Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
Supraestructura Personal
CONTENIDO GENERAL
Estudio de la supraestructura personal. Análisis de los
principales elementos que la conforman: inteligencia y voluntad,
y de su función en las actividades del resto de los componentes
estructurales y de la unidad de la persona..
CONTENIDOS ESPECIFICOS
l. Estudio de la inteligencia como capacidad específicamente
humana, de sus características más destacadas y de su función
ordenadora del mundo psicológico.
2. Análisis de la voluntad en el conjunto de la estructura humana
y de los principales factores y funciones que la integran.
3. Organización de los distintos componentes de la personalidad
fondo vital, fondo endotímico y supraestructura. Interrelación
entre ellos y su influencia en el funcionamiento total de la
persona.
4. La libertad como perfección última de las facultades de la
persona.
OBJETIVO GENERAL
Conocer e identificar la supraestructura personal, analizando
sus componentes: inteligencia y voluntad. Comprender su
actividad en relación a las otras facultades y su acabamiento
último en la libertad.
OBJETIVOS ESPECIFICOS
l. Comprender la importancia de la inteligencia para el
conocimiento del propio ser y de su finalidad en el mundo.
2. Distinguir las características de la voluntad, identificando su
actividad en la supraestructura y su influencia sobre las demás
facultades. Apreciar su función en relación a los otros
componentes de la persona.
3. Integrar los conocimientos de los componentes de la
personalidad. Comprender la subordinación de las demás
facultades a la supraestructura –inteligencia y voluntad– como
aspectos superiores y responsables de la unidad y conducta
personal.
4. Conocimiento de la libertad en su doble aspecto: interno y
externo, valorando su dependencia de la inteligencia y
voluntad para su adecuado ejercicio.
SUPRAESTRUCTURA PERSONAL
Ya indicamos en el capítulo tres la existencia, en lo más alto
de la estructura vertical del hombre, de lo que llamamos la
supraestructura personal, constituida por la inteligencia y la
voluntad. Es momento ya de dedicarnos a su estudio que, por
cierto, tiene una dificultad especial por su singularidad y
resistencia al estudio experimental, sobre todo en el caso de la
voluntad. Toda persona tiene una rica experiencia de estos
campos de la personalidad, que forman los fundamentos
psicológicos conscientes, y en donde los problemas filosóficos
siempre proyectan su sombra.
INTELIGENCIA
La inteligencia hace posible comprender el ser del
hombre y su finalidad en el contexto de la realidad.
Sus características más destacadas son:
- Conciencia: captación de la realidad y
autoconocimiento.
- Finalidad: comprensión del sentido y poder de
plantear metas.
- Capacidad de Crecimiento: posibilidad de ser
"más".
La inteligencia eleva así el mundo psicológico del
hombre.
La Finalidad
Sin duda la inteligencia no se limita a la autoconciencia de un
hecho, tiene también la virtualidad de poder comprender su
finalidad y su papel dentro de un conjunto, conociendo si lo
realizado es un fin en sí mismo o un medio para otro fin superior,
y comprendiendo el alcance de cada decisión o acción.
El simple ser consciente es algo pobre si no se alcanza el
sentido que tiene. En cierta manera, la vivencia sería suficiente
para el placer del hombre. El ser consciente de lo que se está
viviendo es ya suficiente para una vida placentera, pero el hombre
encuentra, además, el sentido, la finalidad. Puede plantearse
metas y ver las cosas como medio para su consecución; es más, el
hombre vive normalmente con y por esas metas. La vida del
hombre es sobre todo futuro. Esto habla de algo más que un
comprender para el disfrute ralo; la autoconciencia adquiere
proporciones de finalidad que apuntan a un deber ser, por lo
menos a un planeamiento de poder ser.
Esta realidad se combina con la capacidad de abstracción, de
generalización de la inteligencia, que es indispensable para el
planeamiento y que no tendría sentido sin él. La capacidad de
generalizar sólo puede tener como sentido salir de lo concreto
para llegar más allá, para conseguir una comprensión de leyes que
permita la realización de obras de dominio, de perfeccionamiento.
