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GUERRA SANTA EN ORIENTE

La toma de Jerusalén
De las ocho cruzadas contra el Islam mediterráneo, la primera
fue la única que triunfó. Se apoderó de Jerusalén tras una
violenta expedición que duró tres años.

En el año 1095, durante el concilio reunido en la localidad francesa de Clermont, el


papa Urbano II llamó a la guerra santa contra los musulmanes que amenazaban con
apoderarse del exhausto Imperio bizantino. El objetivo era socorrerlo, pero, sobre
todo, reconquistar los Santos Lugares –entonces controlados por el califato fatimí de
Egipto­–, donde Jesús había vivido y predicado. Su mayor símbolo era Jerusalén,
escenario de la Pasión y muerte de Cristo. Un tropel de nobles, aventureros y
clérigos, ansiosos de recompensas materiales y espirituales, acudió a la llamada del
pontífice. Comenzaba la primera cruzada.
CRONOLOGÍA

Tres años de cruzada


Verano 1096 Una confusa masa de gentes humildes y caballeros,
encabezados por nobles, marcha hacia Constantinopla con la intención
de conquistar los Santos Lugares.
Primavera 1097 Los cruzados avanzan hacia el sur venciendo a los
turcos, pero las penalidades de la marcha, los combates y las rivalidades
entre príncipes cuestan una gran pérdida de hombres.
7 junio 1099 Tras su agotadora travesía, los cruzados llegan a las
puertas de Jerusalén. Seis días después, su primer asalto es rechazado, y
la empresa parece abocada al fracaso.
15 julio 1099 Gracias a suministros recibidos por mar y a la
construcción de dos torres de asedio, los cruzados toman Jerusalén,
perpetrando una matanza de inocentes.

A principios de 1097, los cruzados habían llegado a Constantinopla, la capital de


Bizancio. Tras recibir suministros, pasaron a Asia Menor y siguieron su marcha
tomando Nicea, Antioquía y otras ciudades que se interponían en su camino, y
venciendo a los turcos selyúcidas que controlaban la región. Las localidades que no
se rendían eran arrasadas, y sus habitantes, exterminados como castigo a su
resistencia, porque nada se podía oponer a esa expedición emprendida en nombre de
Dios, dirigida por Godofredo de Bouillon, duque de la Baja Lorena; Bohemundo de
Tarento, al frente de los normandos del sur de Italia, y el conde Raimundo IV de
Tolosa, jefe de las tropas de Provenza.
El pontífice Urbano II
preside el concilio de
Clermont, donde, el
día 27 de noviembre de
1095, llamó a
«exterminar a esa vil
raza» de los turcos.

Fechado en 1170, este


mapa de Jerusalén
muestra la ciudad en
tiempos de las cruzadas.
Universidad Hebrea de
Jerusalén.
Fue una marcha agotadora por la falta de víveres y de agua, y por el insufrible
calor incrementado por las armaduras de los cruzados, todo lo cual convirtió el
camino en una tortura. De los 60.000 cruzados (unos 7.000 caballeros y el resto,
infantes) que partieron de la capital bizantina sólo llegaron a Jerusalén, dos años y
medio después, unos 15.000 hombres, lo que da idea de las penalidades del trayecto.
Abandonos y bajas por los combates, el hambre (incluso se dieron actos de
canibalismo), la sed y las enfermedades fueron debilitando cada vez más unos
contingentes que, por otra parte, asistían a las rivalidades de sus príncipes.

Solo se entiende la perseverancia de los cruzados por la mitificación que la


Cristiandad había hecho de Jerusalén: participar en su recuperación se consideraba
como la mayor recompensa material y espiritual a la que un cristiano podía
aspirar. Los sufrimientos y los obstáculos de la travesía fueron así vistos como
pruebas de fe y de fortaleza espiritual, que se podían superar con la ayuda de Dios.
Estas vivencias inocularon en los cruzados un ciego fanatismo religioso, que explica
las matanzas que perpetraron.

