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Las sanciones penales en nuestro sistema jurídico al igual que otras en el mundo,
están representadas por un amplio repertorio de reacciones que la sociedad ha
tenido respecto al delincuente, pero en el momento en que la pena restrictiva de la
libertad se empieza a utilizar como pena propiamente dicha, da lugar a que en
gran medida quede relegada la pena de muerte, y se convierta en la más utilizada,
no tan sólo en nuestro país, sino en la mayoría de los países del mundo.
Esto es, la prisión desde el momento en que sistemáticamente se le utiliza ya
como pena, ha sido el medio favorito para tratar de punir y manejar a los
delincuentes, aun cuando no se han abandonado totalmente otro tipo de penas
(multa) que también se encuentran normatizadas en los códigos represores, así
como tampoco ha cesado la búsqueda por encontrar otros medios penales con los
cuales poder sustituirla; por ejemplo: trabajo a favor de la comunidad, arraigo
domiciliario, etcétera.
A mayor abundamiento, se observa cómo los doctrinarios buscan explicar y
fundamentar tanto los diversos tipos de sanción como sus fines y duración,
tratando de encontrar una pena que sea lo suficientemente elástica para adecuarla
al delito y muy posteriormente, al delincuente.
Esta búsqueda ha llevado hasta hoy a encontrar solamente una pena conocida
con el nombre de prisión, lugar donde se le recluye a un delincuente sometiéndolo
a un tratamiento penitenciario, significando una apreciable alternativa para sustituir
la pena de muerte, las mutilaciones y las torturas aplicadas tiempos atrás a los
delincuentes.
Sin embargo, el fin de la pena privativa de la libertad de lograr la “readaptación
social” o “rehabilitación social”, por medio del tratamiento o terapia, ha sido motivo
de estudios en la doctrina penitenciaria, en las obras de los criminólogos y en
numerosos congresos penitenciarios, como por ejemplo, el Octavo Congreso de
las Naciones Unidas sobre Prevención del Delito y Tratamiento del Delincuente,
celebrado precisamente en 1990 en La Habana, Cuba, sin olvidar uno último
celebrado en El Cairo, Egipto, en el año de 1995 Con relación al término
tratamiento, hasta hace algunos años no se dis- cutía y se consideraba un
magnífico avance progresista dentro de un con- texto de humanización de las
prisiones.
Pero hoy en día las cuestiones han cambiado, pues se cuestiona severamente por
parte de los estudiosos de la ciencia penitenciaria, ya que se ha hablado del
tratamiento como si se tratase de una varita mágica para poder transformar a los
delincuentes de hombres malos o perversos en hombres “buenos” de nuestra
sociedad. Es decir, “en la mayoría de leyes de ejecución penal quedó incluido
dicho concepto (tratamiento) a partir del siglo XX, y en las leyes suecas de 1945,
así como en las leyes de Holanda, Turquía, Checoslovaquia, Yugoslavia, Francia y
Noruega en 1964, por citar sólo algunos países de la Europa occidental”.
Respecto a estas legislaciones lo más importante de ellas es que en la de
Noruega, se señala como objetivo primordial del tratamiento el de mejorar en todo
lo posible la aptitud y el deseo del recluso de seguir una vida conforme a la ley,
una vez en libertad.
Refiriéndonos a nuestro país, se habla en nuestras leyes de ejecución penal del
mismo término (tratamiento), buscándose con ello lograr la tan aventurada
readaptación social del delincuente, o sea, la rehabilitación por medio de la
ejecución penal, debiéndose entender en el sentido de alcanzar la reeducación del
delincuente, teniendo como parámetro la media ético- cultural del ciudadano
común y corriente.
En otras palabras, el penitenciarismo moderno mexicano persigue como fin último
la readaptación o reinserción del delincuente a nuestro entorno social, a diferencia
del antiguo penitenciarismo que a lo más que aspiraba era ejecutar un castigo
para disuadir a futuro a quien violara el orden legal. Para alcanzar dicho propósito
se han hecho numerosos esfuerzos, y los especialistas en esta materia han
establecido como elementos fundamenta- les: el tratamiento individualizado del
preso, la existencia de instalaciones carcelarias adecuadas y el respaldo del
cuerpo técnico especializado (pedagogos, criminólogos, psicólogos, trabajadores
sociales y otros).
Pero aun cuando han sido magníficos los esfuerzos realizados en este aspecto
por penitenciaristas de vocación, sólo por citar en esta ocasión a algunos: Javier
Piña y Palacios, Antonio Sánchez Galindo, Sergio García Ramírez, Juan Pablo de
Tavira, etc., puedo afirmar, sin temor a equivocación, lo siguiente: nuestro sistema
penitenciario mexicano está muy lejos de poder lograr la verdadera rehabilitación
social del infractor de la ley penal, pues son varios los factores que impiden de una
buena manera lograr dicho propósito.