La capacidad de crecimiento
La capacidad de ver y proponerse metas se enlaza
fuertemente con la capacidad de crecer, de modo que el hombre
puede comprender hasta dónde puede y debe llegar en su ser, y en
su obrar, y poner los medios para conseguirlo. Esto lo expresó
Aristóteles haciendo ver cómo el hombre –en realidad, cada una
de las formas– tiende a la consecución de su entelequia, es decir,
a la manera de ser más perfecta que corresponde a su especie.
Si nos fijamos en el actuar de la persona y en su pensamiento,
vemos que se trata no sólo de crecer, sino de planear ese
crecimiento y llevar las energías en su dirección. Se piensa una
meta y se prevén los medios para lograrla, y esto es algo muy
distinto a lo que ocurre en cualquier otro animal. Son hechos que
hablan de un sentido de la vida para el mismo hombre que las
vive, y probablemente de un sentido para algo más que sí mismo;
es decir, se presenta la posibilidad de una trascendencia que se
hace aún más patente en las posibilidades de conocimiento de
cosas inmateriales, ya que sólo podemos justificarlas porque lo
necesite para ser él mismo, para llegar a todo su deber ser. El
hombre es capaz de pensar en ideales de bondad, pureza, justicia,
belleza, y se rinde a ideales de entrega, de renuncia, de deseos de
eternidad y de Dios. Todo ese pensamiento tan elevado, si fuera
sólo para el desarrollo material de un ser, muchos pensaríamos
que es un perfecto estorbo.
La inteligencia apunta a un "más" que debe ser un signo
constante de la vida. Con el entendimiento se hace patente nuestro
ser y nuestro poder ser. El signo de la vida del hombre es
positivo, de avance. Como indudablemente está claro que el
crecimiento no puede ser biológico, ese "más" habrá de buscarlo
precisamente en aquellas cosas que no presentan límites, o mejor,
en aquellas que por su naturaleza tienen siempre un más, y éstas
son decididamente inmateriales. La vida del hombre es así un
llevar a acto, a su realización, las potencias que tiene.
Junto a esa capacidad de grandeza del pensamiento, está su
debilidad: la incapacidad para explicar tantas realidades, el
esfuerzo continuado para llegar a una solución. Por ello, el
hombre se ve a la vez grande y pequeño; se da cuenta de que su
llegar a ser tiene límites, y esos límites los vive continuamente;
comprende que es insuficiente, incluso para entenderse a sí
mismo. La inteligencia es un más permanente, pero un más con
medida. Esta es una de las características fundamentales del
hombre; un sin límite siempre limitado; una aspiración sin
fronteras y un conseguir con medida.
Cada nuevo conocimiento es un crecimiento del ser, originado
por ese hacerse la cosa propia de conocimiento. La posesión en sí
del mundo y del propio yo conocido, hace real las posibilidades
de crecimiento de su ser, mediante el paso de sus potencias a acto,
y mediante la advertencia y el dominio de la realidad que le
proporciona. El crecimiento de la materia, del cuerpo del hombre,
consiste en una acumulación, un incremento que siempre es
externo en cada una de sus partes y componentes. Sin embargo, el
crecimiento de la persona que se produce en el conocimiento es
íntimo, es del ser humano en su integridad y alcanza a su alma y a
su cuerpo. El auténtico crecimiento personal es fundamentalmente
de la inteligencia, es decir, del espíritu.
VOLUNTAD
Actividades de la voluntad
a. La voluntad y el bien
La voluntad se siente atraída hacia el bien que el
entendimiento le muestra. La capacidad de nuestra inteligencia de
conocer desde las cosas más concretas y materiales hasta las más
abstractas e inmateriales, origina que la voluntad se pueda sentir
atraída hacia muy diversos tipos de bienes. Inclinada a los bienes
mayores, no deja de apetecer los más pequeños cuando se
presentan atractivos, abriéndose para el hombre un mundo
ilimitado de deseos, tanto en altura como en extensión. Sentimos
atracción por una comida y por un descanso; por una persona de
distinto sexo y por un trabajo; por proporcionar ayuda a una
persona y por un momento de paz; por saborear una obra de arte y
por una renuncia que nos lleva a Dios. Cada una de esas cosas nos
llama, y sentimos que la voluntad se inclina a ellas con una
determinada fuerza, según las diversas circunstancias.
