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La expansiva acción social de este Estado intervencionista, Estado de servicios -

donde éstos se demandan cada vez en mayor cantidad, mejores en calidad y para
más amplios sectores sociales - , va a suponer un protagonismo y una lógica
preeminencia para las tareas y las funciones de la Administración, del poder
ejecutivo. Este, desde luego que sin negar ni prescindir del Parlamento (sin negar
el Estado de Derecho), se convierte de hecho y en no corta medida en poder
legislador. Y también se señala que su otra actividad -la de ejecución y
administración- con frecuencia desborda, aunque no necesariamente contradiga,
los propios cauces de las normas jurídicas. Desde las estrictas exigencias del
Estado de Derecho, del principio de legalidad y del control y responsabilidad de la
Administración, se suscitan por tanto serias dudas y reservas ante el riesgo de que
tales disposiciones jurídicas y acciones políticas y sociales puedan debilitar y
llegar a romper o hacer caso omiso del sistema parlamentario y constitucional.
Salvado este y el Estado de Derecho, lo que hay en cualquier caso son
importantes transformaciones que es necesario tomar seriamente en
consideración. - En el fondo, pero en un contexto de mucho mayor riesgo y con
muy diferentes interpretaciones, orientaciones e, incluso, intenciones, estos eran
ya algunos de los problemas y alegatos que aparecían en las polémicas de los
años veinte y treinta con Carl Schmitt, por un lado, y Hermann Heller, por otro. En
buen acuerdo, por mi parte, con el segundo de ellos -»el Estado de Derecho,
resuelto a sujetar a su imperio a la economía»-, y frente a las reducciones y
distorsiones del primero (con su negación del Estado de Derecho), yo aquí sólo
insistiría por el momento en la ineludible necesidad de que las instituciones y los
poderes públicos actúen en esa doble coordinada dimensión: tanto en los
horizontes del Estado social, receptivo ante tales demandas de los ciudadanos
(participación en los resultados para hacer efectivos tales derechos), como en las
exigencias internas del Estado de Derecho, (participación en las decisiones para el
imperio de la ley), con eficacia por lo demás en el cumplimiento y desarrollo
progresivo de la Constitución en ambos bien trabados niveles.” 1

d) Lo que, a pesar de todo, no puede de ningún modo olvidarse desde la


necesaria coherencia democrática es que, como base imprescindible, en el Estado
social se buscaba hacer también más reales e iguales para todos esas libertades y
esos derechos civiles y políticos proclamados pero tantas veces postergados y
convertidos en ficción por los regímenes liberales. Junto a ello y muy
fundamentalmente se reclamaba implantar y hacer efectivos con carácter de
universalidad los derechos sociales, económicos y culturales derivados de las
necesidades básicas de la salud, la enseñanza, la vivienda, un régimen de
prestaciones de seguridad y sistema público de pensiones, exigibles a fin de dar
un muy diferente sentido y una mejor esperanza de vida real a millones y millones

1
Díaz, Elías, “Estado de Derecho y Derechos Humanos”, Artigos,, Brasil, Novos Estudos Jurídicos, Junio, 2006, Volumen 11, Número 1,
p. 18.
de seres humanos. Estas eran, específicamente desde la perspectiva de la
izquierda, las principales metas a que se debía aspirar y que darían mayor y mejor
legitimidad y legitimación al Estado social. Su garantía jurídica e, incluso,
realización efectiva quedaban ahí indefectible pero flexiblemente unidas al
concepto y al sentido mismo del Estado (social) de Derecho. También sería
Estado de Derecho, desde luego, el (anacrónico) modelo liberal o neoliberal pero
difícilmente encontraría hoy legitimación fáctica, menos aún legitimidad racional,
un Estado de Derecho que no acogiera el núcleo esencial de tales derechos
sociales. Y se trata de avanzar hacia ello, sin revoluciones, sin perturbaciones
traumáticas y precipitadas, sino de manera gradual, integrando y procurando tales
objetivos en el marco, transformado y democráticamente más regulado, de ese
modo de producción de aparente libre mercado y de efectiva acumulación privada
de los medios de producción.” 2

