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CAPÍTULO VI

Supraestructura Personal

CONTENIDO GENERAL
Estudio de la supraestructura personal. Análisis de los
principales elementos que la conforman: inteligencia y voluntad,
y de su función en las actividades del resto de los componentes
estructurales y de la unidad de la persona..

CONTENIDOS ESPECIFICOS
l. Estudio de la inteligencia como capacidad específicamente
humana, de sus características más destacadas y de su función
ordenadora del mundo psicológico.
2. Análisis de la voluntad en el conjunto de la estructura humana
y de los principales factores y funciones que la integran.
3. Organización de los distintos componentes de la personalidad
fondo vital, fondo endotímico y supraestructura. Interrelación
entre ellos y su influencia en el funcionamiento total de la
persona.
4. La libertad como perfección última de las facultades de la
persona.

OBJETIVO GENERAL
Conocer e identificar la supraestructura personal, analizando
sus componentes: inteligencia y voluntad. Comprender su
actividad en relación a las otras facultades y su acabamiento
último en la libertad.

OBJETIVOS ESPECIFICOS
l. Comprender la importancia de la inteligencia para el
conocimiento del propio ser y de su finalidad en el mundo.
2. Distinguir las características de la voluntad, identificando su
actividad en la supraestructura y su influencia sobre las demás
facultades. Apreciar su función en relación a los otros
componentes de la persona.
3. Integrar los conocimientos de los componentes de la
personalidad. Comprender la subordinación de las demás
facultades a la supraestructura –inteligencia y voluntad– como
aspectos superiores y responsables de la unidad y conducta
personal.
4. Conocimiento de la libertad en su doble aspecto: interno y
externo, valorando su dependencia de la inteligencia y
voluntad para su adecuado ejercicio.

SUPRAESTRUCTURA PERSONAL
Ya indicamos en el capítulo tres la existencia, en lo más alto
de la estructura vertical del hombre, de lo que llamamos la
supraestructura personal, constituida por la inteligencia y la
voluntad. Es momento ya de dedicarnos a su estudio que, por
cierto, tiene una dificultad especial por su singularidad y
resistencia al estudio experimental, sobre todo en el caso de la
voluntad. Toda persona tiene una rica experiencia de estos
campos de la personalidad, que forman los fundamentos
psicológicos conscientes, y en donde los problemas filosóficos
siempre proyectan su sombra.

INTELIGENCIA
La inteligencia hace posible comprender el ser del
hombre y su finalidad en el contexto de la realidad.
Sus características más destacadas son:
- Conciencia: captación de la realidad y
autoconocimiento.
- Finalidad: comprensión del sentido y poder de
plantear metas.
- Capacidad de Crecimiento: posibilidad de ser
"más".
La inteligencia eleva así el mundo psicológico del
hombre.

Ninguna capacidad ha sido considerada tan específicamente


humana a lo largo de la historia como la inteligencia. Siempre ha
sido entendido el hombre como el animal racional, y se ha
pretendido ver en ello una definición bastante aproximada de su
diferenciación con respecto a cualquier otro.
No es extraño que se hayan realizado muchos intentos por
encontrar una comprensión cabal del ser del entendimiento, y que
se hayan probado muchas definiciones de lo que es la inteligencia.
Lo logrado en cada caso ha tenido que ver con el método usado,
el cual, a su vez, ha sido planteado a partir de una determinada
concepción de la realidad y, muchas veces, también de la persona.
Por ello, no es extraño que muchas definiciones difieran
profundamente e, incluso, se produzcan notorias diferencias al
especificar los componentes de la persona con las que habría que
vincularla fundamentalmente. Algunas de las más comunes nos
harán comprender enseguida la situación. Para la filosofía clásica,
la inteligencia es la capacidad de conocer el ser y también la
capacidad de abstraer o generalizar. Para algunos psicólogos
modernos puede ser: la capacidad de resolver nuevas situaciones
o problemas; la capacidad de adaptarse al mundo... El hecho de
que sean tantas las posibilidades de definición, surge de la gran
variedad de actividades que la inteligencia es capaz de desarrollar,
lo que ha llevado a intentar una definición muy amplia de la
misma. Por ejemplo, Binet habla de "una capacidad mental
general"; Wechaler dice que es "la suma o capacidad global del
individuo para actuar de un modo provisto de finalidad, para
pensar racionalmente y para tratar de enfrentarse de un modo
eficaz con su medio ambiente". Podríamos decir que, en general,
la psicología actual se inclina a esa concepción multifacética de la
inteligencia.
Se podría intentar una definición buscando hacia donde apunta
cada una de las posibilidades de realización de la inteligencia,
concretando el para qué de sus funciones y su fin global
específico. Entonces, la inteligencia es, sobre todo, la capacidad
de comprensión del propio ser del hombre y del sentido de la
realidad; es la oportunidad de entender la propia acción. La
inteligencia es así posibilidad de orientación, de comprensión del
sentido y de la finalidad. Sirve la inteligencia para vislumbrar el
valor de la parte en el conjunto y eso es, por encima de todo,
comprender el ser del hombre y su finalidad en el contexto de la
realidad toda y, como consecuencia, poder orientar sus acciones.
La inteligencia primero es autoconciencia y, después, la
posibilidad de superación de lo concreto: la oportunidad de
conocimiento de formas generales y del sentido de la parte en el
todo. No es lo fundamental en el pensamiento resolver grandes
problemas científicos o técnicos, sino comprender el porqué de
las cosas: para qué yo, y el mundo, y Dios. Podríamos decir que
mientras el conocimiento técnico lo que consigue es la
sobrevivencia, la comprensión del sentido nos la explica y nos
permite saber qué hacer con ella.
Cuando se acude a los libros de psicología buscando
conocimiento sobre la inteligencia, encontramos frecuentemente
dos aspectos de la misma: uno primero en el cual se plantea el
tema del pensamiento, enfocado desde el punto de vista de su
enfrentamiento con el mundo; es decir, en su capacidad de
adaptarse a situaciones nuevas, resolver problemas, capacidad
creadora, etc., y abarca toda la amplia problemática de los
mecanismos y características de la inteligencia en el aprendizaje.
El segundo es el que nos ocupa ahora, y que pretende valorar el
papel de la inteligencia en el ordenamiento global de la persona.
Del primero nos ocuparemos más tarde, con motivo del
tratamiento de los tópicos que le corresponden.

¿Por qué inteligencia y no instinto?


