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Nunca nos asombraremos suficiente ante el lazo conyugal. Que hoy todavía,
en el seno de una cultura que da tanta importancia a la pluralidad, a la
precariedad y a la ruptura, tantos hombres y mujeres – la mayoría, no lo
olvidemos – acepten comprometerse a compartir una vida entera, en un lazo
que se desea definitivo… sí, esto es algo asombroso. Algunos se muestran,
incluso incrédulos: ¿Es esto posible?
¿Es posible formar una unidad, con los diferentes sentidos de esta palabra y
con todo lo que esperamos de ella hoy: armonía, comunión, entendimiento,
conocimiento, entre dos seres separados y diferentes? diferentes por su sexo,
por su historia, por su complexión física. Descubrir cada vez más, que el otro
es el otro y, al mismo tiempo, avanzar en el camino de la unidad, ¡qué
paradoja!
¿Cómo conciliar los aportes de las ciencias humanas, que ponen de relieve los
determinismos, los límites, los mecanismos del fracaso por una parte, y por
otra, la fidelidad a la ética cristiana tradicional perseverando en la afirmación de
que el compromiso definitivo es sensato y que es, incluso, una suerte para las
personas y para sus familias?
1
Denis VASSE, Jacques LACAN, Roland SUBLON, Shmuel TRIGANO.
Lo imposible necesario, tal es la paradoja a la que nos enfrentamos.
Necesaria, la alianza conyugal lo es, al menos por tres razones:
3- Para los esposos una tercera razón que será una fuente de certeza, de
seguridad interior, sin equivalente: saberse amado incondicionalmente,
es decir totalmente, enteramente, por el otro. ¡Que alegría no tener la
impresión de tener que pasar un examen diario, ser aceptado tal y como
se es y no sólo por las cualidades! ¡Que alegría, también, hacer el
mismo regalo al otro!
Henos aquí, pues, frente a lo imposible necesario. Una palabra del Talmud me
viene a la memoria: “La unión del hombre y la mujer es un milagro aún más
grande que el paso del mar Rojo” 2. Sin duda la comparación no es fortuita. Es
cierto que de un lado tenemos una unión y del otro una separación. Pero la
misma unión supone la separación, sin olvidar, además, que en el paso del mar
se trata de una travesía. Pasar de una orilla a la otra.
3
Claude HERAUD, in La Croix, 27 de febrero 1998.
- Arte de saber decir “sí” y, consecuentemente, saber decir “no”. Saber
enfrentarse a un desacuerdo con serenidad y calma, sin confundirlo con
un conflicto, sin confundir, tampoco, el conflicto, si lo hubiera, con una
crisis, ni la crisis con la catástrofe.
- Arte de pedir, de dar a conocer al otro los propios deseos, las propias
expectativas, las decepciones, sin que parezca una queja, un reproche o
una acusación.
- Arte de dar y recibir. Algunos sólo hacen una cosa u otra. Cualquiera de
los dos casos es igualmente perjudicial. El don, en sus diferentes formas
desde los más pequeños a los más grandes es lo que da vida al lazo.
Pero sólo es el reverso de la acogida del otro. Saber dejarse amar,
domesticar, saber reconocer y manifestar la necesidad que se tiene del
otro, saber, también dar, sin alimentar el egoísmo del otro cuando no
hay reciprocidad en el don.
- Arte de hablar con los hijos y, lo que es más delicado, con los
adolescentes, encontrando una palabra de padre, una palabra de madre,
con sus diferencias siempre y discerniendo lo que es oportuno
dependiendo de los momentos y de las etapas de la vida.
- Arte de crear una comunidad de vida original, tan singular como son las
personas que la componen en la que se comparten las alegrías
comunes de los momentos de fiesta, de descubrimientos, lo que supone
atención, imaginación e intuición.
Pero nos damos cuenta de que, por muy importante que sea el arte, el saber
hacer, la realidad del lazo, lo que le hace vivir está aún más allá. Es evidente,
que el lazo no es, no podría ser, el resultado de estas prácticas, como si fueran
recetas y, menos aún, el producto de técnicas. El lazo no es sólo una cuestión
de voluntad, no es sólo una cuestión de saber hacer, es ante todo el fruto de
un don.
Acabo de evocar la noción del don en su sentido activo. El don es creador de
lazos, sólo el don es creador de lazos, fundador del lazo. Es dando al otro
como manifiesto el precio que el lazo tiene para mí y, al hacerlo, lo hago existir.
