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El motín de la Numancia
 

Carlos Maza Gómez


 

 
 

© Carlos Maza Gómez, 2012


Todos los derechos reservados
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
Índice
 

Nueve de agosto
4
……………….
Revolución en Portugal
16
……......
La vieja Numancia
20
……..……...
Suceso sin importancia
27
……..…
El motín
36
………..……………...
El fusilamiento
44
…………………
Las últimas protestas
54
……...…...
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
Nueve de agosto
 
En el mes de agosto de 1911, Cádiz no pasaba por sus mejores
momentos como población, una situación que a grandes rasgos recuerda a
la actual. Con unos setenta mil habitantes, había conocido pocos años
atrás el cierre de sus astilleros, por falta de trabajo, y a cambio trataba de
potenciar el turismo. Por una parte, se había inaugurado en 1907 el
Balneario de la Victoria y, por otra, se amplió el muelle para que pudiera
recibir a grandes barcos.
La ciudad, reducida a lo que había sido siempre hasta entonces, el
recinto amurallado, se encontraba extrañamente paralizada e inquieta
aquel día 9.
 
“Desde muy temprano invade la gente las calles, presa de gran
ansiedad… Grupos de obreros recorren los comercios invitando
al cierre. Los comerciantes acceden a la invitación y los
establecimientos están todos cerrados a las nueve de la mañana.
La vida de la ciudad está en absoluto paralizada.
No trabajan los obreros en ninguna parte. Los tranvías tampoco
circulan. En el mercado se han levantado todos los puestos
movibles y cerrado los fijos. La tristeza es general” (El País,
10.8.1911, p. 1).
 
Toda la población fue afluyendo hacia las murallas que dan a la
bahía. Desde el parque Genovés, pasando por la Alameda Apodaca hasta
la Punta de San Felipe, miles de personas se agolpaban observando la
bahía. Era un día caluroso, de poco viento, según las crónicas, el mar
apenas se mostraba rizado de algunas olas.
Los que podían habían llevado binoculares para no perder detalle de
lo que se avecinaba. Desde el día anterior, en medio de la bahía, se
encontraban el acorazado Pelayo con el almirante de la escuadra, el
crucero Princesa de Asturias y el crucero Cataluña.
 
Murallas de Cádiz, frente a la Bahía
 
Sobre las doce los pacientes habitantes pudieron ver que llegaban el
cañonero de primera Álvaro de Bazán, donde viajaba el ministro de
Marina, señor Pidal, así como los cañoneros de segunda Vasco Núñez de
Balboa y General Concha, todos procedentes del muelle de la Carraca, en
San Fernando. También en aquel pueblo la población permanecía en
suspenso, el ánimo encogido, ante la inminencia del suceso temido y
esperado.
Fue a las doce y media cuando la gente apostada en las murallas
comenzó a señalar, entre comentarios y silencios, la presencia de la
Numancia. Fragata acorazada de casi cincuenta años por entonces, en
otro tiempo orgullo de la Marina española, terminaría su vida útil del
modo más triste, hundiéndose de puro vieja frente a las costas
portuguesas, pero no sin antes protagonizar otro suceso que los gaditanos
se aprestaban a adivinar.
La nave pasó junto a la escuadra que permanecía en ese momento
entre la población de Rota y el castillo de San Sebastián, en Cádiz. Tras un
breve intervalo, los observadores la vieron alejarse pausadamente del
resto de barcos y detenerse. Un silencio expectante se fue apoderando de
los gaditanos. Se comentaba en voz baja hasta el menor detalle, se
discutía su significado.
De repente, en el aire de la mañana sonaron unas salvas. Una mujer
se echó a llorar, otras la siguieron, los hombres se movieron nerviosos,
discutían qué estaría pasando. Alguien debió decir: “Se ha cumplido la
sentencia” y otro, que disponía de prismáticos, gritó: “Están arriando la
bandera”. A proa, efectivamente, la enseña de la Numancia descendía. Los
comentarios se fueron extendiendo, el dolor se percibía en todas las caras
contraídas, en las mujeres que se alejaban hacia el barrio de la Viña para
colocar los primeros crespones negros que, a la tarde, inundarían los
balcones.
Los hombres continuaban viendo a los barcos volver lentamente por
donde habían venido, en dirección a la Carraca. Cuando a la una y media
el Numancia pasó frente a la Punta de San Felipe, muchos gaditanos
permanecían allí, contemplando al barco que llevaba no se sabía cuántos
cadáveres en su interior, hombres humildes fusilados por defender unas
ideas que crecían en los corazones de todos aquellos que veían, mudos,
desfilar los navíos.
 
“La sentencia estaba cumplida. En el público de la muralla se
escuchó un sordo rumor como el del mar que llegaba
mansamente a romperse a sus pies. Muchas personas
abandonaron los lugares desde donde adivinaron, más que
vieron, el luctuoso espectáculo” (El Imparcial, 10.8.1911, p. 1).
 
A la tarde, esos obreros de Cádiz acudirían en masa hasta el
Gobierno Civil. Se arracimaron en su puerta protestando airadamente
contra la pena de muerte. El gobernador, atemorizado, dio permiso para
que entrara una comisión de ellos, pero los primeros momentos fueron
muy tensos. Algunos guardias jóvenes, que custodiaban el acceso, se
opusieron al paso de aquella manifestación.
Algunos obreros, los de menor edad, arrancaron piedras de las
murallas y se las tiraron. Uno de los guardias resultó herido en la cabeza,
sangrando abundantemente. Eso condujo a que los mismos obreros se
calmaran. No deseaban llegar a la agresión. Los más maduros querían tan
sólo dejar constancia ante las autoridades del dolor y la rabia, de la
impotencia y la protesta que deseaban manifestar.
La situación se recondujo adecuadamente. La comisión llegó hasta el
gobernador para entregarle un escrito contra la pena de muerte, éste se
comprometió a reenviarla al gobierno. Los obreros Guillermo Vázquez y
Juan Santander, presidente de la sociedad de tipógrafos, salieron hasta el
balcón para hablar a sus compañeros. El primero hizo suyo el sentir
unánime de todos contra la pena de muerte, el segundo pidió calma y que
se fueran disolviendo para evitar enfrentamientos inútiles.
Tras unos gritos y aplausos, los obreros fueron volviendo a sus
barrios formando corrillos, sin dejar de comentar lo ocurrido. Se hablaba
de siete fusilados, otros decían que sólo había sido el cabecilla quien
cayera bajo las balas. Hasta dos días después no se sabría con certeza.
El ministro Pidal salió aquella misma tarde desde San Fernando en
dirección a Madrid, para informar al presidente de gobierno, el señor
Canalejas.
 