Hay dos campos fundamentales de actuación de la
inteligencia, ninguno de los cuales podemos olvidar. El primero
se refiere a la función que ejerce en la estructura vertical de la
persona, y el segundo a sus relaciones con el mundo. En ambos
lugares, el hombre sustituye en gran parte el instinto animal por la
inteligencia. Por ello, es adecuado preguntarse en este momento
¿por qué inteligencia y no instinto?
Sabemos que a los animales les basta el instinto para una vida
que acaba naturalmente en su cabal desarrollo. Tienen a través de
ellos toda la necesaria sabiduría para el acabamiento de su ser.
Podríamos pensar que el hombre con los instintos adecuados
lograría lo necesario, satisfaría sus necesidades y viviría en una
paz espléndida. Sin embargo, se nos ha dado la inteligencia con
su capacidad de tener conciencia de su propia realidad, de buscar
sentido, abstracción, de generalización, de adaptación a nuevas
circunstancias, de transformación de la realidad y un largo
etcétera. Este hecho sólo es explicable si se entiende que el
hombre ha de jugar un papel distinto en el mundo, si se
comprende que esto quiere decir que al hombre no le basta con
vivir, con conseguir el sustento del mundo; que no está hecho
para ser siempre igual, sino que lleva en sí mismo, inscrita, la
misión de crecer, de ser más cada vez. Un panorama enorme que
el animal no posee.
Son razones que explican, que podrían explicar al menos, por
qué inteligencia y no instinto. Ya Aristóteles habla del gran factor
de crecimiento que es poder entender. El hombre se va haciendo
más mediante la comprensión de la realidad, mediante ese poseer
interiormente las cosas. Este hecho no es discutido en la historia
de la filosofía, ya que el marxismo, o cualquier filosofía de la
acción, no es un caso aparte, pues todos reconocen el papel
fundamental de la inteligencia en la tarea de avance y
perfeccionamiento. Y tampoco lo es en la psicología
experimental.
Las características más destacadas de la inteligencia humana,
que a continuación describimos, nos deben dar una idea de hasta
qué punto la vivencia del hombre es distinta de la del animal, y
comenzaremos a comprender cómo la inteligencia se encuentra
vivificando y dando peculiaridad a toda la persona, tanto al fondo
vital como al fondo endotímico, en cuanto son vivenciados y
actúan con la presencia de la inteligencia.
La inteligencia como conciencia
La inteligencia alumbra la vivencia del hombre haciéndola
inteligible y pudiendo así comprender su sentido. No queda esta
capacidad en la comprensión de lo otro, sino que alcanza
igualmente la conciencia del yo.
La conciencia de sí mismo que se da en el conocimiento del
hombre no es explicable en un quehacer necesario. Hay que
preguntarse para qué ha de ser consciente el hombre de aquello
que hace; por qué la inteligencia tiene la capacidad de volverse
sobre sí misma. Esto no se explica por la solución en sí de los
problemas, es un conocimiento para el hombre, y sólo puede tener
sentido para él; aparece la persona como un valor en sí y para sí.
La autoconciencia sobrepasa la simple realización de las
cosas, el puro acertar en la acción, y transforma a la inteligencia
en la posibilidad de captación de la propia realidad, cuyo primer
sentido no puede ser otro que el propio hombre. Estamos diciendo
que la persona tiene más sentido que el simple vivir, hay en él un
para sí que no encontraremos en ningún otro ser de este mundo
nuestro.
A partir de esto, las conclusiones para la vida diaria pueden
ser muchas y el lector las comprenderá enseguida, por lo que no
hay que detallarlas; pero lo inmediato es, sin duda, el panorama
de atención del hombre, que se presenta muy por encima de lo
que hace. No está el sentido en el hacer, ni en el acertar en sí, sino
en el significado que ese hacer tiene para el hombre; en qué le da
a la persona esa vida.
Un ordenador electrónico puede hacer muchas cosas con
perfección sin necesidad de ser consciente de ello. Esto mismo
ocurre, en el caso del hombre, con una enorme cantidad de
operaciones de tipo biológico, que se realizan sin que nuestra
conciencia tenga datos sobre las mismas, y tienen, además,
aquella precisión que envidiábamos al instinto y que nuestra
inteligencia nunca llega a conseguir. Es pues claro, que la
inteligencia no está para acertar. Está para ser consciente, para
comprender. Pero no cualquier cosa, sino aquello que tenga un
especial sentido y que indudablemente no es lo puramente
biológico, ya que esto se da independientemente de la conciencia.
Lo hace tan autónomamente que lleva a pensar que es,
simplemente, algo necesario para aquello más consciente; que es
la base necesaria para el funcionamiento de lo otro. Qué difícil es,
después de esto, considerar a lo biológico como lo principal en el
hombre. Sí podemos decir, sin embargo, que es fundamental, que
es básico porque resulta necesario para la existencia de lo
superior. Junto con lo biológico, se ve reducido a una categoría
secundaria todo lo que tiene como finalidad esa vida biológica,
material sin más.

La Finalidad
Sin duda la inteligencia no se limita a la autoconciencia de un
hecho, tiene también la virtualidad de poder comprender su
finalidad y su papel dentro de un conjunto, conociendo si lo
realizado es un fin en sí mismo o un medio para otro fin superior,
y comprendiendo el alcance de cada decisión o acción.
El simple ser consciente es algo pobre si no se alcanza el
sentido que tiene. En cierta manera, la vivencia sería suficiente
para el placer del hombre. El ser consciente de lo que se está
viviendo es ya suficiente para una vida placentera, pero el hombre
encuentra, además, el sentido, la finalidad. Puede plantearse
metas y ver las cosas como medio para su consecución; es más, el
hombre vive normalmente con y por esas metas. La vida del
hombre es sobre todo futuro. Esto habla de algo más que un
comprender para el disfrute ralo; la autoconciencia adquiere
proporciones de finalidad que apuntan a un deber ser, por lo
menos a un planeamiento de poder ser.
Esta realidad se combina con la capacidad de abstracción, de
generalización de la inteligencia, que es indispensable para el
planeamiento y que no tendría sentido sin él. La capacidad de
generalizar sólo puede tener como sentido salir de lo concreto
para llegar más allá, para conseguir una comprensión de leyes que
permita la realización de obras de dominio, de perfeccionamiento.
La capacidad de crecimiento
La capacidad de ver y proponerse metas se enlaza
fuertemente con la capacidad de crecer, de modo que el hombre
puede comprender hasta dónde puede y debe llegar en su ser, y en
su obrar, y poner los medios para conseguirlo. Esto lo expresó
Aristóteles haciendo ver cómo el hombre –en realidad, cada una
de las formas– tiende a la consecución de su entelequia, es decir,
a la manera de ser más perfecta que corresponde a su especie.
Si nos fijamos en el actuar de la persona y en su pensamiento,
vemos que se trata no sólo de crecer, sino de planear ese
crecimiento y llevar las energías en su dirección. Se piensa una
meta y se prevén los medios para lograrla, y esto es algo muy
distinto a lo que ocurre en cualquier otro animal. Son hechos que
hablan de un sentido de la vida para el mismo hombre que las
vive, y probablemente de un sentido para algo más que sí mismo;
es decir, se presenta la posibilidad de una trascendencia que se
hace aún más patente en las posibilidades de conocimiento de
cosas inmateriales, ya que sólo podemos justificarlas porque lo
necesite para ser él mismo, para llegar a todo su deber ser. El
hombre es capaz de pensar en ideales de bondad, pureza, justicia,
belleza, y se rinde a ideales de entrega, de renuncia, de deseos de
eternidad y de Dios. Todo ese pensamiento tan elevado, si fuera
sólo para el desarrollo material de un ser, muchos pensaríamos
que es un perfecto estorbo.
La inteligencia apunta a un "más" que debe ser un signo
constante de la vida. Con el entendimiento se hace patente nuestro
ser y nuestro poder ser. El signo de la vida del hombre es
positivo, de avance. Como indudablemente está claro que el
crecimiento no puede ser biológico, ese "más" habrá de buscarlo
precisamente en aquellas cosas que no presentan límites, o mejor,
en aquellas que por su naturaleza tienen siempre un más, y éstas
son decididamente inmateriales. La vida del hombre es así un
llevar a acto, a su realización, las potencias que tiene.
Junto a esa capacidad de grandeza del pensamiento, está su
debilidad: la incapacidad para explicar tantas realidades, el
esfuerzo continuado para llegar a una solución. Por ello, el
hombre se ve a la vez grande y pequeño; se da cuenta de que su
llegar a ser tiene límites, y esos límites los vive continuamente;
comprende que es insuficiente, incluso para entenderse a sí
mismo. La inteligencia es un más permanente, pero un más con
medida. Esta es una de las características fundamentales del
hombre; un sin límite siempre limitado; una aspiración sin
fronteras y un conseguir con medida.
Cada nuevo conocimiento es un crecimiento del ser, originado
por ese hacerse la cosa propia de conocimiento. La posesión en sí
del mundo y del propio yo conocido, hace real las posibilidades
de crecimiento de su ser, mediante el paso de sus potencias a acto,
y mediante la advertencia y el dominio de la realidad que le
proporciona. El crecimiento de la materia, del cuerpo del hombre,
consiste en una acumulación, un incremento que siempre es
externo en cada una de sus partes y componentes. Sin embargo, el
crecimiento de la persona que se produce en el conocimiento es
íntimo, es del ser humano en su integridad y alcanza a su alma y a
su cuerpo. El auténtico crecimiento personal es fundamentalmente
de la inteligencia, es decir, del espíritu.

La inteligencia como ordenadora


La función reguladora de todo el mundo psicológico del
hombre, que la inteligencia debe cumplir sustituyendo al instinto,
conlleva una enorme cantidad de peculiaridades en la vida
humana. Junto a la grandeza y la novedad continua que le presta,
la llena de esfuerzos, titubeos y errores. Todo esto se muestra con
enorme claridad en la organización de los distintos estratos de la
personalidad, es decir, en la armonía y jerarquización del conjunto
de la vida psicológica.
La facilidad con que las tendencias y los sentimientos
alcanzan proporciones indebidas, que rompen la armonía del ser y
dificultan el logro de su perfección, se debe a dos causas
fundamentales: la falta de comprensión de su ser y fines, y la
influencia desorganizadora de la sociedad. La primera depende de
la inteligencia, que por ser la que advierte la necesidad y sus
peticiones, ha de darle el lugar en el orden del conjunto que le
corresponde, satisfaciendo adecuadamente sus peticiones.
También ocupa un lugar importante en el segundo actor, puesto
que depende de la comprensión del hombre y el papel de la
sociedad el influjo que ésta realice.
El hecho de que la conciencia, es decir, la presencia de lo otro
y del propio yo, advirtiendo su sentido, finalidad, etc.,
corresponda a la inteligencia, conlleva el que deba ser la
ordenadora de cada uno de los componentes de la estructura y de
su actuación sobre el mundo. Sin la presencia que proporciona, la
actividad se hace ciega y queda a merced de los instintos. Es a
partir de la comprensión del propio ser y la capacidad de advertir
sus necesidades dentro del conjunto y de los fines personales,
como es posible fijar las metas y llegar a la perfección.

