de la idea de que tendría que envejecer
de los actos. No puedes esperar la lucidez cuando duermes tres horas al día. Y bebes ron
adulterado. Y escuchas música en las noches esperando una epifanía. Sería cobardía:
esperar la redención cuando eres un hijo de puta. Y lo soy. Al menos según la palabra
principios. ¿O acaso es justo que quedara Keith sin penitencia? Merecía morir. Y sigue
sonando esa canción que me recuerda a John Cusack y a Peter Gabriel. Nunca me gustó
del Abbey Road es la única canción que habla sobre el amor. Al menos de ese que se
basa en las vivencias y no en masturbación mental… Esa niña… Sus piernas largas que
se enredaban en mi torso. Lampiñas. Suaves. Esos ojos. Dieciséis años. Quizá quince.
Su cuerpo de veinte años. Qué importa su edad. Con mi miopía y la vi de lejos. Su piel
expresión más literal para describir su piel. Piel que entra por los poros para
envenenarte los nervios. Y se acaba la pista y la voz de Peter Gabriel. Silencio. Caminan
fila interminable. Una capa espesa cubre todo lo que puedo ver. Acaba de llover. Siento
frío. Luces rojas y azules que parpadean como juego de feria. Odio el carrusel. Es
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paradójico que a una niña de tal precocidad sexual le gustaran los juegos de feria. Y
siento, como aquella vez, el carrusel que gira. Las luces intermitentes. Qué impacto
nervioso. Arrojo el estómago o lo que queda de él. La niña de piernas largas me toma
del abdomen y me aprieta. Y siento calidez hogareña. La misma calidez que con la
Cabello cobrizo hasta los hombros. Su mirada con desdén. Y se fue a Francia. Ese
glamur anacrónico. Aunque supongo que mi trabajo también la hizo huir. Mi trabajo. A
veces quisiera haber dado cátedra en cualquier universidad. O haber sido de esos
hombres que hacen limpieza en los baños de los bares. Pero todos enloquecemos de una
forma u otra. Este mundo viene del caos y en algún momento cedemos a nuestra
naturaleza. Este dolor de cabeza, esta presión de cráneo. El saco apenas si me cubre.
Tiemblo incontrolablemente. Mis bolsillos están vacíos. Busco en ellos vehemente una
moneda. Me resigno a que dormiré en la calle. ¿Qué hago aquí? Recuerdo al guitarrista,
todo un Keith Richards. Cuarenta y tantos años. Chamarra de cuero, pelo largo. Merecía
sufrir como la hizo sufrir. Nadie puede violentar el libre albedrío de nadie. Y menos de
ella. Mi niña de largas piernas. Esas luces intermitentes. Rojas y azules. La sirena. No sé
si duermo o si sueño o si estoy parado. Mis recuerdos son mi única certeza de existencia
jode las ideas. Recuerdo mi imagen con ojeras en el espejo. Enloquecido. Planeando
como cientos que había escuchado. Eso era mi trabajo. La maldición por haber nacido
se ha callado por más de media hora. Deliro. El carrujo, el alcohol o las pastillas para la
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años. O veinte. Había leído una de esas historietas de justicieros. Rorschach diciendo:
Armagedón…” Buena razón para salir a las calles a equilibrar al mundo. No redimirlo
ni salvarlo. Darle contrapeso a la balanza en el lado al aire. Y ahí estaba esa señora
aumentando. Vértigo. Las sombras en mi cara. Uno de los hombres gritando: “Lárgate
hijo de la chingada, sino quieres valer madres”. El puñal apuntándome. Yo los miro sin
nuca, con la potencia de los dedos extendidos como una espada. El otro me rasga la
camisa. Quiebro su pierna en dos y berrea. “Hijo de la chingada, vas a valer madre”. En
el asfalto, trata de atacarme otra vez con su puñal, al que se aferra como una extensión
abarcan el callejón. Luces rojas y azules. Dos policías apuntándome con calibre
Despierto. Veo figuras impresionistas a lo lejos. El traje negro con camisa blanca sin
planchar. Cualquier banca de parque. La noche. Quizá las doce. Aún almas caminando.
