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Resumen

[Parte 1: desde “La señora Dalloway dijo que ella misma se encargaría de comprar (…)”
(p.17) hasta “(...) de aquellos neumáticos de automóvil” (p.31)].

Clarissa Dalloway decide encargarse ella misma de comprar las flores para la fiesta que
dará esa noche. Lucy tiene ya suficiente trabajo, y además el aire fresco de la mañana invita
a salir. Este tipo de brisa le recuerda la mañana en que, a sus dieciocho años, abrió de par
en par las puertas de la terraza en la casa de Bourton y Peter Walsh hizo un comentario, o
una broma, sobre vegetales. Peter estaría volviendo de la India pronto. Clarissa no recuerda
cuándo, quizás porque las cartas que Peter le escribe ahora son aburridas.

En un cruce de calle, Scrope Purvis ve a Clarissa y piensa que es una mujer encantadora.
Clarissa aún siente, a pesar de vivir en Westminster hace más de veinte años, que hay
pausas en la ciudad, en las que el silencio solemne se apodera de todo. Sin embargo, estas
suelen terminar cuando suenan las campanas del Big Ben, como ahora, que suenan y
Clarissa ve a la gente a su alrededor, viviendo en el presente, y siente amor por la vida. Es
junio y la Guerra ha terminado. Clarissa siente la vida brotar en todos lados a su alrededor:
niñas que bailan, ponys, negocios de todo tipo. Luego, entrando al parque, encuentra un
silencio más profundo. Y se encuentra en el camino a Hugh Whitbread, un viejo amigo. Él
asegura que asistirá a la fiesta de Clarissa esa noche, a pesar de que su esposa, Evelyn,
está enferma. Los Whitbread siempre vienen a Londres a ver doctores, piensa Clarissa, que
además está algo incómoda porque, aunque adora a Hugh, él siempre encuentra la manera
de hacerla sentir mal vestida. Richard, el marido de Clarissa, no lo soporta. Y Peter lo ha
odiado en su momento. Pero eso era común en Peter.

Pensando en Peter nuevamente, Clarissa observa la escena a su alrededor y sabe que


sería encantador estar caminando con él en ese momento. Aunque a Peter no le habría
importado el paisaje de esa mañana; a él solo le importan el estado del mundo, Wagner y
los defectos del alma de Clarissa. ¡Cómo discutían! Peter le dijo a Clarissa una vez que
seguramente ella se convertiría en una “perfecta dama de sociedad”. Se encuentra ahora
nuevamente peleando con Peter en su cabeza, pensando en que hizo bien en no casarse
con él. Ella sabe que tiene razón; él no le habría brindado ninguna independencia, como si
se la da Richard; con Peter habrían compartido absolutamente todo, y eso es imposible
para la supervivencia de un matrimonio. Eso sí, Clarissa tembló cuando se enteró de que
Peter se casaría con una mujer india, seguramente sencilla, frágil, tonta. Pero no, ahora ella
sabe que no debe definir ni etiquetar a las personas, porque se siente una con el mundo,
joven y vieja al mismo tiempo, omnipresente. Y conoce muy bien a las personas. Es su don.
Más que nada, ama vivir el momento, y no la perturba pensar en la muerte: siente que
piezas de sí misma existen donde sea que ella haya estado.

Clarissa revisa libros, recorre títulos, pero ninguno le parece apropiado para llevárselo a
Evelyn Withbread a la clínica. Quiere que Evelyn se contente cuando ella llegue. Clarissa se
da cuenta de que siempre hace lo mismo, siempre quiere hacer cosas para caerle bien a las
personas, más que por el valor mismo de las cosas. Richard sí hace las cosas por las cosas
mismas. ¡Si Clarissa pudiera empezar de nuevo su propia vida! Hasta tendría un aspecto
diferente. Se vería como Lady Bexborough. A Clarissa le disgusta su propio rostro, como de
pájaro, y su cuerpo de palito. Muchas veces se siente invisible.

Bond Street le fascina: los zapatos, los guantes. Pero a su hija Elizabeth, al contrario, no le
interesan en absoluto los guantes ni los zapatos. Al parecer, lo único que le fascina a
Elizabeth es su perro y la señorita Kilman, que le da lecciones de historia. ¡La señorita
Kilman, con su comunismo, su religión, sus huelgas de hambre, su horrible ropa! Y esa
manera que tiene de hacer sentir la superioridad de ella y la inferioridad de una, la pobreza
de ella y la riqueza de una. Clarissa se asusta de sus propios pensamientos, del odio que le
genera la señorita Kilman. Le perturba la idea de tener un monstruo de odio en su interior, y
la posibilidad de que este se altere: desde su enfermedad, esto le causa dolor físico.

Clarissa entra a la floristería Mulberry. Allí la atiende la señorita Pym, siempre alegre de
verla porque Clarissa es amable. Este año, de todos modos, la encuentra más vieja.
Clarissa se ve envuelta entre los aromas y colores de las flores y siente cómo la dulzura
limpia el odio que ella sentía hasta recién, hasta que de pronto se oye un disparo en la calle.
La señorita Pym protesta contra los automóviles y luego mira a Clarissa con una sonrisa y
un gesto de disculpas, como si ella fuera responsable de los motores de los autos.

Análisis
En la primera frase de la novela se introduce a Clarissa, la protagonista, a quien conocemos
en una suerte de proclamación de independencia: "La señora Dalloway dijo que ella misma
se encargaría de comprar las flores. Sí, ya que Lucy tendría trabajo más que suficiente"
(p.17). La proclama está cargada de ironía, en tanto Clarissa decide hacer el trabajo por sí
misma en lugar de sobrecargar a sus sirvientes, pero el trabajo que elige hacer,
sacrificándose, solo consiste en comprar flores. El hecho de que una de las tareas a
resolver sea comprar flores para dar una fiesta revela inmediatamente varios aspectos de la
protagonista, como, por ejemplo, su condición social y económica y sus principales
preocupaciones. Esta es la primera de las varias ironías que componen el texto, en general
tendientes a ilustrar la superficialidad de los miembros de cierto círculo social al cual la
señora Dalloway pertenece: la alta sociedad es un tema muy presente en la novela.

De todos modos, el personaje de Clarissa no solamente representa la banalidad propia de


un grupo social. Un profundo e intenso simbolismo se expande en cada párrafo de la
novela, y en muchos casos remite a este personaje protagonista. El estilo narrativo se
destaca por conservar una voz en tercera persona que focaliza en diversos personajes, de
modo que se exhiben las diferentes interioridades y sus correspondientes pensamientos,
interpretaciones, recuerdos, incluso frente a un mismo hecho. La novela entonces avanza
narrativamente en una proliferación de perspectivas, donde muchas veces el salto de una
interioridad a la otra se da por la cercanía física de esos personajes en la trama: "Quedó un
poco envarada en la acera, para dejar pasar el camión de Durtnall. Mujer encantadora la
consideraba Scrope Purvis (quien la conocía como se conoce a la gente que vive en la casa
contigua en Westminster); algo de pájaro tenía, algo de grajo, azul-verde, leve, vivaz, a
pesar de que había ya cumplido los cincuenta y de que se había quedado muy blanca a raíz
de su enfermedad" (p.18).
En casos como en el citado, la irrupción de la interioridad de otro personaje responde
menos al desarrollo de este nuevo actor en la trama (Scrope Purvis no es en absoluto
relevante en lo que sigue de la novela) y más a una finalidad compositiva: los personajes
con más relevancia en la trama se construyen no solo por sus acciones y la exhibición de
sus emociones y pensamientos por medio del narrador, sino también por la perspectiva que
ofrecen sobre ellos los otros personajes.

La novela tiene una estructura fragmentada en varios aspectos. La temporalidad de la


historia se compone entre un presente (el día en que Clarissa dará su fiesta) y un pasado
que se recuerda. En el caso de Clarissa, Peter Walsh y Sally, ese pasado rememorado es el
mismo: cuando eran jóvenes en la casa de Bourton, antes de que llegara Richard y Clarissa
se convirtiera en la señora Dalloway.

¡Qué fiesta! ¡Qué aventura! Siempre tuvo esa impresión cuando, con un leve
gemido de las bisagras, que ahora le pareció oír, abría de par en par el balcón,
en Bourton, y salía al aire libre. ¡Qué fresco, qué calmo, más silencioso que
éste, desde luego, era el aire a primera hora de la mañana..! como el golpe de
una ola; como el beso de una ola; fresco y penetrante, y sin embargo (para una
muchacha de dieciocho años, que eran los que entonces contaba) solemne.
(p.17)

Las exclamaciones con que empieza el párrafo son representativas de la actitud de Clarissa
hacia la vida, al mismo tiempo que de la novela, abocada a la narración de instantes,
momentos de percepción de los personajes. Las exclamaciones son breves, rígidas y
positivas. La narración adquiere entonces un tinte explosivo que pronto se asocia con la
imaginería del mar, una de las más presentes en la novela: por medio de un símil, el aire
aparece asociado a las olas del mar, que son, como el tono general de la narración, frescas
y solemnes al mismo tiempo. Clarissa abre las ventanas buscando una inmersión en el aire
que termina convirtiéndose en una inmersión en la memoria: la protagonista se zambulle en
ella como en una gran piscina para refrescarse y, a la vez, volver a reflexionar sobre las
decisiones que, tomadas en su juventud, condicionan su presente. Abre las ventanas de la
vida y se sumerge en ella.

La imaginería del mar vuelve a aparecer cuando Clarissa se acerca al Big Ben. Las
campanas del Big Ben quiebran “la suspensión” que Clarissa siente en su interior un
instante atrás. El efecto de esas campanas es descrito: “Los círculos de plomo se
disolvieron en el aire” (p.19). La imagen recuerda al movimiento del agua cuando un cuerpo
se sumerge en ella: cuando el agua se ve afectada por esa intrusión, produce anillos de
vibraciones que emanan desde el centro donde aparece el cuerpo. La imagen provee
también una manera de visualizar la estructura de la novela. El personaje de la señora
Dalloway, así como el de Septimus, parecen producir vibraciones con tal solo aparecer:
ellos se sumergen en el agua de la vida y producen así un movimiento que afecta a aquellos
que están cerca. En este caso, los “anillos” serían pequeños instantes de percepción, de
reflexión, como cuando Scrope Purvis ve a Clarissa y piensa en ella y la narración se
interioriza, por un instante, en esos pensamientos. También se interioriza luego en los
pensamientos de la señorita Pym, que se incluyen en el relato como para brindar la
información de que Clarissa es amable y siempre lo fue. Como lectores, entonces, no
accedemos solamente a la interioridad de la protagonista sino también a las ondas, los
anillos, los movimientos que ella produce, a lo largo de un día, en quienes la rodean.

En cuanto al estilo narrativo, este movimiento de ondas se trasluce en el relato en tanto no


hay cortes que marquen el pasaje claro, rígido, de la interioridad de un personaje a la de
otro, sino más bien una transición: todo está en continuo movimiento y eso se refleja en la
sintaxis, en las oraciones largas, plenas de subordinadas, de imágenes o sensaciones que
se desprenden de la anterior. El estilo narrativo, justamente, no busca distinciones claras, ni
siquiera, entre la realidad y lo imaginado. Solo accedemos a los “hechos” desde la
interioridad de alguno de los personajes, y se entremezclan entonces las imágenes
descritas con las que se disparan al interior de esa conciencia que percibe, mezclando
pensamientos con sensaciones, visiones con impresiones: todo se reúne para mostrarse
como un espejo de la conciencia. El estilo narrativo focaliza en instantes de percepción,
nada entre sensación y sensación, entre la mente de un personaje y la de otro.

Cada una de esas ondas no responde solamente a la voluntad de crear un efecto, un ritmo
particular en la novela, sino que también parece funcionar brindado, en breves dosis,
informaciones claves para la historia. Sabemos entonces, por ejemplo, que Clarissa estuvo
enferma y que ahora siente un profundo, intenso odio en su interior, que no parece nunca
desaparecer del todo. El personaje enigmático de la señorita Kilman logra desatar la furia al
interior del pensamiento de Clarissa. Nuevamente, el texto funciona como espejo de la
conciencia, en la cual las impresiones se entremezclan con los pensamientos, tejiendo
ideas. Las oraciones se siguen en una torrente de ira, donde los adjetivos y sustantivos
producen cada vez más el efecto de dureza y dolor.

“Sin embargo, a Clarissa la irritaba llevar ese monstruo brutal agitándose en su interior, la
irritaba oír el sonido de las ramas quebrándose, y sentir sus cascos hincándose en las
profundidades de aquel bosque de suelo cubierto por las hojas, el alma” (p.29). La metáfora
que culmina la frase cobra una significación adicional por el contexto en que aparece:
Clarissa está entrando a la floristería, en un estado de perturbación interior que la
avergüenza, intentando acallar su odio. Y muy pronto este se disipa; el bosque es el alma
florece, en tanto Clarissa se siente inundada por los colores y aromas de las flores, “como si
aquella belleza, aquel aroma, aquel color, y el hecho de la señorita Pym le tuviera simpatía y
confiara en ella, formaran una ola por la que ella se dejaba llevar, superando aquel odio,
superando aquel monstruo, superándolo todo; y la ola se levantaba más y más” (p.31).

Clarissa logra dejarse llevar por el movimiento del mar, es decir, por todo lo que rodea su
cuerpo y la hace suspenderse, hasta que un sonido que disiente con la sensación irrumpe
de forma abrupta y la transporta súbitamente a otra realidad. El disparo suena con la fuerza
del presente, del mundo exterior, de todo aquello que queda fuera del universo de flores en
que la señora Dalloway se preservaba.

[Parte 2: desde “La violenta explosión que hizo dar un salto (…)” (p.31) hasta “(...) el humo
que, retorciéndose, escribió una C y una A y una R” (p.51).]

La explosión que las mujeres oyeron provenía de un automóvil. Los peatones dicen haber
reconocido el rostro de alguien importante en la ventanilla. El auto avanza pero el disturbio
que este originó no desaparece. Corren rumores de que al interior de ese auto viajaba el
príncipe de Gales, o la reina, o el primer ministro. El movimiento de la calle queda detenido
y obstaculiza el paso de Septimus Warren Smith, un hombre de treinta años, veterano de
guerra, mental y emocionalmente devastado por su experiencia en la Primera Guerra
Mundial, que se imagina que él mismo es la causa del detenimiento. Su joven esposa,
Rezia, lo convence de seguir, un tanto irritada: siente que todo el mundo se da cuenta de
que Septimus no está bien mentalmente, que la gente sabe que él intentó suicidarse. Rezia
se avergüenza. Él últimamente intenta complacerla, dado que ella no conoce a nadie más
en Inglaterra, pero sus esfuerzos no tienen éxito.

Clarissa tiene la esperanza de que el rostro en la ventanilla pertenezca a la Reina, porque el


auto permanece detenido hasta que el chofer habla con un policía que le permite avanzar.
Clarissa se siente tocada por la magia. Imagina a Hugh Whitbread en el Palacio
Buckingham, y su propia fiesta. La gente de Bond Street se toma unos momentos para
retornar a la vida cotidiana. El auto avanza por Piccadilly. Mientras tanto, se forma una
multitud en las puertas del Buckingham. De pronto, Emily Coates, una mujer que presencia
los sucesos, se da cuenta de que un avión está haciendo letras de humo. La gente adivina
las palabras.

En Regent's Park, Rezia intenta mostrarle a Septimus las letras de humo, ya que el doctor
recomendó que lo distrayera con asuntos exteriores a sí mismo. Septimus cree que las
letras lo señalan, y un sentimiento de belleza trae lágrimas a sus ojos. La voz de una
enfermera vibra luego en sus oídos; él siente que los árboles vuelven a la vida. Rezia
detesta cuando Septimus queda mirando fijo a la nada. Piensa que la gente se debe dar
cuenta. A veces, Rezia desearía que Septimus estuviera muerto. Camina a la fuente e
intenta distraerse. No puede hablar con nadie sobre el estado de su marido y se siente sola.
No es el mismo hombre con el que se casó. El médico dijo que no le pasaba nada. Mientras
tanto, Septimus se sienta y oye a los pájaros cantar en griego. Balbucea en voz alta.
Cuando Rezia vuelve, él se para de un salto, moviéndose entre la gente e ignorando a su
esposa.

Maisie Johnson, una chica joven de Edimburgo, le pide a la pareja indicaciones para llegar
al subterráneo. Rezia le contesta abruptamente, esperando que Maisie no note el estado
mental de Septimus. Maisie queda algo impactada por ambos y horrorizada por la mirada de
Septimus. Mientras tanto, el señor Bentley piensa que el esfuerzo del avión al dibujar las
letras representa la concentración del alma de un hombre. Frente a la Catedral de Saint
Paul, un hombre de aspecto sórdido se sorprende pensando en los miembros de la
sociedad que son invitados a esos salones. El avión continúa sin rumbo fijo, las letras salen
de su movimiento circular constante.