VOLUNTAD

La voluntad, apetito derivado del conocimiento


intelectivo, es la etapa final en la captura de la meta
a que nuestras demás facultades apuntan. Son sus
principales actividades:
– Colaborar con la inteligencia en el logro de los
bienes que nos perfeccionan.
– Tomar decisiones a favor de algo que es
suficientemente querido.
– Aportar la fuerza para el logro de lo que nos
perfecciona.

La voluntad es quizá la facultad menos atendida en los


estudios de psicología científica; sin embargo, es imprescindible
su comprensión para poder explicarnos la vida del hombre y
especialmente el ámbito de la libertad. La capacidad de querer y
decidir, junto al autodominio personal, necesita una explicación
que no se puede rehuir. Tiene el inconveniente de que no es un
problema para el laboratorio, pues choca frontalmente con el
determinismo que éste precisa, a lo que se suma la enorme
cantidad de factores, inseparables, que toman parte en la decisión
libre de la persona.
La necesidad de la voluntad se aparece inmediatamente
cuando comprendemos que lo que la inteligencia ve es necesario
llevarlo a cabo, y que muchos reclamos del organismo y otros
orígenes no pueden o no deben realizarse, siendo preciso imponer
un dominio sobre ellos. La función en conjunto de la inteligencia,
quedaría sin sentido si el hombre no pudiera tomar decisiones
capaces de realizar lo previsto, y para ello es imprescindible la
voluntad. Los que la niegan –hay psicólogos que lo hacen– han de
dejar al hombre al juego libre de los impulsos, y a la inteligencia
transformada en un simple espectador impotente. Cuando se actúa
de esa manera todos comprendemos que, en efecto, es un hombre
sin voluntad. Pero la experiencia habla continuamente de un
cierto dominio y autonomía por encima de aquellos impulsos, y
está plena de momentos en los que realizamos sin dificultad, o
con ella, lo que la inteligencia propone.
La voluntad se ha definido frecuentemente como el apetito
derivado del conocimiento intelectivo, distinguiéndola así del
apetito sensitivo, que sigue al conocimiento sensible. Pero estas
definiciones merecen unas aclaraciones. Se basan ambas en que
todo conocimiento acarrea tras de sí un apetito por la cosa
conocida, apetito que será positivo –de atracción– cuando se
aparezca como buena, y que será negativo cuando se presente
como mala. El apetito se inclina a lo que el conocimiento le
muestra bajo el aspecto de bien, de tal manera, que la voluntad no
se mueve por todo lo que la inteligencia puede conocer, sino por
lo que aquella le muestra bajo el aspecto de bien.
Los animales, que sólo poseen conocimiento sensible, tendrán
exclusivamente apetito sensible; el hombre, que tiene sensibilidad
y entendimiento, será portador de ambos apetitos. Quede claro,
sin embargo, que la manera en que el apetito sensitivo se da en el
hombre no se puede identificar con el del animal, ya que la unidad
estructural y funcional que es, hace que lo apetecido sea
entendido y, por lo tanto, querido por la voluntad. Lo dicho no
niega que el hombre se vea sometido a todos los movimientos
biológicos de la sensibilidad y que se pueda despertar en él la
pasión, (término con el que entendemos una fuerte inclinación del
apetito sensitivo) con independencia de la actividad intelectual,
por el simple estímulo sensitivo. Pero esta pasión es
inmediatamente conocida y puede ser objeto de un querer, o no,
del apetito intelectual. El influjo de ambos apetitos para la
conducta final del hombre es algo de gran importancia para la
vida, especialmente en sus aspectos éticos y de orden social.

La voluntad en la estructura humana


Veamos cómo se encuadra la voluntad dentro de toda la serie
de facultades que nos han ocupado. Ya podemos adelantar que,
por ser algo que sigue al entendimiento y estar éste presente en
toda actividad humana, la voluntad puede estar queriendo, o no,
cualquier suceso de nuestra vida.
Las tendencias, la patencia de una necesidad y el impulso a
satisfacerlas, nos lanzaban al mundo en una búsqueda que no
tiene término. Al tomar contacto con él comprendemos su
capacidad de colmarnos y lo queremos. La voluntad aparece en la
decisión consciente de buscar lo necesario y en la etapa final que
nos hace inclinarnos hacia la captura de la meta. Se, pues, en ese
camino de va y ven por el que el hombre interacciona con el
mundo para el bien de ambos.

Actividades de la voluntad

a. La voluntad y el bien
La voluntad se siente atraída hacia el bien que el
entendimiento le muestra. La capacidad de nuestra inteligencia de
conocer desde las cosas más concretas y materiales hasta las más
abstractas e inmateriales, origina que la voluntad se pueda sentir
atraída hacia muy diversos tipos de bienes. Inclinada a los bienes
mayores, no deja de apetecer los más pequeños cuando se
presentan atractivos, abriéndose para el hombre un mundo
ilimitado de deseos, tanto en altura como en extensión. Sentimos
atracción por una comida y por un descanso; por una persona de
distinto sexo y por un trabajo; por proporcionar ayuda a una
persona y por un momento de paz; por saborear una obra de arte y
por una renuncia que nos lleva a Dios. Cada una de esas cosas nos
llama, y sentimos que la voluntad se inclina a ellas con una
determinada fuerza, según las diversas circunstancias.

b. Voluntad y amor
En castellano clásico, tenerle voluntad a alguien significa
quererle. Se hace, pues, un uso de la palabra adecuado al
contenido que hemos explicado que posee. Sin embargo, cuando
decimos que un hombre tiene mucha voluntad, no intentamos
significar que apetece mucho una cosa, sino que es capaz de
empeñarse en lo que quiere hasta conseguirlo, lo cual es muestra
de un gran amor. Se esfuerza y persevera más en la consecución
de una meta aquel que más la quiere. Si el deseo es arduo y exige
la renuncia de muchos otros para lograrlos, advertimos que
voluntad se puede entender, como la facultad que ama tiene el
dominio sobre sobre las pasiones y deseos para realizar lo
querido. Un hombre de gran voluntad es entonces el que puede
renunciar a mucho porque ama el bien.
Estas dos maneras de entender la voluntad, apuntan en la
misma dirección: la de querer el bien que propone la inteligencia,
que significa tomar una dirección que puede acompañarse o no de
algunas renuncias.

c. Voluntad y decisión
También se hace referencia a la voluntad cuando se habla de
tomar decisiones. Una persona capaz de tomarlas es una persona
con voluntad. Un hombre indeciso, que no termina de arrancar y
de mantenerse después en una dirección, es para nosotros un
hombre sin voluntad. Este matiz, un poco diverso a los anteriores,
tiene, sin embargo, bastante que ver con el querer. Se decide por
una cosa el hombre que es capaz de quererla lo suficiente. No se
lanza aquel que quiere menos la meta a lograr de lo que teme el
riesgo. En el fondo es un querer más algo distinto a lo que se
logra con la decisión. Indudablemente, los mecanismos
psicológicos en estos casos pueden ser complejos, pero su base es
la indicada.
Conviene destacar que toda actividad consciente precisa de
una decisión. La inteligencia no puede tomarla, pues se limita a
presentar la realidad, la decisión debe tomarla otra faculta y es
claro que ha de estar unida a la convicción del bien o mal que se
presenta. Esto explica el que tradicionalmente se le haya atribuido
a la voluntad el núcleo más íntimo del ser.

d. Voluntad y fuerza
En los dos últimos atributos que hemos dado a la voluntad se
nos ha mostrado la necesidad de la fuerza: la energía para querer
mucho y para sacar adelante ese amor a pesar de los pesares. Por
esto, para ser un gran hombre, se necesita una gran pasión,
entendida ahora como un querer fuerte que concentre las energías
en él. Si no se quiere alto no toman grandes decisiones ni se
realizan grandes ideales. Dándose la mano la energía psíquica y la
física, el deseo del alma y el sustento del cuerpo, el hombre puede
empeñarse en grandes empresas. La fortaleza física permite la
batalla, pero aún más lo hace la energía interior que da el querer,
tanto, que puede ser esta última la fuerza del cuerpo. No faltarán
al lector ejemplos de esta realidad.