El Estado democrático de Derecho constituiría, pues, esa propuesta alternativa a


tomar, por tanto, en consideración en cada una de sus específicas dimensiones,
como -a mi juicio- posibles vías de solución de futuro, y actual, ante las dificultades
y problemas que han ido localizándose en el imprescindible Estado social y,
especialmente, en la reducción neoliberal del Estado de bienestar. Así: - a) Se
trataría en dicha propuesta del paso necesario desde un tipo de Estado que en el
pasado resultó a veces involucrado en exceso en un inabarcable e indiscriminado
intervencionismo cuantitativo, hacia un Estado de intervención mucho más
cualitativa y selectiva con importantes revisiones y correcciones dentro de él. Que
éste, el Estado, por querer hacer demasiadas cosas no deje de ningún modo de
hacer, y de hacer bien (sin corrupciones, chapuzas, ni despilfarros), aquello de
contrastada superior entidad racional que -variable, en parte, según las
condiciones históricas y sociales- le corresponde hacer en función de las metas,
necesidades, intereses generales y particulares, obligaciones éticas y políticas que
asimismo los ciudadanos puedan y deban exigirle. Hay valores, bienes, derechos
que, desde luego, no pueden ni deben quedar a entera disposición del mercado.
Importancia, pues, del Estado, de las instituciones jurídico-políticas, frente a las
evasivas liberales, por la derecha, pero también frente a los voluntarismos
libertarios, por la izquierda, aunque recuperando de estos el énfasis en la sociedad
civil. Lo que se quiere aquí remarcar es, por un lado, que no puede haber una
«sociedad del bienestar», ni, por otro, una real emancipación en una nueva
sociedad sin un Estado que trabaje con fuerza en tal dirección. Recuperación,
pues, de la política y recuperación a la vez de la política institucional, es decir de
las instituciones políticas. Pero también es verdad que el Estado (nacional, central)
es hoy demasiado pequeño para las cosas grandes (ahí, la Unión Europea o la
propia ONU) y demasiado grande para las cosas pequeñas (Comunidades

2
Díaz, Elías, “Estado de Derecho y Derechos Humanos”, Artigos,, Brasil, Novos Estudos Jurídicos, Junio, 2006, Volumen 11, Número 1,
p. 20.
Autónomas y Administración local en nuestro sistema constitucional). Ese criterio
cualitativo y selectivo es, pues, fundamental en más de un sentido para el buen
funcionamiento en nuestro tiempo del Estado democrático de Derecho.” 3

“Todo ello es bien cierto, realista y razonable y habrá de ser tomado muy en
consideración por los legisladores y por la propia sociedad si se quiere construir
algo con responsabilidad. Pero el mundo no se acaba ni se cierra -tampoco el
mundo jurídico- con los estrictos derechos subjetivos. Quiero decir que las
exigencias éticas asumidas en el ordenamiento pueden, por ejemplo, servir para
orientar con fuerza, es decir con sólidas razones, la futura legislación que dará
lugar, entonces sí, a nuevos estrictos derechos. Y mientras tanto, pueden valer
muy bien para interpretar de un modo u otro los actuales reconocidos derechos o
para orientar coherentemente unas u otras políticas sociales. Como se ve, todo
menos que inútil tal presencia y su diferenciado reconocimiento en el ámbito
jurídico-político. Sin olvidar asimismo que si la política (o el Derecho) es el «arte
de lo posible», la filosofía y la ética son, y deben ser, el arte de hacer posible lo
necesario. Utopías de ayer son, no siempre pero sí en muchos casos, realidades
de hoy. Y tampoco es algo «neutro», o producto del mero azar, que unos derechos
hayan logrado, en la historia y/o en la actualidad, plena protección judicial (por
ejemplo, la propiedad) y otros, por el contrario, no la hayan alcanzado (todavía)
con ese mismo rigor (por ejemplo, el trabajo). Seguro, sin duda, que todas estas
exigencias éticas u otras que podrían formularse (tampoco aquí puede cerrarse la
historia), todas esas justas pretensiones y esperanzas humanas
desgraciadamente no resultan hoy por hoy por completo susceptibles de su
juridificación de manera plena y responsable como rigurosos derechos subjetivos
en el marco actual del Estado de Derecho. Reconozcámoslo así, con sensatas
dotes de realismo para las más complicadas y difíciles de ellas, a pesar de todas
las buenas intenciones y voluntades que pudieran, sin duda, manifestarse. Sin
embargo -a mi juicio-, en modo alguno, tales voluntades e intenciones, así como
los valores y principios que las inspiran, carecen de sentido y trascendencia para
la acción social, política y también jurídica. El mundo del Derecho no puede estar
ajeno a ellas. Por un lado, la cohesión social, es decir razones de eficacia, y por
otro, la ética pública (y privada), es decir razones de justicia, así -creo- lo exigen.
En consecuencia, tales pretensiones y esperanzas no deben quedar fuera o al
margen de los proyectos de futuro respecto de esas mencionadas
transformaciones de todo tipo, desde económicas a culturales, que en cambio
deben siempre impulsarse en el marco de una sociedad democrática y de su
sistema jurídico para la necesaria construcción de un correlativo, aquí auspiciado,
Estado democrático de Derecho. Todas ellas, y otras más, son hoy razones para
una necesaria recuperación de la política y son también razones para una no