La mezquita de
al-Aqsa. Su nombre
significa «la mezquita
más lejana»; según la
tradición, Mahoma
oraba en dirección a
ella antes de hacerlo
hacia la Meca.

Cáliz del siglo XI. En Jerusalén


había cristianos latinos, ortodoxos,
sirios y armenios.
EL AVANCE CRISTIANO
El avance de los cruzados hacia Jerusalén no se puede entender sin la crisis que el
sultanato fatimí, con capital en El Cairo, sufría por entonces. Los cruzados estaban
avanzando en un terreno que turcos selyúcidas y árabes se disputaban, llegando
estos a ofrecer sobornos y facilidades a los cristianos si detenían su marcha y les
ayudaban en su lucha contra aquellos. Pero, a aquellas alturas, esos peregrinos
armados y fanatizados no estaban dispuestos a renunciar a su meta.
Así, prosiguieron su avance por la costa, hacia el sur, por los actuales Líbano e Israel,
contando con algo de apoyo y el abastecimiento de barcos cristianos. Finalmente
giraron hacia el interior, entraron en Belén entre aclamaciones de la población
cristiana y llegaron a las puertas de la ciudad deseada. Era el 7 de junio, y muchos
cruzados no pudieron contener la emoción y rompieron a llorar.

La torre de
David, la
ciudadela donde
se refugió el
gobernador
fatimí de
Jerusalén cuando
triunfó el asalto
cruzado se
levantaba en el
barrio armenio
de la ciudad.

Los sedientos
cruzados. En este
óleo de 1836,
Francesco Hayez
representó una
de las privaciones
de los cruzados
ante Jerusalén: la
sed. Palacio Real,
Turín.
EL ASEDIO

Las murallas de Jerusalén eran robustas y estaban rodeadas de amplios fosos, que en
algunos tramos alcanzaban los 17 metros de ancho por cuatro de profundidad. Los
defensores, además, habían envenenado gran parte de los pozos del exterior, y se
habían llevado el ganado, arrasado los cultivos y talado los árboles de los
alrededores, lo que condenaba a los atacantes al hambre y la sed si no tomaban
pronto la ciudad.

Sin embargo, los musulmanes, aunque bien provistos de armas y provisiones, eran
escasos en número para cubrir tan largas murallas. No se sabe exactamente con
cuántos guerreros contaban, pero se cree que no eran más de 3.000 o 4.000, aunque
fuentes musulmanas los reducen a no más de un millar y otras cristianas los
multiplican por más de diez. Dada su debilidad militar, y antes de que llegasen los
expedicionarios, el gobernador de la ciudad, Iftikhar ad-Daula, expulsó a casi todos
los cristianos que vivían en ella para evitar que se sublevasen en apoyo de los
atacantes. Por su parte, los cruzados se desplegaron en dos campamentos
principales, uno al norte y otro al sur de Jerusalén, para planear el asalto después de
que los musulmanes rechazasen la capitulación. La desesperada situación de los
cruzados –sin agua y sin comida– les impelía a atacar, lo que hicieron el día 13, pero
fueron rechazados clamorosamente por los defensores.

La empresa parecía condenada al fracaso, pero, cuatro días después, la afortunada


aparición en el cercano puerto de Jaffa de unas naves italianas con provisiones bajo
el mando del genovés Guillermo Embriaco alivió la situación de las tropas. Por su
parte, los sitiadores comprendieron que sólo podrían tomar Jerusalén con
máquinas de guerra, y desguazaron los barcos cristianos para fabricar material de
asedio con su madera: escalas, arietes y, sobre todo, dos grandes torres de asalto.
Para mantener la moral de los atacantes, los principales clérigos que acompañaban la
expedición, como Pedro el Ermitaño, Arnulfo de Chocques y otros, se entregaron a
una frenética actividad religiosa. Uno de ellos, Pedro Desiderio, declaró haber tenido
una visión que le anunciaba que si las tropas ayunaban tres días y marchaban
descalzos en torno a las murallas, la ciudad caería en nueve días. Así se hizo el 8 de
julio entre himnos y alabanzas, para concluir con varios sermones en el Monte de los
Olivos.
Cruz de caballero de la
primera cruzada. Museo
Nacional de la Edad
Media, París.

