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CONFERENCIA DE XAVIER LACROIX

UN LAZO DE TRES CABOS

Nunca nos asombraremos suficiente ante el lazo conyugal. Que hoy todavía,
en el seno de una cultura que da tanta importancia a la pluralidad, a la
precariedad y a la ruptura, tantos hombres y mujeres – la mayoría, no lo
olvidemos – acepten comprometerse a compartir una vida entera, en un lazo
que se desea definitivo… sí, esto es algo asombroso. Algunos se muestran,
incluso incrédulos: ¿Es esto posible?

¿Es posible formar una unidad, con los diferentes sentidos de esta palabra y
con todo lo que esperamos de ella hoy: armonía, comunión, entendimiento,
conocimiento, entre dos seres separados y diferentes? diferentes por su sexo,
por su historia, por su complexión física. Descubrir cada vez más, que el otro
es el otro y, al mismo tiempo, avanzar en el camino de la unidad, ¡qué
paradoja!

¿Cómo es posible unir los valores ligados a la modernidad, tales como la


libertad, el crecimiento de la propia personalidad, la prioridad del deseo, con los
que están ligados a la duración en el tiempo y que comportan una gran parte
de renuncia, esfuerzo, paciencia e, incluso, sufrimiento? ¿Cómo conciliar las
imágenes contemporáneas de la felicidad con las exigencias de la duración en
el tiempo, de una larga duración? Segunda paradoja.

¿Cómo conciliar los aportes de las ciencias humanas, que ponen de relieve los
determinismos, los límites, los mecanismos del fracaso por una parte, y por
otra, la fidelidad a la ética cristiana tradicional perseverando en la afirmación de
que el compromiso definitivo es sensato y que es, incluso, una suerte para las
personas y para sus familias?

Sí, es el momento de plantearse una pregunta que un oyente me planteaba


hace poco: “¿Un ser humano tiene capacidad para unirse, durante toda la vida,
con otro ser humano?” ¿Existe esta capacidad en el ser humano? Es una
excelente pregunta. Habría dos formas de no plantearla:
- La primera sería creyendo que el encuentro, la alianza es fácil y natural.
Es el punto de vista que yo calificaría de “romántico”, que cree en el
sentimiento todopoderoso.
- La segunda forma de no planteársela es, sencillamente, haber
renunciado a esta alianza, renunciando a construir una unión duradera,
para toda la vida. Yo calificaría este punto de vista como desengañado o
resignado.

El punto de vista que yo propongo consiste en mirar de frente la dificultad del


encuentro, llegando, incluso, a considerarla como hacen muchos autores 1,
como imposible, pero sin embargo, continuar apostando por ella, afirmando que
es deseable, que es un bien fundamental, es decir necesario.

1
Denis VASSE, Jacques LACAN, Roland SUBLON, Shmuel TRIGANO.
Lo imposible necesario, tal es la paradoja a la que nos enfrentamos.
Necesaria, la alianza conyugal lo es, al menos por tres razones:

1- Corresponde a una muy profunda aspiración del hombre y de la mujer.


Si es cierto que tenemos que asumir la separación, no es menos cierto
que no estamos hechos para la separación. Nos sentimos
irresistiblemente atraídos por la proximidad, la unidad, el don y la
acogida mutuos, es decir hacia una victoria sobre la división y lo exterior.

2- La segunda razón es la de que la fecundidad es un horizonte muy


importante para esta unión. Ahora bien, para los niños que van a nacer
será un bien sin equivalente poder contar con la solidez del lazo que une
a su padre y a su madre. Nacido de esta unión, el niño crecerá sobre la
roca de dicha unión, que, si es suficientemente buena, será para el niño
un principio de seguridad y de unidad interior que no podrá ser
reemplazada por ningún paliativo. En el marco de los debates, que en
muchos de nuestros países, tienen lugar hoy sobre la familia, habrá que
afirmar que el mejor fundamento, la mejor fundación no es ni la armonía
afectiva de la pareja, ni el reconocimiento del lazo de filiación, sino el
establecimiento de un pacto conyugal claro entre los padres.

3- Para los esposos una tercera razón que será una fuente de certeza, de
seguridad interior, sin equivalente: saberse amado incondicionalmente,
es decir totalmente, enteramente, por el otro. ¡Que alegría no tener la
impresión de tener que pasar un examen diario, ser aceptado tal y como
se es y no sólo por las cualidades! ¡Que alegría, también, hacer el
mismo regalo al otro!

