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AUTOFICCIÓN

Relatos de Frank David Bedoya Muñoz

Nueva edición 2021

Autoficción
©Frank David Bedoya Muñoz
©Ediciones Zaratustra
Edición digital: 2021.
Está permitida la reproducción en todo o en parte,
siempre y cuando se citen el autor y la fuente.

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Contenido

Presentación ............................................................................................................................. 4
El niño que se hizo ateo sin conocer a Nietzsche ..................................................................... 6
El cura, las muchachas y el maestro perverso ....................................................................... 10
Irse .......................................................................................................................................... 21
SÁULE (La novela) Capítulos 1 y 2 ........................................................................................ 25
La muerte voluntaria de Francisco Cadavid .......................................................................... 42
Dioniso Gastón ....................................................................................................................... 53

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Presentación

"Autoficción: en 1977, el escritor Serge Doubrovsky creó este neologismo en


su novela Fils para designar un género literario que se define por un pacto
que asocia dos tipos de narraciones: autobiografía y ficción. Se trata, en
consecuencia, de un cruzamiento entre un relato real de la vida del autor y
un relato ficticio que explora una experiencia vivida por éste". (Élisabeth
Roudinesco, Lacan, frente y contra todo, 2011)

Reúno en esta publicación mis relatos que incluyen algo de ficción, han sido
un esfuerzo para acercarme a la literatura, el camino no ha sido fácil. El
ensayista-historiador, a veces siento, quiere aplastar al literato y no dejarlo
ser. Esta literatura no es autobiográfica totalmente, en estos relatos he
mezclado autobiografía y ficción. Hacer ficción me parece muy difícil, creo
que los neuróticos obsesivos estamos presos de la realidad. Sin embargo, en
estos relatos creo que he logrado la Autoficción.

Tres de estos relatos ya han sido publicados en la edición impresa del libro
En lo alto de un barranco hay un caminito y los demás los he publicado en mi
portal web Zaratustra. Los relatos cien por ciento biográficos los he
descartado acá, porque al parecer solamente cuando logramos la ficción, es
que logramos acercarnos a la enigmática y esquiva literatura; la literatura se
parece a una mujer.

Incluyo además una novela “fracasada”: Sáule, fracasada porque sólo he


podido escribir -hasta ahora- dos capítulos, pero, aunque no he podido
continuarla, estos dos capítulos siguen siendo mi esperanza para escribir, en
ellos, (y en los dos últimos relatos que agregué a esta edición, logré alcanzar
la ficción “total”, aunque aún se desnuda un terrible Yo.
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Busco lectores, uno escribe para que lo lean. Esa es la explicación más simple
que se pueda dar para el anhelo de escribir. La veracidad, me enseñó Juan
Rulfo, está en lo más sencillo. Y en la ficción también hay veracidad.

Frank David Bedoya Muñoz


Itagüí, 8 de febrero de 2021.

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El niño que se hizo ateo sin conocer a Nietzsche

—Ven Juan, vámonos para el cuarto de atrás, aprovechemos que todos están
ocupados, no se van a dar cuenta.

Sólo bastaron esas palabras pronunciadas por una chiquilla, que ni siquiera
tenía lo senos aún bien formados, para que el pequeño Juan ingresara al
mundo inmisericorde de la angustia.

—Dale —agregó la otra amiguita, con una mirada más lasciva.

Juan estaba preso del pánico, pero a la vez su cuerpo enclenque estaba
estremecido por la excitación. Dos muchachitas —ninguna de las dos tendría
aún los quince años— estaban poniendo contra la pared al inofensivo Juan,
que de hecho era ya un adolescente bastante nervioso.

Juan no era del todo inocente, ya sabía perfectamente a qué lo estaban


invitando; lo sabía muy bien porque días atrás una vecina —esa sí mucho
mayor, con sus carnes más tensas y mejor formadas—, lo había iniciado en
los recovecos del placer, cuando en un día solitario aprovechó para enseñarle
a Juan a jugar a los “esposos que hacían el amor todas las noches”.

En esta ocasión Juan no aceptó la nueva propuesta de sus amigas, no porque


no quisiera hacerlo, sino porque lo asaltó un terror inmenso. Los adultos
estaban, efectivamente, ocupados, pero no en cualquier ocupación: en el
momento en que esas chiquillas endemoniadas lo invitaban a experimentar
nuevos placeres, los “grandes” estaban rezando el rosario en

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la sala de la casa. Juan, que por ese entonces realizaba el cursillo para recibir
la primera comunión, sintió que en esas circunstancias el pecado sería
mortal. Otra cosa muy distinta sería si estuvieran ocupados en otros
menesteres menos sagrados. Por más que lo quisiera —¡y vaya que sí lo estaba
deseando!—, dijo que no. Sudó gotas frías al mismo tiempo que se negaba, y
después salió huyendo de tremenda tentación, con su cuerpecito anhelante
lleno de temblor.

Para aquellos días, Juan tenía que aprenderse de memoria el credo y hacer la
confesión para su primera comunión. El credo no se lo aprendió, no porque
tuviera mala memoria, sino porque desde la noche en que rechazó a sus
amigas no había dejado de pensar en esa oportunidad que desperdició. Su
mente era un caos; a ratos pensaba que había hecho lo adecuado y tenía su
“conciencia” tranquila y salvaguardada, pero la mayoría de las veces lo
asaltaba un pensamiento más insistente, su mente no paraba de imaginar
todo lo que hubiese podido pasar esa noche y todo el placer que hubiese
podido obtener. De esta manera Juan Cadavid, con tan sólo once años de
existencia, ya se debatía entre los problemas más acuciosos del bien y del
mal.

Llegó el día de la confesión y como era de esperarse Juan olvidó la última


parte del bendito credo, luego pasó a la enumeración de sus pecados y esto
fue lo único que se le ocurrió: “Padre he peleado mucho con mis hermanitos
y un día fui muy grosero con mi mamá”. Lo de sus pensamientos lascivos lo
dejó para sí. El sacerdote de la forma más mecánica y lánguida le impuso al
muchachito la penitencia de rezar dos padrenuestros, tres avemarías y lo
despachó. Juan ese día intuyó la tontería de ese sacramento y, defraudado,
se marchó.

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Pensó mucho en que la vaina no pasaba por el cura sino directamente por
Dios. Seguramente él sí se hubiera dado cuenta si Juan hubiera cometido el
sacrilegio de tremendo pecado mientras los demás estaban rezando.

Así seguía Juan todos los días con estas cuestiones “teológicas” en su cabeza,
seguía al mismo tiempo con su máquina de pensamientos lujuriosos por lo
que no había sucedido y cada vez con un mayor arrepentimiento por
desaprovechar tal oportunidad. Juan no tenía sosiego, parecía quieto pero su
mente no paraba de cavilar.

Un día se volvió a tropezar con una de las chicas y a Juan le sucedió algo peor.
Ella lo miró ahora no con lasciva sino con desdén. Le lanzó —o por lo menos
esto fue lo que Juan creyó— una mirada de pesar y de vergüenza que decía,
“este niño fue un cobarde y un incapaz”. Lo vio como quien no quiere ver,
como cuando las niñas ven a otros niños de su misma edad con cierta
repugnancia. Ahí sí Juan perdió la poca tranquilidad que le quedaba, ahora
además su ego estaba malherido, el arrepentimiento aumentó. Juan, que no
era un niño grosero, esta vez sí pensó: “¿Cual pecador? Yo lo que soy es un
güevón”.

Pasaron los días, pasó la comunión y Juan siguió con sus soliloquios
interminables. Y llegó a una conclusión decisiva para su vida: “ese día
hubiera aprovechado la invitación, Dios no se hubiera dado cuenta porque
Dios no puede estar en todas partes a la vez… es imposible que al mismo
tiempo nos esté mirando a todos”. Así razonó Juan. Un día en que la iglesia
estaba vacía Juan se sentó por un largo tiempo —horas quizá— frente a una
inmensa cruz. Miraba y miraba al Cristo crucificado, esperando que pasara
algo, pero nada pasó. Juan se sintió engañado, frente a ese muñeco gigante
de yeso, pensó: “si Dios no puede estar en todas partes es porque a lo mejor
no está en ninguna”.

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Sin darse cuenta de lo mucho que este pensamiento lo había liberado, poco a
poco se desligó de ese sentimiento de culpa que tanto lo había atormentado.

Por esos días tomó la costumbre de salir a caminar. A la iglesia nunca más
volvió.

“¡Que se me aparecieran las muchachas!”, así siempre iba pensando Juan.

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El cura, las muchachas y el maestro perverso

Había jurado nunca trabajar más como profesor de colegios, y mucho menos
en un colegio religioso. Era muy ateo y tenía en su cabeza toda la filosofía
nietzscheana, estaba afiliado al único partido de izquierda en su país y sentía
que iba a conquistar el mundo con las letras. Pero la dura realidad del
desempleo, las deudas acumuladas y la pérdida inminente de su
independencia económica, lo obligaron a tragarse su juramento. Un viernes
de una mañana en que hacía un calor insoportable en Medellín, prestó un
anticuado y caluroso cachaco; el nudo de la corbata amenazaba con ahorcarlo
en cualquier momento, y el sentimiento de derrota lo llevaba arrastrado a
una entrevista en un colegio parroquial.

Sabía investigar, dominaba la filosofía contemporánea, el psicoanálisis, la


historia, la geografía y la geopolítica del siglo XX. Tenía el don de la palabra,
y con el tiempo aprendió los secretos de la pedagogía: durante ocho años
fascinó a centenares de estudiantes que pasaron por sus clases de sociales y
de filosofía. Como enseñaba con tanta pasión, sus estudiantes lo adoraban.
Era un auténtico intelectual, provocador y perspicaz con el conocimiento,
que a nadie dejaba indiferente. Desde muy joven trabajó en uno de los
colegios religiosos más prestigiosos de la ciudad. A pesar del éxito académico
en sus clases, en este colegio solo duró tres años, finalmente fue echado de
ese lugar por ateo y comunista.

La plenitud de su existencia la vivió en el segundo colegio donde trabajó.


También era un colegio parroquial, pero, extrañamente, en este colegio
existía libertad de cátedra y allí, en los cursos superiores de política y
filosofía, aquel profesor, aún joven, vigoroso, atractivo, con ínfulas de sabio

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en ciernes, disfrutó seis meses de increíbles cátedras de inspiración y de
felicidad del saber. Fue, en medio año, el profesor más amado y observado
de la institución. Muchas alumnas estaban enamoradas de él, pero, por
principios éticos, renunció a aprovecharse de su posición privilegiada y
declinó frente a las tentaciones que no le faltaban día a día. El historiador,
aún no graduado siquiera, veinteañero, estaba viviendo una luna de miel con
el mundo, sabía ya a la perfección Las lecciones de los maestros de George
Steiner: en la educación, el maestro auténtico es un seductor.