El don realiza su significado, es decir la koinonia, la puesta en común, la
comunidad, que es otro nombre del lazo.
4
Jean-Claude SAGNE, La loi du don, Presses universitaires de Lyon, 1997.
En el fondo la alternativa es la siguiente: o bien el lazo conyugal es sólo el
resultado de la intersección, de la interacción, de la alquimia entre dos
psiquismos, caracteres, temperamentos, historias o bien es también el lugar de
florecimiento, de revelación, de donación de una vida a otra, introducción de
una vida nueva más original y más universal que la de nuestros dos ego, la
vida absoluta, que en el judeo-cristianismo llamamos ágape, el amor-caridad.
Lo normal en los creyentes sería nombrar la fuente del don, nombrar este
Tercero, y celebrar en comunidad, haciendo un solo cuerpo con los demás,
refiriéndose a una Escritura, a una historia, a una presencia. Reconociendo
como gracia el don del ágape y en este don la iniciativa de aquel al que
llamamos “Dios”, pero que es más exacto y más propiamente cristiano
reconocer y nombrar como Padre, Hijo y Espíritu. Esto a partir de la Escritura y
de la vida espiritual concreta.
El Padre como el que da, la fuente escondida del don, al que remite Jesús
cuando dice, después de haber citado el capítulo 2 del Génesis, “Lo que Dios
ha unido…”
El Hijo como el que se da; la forma y el modelo del don, aquel en el que el don
toma cuerpo y viene a habitar en el lazo, como lo ha prometido en una palabra
que algunos Padres de la Iglesia aplicaban al matrimonio: “Cuando dos o tres
están reunidos (unidos) en mi nombre, yo estoy en medio de ellos”.
II
Con motivo de una conferencia en el Jura, un viejo cura me dijo un día con
convicción: “En el fondo el matrimonio no es una cuestión de amor, es una
cuestión de fe”. Entendamos, primero, esta palabra en el sentido amplio del
latín fides, término por el que S. Agustín designaba uno de los tres “bienes” del
matrimonio, palabra muy rica, intraducible, que podemos comprender viendo
sus tres acepciones.
Para intentar esta locura de comprometerse para toda la vida con alguien, es
preciso tener una confianza total en el otro, en sí mismo y en el lazo. Fianza en
el valor del otro, en la presencia en él, en ella, más allá de sus cualidades y de
sus defectos, de un principio de vida, de un misterio inagotable que
permanecerá siempre, más allá de las decepciones, de las dificultades, de los
sufrimientos. Fianza en sí mismo, en la presencia cada día, tanto hoy como
mañana, de esta voluntad que hoy tengo para construir el lazo. Pero vemos,
con claridad, que esta doble confianza lleva a una confianza aún más
fundamental, a la certeza de que el uno dará al otro, cada día, este querer
hacer. Que más allá de las casualidades de nuestra afectividad, más profundo
que los altibajos de ésta, existe una roca, una fuente, un principio fiable de
permanencia y de renovación.
Para hacer una alianza, para ligarse, es preciso ser capaces de desligarse, de
abandonar algunos lazos antiguos, liberarse de ellos. La fianza de fondo es
creer que al darnos somos acogidos, acogidos, no sólo por el otro, sino por la
vida, que entramos en la verdadera vida. Es preciso una buena dosis de fianza
para creer que si, al querer salvar la vida la perdemos, al aceptar perderla la
encontraremos. Hay en esto un movimiento de abandono radical, de abandono
de la lucha, que está en el corazón de la vida espiritual.
Hay quienes viven esta fides en estado puro, sin designarla como tal, fuera de
cualquier confesión religiosa. Todos conocemos casos. Creen que la actitud
fundamental de fianza y de fidelidad, de apuesta sobre el precio del lazo es la
buena. A pesar a veces de las apariencias. Es lo que yo llamo la fe desnuda o
“fe en el poder dos”, la fe en la fides, la fe en la fe. Sin palabras para decirlo, sin
promesa explícita de recompensa, pero en virtud de la intuición de que ahí se
encuentra la verdad de la vida.
Que se sea creyente o no, habrá momentos en los que la fe conyugal tendrá
que pasar por “noches”, como ocurre con la misma experiencia mística, a la
cual podemos compararla. Noche de los sentidos, cuando ya no se siente
nada, noche del espíritu, cuando ya no se entiende nada “Y yo no veía nada,
sin otra luz ni guía que la que ardía en mi corazón”, dice S. Juan de la Cruz en
el Cántico de la Noche Oscura.