Henos aquí, pues, frente a lo imposible necesario. Una palabra del Talmud me
viene a la memoria: “La unión del hombre y la mujer es un milagro aún más
grande que el paso del mar Rojo” 2. Sin duda la comparación no es fortuita. Es
cierto que de un lado tenemos una unión y del otro una separación. Pero la
misma unión supone la separación, sin olvidar, además, que en el paso del mar
se trata de una travesía. Pasar de una orilla a la otra.

En un primer momento, os propongo ver como el lazo duradero y feliz – lo que


para mí quiere decir duradero y vivo – es el fruto del encuentro de tres
disposiciones, tres realidades que se cruzan entrelazados, llamándose
mutuamente. Cómo el lazo es, a la vez, un querer, un arte y un don. Veremos
enseguida cómo este entrelazado supone la apertura de la pareja ante una vida
más grande, la de un Tercero, la del Otro, que es, también, el más Cercano,
vida que se revelará ella misma, en un tercer momento como relacional,
ternaria y trinitaria.

De tres formas, pues, nos veremos introducidos a la comprensión de esta


palabra enigmática del Eclesiastés: “El lazo de tres cabos no se rompe
fácilmente” (Qo. 4, 12).
I
2
Traité Sota, 2 a.
En su primer momento el lazo nace del deseo, del encuentro entre dos deseos.
De la maravilla ante la belleza del otro, de la atracción de su cuerpo, de la
correspondencia entre dos psicologías. Pero, para que el lazo sea duradero
hay que pasar del deseo a la libertad, de lo psíquico a lo espiritual. En la
alianza no se trata sólo de dos deseos, sino de dos libertades que se anudan.
Es aquí donde interviene la libertad. Una cosa es desear vivir juntos la unidad,
desearla, soñarla y otra quererla efectivamente. Una cosa son los procesos que
ocurren entre nosotros, el funcionamiento, el mecanismo de nuestra vida
afectiva y otra es lo que decidimos, la fidelidad a lo que hemos decidido. El lazo
conyugal no es un producto natural, algo pre-hecho. Es una realización, una
construcción, una victoria sobre la separación que demanda un esfuerzo.

Un elemento decisivo para el futuro de la pareja es el hecho de que uno y otro


quieran construir juntos el lazo. Si no existe esta voluntad firme el primer
obstáculo serio barrerá a la pareja. Sólo esta voluntad llevará a la pareja a
realizar – algo que, a veces, cuesta – los gestos que son necesarios para su
vida y su salud. Actos de palabra verdadera, de reconciliación, de reforma del
comportamiento, de servicio, de solidaridad. France Querré expresa muy bien
esta fórmula: “Las parejas que funcionan son las que hacen funcionar”.

De aquí se desprende la importancia que tiene que la pareja se funde – y se


haya fundado – en una decisión clara, que, necesariamente, se reflejará en una
palabra que servirá de referencia, ofreciendo un marco, un punto fijo para los
momentos de turbulencias. Esta palabra ha abierto un futuro, ha fijado una
boya, y no hay navegante que no se fije una boya. Como decía el filósofo
Séneca: “No hay buen viento para aquel que no sabe adonde va”.

Sin embargo, hay que reconocer que, aunque la voluntad es determinante, no


es todopoderosa. Si bastara querer permanecer para conseguirlo las cosas
serían más simples. Pero es evidente que éste no es el caso. No basta con
querer permanecer hay que saber cómo hacerlo. Dicho de otra forma, esto
revela un saber hacer, un arte. Y ésta será la segunda dimensión del lazo..

Un matrimonio, que se estaba divorciando, decía un día: “Nos amamos, pero


somos incapaces de vivir juntos”. Esta incapacidad puede venir de una
colección de torpezas, por encadenamiento de escenarios funestos, por
encerrarse en situaciones que hacen difícil los avances. El matrimonio querría
vivir juntos, pero no sabe cómo hacerlo. Por lo demás, el amor, en sí mismo, no
es solamente un impulso, una intención y, aún menos, un fluido mágico. El
amor, según los términos de muchos filósofos, es un “artefacto”, una obra que
necesita talento e inspiración. Un “arte” en el sentido más amplio y más antiguo
del término, technè en griego que señala un saber hacer, una habilidad. “Las
relaciones de la pareja son, sin duda, más ricas que antes, pero piden, como
contrapartida, más habilidades” declaraba un sociólogo 3. El lazo es también un
“arte” en el sentido más estricto de “bellas artes”, es decir, entendido como la
capacidad de crear, de crear una bella obra. Voy a evocar algunos rasgos de
este arte.

3
Claude HERAUD, in La Croix, 27 de febrero 1998.
- Arte de saber decir “sí” y, consecuentemente, saber decir “no”. Saber
enfrentarse a un desacuerdo con serenidad y calma, sin confundirlo con
un conflicto, sin confundir, tampoco, el conflicto, si lo hubiera, con una
crisis, ni la crisis con la catástrofe.