No se imaginó que pronto llegaría su decadencia, la humillación de verse


sometido, juzgado, cuestionado y proscrito de la sociedad, en manos de un
cura español franquista, con aire de inquisidor medieval.

Aquella mañana calurosa, mientras esperaba afligido en una sala de espera


la entrevista que lo conduciría a las puertas de un completo infierno, recordó
aquellos años mozos en que solo le faltaba volar.

De este segundo colegio, donde vivió prácticamente como un príncipe, no fue


expulsado; como profesor aclamado, se dio el lujo de renunciar. Había
decidido hacer un alto en su vida y emprendió un viaje temerario para
conocer una revolución. Causó tanto impacto su renuncia —apenas seis
meses de gloria transcurridos en este colegio—, que sus estudiantes
decidieron hacerle una fiesta de despedida en una discoteca de moda en la
ciudad. En medio de los tragos, de la música, una alumna lo sacó un
momento del baile y lo llevó a un lugar apartado y oscuro. Allí, sin decir una
palabra, la chica se abrió la chaqueta y ofrendó sus senos grandes, redondos,
completamente desnudos para su profesor. Él, conmocionado y agradecido
con ese gesto, cortésmente, como un caballero, como alguien que está en las
alturas, la cubrió de nuevo sin tocarla y le dio un beso paternal en la cabeza a
la alocada muchacha.

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Después de su aventura política regresó al país. Sentía ya tanta confianza en
sí mismo que no se había ocupado de salir a buscar trabajo. No le preocupaba
su futuro inmediato; vivía, por el momento, de sus propios sueños. Un día lo
llamaron de un colegio; sintió una grata sorpresa cuando supo que no lo
llamaban de un colegio religioso, sino de una institución vanguardista, donde
se privilegiaba la dignidad de los maestros y su formación académica. Allí fue
vacunado contra el narcisismo: el rector de la institución era un maestro viejo
con mucha experiencia, inmensamente sabio y mil veces superior
intelectualmente a él. Por lo tanto se identificó con su jefe, maestro de
maestros, y se convirtió, ya no en un profesor brillante que escandalizaba a
curas, sino en un profesor laborioso, aprendiendo de la pedagogía libertaria
y poniendo a prueba todos sus conocimientos, en un lugar del apartado sur
del Valle del Aburrá, donde no solo había teoría sobre pedagogía sino la
aplicación de la misma.

Más maduro y aplacado, el brillante profesor se convirtió en el discípulo


amado. Transcurrieron cinco años de aprendizaje y de enseñanza
vanguardista. Aunque aún seducía con el conocimiento, ahora le prestaba
más atención a los métodos y empezó a confiar en la construcción colectiva
del conocimiento con sus colegas. Claro que siempre buscaba la forma de
sobresalir con lo único que sabía hacer bien en la vida: leer, escribir y
conversar.

Solo hubo un problema: después de cinco años de consolidación como


maestro, un complejo de lucha de clases lo hizo entrar en colisión existencial.
El brillante y joven maestro, con tan solo treinta años cumplidos, ya con su
carrera profesional terminada —obtuvo su grado como historiador a la vez
que era profesor en este tercer y magnífico colegio—, decidió renunciar, pero,
esta vez, renunciar del todo a ser profesor. No quería seguir enseñándole a
hijos de la nueva burguesía de Medellín para él seguir siendo un pobre
maestro, por más brillante que fuera, al fin y al cabo

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un pobre maestro. Su problema no era el dinero o la posición social, su
problema era otro: “uno pa’ qué de izquierda si termina educando a la
derecha”, así dijo, y renunció. Por esos días se identificó con El maestro de
escuela de Fernando González, y mandó su quehacer docente al carajo; se
sentía incomprendido y desengañado como Manjarrés.

En todo esto pensaba aquel exprofesor, molesto con la corbata y con los
recuerdos que lo apretaban igual o peor, aquella mañana en que, humillado,
después de tantas bravuconadas y juramentos; después de haberse dado el
lujo de ser expulsado en un colegio, no por malo sino por bueno; después de
haberse dado el lujo de renunciar en tan sólo seis meses de un colegio donde
lo trataron como un rey; después de haberse dado el lujo de renunciar al mejor
colegio de Medellín porque ya no quería enseñarles más a los hijos de la
derecha; después de haber jurado que no volvería a ser profesor, y mucho
menos en un colegio de curas; después de ambular uno, dos, tres años más
como historiador desempleado, porque en eso se había convertido; después
de que alguno de sus amigos de izquierda lo traicionara; después de constatar
que en Colombia alguien sin dinero desde la cuna, sin palancas, con un
“pinche” pregrado que no servía para nada, no podría vivir de la
investigación, no conseguiría eso: vivir; que vivir como intelectual era una
ilusión, ya casi un delirio patológico; después de haberse regodeado como un
pavo real, diciéndole al mundo: “por mi voluntad de saber: triunfaré”; ahora
derrotado, vestido como mesero pobre, con una maldita corbata que lo
asfixiaba, estaba sentado allí, en una sala de espera, bajo un crucifijo,
esperando que un cura lo atendiera para rogarle que le diera un trabajo de
profesor, atormentándose por la idea de que para conseguir ese mal querido
trabajo tendría que esconder todo su bagaje, toda su inteligencia, todo su
ateísmo, todo su izquierdismo, y tragarse todas sus palabras, todas sus
palabrotas, no sabía que tantas, algún día todas, se las tendría que
atragantar.

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Llegó el momento temido, seguía el calor insoportable, trató
infructuosamente de ampliar el nudo de la corbata; finalmente el cura-rector
lo hizo pasar a su oficina. Había dos profesores más como borregos
esperando ya sentados en aquel lugar; él fue el tercero, se incorporó. El cura
era un español de la orden agustiniana, más prepotente que los soberbios
jesuitas que había enfrentado el profesor anhelante del principio de esta
historia. Era bajo y robusto, tenía unos lentes gruesos como lupas que hacían
más miedosa su mirada, siempre con el ceño fruncido, no dejó hablar ni una
sola palabra a los tres candidatos, que estaban perplejos. El exprofesor estaba
destrozado, observando la soberbia y callado como si estuviera muerto. El
cura no les preguntó nada, dijo que ya lo había decidido todo en los exámenes
previos de las hojas de vida, les dijo que allá no iban a enseñar nada, que lo
que iban era aprender de la moral y la disciplina, no más. Como un capataz
burdo, los miró con desdén por encima de su sotana negra y les dijo que los
esperaba el lunes próximo en las primeras horas de la mañana. Ya habían
sido admitidos en el colegio parroquial tal y tal. El exprofesor, ahora profesor
una vez más, escuchó estas palabras como si fueran una condena al paredón.

Tuvo que fiar el fin de semana trajes con corbata: todos los días tenía que ir
vestido como un pingüino, así hiciera calor. Trató de apaciguarse, de no
pensar más en lo que fue y en lo que ahora no era. Se convenció a sí mismo
de que tenía que estar callado. Empezaron las rutinas, el colegio simulaba un
orden militar religioso sagrado: se comenzaba rezando en filas perfectas,
donde cada profesor —director de grupo—, ceremonialmente, revisaba el
uniforme impecable de sus alumnos; sin adornos, sin peinados
extravagantes, estos jóvenes miraban a sus profesores con rabia disimulada,
con resignación. En pleno siglo XXI los padres de familia de ese barrio
elegían para sus hijos una educación confesional extremista. Era tan
oscurantista el colegio, que no había reuniones ni espacios de discusión
académica, sino reuniones para evaluar la disciplina. Había misas toda la

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semana. A aquel profesor orgulloso, que en sus principios se negaba a pisar
una iglesia, le tocó aguantarse una misa semanal que le acribillaba su alma
atea. Le dieron, además, una carga académica desproporcionada, le tocaba
dar clases de sociales en todos los grupos, desde sexto hasta once. Era
director de un grupo de octavo, donde estaban los alumnos de la edad más
complicada, situación que se multiplicaba para el profesor, al tratarse de un
salón de cuarenta o cincuenta especímenes de esa edad.

Dado el grado de frustración con que llegaba a ese lugar y el agotamiento con
que salía de cada jornada, el profesor que antaño disfrutaba compartiendo el
conocimiento con la juventud ahora iba tímido, bloqueado, sin saber por
dónde empezar a dar unas clases que no le importaban a nadie. Ahora solo
era una sombra de sí mismo; anduvo arrastrado los largos tres meses que
estuvo allí, callado, observando la educación más retrógrada del país,
martirizándose al recordar que estuvo en un paraíso de libertad tanto tiempo
y que ahora estaba allí en esas tinieblas.

Un día, a primera hora de la mañana, los directores de grupo fueron


obligados a tomar un pañuelo blanco para pasarlo por las mejillas de las
alumnas asustadas que estaban en fila militar, humilladas mientras los
profesores verificaban con el pañuelo que no tuvieran maquillaje. Ese día se
sintió indignado al verse sometido a cometer semejante vejamen contra las
chicas; hizo como que pasaba el pañuelo, pero no se atrevió a tocarlas por
respeto a ellas y por compasión a sí mismo, por verse en esa situación. Luego
vio al cura varias veces castigando a grupos completos, haciéndolos subir y
bajar escaleras por el lapso de una hora, mientras los profesores, cómplices
o víctimas, acompañaban al verdugo. Los ventanales de los salones tenían
unos vidrios que no permitían ver de adentro para fuera, pero de afuera para
adentro sí, de tal manera que el cura espiaba las clases junto con el
coordinador de disciplina por todos los corredores. Cuando encontraban
algún tipo de desorden entraban y regañaban al profesor por permitir tal

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indisciplina. Los muchachos, crueles como suelen ser, se ponían más necios
cuando querían poner en aprietos a algún temeroso profesor.

Él, que había seducido a la juventud en el pasado con su palabra, ahora


entraba a dar unas clases de sociales de la forma más simple y mecánica, les
inventaba talleres para tenerlos ocupados y se quedaba largos ratos
pensando en su desdichada existencia. Así como cuando los perros olfatean
el temor y en ese instante es cuando deciden morder, los alumnos de los
grados inferiores olían el miedo y el fracaso que cargaba el profe para crearle
las más grandes algarabías. Con los cursos superiores, donde no tenía que ser
niñero, en algunas clases, logró sacar vestigios de su fuerza de orador, y dio
algunas clases que se asemejaban a sus buenas clases del pasado. Solo le
tocaba en el grado once los miércoles, y empezó a añorar que todos los días
fueran miércoles para no enfrentar a los niños de sexto a octavo, y llegar
donde los grandes a enseñar algo que intentara siquiera asemejarse a lo del
pasado.