Análisis
La situación de explosión y el automóvil andando permite destacar dos cuestiones
importantes en la novela. Por un lado, resalta el énfasis que la cultura británica coloca en
sus líderes y símbolos patrios. Nadie está seguro de quién viaja en el auto de apariencia
importante, pero los que lo ven pasar se sienten tocados “por la magia”, como Clarissa. El
tráfico se detiene, también los peatones que observan, hasta que corren al palacio de
Buckingham: "El automóvil, con las cortinillas corridas y un aire de inescrutable reserva,
avanzó hacia Piccadilly, siendo todavía contemplado, alterando todavía los rostros a ambos
lados de la calle con idéntico aliento oscuro de veneración, sin que nadie supiera si se
trataba de la reina, el príncipe o el primer ministro" (p. 34).

El auto, como muchos otros elementos de los cuales Clarissa se rodea, es un símbolo
vacío: lo que hay adentro no importa realmente, sino el hecho de que simbolice o
represente determinado status, determinada nobleza. Lo que este automóvil provoca en
quienes lo ven funciona para describir al común de los ciudadanos de esa Londres de la
cual la señora Dalloway es representativa.

Una pequeña multitud se reúne en Buckingham, “reservaban su tributo, en espera de la


ocasión adecuada, al paso de este o aquel automóvil; y dejaban en todo instante que el
rumor se acumulara en sus venas y tensara los nervios de sus muslos, al pensar en la
posibilidad de que la realeza los mirara” (p. 38). En ese grupo, aclara el narrador, hay gran
cantidad de personas pobres, entusiasmadas, fascinadas con la posible aparición de la
reina, rindiendo un respeto que al señor Bowley, que pasa por allí, lo hace llorar de dolor.
Esta circunstancia funciona también como una crítica al sistema social, hondamente
jerárquico y visiblemente absurdo, en que los pobres adoran y honran a estas figuras que
ostentan riqueza, en lugar de ver allí una injusticia que combatir.

En este marco de injusticias del sistema e irresponsabilidad estatal aparece la figura de


Septimus Warren Smith. Es un veterano de guerra que sufre, a sus treinta años, problemas
mentales por todo lo que ha tenido que vivir y presenciar, en combate, por el supuesto bien
de su país. Este personaje se introduce, también, en el momento del automóvil, y el
narrador adquiere su perspectiva:

y allí estaba el automóvil, corridas las cortinillas, y en ellas un curioso dibujo en


forma de árbol, pensó Septimus, y aquella gradual convergencia de todo en un
centro que estaba produciéndose ante sus ojos, como si un horror casi hubiera
salido a la superficie y estuviera a punto de estallar en llamas, le aterró. El
mundo vacilaba y se estremecía y amenazaba con estallar en llamas. Soy yo el
que obstruye el camino, pensó Septimus. (p.33)

En el mismo exacto momento en que Clarissa está colmada por el placer o el encanto,
imaginando las fiestas de la reina, Septimus está congelado por la aprehensión y el miedo.
El modo en que la escena se presenta en su mente evidencia que este personaje posee
una oscuridad que hasta entonces no ha aparecido en la novela. El narrador focaliza en
Septimus para mostrar el modo en que este procesa la situación como una secuencia de
imágenes que se van abstrayendo cada vez más, enarbolando una fantasía aterradora.
Probablemente el elemento de las llamas esté haciendo referencia a retazos de memoria,
recuerdos oscuros propios de un veterano de guerra que vivenció el horror. El final del
fragmento citado, en el cual Septimus concluye que él es la razón por la que el tránsito se
detuvo, deja ver que los caminos de la fantasía en la mente del personaje no responden
simplemente a un instinto creativo, sino más bien a lesiones irreversibles en la mente.

Gran parte de la crítica literaria señala a Septimus y Clarissa como dobles: Septimus sería
“el otro” de Clarissa, su reverso oscuro, de una personalidad más interna o profunda
comparada con el carácter más social y señorial de Clarissa. Otra parte de la crítica, sin
embargo, señala que catalogar a Septimus como el doble de Clarissa es limitar a ambos
personajes, reducirlos. Quizás la mejor manera de entender a esos personajes sea tomarlos
como puntos apartados en la línea de la intensidad de la experiencia humana, aunque
conectados entre sí. La novela ofrece solo un día en la vida de Clarissa y en la de Septimus,
y de todos modos conocemos a estos personajes con profundidad. Ambos personajes,
aparentemente distantes, se corresponden e interrelacionan. Clarissa y Septimus nunca se
conocen y aún así sus vidas se cruzan, desde el momento en que la calle se detiene hasta
la noticia de la muerte de Septimus en la fiesta de Clarissa.

También conocemos a Rezia, la esposa de Septimus, quien lucha contra la vergüenza que
le produce la enfermedad mental de su marido: “la gente debe darse cuenta, la gente debe
ver (...) porque Septimus había dicho ‘Me mataré’, y eran unas palabras terribles. ¿Y si
habían oído? Lucrezia miró a la multitud. Sentía deseos de gritar ¡socorro!, ¡socorro!” (p.34).
En el caso de Rezia, la situación respecto a la incomunicación se agrava: ella no puede
comunicarse con su marido, y además no conoce a nadie en el país, por lo que su situación
es de extrema desolación: “Era ella quien sufría, pero no podía contárselo a nadie” (p.44).
Su desesperación no encuentra ayuda, tampoco, en los doctores. El modo en que los
problemas de Septimus son subestimados por los médicos, el modo en que los médicos
proceden y conducen al final trágico del personaje, configuran una crítica al sistema de la
medicina en general y de la psiquiatría en particular. Esta disciplina no parece saber cómo
tratar realmente a los pacientes con enfermedad mental, y parecen provocar más daño que
cura. Septimus es víctima del estatuto psicosocial en la Inglaterra de posguerra. Como
representante de la “generación perdida”, tópico recurrente en la literatura de esta época,
Septimus sufre delirios y alucinaciones. Como resultado, marido y mujer no pueden
comunicarse como alguna vez lo hicieron.

En cuanto al tema de las dificultades en la comunicación, es interesante el momento en que


el avión exhala letras de humo: “detrás iba dejando una gruesa y alborotada línea de humo
blanco, que se rizaba y retorcía en el cielo formando letras. Pero, ¿qué letras? ¿Era acaso
una C? ¿Una E y después una L?” (p.40). Las letras resultan incomprensibles. Los
ciudadanos ponen su atención en ellas y adivinan las palabras, pero las lecturas de los
personajes son todas distintas; no coinciden en cuál es el mensaje: “-Blaxo- dijo la señora
Coates”; “-Kreemo- murmuró como una sonámbula la señora Bletchley” (p.40). De algún
modo, estas letras de humo funcionan como un símbolo de la imposibilidad comunicativa.
Irónicamente, sin embargo, muchos personajes se conectan a través de la imposibilidad de
comunicarse simbolizada por el mensaje inentendible del avión. Como otro síntoma de su
enfermedad, Septimus cree que el avión le está hablando a él; que se trata de un mensaje.

[Parte 3: desde “-¿Qué miran?- (...)” (p.51) hasta “(...) mientras Peter cerraba la puerta”
(p.76)]

Clarissa entra a su casa fría y, oyendo el movimiento de los sirvientes, se siente como una
monja volviendo a su hábito diario. Respira con felicidad mientras Lucy la observa,
hesitante. Clarissa encuentra una nota en papel avisando que Lady Bruton solicitó la
compañía de Richard para el almuerzo. Se siente desairada. Lucy lo sabe, así que la ayuda
con las cosas y la deja sola. Los almuerzos de Lady Bruton, supuestamente, son
entretenidos e importantes. Clarissa se siente sola. Sube al ático solitario que ocupa desde
su enfermedad. Allí, disfruta leer las Memorias del Bardon Marbot. La habitación da una
sensación de virginidad, con las sábanas blancas firmes, estiradas sobre la cama estrecha.
Se pregunta si le falló a Richard. De inmediato piensa en el pasado, en la conexión que
estableció con otras mujeres, como la que era su mejor amiga, Sally Seton. Clarissa siente
lo mismo que los hombres cuando tiene cerca a mujeres como Sally.

Recuerda a su amiga sentada en el suelo, fumando, diciendo que era descendiente de


María Antonieta, y siendo absolutamente cruda. Sally es quien le enseñó a Clarissa sobre la
vida, el sexo, los hombres, la política; todas cosas que permanecían ocultas para ellas en
Bourton, donde vivía antes de casarse. Los sentimientos que tenía por Sally eran puros.
Clarissa recuerda el entusiasmo que sentía las noches en que Sally cenaba con ellos, así
como el momento exquisito que compartieron cuando, mientras hablaban, Sally frenó para
tomar una flor y besar a Clarissa en la boca. Un momento después, Peter Walsh y Joseph,
un viejo amigo de la familia, interrumpieron, quizás a propósito, dado que Peter tendía a ser
celoso. Clarissa recuerda haberse horrorizado con esa intrusión.

Ahora, pensando en Peter, Clarissa se pregunta si él la encontrará más vieja cuando vuelva
de la India. Desde su enfermedad es aún más blanca. Su cara es puntiaguda y su cuerpo,
como un diamante. Es una buena mujer, piensa, aún si Lady Bruton no la invita a sus
almuerzos. Clarissa encuentra su vestido más bello, uno verde, y lo lleva abajo para
enmendarlo. De pronto, suena el timbre y Clarissa oye la voz de un hombre preguntando
por ella.

Peter Walsh entra, tomando sus manos y besándolas. Peter nota que Clarissa envejeció.
Para Clarissa, él tiene el mismo aspecto de siempre. Peter juega con su cortaplumas y le
pregunta por su familia; imagina que Clarissa ha estado enmendando su vestido y yendo a
fiestas constantemente durante el tiempo en que él estuvo afuera. Clarissa le pregunta si
recuerda Bourton. Peter lo recuerda, aunque con dolor, porque allí fue donde Clarissa se
negó a casarse con él. Clarissa está demasiado captada por la emoción. Los recuerdos de
Peter le traen lágrimas. Él cuenta que está enamorado de una mujer india, aunque no
quiere contar mucho sobre Daisy porque Clarissa lo pensaría como un fracaso. Él siente
que Clarissa cambió para peor desde que se casó con Richard.

Clarissa le pregunta por su vida. Hay mucho para contar, pero él solo menciona que la
mujer de la que está enamorado está casada con el mayor del ejército de la India. Su
regreso a Londres tiene que ver con eso; ver si puede arreglar el divorcio. La vida de Peter
es una locura, un fracaso, piensa Clarissa. De todos modos, está contenta por él. De pronto,
Peter empieza a llorar. Clarissa lo consuela, besándolo y estrujando sus manos, hasta que
él recupera el control y se sienta. Se siente a gusto con Peter, y se da cuenta de que
sentiría esta alegría de forma constante si estuviera casada con él. Ahora desea que él se la
lleve lejos. Pero un momento después su pasión disminuye. Clarissa acompaña a Peter a la
ventana. Él la toma por los hombros y le pregunta si es feliz con Richard. De pronto, entra
Elizabeth. Clarisa dice “Aquí está mi Elizabeth”. Peter la saluda y luego sale, apurado.
Clarissa intenta alcanzarlo, gritándole que no olvide asistir a su fiesta esa noche.

Análisis
La sección en la que más se desarrolla en la novela el tema de la sexualidad y el deseo es
aquella que comienza con esta suerte de imágenes clericales: "La señora Dalloway oyó el
rumor de las faldas de Lucy, y se sintió como una monja que se ha apartado del mundo y
nota la sensación de los familiares velos que la envuelven, y su reacción a las viejas
devociones" (p.51). La imagen de la virgen, que simboliza la reclusión, la independencia y la
aridez sexual, toma relevancia a medida que pasamos de una Clarissa emocionada por la
vida a otra más apartada, reflexiva y solitaria. Su alivio al volver a casa es comparado
explícitamente con la acción de una monja volviendo a su hábito: “se inclinó bajo aquella
influencia, y se sintió bendita y purificada” (p.51).

Irónicamente, solo vuelve a su ático virginal porque se siente rechazada por la sociedad: “La
desagradable sorpresa de que lady Burton hubiera invitado a almorzar a Richard sin ella
hizo que el momento en que Clarissa se hallaba se estremeciera, tal como la planta en el
cauce del río siente el golpe del remo y se estremece” (p.52). Y es por ese pequeño
rechazo que captamos la importancia que tiene lo social para Clarissa: su meditación, su
reflexión acerca de sí misma y de su valía es originado por él. “Como una monja
retirándose, o como un niño explorando una torre, fue hasta el piso superior” (p.54).

No obstante, también nos enteramos aquí que a Clarissa le gusta estar sola y que conserva
ese espacio en el que descansó durante su enfermedad: aún curada, sigue durmiendo allí,
sola. Es entonces cuando las sábanas en su cama del ático “limpias, tensamente estiradas”
(p.54) se asocian directamente a una imagen virginal: “el dormitorio era una especie de
ático; la cama, estrecha; y mientras yacía allí, leyendo, ya que dormía mal, no podía apartar
de sí una virginidad conservada a través de los partos, pegada a ella como una sábana”
(p.54). Es instantáneamente después de esta asociación que Clarissa piensa en que frustró
a Richard, incluso desde poco después de casarse: “Clarissa sabía qué era lo que le
faltaba. No era belleza, no era inteligencia. Era algo central y penetrante; algo cálido que
alteraba superficies y estremecía el frío contacto de hombre y mujer, o de mujeres juntas.”
(p.54). El tema de la sexualidad aparece de dos maneras en esta misma frase. Por un lado,
se evidencia una falta o escasez de relaciones carnales entre Clarissa y su marido; por el
otro, se revela que para Clarissa la sexualidad no se presenta solamente en términos de
heteronorma.

La sexualidad solo asoma con la fuerza del deseo, de hecho, cuando la protagonista piensa
en mujeres: “a veces no podía resistir el encanto de una mujer” (p.55), o “Clarissa sentía sin
lugar a dudas lo que los hombres sienten. Sólo por un instante; pero bastaba. Era una
súbita revelación, un placer cual el del rubor que una intenta contener…” (p.55). Aunque
pareciera que la verdadera orientación sexual de Clarissa dista mucho de la
heterosexualidad, el lesbianismo aparece, de todos modos, como un sentimiento que debe
reprimirse: Clarissa intenta “resistirse”, “contenerse” cuando piensa en su deseo por otra
mujer. La protagonista está casada con un hombre, probablemente porque su personalidad
no le permite transgredir reglas tan importantes en la sociedad de la época, que claramente
no veía con buenos ojos las relaciones amorosas entre mujeres, mucho menos si estas
eran formalizadas: ella misma parece haber introyectado el conservadurismo de la
sociedad, reprimiendo sus deseos. Lo que aparece implícito es que no se siente atraída, al
menos sexualmente, por su marido, y que nunca lo estuvo. De hecho, quizás nunca sintió
ese tipo de atracción por ningún hombre. Quien más encarna la plenitud del amor y el deseo
es, en la memoria de Clarissa, el personaje de Sally Seton: “su relación en los viejos
tiempos con Sally Seton. ¿Acaso no había sido amor, a fin de cuentas?” (p.56).

La descripción de Sally resalta sus rasgos acotando que “era de una extraordinaria belleza,
la clase de belleza que más admiraba” (p.56). Además, el carácter de Sally aparece
asociado con lo que Clarissa anhela y no posee: “con aquel aire que, por no tenerlo ella,
siempre envidiaba, una especie de abandono, cual si fuera capaz de decir cualquier cosa,
de hacer cualquier cosa” (p.56). Sally aparece, en la imaginación de Clarissa, como quien
no solo representa el deseo sino también la libertad. A Sally no le interesan las ataduras
sociales que fijan a Clarissa, y es de la mano de esa muchacha que Clarissa puede ver su
propio mundo desde otra perspectiva: “Sally fue quien le hizo caer en la cuenta, por primera
vez, de lo plácida y resguardada que era la vida en Bourton. Clarissa no sabía nada acerca
de sexualidad, nada acerca de problemas sociales” (p.57). Es interesante la manera en que
la sexualidad y lo social aparecen ligados en la mente de Clarissa, además, como algo que
descubre gracias a Sally: es esa muchacha el total reverso de la represión sexual y la
sumisión al orden social. La relación con Sally es recordada como pura, íntegra,
desinteresada; “no eran como los sentimientos hacia un hombre” (p.58). Clarissa y Sally
eran como “aliadas”, tenían la sensación de que “algo forzosamente las separaría (siempre
que hablaban de matrimonio, lo hacían como si se tratara de una catástrofe (…)”) (p.58). El
amor entre mujeres aparece como lo que, alrededor de 1920, es posible hasta que llega la
aplacadora e impostergable presencia masculina; el matrimonio es en esa época, por
supuesto, entre hombres y mujeres. Esto es interesante en la medida en que la presencia
masculina irrumpe de un modo violento en dos momentos distintos en este mismo apartado.