- Arte de pedir, de dar a conocer al otro los propios deseos, las propias
expectativas, las decepciones, sin que parezca una queja, un reproche o
una acusación.

- Arte de dar y recibir. Algunos sólo hacen una cosa u otra. Cualquiera de
los dos casos es igualmente perjudicial. El don, en sus diferentes formas
desde los más pequeños a los más grandes es lo que da vida al lazo.
Pero sólo es el reverso de la acogida del otro. Saber dejarse amar,
domesticar, saber reconocer y manifestar la necesidad que se tiene del
otro, saber, también dar, sin alimentar el egoísmo del otro cuando no
hay reciprocidad en el don.

- Arte de saber ser hombre y mujer respetando las diferencias,


especialmente las diferencias del género. Sin que ni el uno ni el otro
imponga su modelo, sus criterios o su forma de ser. Es un juego sutil de
parecidos y diferencias entre los cónyuges que nacerá el perfil único,
inédito de la diferencia sexual, diferencia que tendrá un rostro diferente
en cada pareja y será diferente para cada pareja, más allá de los
estereotipos.

- Arte de cultivar el deseo y la ternura carnales, de encontrarles nuevos


recursos, renovados en cada etapa de la vida común, más allá de los
arrebatos del principio.

- Arte de hablar con los hijos y, lo que es más delicado, con los
adolescentes, encontrando una palabra de padre, una palabra de madre,
con sus diferencias siempre y discerniendo lo que es oportuno
dependiendo de los momentos y de las etapas de la vida.

- Arte de crear una comunidad de vida original, tan singular como son las
personas que la componen en la que se comparten las alegrías
comunes de los momentos de fiesta, de descubrimientos, lo que supone
atención, imaginación e intuición.

- Arte de ejercer la hospitalidad, de abrir la familia. La casa abierta, la


mesa acogedora, la conversación con amigos, un lugar para el huésped
imprevisto, todo esto forma parte, no sólo del arte de vivir, sino de la
misma conyugalidad, contribuyendo a construirla.

Pero nos damos cuenta de que, por muy importante que sea el arte, el saber
hacer, la realidad del lazo, lo que le hace vivir está aún más allá. Es evidente,
que el lazo no es, no podría ser, el resultado de estas prácticas, como si fueran
recetas y, menos aún, el producto de técnicas. El lazo no es sólo una cuestión
de voluntad, no es sólo una cuestión de saber hacer, es ante todo el fruto de
un don.
Acabo de evocar la noción del don en su sentido activo. El don es creador de
lazos, sólo el don es creador de lazos, fundador del lazo. Es dando al otro
como manifiesto el precio que el lazo tiene para mí y, al hacerlo, lo hago existir.
El don realiza su significado, es decir la koinonia, la puesta en común, la
comunidad, que es otro nombre del lazo.

En una cultura en la que domina el pensamiento según el cual sólo la


búsqueda del interés, del interés individual, gobernaría nuestros actos,
tenemos que atrevernos a decir que el deseo de dar es tan profundo en
nosotros, más profundo incluso, que el deseo de poseer. Podemos hacer la
experiencia concreta: en la alegría de dar. La alegría es el signo de que la vida
crece, la vida se prueba dando y dándose. Vida, alegría y don estas tres
palabras son indisociables. “El amor es la circulación de la vida como don.” 4

No se trata de un don de un sentido único: el verdadero don es sólo otro


nombre de la acogida. El más bello regalo que yo puedo hacer al otro es el de
acogerle. Amar es, precisamente eso, la experiencia de recibir al dar y de dar al
recibir. Lo que no quiere decir que se dé para recibir, lo que sería dar la razón
al esquema utilitarista. Se da para que el otro viva, para que el lazo viva, sin
cálculos. La alegría de dar, la de recibir del otro no son la finalidad del acto,
sino su fruto. No la finalidad de un cálculo egoísta disfrazado, sino el fruto de
un acto generoso.

Pero, me diréis, ¿somos capaces de este movimiento? ¿Somos capaces, por


nosotros mismos, de un don auténtico y generoso? Esta es la pregunta, la gran
pregunta, que se une a la que nos hacíamos al principio sobre la misma
posibilidad del lazo.