b. Voluntad y amor
En castellano clásico, tenerle voluntad a alguien significa
quererle. Se hace, pues, un uso de la palabra adecuado al
contenido que hemos explicado que posee. Sin embargo, cuando
decimos que un hombre tiene mucha voluntad, no intentamos
significar que apetece mucho una cosa, sino que es capaz de
empeñarse en lo que quiere hasta conseguirlo, lo cual es muestra
de un gran amor. Se esfuerza y persevera más en la consecución
de una meta aquel que más la quiere. Si el deseo es arduo y exige
la renuncia de muchos otros para lograrlos, advertimos que
voluntad se puede entender, como la facultad que ama tiene el
dominio sobre sobre las pasiones y deseos para realizar lo
querido. Un hombre de gran voluntad es entonces el que puede
renunciar a mucho porque ama el bien.
Estas dos maneras de entender la voluntad, apuntan en la
misma dirección: la de querer el bien que propone la inteligencia,
que significa tomar una dirección que puede acompañarse o no de
algunas renuncias.
c. Voluntad y decisión
También se hace referencia a la voluntad cuando se habla de
tomar decisiones. Una persona capaz de tomarlas es una persona
con voluntad. Un hombre indeciso, que no termina de arrancar y
de mantenerse después en una dirección, es para nosotros un
hombre sin voluntad. Este matiz, un poco diverso a los anteriores,
tiene, sin embargo, bastante que ver con el querer. Se decide por
una cosa el hombre que es capaz de quererla lo suficiente. No se
lanza aquel que quiere menos la meta a lograr de lo que teme el
riesgo. En el fondo es un querer más algo distinto a lo que se
logra con la decisión. Indudablemente, los mecanismos
psicológicos en estos casos pueden ser complejos, pero su base es
la indicada.
Conviene destacar que toda actividad consciente precisa de
una decisión. La inteligencia no puede tomarla, pues se limita a
presentar la realidad, la decisión debe tomarla otra faculta y es
claro que ha de estar unida a la convicción del bien o mal que se
presenta. Esto explica el que tradicionalmente se le haya atribuido
a la voluntad el núcleo más íntimo del ser.
d. Voluntad y fuerza
En los dos últimos atributos que hemos dado a la voluntad se
nos ha mostrado la necesidad de la fuerza: la energía para querer
mucho y para sacar adelante ese amor a pesar de los pesares. Por
esto, para ser un gran hombre, se necesita una gran pasión,
entendida ahora como un querer fuerte que concentre las energías
en él. Si no se quiere alto no toman grandes decisiones ni se
realizan grandes ideales. Dándose la mano la energía psíquica y la
física, el deseo del alma y el sustento del cuerpo, el hombre puede
empeñarse en grandes empresas. La fortaleza física permite la
batalla, pero aún más lo hace la energía interior que da el querer,
tanto, que puede ser esta última la fuerza del cuerpo. No faltarán
al lector ejemplos de esta realidad.
Motivaciones
El concepto de motivación está muy extendido en la
psicología actual, sin embargo, su contenido resulta un poco
ambigüo, pues los distintos autores y escuelas lo tratan de manera
diversa. En principio, motivo es fuerza, centro de empuje para la
acción y que lleva al hombre a moverse; es también, el objetivo
que el hombre pretende conseguir en su actuar, las metas de la
vida. Pero si pensamos un poco en la descripción que hemos
hecho, nos daremos cuenta que se confunde con lo que nosotros
hemos llamado impulso, e incluso, al haber indicado que también
la inteligencia y la voluntad saca energía del fondo de la persona,
en busca de la posible realización de sus objetivos, las
motivaciones podrían referirse a cualquiera de los propósitos
propuestos.