“El Sr. Pidal vestía de paisano, traje oscuro y corbata negra. Al
despedirse aquí me ha dicho con visible emoción:
- Ha sido el de hoy un día de luto para todos; pero la ley tenía
que cumplirse.
El gobernador civil de la provincia ha acompañado al Sr. Pidal
hasta Jerez de la Frontera. Al decirle el alcalde de San Fernando
que los obreros irían luego ante él a protestar de la imposición
de la pena de muerte, ha dicho el Señor Pidal:
- Recuérdeles usted que el Sr. Canalejas prepara un proyecto de
abolición de la pena de muerte. Cierto que no será para los
delitos militares, como el que hoy lamentamos. No quiero
engañar a nadie” (La Correspondencia de España, 10.8.1911, p.
1).
 
Al día siguiente las tiendas de Cádiz empezaron a abrir sus puertas,
pero algo más tarde de lo habitual, con el temor probablemente de que la
huelga continuara. Pero no fue así, los obreros regresaban a sus puestos
poco a poco, conversando, discutiendo noticias y rumores, con el dolor
aún de la muerte anunciada y consumada del que parecía el cabecilla de
aquel amotinamiento en el Numancia.
En la población de Cartagena, una mujer lloraba a su marido
muerto. Era tal su pobreza que las ropas de luto se las tuvieron que
prestar varias vecinas compasivas. Al único periodista que apareció por
allí para indagar apenas en su estado de ánimo le dijo: “Mi marido era
muy bueno, muy aficionado a leer”. Seguramente añadiría entre lágrimas:
“No hizo nunca mal a nadie”. Efectivamente, tendría razón. Le enseñaría,
nerviosa, su última carta fechada en Tánger el 26 de julio, una semana
antes del amotinamiento.
 
“Le relataba grandes penalidades y expresaba el deseo de verlas
terminar; es decir, de cumplir con el tiempo que le quedaba de
servicio, comparando la tristeza de su suerte con la alegría de
sus compañeros” (La Época, 11.8.1911, p. 2).
 
      Es muy poco lo que se sabe de aquel humilde fogonero, natural de
Mula, un pueblo cercano a Cartagena, donde conoció de joven a Antonia
Rubio, que habría de ser su mujer. Se sabe, por lo dicho, que era
aficionado a leer en un tiempo en que muchos obreros apenas sabían
hacerlo. Debía consumir muchos de esos panfletos y directrices
anarquistas que predominaban entre la clase campesina y obrera de
Andalucía. Pero la influencia mayor sobre sus aspiraciones republicanas
no fue solo la de los libros, sino a través de las realizaciones concretas del
país vecino.
 
“Los recientes sucesos revolucionarios de Portugal han influido
sin duda notablemente en el espíritu del fogonero del Numancia,
perfectamente abonado para que en él prendiesen aspiraciones
de notoriedad.
Por eso se explica perfectamente que viéndose amarrado en la
barra, y al advertir que habían venido a tierra todos los castillos
de naipes forjados por su imaginación, se lamentase con esta
frase, que reflejaba todas sus ambiciones y sus anhelos:
- ¡Qué lástima! ¡Yo hubiera sido el Machado dos Santos de
España!” (Heraldo de Madrid, 10.8.1911, p. 2).
 