Tenemos la intuición, la experiencia, incluso, de que la gratuidad y la


generosidad desbordan los recursos de nuestros psiquismos, de nuestra vida
natural. Que el amor como don no sería el resultado de la sola alquimia de
nuestra vida psico-afectiva. Dejada a sí misma esta vida permanece totalmente
centrada en el ego, en el yo y en mis intereses. El filósofo Emmanuel Lévinas
ha podido afirmar: “El psiquismo es egoísmo”. Para descentrarnos, para entrar
en el movimiento que nos lleva al otro, tenemos que recibir un impulso, un
dinamismo que viene de impulso se recibe, el mismo movimiento por el cual
nosotros damos se recibe, asimismo fuera de nosotros, para conducirnos lejos
de nosotros. Que nos aligera de nosotros mismos, nos desliga de nosotros
mismos para ligarnos al otro. Este, es un don, un regalo, en latín gratia, una
gracia.

Como su nombre indica, la gratuidad es hija de la gracia. Los dos términos


vienen del latín gratia, favor, regalo. En verdad, nosotros recibimos el mismo
movimiento por el que somos capaces de dar, de darnos. Nos damos clara
cuenta de que este movimiento, con sólo nuestras fuerzas, no somos capaces
de realizarlo. “No hay mayor amor que el de dar su vida por aquellos a los que
amamos”. ¿Quién es capaz, por sí mismo, de semejante don? ¿Uno solo de
entre nosotros pretendería serlo por sí mismo?

4
Jean-Claude SAGNE, La loi du don, Presses universitaires de Lyon, 1997.
En el fondo la alternativa es la siguiente: o bien el lazo conyugal es sólo el
resultado de la intersección, de la interacción, de la alquimia entre dos
psiquismos, caracteres, temperamentos, historias o bien es también el lugar de
florecimiento, de revelación, de donación de una vida a otra, introducción de
una vida nueva más original y más universal que la de nuestros dos ego, la
vida absoluta, que en el judeo-cristianismo llamamos ágape, el amor-caridad.

De esta tercera vida, los no creyentes tienen la intuición, la experiencia.


Algunos, incluso, la han nombrado. Vladimir Jankélévitch, filósofo agnóstico,
afirma: “La caridad es hija de la gracia”. En una obra de estrictas filosofía,
Shmuel Trigano, profesor en París X-Nanterre, puede afirmar: “Es como si
siempre hubiera un tercer interlocutor que se integrara en el diálogo de los dos
y lo abriera desde dentro hacia fuera”. En cuanto al psicoanalista Jacques
Lacan sugiere, de forma enigmática: “Para que la pareja se mantenga en el
plano humano, es preciso que un Dios esté ahí”.

Lo normal en los creyentes sería nombrar la fuente del don, nombrar este
Tercero, y celebrar en comunidad, haciendo un solo cuerpo con los demás,
refiriéndose a una Escritura, a una historia, a una presencia. Reconociendo
como gracia el don del ágape y en este don la iniciativa de aquel al que
llamamos “Dios”, pero que es más exacto y más propiamente cristiano
reconocer y nombrar como Padre, Hijo y Espíritu. Esto a partir de la Escritura y
de la vida espiritual concreta.

El Padre como el que da, la fuente escondida del don, al que remite Jesús
cuando dice, después de haber citado el capítulo 2 del Génesis, “Lo que Dios
ha unido…”

El Hijo como el que se da; la forma y el modelo del don, aquel en el que el don
toma cuerpo y viene a habitar en el lazo, como lo ha prometido en una palabra
que algunos Padres de la Iglesia aplicaban al matrimonio: “Cuando dos o tres
están reunidos (unidos) en mi nombre, yo estoy en medio de ellos”.

El Espíritu como el don otorgado, que dará lugar al aliento, respiración y


energía, liberándolo de sus esclavitudes, Él, cuyos frutos son, según los
términos de S. Pablo: “amor, alegría, paz, paciencia, bondad, benignidad, fe,
dulzura, dominio de sí”.

La acción de gracias en la vida conyugal puede declinarse según dos registros,


clásicos en la Teología cristiana. Según el orden de la creación, de la acción
creadora, para dar vida al lazo, suscitando el deseo (en el sentido fuerte de
esta palabra), la alegría y la maravilla ante el encuentro; pero también según el
orden de la salvación para salvar el lazo de los numerosos peligros que le
amenazan. Recientemente, yo leía: “Toda historia de amor es una historia de
salvación”.5 Toda pareja, un día u otro, necesitará ser salvada y lo será de
manera muy concreta (es decir, no mágica ni ideal) por las diferentes formas de
actuar la gracia: don de energía para volver a empezar, don de humildad para
pedir perdón, don de esperanza, de una más amplia ayuda fraterna. Esta
necesidad, al mismo tiempo que esta posibilidad, de salvación para la pareja, y
5
Alain MATTHEEUWS, “Les dons du mariage” Nouvelle revue théologique, nº 2. 1966.
por tanto para la familia, es uno de los mensajes más originales que los
cristianos tienen que formular en las situaciones actuales.