La primera intrusión aparece en el recuerdo: Clarissa rememora su beso con Sally como “el
momento más exquisito de la vida” (p.60):

Sally se detuvo; cogió una flor; besó a Clarissa en los labios. ¡Fue como si el
mundo entero se pusiera cabeza abajo! Los otros habían desaparecido; estaba
a solas con Sally. Y tuvo la impresión de que le hubieran hecho un regalo,
envuelto, y que le hubieran dicho que lo guardara sin mirarlo, un diamante, algo
infinitamente precioso, envuelto, que mientras hablaban (arriba y abajo, arriba y
abajo) desenvolvió, o cuyo envoltorio fue traspasado por el esplendor, la
revelación, el sentimiento religioso, hasta que el viejo Joseph y Peter Walsh
aparecieron frente a ellas. (p.60)

La descripción del momento previo a la aparición de los hombres aparece plena de


imágenes de una plenitud asociada a la intimidad: Clarissa era poseedora de algo precioso,
maravilloso, revelador, hasta que la presencia masculina irrumpe con violencia, como si
abriera una puerta secreta, desnudándolo todo, de una forma arrolladora. “¡Fue como darse
de cara contra una pared de granito en la oscuridad! ¡Fue vergonzoso! ¡Fue horrible!” (p.60),
piensa Clarissa, y aparece en su sentimiento el impacto horroroso de la violencia: “No por
ella. Solo sintió que Sally ahora era maltratada, sintió la hostilidad de Peter, sus celos, su
decisión de entrometerse en el compañerismo de ellas dos” (p.60).

Así como la relativa soledad y falta de intimidad de Clarissa en su matrimonio es


simbolizada a través de la metáfora de la monja virginal, el momento sexualmente más
intenso en la vida de Clarissa es simbolizado a través de un intenso sentimiento religioso.
Así, el beso representa la atracción sexual y la revelación con la que Sally aparece en la
vida de Clarissa. El regalo, el diamante, el rompimiento de la flor a manos de Sally, son
todos símbolos de esa experiencia sexual. No es extraño entonces el sentimiento violatorio
que invade a Clarissa cuando los hombres se entrometen en ese momento. La intrusión de
Peter y Joseph simboliza la dominación patriarcal en la sociedad y el conservadurismo de
las relaciones sexuales que clausuran los verdaderos deseos de Clarissa.

El hombre aparece para destruir una intimidad verdadera, sagrada, y ese hombre es
representado por Peter Walsh, tal como se da también en la segunda intromisión. Clarissa,
en medio de su introspección en ese ático en que resguarda su intimidad, elige un vestido
verde para enmendar y ponérselo esa noche. El verde, de por sí, es un color que simboliza
la libertad. Y es ese vestido el que se apura a esconder cuando, sin previo aviso, irrumpe en
su momento Peter Walsh: “Oyó una mano en la puerta. Intentó ocultar el vestido, como una
virgen protegiendo la castidad, resguardando su intimidad” (p.65). El gesto, así como el
símil, reúnen los elementos simbólicos que se habían dispersado en la narración del
apartado. La intimidad que Clarissa busca con desesperación resguardar ante la intromisión
violenta del hombre, tal como en la escena del beso con Sally, es asociada a la castidad a
través de un sentimiento de pureza: la pérdida de la virginidad, de lo casto y lo sagrado,
viene de la mano forzosa del hombre. La plenitud, la epifanía, el éxtasis, en la imaginación
de Clarissa, se sitúan en el pasado, cuando era joven, antes de casarse y, por lo tanto,
antes de perder su virginidad.

Esto no hace sino enfatizarse y expandirse en la escena entre Clarissa y Peter. Peter juega
con su cortaplumas, lo despliega y bien puede considerarse ese elemento como un símbolo
fálico, representativo del poderío masculino y el peligro que significa para una mujer. El
cortaplumas es un objeto punzante, capaz de romper el envoltorio del regalo y desnudar el
diamante que se asocia, para Clarissa, con su plenitud e intimidad, su único tesoro; su
recuerdo de la libertad perdida.

También se asocia al cortaplumas un sentimiento de Clarissa respecto de sí misma que se


opone a la plenitud y a la inspiración que suscitaba en ella Sally: “Qué costumbre tan
extraordinaria, pensó Clarissa; siempre jugando con un cuchillo. Y siempre, también,
haciéndola sentirse una frívola, de mente vacía, una simple atolondrada” (p.70). La
dominación patriarcal no solo somete a Clarissa a un rol falto de plenitud, de deseo, sino
que también la juzga por aquello en que ese rol la convierte: “¡Por lo que más quieras, deja
ya el cortaplumas!, gritó para sí misma, incapaz de contener su irritación; constituía un
estúpido desembarazo, esta debilidad de Peter; en Peter, esta falta de siquiera la sombra de
la noción de los sentimientos de los demás molestaba a Clarissa” (p.73). Esta escena
parece condensar, imprimir en literatura, la crítica feminista que Virginia Woolf sostenía con
fervor en sus ensayos.

En lo que respecta al tema del deseo sexual vs. las normas sociales, la escena entre
Clarissa y Peter ofrece aún más elementos, en tanto el diálogo ilustra también todo lo que
se ausenta en la relación entre Clarissa y Richard. En un momento de esa conversación,
Clarissa tiene un rapto de deseo en el que anhela que Peter la lleve consigo y cambie su
vida: “Llévame contigo, pensó Clarissa impulsiva, como si en aquel instante se dispusiera
Peter a emprender un gran viaje” (p.75). El rapto pierde pronto la voluntad de concreción:
"en el instante siguiente, fue como si los cinco actos de una obra teatral muy excitante y
conmovedora hubieran terminado, y Clarissa hubiera vivido toda una vida en su transcurso,
y hubiera huido, y hubiera vivido con Peter, y ahora todo hubiera terminado" (p. 75). El símil
que equipara el anhelo de Clarissa con una obra teatral evidencia, en un nuevo aspecto, el
modo en que la protagonista se encuentra atada a los regímenes sociales: irse con Peter, y
por lo tanto abandonar su rol de madre y esposa, configuran para ella una fantasía que no
tiene más estatuto que una ficción, que una obra que se ve con entusiasmo pero que se
sabe que, una vez terminada, el espectador se levanta del teatro y vuelve a su casa, a su
vida tal como la dejó.

El momento, por lo tanto, caduca, pero la intensidad entre ella y Peter se mantiene durante
toda la novela. Se trata de una intensidad que nunca se concreta en acción, sino que se
conserva reprimida, perturbando el presente y las decisiones de vida tomadas. Peter no
abandona su tendencia a jugar con el cortaplumas, lo cual simboliza también un deseo
sexual reprimido que sigue representando para él Clarissa. Ella, por su parte, recibe esa
represión y la comparte: Peter y su cortaplumas invaden su paz y sus certezas. Clarissa
siente pasión en presencia de Peter, una alegría fugaz. Como representante de un amor de
juventud, con el cual, de haberlo elegido, tendría una vida completamente diferente,
Clarissa no puede evitar preguntarse, en presencia de Peter, qué hubiera pasado si... Las
emociones fluctúan, van y vienen como las olas de mar -otro símbolo de libertad- que se
funden, al final de la escena, con las campanas del Big Ben, que hacen resonar el presente
y el deber.

Partes 4-5: desde “Acuérdate de mi fiesta (…)” (p.76) hasta “Nunca más volvió a verla”.
(p.97)]

Peter repite en su cabeza la frase de Clarissa -“Recordá venir a mi fiesta”- cuando sale de
su casa. Nunca le gustaron sus fiestas. No la culpa. Peter está enamorado, y feliz de
estarlo. Clarissa ignora por completo mucho de lo que él vivió. Peter piensa que Clarissa se
endureció con el tiempo, que el modo en que ella introdujo a Elizabeth fue poco sincero, y
que Elizabeth también se dio cuenta de eso. Clarissa debió decir simplemente “Aquí está
Elizabeth”. Peter se perturba pensando que se puso demasiado emocional cuando visitó a
Clarissa y que, como siempre, le dijo todo. También le perturba recordar que Clarissa lo
rechazó.

Las campanas de St. Margaret's resuenan en todo Londres y Peter asocia la elegante
entrada de St. Margaret con la situación de Clarissa como anfitriona. La imagina entrando a
una habitación, años atrás, y es arrastrado a la intimidad del recuerdo. Cuando las
campanas dejan de sonar, le recuerdan a Peter que el corazón de Clarissa estuvo enfermo,
y de pronto la imagina cayendo al suelo, muriendo. La imagen le impresiona, y de pronto
recuerda que no es viejo aún, y que nunca le gustaron las personas como los Dalloway o
los Whitbread. Él siempre fue un rebelde, un pionero, y la civilización necesita jóvenes como
él lo fue en su momento.

Soldados en uniforme marchan cerca de Peter e, instintivamente, él los sigue. Pronto se da


cuenta de que no puede mantener su ritmo. Peter se siente joven como no se sintió en
años. En un momento pasa una joven mujer que lo atrae y Peter empieza a seguirla por la
calle. Ella parece hablarle silenciosamente a su alma. La sigue hasta que ella desaparece al
interior de un edificio.

Aún es demasiado temprano para su reunión con el abogado, así que camina a Regent’s
Park para sentarse allí un rato. El día es hermoso, y Peter siente cierto orgullo por el aire
cortés y logrado de Londres. Su familia angloindia administró los asuntos de la India por
años y, aunque a él no le guste ni la India ni el imperio ni el ejército, Peter se siente
orgulloso. La pompa es absurda pero admirable. A Peter lo siguen asaltando pensamientos
del pasado, probablemente como resultado de haber visto a Clarissa. Piensa en una
discusión que tuvo una vez con el padre de ella en Bourton. Busca un asiento apartado en
el parque, pero se termina sentando al lado de una enfermera y un bebé dormido. Peter
vuelve a pensar en Elizabeth, en su estilo particular, y en que probablemente no se lleva
bien con su madre. Fumando un cigarrillo, decide que intentará hablar a solas con Elizabeth
esa noche. Luego se sumerge en un sueño profundo.

En sus sueños, la grisácea enfermera que estaba a su lado aparece espectral, mezclada
entre imágenes del cielo y los árboles. El narrador recuerda que incluso un ateo puede
experimentar momentos de exultación. Mientras Peter sueña, el narrador revela la historia
simbólica de un viajero solitario. Las visiones del viajero solitario entran en la mente de
Peter, quien lo concibe como una figura al final del camino. El viajero solitario continúa y
alcanza a una figura pseudo maternal. Se siente consolado, pero no sabe a quién agradecer
o responder.

De pronto se despierta, gritando “La muerte del alma”. En su mente, estuvo soñando con
una escena en Bourton, cuando estaba profundamente enamorado de Clarissa. La escena
tuvo lugar años atrás. Ellos estaban discutiendo sobre una criada que se había casado con
el vecino, un hacendador. Clarissa criticaba la impropiedad de la criada. Sally mencionó que
la criada había dado a luz antes del matrimonio. Clarissa quedó enfurecida con cómo la hizo
sentir el comentario e, incómodamente, abandonó la mesa. Luego Clarissa le habló a su
perro (aunque en realidad el discurso se dirigía a Peter), intentando justificar su
comportamiento. Peter permaneció en silencio y Clarissa salió, sola. En cuanto el día
avanzó, Peter se fue poniendo cada vez más triste. Finalmente, llegó tarde a cenar. No miró
a Clarissa apenas llegó, pero luego, cuando lo hizo, la vio hablando con un hombre. Ese
hombre era Richard Dalloway y, de inmediato, Peter supo que Richard se casaría con ella.

Clarissa había pensado, al principio, que su nombre era Wickham, hasta que Dalloway la
corrigió: “Mi nombre es Dalloway”. Sally entonces lo llamó para siempre “Mi nombre es
Dalloway”. Peter notaba que entre Clarissa y Richard aumentaba la cercanía. Luego de la
cena, Clarissa se acercó a Peter para presentarle a Richard. Peter le respondió que ella era
la perfecta anfitriona y que sería una perfecta dama de sociedad. Ella volteó y se fue. Más
tarde, los jóvenes decidieron ir a navegar bajo la luna, y dejaron a Peter allí solo. Clarissa
volvió corriendo a buscarlo, y él de pronto se sintió feliz. Caminaron hablando y, cuando el
bote llegó a la isla, se sentaron juntos en el pasto. Peter, de todos modos, de alguna
manera sabía que Dalloway y Clarissa se estaban enamorando.

En los días que siguieron, Peter preguntaba o exigía cosas ridículas de Clarissa, alejándola
de él. Finalmente, le envió una nota, a través de Sally, pidiéndole que se encontraran cerca
de la fuente. Allí le exigió, repetidamente, que le dijera la verdad. Ella estaba inflexible. Al
final, terminó diciendo entre lágrimas que la relación entre ellos estaba terminada. Esa
noche, Peter se fue de Bourton y nunca volvió.

Análisis
Peter camina por Londres y pasea por Regent’s Park, tal como lo hizo Clarissa unas horas
antes. Al diferencia de esta, Peter no repara en la belleza del día ni en el efecto de las
campanas a un nivel espiritual y cósmico, ni aprecia la importancia efímera del momento
inmediato. El esqueleto de la costumbre que tanto contiene a Clarissa no significa consuelo
para él, sin ataduras ni suelo seguro que pisar. Para Peter, todo se relaciona con el pasado,
un presente lejano en la India o la fantasía. Viaja a través de sus pensamientos y el tiempo
se entremezcla con lo atemporal en la medida en que la memoria se confunde con
imágenes del presente, deseos y fantasías.

Apenas sale de la casa de Clarissa, Peter es invadido por pensamientos negativos, de


resentimiento. Por ejemplo, cree fervientemente que Clarissa presentó a Elizabeth de un
modo incorrecto y piensa también que detesta sus fiestas. Clarissa domina los
pensamientos de Peter en todo nivel: prácticamente cualquier cosa que observa lo dirige,
también, a la figura de Clarissa en su mente. Las campanas de St. Margaret’s, por ejemplo,
le hacen pensar en Clarissa como anfitriona de fiestas. Evidentemente, el narrador coloca
aquí una alusión a los pensamientos de Clarissa en el apartado anterior acerca del
comentario ácido de Peter sobre ella como la dama de sociedad perfecta. De algún modo,
por lo tanto, las campanas trazan una línea simbólica alusiva al conflicto entre Peter y
Clarissa.

Acto seguido, Peter de pronto recuerda el problema de corazón que azotó a Clarissa y se le
viene la imagen de ella muriendo. Intenta deshacerse de la imagen, menos por Clarissa que
por una proyección que desea hacer desaparecer: de inmediato intenta convencerse de que
no es lo suficientemente viejo como para morir. La idea de la vejez lo conduce a escapar,
huir hacia el concepto contrario: Peter se concentra en los jóvenes soldados y luego en una
muchacha que pasa por la calle, ambos símbolos de juventud y vitalidad.

“De todos modos, el futuro de la civilización se encuentra en las manos de los jóvenes así,
de los jóvenes que son como él treinta años atrás” (p.79). Peter se dice a sí mismo que, de
joven, fue un rebelde, del tipo que Inglaterra necesita. De algún modo intenta racionalizar
los sentimientos que lo invaden: siente una profunda emoción y orgullo por la ciudad a la
que ha vuelto, aunque también le enorgullece la libertad que le permitió viajar: “¡Había
escapado! Era infinitamente libre, cual ocurre al escapar de la costumbre, cuando la mente,
como una llama sin resguardo, se inclina y se tuerce, y parece vaya a saltar de su lugar” (p.
81). Las olas de emociones fluyen al interior de Peter; le impresiona la civilidad londinense
comparada con la cultura india en la cual estuvo viviendo: “había ciertos momentos en que
la civilización, incluso esa clase de civilización, le era tan querida como si fuese una
posesión personal” (p.85). Londres funciona como una metonimia de Clarissa y el tipo de
sociedad que ella representa: aunque Peter quiera rebelarse, no puede evitar sentirse
atraído y seducido por la sociedad -y por la mujer- que procura despreciar.

Gran parte del siguiente apartado tiene lugar en la memoria de Peter, por lo que permite al
lector revivir el pasado de la relación entre él y Clarissa. De todos modos, el apartado abre
con la interesante aparición de la figura del viajero solitario. Es este quizás el momento más
abstracto de la novela: es lícito suponer que el viajero solitario es el mismo Peter, debido a
que tienen en común el género másculino, la edad y cierta soledad inherente. El viajero
solitario camina entre maderas hasta alcanzar la figura gigante, que irónicamente es una
figura muy poco imponente: una vieja matrona o enfermera.
A través de la memoria de Peter, el apartado ofrece información sobre el pasado de este
personaje, así como el de Clarissa y el de Richard. Muchas veces en la novela Clarissa es
identificada por su frialdad, como si le faltara algo de calidez humana. “Esta era la faceta
diabólica de Clarissa, esta frialdad, esta imperturbabilidad, algo muy profundo en ella (...):
una impenetrabilidad” (p.92). En el recuerdo de Peter, Clarissa se incomoda enormemente
por un comentario acerca de una mujer que se embarazó antes del matrimonio. Por
supuesto que esa acción era juzgada incorrecta por el círculo social al que Clarissa
pertenecía, pero a ella le afecta más que a nadie. Esa acción configura cierta complejidad
en el personaje: Clarissa reprime su atracción hacia Sally y decide casarse con un hombre
al que probablemente no desea, y quizás por la dificultad con que se presenta ante ella la
sexualidad se ve profundamente incomodada por aquellos que pueden dar rienda suelta a
su deseo a costa de ser desaprobados por la sociedad. La represión del verdadero deseo y,
por lo tanto, la ausencia de impulso sexual en Clarissa aparece sugerida en el modo en que
se relaciona con Richard, dándole un trato extremadamente maternal, sin rastros de pasión.