De alguna parte se oye la única canción buena de ese disco de U2. La voz de Johnny
Cash. La misma grabadora de los ochenta, con esa exquisita acústica con distorsión que
me hace sentir nostalgia. Me paro de la banca y camino por la acera bajo una bóveda de
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hojas: “I went out walking / through streets paved with gold / lifted some stones / saw
Palacio muy francés. Me acuerda la vez que fui a encontrar a Verónica en Mont Martre.
Almas caminando que apenas se les distingue el rostro. Ausculto las sombras y sigo la
música. Camino por un laberinto de angostas calles hasta que llego a la puerta astillada
de una cantina. En la parte superior con letras en rojo: LA RISA. Entro y me siento
cerca de la barra. Todos me ven y murmuran. Hombres en cuyos gestos se recorren los
menores que buscan marcar territorio. Machos que se hielan ante el sonido de mis
Don Pedro. Apesta a sudor y a cerveza. No me explico por qué esa mujer está con él.
Muy joven. Bella. Blanca. Pelo largo. ¿Por qué no he matado a este calvo ventrudo con
aliento a cloaca? Alguien como ella no estaría aquí por voluntad propia. La amenaza. La
viola cada noche. Yo embriagándome. Mierda. ¿En qué me he convertido? “I went out
se acerca. Dicen que soy de carne y hueso y nadie se acerca. Sólo tengo una cuarenta y
cinco. Y una furia de años. Soy un animal salvaje y cansado. Un demonio de óxido que
percusiones, que acompañan una voz que se apoya en la garganta para cantar. Una
canción sobre el deseo ferviente que tiene un amante para que se muera la mujer que lo
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abandonó. ¿Qué pasaría si Dios se quedara en silencio por tres minutos? Ese infierno
revienta-oídos.
II
“Jonás…” En la mesa del rincón, dormido no sé por cuánto tiempo. “Jonás…” ¿Quién
canta esa canción de la mesa del rincón? “Jonás…” ¡Qué estruendoso nombre el mío!
y su poder creativo para aleccionar al hombre. “Oye, Jonás…” ¿Quién me llama? Abro
los ojos y veo a la joven del cantinero. Quizá veinte años. Su piel de leche. Me le
acerco. Recorro su cuello con mi nariz. Ella impávida. No hay ruido. Soy el único que
queda en la cantina. Le digo que escape conmigo, mientras la agarro por la cintura.
“Jonás… no…” Me avienta. Luego, mutis. “Lárgate, hijo de la chingada”. Don Pedro:
su calva brilla, el olor a sudor añejo y a cerveza tibia. Le pongo mi cuarenta y cinco en
la frente. Don Pedro: estatua como si hubiera visto los castigos del infierno. ¿Por qué no
había matado a ese calvo ventrudo con aliento a cloaca? Una voz dulce, en vilo, se
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—Jonás… “Is this the real life? / Is this just fantasy?”. Mi niña de piernas largas habla.
mariguana. Desnudo. Abro los ojos y ella encima de mí. El cuarto donde vivo. A media
luz. Afuera sirenas alejándose. Colchón en el suelo. A través de la cortina blanca que
cubre la ventana que da a la calle, azul y rojo parpadeando. Una grabadora de los
ochenta al lado del colchón. Mi mirada a lo largo de su torso. Senos y vientre de veinte
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años. Aturdido como aquella vez en la feria. Un sube y baja giratorio y pausado que me
señalando el viejo carrusel. Efusiva, salta. “Vamos, hazlo. Súbete”. Me monto a una
bestia con ojo oxidado. Sudo ron. Gira. Sube. Baja. Sube. Baja. Quiero gritar como si
estuviera en la montaña rusa. Resisto por vergüenza. Terminada la tortura, arrojo lo que
me queda de estómago. Y ella apretándome. Calidez hogareña. Y ella, a las pocas horas,
hablé por primera vez, y pienso que fue en el bar La risa y que era la mujer de don
Pedro, que era fotógrafa y que habíamos retozado, por primera vez, en el baño del
negocio de su marido. Quizá en otro bar con mejor olor. Deliro. Ella me confiesa su
vida que contiene los eventos de una mujer de cuarenta años. Me cuenta sobre la huida
de la casa de sus padres, sobre la prostitución no obligada, sobre los padrotes, sobre
bar donde trabaja como mesera. En varias ocasiones, le dice que la desea, mientras
desliza sus manos lascivamente por su cuerpo. Ella, que en realidad quiere iniciar una
vida nueva, lo rechaza cada vez que se le insinúa. Un día, saliendo del trabajo a la una
treinta, o las dos, no camina ni tres calles cuando siente que dos extremidades la
arrastran hacia un callejón sin alumbrado. Una manaza en la cintura, otra en la boca. La
voz susurrante del guitarrista que parecía girar por toda la oscuridad circundante dice
alguna procacidad. La manaza en el bajo vientre. Menciona sólo una vez su nombre. No
Keith.