Revolución en Portugal
 
Somos hijos de nuestro carácter y del tiempo que nos toca vivir, del
lugar donde la vida nos sitúa. Antonio Moya Sánchez, de 36 años, había
nacido en una pequeña población murciana, Mula, en 1875. Hoy en día es
una localidad con un número apreciable de habitantes que viven de una
agricultura de secano y regadío a la que las nuevas técnicas agrícolas han
dado un empujón considerable. Pero en aquel tiempo no era así.
Antonio debió marchar hacia la costa, Cartagena, el lugar donde
tuvo su hogar andando el tiempo. Alguien pobre como él, sin apenas
recursos, tenía como objetivo preferente ingresar en un barco de pesca,
alcanzar incluso un buque mercante o la Marina.
De Mula era también, once años mayor que él, Juan de la Cierva y
Peñafiel, el que fuera férreo ministro conservador en el gobierno Maura,
hasta la malhadada Semana Trágica de Barcelona. Mula, como toda
Murcia, era su terreno electoral, donde tenía repartidos intereses y
clientes que cuidaban de asegurar la elección conservadora de la
provincia cuando le convenía al cacique.
Los tiempos estaban cambiando, el caciquismo seguía existiendo
pero nuevas fuerzas sociales y políticas se abrían paso en la política
nacional: los obreros y campesinos empezaban a ser defendidos por
socialistas y anarquistas, los republicanos aspiraban a ampliar su
influencia.
Antonio Sánchez era hijo de su tiempo, como digo, y además debió
ser de fuerte carácter, como demostró durante el juicio, proclamándose
republicano y responsable de todo lo que había sucedido, sin dejar otro
resquicio a los jueces que determinar su ejecución. No pidió compasión
como sus compañeros de motín, tan sólo les reprochó que no dieran un
paso al frente como él, defendiendo sus firmes creencias (ideas
exaltadísimas, decía un periódico) en el advenimiento de una nueva
república. Fue valiente, fue un loco. Un impaciente, dijeron incluso sus
compañeros. Alguien que no quiso esperar a que los republicanos fueran
ampliando su poder, que no quiso esperar los veinte años que aún
permanecería Alfonso XIII como monarca español.
El ejemplo siempre lo tuvo en Portugal. Allí habían sucedido hechos
muy graves, una auténtica revolución, desde el 5 de octubre de 1910. Por
entonces Antonio Sánchez llevaba ocho meses como fogonero de la
Numancia, fondeada casi permanentemente en Tánger, casi jubilada del
servicio activo después de haber protagonizado grandes momentos en la
historia de la Marina española.
Gobernaba en el país vecino el que sería último rey de la casa
Braganza: Manuel II. Había llegado al trono por el asesinato, dos años
antes, de su padre Carlos I y el príncipe heredero Luis Felipe, su hermano.
Él mismo resultaría herido en el brazo por los disparos de dos
republicanos cuando volvía toda la familia a Lisboa en un carruaje
descubierto.
Lo primero que hizo el nuevo rey, en 1908, fue forzar la dimisión del
denostado Joao Franco, político que intentaba gobernar con mano de
hierro el país sin el concurso del Parlamento, que permaneció cerrado
mucho tiempo. Por entonces, los diarios republicanos españoles le
comparaban con el conservador Antonio Maura, pero su papel, con la
perspectiva del tiempo, es más semejante al que ejercería el general
Primo de Rivera para la monarquía Borbón.
El nuevo rey portugués intentó enderezar el perdido rumbo de la
monarquía. Tras la dimisión de Franco convocó elecciones libres que, al
amparo del regicidio, consiguió ganar para su causa, no sin una presencia
creciente del bando republicano. Sin embargo, el desprestigio de la casa
Braganza era irreversible.
El momento clave en que comenzó su divorcio con el pueblo tuvo
lugar en 1890. El 11 de enero de aquel año se recibió en el gobierno
portugués un ultimátum británico. Debía desalojar de presencia militar el
amplísimo terreno comprendido entre sus colonias de Angola y
Mozambique, objeto de los deseos británicos de penetración colonial en la
parte central de África.
En España, algo parecido habría de suceder ante el nuevo imperio
norteamericano en Cuba y Filipinas, cuando en 1898 la escuadra
española, fondeada en la bahía de Cuba, fue hundida, perdiéndose estas
colonias. Esa profunda crisis de final de siglo, con su necesidad de
regeneración de la vida política y social, no se vivió de la misma manera
en el cercano Portugal.
La monarquía Braganza, pese a sus otras raíces alemanas, siempre
tuvo a Gran Bretaña como aliada. Ahora, de repente, esta nación amiga le
decía que se apartara sin negociar la retirada, con un ultimátum que
humillaba la otrora importante presencia colonial portuguesa en África. El
rey Carlos optó por ordenar la completa retirada de sus tropas, aceptando
la orden imperiosa de sus habituales aliados.
Una ola de humillación y rabia atravesó al pueblo portugués ante lo
que entendían una dejación y cobardía de su monarca. Pocos meses
después, Brasil, envalentonada por la actitud mostrada por la hasta
entonces potencia colonizadora, proclamó su independencia y una nueva
forma republicana de gobierno. Miles y miles de emigrantes portugueses
se vieron obligados a regresar entre el desánimo y la indignación. Junto a
ello, la caída de las importaciones de materias primas en las condiciones
tan ventajosas que disfrutaba hasta entonces, produjo una crisis financiera
de gran envergadura en Portugal, que también debió sufrir sobre todo el
pueblo llano.
El rey Carlos era muy impopular. Es cierto que las crónicas hablan
de su gran inteligencia, de los muchos viajes que llevó a cabo por las
naciones europeas (pero que no le sirvieron para tener aliados que le
sostuvieran), pero también mencionan sus dispendios económicos, sus
múltiples aventuras sentimentales, la cesión de un poder omnívoro a la
Iglesia católica, particularmente a los jesuitas.
Todo ello fue un caldo explosivo que, junto a la pérdida del pulso de
los dos partidos alternantes en el gobierno (el progresista y el
regenerador), condujeron a la dictadura de Joao Franco. En ese contexto
se sitúa la muerte del rey y su heredero, junto a la entronización de un
joven que sería incapaz de cambiar el rumbo de la historia.
Nadie hablaba mal de Manuel II pero resultaba, para el pueblo, más
de lo mismo. Es cierto que no incurría en los defectos de su padre, pero el
rechazo a la monarquía era creciente. En la siguiente elección, la
presencia republicana en el Parlamento fue más numerosa, sobre todo en
el distrito de la capital, Lisboa. Una parte de los republicanos abogaban
directamente por la lucha armada para conseguir sus objetivos.
A principios de octubre, el malestar era muy alto, tanto entre los
obreros como en el propio Ejército y la Marina. Se hablaba de intentos de
golpe de estado, hasta el punto de que el gobierno mandó poner en alerta
a las tropas en Lisboa. Fue entonces, el 3 de octubre de 1910, cuando los
republicanos tuvieron una reunión en la capital al objeto de acordar,
efectivamente, un alzamiento militar.
Surgieron dudas, todos sabían que el enfrentamiento armado con
otras fuerzas militares estaba asegurado. Algunos abogaban por esperar
un momento más oportuno. El almirante Cándido dos Reis se levantó
entonces, diciendo: “¡Si hay uno que cumpla, ese seré yo!”. Sus palabras
galvanizaron el ambiente pero continuaron las dudas.
Mientras ellos debatían, un comandante de la Marina, Machado dos
Santos, optó por no asistir a la reunión y, decidido a todo, se presentó en
el Regimiento de Infantería nº 16. En él tenía amigos, buenos contactos
que le apoyarían decididamente en la acción que quisiera emprender.
Desde allí fue de un cuartel a otro de manera que el 5 de octubre, en un
movimiento acordado, varias columnas de infantería marcharon por las
calles de Lisboa atrincherándose en la plaza Marqués de Pombal.
La acción parecía un suicidio. El comandante Machado había
arrastrado a 250 soldados en total, junto a algunos civiles, a una situación
fácil de abortar por parte de las fuerzas monárquicas que permanecían en
estado de alerta. Algunos regimientos, aunque simpatizantes,
consideraron prematuro este levantamiento, mal coordinado, y se negaron
a apoyarlo. La rebelión republicana parecía estar condenada. El almirante
Cándido dos Reis se refugió en su casa, esperando su detención
inmediata. Antes de que tal cosa sucediera tomó una pistola y se voló la
cabeza.
Inesperadamente, las fuerzas monárquicas que debían sofocar el
levantamiento de Machado dos Santos, no se decidieron a salir de los
cuarteles. Sólo unos pocos lo hicieron para entablar combate con otros
republicanos que iban acudiendo a socorrer a los atrincherados, que
asistían desesperados a un pronto final.
A la vista de la situación indecisa, varios barcos en la bahía lisboeta
empezaron a bombardear los ministerios y el Palacio das Necesidades,
donde supuestamente permanecía el rey Manuel. El golpe de estado
republicano encontró al presidente brasileño de visita oficial en la capital.
La sorpresa debió ser mayúscula para él colocándole en una extraña
situación, puesto que representaba a una república pero era huésped del
monarca luso. Se habló incluso de que había acogido en su barco al mismo
rey cuando éste, en realidad, huía hacia otro palacio para embarcar,
finalmente, en un buque británico que le llevaría hasta Gibraltar, primer
eslabón de su exilio.
Todas las comunicaciones con España se interrumpieron. El
gobierno Canalejas pudo tener noticia de lo que estaba sucediendo gracias
a lo que se denominaba un “marconigrama” (telegrafía sin hilos) entre un
barco español que asistía a los hechos en Oporto y otro mercante en la
bahía de Santander.
Por entonces, los combates se extendían por otros lugares del país,
pero lo cierto es que las fuerzas leales a la monarquía decidieron desde el
principio no combatir, salvo algunas excepciones. Lisboa fue pronto un
escenario republicano donde, el mismo día cinco, se proclamaba la
República desde los balcones del Ayuntamiento, nombrándose un gobierno
provisional con el prestigioso literato Teófilo Braga al frente.
Varios factores eran remarcados en el diario republicano “El País” al
cabo de los días:
 