II

Con motivo de una conferencia en el Jura, un viejo cura me dijo un día con
convicción: “En el fondo el matrimonio no es una cuestión de amor, es una
cuestión de fe”. Entendamos, primero, esta palabra en el sentido amplio del
latín fides, término por el que S. Agustín designaba uno de los tres “bienes” del
matrimonio, palabra muy rica, intraducible, que podemos comprender viendo
sus tres acepciones.

- Primero, como fidelidad a la palabra dada. Es el primer sentido de esta


palabra, que también se puede traducir como lealtad. En un tiempo en el
que la cultura superficial no la pone suficientemente en relieve, seamos
conscientes de la importancia del carácter fundador, humanizador y
personalizador del sentido de la palabra dada. Todos hemos crecido con
un fondo de palabras dadas y mantenidas. Es la palabra la que nos
unifica y construye. Es ella la que nos liga y nos vuelve a ligar, si somos
de fiar, es decir, si el otro puede contar con nuestra fides, que es otro
nombre de nuestra fiabilidad.

- El segundo sentido de esta palabra será una confianza de fondo, que yo


llamaría voluntariamente una fianza, antigua palabra francesa muy
apreciado por el poeta Charles Péguy (del verbo fiarse). Sólo podemos
fundar una alianza sobre un fondo de confianza, apoyándose en una
seguridad fundamental. No se trata sólo de creencia, de creer que es
posible, sino de fianza, es decir del acto positivo de fiarse de, una
apuesta, un paso por encima del vacío.

Para intentar esta locura de comprometerse para toda la vida con alguien, es
preciso tener una confianza total en el otro, en sí mismo y en el lazo. Fianza en
el valor del otro, en la presencia en él, en ella, más allá de sus cualidades y de
sus defectos, de un principio de vida, de un misterio inagotable que
permanecerá siempre, más allá de las decepciones, de las dificultades, de los
sufrimientos. Fianza en sí mismo, en la presencia cada día, tanto hoy como
mañana, de esta voluntad que hoy tengo para construir el lazo. Pero vemos,
con claridad, que esta doble confianza lleva a una confianza aún más
fundamental, a la certeza de que el uno dará al otro, cada día, este querer
hacer. Que más allá de las casualidades de nuestra afectividad, más profundo
que los altibajos de ésta, existe una roca, una fuente, un principio fiable de
permanencia y de renovación.

La fe es lo contrario del miedo. La palabra “miedo” vuelve con frecuencia a los


labios de los que dudan en casarse e, incluso, yo he oído muchos testimonios
entre los que se preparan para el matrimonio. Miedo del otro, miedo a ser
absorbidos o utilizados, miedo a perderse, miedo a la repetición de los
escenarios vividos por los padres, miedo al aburrimiento, miedo a no amar ya
más, miedo a no amar lo suficiente… Sólo podemos apostar por el lazo oyendo
una voz que nos dice, como dijo Jesús a sus discípulos sobre el mar agitado:
No tengáis miedo”. (Mt 14, 27)

Para hacer una alianza, para ligarse, es preciso ser capaces de desligarse, de
abandonar algunos lazos antiguos, liberarse de ellos. La fianza de fondo es
creer que al darnos somos acogidos, acogidos, no sólo por el otro, sino por la
vida, que entramos en la verdadera vida. Es preciso una buena dosis de fianza
para creer que si, al querer salvar la vida la perdemos, al aceptar perderla la
encontraremos. Hay en esto un movimiento de abandono radical, de abandono
de la lucha, que está en el corazón de la vida espiritual.

Hay quienes viven esta fides en estado puro, sin designarla como tal, fuera de
cualquier confesión religiosa. Todos conocemos casos. Creen que la actitud
fundamental de fianza y de fidelidad, de apuesta sobre el precio del lazo es la
buena. A pesar a veces de las apariencias. Es lo que yo llamo la fe desnuda o
“fe en el poder dos”, la fe en la fides, la fe en la fe. Sin palabras para decirlo, sin
promesa explícita de recompensa, pero en virtud de la intuición de que ahí se
encuentra la verdad de la vida.

Que se sea creyente o no, habrá momentos en los que la fe conyugal tendrá
que pasar por “noches”, como ocurre con la misma experiencia mística, a la
cual podemos compararla. Noche de los sentidos, cuando ya no se siente
nada, noche del espíritu, cuando ya no se entiende nada “Y yo no veía nada,
sin otra luz ni guía que la que ardía en mi corazón”, dice S. Juan de la Cruz en
el Cántico de la Noche Oscura.

