La transición al capitalismo en América Latina y su inserción en la división internacional del trabajo
Modernización: reformas liberales y privatización de las tierras
La organización de los Estados nacionales en Latinoamérica se hizo bajo el signo de reformas
liberales. Con ellas se produjo la transición al capitalismo dependiente. Desde la época colonial existieron las grandes propiedades en manos privadas, que al mismo tiempo convivían con tierras comunales indígenas (reconocidas por la Corona española), ejidales (comunitarias) y con posesiones de la Iglesia. Los liberales consideraban que; tanto unas como otras, estaban «inmovilizadas» para el gran capital, ya que no podían ser comprados ni vendidos. En nombre de la igualdad del individuo, las reformas liberales suprimieron esas posesiones especiales, y promovieron el fraccionamiento de las tierras comunitarias aborígenes y su comercialización. El Estado puso en venta grandes extensiones de tierras «públicas»: en Argentina, las tierras arrebatadas a los pobladores originarios con la conquista de la Patagonia y del Chaco; en México, las de los campesinos mestizos e indígenas. En Guatemala, los indios – que constituían la mayoría de la población– fueron obligados a desplazarse de sus originarias tierras altas. Endeudados, vivían en rancherías en el interior de la haciendas de café, y cobraban en especies o recibían una pequeña parcela para su subsistencia. Los beneficiarios fueron, principalmente, los grandes terratenientes. Esa política era justificada por la incorporación de las tierras a una forma más moderna de producción, ya que se iban a dedicar a la economía de exportación. Los latifundistas pudieron comprar las tierras de las comunidades originarias, de los gauchos y de los campesinos que poseían títulos precarios; es decir que los aborígenes y criollos, cuyas familias por siglos ocuparon esas tierras, y que nunca tuvieron la posibilidad o el conocimiento necesario para tener el título legal, se vieron desprovistos. La Iglesia perdió grandes extensiones de territorio, especialmente en México. El gobierno, manejado por la oligarquía terrateniente, vendía las tierras a bajo precio o las utilizaba como garantía para las inversiones en obras públicas. Pese a la proclamada «modernidad», el latifundio y las formas serviles de trabajo continuaron durante el siglo XIX. Asimismo, a pesar de que los liberales independentistas difundieron y criticaron los aspectos crueles de la Conquista Española, también se acentuó, en las nuevas repúblicas latinoamericanas, el despojo y el racismo hacia los pueblos originarios. Lo que implica que, si bien se abolieron formalmente los trabajos forzados, la mita y la encomienda, permitieron a los propietarios latifundistas, proseguir con la explotación humana. En este sentido, las reformas liberales apuntaron contra las comunidades indígenas, los desplazaron de sus tierras y los sometieron como mano de obra servil o casi servil. Este proceso se dio en el sur de Chile, con la ocupación militar del territorio mapuche, por parte del Estado, conocida como «Pacificación de la Araucanía» que coincidió con la conquista de la Patagonia y el Chaco en la Argentina, y que significó para el pueblo mapuche, el confinamiento legal en reducciones. Las campañas se completaron con el diezmado de onas, yaganes y alacalufes, en las zonas de Punta Arenas y de Tierra del Fuego. Simultáneamente, en México, los pueblos mayas del Yucatán fueron sometidos y desplazados en forma forzosa hacia las haciendas de henequén, después de una larga y dura resistencia indígena, durante las guerras de «castas». En Guatemala, en 1871, el gobierno adoptó la legislación liberal que disolvió las comunidades. Los aborígenes fueron confinados a la producción de subsistencia o reclutados como mano de obra para la producción cafetalera. En Perú avanzó el latifundio a expensas del ayllu, que era el grupo social fundamental del pueblo peruano, con sus tierras y su solidaridad basada en el parentesco. Hubo resistencia continua por parte de las comunidades originarias, durante todo el siglo XIX. En los territorios amazónicos, en 1880 aproximadamente, cuando se inició el boom del caucho o látex, gracias a la aplicación del proceso de vulcanizado, comenzó la búsqueda de mano de obra para obtener grandes ganancias. En Perú y en Brasil –donde se abolió (tardíamente) la esclavitud– , la necesidad de personas que trabajasen en condiciones infrahumanas se tradujo en una verdadera caza de indios en la franja amazónica. Estas prácticas frecuentes durante la segunda mitad del siglo XIX, se justificaron con el credo positivista y el darwinismo social, bajo el supuesto de que las «razas más débiles o menos aptas» (indígenas y mestizos) no podían contribuir al progreso y modernización del país. En muchas de las nuevas repúblicas, los pobladores nativos fueron despojados de sus derechos políticos, por su condición de analfabetos o sirvientes.