Distinción entre la voluntad y las demás facultades


Es ya posible distinguir la voluntad, o mejor, el acto de la
voluntad que significa el querer, de otros tipos de movimiento que
se suelen denominar de la misma forma. Lo característico de ella
es que el apetito que posee va detrás de lo entendido; es decir, es
la consecuencia de haber comprendido que algo es un bien. Esto
es muy distinto del simple impulso que origina una necesidad,
cualquiera que sea, o de la conmoción sensible que se siente ante
un determinado estímulo. Es posible que los deseos sensibles y
los movimientos biológicos de una pasión se produzcan sin
ninguna intervención de la voluntad, puesto que son anteriores a
ella. Por eso, la voluntad puede, o no, aceptarlos, buscándolos o
apartándose del incentivo. No cabe duda de que la pasión o el
asco despertado por un estímulo no significa el quererlo o no,
aunque pueda influir en ello.
Lo mismo podríamos afirmar de los afectos, los valores, etc.,
que son momentos anteriores que no hay que confundir con el
querer. Sería un error, por ejemplo, asemejar los sentimientos con
el querer, con el amor auténticamente humano, que es siempre
decisión de la voluntad. Qué lejos queda entonces el "ya no siento
nada" de una prueba de la pérdida del amor. El querer será
independiente de este sentir y estará muy por encima de él; será el
acto de entrega por la voluntad a un fin que se ha considerado
digno de ello, por encima, tantas veces, de temporales
acallamientos de los afectos.
Cuando todavía estamos en el impulso de la tendencia, cuando
una necesidad nos empuja hacia el mundo, no se quiere la salida
hacia el exterior, simplemente se tiene. Enseguida ese impulso, es
entendido y luego querido o repudiado; es ese "luego" el acto de
la voluntad. En los afectos aparece el goce y la felicidad, o sus
contrarios, y esto simplemente se da como consecuencia de la
acción, al margen de que sea o no querido; es, por tanto,
independiente, aunque pueda ser posterior a la voluntad que quiso
o no aquel goce. Puede, por último, ser querido o rechazado en el
momento de su aparición y a pesar de su vida independiente. Las
mismas palabras se pueden repetir para los sentidos. No escapan
tampoco los valores a esta separación de la voluntad, los cuales
pueden o no ser queridos. Para empeñarse en lo que desea, la
voluntad tiene lo que se llama imperio sobre las distintas
facultades de la persona. Tal dominio se realiza de modo desigual
sobre cada una de las potencias y alcanza distintos niveles en cada
persona. Su altura dependerá de las características naturales del
individuo, de la educación y de su ejercicio.

Objetos de la voluntad. Voluntad y madurez humana


Puede la voluntad engolfarse en el placer de los sentidos,
apareciéndosele éste como un bien –que lo es– por encima de
cualquier otro. Se aplica entonces, desoyendo todo otro tipo de
llamadas, a la consecución de esos placeres biológicos. Se
transforma así lo fisiológico en lo fundamental, y toda la
actividad se orienta hacia lo que puede llevar a esa meta.
Lo mismo que con los sentidos y las tendencias al placer,
puede ocurrir con cualquier tendencia. Muy común es que la
voluntad se apegue a las tendencias del yo, poniendo en el poder o
en el poseer riquezas el ideal de bien. Se aprecia una ofuscación
de la inteligencia similar al caso anterior, convirtiendo esas metas
en lo fundamental para la vida del hombre, y cerrando el corazón
y el entendimiento a los demás bienes que se aparecen como
secundarios o inútiles. No es difícil ni arriesgado atreverse a decir
que, hoy en día, gran parte de la sociedad tiene centrada su
voluntad, y por lo tanto sus metas, en el placer, la riqueza y el
poder. Y esto ocurre no sólo a nivel personal, sino también a nivel
colectivo y como metas nacionales.
Cuando la voluntad se adhiere sobre todo a las tendencias
transitivas, el panorama es muy distinto. Al centrarse, la
inteligencia y la voluntad en objetivos más inmateriales y más
acordes con su propio ser, pueden desarrollar más sus
posibilidades y volar a la altura a que están llamadas en cada
individuo. Así como la aplicación a cosas pequeñas envilece la
voluntad –y con ella a la inteligencia–, la dedicación a cosas más
altas la enaltece, aspirando a metas de niveles cada vez mayores,
que le exigen su propio crecimiento. Las facultades superiores, y
con ellas el hombre, emprenden un camino de desarrollo.
Ni qué decir tiene, que las metas transitivas que podemos
tener son muchas, y que unas son superiores en sí mismas a otras.
El bien que la inteligencia muestre a la voluntad, para que ésta sea
realmente colmada, ha de ser en cierta manera infinito. Cierto que
la inteligencia sólo lo ve como posibilidad y no lo alcanza a
conocer en su esencia, por superar su propio ser, pero esa
aproximación, ese anhelo, es una meta a la que la voluntad no se
resiste, puesto que le presenta el bien que realmente le podría
saciar: bien inmaterial para una voluntad que también lo es, y bien
infinito para una voluntad con ansias de infinitud. Aquí la meta es
superior al ser, y, por tanto, sí es una meta digna. Su logro
significará la posesión, hasta lo posible, de esa infinitud que al no
tener medida, puede colmar y superar la nuestra.

INTERRELACIÓN ENTRE LOS DIVERSOS


COMPONENTES
DE LA ESTRUCTURA PERSONAL
La Interacción de los diversos componentes de la
personalidad, y la conexión de sus principales actividades, así
como la subordinación de uno a otros, son de gran importancia.
Destacaremos:
• El componente biológico como determinante de una conducta
psicológica normal.
• El fondo endotímico del que brota la fuerza evidenciada y
sentida de tendencias y sentimientos que nos empujan al
exterior en busca de fines valiosos.
• La supraestructura como ordenadora. A través de la
inteligencia y la inclinación y decisión por la voluntad se
aspira y logra aquello que verdaderamente colmará las
aspiraciones personales.
Pretenderemos ahora dar una imagen de la estructuración de
los distintos elementos en el funcionamiento total de la persona.
En primer lugar, conviene recordar el fundamento biológico. Es
un medio imprescindible, un camino que toda actividad
psicológica tiene que recorrer siempre. Por esto, su mal
funcionamiento hace imposible una vida psicológica normal.
Hasta qué punto es apoyo y responsable de la actividad psíquica,
es algo de enorme importancia pero que la psicología no puede
resolver, pues el límite entre las posibilidades de la materia y el
espíritu es una cuestión filosófica. La importancia del componente
biológico en la actividad psicológica es clara. Pero nosotros, en la
descripción que ahora hagamos de las interacciones de los
elementos más propiamente psicológicos, la olvidaremos, porque
daremos por supuesto la integridad y la normalidad del
organismo; es decir, tendremos el camino abierto para un buen
funcionamiento de toda la estructura superior.
Hemos distinguido en la persona una especie de sabiduría
oculta que se manifiesta a través de la necesidad. No consciente
en su origen, promueve la expansión del ser por unos medios en
gran parte previstos y conocidos de forma innata. Es un saber no
intelectual; no se trata de ideas sino de una especie de hábito
natural. Estamos hablando del lactar del niño, de su juego, de sus
deseos de aprender, que muestran y consiguen lo que el ser
precisa al margen de la razón. Esta manera de salir al mundo para
la autorrealización no abandona nunca al hombre. Con el tiempo
va adquiriendo matices nuevos, pero ahí está.
La percepción actualiza esa serie de impulsos y levanta los
deseos de los mismos, así el mundo interior y el exterior marchan
a un mismo compás. Conforme el horizonte de impulsos se va
acrecentando y configurando con la madurez, el panorama del
universo va paralelamente agrandándose, de tal manera que la
amplitud de ambos se encuentra siempre proporcionada. El
mundo es para el hombre y adquiere las dimensiones de éste.
Los impulsos, que en un principio son ciegos en su origen y su
sentido, van siendo comprendidos por la inteligencia que se hace
así el eje central de la vivencia. Inteligencia y tendencias van
formando una unidad cada vez más fuerte al compás del progreso
de la capacidad de comprensión, la cual se va introduciendo
paulatinamente en cada uno de los pormenores de la vida.
Impulsos, sentimientos y sensaciones son oídos, valorados y
unidos por la inteligencia.
A todo esto, se añade la voluntad con su capacidad de
decisión y apetencia de lo que la inteligencia le muestra, y de
cuyo juicio a partir de las propuestas de los distintos componentes
de la persona, tomará motivo para la elección. Son pues la
inteligencia y la voluntad las que integran finalmente a la persona
en una unidad de conducta. Sin embargo, todo esto no significa
que siempre estén presentes en el actuar humano, pues se pueden
realizar acciones con participación de una o pocas facultades; así,
una sensación puede no ser percibida y por lo tanto ni atendida ni
querida. Un impulso puede ser patente y por ello entendido sin
que sea aceptado y realizado; la voluntad se puede inclinar a algo
falto de impulso y delectación, simplemente entendido o sólo
vislumbrado. Es decir, en el juicio de la inteligencia y en la
decisión de la voluntad, pueden participar y tenerse en cuenta
diversos tipos de datos y de influencias, entre las que no cabe
despreciar las procedentes del medio ambiente.