Otra rutina despiadada consistía en que, cada descanso, todos los alumnos
tenían que marchar, grupo a grupo, en filas de dos personas, dando varias
vueltas completas por todo el colegio, algunas veces caminando, otras
corriendo, para “apaciguarlos”; los profesores se paraban en sitios
estratégicos para vigilarlos. En esas circunstancias, el profesor de sociales se
vio obligado a esconder su mirada de desaliento. En cada caminata de los
muchachos él se sentía como un animal extraño acorralado en su función de
vigilante. Toda la pasión que un día tuvo estaba estrangulada por ese
ambiente de opresión.

Ya no con la altivez de antes, sino con el alma de un perro machacado,


cometió la imprudencia de enamorarse de una chica: era una mujer
increíblemente hermosa, con toda la lozanía de las muchachas en flor de
Marcel Proust; cada vez que ella pasaba, él la miraba, ya no con la alegría y

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la libertad de su mirada en el pasado, sino con los ojos derrotados de un
suplicante. Empezó a querer más los miércoles porque podía ir a verla,
empezó a preparar clases asombrosas para tratar de recuperar su imagen de
intelectual y hacerse notar por ella. En las filas de la mañana, en las
caminadas de los descansos, siempre trataba de encontrar los ojos de aquella
adolescente que se convirtió en la única causa de interés para ir todos los días
a ese suplicio de colegio. Ahora el profesor comenzaba a ser sospechoso
porque “miraba mucho a sus alumnas”.

La tragedia baladí comenzó a acentuarse. Un día una chica de otro grupo, de


un grado inferior, adolescente aún pero ya muy desarrollada corporalmente,
con unos senos demasiado grandes para su edad, ineludibles para la mirada
de cualquier mortal, fue con una transparencia que dejaba entrever sus
pezones a todo el que quisiera verlos. Quizá todos podían ver, pero no ese
profesor, sospechoso por su silencio; la chica ese día decidió ser la última en
salir del salón, y aquel trapo de ser humano que era ya este profesor fue
sorprendido por la chica mirándole aquellos pezones tiernos y oscuros que
se querían salir de su blusa. Se vio descubierto, mirando como un perro
hambriento aquella muchacha después que en el pasado desfilaran ante él
centenares de chicas hermosas, a las que despreció afectivamente porque era
su maestro, quien aun siendo tan admirado, nunca consideró aprovechar su
condición.

Ahora, como un pusilánime, fue confrontado con el deseo carnal en el


escenario más puritano y opresor de la religión.

Después de este incidente trató de no mirar siquiera a la chica de once de la


cual estaba enamorado: se sentía culpable. Ya no era el profesor libertario.
Ahora era un pedazo de carne llena de pecado. Empezó a caminar con la
cabeza gacha, ya le dolía la nuca de tanto doblar su cabeza hacia el suelo.

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Un día fue llamado a la oficina de la coordinación y él se fue lentamente con
sus pasos pesados así como los tenía cuando llegó por primera vez; pero
ahora era peor: ya no venía fracasado, sino fracasado y con un alto grado de
culpabilidad. El coordinador le dijo: “Profesor, hemos recibido graves
acusaciones de muchas chicas, de varios grupos, y que están dispuestas a dar
esos testimonios por escrito, de que usted les está mirando los senos; no
queremos creer que eso sea verdad, pero…”. Palideció sin decir una sola
palabra, se sintió en el peor momento de su historia. En cuestión de
atormentados segundos pensaba en dos cosas: asentía con su silencio —
porque sabía que sí miraba mucho a su chica amada, la de once, pero no sus
senos, sino su rostro angelical que lo trastornaba— y con la culpa de haberse
dejado deslumbrar por los senos de una niña que lo hizo “pecar” de
pensamiento; pero que le dijeran que era un perverso que estaba
morboseando a todas las chicas del colegio era ya una injusticia.

Total, el manto de la duda ya estaba extendido y el juicio punitivo ya caía


sobre él. Había pasado de ser el brillante maestro intelectual, el mejor
profesor de los mejores colegios de Medellín, a ser el maestro perverso de
aquel infernal lugar. No tomaron sanciones disciplinarias en su contra, solo
le advirtieron, pero su alma ya estaba apuñalada por el señalamiento de la
moral.

No pasaron muchos días, el profesor seguía lúgubre, gris, con su mirada


siempre apuntando al suelo. Solo tratando de mirar furtivamente a aquella
chica de la cual se había enamorado con tanta insensatez, aunque ya no la
podía mirar en secreto: ahora todos sospechaban de él, era el motivo de
murmuración de todo un colegio. ¿Qué había ocurrido? Ocho años de gloria,
reconocimiento, admiración, que un día vivió. Y ahora, esos tres meses de
sospecha, reproche, temor, vergüenza, aislamiento, nulidad intelectual,
culpa, pecado. Él, precisamente él, que fue tan ateo, tan libre, tan

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nietzscheano, ahora era como un perro callejero, exnietzscheano lleno de
culpabilidad.

En una ocasión, en una clase que estaba dictando en el grado noveno, una
chica decidió pararse en la ventana, ya que el vidrio que impedía la mirada
hacia afuera, adentro servía de espejo, y comenzó a tomarse un buen tiempo
para peinarse. Nuestro profesor, desganado, le llamó la atención varias veces
y ella no le hizo ni el menor caso. De un momento a otro, abruptamente, entró
furioso el cura acompañado por el coordinador. De la forma más humillante
le ordenó a la chica que se sentara y le lanzó al profesor el más iracundo de
los gritos, reclamándole porque él estaba empeñado en acabar con “la moral
del colegio”. Fue tan estruendoso y humillante el bramido del cura que los
adolescentes se quedaron enmudecidos y el profesor, ya reducido a la nada
abandonó instantáneamente el salón, se sentó en su puesto de la sala de
maestros y, en pleno temblor, escribió tan solo estas palabras: “Dado que
usted ataca frecuentemente a los profesores como si fueran siervos de un
feudo medieval, le presento mi renuncia irrevocable”. Imprimió la hoja, sacó
unas copias para dárselas a todos los demás profesores y se fue al área
administrativa a entregar la original.

Regresó por sus cosas. Era la última hora de la jornada; tuvo la osadía de
llamar a la chica de once de sus ensueños para decirle estas palabras: “Sé que
no entiendes nada de lo que te voy a decir, pero acabo de renunciar porque
ya no aguanto más lo que pasa en este colegio”; ella lo miró entre asombrada
y asustada, no le dijo nada y regresó a su salón. Él se marchó para nunca
regresar, ni a ese colegio ni a ningún otro. Esta vez sí dejaba para siempre los
salones de clase.

En una noche oscura, por las calles de Medellín, un exprofesor sin futuro
—con unos libros en sus manos y con los ojos húmedos por unas lágrimas

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que se lloraban para adentro— caminó incontables horas, sin saber a dónde
ir.

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Irse

Lo único que le quedaban eran sus libros y muchas botellas vacías; parte de
su último sueldo lo tenía bien guardado para pagar otro mes de arriendo. Ya
no tenía más dinero con que beber. En el último colegio donde trabajó, un
cura prepotente lo había ultrajado. ¿De qué valía ser un maestro brillante si
por un sueldo miserable un rector lo trataba peor que a un plebeyo? Renunció
furioso, malherido. Llevaba varios días tomando solo en su casa, al principio
con rabia, después, poco a poco, cambió la ira por la melancolía, al
contemplar su mísera libertad; ahora pasaba el tiempo deleitándose con su
música preferida —que era la banda sonora de una película francesa—, con
su tristeza y con su soledad, aquellos estados del alma que parecían
regocijarse bien con las notas de los pianos que inundaban el aire ya sofocado
de vodka barato.

La dueña de la casa, doña Julia, que vivía abajo, miraba con intriga y con
pesar a aquel “muchacho loco, que hasta hace poco era un profesor, pero que
ahora se estaba dejando perder por el trago”. Aunque Manuel eludía bastante
a doña Julia, ella terminó apreciándolo como a un hijo descarriado.

Manuel Rivas, filósofo de profesión y exprofesor de varios colegios de


secundaria en Medellín, ahora era un completo desastre; dejó de afeitarse y
su barba, que no crecía completa, le daba un aire de pordiosero bien bañado.
Un martes al mediodía se despertó con una idea estúpida: empeñaría la
nevera y el televisor, con ese dinero entregaría la casa, pagaría los servicios
atrasados y con lo que tenía guardado —que no era mucho— se iría sin rumbo
fijo a tomar aguardiente como un “caballo asoliao”; sin rumbo fijo pero eso
sí, empezando por Amagá, último refugio de los borrachos e intelectuales
pobres. Estaba de moda irse para Santa Elena, pero Manuel odiaba el
esnobismo de sus colegas que creían que ese monte con neblina

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era Europa. “Mejor me voy pa’ un pueblo de verdad”. Y según él, uno de ellos
era el pueblito minero del sur del Valle de Aburrá.

Salió decidido, buscó una prendería en el parque central de La Estrella —él


vivía a dos cuadras—, preguntó cuánto le prestaban por los dos únicos objetos
que tenía de valor, pruebas materiales de su anterior intención fracasada de
llevar una vida “normal”. Lo convenció la cifra que le ofrecían, él sabía que
luego no los iba a reclamar; estos electrodomésticos costaban más, pero era
tan testarudo, apresurado y derrochador que ya estaba decidido: lo que le
daban era justo lo que necesitaba para partir. Buscó a un muchacho con una
carreta —tuvo la suerte de que era mudo, “así no preguntará nada”, pensó—
y comenzó la diligencia. Doña Julia, que no tenía otra ocupación distinta a la
de estar pendiente de su inquilino, salió a ver desfilar la nevera casi nueva
por las escaleras. Manuel fingió apresuramiento para evitar alguna pregunta,
pero al ver los ojos de intriga que se reflejaban en los gruesos lentes de su
vecina, prefirió decirle de una vez.

—Tengo que irme antes de lo previsto, pero no se preocupe que no me estoy


volando, ahora regreso y le cuento más.