“La Marina se ha sublevado en la desembocadura del Tajo, como
en Cádiz y el Ferrol se sublevó en Septiembre de 1868 la Marina
española, al grito de ¡Viva España con honra!
La sublevación del Ejército no ha sido total; pero sí lo
suficientemente poderosa para inclinar la suerte de la Revolución
del lado de la República…
Preside la República un hombre civil, de reputación universal; la
supremacía del poder civil queda a salvo, y en el ministerio de la
Guerra figura un coronel.
Todo es grande en esta revolución; todo hace esperar que la
República reverdezca las glorias de la nación portuguesa,
pequeña en territorio, grande en hazañas” (El País, 7.10.1910, p.
1).
 
Antonio Sánchez conocería en persona este ambiente de exaltación y
triunfo. Del mismo modo que algunos vapores ingleses fueron enviados
urgentemente a distintos puntos de la costa portuguesa y, en particular a
Lisboa, el gobierno Canalejas querría tener noticias de primera mano de lo
que allí ocurría. Uno de los barcos españoles que llegó a la capital
portuguesa fue, precisamente, la Numancia.
Como se supo durante el juicio, Antonio Sánchez y varios miembros
de la marinería, bajaron a tierra para entrar en contacto con miembros
republicanos, asistiendo a los debates existentes en algunas de sus
reuniones. El futuro se abría lleno de esperanza para el pueblo portugués
tras deshacerse de los vicios y corruptelas, de una decadencia y
humillación permanentes en la figura de su rey.
Antonio Sánchez supo del importante papel de la Marina, conoció el
arrojo y la valentía llena de locura del comandante Machado dos Santos, el
iniciador de la revuelta que culminaría en un éxito inesperado. Debió
sentirse exaltado, entusiasmado ante el claro paralelismo entre las
situaciones de ambos países. Tal vez entonces se preguntara ¿por qué no
puedo ser el Machado dos Santos español? Cuando volviera a su barco, en
vez de contemplar la vieja nave que llevaba medio siglo combatiendo por
todos los mares, tal vez la viera como una nueva semilla que llevaría la
República a España, superando el dolor causado por la derrota de 1898 y
la pérdida de las colonias, la erradicación del caciquismo con la presencia
de esos políticos caducos frente a las nuevas fuerzas que emergían en
muchos lugares tanto de Europa como de América. Tal vez pensara que
estaba destinado a otro papel muy distinto del fogonero humilde que hasta
entonces había sido.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
La vieja Numancia
 
El motín tuvo lugar la noche del tres de agosto. Posteriormente,
algunos periódicos se harían cruces sobre la insensatez que suponía
comenzar un movimiento revolucionario en un barco envejecido, que se
mantenía además lejos de la Península, amarrado al muelle de Tánger.
Veinticinco años después la insurrección armada comandada por el
general Franco tendría su origen, precisamente, en las costas africanas,
de manera que no sólo era posible sino además podía llegar a ser
recomendable por cuanto el control político y militar estaba alejado de su
centro.
Por otra parte, la Numancia era un barco con una amplia historia
que conviene repasar porque incluso había llegado a protagonizar la
rebelión cantonal de Cartagena muchos años antes. Así que tradición tenía
de sobra.
En 1859 se botó la primera fragata acorazada de la historia: la
Gloire. Sólo cuatro años después, en 1863, surcaba los mares la primera
nave de tales características en España: la Numancia. Ciertamente, no
podía ser realizada en nuestro país donde los astilleros aún utilizaban
técnicas propias de los barcos de madera del siglo XVIII. Fue construida
por la compañía francesa “Forges et Chantiers de la Mediterranée”, con
astilleros en Tolón.
 