3
Díaz, Elías, “Estado de Derecho y Derechos Humanos”, Artigos,, Brasil, Novos Estudos Jurídicos, Junio, 2006, Volumen 11, Número 1,
p. 20.
menos imprescindible política institucional: éstas exigencias de diálogo con
deliberación ilustrada y de doble real participación (en decisiones y resultados) son
-pienso que puede hablarse así- las razones fundamentales en nuestro tiempo
para un Estado democrático de Derecho.” 4

Pero —sigue abierta la cuestión— también en el Derecho, o diríamos que de


manera muy relevante en el Derecho, existe el horror al vacío. En este tipo de
análisis que yo califico como realismo crítico, sin embargo los jueces, el
judicialismo, no son —ya se ha dicho antes— la exclusiva legalidad, la única y
última realidad. Si amplias mayorías de ciudadanos no cumplen, no respetan, esas
leyes, si los jueces (operadores jurídicos) en sus más elevadas, supremas,
instancias a su vez no las aplican, tampoco las respetan, habrán de ser los otros
poderes institucionales (legislativo y ejecutivo/administrativo) quienes intervengan,
siempre con el apoyo de los poderes sociales que todavía puedan tener detrás,
para dar eficaz solución a esa (casi límite, compleja y delicada) situación que lo es
de recuperación del Derecho y de su validez. Y ello podrá llevarse a cabo, o bien
—muy difícil tarea en esta hipótesis— forzando con los correspondientes aparatos
estatales a unos (ciudadanos) y a otros (jueces) a cumplirlas y aplicarlas, o bien —
más efectivo, con mayor legitimación— yendo hacia un cambio controlado, según
oportuna cadencia, de ese Derecho tan rechazado, orientándolo desde pautas y
criterios demandados, exigidos con mayor o menor fuerza, por el grupo social. Por
supuesto que en ese rechazo (o en la aceptación) por jueces y ciudadanos
pueden o no concurrir tanto razones de legítima oportunidad política como razones
de estricta conciencia ética individual. 5

a) La eficacia, el cumplimiento, el respeto a las leyes implica —ya lo veíamos—


como primer nivel, como base, la implícita adhesión, la genérica obediencia, la
actuación conforme a ellas por los ciudadanos, es decir por los sujetos
primariamente destinatarios de ese ordenamiento jurídico, incluso la libre y
voluntaria aceptación compatible por lo demás con un relativo grado de
desobediencias e infracciones individuales. Esa actitud positiva de los ciudadanos
aporta así legitimación y una mayor y más fuerte validez a la legalidad. El
Derecho, por lo tanto, interesa remarcarlo, no es sólo ni esencialmente el

4
Díaz, Elías, “Estado de Derecho y Derechos Humanos”, Artigos,, Brasil, Novos Estudos Jurídicos, Junio, 2006, Volumen 11, Número 1,
p. 24.
5
Díaz, Elías, “Realismo crítico y filosofía del Derecho”, DOXA, Cuadernos de Filosofía del Derecho, Alicante, España, Número 32,
2009, p. 101.
momento patológico del conflicto y de la decisión judicial (A. Ross y las teorías
«realistas» judicialistas). Antes y al lado de él está siempre el mayor o menor
cumplimiento fáctico, expreso y cotidiano por los ciudadanos de la mayor parte de
las normas jurídicas: primacía, pues, del momento normativo, del normativismo.-
b) Pero, eso sí, la violación, el incumplimiento, por parte de ellos de unas u otras
normas concretas pone en eficaz acción al aparato judicial —segundo nivel— a fin
de restaurar, suele decirse, el Derecho (objetivo), el orden jurídico quebrantado y,
con ello, reintegrar/compensar los derechos subjetivos (bienes materiales o
inmateriales) con tal incumplimiento amenazados o conculcados. La eficaz acción
de los jueces, de los operadores jurídicos, el respeto de ellos a las leyes, a las
normas (reglas y principios, Dworkin), añade así legitimación y reconstruye, pues,
la concreta falta de respeto, el no cumplimiento específico de unas u otras normas
por parte de unos u otros ciudadanos. El Derecho (Hart) son normas primarias
pero también secundarias, establecimiento de derechos y deberes, más el trabajo
adjudicado a los operadores jurídicos dentro del marco jurídico reconocido. E,
incluso, otras construcciones y prácticas derivadas de la coherente autonomía de
la voluntad o de la propia autonormación social podrían formar también parte
subordinada del sistema jurídico dotado de validez. 6

