Los golpes sonaron tan fuerte que resonaron en mis manos y
recorrieron, furiosos, todo mi cuerpo, como si yo los estuviera
generando. Pero mis manos no sangraron, mis pasos desesperados no tiñeron de un rojo oscuro los pasillos, ni arrastraron vidrio. Ni la sangre ni el vidrio estaba en escena aún. Recorrí desesperada mi casa buscando silencio en algún rincón de aquellos cuartos vacíos. Tenía que salvar a mi hermana. Se oía a lo lejos que el discurso de esta vez era decisivo para su integridad psíquica. Yo ya estaba mucho más allá.
Ningún cuarto se salvaba de exhibir semejantes injurias. Elegí
uno de ellos, no al azar, claro, nada podía ser al azar para ese entonces. Si por azar hubiese elegido una de las puertas sin llave, probablemente no sería esta la historia. Apoyé su cabeza en mi pecho y le susurré que si respiraba profundo y se escondía detrás de mi espalda, nada malo iba a pasar.
Cuando escuché sus pasos acercar su voz, verifiqué que la
puerta estuviera bien cerrada. Todo estaba en orden, estaba lista para ver descender el picaporte, para escuchar cientos de patadas, una seguida de la otra, cada una representando cada extremo, cada brote, volviendo a lastimar una y otra vez. Sangraron mis recuerdos, se tensionaron cada uno de mis músculos intentando formar un escudo, pero el estruendo ya estaba sucediendo adentro.
Estábamos a cincuenta metros, tres puertas, nueve pisos y una
reja de la realidad. Mientras estuviéramos ahí dentro, otras eran las reglas, debíamos acomodarnos ingeniosamente a la subjetividad más fuerte, la de él, por supuesto, intentando no quedar del lado de adentro de la reja, ni perdiendo el tiempo haciéndole comprender que su realidad no era verdaderamente compartida.
Mientras tanto, a una puerta, nueve pisos y una reja, estaba
mamá. Su amor por sus mascotas casi le presenta la muerte (él le había asegurado que si se iba, se comería a los dos gatos). Se la escuchaba aullar desesperación. Su voz cambiaba sorprendentemente ante el peligro, yo podía distinguir la gravedad de las situaciones a través de ella, como si ante cada situación debiera sacar otra persona creada con sus mejores recursos para afrontar aquello que pasaría.No podía comprender sus palabras, eran sonidos aislados unos de otros por ruidos que podían anticipar el escalofriante desorden que nos esperaría del otro lado de la puerta. Al cerrar mis ojos podía figurar la escena, me era necesario para ubicar a cada uno de los personajes y así planificar una huída sin posteriores lamentos.
Pocos minutos después, nos encontrábamos cruzando el
pasillo, sigilosamente. Sólo podía percibirse nuestro escape por el crujir de los vidrios al pisar. Yo iba adelante, como siempre, como si realmente fuera más fuerte que alguien más: iba adelante porque así debía ser. Algo, había algo, no sé qué aún, que nos diferenciaba y definía que fuera yo quien debía ponerle el pecho a esta historia. Yo era lobo, decía papá, el resto ovejitas. Indudablemente, que yo representara el lobo en su realidad me hacía correr ciertos riesgos. El lobo no debía morir igual que una oveja (por supuesto, podía hacerle frente a una muerte mucho más cruel y sanguinaria, algún ritual morboso y retorcido). El pasillo no tenía más de un metro de ancho. Apenas habíamos transitado la mitad, apareció él. Se apoyó, con un gesto malicioso, sobre el marco de la segunda puerta. Ya no había vuelta atrás. Ella temblaba escondida en mi espalda. Seguramente no había llegado a ver su cara. Cualquiera, al mirarlo, podría haber asegurado que no era nada bueno lo que seguía. Yo conocía todos sus gestos. Si pudiera enumerarlos, aun afirmando que son infinitos, seguiría diciendo -con seguridad- que sabía con total precisión qué decía cada uno de ellos, todos, menos éste. Parecía sonreír, llorar, suplicar quién sabe qué, amenzar, intimidar, todo eso sin decir una palabra, sin hacer ni un solo movimiento. Apoyada sobre el marco de la puerta, la figura que representaba todos mis miedos.