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Dios: ¿Padre bueno?

La respuesta a este título parece obvia. Es más, hay quien puede hasta molestarse,
pensando, ¿quién puede poner en duda que Dios nos ama?, y comenzar a argumentar con
innumerables textos de la Sagrada Escritura para terminar con el triunfal “Dios es amor” de la
primera carta de Juan.1
Sin embargo, a pesar de esta universal y contundente conclusión, muchas veces a través de
nuestras frases, comentarios, argumentos, sin darnos cuenta, estamos poniendo en duda o
directamente contradiciendo esta bondad de Dios ante quienes nos escuchan.
El ser humano se sabe imperfecto, limitado, pero de todos los límites que experimentamos
son, sin duda, la muerte y el sufrimiento los dos más escandalosos. Tiene su lógica, ya que son los
que ponen en crisis el sentido de la vida. Frente a ellos, los cristianos, gracias al anuncio del
Evangelio, en el misterio de la Encarnación, Muerte y Resurrección de Jesús, fuimos hechos
partícipes de la respuesta que plenifica el sentido de la vida de cada hombre y mujer. Pero
prestemos atención a qué y cómo decimos o escuchamos esto mismo en el lenguaje de todos los
días.
Empecemos con la muerte: “Le llegó la hora”, “estaba escrito”: ¿qué hora llegó? ¿dónde
estaba escrito? ¿qué queremos decir? ¿que Dios ya lo tenía determinado o que creo en el destino?
Escuchemos algo más religioso: “Dios se lo llevó” (en el caso del “bueno”, se lo llevó a su lado, en el
caso del “malo” –esto se piensa más que se dice- es el justo castigo, se lo merece). ¿Cómo que se lo
llevó? ¿acaso estamos queriendo insinuar que Dios en un momento decidió “arrancarlo de la tierra
de los vivientes?” Digámoslo con todas las letras ¿Dios lo mató?
Soy consciente que normalmente no queremos decir esto, pero es lo que damos a entender.
No hace falta ser psicólogo para conocer el pensamiento eminentemente práctico de los chicos.
Cuando le digo a cualquiera de ellos que el abuelito era tan bueno que Dios se lo llevó porque lo
quiso tener a su lado, lo primero que va a pensar es que Dios por lo menos es un “perfecto egoísta”
que quiere a los buenos junto a él y que será muy bueno con los demás, incluso con su abuelo, pero
no con él ya que no hizo otra cosa que arrebatarle a uno de sus seres más queridos.
“Dios lo quiso así”, “fue la voluntad de Dios”. El otro día un alumno de primer año me
preguntó: ¿Por qué si Dios es tan bueno permitió que se estrellara el avión de LAPA 2? La pregunta
es muy seria y relaciona directamente a Dios con el accidente poniendo automáticamente en tela
de juicio su bondad. Y mejor no investiguemos en las consecuencias del accidente. Los que se
salvaron, con todo derecho, deben decir que fue “gracias a Dios”, ¿y los que murieron gracias a
quién fue? ¿y los accidentados?
Pasemos al sufrimiento, que, si bien está íntimamente relacionado con la muerte, reviste
características distintas desde nuestra experiencia y, por lo tanto, implica respuestas distintas. Al
igual que en el caso de la muerte, el sufrimiento del “malo” se responde (otra vez más de
pensamiento que de palabra) como merecido castigo por sus pecados. El asunto es quién aplica el