Fragata acorazada Numancia


 
Trafalgar había acabado con esas pesadas reliquias de otro tiempo y
ahora se imponían los cascos cubiertos de planchas de hierro, como era el
caso de estas nuevas fragatas. En ese sentido, la Numancia venía a ser el
primer intento de renovación de la Armada española.
Radicada en Cartagena en 1864 y en Cádiz un año después, fue
destinada a integrarse en la escuadra del Pacífico que cubría tanto el
Sudeste asiático como los países sudamericanos que pugnaban por su
independencia. En ese sentido, estuvo presente en el bombardeo de
Valparaíso de 1866, participando posteriormente en la famosa batalla de
El Callao contra el nuevo gobierno peruano. Aunque el resultado fue
indeciso (las defensas costeras fueron dañadas pero también los barcos,
que hubieron de retirarse), la Numancia participó activamente con sus 34
cañones de 68 libras.
La fragata tenía 96 metros de eslora y podía llevar una carga de
7.500 toneladas. Era un hermoso barco, disponiendo de un motor al
tiempo que una amplia arboladura. Fue la elegida para transportar hasta
el puerto de Cartagena desde Génova al futuro y efímero rey de España,
Amadeo de Saboya. Posteriormente, cuando se declaró el cantón de
Cartagena durante un año (de 1873 a 1874), la Numancia constituyó el
buque insignia que puso en jaque a la convulsa Primera República
española, por cuanto cuatro de las siete fragatas existentes resultaron
afectas al cantón.
Su posición dentro de este movimiento rebelde fue activa,
participando en diversos ataques a las ciudades de Alicante o Barcelona,
intentando extender el movimiento cantonalista por la costa levantina. En
ese tiempo, el Numancia fue considerado un barco pirata.
El tiempo pasó para el primer barco moderno de la Flota española.
Las dificultades financieras del Estado español, las deudas que trataba de
enjugar con cierto éxito el ministro Raimundo Fernández Villaverde, no
habían permitido aumentar las escuadras españolas con naves renovadas
y adelantos actuales.
Ambos aspectos fueron decisivos para impedir la participación de la
Numancia en los combates de la bahía de Cuba que habrían de terminar
con la derrota frente a la más moderna escuadra norteamericana. Por
entonces, la Numancia, junto a su hermana Victoria, estaban siendo
transformadas en la misma base que las vio nacer, en Tolón. A partir de
ese momento perderían gran parte de su arboladura original,
convirtiéndose en guardacostas acorazados, además de aumentar las
calderas y la artillería.
La desaparición de tantos barcos hizo que la Numancia, destinada
en principio a labores menores, hubiera de protagonizar todavía diversas
acciones en la costa marroquí, particularmente en 1909, donde sería el
buque almirante en los combates de Melilla.
 
Guardacostas Numancia
 
En el momento de los sucesos aquí narrados, había quedado como
guardacostas radicado en Tánger, en labores de ayuda frente a los
diversos conflictos que surgían en Marruecos. Sin embargo, la revolución
portuguesa la llevó durante un tiempo hasta Lisboa para volver a recalar
en Tánger.
El 3 de agosto llevaba un mes en la misma situación, en labores de
vigilancia. Dos días después, las primeras noticias de un suceso de
importancia llegaban a las redacciones de los periódicos.
 
“Según informes que tenemos por fidedignos, es exacto que a
bordo del Numancia ha habido un acto de insubordinación por
parte de un fogonero y varios marineros.
El hecho ocurrió hace dos días, estando en Tánger el citado
barco de guerra… El Gobierno ordenó que el Numancia zarpase
enseguida para San Fernando, y tal vez a eso obedeciese el viaje
a aquella isla del ministro de Marina…
En Sevilla y otras poblaciones andaluzas, según nuestras
noticias, han circulado rumores muy alarmantes, y se dio a la
insubordinación un carácter que seguramente no tiene. También
circuló la noticia de que los principales autores de la
insubordinación habían sido fusilados. Creemos que esta noticia
y aquellos rumores son completamente inexactos” (Heraldo de
Madrid, 5.8.1911, p. 2).
 
Comenzaba así un proceso que sería breve en el tiempo pero que
causaría una gran alarma entre la población cercana. La falta de
información, que será característica del mismo a todos los niveles, hasta el
extremo delirante de que el presidente del Consejo de ministros afirmaría
no saber nada del tema ante los periodistas, provocaría una oleada de
rumores entre la población. Se hablaba de una rebelión armada, de
muchos implicados, de vivas a la República pronunciados por los
responsables del motín. Se decía que eran seis los implicados, otros
afirmaban que más de veinte, los últimos llegaban a la cifra de ochenta. Se
supo enseguida que el día cuatro arribaba el Numancia al muelle de Poza
de Santa Isabel, en el Arsenal de la Carraca (San Fernando, Cádiz). Los
detenidos, que venían “amarrados a la barra”, fueron conducidos de
inmediato a la prisión allí existente y que aún se mantiene en pie: el
Castillo de las Cuatro Torres.
El caso Numancia, el motín de inspiración republicana, al decir del
pueblo, algo negado por el Gobierno y los periódicos conservadores
durante varios días, nacía de esta manera. La vieja fragata, ahora
convertida en guardacostas, cobraba protagonismo en sus últimos años de
vida activa.
Tan sólo un año después de estos sucesos sería dada de baja.
Situada en Cádiz, se intentó durante un tiempo transformarla en hospital
de huérfanos y hasta en museo de la Marina. Sin embargo, su destino
sería otro. Vendida como chatarra a una empresa bilbaína, inició su
periplo hacia el norte en 1916.
 
