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Todos Somos Villanos - M.L. Rio
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El rey Lear.
Los días y horarios para las audiciones y los ensayos estaban
publicados debajo. Alexander sería el primero en pasar, sin
espectadores. Luego él observaría la audición de Wren, ella la
mía, yo la de Filippa, ella la de James y él la de Meredith.
Pasamos la semana siguiente esforzándonos en la
preparación de las nuevas piezas para las audiciones, todos
sorprendidos por la elección de la producción. Nunca en
cincuenta años se había intentado producir Lear en Dellecher,
probablemente porque (como señaló Alexander) poner a un
veinteañero en el papel protagonista sería completamente
absurdo. No lográbamos descifrar cómo pensaban abordar el
problema Gwendolyn y Frederick.
A las ocho de la noche del día de las audiciones, estaba
sentado solo en nuestra mesa habitual de Bore’s Head,
atrayendo miradas de odio de grupos más grandes que
esperaban para sentarse. Meredith acababa de dejarme solo
para ir a prepararse para su propia lectura y Filippa, supuse,
estaba a punto llegar. Yo había visto su actuación —una
excelente interpretación de Tamora— y estaba ansioso por
discutir el elenco con alguien que ya hubiera pasado por la
audición. (Alexander y Wren no estaban por ningún lado).
Terminé mi cerveza, pero no dejé mi asiento, estaba seguro de
que alguien se apropiaría de la mesa si yo iba hasta el bar.
Por suerte, Filippa apareció como una brisa desde el exterior
tan solo cinco minutos después. Tenía el pelo revuelto por el
viento y las mejillas enrojecidas por las heladas ráfagas de
nieve que soplaban fuera. Mientras se sentaba, le pregunté:
—¿Algo para beber?
—Sí, por Dios. Algo caliente.
Me deslicé fuera de la cabina de la mesa mientras ella
apilaba sus capas exteriores —bufanda, gorro, guantes, abrigo
— en la esquina. Regresé del bar con dos tazones de sidra
caliente y Filippa alzó la suya en un brindis silencioso antes de
beber un buen trago.
—Creo que el infierno puede estar congelado —comenté,
quitando copos de nieve que habían caído de su gorro y de su
bufanda a mi lado en el asiento.
—Lo creeré cuando vea cómo ha quedado el elenco. —Se
limpió una gota de sidra de los labios—. ¿Qué piensas que
harán?
—¿Si tuviera que adivinar? No tengo idea de quién será
Lear, pero obviamente Wren será Cordelia. Tú y Meredith
haréis de Regania y Gonerilda. Yo probablemente quede como
Albany, James será Edgar y Alexander, Edmundo.
—No estaría tan segura de esa última parte.
—¿Por qué no?
Se movió en su asiento y echó una mirada a la mesa con
cabina a nuestro lado, donde un trío de bailarines bebía vino
blanco en copas de tallo largo. Cuando se inclinó muy bajo
sobre la mesa, la imité por instinto. Estábamos tan cerca que
un mechón de su pelo me hacía cosquillas en la frente.
—Acabo de ver la audición de James —susurró.
—¿Qué ha leído? —pregunté—. No me lo ha querido decir.
—Ricardo Plantagenet, Enrique VI segunda parte. «Y,
quizás por la fuerza, le haré ceder la corona a aquel cuyo
gobierno de libros ha hundido a la hermosa Inglaterra».
—¿En serio? Ese discurso es tan… no sé, agresivo. No
parece su estilo.
—Sí. Cuando llegó a la parte que dice «Llegará el día en que
York reclamará lo suyo», de repente era una persona
completamente distinta. —Negó con la cabeza lentamente—.
Deberías haberlo visto, Oliver. Realmente me ha asustado.
Me quedé callado un momento, luego me encogí de
hombros.
—Bien por él.
Me lanzó una mirada tan escéptica que casi me eché a reír.
—Pip, lo digo en serio —insistí—. Bien por él. A principio
de año dijo que estaba cansado de interpretar el mismo tipo de
personaje y siempre ha tenido esa clase de ira, solo que nunca
ha tenido la oportunidad de mostrarla porque ese tipo de roles
siempre iban para Richard. ¿Para qué molestarse? Ahora tiene
la oportunidad de hacer algo nuevo.
Ella suspiró.
—Probablemente tengas razón. Por Dios, a mí también me
gustaría tener la oportunidad de hacer algo distinto.