La motivación lleva al organismo a actuar en una determinada
dirección como una unidad. Si la motivación es comer todo el
organismo se adapta y apunta hacia ello, si no lo es, aunque se
esté comiendo, el ser como unidad apunta hacia otra cosa, que
puede ser una conversación, un pensamiento, una persona, etc. Lo
mismo ocurre con la sexualidad, el deseo de poder, o de saber,
etc., si constituye el motivo de nuestra vida en ese momento. Es
por eso que hemos dejado el tratamiento de este tema para
después de comprender la unidad de funcionamiento de toda la
estructura de la persona. Pensamos que la motivación debe ser
entendida como producto final de la interacción de las distintas
facultades; no ha de ser concebida simplemente como algo
primitivo, como una fuerza en cierta forma irracional, pues en la
persona los motivos son siempre fines, metas entendidas y
queridas.
Hablaremos, pues, de motivos para referirnos a aquellos
objetivos de la acción del hombre que han sido queridos, o al
menos aceptados, para lo cual ha debido existir previamente una
comprensión de la meta –no hace falta que sea clarividente– que
llega a unificar las energías del organismo en esa dirección.
Suelen ser el resultado de una amplia elaboración, en la que
participan junto a razones internas otras sociales.
La función enormemente clara de la inteligencia en la
organización de los motivos, con el poder configurativo que ello
tiene sobre las tendencias, y la inclinación de la voluntad
preferentemente a algunos de ellos, hacen que con la edad
evolucionen los motivos alrededor de los cuales se configura la
vida. Como anunciamos para los valores, ahora hemos de indicar
que, en general, las personas poseen una escala de motivos
individuales en la que uno o muy pocos juegan un papel
determinante, organizándose toda la configuración del mundo y la
conducta alrededor de él. Unas veces es un motivo religioso, otro
económico o puramente biológico.
LIBERTAD
Cada una de las facultades que hemos ido exponiendo en estas
páginas tiene su acabamiento último en la libertad. Las
características del conjunto que hemos descrito tienen como
coronación el libre albedrío. Tanto es así que, si falta la libertad
en la conducta y en el pensamiento, dudamos que sea humano y,
por supuesto, nos parece indigno de la naturaleza del hombre. La
libertad es un ingrediente sin el cual se opaca toda humanización.
La autoconciencia que el hombre tiene de su ser, de sus fines y
de sus medios es para aceptarlos o no. La posibilidad de elegir
hace al hombre dueño y responsable de sí mismo. Algunos
entienden esta posibilidad de autogobernarse como puro capricho
de escoger, pero sin que tenga mayores consecuencias, ni por
supuesto trascendencia. Si al elegir no pasara nada, sino el simple
gusto de poder hacer lo que se quiere, todo estaría muy bien. Pero
la experiencia continua nos dice que esa elección sí tiene
consecuencias; la tiene para nosotros, para los demás y para el
mundo. En cierta manera, la libertad de elección es un engaño,
puesto que no es indiferente. Si no da lo mismo una elección que
otra es que hay que realizar con nuestra conducta lo adecuado a
nuestra naturaleza y a la de las cosas. Significa que tenemos un
modo de ser peculiar que pide para su crecimiento una ruta
inexcusable. La capacidad de elección no significa que cualquier
modo de vida pueda llevar a la perfección de nuestro ser, existen
unos modos concretos de lograrlo y otros para imposibilitarlos. Y
ese mundo sobre el que actúan nuestras manos tampoco es
indiferente; está lleno de valores, principios, etc., que están
pendientes de nuestra manera de vivirlos y que nos sumergen, en
todo su conjunto, en un ambiente que resuma trascendencia. Es en
esa perspectiva trascendente donde se pueden comprender las
facultades del hombre. No querer moverse en esa realidad
significa dejarlas sin sentido.
LIBERTAD INTERIOR
La libertad compete a la intimidad y a la conducta del hombre.
Cuando queremos estudiarla debemos hacerlo en los dos aspectos.