1
1Jn 4,8.16
2
El vuelo 3142 de Líneas Aéreas Privadas Argentinas (LAPA), encomendado a la nave Boeing 737-204C LV-WRZ,
se estrelló en el Aeroparque Jorge Newbery de la Ciudad de Buenos Aires el 31 de agosto de 1999 a las 20:54 (hora
local), cuando despegaba hacia la ciudad de Córdoba, protagonizando el cuarto accidente más grave de la historia de la
aviación argentina, en el que fallecieron 65 personas.
castigo ¿un destino impersonal, la ley del “karma” o Dios? Pero mucho más complicado aún es dar
respuesta al sufrimiento del “bueno”. Hace su aparición aquí un concepto muy utilizado en nuestro
lenguaje religioso y cristiano: la “prueba”. Por medio de ella damos satisfactoria respuesta a
semejante interrogante. “Dios nos pone pruebas en la vida para fortalecer nuestra fe o nuestra
voluntad, para ablandar nuestro corazón, para que volvamos al camino”. En la lectura literal,
carente de interpretación y contextualización del magnífico relato del sacrificio de Isaac 1, donde
Dios le pide a Abraham la vida de su hijo único para probar su fe, encontramos hasta la justificación
bíblica de nuestro argumento. Lamentablemente este texto es popularmente muy conocido, mucho
más que otros, incluso del Nuevo Testamento que, teniendo en cuenta el sabio criterio teológico
que nos indica que la verdad de la Escritura se encuentra en su unidad o totalidad y no en tal o cual
pasaje, son indispensables para interpretarlo correctamente.
¿En qué consisten estas pruebas? Pueden ser de todo tipo: enfermedades o accidentes
personales, graves pérdidas de seres queridos y cercanos; pueden incluso alcanzar a lo social, a
través de catástrofes naturales, epidemias, dictaduras, violencia, injusticia, etc. No quedan dudas
que todas estas situaciones “ponen a prueba” la fe de cualquiera y que según cómo se las supere
pueden provocar en la persona un cambio radical y, a veces, positivo de vida. Pero el problema es
de dónde vienen estas pruebas, y lo más común es escuchar y decir que vienen de Dios, entonces,
¿Quiere decir que Dios “me enferma” o “me provoca un accidente” o “me mata a un ser querido”
para que yo cambie de vida? Repugna tanto este pensamiento que normalmente cambiamos
ligeramente la frase y en vez de decir que Dios “nos pone” las pruebas, decimos que las “permite”.
La diferencia es significativa, pero en el modo de entender este “permiso” vuelve a ponerse en
juego la bondad Divina. ¿Por qué lo permite? ¿Porque sigue siendo un bien para nosotros y por lo
tanto se satisface en ello? (no en la prueba misma, sino en el bien que ella conlleva) y en ese caso,
¿No era que el fin no justifica los medios?
Por otra parte, todo esto tiene que ver con cómo nos paramos frente a la prueba,
especialmente frente a algunas, ya que, si son voluntad de Dios, de nada sirve hacer nada y así,
tímida e indefectiblemente hace su aparición en escena otro concepto tan confuso como famoso:
“la resignación”. Ciertamente es una palabra muy fuerte; significa, nada menos que, volver a firmar,
esto es, volver a decir sí con toda la fuerza a algo que acaba de sufrir una gran crisis, y a pesar de
todo renuevo valientemente la opción, esto implica discernimiento, coraje y compromiso. Pero
creo que vamos a estar todos de acuerdo en que, por lo general, no es esto lo que queremos
expresar cuando decimos “estoy resignado”. Una cosa es “resignarse” frente a la muerte, y en
medio del dolor y la oscuridad, renovar nuestra fe en la luz de la resurrección, confirmar que
creemos en el Dios de la vida, en el Dios todopoderoso que todo lo puede justamente allí donde
reconocemos nuestro límite y abandonarnos, entonces, confiadamente en sus manos. Pero otra
cosa muy distinta es, sumar al error de identificar todo sufrimiento con la voluntad de Dios, la
resignación, en el peor sentido de la palabra, frente a situaciones como la injusticia, la miseria, el
abuso del poder, etc. La resignación así entendida se convierte en una verdadera “droga” que nos
paraliza y reprime todas nuestras luchas y nos lleva a aceptar dócilmente aquellas cosas que en
realidad tendríamos que cambiar (Me parece que esto último merece toda nuestra atención. Más