Soldado de infantería. Pieza de


un juego de ajedrez de marfil,
del siglo XI.

Mientras tanto, casi se habían acabado de


construir las máquinas de asalto. Quedaba la ardua tarea de rellenar los fosos allí
por donde debían avanzar las torres para acercarse a las murallas. Por las noches,
los cruzados fueron rellenándolos de tierra, piedras, escombros, maderas y todo tipo
de material que sirviese para aplanar el terreno, mientras otros combatientes los
protegían de cualquier salida que pudiesen hacer los defensores.

Estos últimos lanzaban todo tipo de objetos (flechas, líquidos inflamables, paja en
llamas, arena incandescente…) para interrumpir los trabajos. Por fin, al anochecer
del día 13 de julio todo estaba dispuesto para el asalto. La guarnición fatimí vio con
preocupación como, al amanecer del día 14, aquellos altos monstruos de madera de
varios pisos, montados sobre ruedas, casi desconocidos para ellos, se acercaban
lentamente empujados por los atacantes. Iba a comenzar el asalto final.

LA CONQUISTA

Las torres se fueron aproximando por el norte y por el sur. Iban forradas con pieles
impregnadas de orina (apenas había agua) para que el fuego de los defensores no
prendiera en ellas. Desde sus protegidas alturas se dominaban las murallas sobre las
que se iba a saltar. Al mismo tiempo, los atacantes trataban de emplazar sus escalas
en otros puntos, amagando con subir por ellas, a fin de apartar a los defensores de
los verdaderos puntos de ataque. Cuando despuntaba el día 15, la torre del norte,
comandada por Godofredo de Bouillon, pudo soltar su puente levadizo sobre las
almenas enemigas y un tropel de hombres se desparramó por las murallas, matando
a diestro y siniestro, para, rápidamente, correr a abrir las puertas de la ciudad a sus
correligionarios. La torre de sur, a cargo de Raimundo IV de Tolosa, quedó atascada
en el foso, pero cumplió su misión de distraer a buena parte de la guarnición
musulmana.

Godofredo de
Bouillon. Tocado
con la corona de
soberano de
Jerusalén, el
caudillo cruzado
dirige el ataque a
la ciudad desde
una torre.
Miniatura del
siglo XIV.
LA MATANZA

La sangrienta irrupción de los cruzados forzó a los defensores a replegarse a la zona


de la Cúpula de la Roca. Simultáneamente, una marea de cristianos enloquecidos,
mezcla de soldados, peregrinos y habitantes cristianos expulsados semanas antes,
inundó las calles, masacrando a los habitantes. El humo de las hogueras, las
imprecaciones y los alaridos de terror lo envolvían todo. Los musulmanes
refugiados en la mezquita de al-Aqsa fueron asesinados en masa, incluyendo
mujeres, niños y ancianos. Los testimonios cristianos hablan de que «la sangre
alcanzaba la altura de los tobillos», mientras los altos prelados y los jefes cruzados
jaleaban aquel holocausto. Lo mismo ocurrió con los judíos resguardados en la
sinagoga, que fueron quemados vivos en su interior entre el regocijo, las oraciones y
los cantos religiosos de sus verdugos.

Al caer la noche ya había cesado la resistencia, pero durante dos días los cruzados,
casa por casa, violaron, saquearon y acabaron con cualquier atisbo de vida. Sólo se
salvaron de la matanza el gobernador Iftikhar ad-Daula y su guardia; refugiado en
la Torre de David, logró pactar su rendición y evacuación a cambio de todas sus
riquezas. También hubo algún afortunado que pudo camuflarse entre la multitud o
que, capturado después, pasó a ser esclavo. Tras aquella violencia, los vencedores
marcharon en procesión a la iglesia del Santo Sepulcro en acción de gracias. Pero el
sueño de una Jerusalén cristiana duraría menos de cien años. Saladino se encargaría
de acabar con él.