“Para lo que interesa aquí, se trata pues de resaltar la conexión inescindible entre
Derecho y poder. Y la radicación de éste en última instancia en el poder social,
que en su caso operaría ya entonces como poder constituyente. Bien entendido —
esto es decisivo— que la potestas no excluye para nada la auctoritas, que las
normas jurídicas no pueden borrar del mapa a las normas morales. Y que el poder
constituye un fenómeno de naturaleza nada simple y lineal sino muy compleja y
plural: hay agentes con gran poder, otros agentes sin poder y, como decíamos en

6
Díaz, Elías, “Realismo crítico y filosofía del Derecho”, DOXA, Cuadernos de Filosofía del Derecho, Alicante, España, Número 32,
2009, pp. 99 y 100.
los viejos tiempos, hay también conflictos de hegemonía y conflictos de
dominación.”7

c) Pero si esas dos mencionadas vías de acción fracasan estaríamos ya, evitado
el caos, en el central tema kelseniano de la revolución. Así —tercer y más radical
nivel de soporte, protección y seguridad para el Derecho—, será en definitiva ese
poder social, con toda su plural complejidad, quien impulsando al (viejo o nuevo)
poder institucional en favor de otras leyes, de otro ordenamiento jurídico, incluso
actuando como verdadero poder constituyente, proporcionará a la (nueva)
legalidad una mayor legitimación, es decir una mayor adhesión, cumplimiento y
aplicación: y con ello —desde esta perspectiva para la identificación del Derecho
— también una más efectiva y auténtica validez. Advirtamos, una vez más, que —
sin posible confusión de planos— para nada resultara indiferente a esas
categorías definitorias del Derecho (validez/legalidad y eficacia/legitimación) la
dimensión crítica valorativa de la legitimidad ética y política, de la teoría y práctica
de la justicia, de su justificación. 8

legitimación es un concepto de base empírica, un resultado fáctico de aceptación y


seguimiento social referido a una determinada legalidad, a un concreto
ordenamiento jurídico e institucional, y también a una u otra perspectiva de
legitimidad, a uno u otro sistema de valores Pero —esto es decisivo— en cuanto
tal resultado fáctico, tal legitimación puede lograrse por muy diferentes, pero no
indiferentes, vías: por las de la autonomía moral, el convencimiento y la
argumentación racional, es decir la libre decisión y participación (a mi juicio, sin
duda, las vías más legítimas) pero también por las del engaño, la corrupción o,
incluso, el terror (ilegítimas e injustas en diversidad de escalas y, por desgracia, a
veces, en parcial convivencia con las del modelo anterior). Resulta, pues, evidente
que esos diferentes modos fácticos de legitimación con tan graves connotaciones
7
Díaz, Elías, “Realismo crítico y filosofía del Derecho”, DOXA, Cuadernos de Filosofía del Derecho, Alicante, España, Número 32,
2009, p. 98.
8
Díaz, Elías, “Realismo crítico y filosofía del Derecho”, DOXA, Cuadernos de Filosofía del Derecho, Alicante, España, Número 32,
2009, p. 102.
no pueden, ni deben, substraerse a la crítica, al juicio de valor de esas no
indiferentes concepciones de la legitimidad. 9

ello porque todo sistema de legalidad/ legitimación lleva dentro de sí uno u otro
sistema de legitimidad. Se trata, en síntesis, de determinar cuándo y en qué
condiciones merece de verdad la ley el respeto de todos y cada uno de los
ciudadanos. Eso empieza a ocurrir a mi juicio —base fundamental— cuando estos
con autonomía moral pueden realmente participar y decidir en libertad. El imperio
de la ley así producida y el consecuente respeto a los derechos humanos allí
implicados constituyen, a mi juicio, el más respetable —pero no inapelable—
criterio (ético) de legitimidad y de su derivado sistema de legalidad: a ello es a lo
que yo vengo desde siempre denominando Estado social y democrático de
Derecho. 10