Le sonrió levemente, que ya era mucho, casi nunca lo hacía para evitar
cuestionarios más largos. Ella lo miró otra vez, con esa mirada de desilusión
que ponen las abuelas por “la juventud de ahora que se ha echado a perder”.
Luego fue el desfile del televisor, una mesa, unas sillas y unos peroles de
cocina sin utilizar, se los regaló al ayudante que, afortunadamente, no podía
decir nada.

Regresó con el dinero, estaba ansioso, quería desaparecer. Cuando le


entraban ganas de irse de un lugar, a Manuel le iba dando un desespero y
todo lo quería hacer en un santiamén, a pesar de que nada lo obligaba a

22
correr. La vecina seguía pendiente. Manuel subió, ahora no quedaba casi
nada, sólo dejó para sí sus libros preferidos, que eran las obras incompletas
de Nietzsche en edición de bolsillo y unos poemas de Porfirio Barba-Jacob,
la ropa que tenía puesta y cuatro desaliñados atuendos más. Agarró los libros
que no podía cargar y se los llevó a Sofía, una amiga-amante (más amiga que
amante) que vivía cerca, y se entusiasmó tanto con el gesto de Manuel al
dejarle sus libros, que de despedida le volvió a hacer el amor. Manuel no se
resistió a la oferta, pero como estaba apresurado copuló con ella como si
fuera un gallo, le dijo después del último gimoteo que lo perdonara pero
estaba de afán.

—En verdad casi no me queda tiempo.

Sofía le vio la cara de mentiroso y al sentirlo tan afanado lo miró con


complicidad y no le dijo nada para que se pudiera marchar.

Manuel regresó rápido; doña Julia, que seguía pegando el ojo tras la ventana
de su sala, lo vio subir. La casa ahora estaba vacía y Manuel se puso a barrerla,
le quedaba un poco de consideración; botó las botellas vacías, ojeó por última
vez aquellas paredes que presenciaron sus extravagancias de solitario. Bajó
por fin a entregar las llaves y el dinero: la vecina ya lo esperaba en la acera.

—Doña Julia, me tengo que ir, me salió un trabajo nuevo en otro municipio
y no lo puedo desaprovechar.
—¿Y qué hiciste con la nevera muchacho? ¡Qué pesar!
—No me la podía llevar. Aquí está su plata y la de la última factura de la
luz, cuídese mucho y muchas gracias por todo.
—Muchacho, pero no te pongas a beber, si tienes que volver regrésate que
yo te vuelvo a alquilar la casa.
Doña Julia contó los billetes con inquietud y le siguió preguntando.

23
—¿Y fue que conseguiste otro trabajo de profesor?
En eso Manuel si no le quiso mentir.
—No doña Julia, el pendejo hace mucho rato se acabó.
No la quiso mirar más y se marchó.

Manuel Rivas, licenciado en Filosofía y Letras, el miércoles a las diez y media


de la mañana yacía borracho en las escalinatas del atrio de la iglesia de
Amagá, con una botella en la mano, un fuerte rayo de sol en su cara y la gente
pasándole por un lado.

24
SÁULE (La novela) Capítulos 1 y 2

-Capítulo 1-

De los hoteles del antiguo barrio Guayaquil en Medellín, Sáule es el edificio


más viejo y más pequeño de todos; y aun sobrevive, pero siempre en peligro,
como si pudiera ser aplastado en cualquier momento por un centro
comercial.

Eduardo Martínez había heredado de su padre su afición por el tango y por


el fútbol, pero también heredó el hotel que, con mucho esfuerzo y dedicación,
se había fundado en la época de los aires de tango de Manuel Mejía Vallejo.
Eduardo, con muchas dificultades, logró sostener el hotel que nunca volvería
a conocer la prosperidad que tuvo durante la época del fascinante Guayaquil.
Una época perdida de la que solo quedaban dos viejas fotografías que
decoraban la sala del hotel, una de Carlos Gardel y otra de José Sáule, el
primero, muy conocido y el segundo no tanto, un entrenador deportivo del
extranjero que llegó al Atlético Nacional en los años cincuenta, por quien el
padre de Eduardo sentía gran admiración, tanta que usó finalmente su
apellido para nombrar su amado hotel.

Sáule solo estuvo cerrado en la década de los noventa, por la violencia y por
la mendicidad que azotó a Medellín, que hicieron que ningún cliente decente
quisiera volver a pasar por allí. Y Eduardo prefirió cerrar el hotel a las otras
dos alternativas, que eran -según él- degradarlo en un prostíbulo o en un
albergue de mendigos. Cuando pasó la tormenta de los noventa Eduardo se
consiguió una plata y reabrió las puertas de Sáule, esta vez no como un
hospedaje de aventureros y bohemios, sino de trabajadores del sector, que
ocasionalmente pasaban una noche allí, y eran muy pocos además. Y a pesar
de lo duro financieramente, Eduardo se negó radicalmente a convertir

25
a Sáule en un motel; Y además se negaba a venderlo a los nuevos negociantes
de Medellín que querían convertir a toda la ciudad en un centro comercial.
Sáule no daba ganancias, sólo perdidas, pero Eduardo era testarudo. Incluso
soñaba con hacer de Sáule, una especie de hotel-museo- histórico. “Así
mismito como el bar Málaga, ¿por qué no?”… hasta que llegué yo, con una
salvación que no era salvación, sino el final de uno de los últimos hoteles del
viejo Guayaquil.

***

Todo comenzó, cuando decidí dejar mis escrúpulos de dignidad y fui a buscar
a mi hermano Marcos para que éste me financie mi vida de escritor por tres
años.

-Si me financias mi vida como investigador, lograré por fin escribir el libro
que justifique mi existencia.

- Habla claro, ¿qué es lo que quieres?

- Quiero que me financies una investigación por el tiempo de tres años.

- O sea, que te mantenga como un holgazán por ese tiempo, mientras juegas
a ser escritor.

- En esta ocasión va en serio. Luego escribiré un libro y te pagaré con los


ejemplares que venda.

- Vos me creés pendejo. Ese libro será como la edición de tu primer libraco,
que hubo que regalar todos los ejemplares, ahí tengo el mío.

26
-Ahora es distinto, Marcos, ya no soy un principiante. Yo creo que ahora ya
sé escribir.

-¡Ah! ¿Es que antes no sabías escribir y apenas aprendiste?

-No, hombre, no es así exactamente; me refiero a que por fin encontré mi


estilo, mi problema esencial, solo me falta el tiempo y la tranquilidad para
escribir. Yo no quiero volver a ser profesor, eso es una esclavitud. Uno
termina cada jornada en un agotamiento infernal, que al final del día ya no
quiere uno ni leer ni escribir.

- Juan, Juan. Cuántas veces te dije que tu deseo de escribir era una
irresponsabilidad, desde hace mucho tiempo te propuse que trabajaras
conmigo, pero lo único que querías era vivir en las nubes.

- Me dediqué a ser profesor, no quería ser un mafioso.

-Ah y ya vas a empezar a señalarme, de esa forma creés que vas a obtener
algo de mí. Además sabés bien que hace mucho tiempo dejé eso negocios,
ahora me dedico a la venta de bienes raíces.

- Tú y yo sabemos, Marcos, que si tienes capital ahora para vender edificios,


casas, fincas, carros, es porque al principio trabajaste haciendo cosas mal
hechas. Los dos venimos de la misma pobreza. Pero hoy no vengo a
reprocharte eso.

- Siempre el tema del dinero, Juan. Criticaste mi ambición por el dinero.


Preferías vivir de sueños de izquierdosos. Ahora, mirate, tanta habladera,
para que termines acá, pidiéndome plata.

27
-Yo sé. Pero ahora quiero ser pragmático. Necesito estabilidad económica
para escribir. Tardé en comprenderlo, pero lo comprendí. Y vos tenés la plata
y sos mi hermano.

-¿Qué te hace pensar que voy a malgastar mi plata en vos?

- Que tenés mucha. Invertir en mi libro durante tres años acaso si sería
rasguñar la caja menor de uno de tus negocios. En verdad lo necesito,
Marcos, no hablemos de ideología ni de nada. Ya para qué perder el tiempo
en eso. Vos me podés ayudar y yo lo necesito. Creo que gastás más plata en
un año con una mujer, que en lo que invertirías en mí en tres años en mi libro.

- Ay Juan, a la larga saliste más vivo que yo. Querés tener plata sin tener que
trabajarla, ese lujo se lo dan muy pocos.

- Sí, los ricos como vos.

- Holgazán de mierda. Andá el lunes a la oficina del centro y le decís a Susana


que te de tu primer cheque, como para seis meses, luego venís y me engatusás
más con tus cuentos. Mejor te hubieras quedado en tu verraco país socialista
que a la larga no te dio nada, mírate acá de nuevo, pidiéndole plata a un
capitalista.

***

Porque me ven viejo y borracho creen que yo no pienso y están muy


equivocados. La señorita de la asistencia social me dice que yo soy una
víctima y tengo derecho a ser “reparado”. ¡Qué va! ¡Qué derechos ni que

28
nada! El único derecho que tiene un hombre es el de ponerse a trabajar, si no
está jodido. Ahora resulta que yo tengo derechos y que soy “víctima” y
“desplazado”, yo lo que fui fue un güevón por no haberme ido con mis primos
para la guerrilla cuando los godos nos quitaron las tierras; que tenía que dejar
mi tierra porque mi papá era liberal, yo era un muchachito de pantalones
cortos, pero me acuerdo muy bien, que lo que eran esos godos eran unos
matones y unos ladrones no más, esos mismitos que mataron a Gaitán.
Medio siglo después llegan los paramilitares a quitarme mi casita y mi
negocio que porque soy de izquierda, que porque los de la guerrilla eran mis
amigos. ¡Qué va! Lo que querían estos también eran nuestras tierras. Los
mismos sinvergüenzas de hace cincuenta años, solo que con otro nombre. La
señorita me dijo que llenara una encuesta que porque yo era una víctima y
tenía derechos, que iniciaríamos un proceso. Yo no estudié mucho, pero uno
sabe que cuando le dicen la palabra «proceso», es porque ya lo van a enredar.
¡Ah! Y yo no volví a esa oficina. Ni volveré. Don Eduardo me dice que a lo
mejor me dan una pensión, pero yo le dije, si a mí lo que me quitaron fue
tierra, primero los chulavitas, esa era la tierra que me deberían devolver, lo
que me quitaron los paracos ahora no es ni la cuarta parte de lo que tenían
mis abuelos y mi papá. Cuando éramos del pueblo, nos quitaron la vida
completa, ahora qué nos van a reparar si pa`l nuevo pueblo, más cerca de
esta ciudad, donde comenzamos de nuevo, ahora allá, tampoco podemos
volver porque nos matan. Yo le dije a la señorita, que dizque estudió Trabajo
Social, que lo que pasa es que ella le enseñaban muchas mentiras allá en la
universidad, que la culpa no era de ella, que la culpa era de Santos y de Uribe,
vergajos, igualitos a Mariano Ospina y a Laureano Gómez.