allá del posible error de concepto, aquí subyace algo mucho más peligroso. Puede ser, de hecho,
estoy convencido de ello, que haya gente que le interese sobremanera sembrar lo más
universalmente posible esta mentalidad, con el fin de legitimar con nada menos que la voluntad
divina el escandaloso y “desordenado orden” en el que se encuentra la humanidad, para conservar
su lugar de privilegio).
Podemos avanzar más por este mismo camino, ya que a cualquiera de estas “pruebas”, en
ciertas ocasiones les damos otro nombre más profundo y de mayor contenido teológico: “la cruz”.
Reconocer y vivir el sufrimiento como “cruz” es, en primer lugar, otorgarle sentido, sin duda en el
misterio; es transformar con Jesús lo que era signo de pecado en signo de amor. Es asociarse
humildemente al dolor de todos los que sufren, a la entrega del Señor por la humanidad, haciendo
de ese dolor, aún desde la pequeñez humana, un sacrificio redentor que completa el de Jesús;
como dice San Pablo: “Ahora me alegro de poder sufrir por ustedes, y completo en mi carne lo que
falta a los padecimientos de Cristo, para bien de su Cuerpo, que es la Iglesia”. 1 Pero nuevamente
tenemos que reconocer que nada tiene que ver con esto lo que se quiere expresar a través de
frases tan frecuentes como: “Tenés que cargar con tu cruz”, “esta es la cruz que te tocó llevar” y no
me refiero sólo al significado o sentido, sino tampoco en relación con su procedencia. Pablo en
ningún momento da a entender que la cruz se la haya enviado Dios, pero nosotros sí,
lamentablemente es el pensamiento más frecuente.
Parecería que estamos en lo mismo que antes planteamos sobre las pruebas, pero sin
darnos cuenta, llamándolas “cruces” estamos tocando no sólo el misterio de “nuestro” sufrimiento,
sino también el misterio de Jesús, el de su encarnación redentora, el de nuestra salvación. Si las
cruces vienen de Dios, también la de Jesús. Un mínimo y elemental conocimiento de historia, nos
indica que la cruz era el elemento de tortura–muerte que algunos pueblos, en la antigüedad, tenían
para castigar a aquellos que subvertían el orden establecido por los que ostentaban el poder. Sin
embargo, seguimos insistiendo en que el Padre quiso que su Hijo pase por semejante muerte para
salvar a la humanidad. ¿Acaso Cristo no se entrega a la muerte en cruz para cumplir la “voluntad
del Padre?” ¿No es eso lo que nos han enseñado? Así, de a poco nos vamos acercando al colmo del
absurdo, ya que llegamos a un callejón sin salida: parece que todo da a entender que Dios, a los que
más ama, más los “hace sufrir” y si aguzamos nuestra memoria seguro que recordaremos haber
escuchado alguna vez algo parecido como intento de consuelo en la desgracia.
¿Cómo llegamos hasta aquí? Casi todos hemos recibido una enseñanza similar basada en un
esquema teológico que interpreta el misterio de la salvación desde la “satisfacción penal”.
“Simplificando dicho esquema, podría sintetizarse del siguiente modo: en el principio el hombre
ofendió a Dios con una ofensa infinita; dicha ofensa le valía el castigo eterno, ya que no podía
satisfacer a Dios por ella a causa de su finitud por más sacrificios que acumulara, fue necesario que
el mismo Hijo de Dios se hiciera hombre para que, en cuanto hombre, satisficiera con el sacrificio de
su vida por la ofensa cometida; él podía hacerlo infinitamente porque era Dios; en el Dios hecho
hombre el puente entre Dios y los hombres queda restablecido.
Este planteamiento despacha ligeramente una serie de supuestos que merecerían discutirse.
Cuanto menos asoman ciertas preguntas: ¿No se supone aquí una idea negativa de la creación
como si no fuera también ella fruto de la bondad divina? ¿No se reduce la obra de la redención a un
“asunto” entre Dios y Dios, del cual el hombre es mero espectador? ¿Cuál es el rostro de Dios que
asoma en este esquema? ¿Ama Dios el sufrimiento? ¿Exige la muerte como compensación por el
pecado? ¿No queda aislada la pasión y muerte de Jesús de Nazaret del trayecto histórico que lo
condujo a ellas? ¿Dónde queda la gratuidad del amor de Dios? ¿No se banaliza el amor de Dios que
según Juan1 nos amó primero?”3