El papel de las oligarquías en el neocolonialismo
El imperialismo fue sostenido por las oligarquías nativas latinoamericanas, pequeños sectores muy poderosos, que se enriquecían con la economía colonial o neocolonial. También fue impulsado por la pequeña burguesía, que se sentía atraída por el «progreso» que le brindaba la «civilización occidental». En general, en los países independientes donde el imperialismo adoptaba la forma de neocolonialismo, la explotación de las clases bajas se ejercía en forma similar, tanto por parte de las oligarquías nativas, como de las empresas extranjeras. La oligarquía y la pequeña burguesía, con mente neocolonial, organizaron ejércitos que defendieron sus intereses en contra de los intereses nacionales y populares.
La estructura agraria en Latinoamérica: latifundio-minifundio
El latifundio, que consistía en grandes extensiones de tierras en manos de uno o de unos pocos propietarios, si bien existía en la época colonial, se consolidó en todos los países latinoamericanos durante el período de vida independiente. Según el país, el latifundio recibía distintos nombres: hacienda en México o Perú; estancia en Argentina o Uruguay; fazenda en Brasil; finca en Cuba, Puerto Rico o Guatemala. Los propietarios de estas grandes extensiones de tierra se denominan latifundistas, terratenientes, hacendados, plantadores, y en la mayoría de los casos controlan más del 70% de las extensiones del país. Disfrutan de elevado prestigio social y tienen un decisivo poder político. Monopolizan la tierra, y generalmente mantienen una gran parte en forma ociosa o improductiva. La contracara del sistema latifundista es el minifundio, la pequeña propiedad que no hace rentable el cultivo para el mercado, sino que sólo sirve para la subsistencia del campesino, que se ve compelido a vender su producción a bajo precio a los grandes comercializadores. Esto es muy común en las comunidades indígenas que trabajan sus parcelas. El contraste entre latifundio y minifundio es mayor en los países con proporción más alta de campesinos indígenas y mestizos: en Guatemala, menos del 3% de los propietarios tienen el 62% de las tierras cultivables, mientras que el 87% tienen el 17% de la tierra. Y en muchos latifundios subsisten formas de explotación semifeudal, donde el campesino debe otorgar prestaciones en trabajo a cambio del «arrendamiento» de la tierra que ocupa. Aun actualmente las comunidades indígenas de América Latina se ven relegadas a las peores tierras, o resultan disminuidos sus territorios comunales por la ocupación forzada de los grandes terratenientes. Además de esta situación del reparto desigual de la tierra, los campesinos sin tierra configuran el sector social más explotado en Latinoamérica. Un alto porcentaje de ellos se debe al despojo de las tierras de las comunidades indígenas, como ocurrió en Perú y México. En la Argentina, las estancias de la Patagonia –destinadas a la cría de ganado ovino para la lana– ocuparon territorios, originariamente tehuelches y mapuches, conquistados para las oligarquías en 1879, por la campaña de Julio A. Roca. De este modo, las ovejas reemplazaron a los aborígenes.
El imperialismo y las economías de enclave
La inserción en la división internacional del trabajo se dio en Latinoamérica a través de la adaptación de los propietarios tradicionales, a las necesidades del mercado, por medio de inversores mixtos, nacionales y extranjeros, y mediante las economías de enclave. El enclave es una superficie dentro del territorio de un país, dominado por otro: si bien, físicamente, están situados dentro de un Estado (generalmente periférico, o subdesarrollado), se rigen habitualmente por reglas de su país de origen, y giran sus beneficios al extranjero. En muchos casos, gozan del beneficio de extraterritorialidad, es decir, lo que sucede en su zona no es de incumbencia del Gobierno Nacional, sino que se decide en la empresa o en el extranjero, como si fuera el caso de embajadas, o bases militares extranjeras, o la prisión estadounidense de Guantánamo, en Cuba. Los enclaves en general son instalados por empresas capitalistas monopólicas, en países de economía no industrializada, para producir mercaderías que respondan a las necesidades del mercado internacional. Son típicos de la era del Imperialismo, porque ese capitalismo de exportación no tiene un efecto multiplicador para el conjunto de la economía, sino que genera más dependencia. En Latinoamérica se insertan enclaves azucareros, de café, de frutas, de tabaco, etcétera. Sin embargo, también están en regiones como Bolivia, donde la minería del estaño constituyó un enclave incrustado en una economía, fundamentalmente, precapitalista y de subsistencia.