El Estado de Derecho es la institucionalización jurídica de la democracia política,


siempre entendida ésta, la democracia, como proceso abierto en el tiempo
derivado de las instancias éticas de autonomía moral individual y de dignidad del
ser humano como ser de fines. El Estado de Derecho, en esa su empírica y
también racional vinculación e interrelación con la democracia, lo que hace es
tratar de convertir en sistema de legalidad tal criterio de legitimidad: y en concreto,
institucionaliza de uno u otro modo esa participación en decisiones y en
resultados, es decir garantiza, protege y realiza (en una u otra medida según
tiempos y espacios, historia y lugar) unos u otros derechos fundamentales: desde
las libertades cívicas y las garantías penales a las de carácter social, económico y
cultural para todos los ciudadanos y, con especial sensibilidad, también para las
minorías y los agentes sin poder. Es ahí, en ese proceso histórico, donde se
insertan los modelos del muy incipiente y discriminatorio Estado liberal y,
posteriormente, del Estado social con muchas mayores cotas de igualdad. Junto
con otras manifestaciones que en esa línea y con otros rótulos pudieran en el
futuro configurarse, aquellas constituyen plurales fases, momentos, dimensiones,
con muy diversas connotaciones e implicaciones, de lo que con exigentes razones
podríamos en nuestro tiempo denominar y proponer prescriptivamente (utopía
racional) como democracia y como Estado democrático de Derecho. 11

9
Díaz, Elías, “Realismo crítico y filosofía del Derecho”, DOXA, Cuadernos de Filosofía del Derecho, Alicante, España, Número 32,
2009, p. 106.
10
Díaz, Elías, “Realismo crítico y filosofía del Derecho”, DOXA, Cuadernos de Filosofía del Derecho, Alicante, España, Número 32,
2009, p. 107.
11
Díaz, Elías, “Realismo crítico y filosofía del Derecho”, DOXA, Cuadernos de Filosofía del Derecho, Alicante, España, Número 32,
2009, pp. 113-114.
Votar y elegir representantes y gobernantes —para la participación en la toma de
decisiones— implica ya en democracia ineludible conexión y reenvío a valores
éticos, la igual libertad como básico y central. Es preciso, pues, vincular, entroncar
íntimamente ambas dimensiones, ética y procedimental, de la democracia: lo ético
es aquí concomitante con lo procedimental. Correlación, pues, entre democracia
como moral (en la cual en todo momento insistió desde esos valores nuestro José
Luis Aranguren), democracia como política (imprescindible pero deficiente siempre
de calidad sin aquélla) y democracia como institucionalización jurídica de las dos
anteriores —principios éticos y exigencias políticas— en el Estado democrático de
Derecho. - Derivada de la mejor Ilustración (Kant como gran punto de partida) y
desarrollando las anteriores correlaciones, a) la ética hoy (la democracia como
moral) es, ha de ser —en sus dos expresiones— primero autonomía individual en
libertad pero también, como exigencia coherente, autorrealización personal (el ser
humano como ser de fines), es decir autorrealización de todos los seres humanos
sin exclusiones. Por su parte, b) la política, la democracia política, en cuanto
legitimidad fundamental se identifica y se concreta de modo correlativo en una
doble vertiente: como participación en (la formación y toma de) las decisiones y
como participación en (la producción y distribución de) los resultados, medidos en
términos de satisfacción de necesidades y de reconocimiento de derechos y
libertades. Precisamente para tratar de asegurar tales exigencias éticas y políticas,
c) el ordenamiento jurídico, la institucionalización jurídica de la democracia, el
Estado de Derecho —como ya se ha señalado— lo que hace es legalizar,
convertir en principio de legalidad, con la eficaz fuerza coactiva detrás, tales
valores éticos (libertad-igualdad identificados en el valor justicia) y políticos (doble
participación como síntesis del valor legitimidad). 12