Motivaciones
El concepto de motivación está muy extendido en la
psicología actual, sin embargo, su contenido resulta un poco
ambigüo, pues los distintos autores y escuelas lo tratan de manera
diversa. En principio, motivo es fuerza, centro de empuje para la
acción y que lleva al hombre a moverse; es también, el objetivo
que el hombre pretende conseguir en su actuar, las metas de la
vida. Pero si pensamos un poco en la descripción que hemos
hecho, nos daremos cuenta que se confunde con lo que nosotros
hemos llamado impulso, e incluso, al haber indicado que también
la inteligencia y la voluntad saca energía del fondo de la persona,
en busca de la posible realización de sus objetivos, las
motivaciones podrían referirse a cualquiera de los propósitos
propuestos.
La motivación lleva al organismo a actuar en una determinada
dirección como una unidad. Si la motivación es comer todo el
organismo se adapta y apunta hacia ello, si no lo es, aunque se
esté comiendo, el ser como unidad apunta hacia otra cosa, que
puede ser una conversación, un pensamiento, una persona, etc. Lo
mismo ocurre con la sexualidad, el deseo de poder, o de saber,
etc., si constituye el motivo de nuestra vida en ese momento. Es
por eso que hemos dejado el tratamiento de este tema para
después de comprender la unidad de funcionamiento de toda la
estructura de la persona. Pensamos que la motivación debe ser
entendida como producto final de la interacción de las distintas
facultades; no ha de ser concebida simplemente como algo
primitivo, como una fuerza en cierta forma irracional, pues en la
persona los motivos son siempre fines, metas entendidas y
queridas.
Hablaremos, pues, de motivos para referirnos a aquellos
objetivos de la acción del hombre que han sido queridos, o al
menos aceptados, para lo cual ha debido existir previamente una
comprensión de la meta –no hace falta que sea clarividente– que
llega a unificar las energías del organismo en esa dirección.
Suelen ser el resultado de una amplia elaboración, en la que
participan junto a razones internas otras sociales.
La función enormemente clara de la inteligencia en la
organización de los motivos, con el poder configurativo que ello
tiene sobre las tendencias, y la inclinación de la voluntad
preferentemente a algunos de ellos, hacen que con la edad
evolucionen los motivos alrededor de los cuales se configura la
vida. Como anunciamos para los valores, ahora hemos de indicar
que, en general, las personas poseen una escala de motivos
individuales en la que uno o muy pocos juegan un papel
determinante, organizándose toda la configuración del mundo y la
conducta alrededor de él. Unas veces es un motivo religioso, otro
económico o puramente biológico.

LIBERTAD
Cada una de las facultades que hemos ido exponiendo en estas
páginas tiene su acabamiento último en la libertad. Las
características del conjunto que hemos descrito tienen como
coronación el libre albedrío. Tanto es así que, si falta la libertad
en la conducta y en el pensamiento, dudamos que sea humano y,
por supuesto, nos parece indigno de la naturaleza del hombre. La
libertad es un ingrediente sin el cual se opaca toda humanización.
La autoconciencia que el hombre tiene de su ser, de sus fines y
de sus medios es para aceptarlos o no. La posibilidad de elegir
hace al hombre dueño y responsable de sí mismo. Algunos
entienden esta posibilidad de autogobernarse como puro capricho
de escoger, pero sin que tenga mayores consecuencias, ni por
supuesto trascendencia. Si al elegir no pasara nada, sino el simple
gusto de poder hacer lo que se quiere, todo estaría muy bien. Pero
la experiencia continua nos dice que esa elección sí tiene
consecuencias; la tiene para nosotros, para los demás y para el
mundo. En cierta manera, la libertad de elección es un engaño,
puesto que no es indiferente. Si no da lo mismo una elección que
otra es que hay que realizar con nuestra conducta lo adecuado a
nuestra naturaleza y a la de las cosas. Significa que tenemos un
modo de ser peculiar que pide para su crecimiento una ruta
inexcusable. La capacidad de elección no significa que cualquier
modo de vida pueda llevar a la perfección de nuestro ser, existen
unos modos concretos de lograrlo y otros para imposibilitarlos. Y
ese mundo sobre el que actúan nuestras manos tampoco es
indiferente; está lleno de valores, principios, etc., que están
pendientes de nuestra manera de vivirlos y que nos sumergen, en
todo su conjunto, en un ambiente que resuma trascendencia. Es en
esa perspectiva trascendente donde se pueden comprender las
facultades del hombre. No querer moverse en esa realidad
significa dejarlas sin sentido.

LIBERTAD INTERIOR
La libertad compete a la intimidad y a la conducta del hombre.
Cuando queremos estudiarla debemos hacerlo en los dos aspectos.
Es necesario comenzar con lo interno, ya que lo externo será
consecuencia de aquello; no reconocemos la libertad como
auténtica si no surge de nuestro interior, si no tiene el estigma de
la propiedad persona. Tendremos pues, que comenzar a buscarla
mirando hacia el corazón del hombre, allí donde se concentra,
como en un núcleo, su totalidad.
Siempre hay un más allá en nosotros, fuera de nuestro alcance,
de nuestro "palparnos". Uno de los momentos íntimos últimos que
tocamos es sentirnos dueños de la decisión final. Vemos a las
ideas y a los sentimientos surgir de nosotros como de un fondo
oscuro y sólo podemos reconocerlos, sin saber nunca qué hemos
puesto en ellos, ni cómo los hemos producido; están ahí, somos
nosotros y nos dejan admirados. Sin embargo, en el momento de
la decisión, cada una de aquellas ideas –o sentimientos– las
reconocemos con nuestros ojos, las acariciamos con nuestras
manos y nos sentimos dueños de ellas: ésta quiero, ésa también y
aquella no. Y no es un juego de la imaginación, es de las
realidades más absolutas de la persona.
El dominio sobre nuestra decisión interior es la posibilidad de
escoger una, varias, o ninguna de las proposiciones que a nuestro
yo aparecen. Y esto es así, aunque la voluntad quiera cada una de
las cosas que le presentan, en el sentido de que le sean
apetecibles, de que sienta inclinación o no hacia cada una de ellas.
No es lo mismo querer un algo que elegir ese algo. La voluntad
quiere el bien; por la libertad puede sumirse o no en él.
La libertad no es pues la voluntad–inclinación. Ciertamente no
se concibe sin ella –si no se apetecieran las cosas, si no se
quisieran, poco sentido tendría el escoger, sería un elegir para
nada–, pero se encuentra por encima de esa inclinación, en la
decisión de la voluntad. Está en el control último, decisorio, en el
cual se evalúa cada cosa concreta en función del fin que el
hombre ha aceptado para sí mismo.
Esta libertad interna es el centro de la libertad del hombre. No
quiere decir esto que la libertad se reduzca a ello, sino que es la
base imprescindible a partir de la cual es posible llegar a los
extremos que es necesario que alcance. Sin su existencia no se
podría mencionarse la palabra libertad con un mínimo de sentido.
Es en este ámbito primero de la libertad, donde el hombre es
más señor de sí mismo; donde se enfrenta consigo en su pura
soledad y donde la responsabilidad es también más personal. En
esta profundidad somos dueños, nos pertenecemos y sentimos la
primera tarea con nosotros mismos.
En esa libertad interna –es bueno recordarlo– reside la
responsabilidad moral del hombre. Inalienable, imposible de
transferir a otro, y que le hace culpable o inocente; responsable o
no, ante sí –y ante cualquiera que pudiera conocer esa elección–
del pensamiento aceptado, del querer consentido, de la acción
realizada.
Es esa opción tan propia del hombre, que es de lo más
difícilmente de arrebatarle. Es, además, tan dignificante de su
naturaleza, que cuando se la quitamos, –porque la destruimos o
nos "apropiamos" de ella– nos quedamos sin hombre. La entrega
de esa libertad constituye la más completa deshumanización, es la
desposesión del hombre de sí mismo. Significa la ruptura de la
persona, que conduce, inevitablemente, al desprecio propio y
ajeno. Es el trágico fin de un lavado de cerebro, al que –
digámoslo ya– se puede llegar también de una manera parcial y
más suave a través de la propaganda o la publicidad.
Estamos en el reducto de la libertad que no se puede dominar
sin el consentimiento del individuo. Se puede obligar al hombre a
hacer algo, pero no a que lo quiera. Es más, ni el mismo individuo
puede quitársela, es incapaz de prescindir de ella, puesto que
cualquier postura que tome, aún la entrega de sus decisiones, lo
hará por el ejercicio de esa libertad interna. Los lavados de
cerebro de los que hablábamos antes, consiguen su objetivo
mediante la destrucción del soporte físico y psíquico de esa
libertad