Vayamos, ahora, al tercer sentido de la palabra fides, el más explícito, el de la


acogida del don de Dios reconocido como tal. Del reconocimiento de este don
como fuente de la verdadera libertad, como “el maestro de lo imposible”. Al
comenzar nos ha tentado esta última palabra. Que podía parecerse a la
pregunta de María en la narración de la Anunciación: “¿Cómo será esto
posible?”. Ahora bien, todos sabéis que esta narración termina con el versículo
tomado del Génesis: “Pues no hay nada imposible para Dios”. O, incluso,
veamos, en el evangelio de Mateo la prohibición del repudio, palabra básica
para lo que nosotros llamamos indisolubilidad del matrimonio que forma parte
de un conjunto de palabras que da lugar a planteamientos igualmente
radicales: celibato para el Reino, ser como niños, vender y dar todos los
bienes. Al final de esta serie, los discípulos se quedaron perplejos y no
pudieron retener la pregunta: Pero ¿entonces quién se podrá salvar?”. A lo que
se les respondió: “Para los hombres es imposible, pero para Dios todo es
posible”. (Mt 19, 26)

Aquí se encuentra la fe más radical. Podrá tomar formas muy concretas en los
momentos de prueba, de noche, en el momento de elecciones cruciales. Hay
cosas que nos parecen estar por encima de nuestras fuerzas, pero es en ese
momento cuando hay que recordar las palabras de S. Pablo: “Mi fuerza te
basta, pues mi fuerza se despliega en la debilidad” (2 Col 12, 9). Una de las
bellezas del lazo conyugal este despliegue de la fuerza en la debilidad. Pues,
en la vida conyugal, nos enfrentamos, de forma especial, con nuestras
debilidades. Pero creemos que, si Dios nos llama a la fidelidad incondicional, Él
nos dará la gracia para vivirla. Me gusta mucho el adagio que dice: “Dios da lo
que Él ordena”.

Un contemporáneo, Denis Vasse, ha podido escribir: “Lo real del amor es


imposible entre criaturas. Verdaderamente esto sólo es posible en Dios. Sólo el
corazón entregado a Dios ama”. 6 Y cuando nos entregamos a Dios, Dios no se
resiste. El amor verdadero está por encima de nuestros recursos, no podemos
amar verdaderamente nada más que enganchándonos en el corazón de Dios.

III

“Nunca podría amar a mis hermanas como vos las amáis si vos mismo, oh mi
Jesús, no las amarais en mí”, exclamaba la pequeña Teresa, Teresa de
Lisieux. Cualquier esposo podría decir lo mismo del amor que tiene que sentir
hacia su esposa, toda esposa hacia su esposo. “Nunca podría amar a mi
hermana, mi hermano, que es mi esposa, mi esposo, si Tú mismo, Oh Jesús,
no lo amaras en mí”. Así somos todos conducidos a percibir el lazo conyugal
como un acto de Dios. No, fundamentalmente, como el resultado de nuestras
empresas, de nuestra actuación, sino como el lugar y el fruto de la acción del
mismo Dios.

De forma muy concreta, esto se traduce con la acogida del trabajo del Espíritu,
que suple a nuestra debilidad y nos hace capaces de amar según el corazón de
Dios. Sólo el Espíritu es capaz de realizar la mayor unidad en el mayor respeto
del otro. Él es el aliento de comunión al mismo tiempo que aliento de
personalización. En cada uno Él insufla el desarrollo de sus carismas
particulares, de su libertad y de su propia belleza, entre los dos Él inspira un
movimiento de receptividad, de ligereza y de docilidad que son capaces de
suscitar una forma de armonía que ningún recurso que fuera solamente
humano podría alcanzar.