“Por tres veces se intentó sacar de Cádiz el casco de la
Numancia remolcado, para conducirlo a Bilbao. En las dos
primeras, hubo de volver a aquel histórico solar, para evitar el
peligro del naufragio. A la tercera…, se desencadenó un
temporal, y no pudiendo arribar al puerto de Setúbal, fondeó al
abrigo de la costa de Zecimbra.
La fuerza del viento fue destrozando las defensas del buque, y se
pidió auxilio a Lisboa, solicitando el envío de remolcadores que
socorriesen a la Numancia. No los había disponibles, por hallarse
todos en la costa norte; pero el Ministerio de Marina, a
instancias de nuestro ministro, el Sr. López Muñoz, envió un
barco de los que están al servicio de aquel departamento.
El auxilio fue tardío; la Numancia había roto ya las amarras,
yéndose contra las rocas de la costa, donde quedó medio
deshecha. Treinta y dos tripulantes que iban a bordo, pudieron
salvarse por un cable de vaivén.
La Numancia tuvo así una muerte honrosa, luchando bravamente
con el mar: la muerte que correspondía a un buque de su
historia” (El Año Político, 1916, p. 500).
 
En las costas de Zecimbra fue parcialmente desguazada y sus restos
permanecen desde entonces en aquel lugar, a una profundidad de cinco o
seis metros. Con él se fue una gran parte de la historia de la Marina
española entre siglos y el recuerdo de un fogonero exaltado, que quiso
iniciar un movimiento que llevara la República a toda España.
 
 
 
Suceso sin importancia
 
Desde la primera noticia en la segunda página del Heraldo de
Madrid el día 5 de agosto, hay dos hechos que llaman la atención al lector
moderno: en primer lugar, la falta de información pública sobre el caso,
aumentada por el hecho de referirse a militares que no eran tendentes a
explicar ni poner en cuestión sus propios procedimientos; en segundo
lugar, resulta asombrosa la ignorancia en la que parece estar
constantemente el presidente del Consejo, señor Canalejas, acerca del
juicio seguido a bordo del Numancia, de la sentencia e incluso de la
ejecución de la misma.
Estos dos hechos revelan en realidad dos temores complementarios
por parte del gobierno liberal: a los republicanos por una parte y a los
militares por otra.
 
“Nuestro corresponsal en Cádiz depositó en San Fernando, el día
4, a media tarde, un telegrama interesantísimo. Ese despacho no
llegó a nuestra Redacción: fue interceptado íntegramente…
El Gobierno se impuso una reserva tan extraordinaria en todo lo
referente a lo ocurrido en la Numancia, que ni permitió circular
los telegramas de Prensa, ni los reporteros que a Gobernación
acuden habitualmente encontraron allí el informe más
insignificante, ni se sospechó, en fin, que el viaje del ministro de
Marina a San Fernando pudiera guardar relación con un grave
suceso que nadie, ni remotamente, podía sospechar.
Anoche la censura, si no del todo, abrió algo la mano y les fue
permitido a los corresponsales de Cádiz referirse al suceso de la
Numancia, no con mucha amplitud, pues más parece que se les
ha exigido atenerse a lo que el ministro de Marina tuviera por
conveniente contarles” (La Correspondencia de España,
6.8.1911, p. 1).
 
En efecto, el señor Pidal, ministro de Marina, había viajado en el
expreso hasta San Fernando, con el loable deseo de visitar, en su casa de
la calle Real, a su hijo enfermo. Pero, sin descartar tal atención, resultó
finalmente evidente que marchó para interesarse en primera persona por
los graves sucesos de la fragata.
 
Fernández de la Puente,
Comandante de la nave
Así, en la tarde del día 5 permaneció dos horas a bordo de la
Numancia, bajando de la nave a las seis y media de la tarde, acompañado
por el general Camargo, jefe del Estado mayor de la Armada, y el
gobernador civil de la provincia, Luis López. Sin duda, el comandante de
la Numancia, Ricardo Fernández de la Fuente, ayudante honorario del rey,
le expuso los hechos acaecidos. Presente debía estar también Carlos
González Llanos, el segundo comandante, a quien supuestamente los
marineros habían tratado de agredir.
 

Oficiales de la Numancia
 
No se entienda por esto que el ministro llegaba dispuesto a tomar
las riendas del proceso. Los militares tenían su propia justicia, que era
autónoma a las órdenes que pudieran dimanar incluso de la presidencia
del Consejo. Se trataba, en cambio, de enterarse de los hechos y atajar
cualquier consecuencia negativa para el orden de la nación.
Así que las preguntas claves para el ministro eran: ¿la
insubordinación era un hecho puntual o tenía naturaleza política y podía
extenderse a otros barcos de la Armada? Además de los marineros
implicados, cuya responsabilidad dirimiría el alto tribunal militar, ¿había
civiles formando parte de alguna conspiración republicana?
La consigna, en todo caso, era restar importancia a lo sucedido. De
ahí que sus declaraciones al bajar del barco y ser abordado por un
periodista conocido, fueran tranquilizadoras:
 
“He comprobado cuanto suponía. En la Numancia sigue reinando
el gran espíritu de disciplina de siempre. Respecto de los
superiores, he apreciado que esa disciplina es inmejorable;
pudiera decir brillantísima.
Lo ocurrido encontrándose la Numancia en Tánger fue un
incidente que hubieron de provocar tres o cuatro desgraciados. A
estos les serán impuestas, por el Tribunal llamado a juzgarles,
graves penas.
Digo graves no prejuzgando la cuestión, sino porque las leyes
militares son, como es sabido, muy severas” (Idem).
 