Es necesario comenzar con lo interno, ya que lo externo será
consecuencia de aquello; no reconocemos la libertad como
auténtica si no surge de nuestro interior, si no tiene el estigma de
la propiedad persona. Tendremos pues, que comenzar a buscarla
mirando hacia el corazón del hombre, allí donde se concentra,
como en un núcleo, su totalidad.
Siempre hay un más allá en nosotros, fuera de nuestro alcance,
de nuestro "palparnos". Uno de los momentos íntimos últimos que
tocamos es sentirnos dueños de la decisión final. Vemos a las
ideas y a los sentimientos surgir de nosotros como de un fondo
oscuro y sólo podemos reconocerlos, sin saber nunca qué hemos
puesto en ellos, ni cómo los hemos producido; están ahí, somos
nosotros y nos dejan admirados. Sin embargo, en el momento de
la decisión, cada una de aquellas ideas –o sentimientos– las
reconocemos con nuestros ojos, las acariciamos con nuestras
manos y nos sentimos dueños de ellas: ésta quiero, ésa también y
aquella no. Y no es un juego de la imaginación, es de las
realidades más absolutas de la persona.
El dominio sobre nuestra decisión interior es la posibilidad de
escoger una, varias, o ninguna de las proposiciones que a nuestro
yo aparecen. Y esto es así, aunque la voluntad quiera cada una de
las cosas que le presentan, en el sentido de que le sean
apetecibles, de que sienta inclinación o no hacia cada una de ellas.
No es lo mismo querer un algo que elegir ese algo. La voluntad
quiere el bien; por la libertad puede sumirse o no en él.
La libertad no es pues la voluntad–inclinación. Ciertamente no
se concibe sin ella –si no se apetecieran las cosas, si no se
quisieran, poco sentido tendría el escoger, sería un elegir para
nada–, pero se encuentra por encima de esa inclinación, en la
decisión de la voluntad. Está en el control último, decisorio, en el
cual se evalúa cada cosa concreta en función del fin que el
hombre ha aceptado para sí mismo.
Esta libertad interna es el centro de la libertad del hombre. No
quiere decir esto que la libertad se reduzca a ello, sino que es la
base imprescindible a partir de la cual es posible llegar a los
extremos que es necesario que alcance. Sin su existencia no se
podría mencionarse la palabra libertad con un mínimo de sentido.
Es en este ámbito primero de la libertad, donde el hombre es
más señor de sí mismo; donde se enfrenta consigo en su pura
soledad y donde la responsabilidad es también más personal. En
esta profundidad somos dueños, nos pertenecemos y sentimos la
primera tarea con nosotros mismos.
En esa libertad interna –es bueno recordarlo– reside la
responsabilidad moral del hombre. Inalienable, imposible de
transferir a otro, y que le hace culpable o inocente; responsable o
no, ante sí –y ante cualquiera que pudiera conocer esa elección–
del pensamiento aceptado, del querer consentido, de la acción
realizada.
Es esa opción tan propia del hombre, que es de lo más
difícilmente de arrebatarle. Es, además, tan dignificante de su
naturaleza, que cuando se la quitamos, –porque la destruimos o
nos "apropiamos" de ella– nos quedamos sin hombre. La entrega
de esa libertad constituye la más completa deshumanización, es la
desposesión del hombre de sí mismo. Significa la ruptura de la
persona, que conduce, inevitablemente, al desprecio propio y
ajeno. Es el trágico fin de un lavado de cerebro, al que –
digámoslo ya– se puede llegar también de una manera parcial y
más suave a través de la propaganda o la publicidad.
Estamos en el reducto de la libertad que no se puede dominar
sin el consentimiento del individuo. Se puede obligar al hombre a
hacer algo, pero no a que lo quiera. Es más, ni el mismo individuo
puede quitársela, es incapaz de prescindir de ella, puesto que
cualquier postura que tome, aún la entrega de sus decisiones, lo
hará por el ejercicio de esa libertad interna. Los lavados de
cerebro de los que hablábamos antes, consiguen su objetivo
mediante la destrucción del soporte físico y psíquico de esa
libertad
Libertad e inteligencia
La comprensión de una situación admite muchos grados, tanto
al entender el hecho concreto como al valorar sus consecuencias.