La rememoración también ilustra la sobreabundancia de emociones de Peter y el modo en


que él se deja guiar por ellas. Se muestra como un personaje capaz, además, de discernir
eventos futuros basándose solamente en sus instintos: así predice por ejemplo que Clarissa
se casará con Richard, antes incluso de saber el nombre de este. Y en este momento el
narrador accede, también, a otro recuerdo relevante de Peter: la escena de separación
entre él y Clarissa. De cierto modo, en esta parte de la novela accedemos a los momentos
más relevantes de ese pasado compartido, en especial a esa separación que signó a
Clarissa y a Peter por el resto de sus vidas. La imaginería del agua aparece también en esta
escena:;el rompimiento tiene lugar al costado de una fuente de la que emana agua sin
cesar. El fluir de la vida se equipara entonces al fluir del agua en la fuente, metáfora de los
cambios en la vida y del paso irrefrenable del tiempo.

[Parte 6: desde “Fue terrible, gritó Peter (...)” (p.97) hasta “(...) el doctor Holmes con menos
amabilidad”. (p.135)]

Peter se siente mal; el sol está demasiado fuerte. De todos modos, cuando la pequeña hija
de la enfermera corre hasta chocar con la pierna de una mujer, Peter ríe en voz alta. La
pierna pertenece a Rezia, que dejó a Septimus hablando consigo mismo y se pregunta por
qué sufre tanto, por qué no vive más en Milán, y empieza a llorar. Luego se acuerda de que
es momento de llevar a Septimus a una consulta con el doctor William Bradshaw. Septimus
alterna entre hablar consigo mismo o con su amigo Evans, que murió en la guerra. Que un
amigo muera no es tan raro, de todos modos: Rezia no entiende por qué Septimus se
vuelve cada vez más extraño. Hay momentos, sí, en que la pareja es feliz, pero luego
Septimus menciona que va a suicidarse porque la gente es malvada. El doctor Holmes dice
que Septimus no tiene nada, y que cada uno es responsable por su propia salud.

Rezia encuentra a Septimus pero su marido se aparta de ella, señalándole la mano. Ella
explica que su dedo adelgazó y el anillo ya no le queda, pero él sabe que la ausencia del
anillo significa el fin del matrimonio. Septimus se siente aliviado, aunque piensa haber visto
a un perro convertirse en hombre. Vuelve a hablar consigo mismo. Abriendo sus ojos nota
que la belleza está en todos lados. Rezia le dice que es tiempo de irse. La palabra “tiempo”
desata una ola de emociones al interior de Septimus, cuyo clímax es la voz de Evans
diciendo que la muerte vendrá de Tesalia, el lugar donde este fue asesinado. Septimus ve a
Evans acercándose. Rezia le dice a su marido que se siente infeliz.

Peter Walsh ve a la pareja infeliz y atribuye su discusión a que son jóvenes. Londres nunca
le pareció tan encantadora. Peter siempre fue capaz de cambiar de humor rápidamente. En
los cinco años que hubo entre 1918 y 1923, Londres cambió. Ahora, por ejemplo, mujeres
solteras pueden ponerse maquillaje en público. Peter piensa en Sally Seton, en cómo ella
inesperadamente se casó con un hombre rico y ahora vive en una gran casa. Entre los
viejos amigos de Clarissa, Sally es quien le cae mejor. Ella podía ver a través de la
artificialidad de los Withbread y los Dalloway. Ambos compartían el desprecio por lo artificial,
y también el hecho de que al padre de Clarissa no le caía bien ninguno de ellos dos. Ahora,
Peter tendría que pedir un trabajo a Hugh Whitbread o a Dalloway. Richard no es tan malo,
piensa Peter. Probablemente Clarissa se enamoró de él por su habilidad para estar a cargo,
por su responsabilidad. Recuerda que ella creía que Richard era independiente porque no le
gustaban los sonetos de Shakespeare.

Clarissa nunca se hubiera casado con Hugh, Peter lo sabía. Ella sabía lo que quería.
Cuando entraba a una habitación no pasaba desapercibida. Peter lucha consigo mismo
para recordar que no está más enamorado de ella. Hasta Clarissa misma admitiría lo mucho
que le importaba el rango social. Lo mucho que le gustaban los duques, las duquesas. Peter
sabe que Clarissa organiza fiestas porque siente que Richard debería tenerlas. La mayoría
de sus opiniones, desde que se casó, son originalmente de Richard. Ella necesita que otra
gente despierte su sentido del humor. Seguramente adora a Elizabeth, quien debe
considerarla a ella y a sus amigos, como Peter, viejos y aburridos. Las pasiones de Peter
siguen habitando en él pero, con la edad, puede analizarlas de una manera más objetiva.
No necesita más a la gente. Quizás realmente está enamorado de Daisy, a pesar de que
últimamente casi no piensa en ella. Como Daisy lo ama, lo corresponde, él se puede relajar.
Después de todo, su viaje a Londres no es para casarse con Daisy, sino para finalizar el
divorcio de esta.

Desde la estación de subte se eleva el canto incomprensible de una mujer. Parece una
antigua canción de amor. Peter le da una moneda a la vieja cantante. Rezia Smith también
ve a esa mujer y la compadece; por alguna razón empieza a sentir que todo estará bien.
Piensa que el doctor William Bradshaw ayudará a Septimus.

Septimus ha dejado su casa para venir a Londres siendo muy joven, dejando una nota tras
él. En Londres se enamoró de la señorita Isabel Pole, una mujer que hechizó al poeta en él,
prestándole libros y hablándole de Shakespeare. El señor Brewer, gerente de Septimus en
la oficina de Sibleys y Arrowsmiths, decía que Septimus sería muy exitoso si mantenía su
salud, y le aconsejaba que practicara deportes para mantenerse en forma.

Septimus fue uno de los primeros voluntarios en el ejército para la Primera Guerra Mundial.
Se alistó para proteger a Shakespeare y a Isabel. Se hizo amigo de su superior, Evans, que
murió justo antes de que la guerra terminara. A Septimus lo alivió el hecho de no sentir
demasiada pena por esa muerte, hasta que se dio cuenta de que había perdido la
capacidad de sentir. En un momento de pánico, se casó con una joven italiana, Lucrecia. La
pareja se mudó a Londres y Septimus volvió a su puesto de trabajo anterior. Empezó a
dudar de que la vida tuviera sentido. Volvió a leer a Shakespeare y entendió que
Shakespeare despreciaba el amor entre hombres y mujeres. Después de cinco años de
matrimonio, Lucrezia quería tener un bebé. Septimus no podía imaginarse traer un niño a
este mundo. Rezia empezó a volverse cada vez más infeliz. Lamentablemente, Septimus no
sentía nada al respecto, ni siquiera cuando ella lloraba. Él solo se preguntaba si se volvería
loco y, progresivamente, se fue rindiendo ante la locura.

El doctor Holmes no pudo ayudar. Septimus sabía que no tenía ningún problema físico, pero
el recuerdo de los crímenes de guerra seguían impactando en su interior. A pesar de eso,
no sentía nada y se había casado sin amor. La tercera vez que Homes fue a visitarlo,
Septimus lo rechazó. Holmes forzó la puerta. Aunque Septimus hablaba de suicidarse,
Holmes le decía que debía librarse de su depresión. Septimus pensaba que Holmes, como
representante de la naturaleza humana, estaba tras él. Odiaba a Holmes. Rezia no podía
entender ese odio. Sin el apoyo de Rezia, Septimus se sintió abandonado. Escuchaba al
mundo pedirle que se matara. Una vez vio a Evans y le gritó. Rezia entró a la habitación, se
horrorizó y llamó a Holmes. Al ver a Holmes, Septimus dio un grito de espanto. El doctor,
irritado, le recomendó atenderse con el doctor Bradshaw.

Análisis
En una novela en la que dos tiempos conviven en la mente de los personajes,
constantemente se dan contraposiciones: "Fue terrible, gritó Peter, ¡terrible, terrible! Sin
embargo, el sol seguía calentando. Sin embargo, uno se adaptaba a la realidad. Sin
embargo, la vida daba los días uno tras otro" (p.97). Por un lado, un sentimiento intenso se
arraiga a una escena pasada que cambió la vida para siempre; por el otro, la vida continúa
en el presente, acompasada por las campanadas del Big Ben y el ritmo de la ciudad.

Todo es una mixtura, por momentos, de coherencia imposible: “Sally Seton, la última
persona en el mundo que uno hubiera creído capaz de casarse con un hombre rico y vivir
en una gran casa cerca de Manchester, ¡la loca, la osada, la romántica Sally!” (p.107).
Cuando Peter vuelve a hundirse en el recuerdo, en Clarissa, un sonido del presente lo
interrumpe: “una voz burbujeando sin dirección ni vigor, sin principio ni fin (...), la voz de una
vieja fuente brotando de la tierra” (p.118). El arquetipo femenino maternal no abandona la
interioridad de Peter. Lo que antes era representado por la mujer que veía el viajero
solitario, ahora se encarna en una mujer vagabunda cantando en el subte. Canta sobre el
amor eterno: “estaba de pie cantando una canción de amor, del amor que dura un millón de
años, cantaba, del amor que prevalece” (p.119).

Esta figura funciona de vehículo de transición entre la interioridad de Peter a la de Rezia,


dos personajes que tienen en común cierta soledad. Y esa soledad se relaciona
estrechamente con el carácter de esos personajes que no los corresponden: Clarissa y
Septimus, dos personajes que cierto sector de la crítica señala como dos caras de una
misma moneda. Esos dos personajes tienen sus propias teorías en torno a lo relativo al
amor eterno. Clarissa, como se había expuesto anteriormente, cree que partes de ella
quedan en los lugares donde estuvo. La teoría de Septimus acerca de la belleza del mundo
no difiere demasiado.

Es a través de la similitud entre sus apreciaciones sobre el mundo que se empiezan a hacer
visibles las verdaderas similitudes entre Septimus y Clarissa. Ambos, por ejemplo, registran
siempre la belleza inmediata del momento. Podría pensarse que Septimus cubre cierta
profundidad de sentimientos de la que parece carecer Clarissa. Septimus al principio se
alegra por no sentir tristeza cuando su amigo Evans es asesinado, pero después acaba
castigándose a sí mismo por no sentir absolutamente nada. Es claro que Septimus
presenció y sintió en la guerra sucesos de una intensidad intolerable, lo cual parece haber
anulado algunos de sus canales de percepción, entre ellos, el que le permite comunicarse
con los demás. Pero también como parte de las secuelas, Septimus otorga verdad a todo lo
que piensa, y basa teorías o decisiones en razonamientos falaces. Por ejemplo, Septimus
cree que su reacción inicial sin emociones a la muerte de Evans responde a un sentimiento
real, y no es el resultado de un shock emocional, y progresivamente basa su construcción
de la realidad en este error de cálculo. Él no puede afrontar su dolor y, en lugar de eso, lo
niega y destruye el resto de la realidad que le queda. Rezia ya no usa su anillo de casada, y
él no puede sentir nada al respecto ni evitar distraerse: “No hay delito; amor; repitió
Septimus, buscando una tarjeta de visita y un lápiz, cuando un perro terrier Skye le olisqueó
los pantalones y Septimus se sobresaltó con angustioso terror. ¡El animal se estaba
convirtiendo en hombre!” (p.101). Septimus imagina perros convirtiéndose en hombres (una
inversión de la imagen que él creó para representarse a sí mismo y a Evans: “fue una
amistad como la de dos perros que juegan ante el fuego del hogar”, p.125) porque la
imaginación ya tiene, en su mente, el estatuto de verdad:

Septimus cantó. Evans le contestó desde detrás de un árbol. Los muertos


estaban en Tesalia, cantaba Evans, entre orquídeas. Allí esperaron hasta que la
guerra terminó, y ahora los muertos, ahora el propio Evans…

-¡Por el amor de Dios, no vengas!- gritó Septimus.

No, porque no podía mirar a los muertos. (p.104)

En la medida en que su mundo imaginario avanza, también se incrementan, en Septimus, el


aislamiento y la soledad. Su mujer, Rezia, entra en desesperación debido a que ella también
está sola, en un país desconocido, y además la única persona que conoce y ama,
Septimus, es cada vez más extraño. La comunicación entre ellos es casi imposible en la
medida en que, además, Rezia no puede comprender el nivel de dolor que azota (o azotó)
el interior de Septimus hasta destruirlo: “Todos tenemos amigos muertos en la guerra. Todos
renunciamos a algo cuando nos casamos. Ella había renunciado a su hogar” (p.99).
Septimus sufrirá para siempre su soledad, en tanto está reinsertado en una sociedad que
nunca comprenderá lo que él experimentó. La novela evidencia la distancia irresoluble entre
los mundos internos de los diversos personajes, entre sus perspectivas. Por ejemplo, la
situación entre Rezia y Septimus en el parque es horrorosa, y aún así Peter la interpreta
como algo pintoresco:

Lo divertido de regresar a Inglaterra, después de cinco años de ausencia, era,


por lo menos durante los primeros días, que todas las cosas parecían nuevas,
como si uno nunca las hubiera visto; una pareja de enamorados peleándose
bajo la copa de un árbol; la doméstica vida de las familias en los parques
públicos. Nunca le había parecido Londres tan encantadora. (p.105)

“Londres se ha tragado a muchos millones de jóvenes llamados Smith” (p.123). Septimus


representa una generación perdida de hombres a fines de la Primera Guerra Mundial.
Mientras la pompa y las celebraciones continúan entre los ingleses de la alta sociedad, un
grupo de hombres retora de la guerra habiendo vivido una experiencia incalculablemente
traumática y sin ninguna ayuda para superar su frustración. La civilización inglesa los había
perjudicado de por vida al enviarlos al campo de batalla, pero la clase política está aún
demasiado ocupada en intentar dominar el mundo como para pensar cómo reabsorberlos
pacíficamente en la sociedad. El clima de posguerra aparece con claridad en la novela, en
los retratos de esta sociedad orgullosa de sus “logros” e invisibilizadora de lo que se
sacrificó para conseguirlos. Y son muchos los personajes que colaboran con ese retrato: las
mujeres involucradas con las fuerzas militares, como Lady Bruton o la señorita Parry; Peter
y sus pensamientos acerca del imperio y su admiración por los jóvenes soldados; o bien
Septimus y su trastorno mental. La novela se sitúa cinco años después de la guerra pero su
sombra tiene clara presencia. Son numerosas las referencias al entorno de posguerra, y, a
nivel de detalle, son muchas las que funcionan como crítica social. Por ejemplo, la
admiración de Peter por los jóvenes soldados marchando, que lo hace sentir orgulloso de
Londres y su civilización, sin reparar en la manera mecánica en que los muchachos se
comportan: desde jóvenes, los muchachos destinados a la guerra se entrenan en la pérdida
de su individualidad, pues su tarea se limita a dar su vida por lealtad a un conjunto de
valores y abstracciones sostenidas por intereses políticos y económicos.

“Septimus fue uno de los primeros en presentarse voluntario. Fue a Francia para salvar a
una Inglaterra que estaba casi íntegramente formada por las obras de Shakespeare y por la
señorita Isabel Pole, en vestido verde, paseando por una plaza” (p.125). El amor, la lealtad
de Septimus a Shakespeare y a Isabel Pole es orientada a la causa inglesa: él se une a la
Armada para proteger todas esas cosas. Quien lo persuade de unirse a la Armada es su
jefe, con el discurso de que le falta la virilidad que solo el atletismo o la guerra pueden
proporcionar. Adquirir la virilidad de un hombre de guerra hace que Septimus pierda a
Shakespeare y a Isabel Pole, porque pierde la habilidad de apreciar a cualquiera de ellos.
Septimus es separado de sus pasiones, y su mentalidad es reemplazada por una versión
endurecida que enseña a no amar ni preocuparse por nadie. Septimus sobrevive la guerra
pero todo en su interior vuelve muerto:

Aún no había cumplido los treinta años y estaba destinado a sobrevivir (...). Las
últimas bombas no le dieron. Las vio explotar con indiferencia. Cuando llegó la
paz, se encontraba en Milán, alojado en una pensión con un patio, flores en
tiestos, mesillas al aire libre, hijas que confeccionaban sombreros, y de
Lucrezia, la menor de la hijas, se hizo novio un atardecer en que sentía terror.
Terror de no poder sentir. (p.126)

Para Septimus no fue fácil convertirse en una estatua; el esfuerzo que tuvo que hacer fue
directamente proporcional a la sensibilidad que poseía, y ahora todo en él está desgarrado.
Siente angustia por la discrepancia entre su sentimiento de que el mundo natural es
hermoso (“Belleza, parecía decir el mundo" p.103) y el mundo humano, corrupto (”puede ser
que el mundo carezca de significado en sí mismo”, p.128; “uno no puede traer hijos a un
mundo como este. Uno no puede perpetuar el sufrimiento”, p.129).