Durante ese período de verano, muchos ministros se encontraban
dispersos por lugares diferentes pero, al menos, el señor Canalejas
permanecía en su puesto recibiendo cada noche a los periodistas que
quisieran alguna información. De ahí que el día 5, tras las primeras
noticias que alcanzaron las redacciones, un grupo numeroso de reporteros
esperara para ser recibido por el presidente del Consejo.
Éste mostró una actitud colaboradora, negando cualquier forma de
secretismo en cuanto a la información. Indudablemente, tranquilizado por
no enfrentarse a un movimiento revolucionario a la portuguesa y confiado
en la fidelidad de la Marina a la monarquía, quiso restar importancia a lo
sucedido. Para ello enarboló un telegrama del ministro de Marina, que le
había dirigido aquella misma tarde.
Se hablaba en él de “un delito militar de disciplina interior del
buque” carente de importancia y protagonizado por un fogonero, un
artillero y doce marineros, que serían castigados con arreglo a las leyes. A
continuación se mencionaba el “absoluto y perfecto estado de disciplina
en todos los buques de la Marina” añadiendo incluso, con cierto
atrevimiento, que la opinión pública no daba importancia al suceso.
“El hecho no tiene conexión ninguna con partido político, ni
obedece a tendencia de propaganda determinada. Es sólo una
insubordinación de carácter militar, sin que hasta ahora se sepa
la causa que la motivó. No tiene lo ocurrido ninguna importancia,
añadió el Jefe de Gobierno” (El País, 6.8.1911, p. 1).
 
No era, como se temían, el comienzo de una insurrección
generalizada de la Marina, no había ningún partido político detrás ni
elementos civiles que alentaran el motín. Bien era conocido que la
Conjunción Republicano-Socialista, que había nacido dos años atrás,
resultaba un elemento importante dentro del agitado mundo político de la
época. Canalejas había encabezado el partido liberal como la mejor opción
de la monarquía tras la caída del gobierno Maura, su mala gestión de la
Semana Trágica de Barcelona, y el intermedio de un Segismundo Moret
desacreditado para encabezar las fuerzas liberales.
El problema de los republicanos hasta 1909 era que habían
constituido una amalgama de fuerzas y tendencias muy heterogéneas. Los
terribles sucesos de Barcelona habían conducido a que Solidaridad
Catalana ascendiera firmemente en la política, defendiendo un
federalismo en sintonía con la clase burguesa y empresarial catalana.
Una parte del republicanismo optó por aliarse con esa nueva fuerza,
pero los republicanos más a la izquierda prefirieron buscar a un partido
socialista que, pese a la tradición marxista encarnada por Pablo Iglesias,
trataba de adaptarse a los nuevos tiempos aliándose con fuerzas no
estrictamente proletarias, intentando ampliar su poder y su presencia en
la arena política.
En ese sentido, Canalejas encabezaba el partido liberal pero, al
tiempo, y entre fuertes críticas del conservadurismo e incluso algunos
grupos dentro de sus filas, tendía puentes hacia esta Conjunción
republicano-socialista. En esas circunstancias y con el ejemplo portugués
tan cercano no era de extrañar que existiera algún tipo de movimiento
republicano en relación con la Armada.
En ese mes de agosto, por ejemplo, volvían las manifestaciones
obreras a las calles de Lisboa, reclamando que se contemplase en la
Constitución que entonces se discutía, el derecho de huelga. El malestar
era acusado porque la izquierda temía que la nueva República se aliase
con los poderes de la burguesía en detrimento del proletariado. De ahí
que, ante el tumulto frente al Parlamento, el mismo Machado dos Santos,
de considerable prestigio, se viera obligado a refugiarse en el interior del
edificio cuando intentó tomar la palabra para calmar los ánimos de los
manifestantes.
Canalejas procuraba no verse implicado en ningún movimiento
subversivo de raíz monárquica, algo que se había constatado claramente
en la frontera con Galicia y en la existente en Badajoz. Se hablaba de
contrabando de armas para un levantamiento que restaurase el régimen
tras un año de convulso republicanismo, algo desmentido por el gobierno
español, que se cuidó mucho de relacionarse con estos intentos.
En esas circunstancias, no tendría nada de excepcional que las
fuerzas republicanas españolas, con el diario “El País” como órgano de
expresión, se mantuvieran alertas frente a la acción gubernamental, al
tiempo que elementos radicales se sintiesen tentados de dar un paso más
inmediato hacia la instauración de un régimen republicano en España.
El Señor Pidal, ministro de Marina, al día siguiente de su llegada a
San Fernando, revistó las fuerzas del Pelayo y del crucero Cataluña. Se
quería asegurar del control político de la situación y la ausencia de nuevos
incidentes. Para ello, tras escuchar vítores al rey en cada tripulación, las
reunió para arengarlas.
 
“Ha elogiado la disciplina y el valor demostrados siempre por la
Marina española y su excelente comportamiento… Luego ha
dicho el señor Pidal que se complacía en reconocer la
inquebrantable adhesión de la Marina al Rey y la gratitud que
aquella guarda al Jefe de Gobierno por cuantas resoluciones han
sido adoptadas a favor de la Marina [el día anterior había
mencionado nuevos planes de construcción naval en San
Fernando].
En sus arengas ha aludido el señor Pidal al suceso de la
Numancia, calificándolo de ‘obra de cuatro locos, de cuatro
desgraciados ilusos, que sufrirán todo el rigor de la ley’…
Las frases del ministro, según me dicen, han entusiasmado a las
tripulaciones del Pelayo y el Cataluña” (La Correspondencia de
España, 7.8.1911, p. 1).
 