¿Podríamos hablar del mismo modo de la libertad interior de dos
individuos en los extremos opuestos de este conocimiento? El que
decide sin comprender bien lo que hace, ni lo que sigue a su
acción, parece que tiene menos libertad interna que el que toma
postura con una comprensión profunda del problema y de sus
repercusiones, aun cuando hayan sido igualmente dueños de sus
decisiones. Se diría que la libertad exige, para ser más plena, una
comprensión de lo que se acepta. Un hombre tomando decisiones
a ciegas no parece muy libre, aunque estemos ante una dramática
expresión de cómo puede mandarse a sí mismo.
Si esto es así, tenemos que admitir que la libertad, ya desde su
raíz, se ve influida por la inteligencia. Comprendemos que el
conocimiento es un aliño que juega a favor de la libertad; y que
haciendo al hombre más sabio lo hacemos más libre, más dueño
de sí mismo y de sus decisiones.
La relación entre libertad e inteligencia no nos puede llevar a
pensar que la libertad consiste en pensar lo que se quiera, eso sólo
puede ser una tontería, y en esa forma tan simple creo que nadie
la ha defendido dentro del mundo de los grandes pensadores,
aunque sí algunos del pueblo llano, que creen que pueden pensar
cualquier cosa, porque para ello son libres. El fin de la
inteligencia es la verdad, es a lo que está ordenada y ello es
irremediable. No puede tener como fin el error; por tanto, no
puede consistir su libertad más que en la posibilidad de posesión
de la verdad.
De cualquier manera, entiéndase que hablar de la libertad de la
inteligencia no es apropiado, puesto que la libertad es de la
persona y reside en la voluntad. De todas formas, la aplicación del
concepto a la inteligencia nos permite tropezar, por primera vez,
con la idea de que la libertad tiene que ver con la consecución del
fin propio, que en el caso de la inteligencia es, sin duda, la verdad
del ser. Se puede hablar más propiamente de libertad de la
inteligencia cuando queramos expresar con ello la libertad que el
hombre pueda tener en el uso de esa facultad.
Podemos afirmar ya, que la libertad interior está facilitada por
el conocimiento; eso trae como consecuencia permitirnos
anunciar que nuestra libertad puede crecer mediante el aumento
de la comprensión del hombre y del mundo. Un hombre más
educado es un hombre más libre, o mejor, con más posibilidades
de ser libre.
Libertad y educación
Hay que destacar en este momento la importancia que tiene la
educación para la libertad. Hay una formación primera y
fundamental sobre el sentido del ser y del mundo. Su
conocimiento permite que nuestras decisiones interiores sean
adecuadas, que tengan el orden imprescindible para acertar. Es
algo que no puede faltar nunca en el individuo, al menos es el
mínimo necesario para una comprensión general de su deber ser,
y siempre estará patente la bondad de una profundización mayor
en ese aspecto. Sin él, las decisiones que se tomen tendrán una
gran inclinación al error, que se transmitirá a la acción y al
ordenamiento del mundo.
Una segunda formación es la que colabora en el dominio del
mundo, en darnos la capacidad de hacer lo que hemos pensado y
querido como lo mejor. Hay, pues, como dos grandes campos de
conocimientos: el humanístico, que orienta sobre el ser del
hombre y del mundo, y que actualmente comprende, junto con los
conocimientos filosóficos, algunos de los que suelen llamarse
científicos en sentido positivista; y el técnico, que ayuda a que el
mundo pueda hacer posible, –cada vez mejor–, la realización de
las necesidades del hombre. Mundo de la técnica en el que
incluimos tantos saberes científicos.
Podríamos terminar este aspecto de la inteligencia y la libertad
diciendo que, una vez tropezado con el deber ser, la libertad sólo
es posible gracias a su seguimiento. Convendría recordar la frase
evangélica: "La verdad os hará libres".