Acabo de citar en cursiva un texto básico de cristología. Como vemos, no es un problema


nuevo ni somos los únicos que nos lo cuestionamos. La voluntad de Dios es salvífica: “Sí, tanto amó

3
Oscar Campana, “Jesús de Nazaret, su historia y la nuestra”, Ed. Paulinas
Dios al mundo que envió a su Hijo para que aquél que crea en El no muera, sino que tenga la vida
eterna”1, “... porque Él quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la
verdad”1. Dios no quiere la muerte de su Hijo y mucho menos esa muerte. Justamente la voluntad
de Dios, que es el amor, lleva a Jesús a asumir un compromiso y una entrega tal que, resulta
insoportable e inadmisible en un mundo regido por el odio, la injusticia, la violencia y que tiene que
eliminarlo para que nada cambie. “La muerte de Jesús es humana y, por lo tanto, no obedece a una
necesidad exterior, como si fuera impuesta por un decreto divino. Fue asesinado porque puso por
encima de su propia vida aquello que él creyó que era la justicia y la verdad: “Para esto he nacido yo
y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad,
escucha mi voz” (Jn. 18, 37).”1 Por eso el que quiera seguirlo tendrá que cargar la cruz, no la que
Dios le envíe, sino la que le ponga el mundo, que nada ha cambiado desde entonces. 1
Por último, no quiero dejar de tocar un tema que, si bien lo mencionamos, no lo
desarrollamos en profundidad. En dos oportunidades deslizamos casi con ironía que con los
“malos” no había mayor inconveniente ya que, al menos popularmente, el sufrimiento se entiende
como justo castigo por sus pecados. Lo que sí me preocupa es que también en este caso decimos
que el castigo viene de Dios. ¿Acaso no nos lo han enseñado así? “Dios premia a los buenos y
castiga a los malos”, o más popularmente “Dios castiga sin palo y sin rebenque”, por lo tanto
“portate bien que si no Dios te va a castigar”, etc. Desde aquí, consciente o inconscientemente nos
hemos formado la idea de un Dios siempre presente y atento para “controlarnos”. Son frases tan
extendidas como contradictorias si las confrontamos con el Evangelio. No parece que el Padre del
hijo pródigo esté controlando a su hijo descarriado ni que piense en algún tipo de castigo antes y
menos después de su arrepentimiento. No hace falta ni esperar a la revelación del Nuevo
Testamento, ya en el Antiguo el gran tema del libro de Jonás es que Dios tuvo misericordia de un
pueblo pecador, no porque se haya convertido de su pecado, sino simplemente porque los ama.
Como estos temas de castigo, ira, condenación nos causan enormes problemas para
compaginarlos con la misericordia divina, hemos encontrado una manera bastante digna de
resolverlo: “En Dios la misericordia es infinita, pero también es infinita su justicia”. Buena
respuesta, parece tranquilizadora. Ahora bien, ¿qué es la justicia? ¿dar a cada uno lo que le
corresponde? ¿y qué es lo que le corresponde a cada uno? Quiero decir: en la época de Jesús al
esclavo “le correspondía” servir y pertenecer a su amo ¿Eso es justicia? No pretendo, en este
momento escribir un tratado sobre la justicia, pero insisto: ¿qué es? ¿la violencia cuando viene del
poder? ¿la estadística que niega la pobreza? ¿la guerra inventada por intereses políticos y
económicos? Podríamos ir al Evangelio para ver si encontramos alguna respuesta, pero es que ni
siquiera ahí encontramos una justicia “justa”. La justicia del Evangelio es la voluntad de Dios, o sea,
el amor, y aún desde lo humano somos capaces de entender que el amor supera a la justicia. Y ni
que hablar si aplicamos el concepto de justicia a Dios. ¿Qué queremos decir, entonces, cuando
decimos que Dios es justo? ¿Que es justo como nosotros? Parece que no ¿Y para qué decimos que
es justo, entonces, si no sabemos ni lo que estamos diciendo?
Alguien podría retrucarme, argumentando: “estoy de acuerdo, pero en ese caso, tampoco
se podría decir que es misericordioso, porque así como es insondable su justicia también lo es su
amor”. Y yo le contestaría: “Estás equivocado. Dios se manifestó en Jesús, y él lo único que hizo fue
amar, y amó entregándose hasta el fin, hasta dar la vida, esto no es conjetura, ni razonamiento, es
sencillamente lo que pasó. No tengo experiencia de la justicia de Dios, en cambio, sí, tengo
experiencia de su amor. Por eso, de lo único que estoy totalmente convencido es que nos ama y
por esa razón es que creo con todas mis fuerzas que es un Padre bueno, es más, que es el Amor.
Tengo claro que a lo largo de estas páginas dejé un montón de interrogantes abiertos.
Seguramente podríamos llenar muchas más intentando respuestas. Ahora, sólo esto: frente al
misterio de la muerte y la enfermedad no me da vergüenza permanecer en silencio y abandonarme
confiadamente en las manos de Dios. Frente a todo lo demás, incluida la enfermedad como
fenómeno, me pongo en sus manos, pero en lucha, porque todo es fruto de nuestra libertad, esa
libertad que Dios nos dio como don, justamente, para poder amar como El ama, para poder
alcanzar la meta de todo ser humano: la felicidad, o sea, Él mismo. Lo más paradójico es que esa
misma libertad también pueda causar tanto dolor, y más aún, que todo ese dolor sea la prueba más
contundente de hasta dónde llega el amor del Padre, hasta la desmesura del respeto sin límites por
cada uno de sus hijos.
El objetivo que me propuse fue, primeramente en mí y compartiéndolo con ustedes, poner
en crisis eso de que “tenemos respuesta para todo”. Es fácil echarle la Dios la culpa de todo lo que
pasa, bueno o malo. No, muchas respuestas no son tales, no responden nada, ni siquiera las
habíamos pensado lo suficiente, simplemente las repetíamos. Es un gran paso “darse cuenta”. Los
fariseos eran buena gente, pero no se “dieron cuenta”, lo tenían todo controlado, la “ley” les
despejaba todas las dudas y no tenían lugar para la novedad, para el misterio, para la gratuidad y el
Evangelio es “novedad”, el Reino es “misterio”, la gracia es “gratuidad”. El Espíritu sigue soplando y
hay que estar lo suficientemente libre para dejarnos conducir por Él.
Finalmente, porque es tan poco lo que sé, es que creo cada vez más que Dios es un Padre
Bueno.