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La Cúpula de la Roca y la mezquita de al-Aqsa se alzan en la


explanada de las Mezquitas, que los judíos llaman monte del
Templo porque allí se levantó el Segundo Templo.
Cortesano fatimí. Los fatimíes de Egipto
disputaron a los turcos selyúcidas el
dominio de Jerusalén. Figura de cobre
hecha en Egipto. Siglos X-XII.

JERUSALÉN ANTES DE LA CRUZADA

La Jerusalén anterior a la llegada de los cruzados no había sido un remanso de paz.


A finales del siglo X, la ciudad (que los musulmanes llaman al-Quds, «lo sagrado»)
estaba en manos de los califas fatimíes de Egipto, de credo chií, y en 996 ocupó el
califato al-Hakim, un personaje que sufría arrebatos de rabia y crueldad fanática. En
1009 ordenó la destrucción de los santuarios cristianos de Jerusalén, y la iglesia del
Santo Sepulcro fue demolida; también sería profanada la sinagoga de Jerusalén; más
tarde, el califa se declaró una encarnación de la divinidad y la emprendió contra los
musulmanes que no le reconocían este carácter.

La muerte de al-Hakim en 1021 devolvió algo de tranquilidad a Jerusalén, que sufrió


las revueltas de los beduinos de la región y un grave terremoto que en 1033 destruyó
la mezquita de al-Aqsa. El emperador Constantino IX dio fondos para reconstruir la
iglesia del Santo Sepulcro y llegó a un acuerdo con el gobernador fatimí, que estaba
reconstruyendo la muralla de la ciudad: pagó una parte a condición de que en la
zona sólo vivieran los cristianos, que formaron su propio barrio. Los cristianos
armenios compraron la iglesia del monte Sión y también formaron un barrio. En
1071, los turcos selyúcidas, de credo sunní, desplazaron a los egipcios como amos de
Tierra Santa y en 1073 ocuparon Jerusalén. Actuaron con mesura: no saquearon la
ciudad y apostaron guardias para proteger los templos de las diferentes confesiones.

En 1077, los profatimíes se rebelaron contra los turcos, pero ahora no hubo
compasión: cuando éstos recuperaron la ciudad, mataron a 3.000 habitantes. Los
fatimíes recobrarían Jerusalén en agosto de 1098, tras medio año de asedio. Diez
meses después, los cruzados se plantaban ante sus murallas.

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La masacre de
Antioquía. Litografía
de Gustave Doré para
la Biblioteca de las
cruzadas, de J.F.
Michaud 1877.

UN CAMINO SEMBRADO DE ATROCIDADES

La matanza de Jerusalén vino precedida de otra menos conocida: la de la población


de Antioquía, donde los cruzados entraron la noche del 2 al 3 de junio de 1098,
gracias a una traición. Una vez dentro, su furia no respetó a niños, mujeres ni credos
religiosos; mataron tanto a musulmanes como a cristianos, dado que la mayor parte
de los occidentales eran incapaces de distinguir entre unos y otros. Como en
Jerusalén, la población pagó las privaciones que los cruzados habían sufrido durante
los siete meses de asedio de la ciudad. Durante el asedio de Maarat, en el invierno de
1098, hubo cruzados que, movidos por el hambre, llegaron al canibalismo: «Los
nuestros cocían a paganos adultos en las cazuelas, ensartaban a los niños en
espetones y se los comían asados», dice Raúl de Caen.

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La toma de Jerusalén. Grabado


de la Historia de Francia escrita
por Émile Keller. 1858.