Mediante el paralelo que la narración construye entre el personaje de Clarissa y el de


Septimus se implicita una suerte de crítica social. La novela ilustra la humanidad que le falta
a una persona cuerda y la profundidad del sentimiento que posee un personaje demente,
revirtiendo los estereotipos que asolaban en la época. De hecho, una referencia se repite
como elemento común entre ambos. Septimus adora a Shakespeare y da su vida, en la
guerra, por una lealtad que hubiera sido imposible sin ese imaginario literario. El amor que
Septimus tiene por Shakespeare hace que Isabel Pole se enamore de él. Del lado opuesto,
Clarissa parece respetar a Richard porque este “afirmaba que ningún hombre decente debía
leer los sonetos de Shakespeare porque era como escuchar por el ojo de la cerradura”
(p.111). La crítica social en la novela no apunta solo a las injusticias estatales en relación a
la guerra, sino también a la sumisión en general: una de las sumisiones más comunes es la
de las mujeres a sus maridos en una sociedad patriarcal. Esta sección, que alterna entre la
interioridad de Septimus, la de Rezia y la de Peter, parecería evidenciar paralelos entre los
distintos tipos de sumisión que ahogan el alma de los diversos personajes. De la misma
manera en que Septimus, siendo un hombre joven, sano y sensible, echa todo a perder por
el bien de la patria, “siendo dos veces más inteligente que Dalloway, Clarissa tenía que
verlo todo a través de los ojos de Dalloway, lo cual es una de las tragedias de la vida
matrimonial” (p.113).

[Parte 7: desde “Eran exactamente las doce (…)” (p.135) hasta “(...) acercándose a la
puerta de su casa” (p.165)]

Al anochecer, Clarissa termina de coser y los Warren Smith se aproximan a la casa del
doctor William Bradshaw, que tiene un lujoso automóvil estacionado en la puerta. Bradshaw
debe viajar seguido y atravesar largas distancias para visitar pacientes adinerados, mientras
su mujer aprovecha su estadía en Londres visitando bazares o tomando fotografías.
Bradshaw ganó su prestigio gracias a su trabajo duro. Ahora tiene en su poder una carta,
enviada por el jefe de Septimus, asegurando la estabilidad financiera del joven. En cuanto
Septimus entra, Bradshaw sabe inmediatamente que se trata de una persona con un
trastorno mental. También reconoce los grandes errores que cometió su colega, el doctor
Holmes.

Bradshaw lleva a la señora Smith a una habitación apartada y le pregunta si Septimus ha


hablado de suicidio. Avergonzada, Rezia responde que sí. Bradshaw le asegura que
Septimus necesita un largo descanso en una casa de campo para recuperar algún sentido
de la proporción. Rezia duda que Septimus vaya a aceptar. Cuando vuelven a donde estaba
Septimus, Rezia no puede reprimirse y le dice a su marido que está muy enfermo y que
necesita ir a un sanatorio. Septimus pregunta si se trata del sanatorio del doctor Holmes.
Visiblemente molesto, Bradshaw asegura que se trata de su propia casa de retiro. Septimus
compara a Bradshaw con Holmes y con la maldad de la naturaleza humana. Se pregunta si,
de confesar sus crímenes, lo dejarán ir. Pero no puede recordar sus crímenes. Mientras la
pareja sale, Bradshaw le dice a Rezia que él se encargará de todo.

Rezia se siente enojada y abandonada. Bradshaw les ha dedicado tres cuartos de hora y
solo diagnosticó, en Septimus, una falta de "proporción", que aparentemente se curaría en
un sanatorio en el campo. Seguro hacía lo mismo con todos los casos parecidos. Haría que
todos los ineptos de Londres compartieran su sentido de la proporción. Aún así, como
explica el narrador, hay otro lado de la proporción, denominado conversión. Una delgada
línea existe entre ambos términos. Habría que preguntarse si a Bradshaw no le gustaba
imponer su parecer a aquellos más débiles que él. Bradshaw les muestra a sus pacientes
que él está en control y ellos, muchas veces, colapsan en su presencia. Entonces él los
reforma a su parecer.

Los Smith viajan hacia Harley Street al mismo tiempo que Hugh Whitbread pasa por un reloj
cercano. El narrador pasa a Hugh. Hugh es el tipo de persona que ahonda en los problemas
solo superficialmente. Aún así, fue un miembro honorable de la alta sociedad durante años.
Quizás no participó de ningún movimiento importante, pero se hizo notar haciendo
pequeñas pero relevantes reformas. Hugh siempre viste impecable y mantiene excelentes
modales. Este día, como en cualquier otra visita a Lady Bruton, lleva claveles. Lady Bruton
prefiere a Richard Dalloway antes que a Hugh. Ella invitó a ambos a almorzar para pedirles
sus servicios. De todos modos, planea esperar que ambos hayan comido para tocar el
tema.

El banquete del almuerzo es elaborado. Richard respeta mucho a Lady Bruton, en la


medida en que ella es la bis (o bis-bis) nieta de un General. Cuando están llegando al café,
Lady Bruton pregunta abruptamente por Clarissa. Clarissa sospecha que no le agrada a
Lady Bruton, lo cual es muy probable. A Lady Bruton le importa más la política que la gente
en general, y considera que las mujeres pueden causar que sus maridos rechacen
determinados puestos militares. De pronto, Lady Bruton menciona que Peter Walsh está de
vuelta en la ciudad. Le interesa ver la respuesta de Richard. Richard, a partir de ese
momento, piensa que cuando vuelva a casa le dirá a Clarissa cuánto la ama.

Lady Bruton últimamente está muy interesada en el tema de la emigración a Canadá,


especialmente en la gente joven y de buena familia. Es un proyecto en el que se
embandera. Figura que si Richard la aconseja y Hugh escribe la carta para el Times por ella
(Hugh escribe buenas cartas), podría poner en marcha sus planes. Lady Bruton espera
hasta que todos estén fumando y le pide a Millie que traiga los papeles. Cuando Hugh
termina de escribir, Lady Bruton está tan contenta con la carta que abraza a Hugh y luego
les agradece enormemente a ambos. Cuando Richard se está por ir, le pregunta a Lady
Bruton si la verá en la fiesta de Clarissa. Ella responde que es probable. A Lady Bruton no
le gustan las fiestas. Cuando Hugh y Richard se van, ella se va a descansar a su habitación,
sintiéndose orgullosa y poderosa.

Richard y Hugh se detienen en la esquina, esperando partir pero congelados en sus poses,
hasta que finalmente deciden entrar a un negocio. A Richard no le interesan ni Canadá ni
los collares que Hugh observa en el negocio. Luego recuerda a Clarissa y a Peter y piensa
en comprarle un regalo a Clarissa. Le compra rosas y apura el camino a casa para decirle
que la ama. No se lo dijo durante años. Sinceramente, piensa, es un milagro que ella se
haya casado con él. Clarissa dijo haber hecho lo correcto cuando rechazó a Peter. Camina
por parques apurando el paso y esquivando mendigos. Pasa cerca del Palacio Buckingham,
pleno de prestigio y tradición. Richard se siente muy feliz por estar llegando a su casa para
profesar su amor.

Análisis
La primera parte de esta sección profundiza en el tema de la insanidad mental, así como
también en el de la actitud evangelizadora de la ciencia. Al interior de Septimus se da una
mezcla de emociones, entre la culpa, la confusión y la impotencia de perder el control de lo
que le sucede. Lo que la novela instala como un elemento e institución más
contraproducente que otra cosa es la psiquiatría, encarnada en los personajes de los
doctores Holmes y Bradshaw. Bradshaw es capaz de notar los errores cometidos por
Holmes al no darse cuenta de la gravedad de los problemas de Septimus. Sin embargo, él
también adopta un enfoque severo, rígido y dominante para con su nuevo paciente.
Además, atiende a la pareja brevemente y, según siente Rezia, les dice lo mismo que a
todos. Por supuesto, el tratamiento con el doctor Bradshaw cuesta una fortuna: “sir William
recorría cien kilometros o más tierra adentro para visitar a los ricos, a los afligidos, que
podían pagar los crecidos honorarios que sir William, con toda justicia, cobraba por sus
consejos” (p.136). En la novela, casi todos los momentos que se centran en esta figura
adquieren un tono irónico. El narrador expone toda una teoría acerca del tratamiento
psiquiátrico, encarnado en el discurso entre científico y evangelizador de sir William
Bradshaw, personaje que es equiparado irónicamente con una suerte de líder espiritual: "...
y realmente era el automóvil de sir William Bradshaw; bajo, poderoso, gris, con las sencillas
iniciales enlazadas en la plancha, como si las pompas de la heráldica fueran impropias, al
ser aquel hombre el socorro espiritual, el sacerdote de la ciencia (p.135).

Pero este sacerdote de la ciencia no logra socorrer, aparentemente, a quienes acuden a él.
Aunque Bradshaw acepta ayudar a Septimus y le dice a Rezia que hará todo lo necesario,
Rezia se siente abandonada y traicionada. El por qué de esa sensación puede encontrarse
en toda la cuestión alrededor de la proporción versus la conversión. El narrador expone con
sorna el razonamiento de Bradshaw:

Debemos gozar de salud; y la salud es proporción; por lo tanto, cuando en la


sala de consultas entra un hombre y dice que es Cristo (común engaño), y que
tiene un mensaje, como casi todos lo tienen, y amenaza, como a menudo
hacen, con matarse, uno invoca la proporción; prescribe descanso en cama;
descanso en soledad; silencio y descanso; descanso sin amigos, sin libros, sin
mensajes; seis meses de descanso; hasta que el hombre que llegó pesando
ochenta kilos sale pesando cien. (p.142)

El paralelismo con lo evangelizador responde a que, en el intento de Bradshaw de que sus


pacientes adquieran su sentido de la proporción, acaba convirtiéndolos en nuevos y poco
originales reflejos del doctor mismo. En efecto, pareciera quitar la individualidad y la vida
propia a sus pacientes, como si los convirtiera en algo distintos de ellos mismos, más que
ayudarlos a ser quienes son sin dolor. Esa tarea pareciera extenderse como una suerte de
religión, en la cual Bradshaw es el evangelizador y su Biblia, la ciencia médica, la verdad
irrebatible de la proporción: “La proporción, la divina proporción, la diosa de sir William”,
ironiza el narrador. “Gracias a rendir culto a la proporción, sir William no solo prosperó
personalmente, sino que hizo prosperar a Inglaterra, encerró a los locos, prohibió partos,
castigó la desesperación, e hizo lo preciso para que los desequilibrados no propagaran sus
opiniones” (142). Parte de ese tratamiento que "hace prosperar a Inglaterra" es apartar de la
sociedad a los enfermos mentales, incluso si la enfermedad que azota a estos es
consecuencia de haber luchado en la guerra en defensa de su país. Tanto el doctor Holmes
como sir William quieren aislar a Septimus en un hogar especial. En el momento en que sir
William recomienda el aislamiento, Septimus equipara a los doctores:

-Y hemos acordado que debe usted ir a un sanatorio -dijo sir William.


-¿Uno de los sanatorios de Holmes?- preguntó Septimus con sarcasmo. (p.139)

Si bien el doctor Holmes ya intentó "curar" a Septimus por la vía del aislamiento, el doctor
Bradshaw aparece más explícitamente como un agente de normalización. En su discurso
sobre la "proporción" se evidencia el modo en que Bradshaw parece destruir la vida interior
de sus pacientes. El narrador no deja de resaltar, por medio del sarcasmo, la similitud entre
el discurso de Bradshaw y el discurso religioso evangelizador: “la Proporción tiene una
hermana”, y continúa: “Se llama Conversión y se ceba en la voluntad de los débiles, porque
ama impresionar, imponerse” (143).

Esta cuestión de poder y manipulación adquiere un nuevo tinte cuando esta desigualdad de
condiciones ya no se limita a la relación doctor-paciente, sino que se evidencia también al
interior del matrimonio de sir William. Según el narrador, una de las personas “convertidas”
es lady Bradshaw: “Quince años atrás se había sometido. No se trataba de algo que se
pudiera señalar con el dedo, no había habido una escena, ni una ruptura, solo fue el lento
hundimiento de la voluntad de lady Bradshaw, como en tierras pantanosas, en la voluntad
de su marido” (p.144). Lo que se expone para ejemplificar esta sumisión es la rutina de lady
Bradshaw, prácticamente diagramada en función de los intereses de su marido, sirviendo a
ocho, nueve comensales por noche con tal de que el doctor pueda resolver sus negocios
con comodidad. Mediante este paralelo la novela sitúa nuevamente una crítica al sistema
patriarcal de dominación, según el cual, en un matrimonio, el hombre puede desarrollarse
profesionalmente a costa del trabajo en las sombras de su mujer, que modela su vida según
la intención de este.

En la segunda parte de esta sección se desarrolla el personaje estéril e impasible de lady


Bruton. De un modo similar a los doctores en relación a sus pacientes, ella tampoco tiene
demasiado interés en las personalidades de aquellos con quienes se relaciona: “lady Bruton
tenía fama de interesarse más por la política que con la gente” (p.150). De todos modos, ni
el narrador ni los otros personajes le adjudican maldad. Solo Clarissa expresa un leve
sentimiento en relación a ella, ya que cree que Lady Bruton la desprecia, idea que adquiere
cierta sustancia cuando accedemos a la intimidad de esta reunión, en la que Lady Bruton
mantiene un almuerzo con Richard y Hugh y, en un momento, pregunta por Clarissa:

Y cuando decía con su acento negligente ‘¿Cómo está Clarissa?’, los maridos
tenían dificultades en convencer a sus esposas, e incluso, por fieles que fueran,
lo ponían ellos mismos secretamente en duda, del interés que lady Bruton
sentía por unas mujeres que a menudo obstaculizaban la carrera del marido, le
impedían aceptar cargos en el extranjero, y tenían que ser llevadas junto al mar,
en plena temporada social, para que se recuperaran de la gripe. (p.151)

Lady Bruton está segura de que las esposas, como Clarissa, distraen a los hombres de sus
asuntos de gobierno y cuestiones públicas. Ella excluye a Clarissa de ese almuerzo no
necesariamente por falta de simpatía, sino porque una persona como Lady Bruton, cuando
socializa, está trabajando. La presencia de Clarissa en ese almuerzo hubiera obstaculizado
el propósito que ella tiene en mente: precisa consejos, sugerencias, ayuda por parte de
ambos hombres. Quiere las opiniones de Richard y la habilidad para escribir cartas de
Hugh. Estableciendo de algún modo un paralelo con los doctores, Lady Bruton utiliza a sus
invitados como herramientas para llevar a cabo una conversión: precisa que los hombres
escriban una carta para el Times que convenza a todo Londres de su proyecto de
emigración de jóvenes de buenas familias a Canadá. El narrador deja ver una asociación
entre Lady Bruton y Bradshaw cuando, en un momento del almuerzo, Lady Bruton se
impacienta, ya que quiere empezar a resolver los negocios pendientes, hasta que decide
calmarse: “Exageraba. Quizá había perdido su sentido de la proporción” (p.154).

De cierta manera, Lady Bruton representa a la clase aristocrática de Inglaterra, ligada a la


política y al poder: “Tenía poder, posición, dinero. Había vivido la vanguardia de su tiempo.
Había tenido buenos amigos; había conocido a los hombres más capaces de su tiempo. El
rumoroso Londres ascendía hasta ella, y su mano, descansando en el respaldo del sofá, se
cerró sobre un imaginario bastón de mando cual los que hubieran podido sostener sus
antepasados” (p.158). Sin embargo, las legendarias historias familiares de Lady Bruton no
impresionan a Richard durante demasiado tiempo. Parado en una joyería, el único dato oído
en el almuerzo que sobrevive al interior de Richard es el de la llegada a Londres de Peter
Walsh. Richard reflexiona sobre la felicidad de su matrimonio, sobre el hecho de que nunca
le ofrece regalos a Clarissa ni le dice cuánto la ama. Irónicamente, no es esto último lo que
lo motiva a comprar flores para su esposa, sino más bien los celos. El narrador, focalizado
en Richard, evidencia en la sintaxis el pensamiento encadenado del personaje mediante
estructuras subordinadas que, sin embargo, no se subordinan a ninguna idea anterior: “Que
Peter Walsh había estado enamorado de Clarissa; que después del almuerzo iría
directamente a casa, para ver a Clarissa; que le diría, lisa y llanamente, que la amaba. Sí,
esto le diría” (p.152).

Parte 8: desde “El sonido del Big Ben (…)” (p.165) hasta “(...) inclinó muy cortés la cabeza y
desapareció” (p.185)]

Clarissa está enojada. La señora Marsham le escribió para que invite a Ellie Henderson a su
fiesta, pero ella no la ha invitado a propósito. Ellie es aburrida. Clarissa también está algo
molesta porque Elizabeth está rezando con la señorita Kilman. El reloj marca las tres
cuando entra Richard con flores en la mano. No logra decirle a Clarissa que la ama. Ella le
agradece las flores y empieza a contarle sobre las cuestiones que le molestan. Richard le
cuenta sobre Hugh en el almuerzo y dice que es un estúpido; Clarissa menciona la visita de
Peter y cuán bizarro es el hecho de haber estado a punto de casarse con él. Richard toma
su mano. Luego se apura porque debe asistir a una reunión de comité, aunque no está
seguro si es sobre los armenios o los albanos. Antes de irse, Richard le recomienda a
Clarissa que descanse: siempre le recomienda lo mismo, porque un doctor sugirió una vez
que Clarissa descanse después de almorzar.