Yo estoy bien en este hotel, aunque ya Guayaquil no es lo que era antes, ya


hasta a las putas las echaron para El Poblado, pero eso está muy lejos pa` los
del pueblo. Pero en Sáule se está bien. Yo tenía muy bien guardada una
plática y esa no me la dejé quitar, con eso viviré unos días acá, me alcanza

29
para pagar la pieza, para pagar el aguardiente y para visitar a Helena que me
devolvió la ilusión. ¡Cuál tierra, ni qué carajos nos van a devolver?, la tierra y
la vida ya nos las quitaron, para pagarnos eso tendrían que devolver el
tiempo, y el tiempo no se devuelve, la tierra ya se la tragaron los godos. Yo lo
que quiero es estar cerquita de Helena, esa mujer me recordó las ganas de
vivir.

Y fíjese, acá se pasa bueno en este hotelito de don Eduardo, el único problema
es que se me apareció mi sobrino Manuel, el intelectual, dizque a ayudarme
a buscar una nueva oportunidad, los muchachos sí creen muchas
pendejadas, lo único que existe para mí es poder dormir entrepiernado con
Helena de vez en cuando, yo ya estoy muy viejo y cansado para los sueños de
los muchachos de la ciudad. Don Eduardo, tráigame otra botella de
aguardiente, y me dice cuánto es.

***

Sabes, Sarita, el hotel parece que se me va a salvar. Primero con don Dioniso
que ya no se va de aquí porque no quiere dejar a su Helena, y me compra
siempre el aguardientico y lo bueno es que me lo paga de una vez. Después
vino su sobrino Manuel y ese muchacho también parece que se va a quedar.
No sólo no logró llevarse a su tío, sino que el viejo hizo que él se quedara
también. Y ahora el joven Juan me dice que me pagará el hospedaje de seis
meses adelantado y que quizá él tiene la solución final para que no
desaparezca el hotel, eso último no se lo creo, pero en estas épocas ¿quién
consigue un cliente que pague seis meses por adelantado? ¡Viste Sarita?, con
tres clientes fijos… ya se me salvó el hotel.

-Ay don Eduardo no se haga muchas ilusiones, así como llega la gente, así
también de fácil se va.

30
- No, Sarita, Manuel y Juan el escritor se hicieron amigos. Que el uno va a
salvar al tío, que el otro que va a escribir un libro acá.

- ¿Y el viejo Dioniso?

- Por eso Sarita, es que no me comprendes, el viejo Dioniso, no se va ir para


ningún lado, el viejo no se quiere salvar como dice Manuel. Y el Juan yo no
creo que escriba un libro en seis meses, bueno eso creo yo, que eso no se
escribe tan fácil.

- Pues ojalá, don Eduardo, sus clientes no se le vayan otra vez. Así vuelve más
seguido a comprarme mercado.

-Sí, mijita, ahora hay con qué. Por lo pronto se me salvó Sáule.

-Don Eduardo, y ese muchacho Manuel, el que vino por su tío, hábleme de
él, siempre pasa muy callado por acá.

-No, Sarita, este Manuel no sabemos muy bien quién es, el Juan sí habla hasta
por los codos, dice que es escritor, pero yo lo veo más hablando que
escribiendo, en cambio, Manuel no dice que es nada, pero se pone largos
ratos a escribir en unos papeles sueltos mientras se toma unos tragos
esperando a su tío, solo dijo que venía por él, pero más bien el viejo Dioniso
lo hizo quedar a él. Lo único que sé es que el Manuel no me paga por
adelantado, yo desconfié, pero Dioniso me dijo en secreto que él respondía
por el muchacho en caso de que no pagara.

-¡Ah! Tiene bien analizados sus huéspedes, don Eduardo.

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-Sí, Sarita, así debe ser. Ahora me voy, por último empáqueme doce botellas
de aguardiente y me hace la cuenta.

-Ay Don Eduardo, ahí sí va contento usted.

-No, no son para mí, son para venderles a mis huéspedes.

-Por eso don Eduardo, por eso, yo sé.

***

Soy, Manuel Rivas, un hombre común, o sea una nada. Dice un cartón que
soy licenciado en Filosofía y Letras, pero eso es un papel y con un papel no se
come. Vine a salvar a mi tío, con él me voy a salvar yo. Yo no puedo seguir
siendo un filósofo pobre, yo debí ser un artesano o un agricultor, no esa
majadería que estudié en la universidad y que no sirve para nada. Hasta que
no logre restituir la dignidad a mi tío Dioniso, yo no encontraré mi lugar, soy
un filósofo que terminó de burócrata, me cansé de las palabras y de la vida
que llevamos. Somos hijos de campesinos desarraigados, hasta que no
sanemos las heridas de nuestros viejos, nosotros seremos una generación
perdida. Lo importante no es quiénes somos nosotros, ni qué seremos, sino
qué no pudieron ser nuestros viejos. En lo que no pudieron ser ellos está
explicada nuestra insignificancia

Mi tío es muy terco, más terco que yo. Por eso ahora no me entiende. Y está
enamorado de una mujer más joven que él. Yo pensé que los viejos ya no se
enamoraban. Y por eso mi plan se retrasó. Pero yo sabré esperar. Conseguí
un amigo, Juan, él es escritor como yo, también fue profesor, pero aun tiene
esperanzas, yo ya las perdí. Por lo menos ahora somos dos seres parecidos en
Sáule. Él se interesó en la historia de mi tío y la mía, la quiere escribir. Yo le
conté el final de la historia: volveremos a tener la tierra, y expulsaremos

32
a los usurpadores del gobierno. Sembraremos y moriremos en la tierra que
nos vio nacer, no amontonados y excluidos en un hueco de esta ciudad. Juan
se rió de mí, me dijo que estaba hablando como un hombre que iba a tomar
las armas contra la oligarquía, cuando ya lo que estaba de moda era hablar
de paz. Yo entendí que su broma no era mal intencionada, pero le dije que las
cosas eran más complejas que tener o no tener armas. Los dos nos quedamos
en silencio por un buen rato y nos comprendimos, eso creo. Luego me dijo
que quizá el final no necesariamente fuera así como yo lo estaba deseando,
pero que la historia misma ya era interesante, así tuviera otro final, que ya
valía la pena escribirla.

Yo le dije, que lo importante no era la escritura, sino volver a tener la tierra.


Aun no sabemos quién de los dos tenga la razón.

***

Escogí vivir en Sáule durante los primeros tres meses porque, después de
conocer a Don Eduardo, pensé que desde este hotel perdido se puede ver la
Medellín esencial, la Medellín bohemia de Fernando González, de Estanislao
Zuleta, de León de Greiff; la Medellín que se perdió para convertirse en la
mafia de Pablo Escobar. Después comprendí que no hacía falta ir más lejos
en la historia de los últimos huéspedes de Sáule, en Dioniso Rivas y su
sobrino Manuel, estaban las respuestas a la mayoría de mis interrogantes. La
investigación que planeé sobre la Medellín intelectual perdida por la mafia
se escribe mejor contando la historia de los últimos huéspedes del hotel
Sáule.

De los hoteles del antiguo barrio Guayaquil en Medellín, Sáule es…

33
– Capítulo 2 -

Dioniso Rivas atravesó con paso lento el nuevo parque de las Luces donde
antes existió la plaza de Cisneros.

¿Y esta es lo que llaman modernidad? –Pensó– Poner unos tubos con


cemento y sacar a la gente que antes teníamos un mercadito aquí; por lo
menos en el pasado, en este lugar había vida, conversaciones, una plaza que
olía a pueblo; ahora no, puro cemento para que la gente pase corriendo,
pueblos sin personas es lo que quieren los alcaldes de hoy.

Así iba pensando el viejo Dioniso, mientras caminaba en busca de Helena. Se


acababa el día y en Medellín todos corrían como locos a buscar transporte
para llegar a sus casas, no se sabía qué era peor: el metro repleto de gente o
las calles truncadas llenas de carros, todos nerviosos y apresurados por salir
del caos del centro. Antes de llegar al puesto de chance donde trabajaba la
mujer de sus ensueños, Dioniso volvió a pensar: “Por lo menos en la
Guayaquil que me tocó a mí todos nos queríamos quedar conversando,
cantado, bebiendo; ahora no, todos salen corriendo como si la vida fuera un
infierno.

Dioniso dejó su pensadera apenas descubrió que su Helena no estaba en su


puesto de trabajo. En su lugar estaba una chica más joven y más bonita, pero
él quería a su Helena de siempre que, con más de cincuenta años, aun tenía
la coquetería intacta de una de veinte. La chica le respondió:

- Estoy remplazando al alguien por una licencia, en qué le puedo servir


señor.

- A mí en nada señorita, pero dígame usted si sabe para dónde se fue Helena.

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-No señor, no conozco a ninguna Helena, a nosotras nos asignan el puesto y
nada más, pero yo le puedo hacer su chance, tranquilo.

- No señorita, yo no venía a jugar chance.

Maldita ciudad, nada dura en pie ni un día siquiera. ¿A dónde me mandarían


a mi Helena?. Así se fue pensando, acongojado el viejo Dioniso. Helena ya le
había aceptado regalos, había salido con él, ya se había acostado con su viejo,
no en Sáule, pero sí en otro motelito donde sí se podía hacer eso, pero el pobre
Dioniso nunca se imaginó que un día no la iba encontrar en su puesto de
trabajo. Ahora sí va a ser cierto que para vivir uno necesita un celular, con
uno de esos aparatos podría encontrar a mi Helena.

En todo eso se fue pensando Dioniso y luego me lo contó a mí.

***

Escucha Juan como conocí a Helena, escucha que solamente te lo voy a


contar a ti, pero primero un aguardiente.

Allá cerca, en el parque de una nueva biblioteca que hicieron, nos


manteníamos tomando tinto algunos viejos que no teníamos nada que hacer.
Ya nos habían quitado las cantinas, los billares, solo nos quedaba un negocito
de tintos, con dos o tres butacas. Porque sabes, Manuel, que ya los parques
los hacen sin sillas para que las personas no se amañen sentadas. Al lado del
puesto de tinto pusieron un Gana para hacer chance, pero eso debería
llamarse “pierde” porque los viejos dejamos todos nuestros pesos allí,
pensando que algún día vamos a ganar algo. En ese negocio llegó a trabajar
Helena, una muchacha como de cincuenta años…

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- Dioniso, hombre, cómo que una muchacha de cincuenta, ya eso es una
señora vieja.