Permítanme terminar con una pequeña reflexión, simplemente para pensar, del
“cuestionado” Anthony de Mello y con una increíble, por lo oportuna, anécdota personal.
El diablo y su amigo
En cierta ocasión salió el diablo a pasear con un amigo.
De pronto vieron entre ellos a un hombre
que estaba inclinado sobre el suelo
tratando de recoger algo.
“¿Qué busca ese hombre?”, le preguntó al diablo su amigo.
“Un trozo de Verdad”, respondió el diablo.
“¿Y eso no te inquieta?”, volvió a preguntar el amigo.
“Ni lo más mínimo”, respondió el diablo.
“Le permitiré que haga de ello una creencia religiosa”.
Una creencia religiosa es como un poste indicador que señala el camino hacia la Verdad. Pero las
personas que se obstinan en adherirse al indicador se ven impedidas de avanzar hacia la Verdad,
porque tienen la falsa sensación de que ya la poseen.4

Lo que sigue me ocurrió hace poco más de una hora. Dos de mis hijos, Jeremías (8 años) y
Santiago (6 años), estaban viendo la película “El príncipe de Egipto” que se refiere, en dibujos
animados, a la historia de Moisés. En el momento en que se representaba la décima plaga, el paso

4
Anthony de Mello, El canto del pájaro, Sal Terrae
del “ángel exterminador” que “mató” a todos los primogénitos de los egipcios, se dio entre ellos el
siguiente diálogo:
Santiago: ¿Qué es eso?
Jeremías: Es cuando matan a todos los hijos mayores.
Santiago: ¿Y quién los mata?
Jeremías: Y, Dios.
(Como se imaginarán no pude sino intervenir en la conversación)
Yo: ¿Cómo va a ser Dios? ¿Cómo Dios va a matar chicos?
Jeremías: (sonriendo, como dándose cuenta) No, claro.
Santiago: ¿Y quién los mató entonces?
Yo: Nadie, se murieron.
Santiago: ¿Y por qué se murieron?
Yo: Mirá Santi, no sé, lo único que sé es que Dios no los mató.
(Silencio... Ellos siguieron viendo la película y yo escribiendo esto).

Pablo Guillermo Cicutti

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