—Quizás hagan cambios esta vez. Es una dinámica distinta.
—Señalé con la cabeza el extremo de la mesa donde, seis
semanas atrás, podría haber estado sentado Richard. Se había
convertido en un punto ciego perpetuo en mi visión periférica
(y supongo que en la de los demás).
—Bueno, no estás equivocado —comentó Filippa, mirando
para otro lado, hacia la puerta, a nada en particular—. De
todas formas, me sorprendería si no le dan el papel de
Edmundo a James.
No le presté demasiada atención a su predicción (una
tontería por mi parte). Nuestra conversación cambió de rumbo
y pasaron dos horas sin incidentes, hasta que Meredith entró al
bar y trajo consigo un pequeño remolino de nieve.
—Ya está la lista y no podréis creéroslo —anunció, para
luego apoyar el papel de golpe en la mesa. No había tenido
tiempo para preguntar dónde estaban los demás.
Filippa y yo casi chocamos nuestras cabezas al intentar leer
el listado al mismo tiempo; ella se atragantó y escupió sidra
por toda la cabina.
—¿Frederick interpretará a Lear?
—¿Camilo es Albany? —pregunté—. ¿Qué carajos?
—Eso no es todo —comentó Meredith, luchando para
desenrollar su bufanda—. Leedlo todo. Es una locura absoluta.
Volvimos a bajar la cabeza, con más cuidado esta vez.
Frederick y Camilo aparecían primero, a continuación los
estudiantes de cuarto, debajo los de tercero y finalmente los de
segundo.
El elenco de El rey Lear es el siguiente:
Oliver
Lo abrí con dedos torpes. Diez líneas de verso están
garabateadas en mitad de la hoja. No deja de ser la letra de
James, pero más puntiaguda, como si hubiera sido escrita con
apremio, con una pluma que ya casi no tenía más tinta para
dar. Reconozco el texto, un monólogo desarticulado, en
mosaico, recopilado de una de las primeras escenas de
Pericles:
Ay, el mar me ha arrojado contra las piedras,
me ha llevado de costa en costa y me ha dejado
sin otro aliento más que pensar en mi propia muerte.
Lo que fui he olvidado recordar;
pero la necesidad me obliga a pensar en lo que soy:
un hombre muerto de frío. Mis venas están heladas
y tienen apenas suficiente vida para que mi lengua
tenga el ardor de pedir vuestra ayuda;
que si rehusáis, cuando esté muerto,
os ruego que me enterréis como un hombre.
Lo leo tres veces, preguntándome por qué elegiría dejarme
un pasaje tan extraño y oscuro… hasta que recuerdo que no he
escuchado estas palabras desde que él me las recitó, acostado
en la arena, borracho, en una playa de Del Norte, como si la
marea lo hubiera llevado a mi lado. Soy demasiado consciente
de mi propia necesidad desesperada de encontrar un mensaje
en la locura y cuando este cobra forma, sospecho, temiendo
generarme esperanzas. Pero es imposible ignorar las
inferencias del texto y su pequeño rol en nuestra historia,
demasiado fundamentales como para que un académico tan
meticuloso como James las pase por alto.
Cuando no puedo soportar un momento más de inacción,
subo corriendo las escaleras hasta la oficina, con la cabeza
llena de lo que habrían sido las últimas palabras de Pericles si
no hubiera pedido «ayuda».
El ordenador crepita al cobrar vida cuando toco el ratón, y
después de un minuto interminable, navego en Internet en
busca de todas las crónicas que pueda encontrar de la muerte
de James Farrow en pleno invierno de 2008. Devoro cinco,
seis, diez artículos viejos, que dicen exactamente lo mismo. Se
ahogó el último día de diciembre y, aunque las autoridades
locales dragaron el agua helada durante varios días y
kilómetros, jamás hallaron su cuerpo.
Exeunt omnes.