Libertad e inteligencia
La comprensión de una situación admite muchos grados, tanto
al entender el hecho concreto como al valorar sus consecuencias.
¿Podríamos hablar del mismo modo de la libertad interior de dos
individuos en los extremos opuestos de este conocimiento? El que
decide sin comprender bien lo que hace, ni lo que sigue a su
acción, parece que tiene menos libertad interna que el que toma
postura con una comprensión profunda del problema y de sus
repercusiones, aun cuando hayan sido igualmente dueños de sus
decisiones. Se diría que la libertad exige, para ser más plena, una
comprensión de lo que se acepta. Un hombre tomando decisiones
a ciegas no parece muy libre, aunque estemos ante una dramática
expresión de cómo puede mandarse a sí mismo.
Si esto es así, tenemos que admitir que la libertad, ya desde su
raíz, se ve influida por la inteligencia. Comprendemos que el
conocimiento es un aliño que juega a favor de la libertad; y que
haciendo al hombre más sabio lo hacemos más libre, más dueño
de sí mismo y de sus decisiones.
La relación entre libertad e inteligencia no nos puede llevar a
pensar que la libertad consiste en pensar lo que se quiera, eso sólo
puede ser una tontería, y en esa forma tan simple creo que nadie
la ha defendido dentro del mundo de los grandes pensadores,
aunque sí algunos del pueblo llano, que creen que pueden pensar
cualquier cosa, porque para ello son libres. El fin de la
inteligencia es la verdad, es a lo que está ordenada y ello es
irremediable. No puede tener como fin el error; por tanto, no
puede consistir su libertad más que en la posibilidad de posesión
de la verdad.
De cualquier manera, entiéndase que hablar de la libertad de la
inteligencia no es apropiado, puesto que la libertad es de la
persona y reside en la voluntad. De todas formas, la aplicación del
concepto a la inteligencia nos permite tropezar, por primera vez,
con la idea de que la libertad tiene que ver con la consecución del
fin propio, que en el caso de la inteligencia es, sin duda, la verdad
del ser. Se puede hablar más propiamente de libertad de la
inteligencia cuando queramos expresar con ello la libertad que el
hombre pueda tener en el uso de esa facultad.
Podemos afirmar ya, que la libertad interior está facilitada por
el conocimiento; eso trae como consecuencia permitirnos
anunciar que nuestra libertad puede crecer mediante el aumento
de la comprensión del hombre y del mundo. Un hombre más
educado es un hombre más libre, o mejor, con más posibilidades
de ser libre.

La libertad y las tendencias


El grado de desarrollo de nuestro conocimiento no es el único
que marca, en cierta manera, medida a nuestra libertad; juegan un
papel similar las otras facultades, aunque en distinta escala, ya
que sus funciones son diversas en importancia, y la inteligencia
por estar presente en todas ellas adquiere una categoría muy
especial.
Los impulsos pueden influir en cualquier dirección y mucho,
sobre todo por el peso subjetivo que poseen. Si las necesidades y
las tendencias consecuentes son muy fuertes, darán empuje al
hombre a la hora de tomar decisiones y, como consecuencia, de
ejercer su libertad. Lo contrario ocurrirá cuando el estímulo a la
acción que provoquen sea muy escaso. Esta influencia alcanza
tanto a la voluntad como a la inteligencia, inclinándolas en uno u
otro sentido, según la tendencia predominante. Realmente, esto no
quita ni da libertad, puesto que la voluntad sigue igualmente
indeterminada, pero la tendencia hacia algo puede ser tan fuerte
que supere el dominio interior y deje al individuo a merced de sus
impulsos.
El no tener unos impulsos determinados cierra un cierto
horizonte a la inteligencia y reduce el campo de su acción, y por
ende, aquel en donde podemos ejercer nuestra libertad. De la
misma manera ocurre con los afectos, que de no poseerlos
estrecharán nuestras posibilidades de juicio sobre la realidad. Pues
bien, esto adquiere considerables proporciones en el caso del tipo
de sentimientos que llamamos apreciaciones. Si no captamos los
valores y comprendemos su importancia, se oscurece a nuestra
mirada un mundo enorme de riquezas estrictamente humanas y de
cuyo alcance depende, sin duda, gran parte de la dirección de
nuestras decisiones. Un hombre cerrado a los valores ha perdido
la posibilidad de penetrar en un universo de ideales a los que su
naturaleza está naturalmente llamada; sus posibilidades de querer
quedan muy reducidas al nivel de sus metas. Se le ha escondido
un mundo al que es muy fácil querer y en el que no tendrá la
libertad de poder moverse.

Libertad exterior o fáctica


Si la libertad interior es dominio sobre uno mismo, la libertad
exterior tiene que significar, de alguna forma, dominio del
mundo.
La libertad está ordenada al crecimiento de la persona, hacia
un llegar a ser hombre plenamente. Como consecuencia, ha de
contar con el desarrollo de las facultades y el deber ser del
hombre en su unidad, lo que le lleva a la responsabilidad consigo
mismo. El cumplimiento de las obligaciones se logra a través de
la actividad en el mundo, por lo que es preciso que la actividad en
él sea libre. Si el mundo exterior se cierra a nuestras necesidades
y nos impide la posibilidad de realización de nuestras decisiones,
frustra el logro del fin adecuado y justo que debemos alcanzar.
La posibilidad interna de elegir es mayor que la de realizar en
el mundo. El deseo interior puede superar la propia capacidad o la
naturaleza de las cosas. En esas ocasiones, la elección libre
interior no constituye una verdadera libertad, pues ésta precisa de
la posibilidad real de consecución. No ocurre así en el aspecto
moral de la libertad, en la cual basta la decisión la decisión,
siendo la puesta de los medios personales para el cumplimiento de
la meta un incremento, a pesar de que no se consiga muchas veces
la plena realización de lo deseado. Esto es debido al carácter
espiritual del acto moral, que afecta especialmente al individuo
que lo decide, sin que se vea gravemente afectada por la natural
limitación del hombre ni de las cosas. No ocurre igual con la
realización libre de la vida en general, que precisa del dominio del
mundo para llegar a la satisfacción de sus necesidades y al
desarrollo de su ser.
Lo que en el mundo obremos depende de lo que en nuestro
interior hemos decidido. A su vez, lo que elijamos en nuestro
interior ha de estár pendiente de las reales oportunidades que el
mundo y nuestras capacidades nos brindan. Se establece, pues,
una mutua dependencia de la cual somos cada vez más
conscientes en nuestra vida diaria. Es evidente que el dominio que
podamos alcanzar sobre el mundo mide nuestra libertad fáctica y
la posibilidad de perfección.