LA TORRE DE ASEDIO, EL ARMA MÁS PODEROSA

La torre de asalto, también llamada «campanario», era el medio de acercarse a las


murallas enemigas con menor riesgo ante la lluvia de proyectiles que lanzaban los
defensores. Tenía que ser más alta que la muralla, estaba dividida en varios pisos
comunicados por escaleras y en la parte frontal solía tener aspilleras por donde
disparaban arqueros y ballesteros. En el último piso había un puente levadizo que
bajaba sobre las almenas y por el que atacaban los grupos de asalto; en la base, la
torre podía llevar un ariete. Estas torres avanzaban sobre ruedas o rodillos movidos
por hombres o bueyes situados en el interior de la base; la madera estaba protegida
por planchas de metal o por pieles sin curtir y humedecidas, para evitar que las
incendiasen. Se utilizaron hasta 1645.

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Esta miniatura
muestra a los
cruzados, con
Godofredo de
Bouillon a la
cabeza, asaltando
los muros de la
Ciudad Santa.

EL ASALTO CRUZADO

Raimundo de Tolosa acampó al sur de


Jerusalén, mientras que los demás
príncipes (Godofredo de Bouillon,
Tancredo de Hauteville, Roberto de
Normandía y Roberto de Flandes) se
instalaron al norte. Profundos valles y
poderosos muros dificultaban el ataque
al este y al oeste. El 14 de julio, los
cruzados empezaron a bombardear las
murallas del norte con tres mangoneles
(un tipo de catapulta), obligando a los
defensores a retirarse
momentáneamente, y destruyeron con
flechas incendiarias los sacos de paja que éstos habían colgado en las murallas para
amortiguar el impacto de las catapultas. Un enorme ariete empezó a batir el doble
muro de esa zona, hasta que cedió la parte exterior. Por esa brecha los cruzados
metieron la torre, que al amanecer del día 15 pudieron colocar en posición junto a la
muralla. Una lluvia de flechas incendiarias apartó a los defensores de las almenas, el
puente de la torre se abatió y los hermanos Litoldo y Gilberto de Tournai avanzaron
por la pasarela y pusieron el pie en la muralla. Al-Quds estaba condenada.

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La conquista de Jerusalén, representada en una predela o banco de retablo.


Escuela flamenca. Siglo XV. Museo de Bellas Artes de Gante.

EL SAQUEO DE JERUSALÉN POR LOS CRUZADOS

La matanza de los habitantes de la Ciudad Santa por los cruzados fue casi total y de
una violencia inusitada. Raimundo de Aguilers, que participó en el combate, escribe:
«Algunos de los paganos fueron decapitados con misericordia, otros perforados por
flechas, arrojados desde torres, y otros más, torturados durante largo tiempo,
quemados al fin entre espantosas llamas. Pilas de cabezas, manos y pies, yacían en
las casas y las calles, y corrían de un lado a otro hombres y caballeros, por encima de
los cadáveres».

La propaganda ha deformado los datos, exagerando unos y minimizando otros, pero


la cifra más probable estaría en torno a 30.000 víctimas, la mayor parte musulmanes,
pero también casi todos los judíos (unos 2.000) y los cristianos que no habían
evacuado Jerusalén, de credo ortodoxo, sirio o armenio. Las fuentes cristianas
reconocen la magnitud de la carnicería, y que los pocos supervivientes fueron
obligados a recoger los cadáveres cuando empezaban a apestar para amontonarlos
en piras funerarias fuera de la ciudad: «Se quemaron en piras como pirámides y
nadie salvo el propio Dios sabe cuántos eran», se lee en la Gesta francorum. Para la
mayoría de cruzados era una limpieza étnica y religiosa justificada que anunciaba
una nueva era, pero acrecentó en musulmanes y judíos un odio hacia los cristianos
que llevó a los primeros a pagarles de forma igual de cruel con la guerra santa. La
ciudad sólo volvió a la vida con los nuevos repobladores llegados tras la conquista.

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