Nota de la autora
Al escribir este libro, consulté tantas ediciones de las obras
completas y de las obras individuales que sería imposible
enumerarlas a todas sin que la bibliografía terminase siendo
más larga que la propia historia. Sin embargo, algunos
volúmenes han destacado y vale la pena mencionarlos (y
expresar mi eterna gratitud). The Riverside Shakespeare (2ª
ed.) ha sido casi un compañero constante no solo mientras
escribía este libro, sino también en cada proyecto
shakespeariano en el que me he embarcado desde que llegó a
mis manos en 2010. Más recientemente y, en especial, durante
el complejo proceso de revisión, me apoyé en The Norton
Shakespeare (3ª ed.), debido a su innovador compromiso para
preservar tanto «lo maravilloso como la resonancia», como
describió Stephen Greenblatt en la fiesta de lanzamiento, en
octubre de 2015. Al igual que Riverside, se ha vuelto
indispensable, especialmente para sortear el laberinto textual
que es El rey Lear. Otros dos libros más que sería muy
descuidado por mi parte no mencionar son Speaking
Shakespeare de Patsy Rodenberg, que ha tenido una influencia
importante en las filosofías teatrales de Gwendolyn, y Los
fuegos de la envidia de René Girard, que habría evitado mucho
de lo que les sale mal a los estudiantes de cuarto año si Oliver
lo hubiera leído un poco antes.
Aquí también debo reconocer que he saqueado toda la obra
de Shakespeare con vertiginoso desenfreno. Los actores de
cuarto año hablan un inglés pidgin tan saturado con palabras y
citas y giros de Shakespeare que casi podría ser calificado
como un dialecto nuevo (y, sin dudas, excepcionalmente
pretencioso). Como es un fenómeno natural y sin regular, en
algunas instancias, las citas tomadas del Bardo —que, por el
bien de la claridad, he puesto entre comillas, sin importar si
eran en verso o prosa— no están tomadas palabra por palabra.
Esta es la libertad creativa del lenguaje. A los fines de esta
historia en particular, los textos de Shakespeare y sus
colaboradores (quienesquiera que hayan sido) siempre están
tamizados por la boca de los personajes y/o la mente de Oliver
y, por lo tanto, están expuestos a pequeñas transformaciones.
Los caprichos de la ortografía de principios de la modernidad
han sido regularizados para el lector contemporáneo y he
puntuado cada texto de la forma que resultara mejor para el
personaje o para la escena. Como comenta James en el Acto V,
«las comas pertenecen a los tipógrafos». Sean cuales sean las
pequeñas discrepancias que haya, cada línea de Todos somos
villanos fue escrita con la intención de rendir homenaje a
William Shakespeare; quien ya ha tenido demasiados
difamadores, detractores y negadores. («Dios, qué tontos estos
mortales»).
Agradecimientos
Estoy en deuda con Arielle Datz, quien corrió un gran riesgo
con una autora joven, la ayudó a encontrar varias salidas
cuando estaba desesperada y la acompañó durante el proceso
de publicación con una paciencia y entusiasmo inagotables. A
Christine Kopprasch, quien se rio de mis peores chistes e hizo
magia con el lío que era mi manuscrito, con un instinto
extraordinario y sus conocimientos sobre el arte de la
narración. A todos en Flatiron Books, cuya dedicación,
creatividad y amor por los buenos libros son realmente
inspiradores. A Chris Parris-Lamb, sin cuya guía este libro
jamás habría superado la etapa de investigación. A mis
compañeros de doctorado en King’s College, quienes
reivindicaron mi convicción de que sí, algunas personas
realmente están lo bastante obsesionadas como para tener
conversaciones completas con citas de Shakespeare. A
Margaret, por prestarle un oído a cada una de mis quejas. A
mis primeras lectoras (Madison, Crissy y Sophie), que fueron
sobornadas con vino y, a cambio, me hicieron comentarios
invaluables. A mis amigos en Chapel Hill (Bailey, Cary y la
familia Simpson), cuya bondad jamás flaqueó, ni siquiera
frente a mi ansiedad artística incapacitante. A los maestros,
directores y profesores (Natalie Dekle, Brooke Linefsky, Greg
Kable, Ray Dooley, Jeff Cornell y Farah Karim-Cooper) que
han alentado y permitido mi pasión por Shakespeare. A mi
abuela, quien alimentó mi amor por la literatura desde
temprana edad y me dejó beber todo su té y la mayor parte de
sus licores mientras trabajaba en mi manuscrito en un rincón
de su biblioteca. Y a mis padres, quienes me han llevado a
innumerables ensayos, me han acompañado a ver unas cuantas
obras espantosas, han leído una pila de borradores igual de
espantosos y jamás criticaron mis pasiones imprácticas.
«Dejadme agradecéroslo humildemente a todos».