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Y, ahora, ella encima de mí. Quiero escuchar otra vez la canción desde el
principio, estiro la mano para apretar el botón para regresar la cinta, pero no acierto al
inicio. “Mama, just killed a man, / put a gun against his head, / pulled my trigger, now
he's dead”.
va a una esquina del cuarto. Solloza. “Didn´t mean to make you cry…”. Veo su espalda
izquierdo empieza a cerrarse. Recorro en mi memoria lo que pasó hace horas. Diluvio.
Dios aún nos orina con todo y su próstata de millones de años. Imprudente comentario.
La guitarra hecha añicos. Keith y su nariz en dos partes. Párpados hinchados. Respira
con dificultad. Sus rodillas inservibles. Keith se arrastra hasta mis pies afanosamente
por el lodo. Balbuce súplicas. La cuarenta y cinco en su frente. Un disparo como cientos
que había escuchado. Un disparo salvaje que deja por unos segundos muda a la ira de
los cielos. “Gotta leave you all behind and face the truth…”.
Unas horas más atrás, me siento cerca del escenario, para verle la cara a Keith.
Su nariz de judío apenas se disimula por la barba crecida. Mi cabeza retumba por el
rasgueo hereje y los conjuros con voz impostada de macho cabrío. ¿Qué pasaría si Dios
Llovizna. Espero cruzando la acera. Sale del bar con la guitarra en su espalda. Le doy
negro. Lo alcanzo a tres calles. Le grito por el nombre que le puse. Keith. Keith. Keith.
arrastro hacia el callejón. Miro que se aferra a la guitarra como un niño. Sólo otro mal
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músico con mucha fe que cometió una equivocación. En el asfalto. “Belzebub has a
Aprieto el botón para regresar la cinta del casete otra vez. La espalda en el
pista. Evoco zumbidos de las cuerdas que se revientan. El sonido de huesos cuando se
separan. Un grito. Respiración dificultosa. “¿Qué quieres?” Pateo su rostro como balón
de fútbol. Bismillah, otra, we will not let me go, otra, let me go, otra, Bismillah, otra, we
will not let me go, otra, let me go, otra, Bismillah, otra, we will not let me go, otra, let
me go, y otra vez. Me detengo. Mi corazón se quiere salir por los oídos. “Will not let
you go —let me go—. / No, no, no, no, no, no, no, no, no”.
levanto del colchón. El ojo izquierdo hinchado y caliente. Camino hacia ella.
se junta a mi pecho. Siento el calor de sus lágrimas. Acaricio su espalda. Su piel entra
IV
Traje negro con camisa blanca. Recuerdo en blanco y negro. Se oye April in Paris. Ella
Fitzgerald y Louis Armstrong. Agito la copa de sidra dorada como queriendo descifrar
el futuro. No le quito la vista de encima. Olor suave. Aun así, preferiría cerveza o ron.