Por supuesto que las mayorías —aludo tanto a las mayorías parlamentarias como
a las constitucionales —pueden equivocarse y corromperse: o ser engañadas,
manipuladas y corrompidas: ¿en qué medida no lo son desde, por ejemplo, la
poderosa conjunción de los poderes económicos y mediáticos?; pero también
pueden equivocarse y corromperse las minorías; y ¡no digamos el individuo por
excepcional que sea, o parezca ser! Pero en democracia —y en cualquier otro
aspecto de la realidad— hay que trabajar con este material: así somos, ni
totalmente egoístas ni totalmente altruistas, aunque todos estaríamos de acuerdo
—creo— en que hay que favorecer y potenciar al máximo (derechos humanos)
esta nuestra segunda positiva condición. Obvio que a ilustración, la deliberación y
la educación ciudadana coadyuvan fuertemente a ello. Pero esos son los riesgos y

12
Díaz, Elías, “Realismo crítico y filosofía del Derecho”, DOXA, Cuadernos de Filosofía del Derecho, Alicante, España, Número 32,
2009, p. 114.
las ventajas (las miserias y las grandezas) de la decisión democrática adoptada
por la regla de las mayorías. Hasta para decidir que se prefiere adoptar otro modo
de tomar decisiones y de designar dirigentes o representantes (sorteo, etnia, edad,
género, etc.) pienso que habría de hacerse libremente a través de esa (meta)
regla mayoritaria de decisión: al menos así tendrá que ser si se quiere seguir
argumentando y operando —como estamos haciendo aquí— dentro del mundo de
la democracia (reenvío, de todos modos, para otras implicaciones y dimensiones
de esta debatida cuestión, al viejo libro de N. BOBBIO, C. OFFE y S.
LOMBARDINI, Democracia, maggioranza e minoranze, 1981, así como a los
últimos trabajos de A. RUIZ MIGUEL sobre Decisión y de R. VARGAS MACHUCA
sobre Representación, ambos incluidos en la obra colectiva de A. ARIETA como
editor, El saber del ciudadano. Las nociones capitales de la democracia, 2008). -
Lo decisivo —seguimos adelante en esta indagación— es que la ley de las
mayorías siempre ha de respetar (como por definición interna de ella misma es
coherentemente exigible) la libre crítica proveniente de esas dos mencionadas
instancias: la individual, último refugio de la libertad, y, sin esencialismos
transpersonalistas, la que pueda derivarse de unos u otros grupos minoritarios
(minorías por razón de edad, sexo, etnia, etc.). Sin el reconocimiento de esa
libertad individual y de la consiguiente acción de ella en las minorías, las mayorías
no pueden probar que efectivamente son mayorías, ni pueden legitimarse como
tal. Las mayorías sólo saben que lo son (sólo saben que son mayoría) cuando
está permitida —como es obligada exigencia— la libre expresión (y participación)
que deriva en última y más radical instancia del valor de la autonomía moral
personal. En definitiva, sin sufragio libre y universal las mayorías no pueden
probar que lo son: ahí (con J. Muguerza) el valor hasta integrador del disenso. - El
respeto, pues, a la libertad crítica, con todo lo que supone de respeto a la persona,
a su dignidad, a su libertad de pensamiento y de expresión, con el reconocimiento
del derecho a una efectiva participación política de todos los ciudadanos
constituye la base ética y política de la democracia. 13

Con razón decía Kant que esta libertad de pensamiento, de opinión y de


expresión, constituye el más auténtico (incluso único) derecho humano en su
sentido más radical. 14

13
Díaz, Elías, “Realismo crítico y filosofía del Derecho”, DOXA, Cuadernos de Filosofía del Derecho, Alicante, España, Número 32,
2009, pp. 116-117.
14
Díaz, Elías, “Realismo crítico y filosofía del Derecho”, DOXA, Cuadernos de Filosofía del Derecho, Alicante, España, Número 32,
2009, p. 118.
Las ideas de libertad y democracia siguen estando presentes en el espíritu
humano, y aunque las Constituciones hayan dado pruebas bastantes de su
impotencia, continúan, no obstante, representando la única vía razonable a través
de la cual esas ideas pueden realizarse en la historia. Así se explica que se sigan
redactando Constituciones y que, a pesar de los pesares, la Constitución no haya
desaparecido definitivamente. De lo que se trataría entonces, no es de negar los
supuestos en que reposa todo el constitucionalismo, sino de procurar que esos
supuestos no queden convertidos en letra muerta de la ley. Para cumplir esta
noble misión, en un universo político descompuesto y caótico, es para lo que
precisamente aparece la justicia constitucional. 15