Aquí se encuentra la fe más radical. Podrá tomar formas muy concretas en los
momentos de prueba, de noche, en el momento de elecciones cruciales. Hay
cosas que nos parecen estar por encima de nuestras fuerzas, pero es en ese
momento cuando hay que recordar las palabras de S. Pablo: “Mi fuerza te
basta, pues mi fuerza se despliega en la debilidad” (2 Col 12, 9). Una de las
bellezas del lazo conyugal este despliegue de la fuerza en la debilidad. Pues,
en la vida conyugal, nos enfrentamos, de forma especial, con nuestras
debilidades. Pero creemos que, si Dios nos llama a la fidelidad incondicional, Él
nos dará la gracia para vivirla. Me gusta mucho el adagio que dice: “Dios da lo
que Él ordena”.
III
“Nunca podría amar a mis hermanas como vos las amáis si vos mismo, oh mi
Jesús, no las amarais en mí”, exclamaba la pequeña Teresa, Teresa de
Lisieux. Cualquier esposo podría decir lo mismo del amor que tiene que sentir
hacia su esposa, toda esposa hacia su esposo. “Nunca podría amar a mi
hermana, mi hermano, que es mi esposa, mi esposo, si Tú mismo, Oh Jesús,
no lo amaras en mí”. Así somos todos conducidos a percibir el lazo conyugal
como un acto de Dios. No, fundamentalmente, como el resultado de nuestras
empresas, de nuestra actuación, sino como el lugar y el fruto de la acción del
mismo Dios.
De forma muy concreta, esto se traduce con la acogida del trabajo del Espíritu,
que suple a nuestra debilidad y nos hace capaces de amar según el corazón de
Dios. Sólo el Espíritu es capaz de realizar la mayor unidad en el mayor respeto
del otro. Él es el aliento de comunión al mismo tiempo que aliento de
personalización. En cada uno Él insufla el desarrollo de sus carismas
particulares, de su libertad y de su propia belleza, entre los dos Él inspira un
movimiento de receptividad, de ligereza y de docilidad que son capaces de
suscitar una forma de armonía que ningún recurso que fuera solamente
humano podría alcanzar.
“Ser sólo uno por un libre don mutuo, escribía Edith Stein en 1942, sólo es
posible para los seres espirituales”. 7 Espirituales significa: capaces de vivir el
misterio de la “cohabitación” mutua, de la habitación del uno en el otro: “Tú en
mí, yo en ti”, que es el mismo movimiento de la vida divina, como podemos leer
en s. Juan: “Yo estoy en el Padre y el Padre está en mí” dice Jesús, o, aún
más: “Permaneced en mí como Yo permanezco en vosotros” (15, 4) “Que sean
uno como Tú y Yo somos uno; Yo en ellos y Tú en mí, que sean perfectamente
uno” Toda unidad verdadera, que no aliena, que no encadena, sino, que por el
contrario, libera, viene de Dios, se encuentra en Dios. “El amor, en su perfecto
cumplimiento – escribe Edith Stein – es ser sólo uno en un libre don mutuo, es
la vida íntima de Dios, la vida de la Trinidad”.
Nos damos cuenta, experimentamos, que estamos ante un misterio, no ya
sobrehumano, sino supra-humano, cuando nos encontramos ante el lazo
6
Denis VASSE La souffrance sans jouissance ou le martyre de l´amour, Seuil, 1998. p. 64.
7
Edith STEIN, La science de la croix (1942), trad. Fr. éd. Nauwelaerts, 1998, p. 198.
conyugal auténtico, hablamos del lazo que descansa en el amor entendido
como don mutuo. Lo que es extraordinario, es que al abrirse a un Tercero, a la
vida divina como Tercera parte entre ellos, los esposos se abren,
precisamente, a una vida que en sí misma es ternaria, Trinitaria. El Dios
cristiano no es un individuo, una sustancia estática, él mismo es relación,
comunión. “Al Dios Trinidad corresponde el hombre comunión”, dice con
fortuna Olivier Clément. “Corresponde” en un sentido preciso y fuerte, es decir:
entre correspondencia, en armonía, en diálogo con… La Revelación y la
experiencia espiritual nos llevan a reconocer no sólo una analogía sino una
relación real, de participación, entre la vida Trinitaria y la alianza conyugal.