“Ser sólo uno por un libre don mutuo, escribía Edith Stein en 1942, sólo es
posible para los seres espirituales”. 7 Espirituales significa: capaces de vivir el
misterio de la “cohabitación” mutua, de la habitación del uno en el otro: “Tú en
mí, yo en ti”, que es el mismo movimiento de la vida divina, como podemos leer
en s. Juan: “Yo estoy en el Padre y el Padre está en mí” dice Jesús, o, aún
más: “Permaneced en mí como Yo permanezco en vosotros” (15, 4) “Que sean
uno como Tú y Yo somos uno; Yo en ellos y Tú en mí, que sean perfectamente
uno” Toda unidad verdadera, que no aliena, que no encadena, sino, que por el
contrario, libera, viene de Dios, se encuentra en Dios. “El amor, en su perfecto
cumplimiento – escribe Edith Stein – es ser sólo uno en un libre don mutuo, es
la vida íntima de Dios, la vida de la Trinidad”.
Nos damos cuenta, experimentamos, que estamos ante un misterio, no ya
sobrehumano, sino supra-humano, cuando nos encontramos ante el lazo
6
Denis VASSE La souffrance sans jouissance ou le martyre de l´amour, Seuil, 1998. p. 64.
7
Edith STEIN, La science de la croix (1942), trad. Fr. éd. Nauwelaerts, 1998, p. 198.
conyugal auténtico, hablamos del lazo que descansa en el amor entendido
como don mutuo. Lo que es extraordinario, es que al abrirse a un Tercero, a la
vida divina como Tercera parte entre ellos, los esposos se abren,
precisamente, a una vida que en sí misma es ternaria, Trinitaria. El Dios
cristiano no es un individuo, una sustancia estática, él mismo es relación,
comunión. “Al Dios Trinidad corresponde el hombre comunión”, dice con
fortuna Olivier Clément. “Corresponde” en un sentido preciso y fuerte, es decir:
entre correspondencia, en armonía, en diálogo con… La Revelación y la
experiencia espiritual nos llevan a reconocer no sólo una analogía sino una
relación real, de participación, entre la vida Trinitaria y la alianza conyugal.

Por supuesto, es conveniente evitar cualquier trasposición demasiado ingenua,


demasiado directa, de la vida conyugal a la vida trinitaria, o a la inversa. La
tríada Padre, Hijo y Espíritu no es, en absoluto, una tríada padre-madre-hijo.
Aunque sólo fuera porque en Dios no hay diferencia de sexos. Es preciso
comenzar, siempre, por tomar conciencia de la alteridad divina, de la diferencia
radical entre Dios y todas nuestras representaciones, cualesquiera que éstas
sean. Pero, al haber pasado por la noche, noche de la fe, podemos intuir el
movimiento ternario de la verdadera vida, de la vida absoluta, de la vida divina.

Producir un tercero al abrirse al otro, dar lugar a una tercera vida al comunicar
su vida al otro, ahí hay un movimiento fundamental. El Movimiento de
desposeerse de sí mismo, el consentimiento radical al otro conducen a cada
una de las personas a un don tal que son sus mismas vidas las que ellos
intercambian, aún más, no sólo las intercambian, sino que comunican en un
movimiento vital que va más allá de ellas mismas, un movimiento creador y
fecundo. “La gran ley del amor, es la de darse el uno al otro para darse juntos”,
decía Pablo VI en una alocución a los Equipos de Nuestra Señora, el 4 de
mayo de 1970:

Así, entre el Padre y el Hijo el intercambio es tan profundo, tan total que es su
ser íntimo, su vida esencial la que circula entre ellos, dando lugar entre ellos al
brote del fuego y de la luz de una tercera persona, persona que es,
precisamente, aquella por medio de la cual se comunican de manera más
íntima con la criatura.

El hombre y la mujer están invitados a entrar en el mismo movimiento, en el


mismo misterio. La unión entre sus cuerpos, imagen y expresión de la unión
entre sus corazones va tan lejos en el intercambio, implica hasta tal punto la
sustancia más íntima de sus cuerpos, que reúne en ellos las fuentes de la vida,
el lugar de dónde va a brotar una nueva. Su unión se encarna en una tercera.

He aquí, pues, las dos maneras con las que el hombre y la mujer se introducen
en una vida más grande que la propia: de forma ascendente por la acogida del
don de Dios y de forma descendente por la fecundidad. La maravilla radica en
que estos dos movimientos se reducen a uno. Lo que se acoge es una vida
cuya esencia es darse, desdoblarse, multiplicarse. El movimiento hacia la
mayor interioridad es un movimiento hacia el exterior, hacia los demás, hacia el
futuro. Esta es la respiración del Espíritu, recogimiento y apertura, inspiración-
expiración. La fecundidad será como el don del don, su desdoblamiento, su
encarnación. Su forma más evidente y la más naturalmente deseada es, por
supuesto, la procreación y la acogida de los hijos. Juan Pablo II ha escrito
sobre esto: “Toda generación lleva en sí misma el parecido, es decir la
analogía con la generación divina”. 8 Pero hay que hacer notar que hay otras
fecundidades para la pareja y la familia habitadas por esta respiración.
Volviendo sobre una tradición muy antigua, Juan Pablo II habla en muchas
ocasiones de un ministerio propio de los esposos, “ministerio auténtico de la
Iglesia al servicio de la edificación de sus miembros”. 9 Espiritual no quiere decir
sólo interior, íntimo, intersubjetivo, sino que espiritual quiere decir, también, que
irradia, que es capaz de iniciativas, inventivo, que forma un solo cuerpo con los
otros miembros de la Iglesia.