Cállate, Juan, que no dejas hablar a los viejos. Para mí que voy a ajustar
setenta, esa mujer es una jovencita. Yo empecé a hacerle el chance, y cada día
ella notaba mi alegría al verla, le llevaba algún dulce y un día aceptó una
invitación a comer. Me contó un poco de su historia, que era separada, que
tenía unas niñas que mantener, que vivían en un barrio muy alto, y que me
aceptaba esa invitación porque yo le parecía muy tierno, que le recordaba a
su abuelo. Yo le dije que yo no quería ser su abuelo y ella entendió lo demás.

Una tarde, casi de noche, nos fuimos a dar una vuelta, por el parque Bolívar,
ella no quería ir hasta allá que porque era muy peligroso, pero yo la convencí
porque ese es el único parque que sigue pareciéndose a un parque, hasta que
un alcalde venga a “remodelarlo” a punta de cemento.

Tomémonos otro trago, Juan, que ahora viene lo bueno, te cuento antes de
que llegue Manuel.

Era ya de noche y nos sentamos en una de las bancas más apartadas. Helena
tenía una pañoleta amarilla en su cabeza que la hacía parecerse a una virgen
morena. Yo ya viejo no le di vueltas al asunto e intenté besarla, pero ella no
sé dejó, aunque manteniendo su coquetería. A los segundos me atreví más y
comencé a tocarle sus senos, como quien no quiere la cosa, y ahí sí se dejó.

- Eh Dioniso, pareces un viejo verde contando eso, dame otro aguardiente,


seguí, ¿luego qué pasó?

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- ¡Cuál viejo verde, Juan!, ¿es que solamente los jóvenes pueden sentir?, ¿si
un viejo siente cosas es un viejo verde entonces? No jodas, te pareces a
Manuel con su cantaleta, si quieres no te cuento más.

- Contá, contá Dioniso, era por molestarte no más.

- Bueno, yo me senté tras Helena y seguí acariciándola, y ella se dejaba, tenía


unos senos grandes, aun fuertes, sentí que ella estaba emocionada. No sabes,
Juan, lo que es para un viejo como yo, que ha perdido todo, volver a sentir los
pezones duros de una mujer, cuál tierra ni qué carajadas, yo cambio todo lo
que me han quitado en este desdichado país por una sentada como esas en
un parque con Helena.

Después agarró su pañoleta, me ofreció su pecho desnudo, que yo recibí con


mi boca, y por unos segundos que me supieron a eternidad, bajo esa pañoleta
que cubría tal acto, yo volví a sentir lo que es la felicidad. Ya después nos
asustamos, no fuera que nos vieran. Y nos fuimos de allí.

-¡Carajo!, Dioniso, le haces honor a tu nombre, quién iba a pensar, viejo, que
estás viviendo cosas como si tuvieras veinte años. Esa historia tuya la quiero
escribir.

- Así es Juan, esa noche no pasó nada más porque teníamos que irnos. Y
desde ese instante Helena y yo, sin saber qué somos, tenemos una historia,
yo nunca la olvido, siempre voy a buscarla. De mí dirán que soy un viejo, loco,
borracho, pero esa mujer me devolvió la pasión. Y ahora viene y se aparece
Manuel, y me dice que tenemos que devolvernos al pueblo, que a recuperar
la dignidad, la tierra, que no sé qué cuántas cosas más. Y yo le digo que no,
que la vida ya nos la quitaron, a mí lo único que me queda es Helena. A qué
voy a volver yo a ese pueblo, es verdad que esta ciudad ya no es la de antes,
que el centro ya no es para vivir sino para pasar de largo, que

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del magnífico Guayaquil ya no queda nada, sólo comercio; ya no queda sino
Sáule, Sáule y mi Helena.

Otro aguardiente Juan, ya no te cuento más. Escribe si quieres, escribe la


historia de un viejo que a los setenta años se volvió a enamorar.

***

Estoy cansado de esta sociedad. Creo que sin quererlo soy más nihilista que
cualquiera de los personajes de Schopenhauer o de Nietzsche. Más bien, soy
como otro hombre del subsuelo. Un intelectual malogrado. Ya lo escribí una
vez. De qué me sirve un puesto de burócrata si sólo me dura unos pocos años.
Quiero la academia, pero la odio también. Me niego a la carrera colosal de los
doctorados, pero me gustaría sólo dedicarme a enseñar, a escribir, a leer.
Pero es un sueño. Lo que necesitamos es tierra y volver a sembrar. A Juan le
ha dado por escribir la historia de mi tío Dioniso, y que la mía también. De la
mía no tiene nada que contar. Don Eduardo tiene su hotel, mi tío Dioniso
tiene a su Helena, Juan tiene sus ganas de escribir y yo, yo no tengo nada.
Sólo unos papeles para escribir para mí mismo. Un plan que se me está
desbaratando. Pensé que el tío se iría conmigo, reclamaríamos lo nuestro, me
enseñaría a sembrar, yo me curaría de los odios que se acumulan en esta
ciudad. Quizá les enseñaría a los niños del pueblo. Y volveríamos a tener
esperanza. En el fondo sé que mi viejo Dioniso piensa como yo, de él aprendí
la pasión por la política, por el estudio, así él no haya podido estudiar, lo que
pasa es que anda enamorado, enredado en las enaguas de una mujer. Pero si
no nos vamos, qué vamos a hacer en esta Medellín, yo no quiero seguir en la
carrera colosal de las vanidades, del consumo desenfrenado, en el trabajo
como esclavos modernos solo para conseguir dinero que se acaba el mismo
fin de mes. Don Eduardo está feliz. Se levanta muy temprano en la mañana a
organizar los cuartos de sus únicos tres huéspedes. En las tardes nos
atiende con el pasante para los

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aguardientes, creo que nos estamos volviendo más alcohólicos acá, no sé
hasta cuando se sostendrá esta situación. Juan me dice que me ponga a
escribir, como él. Que se consiguió quien nos patrocine nuestra vida de
escritores. «Escritores», hasta risa me da pensarlo. Si lo único que estamos
haciendo en este hotel es beber y escribir estos garabatos. ¡Qué mierda la
vida, ya no escribo más!

***

- ¿Qué te ocurre Dioniso, por qué vienes con esa cara de infortunio?

- Esta ciudad, Eduardo, que se empeña en acabar los corazones. No encontré


hoy a Helena, no estaba en su puesto de trabajo, y no sé si irá a regresar.

- No se preocupe, Dioniso, mañana mismo le ayudo a averiguar, me conozco


este sector como si fuera la palma de mi mano.

- ¿Ya llegaron nuestros jóvenes escritores?

- No aún no. ¿Le sirvo la botellita ya, Dioniso?

- Pues sí, y acompáñemela hoy con música de Olimpo Cárdenas, que tengo
un susto por no volver a encontrar a esa mujer.

- No se ponga mal, Dioniso, no pierda la esperanza. Míreme a mí, pensé que


iba a perder este hotelito que es lo único que me queda, y vean desde que
llegaron ustedes, mi Sáule se salvó.

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- Ojalá, Eduardo. A usted más que nadie le conviene que aparezca Helena,
porque sin ella, hasta caso le empezaría a hacer al Manuel para irnos de esta
ciudad.

- No señor, no diga eso, a Helena la vamos a encontrar.

- Sirva, sirva el aguardiente, Eduardo, y saque dos copas más, para los
muchachos que pronto llegarán.

***

Medellín en el siglo XXI ha perdido su rumbo. Estamos en manos de


oligarquías y mafiosos. Sáule es un viejo hotel sobreviviente, lo único que
queda del viejo Guayaquil. Quedarme en este hotel fue la salida a mi oficio de
escritor. Es como si Sáule fuera una puerta al pasado. Su dueño prolonga un
amor por el tango, por el tango que un día unió a Buenos Aires y a Medellín.
Yo voy a ayudarle a sostener el sueño de una Medellín donde se vive no para
hacer dinero, sino para escuchar tangos y conversar. Uno de los habitantes
de Sáule, es un viejo campesino, de los viejos con la sabiduría de andar las
montañas, dos veces le fue arrebatada su vida, que era la tierra, acá me lo
encontré yo. Voy a contar su historia. También está su sobrino, un filósofo
desengañado, sin lugar, singular. También voy a contar su historia, es muy
parecida a la mía, él sostiene que nuestra tragedia es ser hijos de campesinos
desarraigados y tiene razón. Pero está enfermo de desesperanza. Estoy yo,
que me propongo escribir un relato de las distintas soledades que se
multiplican en Medellín. Las de Sáule para comenzar. Esta misma historia
está enredada, para poderla escribir, le pedí patrocinio a un mafioso. ¡Vaya!
¡Un capitalista ayudando a un escritor! Marcos, tengo que escribir también
la historia de él, pero no queremos más historias de mafiosos, así de ellos aún
estemos viviendo. ¿Para qué necesito escribir la historia de los últimos
huéspedes del hotel Sáule? Porque en Sáule se

40
juntaron cuatro soledades que tienen una misma raíz. Que aparezca la
novela, que aparezca pues.

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La muerte voluntaria de Francisco Cadavid

— ¡Tomás, he venido a morirme en tu bar!

— ¡Hombre, Pacho, bienvenido hermano! ¿Cómo así que vienes a morirte acá? ¿Acaso
te enloqueciste ya del todo?

— Precisamente, como no me quiero enloquecer, he venido a morirme.

— ¡Hombre, Pacho, vos siempre con tus güevonadas! ¿Qué vas a tomar, hermano?

— Una botella de aguardiente, para empezar, está bien.

Tardé varios días para convencerme, que esta vez, Pacho, estaba hablando en serio.
Ahora, él logró lo que quería: desaparecer. Pero, acá sigue en mi mente y escribo por
él, observando sus últimos papeles, aquellas cosas que escribió, mientras que se
moría entre tristezas y botellas.

— Mira, Tomás, lo que ocurre es que la vida se me acabó. Le debo a los bancos sesenta
millones de pesos, a mis amigos y familiares, por ahí, otros treinta millones. Llevo un
año sin trabajo. Mi mujer me dejó. Para mis hijos soy un fantasma que cada vez se
desvanece más. No logré escribir lo que quería. No logré hacer política como quería.
Antes de que me maten mis acreedores, he venido a morirme por mi propia voluntad.
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— ¡Hombre, Pacho! No pierdas la esperanza. Algo bueno ha de sucederte. Vos sos
bueno, la gente te admira, es verdad que sos un poco loco, pero has logrado despertar
conciencias, has sido un buen profesor. ¡Adelante hermano! Algún trabajo te ha de
salir. Además si lo que estás es despechado, mujeres se consiguen todos los días, ¡No
seas güevón, pues!