Las mentes más creativas. Los rostros más bellos. Los homosexuales más reacios. Los
bienaventurados que debieran multiplicarse por los siglos de los siglos, con su
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chusma. Y yo apoltronado cuando mi final de película ya había sucedido. Verónica baja
por las escaleras. En sus hombros, un saco. “April in Paris, Chestnuts in blossom. /
enfriándose. Ella sentada frente a mí. Un francés pintando Impresión: soleil levant de
viniste hasta acá… Sigues siendo el mismo niño jugando al superhéroe… Jonás,
entiende, no quiero problemas... Y menos ahora cuando puedo exponer mis fotos en
galerías… Quiero que te vayas… No hay futuro contigo”. Ella se para y se va. Veo al
perfecta. La conozco en un bar. Toma una cerveza. La miro. Sonríe. Cinco minutos
minutos. Trata de absorber mi boca. Treinta tres minutos. Sostengo sus piernas hacia mi
torso en el baño de mujeres del bar. Absorbe mi boca. Tres años después. O Cuatro. Sus
fotos en una galería: gente en París caminando, o sentada, o parada, rostros cercanos a
los que transitan por la calle Karl Johan, pintada Edvard Munch. Veo fijamente la
copa de sidra dorada de un lado a otro. Olor suave. Aplausos. Ella en la entrada. Vestido
ligeramente escotado que llega debajo de las rodillas. Entorna artesanalmente su cuerpo.
anciano de la banca. “¿Ves su cara, Jonás?, como derritiéndose. Sí, sólo es un viejo…
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sí, todos estaremos viejos… Me aterroriza. Sus ojos como de pez, fijos, no humanos.
Piel que tal vez envuelve a una quimera… ¿Arte? ¿Cómo va a ser esto arte? A lo más,
óxido cayendo ante nosotros. La creación es anacrónica. A lo más que puede aspirar
ahora el artista es a retratar la cáscara que nos queda de mundo, a ser un fotógrafo”. Me
río. Imagino su discurso si fuera prostituta. “A lo más que aspira el humano es a dejarse
vender por los padrotes del mundo”. En el salón, su cuello descubierto. Lo tengo cerca
cuando mis labios tocan su mejilla. “Pensé que no vendrías… Es bueno verte”. El
hombre de la cara inexpresiva me saluda con firmeza. “Al rato te veo, tengo que atender
viejo ventrudo calva lisa. Sonríe como en el bar. Hace tres años, o cuatro años. El
escaleras, elucubro que para ir por su carro. Fantaseo con que huyó y que encontraré a
Verónica llorando desconsolada en la salida del salón, que caminará hacia mí y que dirá
“me equivoqué al dejarte en Mont Martre aquella tarde, con el café enfriándose”; sin
espaldas por última vez, mientras desciende. Absorbo su imagen, hasta que desaparece
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balaustrada de mármol. Ella Fitzgerald. Absurda realidad bicolor. ¿Verónica es la niña
de piernas largas? Final. “I never knew the charm of spring / I never met it face to face /
¿Qué pasaría si Dios se quedara en silencio por un minuto? Un miserable oírse a uno
torturarse con sonidos que retumban por las entrañas del universo. Nuestros cuerpos no
VI
soleil levant no has cambiado el café enfriándose la copa de sidra dorada mi niña de
piernas largas disparo salvaje que ensordece el diluvio mi cara enrojecida dolor de
cabeza keith y su nariz de judío por qué no he matado a ese calvo ventrudo con aliento a
cloaca mi nariz recorriendo su cuello jonás la cerveza gratis la risa en rojo caminando
bajo una bóveda de hojas dos cuerpos tratando de respirar afanosamente grita una
señora leyendo las palabras de rorschach la veo de lejos a pesar de mi miopía cientos de
torso de cualquier prostituta ron el carrusel manos apretándome el vientre sirenas lluvia
deshaciéndose como óxido frío la portada del abbey road yo y verónica viendo una
película john cusack alzando la grabadora de los ochenta in your eyes de peter gabriel
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niebla en el asfalto oscuridad qué pasaría si dios se queda callado por un minuto qué es
esto infierno que salió volando de un soplido qué mierda es morirse y la nada qué frío ío
pareja no te copio, que atropellaron a otro pinche vagabundo, ah, ya te copié, pareja.
Semblanza:
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