La Forestal: un enclave inglés en Argentina
En Argentina, una firma inglesa adquirió, en 1881, dos millones de hectáreas para explotar el quebracho colorado, en la zona del Chaco santafesino y Santiago del Estero. Esa explotación, llamada La Forestal, quedó bajo el dominio directo del capital extranjero. Se hizo propietaria de ferrocarriles privados, puertos, tiendas, pagaba con moneda propia (fichas o vales) y tenía un ejército privado para castigar la insubordinación de los trabajadores. Éstos vivían en muy malas condiciones, trabajando como hacheros, carreros, cargadores y peones. Su mano de obra estaba constituida, generalmente, por aborígenes desarraigados por la pérdida de sus tierras, o enviados, en forma forzada, por la fuerza pública. La tala indiscriminada del quebracho representó un negocio muy rentable para los capitales ingleses, que obtenían de este modo las maderas de postes, los durmientes de las vías para el ferrocarril, el aserrín, el tanino para las curtiembres, y el carbón vegetal como combustible. Cuando terminó la rentabilidad del enclave, se vieron las consecuencias en la región chaqueña: había arrasado el bosque (que se transformó en zona semidesértica y cambió el clima de la región), desintegró los núcleos rurales de población, destruyó la agricultura, y redujo a servidumbre a varias generaciones de peones rurales. Sin posibilidades de vida con ese panorama, muchos habitantes debieron migrar.
Las inversiones para la modernización
Inglaterra fue la gran inversora en Sudamérica, especialmente en emprendimientos ferroviarios. El ferrocarril se convirtió en el símbolo de progreso y modernización para las clases dirigentes latinoamericanas, porque permitía introducir la revolución industrial o recibir, al menos, sus ventajas tecnológicas. El llamado «boom de los caminos de hierro», comprometió a todos los gobiernos en la extensión de las vías, para comunicar y «civilizar» las nuevas repúblicas. En el caso de México, la línea del Ferrocarril Central que unía a la capital con la frontera norte (el mercado estadounidense), fue concedida a los capitales estadounidenses, y hacia 1880 el tendido de vías férreas recorría de la ciudad de México hasta Chicago. La línea con rumbo este-oeste (el Interoceánico), hacia el puerto de Acapulco en el Pacífico, fue otorgada a los capitales ingleses, pero la construcción fue subsidiada por el Estado mexicano, que puso como garantía los ingresos de la Aduana. Las principales concesiones ferroviarias se otorgaron a empresas extranjeras bajo el gobierno de Porfirio Díaz, y quedaron vinculadas, además, al negocio minero. Inglaterra también invirtió allí en yacimientos petrolíferos. Junto con los ferrocarriles, las principales inversiones inglesas fueron: en Argentina y Uruguay, los bancos, los servicios públicos y los frigoríficos; en Brasil, minas y cafetales y en Chile, Bolivia y Perú, las compañías salitreras. Pero los préstamos a largo plazo al gobierno fueron las herramientas principales con las que los intereses extranjeros controlaron la economía, bajo el supuesto de que la expansión de las exportaciones resolvería el problema del endeudamiento. Los franceses no realizaron demasiadas inversiones en América, aunque intervinieron militarmente en varias oportunidades.
Inmigración y darwinismo social
América Latina tenía, a principios de siglo XIX, unos 19 millones de habitantes; el 19,4% era descendiente europeos, 44,5% aborígenes, 31,5% mestizos y un 4,6% descendiente de africanos. Pero con la inmigración, estos datos cambiaron, para los países de clima templado. Hacia 1900, Latinoamérica tenía una población de 63 millones de habitantes. Su fisonomía se transformó, no sólo por la inmigración, sino por la política contra los indígenas, desarrollada por los gobiernos liberales, que ocupaban sus territorios, para expandir su economía agroexportadora. Además, sostenían un prejuicio racista, justificado por la teoría del darwinismo social, por el cual las «razas inferiores» (que para los descendientes de europeos, estaban constituidas por los aborígenes y mestizos) no iban a ayudar al progreso del país. Por eso se le dieron más posibilidades de instalarse en colonias agrícolas, a inmigrantes europeos. El asentamiento de colonos europeos fue el objetivo de todos los gobiernos de la segunda mitad del siglo XIX; la inmigración fue muy importante para la promoción de actividades agrícolas y comerciales de exportación, así como también en talleres, servicios y manufacturas urbanas, y, ocasionalmente, en educación. Una de las causas de la gran emigración europea fue la inserción de las nuevas repúblicas en la economía agroexportadora. Inglaterra comenzó a depender de las importaciones de granos, principalmente trigo, que se producía en el Medio Oeste de Estados Unidos, Argentina y el sur de Rusia. La producción mecanizada de trigo en Estados Unidos produjo una crisis en la agricultura europea y disparó una corriente de campesinos arruinados –especialmente, italianos– que buscaron nuevas oportunidades y tierras en América. Las transformaciones generadas por la industrialización, provocaron una de las mayores migraciones humanas de la historia: entre 1848 y 1875, nueve millones de individuos abandonaron Europa; la mayoría en dirección a Estados Unidos, pero también fueron a Australia, Argentina, Chile, Uruguay, sur de Brasil y a otros países, en menor proporción. Cuba, todavía, como colonia española, recibió 800.000 inmigrantes.