Estar encarcelado en México cuesta caro. Y no sólo por la sentencia que debe
cumplirse, sino también porque los reos deben pagar para sobrevivir en las
prisiones. En las cárceles mexicanas hay cuotas por todo: el derecho a dormir
acostado, recibir un poco de agua para beber y asearse, evitar golpizas y
asaltos… La justicia mexicana, "a juicio" ante las cámaras Organizaciones civiles y
estudios académicos señalan que un preso puede desembolsar un promedio de
5.000 pesos al mes (unos 300 dólares) por vivir en relativa calma dentro de una
prisión mexicana.
Hacinamiento y corrupción: el infierno de las cárceles mexicanas Las cárceles
mexicanas han sido escenarios de fugas, fiestas, riñas y amotinamientos. Se
imponen los autogobiernos, en momentos en que las autoridades han buscado
reducir la población carcelaria.
Motines, asesinatos, fugas, violencia: la crisis que viven las cárceles de México
desde hace años está lejos de solucionarse por el hacinamiento, los tentáculos de
las bandas criminales entre rejas y la corrupción de las autoridades. "La crisis se
debe a dos factores", explica Guillermo Zepeda, director de Jurimetría, un centro
de investigación de temas legales. "Por una parte al hacinamiento y por otra al
crimen organizado, que ha permeado ya a los centros penitenciarios".
El gobierno del presidente Enrique Peña Nieto ha insistido en su intención de
enfrentar este problema endémico con más infraestructuras, equipamientos,
aumentando los salarios y reforzando la capacitación del personal. En el último
año se logró reducir la población carcelaria en 30 mil personas, pero el 58 por
ciento de los actuales 216 mil 831 reos viven hacinados.
Esto significa que más de un tercio de las 375 cárceles del país están
sobrepobladas.
ARMAS Y FIESTAS
En varias cárceles, las bandas criminales terminan imponiendo su autogobierno y
mantienen sus rivalidades, originando riñas, motines, fugas y asesinatos. Este año
se han registrado balaceras, incendios y hasta el escape de 29 reos en varias
prisiones de Tamaulipas. De Sinaloa huyó el hijo de Juan José Esparragoza, uno
de los fundadores del poderoso cártel de Sinaloa. Las redes sociales han hervido
en las últimas semanas con las imágenes de una "narcofiesta" en una cárcel de
Jalisco, donde decenas de presos toman alcohol, comen y disfrutan de un
concierto en directo, y con un video de reos maltratados y obligados a limpiar
vestidos con ropa interior femenina.
Hace apenas unos días, la policía encontró armas largas y un túnel en otro
presidio de Tamaulipas donde el 80 por ciento de los detenidos son miembros del
cártel del Golfo. En la memoria están las dos espectaculares huidas en 2001 y
2015 de Joaquín El Chapo Guzmán, uno de los mayores narcotraficantes del
mundo, y la masacre del año pasado en la cárcel de Topo Chico en Nuevo León,
que dejó 49 muertos por una pelea.
Este escenario solo es posible por "la corrupción dentro del sistema", reitera la
académica del Centro de Investigación y Docencia Económicas Catalina Pérez.
"Hay muchísima corrupción de la que nadie se ocupa". "Terminan unos internos
pagando por tener celdas de lujo y todo lo que quieren tener, mientras que los más
pobres son los que limpian los escusados (baños)", cuenta. La Comisión Nacional
de los Derechos Humanos (CNDH) expresó de nuevo en mayo "su preocupación
por el agravamiento de las condiciones de autogobierno/cogobierno en centros
penitenciarios, ante el aumento de internos vinculados a la delincuencia
organizada o con suficiente capacidad económica".
UNA LEY INEFICAZ
Casi el 50 por ciento de los reos en prisiones federales y el 30 por ciento en
penales estatales están detenidos de forma preventiva, a la espera de un juicio y
una sentencia. En muchos casos, esperan castigos por delitos menores, como
robos sin violencia. "La gente que está ahí es la que tiene menos recursos, que
han sido acusados solo por delitos menores", señala Pérez. En su opinión, México
debe decidir qué función da a las cárceles: "Si las vamos a usar para quienes
poseen mínimas cantidades de sustancias ilícitas o para reinsertar (a la sociedad)
a quienes cometieron los peores delitos", plantea. En junio de 2016, el Congreso
aprobó una ley de sanciones penales que, además de la prisión, prevé otras
penas como la reparación de daños o trabajos comunitarios.
La norma busca lograr la reinserción social de los delincuentes y despresurizar las
cárceles, pero su proceso de implementación avanza lentamente. "Tenemos ahora
que exigirle a la autoridad que cumpla de manera debida con la ley, y es algo que
no vemos que esté aconteciendo", señala la senadora Angélica de la Peña, del
Partido de la Revolución Democrática (PRD) y al frente de la comisión de
Derechos Humanos en la Cámara Alta. Las organizaciones civiles, de su lado,
están preocupadas porque la sociedad no ha sido educada para aceptar a quien
ha estado preso. "Si saliendo de la cárcel no encuentra trabajo, es discriminado,
es el señalado de su barrio, pues es el cuento de nunca terminar", subraya
Consuelo Bañuelos, directora de Promoción de Paz, una organización que busca
la reinserción social de los presos.