“El hombre en el estado de la naturaleza tuvo la facultad de conocer antes que los
conocimientos; y es evidente que sus primeras ideas no pudieron ser
especulativas y que antes de buscar el origen de su ser, debió pensar en su
conservación. El primer sentimiento del hombre no pudo ser otro que el de su
debilidad; su timidez sería ilimitada; y si se necesitase una prueba experimental de
la verdad de este aserto, nos la ofrecerían continuamente los hombres salvajes
encontrados en los bosques, a los que todo les hace temblar y todo les hace huir.
En tal estado cada uno debió reconocerse inferior; apenas habría alguno que
osara considerarse igual: ninguno buscaría los medios de atacar a su semejante, y
la paz debió ser la primera entre las leyes naturales.
La suposición que hace Hobbes, de que los hombres tuvieron en un principio el
deseo de subyugarse mutuamente, no es racional, porque la idea del imperio y de
la dominación es tan compacta, y dependen de tantes otras, que no pudo ser la
primera del hombre.
Pregunta Hobbes por qué causa si los hombres no están naturalmente en estado
de guerra, van siempre armando, y buscan llaves para cerrar sus moradas; pero
no conoce al preguntarlo, que atribuye a los hombres anteriores al establecimiento
de las sociedad, lo que no ha podido ocurrirles hasta después de la formación de
éstas, que les ha hecho encontrar motivos de atacarse y defenderse.
Al sentimiento de su debilidad uniría el hombre el de sus necesidades, y otra ley
natural le inspiraría el deseo de alimentarse.
Dije antes que el temor induciría los hombres al huir; pero sin embargo, las
señales de un temor recíproco los obligaría muy luego a reunirse, contribuyendo
también a ello el placer, que todo animal siente al aproximarse a otro de su misma
especie. Y como el amor, que se inspiran los dos seres por su diferencia
15
De Vega, Pedro, Estudios políticos-constitucionales, México, Instituto de Investigaciones Jurídicas, 2004, Serie G. Estudios
Doctrinales, número 42, p. 299.
aumentaría este placer, la petición natural, que ambos se hacen siempre sería la
tercera ley”.16

En el momento en que los hombres se reúnen en sociedad, pierden el sentimiento


de su flaqueza, y el estado de guerra comienza.
Cada sociedad particular llega a conocer su poder, y esto produce un estado de
guerra entre nación y nación: los individuos conocen también su fuerza en la
sociedad en que viven y buscando los medios de hacer que cedan a su favor suyo
todas las principales ventajas sociales, establecen entre ellos un segundo estado
de guerra.
Estos dos estados de guerra hicieron necesarias las leyes entre los hombres.
Considerados como habitantes de este gran planeta, en que necesariamente
habitan tantos pueblos, tienen leyes, que se refieren a los pueblos entre sí, y que
constituyen el derecho de gentes. Considerados como individuos de una sociedad,
que debe ser conservada, tienen leyes, que ligan a los gobernantes con los
gobernados, que forman el derecho político y considerados según las relaciones,
que como ciudadanos tienen entre sí, las tienen también, que componen el
derecho civil.
El derecho de gentes se funda naturalmente sobre el principio, de que las diversas
naciones deben hacerse en el estado de guerra el menor daño, y en el estado de
paz el mayor bien, que sean posibles, sin perjudicarse en sus intereses.
El objeto de la guerra es la victoria, el de la victoria la conquista y el de la
conquista la conservación. De este principio, y del precedente deben derivarse
todas las leyes, que pertenecen al derecho de gentes. Todas las naciones
reconocen este derecho, y lo tienen hasta los iroqueses, que se comen los
prisioneros; porque envían y reciben embajadores, y conocen los derechos de la
guerra y de la paz. El mal está en que su derecho de gentes no se halla basado
sobre los verdaderos principios. 17

16
Montesquieu, Espíritu de las leyes, Colección Clásicos Universales de Formación Política Ciudadana, Partido de la Revolución
Democrática, México, 2018, p. 4
17
Montesquieu, Espíritu de las leyes, Colección Clásicos Universales de Formación Política Ciudadana, Partido de la Revolución
Democrática, México, 2018, p. 5

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