Acostada, Clarissa se siente egoísta porque le importan más las rosas que los pobres
albanos. Se siente inquieta y se da cuenta de que es por las reacciones negativas que
ambos, Peter y Richard, tienen para con las fiestas. Peter piensa que ella es una snob;
Richard afirma que es infantil. Aún así, ella ama las fiestas, porque ama compartir la vida
con la gente. Las fiestas son su ofrecimiento al mundo, su regalo. A Clarissa le apasiona la
esencia de la vida, momento a momento, los simples placeres, la belleza visible. La puerta
se abre y entra Elizabeth. Extrañamente, Elizabeth no se parece a los Dalloway, sino que
tiene una apariencia casi asiática. A Clarissa le preocupa que su hija se esté volviendo muy
seria. La señorita Kilman está parada al otro lado de la puerta y Elizabeth le avisa a su
madre que ambas irán a los Almacenes.
La señorita Kilman desprecia a Clarissa porque, piensa, en la mirada se le evidencian la
maldad y la superficialidad. A su vez, al lado de Clarissa se siente llana, invisible, estafada
por el mundo. Con el señor Dalloway no tienen ningún problema; es él quien la llamó para
que le enseñe historia a Elizabeth. La señorita Kilman se dice a sí misma que compadece a
las mujeres como la señora Dalloway. Y cuando se siente envilecida por pensamientos
siniestros, piensa en Dios. Cuando la señora Dalloway sale junto a Elizabeth, la señorita
Kilman intenta no sucumbir al odio. Se dice a sí misma que al final habrá una victoria
religiosa y que ella acabará triunfando. Del lado opuesto, Clarissa se siente una víctima: la
señorita Kilman está robándole a su hija. Elizabeth corre a buscar sus guantes y, durante un
momento, la señorita Kilman y Clarissa se quedan solas, incómodas. Luego, la señorita
Kilman y Elizabeth se van.

Clarissa le grita a Elizabeth, algo desesperada, que recuerde llegar para la fiesta, pero
Elizabeth no oye. Clarissa detesta que la señorita Kilman quiera convertir a todo el mundo y
hacerles sentir a los demás que son tan pequeños. Clarissa simplemente quiere que la
gente sea quien es. Reflexiona sobre el amor y la religión y siente que la combinación de
ambos tiene el poder de destruirlo todo. Piensa en Peter, un hombre pleno de conocimiento
sobre el mundo que aún así ama a mujeres endebles. Las campanas del Big Ben marcan
las tres y media. Clarissa, mirando la ventana, se da cuenta de que puede ver a una vieja
dama en la casa de al lado. Se queda mirándola y le parece que el sonido de la campana es
la que obliga a la mujer a moverse de allí. Todo está conectado. Uno no necesita religión ni
amor para hacer conexiones. Otra campana, que siempre suena apenas después de la del
Big Ben, le recuerda a Clarissa que debe prepararse para su fiesta.

La señorita Kilman, colmada de odio, intenta calmarse recordando lo que la religión le


enseñó. Aún así, resiente su cuerpo feo y también a la señora Dalloway. Cuando llegan a
los negocios, la señorita Kilman mira las enaguas, pero está tan colmada por la furia y la
frustración que lo que elige parece casi de una loca. Luego dice que deberían tomar un té.
La señorita Kilman observa con gula las tortas de los demás mientras come fervorosamente
la comida en su propio plato. Elizabeth piensa que la señorita Kilman es muy peculiar: la
lleva a tomar té con hombres del clero, le presta libros que la acercan a diferentes
profesiones, se queja de su infelicidad y se lleva horriblemente con su madre.

Cuando Elizabeth mira sus guantes, la señorita Kilman desea desesperadamente que la
muchacha se quede más tiempo con ella. Pero Elizabeth quiere irse. La señorita Kilman la
detiene diciendo que aún no terminó de comer. Le pregunta a Elizabeth si irá a la fiesta de
su madre. La muchacha responde que probablemente deba hacerlo, aunque no le gustan
mucho las fiestas. La señorita Kilman le responde que ella nunca va a fiestas porque nunca
la invitan. Continúa hablando, compadeciéndose de sí misma. La muchacha paga su cuenta
y se va.

Análisis
El imaginario del mar como metáfora de la vida aparece cuando Richard vuelve de su
almuerzo con flores para Clarissa: “El sonido del Big Ben inundó la sala de estar de
Clarissa” (p.165). Cierto suspenso se construye en tanto Richard le dirá a Clarissa que la
ama: ella fue visitada recientemente por Peter y sus pensamientos continúan evocándolo.
Luego de enterarse de la visita de Peter a Londres, Richard sintió una pasión que lo arrojó a
actuar, a abandonar a Hugh en el negocio para volver a Clarissa, la felicidad de su vida.
Apenas Richard entra a la casa, la campana simboliza la ruptura del tiempo, de la
progresión: “Y el sonido del timbre invadió la estancia con su onda melancólica; retrocedió,
y se recogió sobre sí mismo para volver a caer una vez más, y en este momento Clarissa
oyó, con desagrado, como un rumor o un roce en la puerta” (p.166). Pero la narración no
introduce el esperado momento de pasión. En cambio, la escena se continúa en un diálogo
repetitivo, cotidiano y con mínimos comentarios acerca del latente pasado. Richard le pide
que se sienten a conversar, pero no logra decirle que la ama y acaba contándole lo que hizo
en el día. Mientras, Clarissa, “pensando en Peter sentado allí, con su corbatita de lazo,
abriendo y cerrando el cortaplumas”, dice, como hablándole a un Peter imaginario: “Y he
pensado: ‘Hubiera podido casarme contigo’” (p.167). Las olas melancólicas acumulan su
fuerza solo para tropezar, y para hacerlo muy torpemente. “Pero Richard no podía decirle a
Clarissa que la amaba. Le cogió la mano” (p.167), dice repetidas veces un narrador que
presagió el fracaso de Richard para comunicarse adecuadamente con su esposa al abrir la
escena describiendo el movimiento fallido de una ola, que debe retirarse después de
estrellarse, solo para volver y estrellarse una vez más.

Lo fallido de la escena y el modo en que el matrimonio lleva a cabo ese fallido con tanta
naturalidad parece dar a entender que la comunicación nunca fue del todo acertada en la
pareja y que el matrimonio ha decidido, hace tiempo, vivir con eso. También pareciera que
Richard intentó varias veces expresar su amor en el pasado, fracasando en el intento.
“Había comprendido; había comprendido sin necesidad de que él hablara; su Clarissa”
(p.166); Richard “no había dicho ‘te amo’, pero le tenía cogida la mano. La felicidad es esto,
es esto, pensó” (p.168). Dalloway se repite constantemente que lo importante no son las
palabras, que ella es feliz, que su matrimonio es feliz, pero el lector es cómplice del engaño,
debido a la perturbación que produjo en la vida de este matrimonio la presencia de Peter
Walsh. La comunicación falla en la pareja mientras Clarissa sigue volviendo,
constantemente, al tema de Peter. Richard toma la mano de su mujer, pero entre ellos hay
un abismo.

En estos pequeños detalles la novela logra plasmar un universo disconexo, donde la


barbarie de la guerra, apoyada en la civilización, no es algo que pasa sin dejar rastros. En
escenas como esta entre Clarissa y Richard, el narrador pareciera decir: el lenguaje se
mantiene, como se conservan los símbolos y los dioses, pero eso no quiere decir que
transporte significados ni que comunique a unos con otros; ni siquiera al interior de un
matrimonio. En un mundo devastado por la guerra, desmoronado y desilusionado tras la
Primera Guerra Mundial, Woolf intenta ilustrar la dificultad que conlleva, simplemente, vivir.
Focalizando internamente en los personajes, la novela intenta entonces construirse de a
fragmentos, como levantando piezas del suelo, para encontrar los ángulos, las voces, los
pensamientos que un diálogo no puede reponer.

La desconexión se da también en los personajes consigo mismos. Por ejemplo, Richard


ignora si su reunión de comité es para discutir sobre los armenios o los albanos. La
importancia de sus deberes sociales se ve socavada por su indiferencia, y ahí yace una
suerte de crítica o comentario que la novela no deja de realizar sobre las clases altas
inglesas y sus asuntos de importancia. En tanto lo particular y lo individual, la narración
releva muchas buenas cualidades en el personaje de Richard. Sin embargo, no deja de
destacar con ironía la lealtad que este personaje tiene hacia el statu quo y las instituciones,
lo cual se refleja en el modo en que respeta a Lady Bruton y en el hecho de que interrumpe
la conversación con su esposa para atender a una reunión cuyo contenido ni siquiera
conoce.

Luego de que Richard se va para atender sus importantes asuntos de estado, el narrador
focaliza en Clarissa, que teoriza sobre las fiestas y concluye que son entidades de extremo
valor e importancia. Ella vuelve a este tema una y otra vez porque tanto Peter como
Richard, cuyas opiniones Clarissa respeta más que ninguna otra, juzgan a mal las fiestas.

Pensaban, o por lo menos Peter pensaba, que a ella le gustaba lucirse, que le
gustaba estar rodeada de gente famosa, grandes apellidos, que era, pura, y
simplemente, una esnob. Seguramente era esto lo que creía Peter. Richard
consideraba sencillamente que era una tontería por tarde de Clarissa el que le
gustara aquella excitación, cuando le constaba que era mala para su corazón.
Lo consideraba infantil. Y los dos estaban equivocados. (p.170)

En esta sección de la novela Clarissa justifica para sí misma el valor y la importancia de sus
fiestas: “una ofrenda” de amor al mundo que la rodea. Clarissa considera que este es su
“don”, ya que “no tenía nada más que fuera importante; no sabía pensar, escribir, ni siquiera
sabía tocar el piano. Confundía a los armenios con los turcos; amaba el éxito; odiaba la
incomodidad; necesitaba gustar; decía océanos de tonterías; y si alguien le preguntaba qué
era el Ecuador, no sabía contestar” (p.172-173). De algún modo, Clarissa no siente una
conexión con el mundo ni con la humanidad por vía de los saberes ni por la experiencia de
mundo, y esa ausencia o vacío de comunión es cubierta por las fiestas, donde ella puede
combatir su soledad y sentirse parte de algo. Y no solo parte, sino creadora. Clarissa, en
sus fiestas, junta a las personas, crea el diálogo humano, la vida, la salud, la alegría. En
cuanto desarrolla el personaje de Clarissa, Woolf soslaya su crítica a la sociedad patriarcal
y a los roles de género que en la época condenaban a las mujeres a la ignorancia, a su
poca formación individual, y las delegaba a criar hijos y sentirse vacías para siempre en sus
casas, mientras los hombres se desarrollaban en el mundo.

La señorita Kilman, sin embargo, no encaja en ese estereotipo de mujer. Y tampoco


encuentra un deshago de su soledad en encuentros sociales como fiestas. “La señorita
Kilman tenía más de cuarenta años; y, al fin y al cabo, no se vestía para gustar” (p.173).
Desde el punto de vista de Clarissa, la señorita Kilman disfruta de demostrar su
superioridad moral. Desde el punto de vista de la señorita Kilman, Clarissa es quien gana
las batallas en la vida (la suerte está de su lado), y su único consuelo es pensar que, en otra
vida, se hará justicia. “La señorita Kilman había sido estafada (...) nunca había sido feliz, por
ser tan poco agraciada y tan pobre” (p.173): este personaje sortea su infelicidad e intenta
avocarse a las pocas cuestiones que le dan paz: pasar tiempo con Elizabeth, comer y rezar.
“Había visto la luz hacía dos años y tres meses. Ahora no envidiaba a las mujeres como
Clarissa Dalloway; se apiadaba de ellas” (174). Mediante la religión, la señorita Kilman logra
invertir las jerarquías y posicionarse por encima de Clarissa, en lugar de por debajo. Sin
embargo, esto también colabora con su progresiva soledad: las creencias y la experiencia
de vida alejan a la señorita Kilman de las otras personas, sobre todo si estas son damas de
sociedad, como Clarissa:
Se apiadaba de estas mujeres y las despreciaba desde lo más hondo de su
corazón, mientras permanecía en pie sobre la muelle alfombra, contemplando
un viejo grabado de una niña con manguito. Con tanto lujo, ¿qué esperanza
cabía albergar de que las cosas, en general, mejorasen? En vez de yacer en el
sofá -Elizabeth había dicho: ‘Mi madre está descansando’-, Clarisa Dalloway
hubiera debido estar en una fábrica, detrás de un mostrador, ¡la señora
Dalloway y todas las demás lindas señoras! (174)

La señorita Kilman desprecia a esas mujeres como Clarissa, es decir, a las mujeres de
clases acomodadas cuya mayor preocupación consiste en decidir qué vestido usar para una
fiesta o en qué florería conseguir las mejores flores. Lo paradójico de la situación de la
señorita Kilman es que, por más que intente sentirse superior a ellas, no puede dejar de
tenerles resentimiento. Siente que la suerte del mundo fue repartida con injusticia, y que
ella, siendo mejor que esas mujeres, fue condenada a la fealdad y la pobreza. Pero su
resentimiento y deseo de venganza es tal que, en realidad, su sentimiento de odio la iguala
bastante a Clarissa: ambas se parecen en el odio y el desprecio que sienten la una por la
otra: "¡No sabes lo que es el dolor ni lo que es el placer! ¡Has empleado tu vida en
bagatelas! Y se alzó en ella un poderoso deseo de avasallarla, de desenmascararla. Si
hubiera podido derribarla, se hubiera sentido mejor. Pero no era el cuerpo; era el alma y su
burla lo que deseaba someter; quería hacer sentir su superioridad" (p.175).

La novela encarna, en los personajes de Clarissa y la señorita Kilman, y en su relación entre


ellas, la relevancia de la perspectiva: desde la perspectiva de Clarissa, la señorita Kilman se
eleva como un ser superior que la hace sentir inferior; desde la perspectiva de la señorita
Kilman, la situación es completamente inversa. En este sentido, la novela pareciera querer
evidenciar la inexistencia de los absolutos: no hay una verdad objetiva, separada de quien
la piensa, sino que pareciera haber tantas verdades como subjetividades.

El dolor de la señorita Kilman, sin embargo, es que no solo envidia la belleza y el dinero de
Clarissa, sino también a su hija: “Se dio cuenta de que Elizabeth iba a separarse de ella. La
angustia fue terrible. Si pudiera cogerla, si pudiera abrazarla, si pudiera hacerla
absolutamente suya para siempre, y luego morir; solo esto quería” (p.184). El
apasionamiento que siente por Elizabeth la empuja a perder el control, a hablar de más,
intentando que la muchacha se apiade de ella: “Yo nunca voy a fiestas -dijo la señorita
Kilman, solo para evitar que Elizabeth se fuera-. No me invitan” (p.184). Pero Elizabeth,
aunque es distinta a su madre, sigue siendo una muchacha joven que busca sentirse lo
mejor posible la mayor parte del tiempo, e inmediatamente empieza a incomodarse por la
compañía de la señorita Kilman y sus interminables quejas. Con la amabilidad de una
muchacha educada, paga su cuenta y se va, dejando que la señorita Kilman termine su
postre sola, más sola que de costumbre.

Parte 9: desde “Se había ido…” (p. 185) hasta “Sí, aquel hombre era el doctor Holmes” (p.
209)]

La señorita Kilman se queda sentada sola, abatida. Perdió a su Elizabeth. Siente que
Clarissa finalmente ganó. Se aleja, olvidando la enagua hasta que alguien corre tras ella y
se la da. La señorita Kilman entra a una catedral y se arrodilla a rezar. Elizabeth, por su
parte, disfruta el buen tiempo y decide tomar un autobús. Su vida está cambiando. Los
hombres ya se empiezan a fijar en ella; le hablan por la calle. Ella siente que ese tipo de
atención es tonta. Lo único que desea es jugar en el campo con su padre. Se sienta en el
autobús y disfruta del aire fresco. Al rato paga una moneda más para poder seguir viajando,
aunque se pase de su parada. Recuerda que la señorita Kilman dijo una vez que todas las
profesiones estaban disponibles para las mujeres de la generación de Elizabeth, y que por
lo tanto Elizabeth podría convertirse en médica, política o agricultora. Es una muchacha
perezosa, pero el viaje la motiva. Ve cómo la gente camina apurada con mucha importancia.
Llegando a la catedral de Saint Paul, Elizabeth se da cuenta de que se está haciendo tarde
y vuelve a su casa.