— No, Tomás, ahora sí es definitivo. De verdad, ya me quiero morir. Este es mi plan:


Reuní unos buenos pesos, dando un ciclo de conferencias, que increíblemente, me las
pagaron bien. Tengo el dinero suficiente para beber una semana, y pagar una
habitación en este pueblo. Acá nadie me conoce, sólo vos. Recuerdas, hace dos años,
casi que me muero. Me puse a pelear con mi mujer, ella se fue, y bebí exactamente
una semana, casi sin comer nada, a punta de tinto y whisky. Pues, al cabo de cuatro
días, estaba en urgencias, y los médicos me dijeron, que entre el café negro y el
alcohol, mi estómago se había perforado y estuve a punto de morir.

— ¿Entonces ahora vas a hacer lo mismo?

— Sí. Detesto la extravagancia y mal gusto de aquellos que se matan haciendo un


escándalo bochornoso, ahorcados en el patio de la casa, los que se lanzan de un
edificio o de un puente, o peor aún, los que se tiran al metro, jodiendo la vida de todos
los demás que van de afán. No. Uno debe ser decoroso. Y así, como lo que más me
gusta a mí en la vida es beber. Pues he elegido, la bebida como el camino más
exquisito para llegar a la nada. Seguramente esa herida del estómago, que estuve
cuidando unos años mientras mantenía la esperanza, se volverá abrir y me iré
tranquilo al infierno. Mentiras, yo no creo en el infierno. Infierno esta vida acá.

Así decía Pacho, mientras que yo le servía más aguardiente, sin creerle su plan. “Este
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güevón vino fue a beber un despecho más y mañana se va”, eso pensé al principio yo.

Esa primera noche se tomó tres botellas de aguardiente, y no habló más. Yo lo dejé
tranquilo, solo en la mesa y me dediqué a otros clientes. De vez en cuando me llamaba
cuando se acababa la botella o para pedirme canciones de Julio Jaramillo. Yo estaba
conmovido. En verdad, el hombre estaba triste. Ahí entre copas y copas, iba
sollozando calladito. Parecía estar intercambiando gotas de lágrimas por copas de
licor. Y en esa danza íntima de dolor, se emborrachó ahí sentando hasta que se
durmió. Después, lo llevé dormido hasta su hotel. La chica del hotel, me confirmó,
Pacho, había pagado por adelantado, 5 días de hotel.

— ¡Buenas tardes Tomás!

— ¡Hombre, Pacho! ¿Mucho guayabo?

— ¡No hombre, prendido aún, dame una cerveza! Ve anotando ahí todo, que tengo
con que pagarte. ¡Tranquilo, no me voy a ir de este mundo, sin pagar la última deuda!
¡Uy, aunque me atormentan todas las demás que no pagué! Me atormentan las de
mis amigos, aquellas personas que creyeron que los estafé, nunca fue mi intención,
yo vivía esperanzado, soñando que a todos les pagaba hasta el último peso, por
dignidad, Tomás, pero, tampoco eso pude.

— ¡Tranquilo, Pacho!, ¡Usted no es el único que debe plata!

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Ese día, después de unas cervezas y sin comer nada, comenzó de nuevo a tomar
aguardiente, al caer la tarde. Traía consigo un block de hojas rayadas y mientras
tomaba comenzó a escribir. Ese día escribió tres cartas de despedida, sólo las pude
conocer después, las copio a continuación, con mucho cuidado, sin agregar ni quitar
una coma.

“Hijitos amados.

No vayan a pensar que su papá fue un cobarde. Yo siempre fui un amador de la vida.
Yo intenté luchar en el mundo. Pero, ya me cansé. No les dejo nada material, porque
la fortuna nunca estuvo de mi parte. Les dejo mis libros. Quizá allí puedan encontrar
la esperanza que un día cultivé y ya perdí. No piensen que no quise luchar más por
ustedes. Lo que ocurre es que las fuerzas se me agotaron. Procuren cuidarse y llénense
de coraje para disfrutar y enfrentar la vida. No me recuerden con tristeza. Yo viví todo
lo que quise vivir. La poca escritura que dejé, es la muestra de que amé. Cuando en el
colegio les pregunten por su papá, cuenten con orgullo que su papá fue un escritor,
pero, que se fue, porque un gran arte de la existencia, también consiste, en saberse ir
a tiempo. Perdónenme que no les haya dejado estabilidad económica, a ustedes les
toca luchar también, espero que tengan una mejor suerte que yo. Si lo piensan mejor,
después con calma, yo sólo me fui de una forma biológica, de una forma física, porque
de una u otra manera, algo de mí se quedará siempre en cada uno de ustedes. Hasta
siempre, mis criaturitas. Cuando estén más grandecitos, dejen de creer en ese tal Dios
que les enseñaron sus abuelos, sus profesores y su mamá. Ese Dios es una patraña.
Ahí les dejo esa única verdad”.

“Papá, mamá

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No se pongan tristes. Ahí les dejo a los nietos. No se sientan culpables. Ustedes
hicieron todo lo que fue posible por mí. Lamento que yo, el más alocado de vuestros
hijos nunca haya podido alcanzar la estabilidad material. Yo sé que un padre y una
madre, siempre quieren ver triunfar a sus hijos, yo traté, de verdad, pero, no me dió.
Ni la política ni la escritura me dieron recompensas económicas, al contrario, me
trajeron más problemas y deudas. No se pongan, tristes viejos, la muerte es
inevitable, sólo que yo, la adelanté. Les agradezco por la vida. A pesar de todo, yo me
voy sin resentimientos. No, la vida no me falló, viejos, yo soy el que no quiero más.
Traten de estar bien, viejitos, más bien, síganme queriendo en los nietos que les dejé,
ellos siempre tendrán algo de mí. No me voy loco, no me voy desquiciado. Me voy
sereno, viejos amados, soberano, sobre lo único que me quedó: mi libertad”.

“Ex esposa:

Para qué se quiere tanto en esta vida si querer o no querer siempre es igual, si uno se
entrega a una mujer con alma y vida tarde que temprano amargamente ha de llorar.
Para qué se quiere tanto para qué, si el amor es falsedad, desilusión que nos hace
llorar y padecer, que nos enferma muy ligero el corazón”.

¡Ay, Pacho, aun muerto, me haces reír. No escribiste nada, le cantaste una canción de
Julio Jaramillo a la mujer que te dejó!

Guardó su block y pidió otra botella. Siguió bebiendo en silencio. Esa noche no pidió
música, se quedó abstraído, como si estuviera en otro lugar. No lloró. Era como si las
lágrimas se le hubieran acabado la noche anterior. Ahora, ese beber en silencio, me
empezó a preocupar. “¿Será que es verdad que Pacho vino a morirse en mi bar?”,
pensé. Al cabo de dos botellas, volvió a quedarse dormido. Lo llevé al hotel, se dejaba
llevar como un muñeco arrastrado. Mientras que lo llevaba, caía en cuenta que no
había comido nada en dos días. “señorita, ¿no sabe usted si mi amigo temprano comió
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algo?”, “Yo creo que no, porque del hotel salió derecho para donde usted, y al cuarto
no pidió nada”. Lo acosté en la cama y me marché.

Al día siguiente, después del mediodía, apareció Pacho, con una chica. Era una rubia
de ojos azules, de un rubio natural, delgada y notablemente bella, no había manera
de que no llamara la atención. En un momento que ella se fue para el baño, le
pregunté a Pacho:

— ¿Y esta muchacha de dónde salió? No la he visto nunca en el pueblo. ¿No me digas


que es prepago?

— ¡Eh hombre, todo lo del pobre es robado! Es una amiga. Pero, no te voy a mentir.
Para lograr que viniera, tuve que mandar por ella a Medellín, y ofrecerle una plática
de recompensa.

— Una prepago, güevón

— Qué no hombre, una chica que se está rebuscando la vida y que por unos pesos
accedió acompañarme antes de mi partida definitiva

— A propósito, Pacho, me di cuenta que no estás comiendo. ¡Comé algo hombre que
llevas varios días bebiendo!

— Te dije que mi plan era venir a morir.

“Va hacer verdad que se vino a morir acá”, pensé, volvió la chica y no dije más. Ese
día, Pacho, estaba feliz, pidió whisky, sonreía, parecía hipnotizado en los ojos azules
de la muchacha. Ella fría y desdeñosa, más bien como sin ganas de no estar ahí con
él.
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Yo seguía pensando. «Esta es una prepago». En un momento le escuché decir. «Bebé,
pero, vámonos de este bar, vamos a una piscina o alguna finca, ¿A esto me invitó a
verlo tomar en esta cantina?» Pacho no le dijo nada, la miró con una sonrisa y le
acarició el cabello. Ella estaba aburrida. «Quizá no es una prepago. Pensé, o será una
prepago exigente o ¿las prepago también echan cantaleta y se aburren así sea
cobrando?».

Pasaron las horas y Pacho, ya estaba borracho otra vez. Aún era muy temprano, toda
una noche de posibilidades para una mujer bella. Ella se levantó molesta y le dijo:
«¡Ay no mijo, yo me voy para el hotel!». Y se fue.

Cuando se despertó otra vez en la mesa, le pregunté:

— ¡Hombre Pacho, la señorita tiene razón, cualquier mujer bonita, se aburre viendo
un hombre beber como un caballo asoleado.

— O sea que ¿si es prepago Pacho?

— ¡Qué no, hijueputa! no es prepago, es una chica de compañía. Una puta más
refinada pues. Que manía de decirles prepago a las muchachas, como si ellas fueran
un plan de celular.

Al rato Pacho se fue para el hotel. Sea lo que sea, la cosa como que no estuvo bien
porque al rato la chica salió con su maleta, visiblemente de mal genio, tomó un taxi y
se fue. Luego Pacho volvió al bar y me dijo:

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— Encantadora mujer, pero, no tiene paciencia para un viejo triste como yo que se
quiere morir. Ya ni las putas, ni las esposas, ni ninguna mujer, entregan amor. El
amor les dura un día, y de ahí en adelante empieza a contabilizar el interés. Esta chica
por lo menos, además quiere diversión, pero, eso no tengo como ofrecerlo yo. Más
bien, Tomás, dame otra botella de whisky y poneme otra vez Julio Jaramillo.