Estamos en condiciones de comprender la profunda relación y
dependencia existente entre la libertad, la inteligencia y la
voluntad y ver cómo cada una de ellas exige a las otras, hasta el
punto que sería un sinsentido la ausencia de cualquiera.
Entender, tener conocimiento intelectual de nuestros actos,
pensamientos, sentimientos, etc., adquiere pleno sentido cuando
aparece la voluntad que puede querer o no eso que se entiende. Si
no existiese la posibilidad de quererlo o no, la inteligencia de las
cosas estaría de más. El simple comprender no se justifica, no
puede acabar en sí. El final natural de todo conocimiento es
siempre un apetito, un apetito que ha de ser proporcionado a lo
que se entiende y cómo se entiende. La inteligencia exige, pues,
una voluntad. A su vez, querer algo reclama la posibilidad de
tenerlo, así pues, la libertad de conseguir lo querido es una
exigencia de la voluntad.
Cuando se conoce del todo, se quiere totalmente y se alcanza
plenamente lo que se quiere. Pero en el hombre esto no es así:
entendemos mal, queremos a medias, y no poseemos plenamente
ni a nosotros ni al mundo, de forma que no podemos alcanzar
siempre el bien que queremos. Al tener nuestro entender su límite,
lo tendrá nuestra voluntad y nuestra libertad.
La indecisión de la voluntad, que surge al no conocer del todo
cual es el ser de las cosas, se transforma en la posibilidad de
escoger entre cualquiera de los bienes que le atraen parcialmente;
de esa manera, nuestra libertad se entiende no sólo como
posibilidad de alcanzar el bien, sino también como posibilidad de
decirle que sí o que no al mismo bien, e incluso decirle que sí al
mal.
El no debernos a nosotros mismos el ser, que es la causa de
nuestra falta de conocimiento personal, conlleva el no poseernos,
el no poder ser totalmente dueños de nosotros mismos. Igual que
debemos nuestro ser a otro, se lo deben las cosas, que guardan así,
en su dependencia del ser, una total independencia de la persona.
Ello hace que no las podamos conocer del todo, ni poseer
absolutamente, fruto de lo cual es que no esté asegurada la
posibilidad de conseguir lo que queremos ni con nosotros mismos
ni con el mundo. La vida se viste de riesgo.
Responsabilidad personal
Ahora debemos preguntarnos por la aparición del
convencimiento de que debemos llevar a la perfección a nuestro
propio ser. ¿Por qué sentimos la responsabilidad de nuestra propia
vida? Soy responsable porque hay voces que me piden, otras que
me encargan, y yo poseo la capacidad de cumplir con ellas. Sin
todo esto la responsabilidad no tiene sentido. Que aparecen cada
una de estas voces y que podemos responder a ellas, es algo que
se nos esta mostrando continuamente. La necesidad se hace
patente como un impulso que quiere satisfacción, que reclama su
sosiego. Y lo hace en una dirección natural en la cual nosotros no
hemos puesto nada: tienen sus propias leyes que sólo podemos
reconocer. Nos damos cuenta que siempre la inteligencia intentará
comprender y la voluntad querer.
Junto a esas apariciones que reclaman llenas de fuerza, están
las consecuencias de nuestro actuar, detectadas primeramente por
nuestros sentimientos. Cuando el hombre quiere erigirse como
dueño supremo de su vida y llevarla por cualquier sendero sin
reconocer ninguno como obligado, como naturalmente debido, se
encuentra con el fracaso estrepitoso de una vida insatisfecha. Su
propio sentir le aclara su error. La felicidad, la paz, la alegría, etc.,
son una continua muestra de que hay una manera en que se debe
ser y otra en que no. Y la infelicidad es insoportable, tanto más
cuanto más profunda, y más profunda cuanto mayor sea el desvío
del propio ser.
Junto a este idioma involuntario –tan exigente– de una
responsabilidad personal para nosotros mismos, está el
razonamiento de nuestra inteligencia. Es de sentido común, y con
ello se quiere decir asequible a toda inteligencia, que lo adecuado
es perfeccionar las cosas, no destruirlas. Que lo valioso es acabar
lo comenzado, no dejarlo inconcluso. Hay, por ejemplo, una regla
psicológica del comportamiento de la inteligencia que habla de la
tendencia de ésta al acabamiento de la tarea comenzada, y que
justifica esa labor inconsciente que mantiene el pensamiento
cuando no ha logrado del todo la solución de un problema o el
logro de un objetivo cualquiera.