Libertad y educación
Hay que destacar en este momento la importancia que tiene la
educación para la libertad. Hay una formación primera y
fundamental sobre el sentido del ser y del mundo. Su
conocimiento permite que nuestras decisiones interiores sean
adecuadas, que tengan el orden imprescindible para acertar. Es
algo que no puede faltar nunca en el individuo, al menos es el
mínimo necesario para una comprensión general de su deber ser,
y siempre estará patente la bondad de una profundización mayor
en ese aspecto. Sin él, las decisiones que se tomen tendrán una
gran inclinación al error, que se transmitirá a la acción y al
ordenamiento del mundo.
Una segunda formación es la que colabora en el dominio del
mundo, en darnos la capacidad de hacer lo que hemos pensado y
querido como lo mejor. Hay, pues, como dos grandes campos de
conocimientos: el humanístico, que orienta sobre el ser del
hombre y del mundo, y que actualmente comprende, junto con los
conocimientos filosóficos, algunos de los que suelen llamarse
científicos en sentido positivista; y el técnico, que ayuda a que el
mundo pueda hacer posible, –cada vez mejor–, la realización de
las necesidades del hombre. Mundo de la técnica en el que
incluimos tantos saberes científicos.
Podríamos terminar este aspecto de la inteligencia y la libertad
diciendo que, una vez tropezado con el deber ser, la libertad sólo
es posible gracias a su seguimiento. Convendría recordar la frase
evangélica: "La verdad os hará libres".
Estamos en condiciones de comprender la profunda relación y
dependencia existente entre la libertad, la inteligencia y la
voluntad y ver cómo cada una de ellas exige a las otras, hasta el
punto que sería un sinsentido la ausencia de cualquiera.
Entender, tener conocimiento intelectual de nuestros actos,
pensamientos, sentimientos, etc., adquiere pleno sentido cuando
aparece la voluntad que puede querer o no eso que se entiende. Si
no existiese la posibilidad de quererlo o no, la inteligencia de las
cosas estaría de más. El simple comprender no se justifica, no
puede acabar en sí. El final natural de todo conocimiento es
siempre un apetito, un apetito que ha de ser proporcionado a lo
que se entiende y cómo se entiende. La inteligencia exige, pues,
una voluntad. A su vez, querer algo reclama la posibilidad de
tenerlo, así pues, la libertad de conseguir lo querido es una
exigencia de la voluntad.
Cuando se conoce del todo, se quiere totalmente y se alcanza
plenamente lo que se quiere. Pero en el hombre esto no es así:
entendemos mal, queremos a medias, y no poseemos plenamente
ni a nosotros ni al mundo, de forma que no podemos alcanzar
siempre el bien que queremos. Al tener nuestro entender su límite,
lo tendrá nuestra voluntad y nuestra libertad.
La indecisión de la voluntad, que surge al no conocer del todo
cual es el ser de las cosas, se transforma en la posibilidad de
escoger entre cualquiera de los bienes que le atraen parcialmente;
de esa manera, nuestra libertad se entiende no sólo como
posibilidad de alcanzar el bien, sino también como posibilidad de
decirle que sí o que no al mismo bien, e incluso decirle que sí al
mal.
El no debernos a nosotros mismos el ser, que es la causa de
nuestra falta de conocimiento personal, conlleva el no poseernos,
el no poder ser totalmente dueños de nosotros mismos. Igual que
debemos nuestro ser a otro, se lo deben las cosas, que guardan así,
en su dependencia del ser, una total independencia de la persona.
Ello hace que no las podamos conocer del todo, ni poseer
absolutamente, fruto de lo cual es que no esté asegurada la
posibilidad de conseguir lo que queremos ni con nosotros mismos
ni con el mundo. La vida se viste de riesgo.

Responsabilidad personal
Ahora debemos preguntarnos por la aparición del
convencimiento de que debemos llevar a la perfección a nuestro
propio ser. ¿Por qué sentimos la responsabilidad de nuestra propia
vida? Soy responsable porque hay voces que me piden, otras que
me encargan, y yo poseo la capacidad de cumplir con ellas. Sin
todo esto la responsabilidad no tiene sentido. Que aparecen cada
una de estas voces y que podemos responder a ellas, es algo que
se nos esta mostrando continuamente. La necesidad se hace
patente como un impulso que quiere satisfacción, que reclama su
sosiego. Y lo hace en una dirección natural en la cual nosotros no
hemos puesto nada: tienen sus propias leyes que sólo podemos
reconocer. Nos damos cuenta que siempre la inteligencia intentará
comprender y la voluntad querer.
Junto a esas apariciones que reclaman llenas de fuerza, están
las consecuencias de nuestro actuar, detectadas primeramente por
nuestros sentimientos. Cuando el hombre quiere erigirse como
dueño supremo de su vida y llevarla por cualquier sendero sin
reconocer ninguno como obligado, como naturalmente debido, se
encuentra con el fracaso estrepitoso de una vida insatisfecha. Su
propio sentir le aclara su error. La felicidad, la paz, la alegría, etc.,
son una continua muestra de que hay una manera en que se debe
ser y otra en que no. Y la infelicidad es insoportable, tanto más
cuanto más profunda, y más profunda cuanto mayor sea el desvío
del propio ser.
Junto a este idioma involuntario –tan exigente– de una
responsabilidad personal para nosotros mismos, está el
razonamiento de nuestra inteligencia. Es de sentido común, y con
ello se quiere decir asequible a toda inteligencia, que lo adecuado
es perfeccionar las cosas, no destruirlas. Que lo valioso es acabar
lo comenzado, no dejarlo inconcluso. Hay, por ejemplo, una regla
psicológica del comportamiento de la inteligencia que habla de la
tendencia de ésta al acabamiento de la tarea comenzada, y que
justifica esa labor inconsciente que mantiene el pensamiento
cuando no ha logrado del todo la solución de un problema o el
logro de un objetivo cualquiera.
Debemos cuidar la vida que tenemos porque la reconocemos
digna, y queremos el perfeccionamiento de cada una de las
facultades porque comprendemos que tienen valor en sí mismas y,
más aún, por su importancia para el todo. Por esto procuramos
comprender y llevar a cada una al lugar conveniente dentro de la
unidad personal.
Podríamos decir, por último, que no podemos dejar de querer
el propio bien. Aun cuando deseamos la muerte, lo hacemos
porque pensamos que es un bien mejor que el que puede
proporcionar la vida. Buscamos pues, el bien, y éste se muestra
como plenitud de ser.
Todavía tenemos que aclarar por qué el realizar las cosas tal
como deben ser es una responsabilidad y no simplemente un
camino. Sólo puede existir un deber para con alguien; sólo se da
el compromiso con otra persona. Cuando se presenta con uno
mismo es como consecuencia de lo recibido para algo, y en cierta
manera dicha responsabilidad hace referencia a aquel que nos
hizo la donación. De aquello que nos debemos sólo y
exclusivamente a nosotros no puede existir un deber. Hemos dado
argumentos que defienden cómo es conveniente y natural ir en la
dirección debida, pero la conveniencia no es un deber ni una
responsabilidad. Es difícil, en principio, pensar en deberes para
algo que no sea persona. No tenemos obligaciones sino con
personas; adquirimos responsabilidades sólo respecto a ellas. La
responsabilidad es de uno mismo con los demás. Pero ¿por qué
existen esas responsabilidades? Es más, ¿por qué tengo la
obligación de hacerme feliz? ¿Por qué mi libertad está llamada a
no ir contra mí mismo, o contra ella misma? ¿Por qué me
traiciono cuando emprendo el camino que me destruye?
Son muchas preguntas que sólo encuentran una posible
respuesta: el tener que dar cuenta de lo recibido; el poseer para
algo. Son cuestiones que nos abren necesariamente a la
transcendencia. Estamos comprometidos, queramos o no, con la
vida que recibimos. Tenemos una responsabilidad sobre la cual no
se nos ha pedido opinión y cuyas consecuencias se han inscrito en
nuestra naturaleza.
Desde el momento en que sólo puedo recibirme, no darme, en
el sentido último de ser, percibo mi dependencia. En cuanto
quiero mantenerme y me acabo, constato la poca propiedad que
sobre mí mismo recibí. Estos hechos, junto a la necesidad del
camino ya determinado para conseguir lo que se busca y de la
solidez de nuestra constitución que impone continuamente su ley,
demuestran que en ningún momento soy dueño total, y sí timonel
de un barco con una ruta de navegación prevista. Deseamos ser
felices y, a veces, pensamos que lo conseguiremos haciendo lo
que nos viene en gana. Sin embargo, tropezamos con la luminosa
experiencia de que sólo podremos conseguir esa felicidad por un
camino concreto, a veces no querido; pero, si somos
consecuentes, tendremos que aceptar que realmente nos lleva a
donde deseamos.
Se encuentra el hombre con las metas ya establecidas y con
los medios apropiados para su logro ya fijados. Puede, sin
embargo, escoger estas o cualquier otra y aceptar los medios
preparados o despreciarlos, para eso tiene, sin duda, "libertad".
Pero lo que no está en sus manos son las consecuencias de esos
caminos, y cada uno le dará según la fidelidad o no a su deber ser.
Es ésta de las más desagradables sorpresas de los que creen que
pueden manejar la vida a su antojo.
La libertad estaría así más que en la posibilidad de escoger
una meta u otra, en el ser dueño para tomar la debida; en no
caminar por ella necesariamente sino queriéndola, por una
decisión personal y en uso del imperio que sobre nosotros
tenemos.