El sol empieza a ponerse en esa misma zona mientras Septimus mira a través de su
ventana. Para él, la naturaleza baila a través de los rayos de sol en las paredes. Rezia
siente miedo al ver a Septimus sonreír como a veces lo hace. A veces él le exige que
registre sus pensamientos. Entonces ella debe escribir sus palabras, lógicas o no, sobre
Shakespeare, la guerra, la belleza. Después, él de pronto empieza a gritar sobre la verdad y
sobre ver a su viejo amigo Evans. Los doctores le han dicho que no debería excitarse
demasiado, pero él lo hace igual. En su mente, el doctor Holmes encarna la maldad de la
naturaleza humana. Mientras, Rezia se sienta a coser un sombrero para la señora Peters,
una mujer que no le agrada demasiado pero que fue amable con los Smith. Septimus
observa a Rezia y la encuentra perfecta. Le pregunta sobre la señora Peters y su familia.
Abre los ojos para observar cuán reales son los objetos en su casa. Hacen una broma sobre
que el sombrero es demasiado pequeño para la gran cabeza de la señora Peters y
Septimus diseña un patrón para decorar la parte superior. Rezia cose su diseño con alegría
y Septimus queda muy complacido. Rezia amaría por siempre el sombrero que crearon
juntos.

Septimus hace que Rezia se pruebe el sombrero. Llega la muchacha con el periódico de la
tarde. Rezia baila alrededor de ella, riendo, mientras Septimus lee el periódico en voz alta.
Septimus se queda dormido, alejándose lentamente de la realidad. Cuando despierta, Rezia
se ha ido a llevar a la muchacha a su casa. Cuando regresa, Rezia sigue feliz. Siente que
las cosas están volviendo a la normalidad. Recuerda cuando conoció a Septimus; cómo él
entendía lo que ella decía. Rezia le pregunta si le gusta el sombrero, pero Septimus
simplemente se queda sentado, mirándola. Él cree que puede sentir la mente de ella, pero
también recuerda que Bradshaw le dijo que iban a tener que separarse. Le molesta que
Bradshaw haya resultado tan exigente. Septimus pregunta dónde están sus escritos y Rezia
se los da. Septimus dice que quiere quemarlos, pero Rezia le promete mantenerlos alejados
de los médicos. También le promete que los médicos no la van a separar de él.

Septimus imagina a su mujer como un árbol en flor, triunfando sobre los médicos. Ella oye la
voz del doctor Holmes y corre para detenerlo, intentando impedirle la entrada. Mientras
Rezia lucha contra Holmes en la escalera, Septimus sabe que Rezia está de su lado. Pero
Holmes continúa subiendo, aproximándose a donde está él. Piensa maneras de escapar. La
ventana es la única opción que puede imaginar. Espera al último minuto, disfrutando del sol,
y luego se arroja, cayendo sobre unas vallas metálicas. Holmes entra corriendo, gritándole a
Septimus que es un cobarde. La señora Filmer corre y abraza a Rezia; la hace sentarse.
Holmes le da una bebida que la hace quedarse dormida. Ella piensa en recuerdos felices y,
lentamente, se va dando cuenta de que Septimus está muerto. En la calle, unas personas
cargan el cuerpo.
Análisis
Los hombres dirigen a Elizabeth apreciaciones sobre ella, sobre su apariencia, mientras
espera el autobús:

Pensaba que quizá no tenía por qué ir ya directamente a casa. Era tan
agradable hallarse al aire libre. Sí, tomaría un autobús. Sin embargo, mientras
estaba allí con sus tan bien cortadas ropas, ya comenzaba… Ya comenzaba la
gente a compararla con álamos, con la aurora, con jacintos, con gráciles aves,
con agua viva, con lirios; y esto transformaba su vida en una carga, ya que
prefería mucho más que la dejaran en paz, sola en el campo, para hacer lo que
le viniera en gana, pero la comparaban con los lirios, y tenía que ir a fiestas, y
Londres era sórdido, en comparación con estar sola en el campo con su padre
y los perros. (p.188)

Todas las imágenes que muestra el abanico de comentarios refieren a la naturaleza:


simbolizan la vitalidad, la renovación. Elizabeth Dalloway es comparada varias veces con
una flor abriéndose, lo cual funciona como metonimia de la primavera y el crecimiento, en
tanto ella es una adolescente convirtiéndose en mujer. Contra su propia voluntad, Elizabeth
es conducida a la vida adulta, implícita en las “fiestas” y “Londres”, lejos de un paraíso que
probablemente ella construye a partir de su infancia: el campo, su padre, los perros. Es el
personaje más joven de la novela, y ese aspecto de ella es destacado por todos los demás.
Cuando se va del café donde estuvo con la señorita Kilman, el narrador describe: “Elizabeth
se había ido. La belleza se había ido; la juventud se había ido” (p.185). Por su parte, cuando
se aleja de la energía de la señorita Kilman, Elizabeth disfruta del aire, renovada; siente el
placer de estar sola en la multitud. Luego, Elizabeth viaja en autobús y piensa en su futuro,
en las profesiones posibles, y sigue viajando aunque se pase de su parada. En eso se
puede ver un símbolo de la transición de la adolescencia a la adultez, camino que Elizabeth
desea psotergar lo más posible antes de llegar a destino.

Rezia es el otro personaje joven de la novela, aunque con una peor suerte que Elizabeth.
Está casada con Septimus, quien evidentemente se enlazó a ella como un enfermo busca
abrazarse a la vida, a la salud. Ante él, ella se erige como una figura saludable y de
maternal protección: “sentada cerca de Septimus, a su lado, como si, pensó Septimus, los
pétalos rodearan su cuerpo. Rezia era un árbol florido” (p.205). Para él, Rezia representa la
vitalidad. Ella cuida de él preocupándose por darle amor, atención, asistiéndolo en detalles:
todo lo que se refleja en el modo en que fabrica el sombrero. Luego, la declaración de Rezia
de que ella y Septimus no se separarán evidencia que ella sabe lo importante que es, para
Septimus, su compañía. Cuando Rezia se retira para llevar a la muchacha del diario a su
casa, Septimus comienza a perder la noción de la realidad. Se queda dormido y cuando se
despierta está nuevamente en el mundo separado, solitario, de sus propias ilusiones. Su
desesperación se refleja en el texto: “Era esto: estar solo para siempre. Esta fue la condena
pronunciada en Milán…” (p.201). Luego del efecto devastador de la guerra, Septimus solo
logra una débil conexión con lo que lo rodea.

El lapso de tiempo que Rezia y Septimus comparten antes de que él se quede dormido es
una escena de plenitud, salud y felicidad excepcional en la novela. Y el sombrero que el
matrimonio confecciona en conjunto se conserva como un símbolo de esa felicidad
compartida. El sombrero les permite comunicarse de un modo tranquilo y lúdico. Hablan
sobre gente que conocen mientras cooperan en el diseño y en su confección. De cierto
modo, el patrón que elige Septimus para el sombrero (distintas cintas, colores diversos)
funciona como símbolo de la novela misma: es una novela moderna posterior a la Primera
Guerra Mundial, que también está construida a partir de fragmentos. Conocemos a los
personajes por ellos mismos pero también por los comentarios y pensamientos de otros, o a
partir de recuerdos y referencias simbólicas. El modernismo en la novela se ve justamente
en esta mezcla de reflexiones, focalizaciones, alusiones poéticas, prosa directa, metáforas,
diálogos, desarrollos de personajes. Como el sombrero, la novela se crea con distintos tipos
de emoción, sentimientos, lógica, motivos. La escena en que Rezia y Septimus componen
el sombrero adquiere un carácter simbólico en tanto pone en escena el acto mismo de crear
que da base a la novela.

Cuando Septimus se despierta de la siesta, su mente se fija en las ideas planteadas por
Bradshaw sobre el aislamiento. Rezia intenta aliviar sus miedos, pero la llegada repentina y
el intento de entrada forzosa del doctor Holmes los vuelven más presentes que antes. El
doctor Holmes, que es considerado por Septimus como el símbolo de la maldad en la
naturaleza humana, es quien acaba conduciendo a que el paciente se quite la vida. Holmes
y Bradshaw representan ese afán normalizador que el narrador ligaba a una violencia
evangelizadora que destruye la vida interior de las personas. Intentando separar a Septimus
de su esposa, Holmes y Bradshaw amenazan con quitarle al joven su última conexión con la
vida, su "árbol en flor". Así, los médicos conducen a Septimus a la muerte.

Cuando Holmes se aproxima, lo único que Septimus puede pensar o sentir es la necesidad
de escapar de los doctores y sus teorías: Septimus no salta por la ventana por el deseo de
morir. De hecho, exactamente antes de que Septimus salte, el narrador se internaliza en el
personaje: “esperaría hasta el último instante. No quería morir. Vivir era bueno. El sol,
cálido” (p.207). Efectivamente Septimus se ve acorralado, empujado a una posición que
dista mucho de lo que necesita para sentirse bien. Lo único que quiere es salvarse del
asfixiante control de la conversión y la proporción.

El narrador cierra la sección desde la interioridad de Rezia: “Rezia vio la fornida silueta del
doctor Holmes recortada en negro contra la ventana. Sí, aquel hombre era el doctor
Holmes” (p.209). Holmes es una figura de oscuridad y destrucción que se contrapone a la
luminosa figura de Septimus, pleno de bondad e inocencia, en sus últimos segundos de
vida. En efecto, ese último momento de Septimus observando la calidez del sol funciona
como presagio de la posterior reacción de Clarissa, en la última parte de la novela, cuando
reciba la noticia de esta muerte y la conexión entre ambos personajes quede solidificada.

Parte 10: desde “Uno de los triunfos de la civilización (…)” (p.209) hasta “Abrió la hoja
grande del cortaplumas” (p.227).]

Pasa una ambulancia; Peter la mira y la considera un signo de civilidad y empatía


comunitaria. Disfruta observar cómo los autos dejan de lado su egoísmo y se apartan para
dejar que la ambulancia pase. Le asusta pensar demasiado tiempo en el muerto que allí
viaja, pero le parece que es su derecho entretenerse con pensamientos cuando está solo.
Recuerda un momento en que Clarissa y él viajaron juntos en autobús, y ella expuso una
teoría trascendental sobre cómo conocía a las personas por simplemente vivir en la
sociedad. Decía que había una pieza de ella que quedaba en cada lugar donde había
estado. De esa manera Clarissa apaciguaba la finitud de la muerte. Peter se da cuenta de
que esa teoría funciona para la relación entre ellos. Los encuentros que tuvieron los últimos
años solían ser dolorosos mientras sucedían, pero luego le daban a Peter algo en qué
pensar. Los recuerdos de Clarissa surgen en su mente sin importar cuándo o dónde él esté.
En su memoria, Clarissa casi siempre está en Bourton.

Peter vuelve a su hotel y recibe, con el correo, una carta de Clarissa. La debe haber escrito
inmediatamente después de que él salió de su casa, piensa. Lo único que dice la carta es
que le encantó verlo. Sin embargo, Peter se enoja. Desearía que simplemente lo dejara en
paz. Siempre se sentirá amargado por el hecho de que Clarissa lo haya rechazado, aunque
él mismo sepa que ese matrimonio hubiera fracasado. Piensa luego en Daisy, que solo tiene
veinticuatro años y ya es madre de dos hijos pequeños. Recuerda el comentario de una
mujer que le adviritió a Peter que Daisy naufragaría cuando él muriera y que su reputación
quedaría para siempre arruinada. Pero Peter no quiere pensar en eso. Cada vez le importa
menos lo que piensan los demás. Aún así, quizás es mejor si Daisy se olvida de él.

Peter decide asistir a la fiesta de Clarissa para preguntarle a Richard qué es lo que el
gobierno inglés planea hacer en la India. Desde el porche, observa el atardecer. Los largos
días de verano son nuevos para él. Disfruta ver a los jóvenes amantes perder el tiempo.
Luego mira el periódico, interesado en los partidos de cricket. Finalmente sale del hotel y se
dirige lentamente hasta la casa de los Dalloway. La simetría de las plazas y las calles de
Londres le rsulta hermosa. Parece que todo el mundo salió a cenar. Los londinenses, recién
vestidos, se mueven de un lado a otro. Llegando a la casa de Clarissa, Peter respira fuerte
para prepararse para el desafío. Instintivamente, su mano abre el cortaplumas en su
bolsillo.

Análisis
Luego del episodio que termina con la muerte de Septimus, que el narrador ahora refleje el
pensamiento de Peter sobre la ambulancia constituye una ironía: “Uno de los triunfos de la
civilización, pensó Peter Walsh. Esto es uno de los triunfos de la civilización, mientras oía el
alto y ligero sonido de la campana de ambulancia” (p.209). Peter se enorgullece de Londres,
de “la eficiencia, la organización, el espíritu comunitario” (p.209) mientras observa la
ambulancia pasar e imagina cómo instantes atrás la “civilización” debe haber acudido al
rescate de la vida de una persona accidentada. Esto constituye una ironía situacional, si se
tiene en cuenta lo que Peter ignora: en esa ambulancia viaja el cuerpo de Septimus, hombre
empujado primero a la locura por una irresponsabilidad militar-estatal, y luego a la muerte
por la institución psiquiátrica. La ironía yace en que, justamente, el cuerpo de Septimus en
esa ambulancia no representa un triunfo de la civilización, sino más bien un gran fracaso de
esta: "Era como si fuese aspirado hacia arriba, hasta un tejado muy alto, por una oleada de
emoción, y el resto de su persona, como una playa moteada de blancas conchas, quedara
desierto. Había sido la causa de sus males en la sociedad angloindia, esta susceptibilidad"
(p.210).

La novela vuelve a retomar la imagen del mar como representativa de la vida, y en este
caso es Peter Walsh quien es atravesado por las olas de emoción que se elevan y se
retiran. Peter reflexiona, piensa que su incapacidad para llorar o reír en el momento
adecuado es lo que lo dejó vacío y solo, como una playa que queda limpia cuando el mar se
retira. En este caso, la metáfora funciona para ilustrar el aislamiento social de Peter cuando
es abandonado por el mar que lo conecta con la vida. Inmediatamente después, el narrador
rescata de la memoria de Peter la teoría trascendental de Clarissa: "(...) nuestras
apariencias, la parte de nosotros que aparece, son tan momentáneas en comparación con
otras partes, partes no vistas, de nosotros, que ocupan amplio espacio, lo no visto puede
muy bien sobrevivir, ser en cierta manera recobrado, unido a esta o aquella persona, e
incluso merodeando en ciertos lugares, después de la muerte" (p.212).

Peter piensa que esa teoría ilustra su relación con Clarissa. Ella significa eso para él, dada
la frecuencia con que piensa en ella y lo poco que la ve en la vida real. De alguna manera,
Clarissa tiene, en la vida de Peter, el efecto propio del mar: la ausencia de ella lo deja vacío
y a la espera; mientras que su presencia le proporciona conexiones con una vida que él
desea, incluso años después de que su presencia haya cesado.

Pero Peter tiene problemas para afrontar la presencia-ausencia de Clarissa, los restos de su
supervivencia invisible y, por lo tanto, se amarga cuando recibe la nota de ella en su hotel. A
diferencia de su esposo, a Clarissa le resulta fácil comunicarse y decidió expresarse en
forma escrita y dejar un amable mensaje para Peter. Por su parte, él ya se siente
bombardeado por los recuerdos de Clarissa en su mente, y con la nota Peter siente que ese
fantasma hace una aparición ya intolerable: “Le enojó. Hubiera preferido que no le hubiera
escrito. Aquella carta, después de sus pensamientos, era como un codazo en las costillas.
¿Por qué no le dejaba a solas y en paz?” (p.214). Peter se resiente sosteniendo en sus
manos el sobre azul, color simbólico del mar: la situación lo evidencia continuamente
apegado a Clarissa, continuamente susceptible ante el roce de sus olas. Peter mira una foto
de Daisy y da cuenta de la diferencia: “a fin de cuentas, había ocurrido de una forma muy
natural; mucho más natural que con Clarissa. Sin problemas. Sin enojos. Sin fintas ni
escarceos. Todo viento en popa” (p.217). La expresión final trasluce lo que Peter siente
cuando piensa en Daisy; no se siente capturado y susceptible a merced de un océano de
emociones, sino que se trata de una relación que él sí puede navegar con tranquilidad.

Por otro lado, es en todos los aspectos de su vida que Peter parece oscilar entre la calma y
la intensidad. En un momento, el narrador expone la interioridad de Peter mientras decide ir
a la fiesta de Clarissa:

Porque esta es la verdad acerca de nuestra alma, pensó, de nuestro yo, que
cual un pez habita en profundos mares, y nada entre oscuridades, trazando su
camino entre matas de gigantes con hierbajos, por espacios moteados por el
sol, y sigue adelante y adelante, penetrando en las tinieblas, en la frialdad, en lo
profundo, en lo inescrutable, y de repente sale veloz a la superficie, y se exhibe
y nada en las olas rizadas por el viento, y tiene una positiva necesidad de trato,
de roce, de calor, con charlas ligeras. (p.222)

Este personaje parece erigirse, al menos desde la perspectiva de Clarissa, como un hombre
crítico, hondo de espíritu, que no se detiene ni aprecia nimiedades cotidianas como lo haría
Clarissa. Sin embargo, en este momento el personaje se abre a percibir sin enjuiciar, como
el pez que ha nadado demasiado en la oscuridad y anhela sentir claridad, luz, liviandad.
Peter camina y frente a él se luce Inglaterra, Londres, en forma de sociedad y de
civilización. Él intenta entonces dejarse encantar por la noche, por la inmediatez del
presente en la que parecen estar las personas recién bañadas y vestidas llegando a sus
cenas. Todo se le presenta bello, como “una sagrada ceremonia” (p.225). Pero Peter no
puede escapar al pasado. Sus pensamientos constantemente lo arrastran hacia allí, y los
tiempos se mezclan, incluso, en sus observaciones del presente. Mira desde la ventana del
hotel, antes de ir a la fiesta, y ve los cambios de Londres desde su última visita. Intenta
adivinar y percibir el pasado que la ciudad dejó atrás, y la inmediatez del momento se
articula y combina constantemente con la atemporalidad de sus recuerdos.