Debemos cuidar la vida que tenemos porque la reconocemos
digna, y queremos el perfeccionamiento de cada una de las
facultades porque comprendemos que tienen valor en sí mismas y,
más aún, por su importancia para el todo. Por esto procuramos
comprender y llevar a cada una al lugar conveniente dentro de la
unidad personal.
Podríamos decir, por último, que no podemos dejar de querer
el propio bien. Aun cuando deseamos la muerte, lo hacemos
porque pensamos que es un bien mejor que el que puede
proporcionar la vida. Buscamos pues, el bien, y éste se muestra
como plenitud de ser.
Todavía tenemos que aclarar por qué el realizar las cosas tal
como deben ser es una responsabilidad y no simplemente un
camino. Sólo puede existir un deber para con alguien; sólo se da
el compromiso con otra persona. Cuando se presenta con uno
mismo es como consecuencia de lo recibido para algo, y en cierta
manera dicha responsabilidad hace referencia a aquel que nos
hizo la donación. De aquello que nos debemos sólo y
exclusivamente a nosotros no puede existir un deber. Hemos dado
argumentos que defienden cómo es conveniente y natural ir en la
dirección debida, pero la conveniencia no es un deber ni una
responsabilidad. Es difícil, en principio, pensar en deberes para
algo que no sea persona. No tenemos obligaciones sino con
personas; adquirimos responsabilidades sólo respecto a ellas. La
responsabilidad es de uno mismo con los demás. Pero ¿por qué
existen esas responsabilidades? Es más, ¿por qué tengo la
obligación de hacerme feliz? ¿Por qué mi libertad está llamada a
no ir contra mí mismo, o contra ella misma? ¿Por qué me
traiciono cuando emprendo el camino que me destruye?
Son muchas preguntas que sólo encuentran una posible
respuesta: el tener que dar cuenta de lo recibido; el poseer para
algo. Son cuestiones que nos abren necesariamente a la
transcendencia. Estamos comprometidos, queramos o no, con la
vida que recibimos. Tenemos una responsabilidad sobre la cual no
se nos ha pedido opinión y cuyas consecuencias se han inscrito en
nuestra naturaleza.
Desde el momento en que sólo puedo recibirme, no darme, en
el sentido último de ser, percibo mi dependencia. En cuanto
quiero mantenerme y me acabo, constato la poca propiedad que
sobre mí mismo recibí. Estos hechos, junto a la necesidad del
camino ya determinado para conseguir lo que se busca y de la
solidez de nuestra constitución que impone continuamente su ley,
demuestran que en ningún momento soy dueño total, y sí timonel
de un barco con una ruta de navegación prevista. Deseamos ser
felices y, a veces, pensamos que lo conseguiremos haciendo lo
que nos viene en gana. Sin embargo, tropezamos con la luminosa
experiencia de que sólo podremos conseguir esa felicidad por un
camino concreto, a veces no querido; pero, si somos
consecuentes, tendremos que aceptar que realmente nos lleva a
donde deseamos.
Se encuentra el hombre con las metas ya establecidas y con
los medios apropiados para su logro ya fijados. Puede, sin
embargo, escoger estas o cualquier otra y aceptar los medios
preparados o despreciarlos, para eso tiene, sin duda, "libertad".
Pero lo que no está en sus manos son las consecuencias de esos
caminos, y cada uno le dará según la fidelidad o no a su deber ser.
Es ésta de las más desagradables sorpresas de los que creen que
pueden manejar la vida a su antojo.
La libertad estaría así más que en la posibilidad de escoger
una meta u otra, en el ser dueño para tomar la debida; en no
caminar por ella necesariamente sino queriéndola, por una
decisión personal y en uso del imperio que sobre nosotros
tenemos.