Producir un tercero al abrirse al otro, dar lugar a una tercera vida al comunicar
su vida al otro, ahí hay un movimiento fundamental. El Movimiento de
desposeerse de sí mismo, el consentimiento radical al otro conducen a cada
una de las personas a un don tal que son sus mismas vidas las que ellos
intercambian, aún más, no sólo las intercambian, sino que comunican en un
movimiento vital que va más allá de ellas mismas, un movimiento creador y
fecundo. “La gran ley del amor, es la de darse el uno al otro para darse juntos”,
decía Pablo VI en una alocución a los Equipos de Nuestra Señora, el 4 de
mayo de 1970:
Así, entre el Padre y el Hijo el intercambio es tan profundo, tan total que es su
ser íntimo, su vida esencial la que circula entre ellos, dando lugar entre ellos al
brote del fuego y de la luz de una tercera persona, persona que es,
precisamente, aquella por medio de la cual se comunican de manera más
íntima con la criatura.
He aquí, pues, las dos maneras con las que el hombre y la mujer se introducen
en una vida más grande que la propia: de forma ascendente por la acogida del
don de Dios y de forma descendente por la fecundidad. La maravilla radica en
que estos dos movimientos se reducen a uno. Lo que se acoge es una vida
cuya esencia es darse, desdoblarse, multiplicarse. El movimiento hacia la
mayor interioridad es un movimiento hacia el exterior, hacia los demás, hacia el
futuro. Esta es la respiración del Espíritu, recogimiento y apertura, inspiración-
expiración. La fecundidad será como el don del don, su desdoblamiento, su
encarnación. Su forma más evidente y la más naturalmente deseada es, por
supuesto, la procreación y la acogida de los hijos. Juan Pablo II ha escrito
sobre esto: “Toda generación lleva en sí misma el parecido, es decir la
analogía con la generación divina”. 8 Pero hay que hacer notar que hay otras
fecundidades para la pareja y la familia habitadas por esta respiración.
Volviendo sobre una tradición muy antigua, Juan Pablo II habla en muchas
ocasiones de un ministerio propio de los esposos, “ministerio auténtico de la
Iglesia al servicio de la edificación de sus miembros”. 9 Espiritual no quiere decir
sólo interior, íntimo, intersubjetivo, sino que espiritual quiere decir, también, que
irradia, que es capaz de iniciativas, inventivo, que forma un solo cuerpo con los
otros miembros de la Iglesia.
Hay que saber decir, de forma muy concreta, lo que, para la vida del
matrimonio y de la familia suponen la acogida de la vida del Padre, la
consagración a la persona del Hijo y la impregnación por los dones del Espíritu
Santo.
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8
Jean-Paul II, La dignité de la femme, Lettre apostolique, 1988.
9
Jean-Paul, Les tâches de la famille, Exhoration apostolique, 1981.
En una época en la que, cada vez más, se piensa y se vive la relación conyugal
como una relación de pareja, según una lógica dual, es, quizás, una misión
para los cristianos recordar y anunciar el lugar que ocupa un Tercero en la
relación. Un tercero, no ya simbólico, como a veces se dice en las ciencias
humanas, sino real, bien real, más real que las quimeras que nuestra pasión
persigue.
Preciso esto, pues este don tiene que ser acogido. Como escribe el poeta Paul
Claudel: “El poder supremo de Dios se detiene en la puerta del corazón del
hombre”. Y, antes, escribió S: Pablo: “La gracia la llevamos, como un tesoro, en
vasos de arcilla”. No se trata, pues, de magia. Se trata de un don entregado a
nuestra libertad, a nuestra acogida o a nuestro rechazo. La cultura actual nos
presenta nos hace particularmente sensibles a esta fragilidad. Pero no por esto
tendríamos que dejar de ver, de intentar decir, y ante todo experimentar, hasta
que punto la acogida del don de la vida divina, que es el de la gracia del
sacramento, consolida el lazo, dándole la capacidad de renacer y volver a
empezar constantemente.
Así pues, esta apertura al Tercero divino y la apertura a los terceros humanos
no se pueden desunir. La apertura al Altísimo y su ampliación hacia los
hermanos se entrecruzan, se enriquecen y se alimentan mutuamente.
Finalmente el lazo no se rompe fácilmente no está tejido sólo con tres cabos.
En el tercero se cruzan, se confirman y se vivifican toda clase de lazos
humanos, divino y divino-humanos. Sepamos admirarnos ante esto: que el
reconocimiento de la otra persona en su unidad, reúne en su fondo el
dinamismo del amor fraterno, es decir del amor más universal.
Xavier LACROIX