Hay que saber decir, de forma muy concreta, lo que, para la vida del
matrimonio y de la familia suponen la acogida de la vida del Padre, la
consagración a la persona del Hijo y la impregnación por los dones del Espíritu
Santo.

Aquel que tiene un espíritu filial, que no se considera el propietario de su vida,


que siente que la fuente de su libertad es el consentimiento y la obediencia,
ése, pues, estará más cercano al espíritu de la infancia, a no tomarse a sí
mismo como un dios, a reconocer la filiación divina en los demás hombres.

El que acepta entrar en el movimiento de muerte y de resurrección del Hijo, que


recibe de Él el vino nuevo de las Bodas de Caná, alimentándose de su
Eucaristía, será más apto para encontrar su vida en el don, para aceptar la
parte de sufrimiento que se encuentra en el corazón de todo amor, para
ponerse en el lugar del servidor.

El que se deja transformar por el aliento de Dios, que se pone bajo la


protección del Consolador, que está habitado por el Espíritu de Verdad será
más apto para recibir la energía para llegar a la luz, el valor para vencer los
miedos y las angustias, la esperanza para volver a empezar lo que fuera
necesario

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Ahora estamos preparados para interpretar la palabra enigmática del


Eclesiastés. Después de haber elogiado la vida a dos, el texto afirma, sin razón
aparente que el “lazo de tres cabos no se rompe pronto”. ¿Detalle fortuito?
Quizás. Pero que da que pensar a algunos cristianos. En otro contexto, S.
Gregorio Nacianceno, Padre de la Iglesia, en una meditación sobre la Trinidad
a escrito: “Uno es el número del aislamiento, dos es el número de la
separación, tres es el número que supera la separación”. Lo que quiere decir
que tres es el número de la relación, siendo la verdadera relación, como ya
hemos visto, una separación superada.

8
Jean-Paul II, La dignité de la femme, Lettre apostolique, 1988.
9
Jean-Paul, Les tâches de la famille, Exhoration apostolique, 1981.
En una época en la que, cada vez más, se piensa y se vive la relación conyugal
como una relación de pareja, según una lógica dual, es, quizás, una misión
para los cristianos recordar y anunciar el lugar que ocupa un Tercero en la
relación. Un tercero, no ya simbólico, como a veces se dice en las ciencias
humanas, sino real, bien real, más real que las quimeras que nuestra pasión
persigue.

Existen diferentes figuras de este tercero, en la vida social, en la vida fraterna,


en la comunidad eclesial y, ya lo hemos visto, en los hijos. Dios es el Tercero
primordial, el Sujeto absoluto, cuya vida viene a dar, en la medida en la que se
le acoge, la mayor solidez al lazo.

Preciso esto, pues este don tiene que ser acogido. Como escribe el poeta Paul
Claudel: “El poder supremo de Dios se detiene en la puerta del corazón del
hombre”. Y, antes, escribió S: Pablo: “La gracia la llevamos, como un tesoro, en
vasos de arcilla”. No se trata, pues, de magia. Se trata de un don entregado a
nuestra libertad, a nuestra acogida o a nuestro rechazo. La cultura actual nos
presenta nos hace particularmente sensibles a esta fragilidad. Pero no por esto
tendríamos que dejar de ver, de intentar decir, y ante todo experimentar, hasta
que punto la acogida del don de la vida divina, que es el de la gracia del
sacramento, consolida el lazo, dándole la capacidad de renacer y volver a
empezar constantemente.

Todo esto es muy concreto, lo sabemos bien en los Equipos. Podemos


experimentar cada día, cada semana, cada mes, hasta que punto la oración, es
decir la entrada consciente en la circulación del don Trinitario, nos hace entrar
en una comunión más amplia que la nuestra, consolida nuestro lazo y nos
ayuda realizar los actos que lo conservan vivo. Esta comunión más amplia
será, no exclusivamente pero sí particularmente, la comunión con nuestros “co-
equipiers”. El lazo se teje también con la vida espiritual compartida con los
demás, en una fraternidad más amplia que la de la familia.

Así pues, esta apertura al Tercero divino y la apertura a los terceros humanos
no se pueden desunir. La apertura al Altísimo y su ampliación hacia los
hermanos se entrecruzan, se enriquecen y se alimentan mutuamente.
Finalmente el lazo no se rompe fácilmente no está tejido sólo con tres cabos.
En el tercero se cruzan, se confirman y se vivifican toda clase de lazos
humanos, divino y divino-humanos. Sepamos admirarnos ante esto: que el
reconocimiento de la otra persona en su unidad, reúne en su fondo el
dinamismo del amor fraterno, es decir del amor más universal.

Xavier LACROIX

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