La libertad como compromiso


El sentido del deber nos lleva, pues, a otro aspecto
fundamental de la libertad; nos referimos a la posibilidad de
compromiso. Pensamos que reside en él una de las mayores
alturas que la libertad puede alcanzar. Veámoslo.
La raíz de esta capacidad de comprometernos está en el poder
sobre nosotros mismos y sobre el mundo, lo que ha de basarse
necesariamente en la comprensión que el entendimiento brinda.
En parte estamos comprometidos a pesar nuestro, puesto que
la tarea la recibimos con la vida, sin preguntas sobre su
aceptación o no. Una vez poseída, se acompaña del compromiso
de su aceptación continua y de sacarla adelante, enlazándose esto
último con la participación igualmente comprometida en la vida
de los demás.
Tenemos la posibilidad –cuando la inteligencia ha llegado a su
comprensión– de aceptar el encargo o no; de defender nuestra
vida o dejarla extinguirse, que es la manera más pobre de
entender la libertad. Podemos aceptar la vida, en cada uno de sus
aspectos, en cada una de las luchas y satisfacciones, con la
mentalidad de quien recibe un trabajo para sacar adelante, o
podemos rechazar y rebelarnos contra esa responsabilidad, pero
no pensar que esa vida no es recibida y que no se tiene ningún
compromiso con ella, ya que es un absurdo cerrar los ojos a la
realidad.
La capacidad de compromiso abarca cada uno de los actos del
hombre. Dado que su crecimiento ha de ser hacia una meta, la
capacidad de comprometernos con ella exige el dominio propio y
la posibilidad de poder cumplir siempre. En el momento en que
esto no fuera posible el compromiso cesaría y se podría hacer con
la vida cualquier otra cosa distinta a lo debido.
En este momento se advierte, aún más claramente, la
necesidad y el sentido de la inteligencia. Sólo su capacidad de
comprensión, de remontarse sobre lo concreto y transponer el
tiempo y el espacio, así como su entendimiento de los valores y
del sentido, permite al hombre la grandeza y la nobleza de
comprometer su futuro. Aparece la inteligencia como base, como
posibilidad de una auténtica libertad, que es dominio de sí hasta el
compromiso con el mañana. Algo que el instinto no puede soñar y
que nos pone alerta de nuevo sobre la importancia para el hombre
de la meta más alta.
La necesidad de comprometernos, o de estar comprometido
con nuestra tarea, ha de tener su origen en una petición por parte
de alguien, con el cual podemos acordar o no. Es decir, el
compromiso puede, o no, ser adquirido. Existe la obligación, el
deber ser, pero este puede ser aceptado, rehuido, querido o
aborrecido.
Es ése el gran momento que da sentido a la libertad. Todas las
posibilidades anteriores parecen apuntar, como objetivo final, a la
facultad de comprometernos con una tarea. No basta el aceptar, el
quererla o no, es posible el comprometerse a ella y eso es el más
alto ejercicio de la libertad.
La libertad que exige el compromiso no sólo atañe al
momento en que se realiza, sino que envuelve el futuro del
hombre. Significa el sentirnos poseedores de nuestra conducta
ahora y siempre. Se hace notar con esta capacidad la constancia
de nuestra permanencia, de ese yo siempre él mismo a través del
tiempo, y siempre dueño de sí.
El hecho de que la libertad esté llamada al compromiso,
significa que el hombre, cuando ejercita su libertad, se
compromete. Un hombre sin compromiso es libre sólo
potencialmente, ya que no está ejerciendo como tal. Cuando se
mira la libertad como ausencia de compromisos no se ha
entendido en absoluto en qué consiste. Si se piensa que la libertad
es poder romper los compromisos por cualquier motivo, estamos
de nuevo equivocados. Todas las facultades en el hombre han
hecho posible no sólo el compromiso sino el poder asumir sus
consecuencias. Nos referimos desde luego a aquello que de él
depende. Circunstancias por encima de su dominio pueden, a
veces, hacer imposible la realización de alguno determinado.
Cuando tratamos con hombres incapaces de comprometerse,
tenemos una clara impresión de que no son tales hombres; les
falta algo. Si una persona no cumple sus compromisos no es tal;
es, si acaso, un pobre hombre, aunque se sienta, a veces, más libre
por ello. Es la consecuencia de una mala comprensión de su ser y
de su quehacer, que le hace confundir la libertad con la
espontaneidad, con aquello que poseen igualmente los animales y
que los libera de todo compromiso.
Nos damos cuenta que la misma vida de los hombres, las
relaciones entre ellos, necesita profundamente de esa libertad.
Cuando se entiende ésta como hacer el capricho, sin reconocer
ningún nexo de obligatoriedad con los demás, sin dar valor a los
compromisos adquiridos, la vida se hace imposible. Sin embargo,
cuando hay asunción de los propios compromisos, que son
valientemente respetados, la convivencia de los hombres mejora
hasta límites que incluso la imaginación tiene problemas en
abarcar del todo.
Si decimos tantas veces en este estudio que hay que
redescubrir el sentido del hombre y de la libertad, que en la
sociedad actual están bastante adulterados, esta necesidad se
acentúa al mirar el panorama de la vida y ver el poco sentido del
compromiso que existe en el hombre. Desde las más altas
actividades políticas, hasta la guarda del compromiso
matrimonial, o las obligaciones de lealtad humana que el hombre
está llamado a defender en cualquier circunstancia, gozan de una
fantástica ausencia. La desconfianza invade a una sociedad en la
que el hombre ha perdido el sentido de su valor, de su ser y de su
grandeza, y se ha engañado con banalidades de placer a las que
sacrifica su sentido de compromiso y de cualquier otra grandeza.
Lo práctico, transformado en valor supremo, no es alcanzar la
auténtica realización sino la más fácil. Tanto es así que, si por
algo se caracteriza el mundo moderno, es por la búsqueda de la
autosuficiencia del hombre, que quiere reconocerse libre de todo
compromiso, no aceptando nada superior a lo que tenga que deber
algo. Poder autocrearse como quiera y no dejar que ninguna otra
persona acorte esa libertad que se ha autoconcedido, es parte de
su ideal. Por eso, se entiende que la libertad es hacer de la vida lo
que se quiera y no consentir que nadie se interponga; que nadie
interfiera en nuestros deseos y menos que nos exija cualquier
deber con respecto a ellos; ése es su problema, no el nuestro.
Paralelamente, entienden que respetar la libertad propia y de los
demás es eludir cualquier compromiso. Es esta manera errónea de
entender la libertad, en la que tanto hemos insistido, una causa
importantísima del caos personal y social que se ha producido en
la vida de las personas y de las naciones de nuestros días.
El hecho de que la vida en sí, y cada una de las situaciones por
las que pasa, se presente como un deber ser, con matiz de
obligación a adquirir, es una orientación de la naturaleza para
ayudar a enfrentarnos con la necesidad del compromiso. No nos
dan el compromiso hecho, pero nos lo reclaman. El compromiso
se adquiere con aquello que se nos presenta como una obligación,
con lo que se nos aparece como debiendo ser, al margen de lo que
podamos opinar o pensar. No se trata de la adquisición de
compromisos por capricho, por el gusto de hacerlo, sino porque
nos va en ello la vida. A veces, por ese concepto de que la libertad
tiene que ver con un deseo autocreador, se piensa que es más
meritorio el compromiso que se adquiere sin ninguna obligación,
por puro romanticismo, que aquel que se toma como
cumplimiento del deber. Sin embargo, la existencia de su
posibilidad tiene como fin hacer posible el cumplimiento de la
propia tarea hecha libremente, responsablemente. Y sólo esto lo
justifica. Un proverbio chino dice: "el deber es un honor", y es
una manera muy bella de decir lo que defendemos.
La vida del hombre es tanto más tal, cuanto más
comprometido se encuentra, y es éste el mayor ejercicio posible
de esa libertad. El sentir la libertad como ausencia de compromiso
es entenderla mal. Ser dueño de uno mismo para no
comprometerse, para no empeñarse en una dirección, es serlo para
nada. El hombre que no acepta un compromiso no es un hombre
libre, es un hombre sin ejercer de tal.
La libertad sentida como compromiso hace que, de nuevo, –si
no queremos aceptar la existencia de una pasión inútil– nos
demos cuenta de que el hombre ha sido hecho para cumplir una
tarea y que el mayor compromiso es el de su vida. Para que ese
compromiso sea aceptado le ha sido dada la libertad y no para
eludirlo –gracias a ella– en una actividad irresponsable,
sintiéndose caprichosamente dueño de lo recibido, sin preguntarse
por su sentido.
La importancia de esos compromisos es tan grande que la vida
del hombre adquiere valor con ellos. El hombre se da cuenta que
la entrega a unos principios constituye parte del sentido de su
vida. Cuando en la sociedad actual se contempla la ausencia de
los compromisos más elementales, presenciamos la
deshumanización de la vida; el mundo no llega a reconocerse
como obra del hombre, y no basta para arreglar esa impresión
ningún tipo de progreso técnico. La vida libertina, en el sentido de
falta de compromisos, –de deber ser–, se convierte en algo muy
similar a la vida animal. De eso somos todos espectadores.

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