Otra vez, Pacho, bebió en silencio hasta que se durmió.

Ya era rutinario, lo llevé al hotel y la señorita del hotel esta vez me dijo.

— El señor si comió hoy, porque mandó a pedir pollo para él y la novia. Aunque la
novia ya se fue.

Pollo que ni ella ni él tocaron siquiera. ¡Ay mujer!» pensé yo mientras acostaba a mi
amigo, ahora sí temía que su propósito era verdad. Pero, me pareció una deslealtad
impedírselo.

Al otro día se le había olvidado por completo la muchacha. Llegó tranquilo, venía con
papel para escribir. Pidió cerveza. Estuvo un largo rato escribiendo. Se veía muy
sereno. Ya el alcohol de tantos días tenía demacrado su rostro, pero, ese día se veía
tranquilo. Esto fue lo último que escribió:

“Diatriba contra el mundo:

Intenté vivir. Desde muy niño me gustó pensar, pensar en el mundo, pensar en las
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muchachas. Me fascinaba estrenar útiles escolares al principio de cada año. También
tenía miedo, de la violencia en las calles, de la violencia de los mayores, me fui
encerrando en las historias de aventuras, estaba encerrado, pero ya soñaba con
héroes lejanos. Después conocí el placer de estar con una mujer, el placer del alcohol,
es verdad que me iba pasando en excesos, pero, pronto retomé una nueva pasión los
libros. Me hice profesor, enseñé con mucha pasión. Mis exalumnos saben que
entregué lo mejor de mí en esas clases. Después me enojé con los curas y con los
mercaderes de la educación. Escribí un cuento triste sobre un profesor y me retiré de
la enseñanza. Me metí de lleno en la aventura política, no me fue tan mal, pasé
momentos extraordinarios. Escribí algunos libros. Pero, por la política que elegí, tuve
la ilusión de una nueva vida, pero, por las mismas componendas políticas, perdí en
tres ocasiones la “estabilidad” laboral que había alcanzado. Y vino la bancarrota, las
acusaciones de los amigos, de los seres cercanos, el amor que me profesaban también
se fue. Nunca pensé, que perder el amor de una mujer me diera tan duro. Sé que me
quedará eternamente el amor de mis padres y mis hijos, pero, algo me empezó a faltar
para estar feliz en esta humanidad. Como estoy en un laberinto y no encuentro la
salida, me voy. Adiós sistema financiero, adiós burocracias corruptas, adiós elites
intelectuales, adiós curas, adiós creyentes. Adiós mujer. Ahí les queda su mundo
cristiano y capitalista, su mundo de creyentes de ambiciosos y de egoísmos, me
producen asco todos con sus lujos y sus crucifijos. Adiós Colombia excluyente y
asesina. Su mundo burgués es una inmundicia total; yo, a ese mundo lo mando al
carajo. Por ahí quedo en algunos libros. Será lo único que quedará de mí.

Ex – Francisco Cadavid”

Cuando terminó de escribir esto, me pidió una botella de vodka.

Tomás, poneme Pink Floyd.


— No, Pacho, esto es una cantina, se me espantan los clientes.

— Dale, güevón, un momento.


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— Bueno pero, sólo un momento, mientras que empieza a llegar la gente.

Pink Floyd siempre había sido su música preferida para pensar. Cuando era
arrabalero, montañero, no dejaba a su Julio Jaramillo, pero cuando se ponía serio,
siempre volvía a las melodías de Pink Floyd.

— Pacho, ya tengo que cambiar de música, ya empezó a llegar la gente, tampoco me


puedo quebrar yo.

—Está bien Tomás, dame dos botellas más de ese vodka, me voy a escuchar Pink Floyd
al hotel.

—Listo, hermano, pero solo me queda una de vodka,

—Entonces esa de vodka y una de aguardiente más. Ya no pienso salir más del hotel

Se las di.

Aún era temprano, salió con sus botellas, su pelo desaliñado, su barba incompleta y
su rostro demacrado por el alcohol. Era la silueta del hombre y su soledad.

Pacho estaba hablando en serio. Nunca más salió del hotel, ni a ningún otro lado. Al
otro día, el quinto día como lo había estipulado, al medio día, cuando la señorita del
hotel, entró a la habitación para hacer el aseo, encontró a Pacho, tirado en el piso,
había vomitado sangre, estaba muerto.

Un pequeño portátil reproducía sin fin unas melodías de Pink Floyd, esas melodías,
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que enrarecían esa habitación que olía a alcohol, a pollo asado descompuesto y a
muerte. Las botellas estaban vacías, en la mesita había dos sobres con dinero, uno
decía, “para Tomás”, y el otro, “propina para la amable muchacha que cambia las
sabanas sin hablar”. En el suelo había una hoja más… Escrita con una letra
desordenada, entre muchos espacios, que denotaba mucha ebriedad.

“¡Todo va, todo vuelve; eternamente rueda la rueda del ser. Todo muere, todo vuelve
a florecer, eternamente corre el año del ser…………………………….

……………………………… Carajo, Fernando González, tenías razón, qué hijueputa es la


vida…….. …………… Bolívar, Bolívar, Simón”.

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Dioniso Gastón

Estoy harto de Dioniso, no lo soporto más. He cargado mucho tiempo con él. Nunca conocí a
alguien tan testarudo. Y con ese cuento de que es un “bohemio intelectual”, pretende que todo
el mundo acepte sus extravagancias. No lo quiero ver más, ojalá se muriera de cirrosis ya.

Yo me puse a estudiar psicoanálisis, para hacerle un diagnóstico más exacto, pero, él me dijo
que yo era un pendejo, “porque él sabía más de Freud”. Aun así yo concluí que es un neurótico
obsesivo, libidinoso y narcisista. Y ante todo concluí que es un alcohólico sin remedio. Y que
si el ELLO es el placer, él solo es ELLO nada más. No tiene nada de conciencia, ni sentimiento
de culpa, o sea que no tiene ni YO, ni mucho menos SUPERYO.

Perdón, amable lector, no quería hacer un texto académico, tan solo quería hacer un breve
informe para el desahogo. Es que los seres como Dioniso, no solo se consumen ellos mismos,
sino que terminan acabando con todos los demás que los rodean, así como se quieren
consumir todo el aguardiente en una sola noche, así mismo se quieren consumir ellos, en la
vida, y consumirse a los demás. A mí me tiene quebrado en dinero, en energía, en paciencia.
Pero, es que él se cree James Joyce, que piensa que todo el mundo debe girar a su alrededor,
“porque va a escribir una obra”; por lo menos Joyce la escribió y como ya está muerto, pues
se le perdona todo, pero cuánto sufrió su esposa por tener que vivir con ese “genio”. Pero,
Dioniso no ha escrito la tal obra esa; sí un par de libros y muchos panfletos, y fragmentos
dispares, pero nada glorioso, ni constante. Pero a él no le preocupa, siempre se escuda en sus
personajes, en “la dificultad de escribir de Kafka”, en “el maestro de escuela incomprendido
de Fernando González”. El otro día empezó a escribir una novela y solo escribió dos capítulos,
después dijo que se le acabó la inspiración y se fue a beber al Málaga “mientras que le llega de
nuevo la inspiración” y se quedó bebiendo porque esa novela nunca la terminó.

Dioniso tiene otro nombre, pero cuando se leyó la obra Nietzsche, decidió llamarse Dioniso,
porque “él también era discípulo del dios de la embriaguez”; encontró su justificación
“estética” para ocultar su verdadero problema: un alcoholismo que lo va a matar y que lo ha
metido en innumerables problemas, su esposa lo dejó, sus jefes lo han amonestado porque
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llegaba borracho a trabajar, en verdad, no lo echaban porque era bueno, pero a veces llegaba
con unos guayabos, que eran otra prendida escondida; y hace unos años casi que se muere.
Por unos días dejó de beber, luego empezó con cuartos de botella, luego con medias y luego
volvió a subir a botellas completas. Pero ésta no es su única adicción. Hay un “licor” que lo
embriaga más: la mujer.

Cuando tenía plata se gastó cantidades increíbles en putas. Después se aburrió de ellas, porque
eran muy “frías” y entre más bellas más frías y entre más bellas más caras y Dioniso se quebró.
Hubo una época que estaba flaco sin esa barriga que carga hoy y con esa labia conquistó a
algunas mujeres, en su década de 20 a 30 años, no le faltaron amantes, ya después con la
vejez, la coquetería se acabó. Pero, con las pocas mujeres que le quedaron siempre, Dioniso
quedaba doblegado. Se enamoraba perdidamente. Cuando lo dejaban, lloraba como un niño;
una vez lo vi llorando una noche completa, borracho, repitiendo la misma canción de Julio
Jaramillo, días después se le había olvidado su despecho y se había enamorado de una nueva
muchacha. No sé, amable lector si usted se ha visto la película “La pared” de Pink Floyd o la
película “Hable con ella” de Almodóvar; en ambas producciones, un hombre pequeño termina
tragado por una vagina gigante, ese es Dioniso; él quiere siempre, o estar bebiendo como un
caballo asoleado, o estar metido por completo en la vagina de la mujer.

Dioniso, pues, solo quiere leer, escribir, beber, amar y ser amado. Y eso no se puede, uno no
puede estar pegado de la teta toda la vida. Eso pienso yo, que estoy estudiando un poco para
entender a este pedazo de ser humano, que me ha tocado cargar. De tanto estudiar a Dioniso,
deberían darme ya un doctorado. A veces le tengo compasión, pero luego me arrepiento, a
veces creo que es verdad, que quizá Dioniso está para escribir una obra que está por venir y
que justificará su existencia, y justificará los dolores de cabeza de los que lo hemos tenido que
sostener.

Pero, de pronto ese carajo no va escribir nada, se va a morir porque el hígado no le dará para
más y cuando Dioniso se muera estaremos tranquilos, porque se murió el borracho
incomprendido y después lo olvidaremos por toda la eternidad.

Escribir esto me calmó, porque al fin y al cabo estaremos todos algún día muertos, eso me dijo
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Dioniso, que Juan Rulfo le enseñó que hay que buscar la forma de estar bien, porque un día
estaremos muertos por mucho tiempo y entonces hay que aprovechar. Pobre, Dioniso, a veces
me hace reír, yo creo que ya solamente lo queremos su mamá y yo.

No te mueras, Dioniso, aprende a vivir, deja de ser tan testarudo, cálmate un poco, escribí esa
verraca obra, antes de que acabes conmigo y te acabes vos.

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