Parte 11: desde “Lucy bajó corriendo” (p.227) hasta “Sí, porque allí estaba” (p.267).]

Lucy y los demás sirvientes corren por la casa con las últimas preparaciones para la fiesta.
El Primer Ministro asistirá. Los invitados ya están llegando y las muchachas comienzan a
subir al segundo piso junto a la señora Dalloway. La señora Walker, una vieja sirviente, se
preocupa por el salmón. Lucy le dice a todos cuán hermosa se ve Elizabeth. Cuando los
invitados entran, cada uno es anunciado y Clarissa entonces le dice a Peter: “qué
encantador verte”. Él siente que Clarissa es insincera y desea haber ido a otro lugar esa
noche. Clarissa nota que Peter está incómodo y molesto, y su presencia la hace juzgarse a
sí misma. Se pregunta por qué organiza fiestas, e inmediatamente siente que la fiesta
fracasará. A Clarissa la enfurece que Peter vaya para criticar. Además de todo, ella piensa
que las fiestas son importantes.

Ellie Henderson, la prima pobre de Clarissa, está parada en una esquina, sin hablar con
nadie pero disfrutando de la oportunidad de observar. Más tarde le contará todo, con
detalles, a su amiga Edith. Un momento después, Peter saluda a Richard y se alejan.
Clarissa continúa dando la bienvenida a todos los que llegan. Se siente cansada y rutinaria.
De pronto, escucha que anuncian a una tal Lady Rosseter. Su voz toca una fibra sensible en
Clarissa. Se da cuenta de que Lady Rosseter es el nombre de casada de Sally Seton. Sally
pasaba por Londres así que se acerocó a la fiesta, sin invitación. A Clarissa le alegra
muchísimo verla. Luego nota que Sally se ve más vieja. Ella le cuenta que tuvo cinco hijos
varones. En la puerta anuncian al Primer Ministro; Clarissa debe ir a atenderlo.
Sorprendentemente para la mayoría, es un hombre de apariencia ordinaria. Se pasea con
Clarissa por el salón y los invitados se esfuerzan por no reír.

Peter piensa que los ingleses son esnobs. Pronto visualiza a Hugh Whitbread, otro ejemplar
de esa casta de la sociedad. A Peter Hugh le parece un engreído sobrestimado. Lady
Bruton se aparta en privado con el Primer Ministro. Aunque intoxicada con la energía de la
fiesta, Clarissa tiene una sensación de vacío. A medida que envejece las fiestas la llenan
menos, ya no la hacen sentir plena. Por otro lado, el odio que le produce pensar en la
señorita Kilman sí es capaz de llenarla por dentro.

Clarissa ve que el Profesor Brierly y Jim Hutton no se están llevando bien. Desearía que
Hutton tocara el piano, pero la fiesta es demasiado ruidosa. Luego saluda a Lord Gayron y a
la señorita Blow, que no hablan mucho. Visualizando a su tía, Clarissa se acerca a la vieja
Helena Parry. Solía llevarse bien con Peter, así que Clarissa lleva a Peter hacia ella. Luego
le promete a Peter que hablarán más tarde. Clarissa se encuentra entonces brevemente
con Lady Bruton. Son demasiado distintas y no tienen mucho que decirse. Lady Bruton se
une a Peter y lo invita a almorzar. Sally ve a Peter con la señorita Parry. Intenta que Clarissa
se les una, pero esta no puede parar de atender a los invitados. Les pide a Sally y a Peter
que la esperen. Clarissa recuerda el vigor de juventud de Sally, su vivacidad insaciable.
Sally ya no ilumina el salón como solía hacerlo. Casarse y tener una familia tradicional no es
lo que Clarissa esperaba de ella. Sally se sienta con Peter. Clarissa los ve de lejos y piensa
en su juventud.

Llegan los Bradshaw y Clarissa se apura para saludarlos. Al matrimonio Dalloway no le cae
bien esa pareja, menos aún el doctor. La señora Bradshaw explica que llegan tarde porque
el señor William recibió un llamado avisando que un joven veterano se suicidó. A Clarissa
no le parece bien que la señora Bradshaw traiga la muerte a su fiesta. Angustiada, entra a
una pequeña habitación en la que no hay nadie. La abruma pensar en la muerte. Puede
sentir a ese hombre, que era Septimus, caer, y a su cuerpo golpear contra el metal como si
fuera el suyo. Clarissa piensa en su pasado, en Peter y Sally, y se pregunta si aquel hombre
habrá sido feliz. Luego se da cuenta de por qué desprecia al señor Bradshaw: él vuelve
intolerable la vida de sus pacientes. A Clarissa la muerte se le presenta como lo que hubiera
sido su desgracia, a lo que se podría haber deslizado si no hubiera sido por Richard. Él
hace que su vida sea feliz, piensa. Clarissa mira por la ventana y se da cuenta de que la
vieja dama de enfrente la está mirando. Piensa que es bizarro ver a la vieja dama
prepararse para dormir mientras ella está dando una fiesta en el salón de al lado. Se siente
revivida ahora que sabe que Septimus arrojó su vida por la ventana. Clarissa vuelve a la
fiesta para buscar a Peter y a Sally.

Peter sigue sentado con Sally pero se pregunta a dónde habrá ido Clarissa. Sally se figura
que los invitados a la fiesta son todos políticos importantes, como Richard, aunque este
nunca fue miembro del Comité. Sally cambió, piensa Peter. Peter no cambió, piensa Sally.
Sally recuerda la escena en Bourton, la primera vez que fue Richard, lo que provocó que los
tres se separaran. Peter y Sally ven a Elizabeth parada del otro lado del salón; parece tan
distinta a Clarissa. Sally dice que adora a Clarissa, pero que siente que a ella le falta algo.
Se pregunta cómo se puede haber casado con Richard. Cuando pasa Hugh, Sally pregunta
sobre la gente del salón, pero Peter solo conoce a unos pocos. Sigue buscando a Clarissa.
Sally sostiene que ya llegaron a una edad en la que deberían decir lo que sienten. Peter
dice no saber lo que siente. Admite que su relación con Clarissa sigue perturbando su vida.
Uno solo puede enamorarse una vez, reflexiona. Cuando Sally dice que Clarissa debe
haberlo amado a él mucho más de lo que ama a Richard, Peter siente que la conversación
está yendo demasiado lejos. Mirando nuevamente a Elizabeth, Peter siente que uno conoce
mejor a las personas cuando crece. Sally siente que uno nunca sabe nada.

Richard habla con los Bradshaw hasta que éstos se van. Elizabeth se acerca a su padre.
Richard está maravillado por lo adulta que se ve. Sally piensa que Elizabeth y Richard están
unidos por un lazo especial. Casi todos los invitados se fueron. Sally se acerca para hablar
con Richard. Peter está por irse, pero de pronto se siente invadido por una enorme alegría.
Se da cuenta de que está feliz porque Clarissa finalmente apareció.

Análisis
El rol de Clarissa como anfitriona, tan teorizado durante la novela, se concreta en esta
última parte en que tiene lugar, finalmente, la fiesta. Mientras los sirvientes se apuran,
arreglan asuntos de último minuto y comentan chismes, los invitados empiezan a llegar y
Clarissa se prepara para su performance. De hecho, pareciera hasta respetar una
coreografía y un guion previamente ensayados: “‘¡Qué delicioso verte!’, decía Clarissa. Lo
decía a todos. ¡Qué delicioso verte!” (p.230). Hasta el final de la novela, Clarissa no tiene ni
un segundo para hablar con algún invitado en particular sin tener que correr a atender a
otro. Su rol es prácticamente de servicio; Clarissa se sacrifica por la performance con tal de
hacer honor a todas las convenciones sociales, respetando el libreto línea a línea. Esto se
ve por ejemplo cuando llega de sorpresa Sally Seton (ahora Lady Rosseter), quizás la
persona más importante del pasado de Clarissa y a quien no ve hace años, y aún así no
puede casi siquiera saludarla. Aunque le da muchísima alegría verla, debe atender a los
siguientes invitados, menos importantes en términos íntimos pero claramente más
relevantes en términos sociales, como, por ejemplo, el Primer Ministro.

El Primer Ministro protagoniza una situación irónica. Cuando se desplaza por la fiesta, los
invitados deben esforzarse para aguantar la risa por el modo en que viste: “Uno no se podía
reír de él. Tenía aspecto ordinario. Uno hubiera podido ponerlo detrás de un mostrador y
comprarle pasteles… Pobre hombre, todo cubierto de bordados de oro” (p.237). El narrador
apunta luego que el político “Intentaba parecer alguien. Era divertido contemplarlo. Nadie le
prestaba atención. Todos siguieron hablando, pero se advertía a la perfección que todos se
daban cuenta (...) del paso de aquella majestad, del símbolo de aquello que representaban,
la sociedad inglesa” (p.237). Resulta irónica la situación en tanto aquella figura que más
respeto y admiración supone reunir sobre sí es la que resulta el hazmerreir de la fiesta,
desconcertando a todos. Y es importante recordar que no es la primera vez que esta figura
aparece -o al menos simula aparecer- en público: los peatones se habían escandalizado, al
comienzo de la novela, cuando creían haberlo visto dentro de un auto. La figura del Primer
Ministro simboliza la jerarquía de la sociedad inglesa y el sentido de civismo y estatus que
reina en la sociedad de la época, incluso después de la devastación de la Primera Guerra
Mundial.

La sociedad en su fervor patriótico no repara, sin embargo, en los jóvenes como Septimus
que han sufrido en la guerra, y en cambio glorifica símbolos vacíos y respeta a hombres
como Hugh Whitbread, aunque su talento no sea más que escribir artículos concisos y
asistir a reuniones. Sobre el absurdo en torno a Whitbread, el narrador se sitúa en la mente
de Peter: “Peter Walsh carecía de piedad. Los villanos existen realmente, y bien sabía Dios
que los canallas que mueren ahorcados por haber hecho papilla los sesos de una
muchacha en un tren hacen menos daño, en total, que Hugh Whitbread y sus amabilidades”
(p.239).

La ironía narrativa consiste entonces en hacer entrar al Primer Ministro, máximo símbolo de
status y respeto, a la fiesta de Clarissa, con una apariencia ordinaria que hace reír de
desconcierto a los invitados: la percepción que ellos podían tener por el título, el símbolo, el
estatus de Primer Ministro se ve absolutamente burlada por la evidencia empírica. El
prestigioso auto que casi no podía avanzar a través de Londres debido a la excitación de los
ciudadanos pareciera, en este momento, develar su desconcertante interior. Y al verlo,
ahora no solo casi nadie habla al Primer Ministro, sino que nadie lo mira.

La alta sociedad aparece primeramente en la novela encarnada en la figura del Primer


Ministro, luego por Richard y su puesto en el Parlamento; continúa en las reuniones de
Hugh Whitbread en el Palacio de Buckingham, luego con el almuerzo de Lady Bruton y,
finalmente, en la fiesta donde el Primer Ministro aparece nuevamente, esta vez en carne y
hueso. El Primer Ministro, en su estatuto de símbolo vacío, funciona como metonimia de la
propia sociedad inglesa. Incluso Peter Walsh reconoce que Inglaterra no ha cambiado
mucho en este sentido durante su ausencia: “¡Señor, Señor, el esnobismo de los ingleses!”
(p.237). Peter había presagiado el papel que tomaría Clarissa en lo más hondo del
esnobismo inglés, cuando le insinuó que algún día sería la esposa del Primer Ministro.
Parada en lo alto de las escaleras, saludando a los invitados de su fiesta o paseando por el
salón con el Primer Ministro, ella prácticamente cumple esta profecía. Más cerca aún está si
se piensa que la carrera política de Richard continúa en pie: quizás Clarissa, en un futuro
que excede a la novela, acaba siendo, de hecho, la esposa del Primer Ministro.

El quiebre del ánimo festivo se produce con la llegada de los Bradshaw. Después de
escuchar sobre la muerte de Septimus, Clarissa ya no muestra preocupación por
asegurarse de que todos los invitados estén felices ni se ocupa de acompañar a los
miembros prestigiosos de la sociedad. Su reacción consiste en quedarse sola en una
pequeña habitación para lidiar con el sentimiento y el pensamiento de la muerte, que la
invadió. Por supuesto, Clarissa no conoce al hombre que se suicidó, pero el paralelismo y la
conexión entre ella y Septimus se expresa en este momento. Clarissa experimenta en su
cuerpo los sentimientos de dolor y muerte experimentados por Septimus. Siente que su
propio cuerpo caer y chocar contra el metal.

Clarissa toma la muerte de Septimus como un sacrificio hecho para ella y para las otras
personas, como si la muerte de Septimus fuera lo que les permite continuar viviendo.
Septimus adquiere un rol semejante al de Cristo. A partir de la muerte de Septimus se
produce una suerte de redención en Clarissa, una comunión con su propia vida, su propia
felicidad y la de los demás. Un hombre fue destruido por la sociedad para que ella pudiera
apreciar su vida y su suerte: Clarissa siente que, de no ser por Richard, ella habría
terminado como Septimus. Mediante un razonamiento algo extraño, Clarissa adquiere un
humor inmejorable: “Debía regresar al lado de aquella gente. Pero, ¡qué noche tan
extraordinaria! En cierta manera, se sentía muy parecida a él, al joven que se había matado.
Se alegraba de que se hubiera matado; que lo hubiera arrojado lejos, mientras ellos seguían
viviendo” (p.256). Ese “parecido” que siente con Septimus aparece como una conexión que
Clarissa, de algún modo, encuentra evidente: siente la muerte del hombre como un mensaje
para ella: “La muerte era desafío. La muerte era un intento de comunicar” (p.253). Las
palabras de Shakespeare (previamente ligado al joven Septimus) vienen, también, a la
cabeza de Clarissa: “No temas más el ardor del sol” (p.256). Septimus, quien fue a la guerra
para defender a Shakespeare, siente en su piel el calor del sol inmediatamente antes de
saltar por la ventana. Las palabras pertenecen a la obra shakespereana Cimbelino.

El sacrificio de Septimus afirma para Clarissa la inconstancia y la inmediatez de la vida, y


eso le permite enfrentarse a sus propios miedos y, a la vez, percibir la belleza y la simpleza
de la vida. En esta escena se apoyan los sectores de la crítica que afirman que Septimus
constituye una suerte de doble de Clarissa en la novela. Desde esta perspectiva, se
comprende que ella pueda empatizar y conectar tan hondamente con el dolor de alguien
que nunca conoció, y luego sentirse revitalizada: es como si hubiese muerto la parte insana
y angustiada de ella, encarnada en el personaje de Septimus.
Es también esta escena, en la que Clarissa está en la pequeña habitación, cuando se
produce el clímax de la novela. Además de la epifanía que atraviesa por la muerte de
Septimus, la vieja dama aparece en la casa vecina, y Clarissa la ve por la ventana. El texto
señala: “Era fascinante, con gente todavía riendo y gritando en el salón, contemplar cómo
aquella vieja, tan serenamente, se disponía a acostarse sola” (p.256). Clarissa se ve
revitalizada por esa suerte de reflejo (ella también es una dama llegando a la vejez) que le
exhibe lo privilegiadamente feliz que es su vida cuando recupera la perspectiva.

Clarissa vuelve a la fiesta cargada con un sentimiento vital y una necesidad de reunirse con
las personas más importantes de la fiesta, pero esta vez la jerarquía la encabezan los
invitados de mayor importancia en términos íntimos, verdaderos: “debía regresar. Debía
reunirse con ellos. Debía ir al encuentro de Sally y Peter” (p.256). En cierto modo, Clarissa
logra vencer el aislamiento y volver a la conexión social, movimiento que para Septimus
resultaba últimamente imposible. Por su parte, Peter está por irse cuando siente
súbitamente un “terror” o un “éxtasis”. Se pregunta: “¿Qué es esto que me llena de tan
extraordinaria excitación?”, y el narrador retoma la estructura de oraciones breves, como al
comienzo de la novela: “Es Clarissa, dijo Peter. Sí, porque allí estaba” (p.267). La historia
cierra en el comienzo de una escena, lo que deja al lector libertar para imaginar lo que
sucede después. En principio, lo que la novela evita es clausurar la historia cerrando la
puerta ante el tiempo, que nunca se detiene. Con ese gesto final, el narrador obedece a la
teoría vital que desarrolló a lo largo del texto, y no intenta manipular el movimiento de las
aguas del mar: el cierre de la novela, con Clarissa acercándose a Peter, evidencia que las
olas van y vienen infinitamente.

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