Ese “según me dicen” revela que a bordo de estos barcos no había
ningún reportero presente para dar cuenta de la arenga y las actitudes
tomadas por las dos tripulaciones. En todo caso, el ministro parecía
satisfecho tras reconocer la lealtad de los restantes barcos de la escuadra.
A fin de cuentas, él había sido comandante de la Numancia durante dos
años y sentía como algo propio, como una traición a su pasado glorioso, lo
que había sucedido.

Castillo de las Cuatro Torres


 
De manera que sólo quedaba encarar el juicio sumarísimo contra los
acusados que permanecían en el Castillo de las Cuatro Torres. Pero antes
habremos de abordar los hechos que se juzgarían, tal como fueron
manifestándose a lo largo de los días de forma parcial y, en ocasiones,
interesadamente equivocada.
 
 
 
 
 
 
 
 
El motín
 
La información fue confusa y parcial sobre los hechos que habían
desencadenado la alarma del gobierno y la Armada. Se calificaron de
insubordinación, es decir, de no acatamiento de órdenes, de indisciplina,
en suma. Era un intento de minimizar el conato de motín, una acción
armada contra la autoridad del barco.
Si lo sucedido resultaba confuso para los periodistas, el número de
implicados aumentaba su desorientación. Como luego quedaría claro,
había un inductor, el fogonero Antonio Sánchez Moya, y varios cómplices,
hasta un número de seis. Sin embargo, casi veinte más serían acusados de
haber colaborado más o menos activamente en el motín. Esos fueron los
datos finales, aunque en principio se llegó a hablar de hasta 80 implicados
dentro de una tripulación de 350 hombres en la Numancia.
El secretismo de la Marina, con el que colaboraron el ministro señor
Pidal y el jefe del Gobierno, la falta de publicidad de lo desarrollado
durante el juicio, causaron auténticas dificultades a los reporteros en el
momento de explicar los hechos acaecidos valorando su gravedad.
Aquel era un incidente enojoso para todas las autoridades, que se
aliaron para silenciarlo y liquidarlo en el menor tiempo posible. Canalejas
sólo reconoció el abierto carácter republicano del motín cuando el
fusilamiento fue dado a conocer y hacía falta justificar una sentencia tan
severa de los implicados.
Antes de eso, el presidente del Consejo se rodeó de ambigüedades
aduciendo un desconocimiento del que estaba lejos. Era preferible
minimizar lo sucedido, reducirlo a un mero acto de insubordinación frente
a la autoridad del barco “por tres o cuatro locos”. De hecho, las primeras
informaciones que se vio obligado a filtrar se relacionaban con el malestar
de algunos marineros porque el segundo comandante, algo severamente,
les había impedido bajar a tierra desde hacía tiempo.
Aquello fue cosa de cinco minutos, seguían manifestando las
autoridades. Unos marineros que se enfrentan a un suboficial, por
supuesto sin agresiones ni empleo de armamento, y éste les reduce con
ayuda del oficial de guardia. Con estas explicaciones no resultaba extraño
que el diario republicano por excelencia saliera al paso de los rumores
existentes sobre las severas penas que anunciaba el ministro:
 
“La insurrección ocurrida a bordo del Numancia ha carecido de
importancia, pero dentro de horas se fusilará en Cádiz a unos
hombres. ¿A cuántos? A un alto personaje se le fue ayer una
cifra: ¡A cinco! El suceso, por lo demás, ha carecido de
importancia…
No entendemos cómo de un hecho sin carácter político, que no
produjo lucha, ni causó víctimas y que, según dicen y repiten el
presidente del Consejo y el ministro de Marina, careció en
absoluto (así, en absoluto) de importancia, se derivan penas tan
terribles. No lo entendemos. ¿A qué el misterio sobre las causas
originarias del suceso?” (El País, 7.8.1911, p. 1).
 
Como decimos, el decidido carácter republicano del motín no sería
reconocido por Canalejas hasta el mismo día del fusilamiento, cuando los
reporteros le requerían sobre la gravedad de los sucesos y cómo un
presidente que abogaba por la abolición de la pena de muerte, se había
conformado con el dictamen de los jueces militares.
Fue entonces cuando se supo que Antonio Sánchez y sus seis
compañeros tenían reuniones clandestinas en el sollado de la nave, que
bajaban con la mayor frecuencia posible a tierra para ponerse en contacto
con elementos republicanos y asistir a comités del mismo carácter
político. Precisamente, durante la estancia de la Numancia en Lisboa, la
actividad entre los implicados se había acrecentado.
Sin embargo, puede que las primeras informaciones, que
mencionaban un cierto malestar con el segundo comandante, Carlos
González Llanos, tuvieran parte de razón. Se dio la información de que la
nave permanecía desde hacía un mes en la bahía de Tánger sin que la
marinería hubiera podido bajar a tierra. ¿Fue un exceso de severidad por
parte del mencionado comandante?
 
“Si se ahondara en todos estos delitos contra la disciplina y la
debida obediencia, quizá se dedujera que en no pocos de ellos, el
abuso del mando, la falta de don para ejercerlo enérgica, pero
prudentemente, la de no dar el ejemplo, las intemperancias e
inoportunidades, el exceso de celo, el de hacer méritos, etc…
etc… pueden ser origen de faltas o delitos que aún cuando deben
ser severamente castigados, también exigen que se ponga el
correspondiente remedio para evitar su repetición y los
severísimos castigos que son consecuencia de aquellos” (El País,
9.8.1911, p. 1).
 
Sin embargo, un exceso de severidad por parte del segundo
comandante no habría motivado ese levantamiento si no existiera un caldo
de cultivo, un ambiente republicano entre algunos de los integrantes de la
tripulación. El proyecto de insurrección armada existía, pero la
prohibición de bajar a tierra tal vez sirviera simplemente de detonante de
una situación que habría de manifestarse por algún lado.
De esa manera, sobre las doce y media de la noche, cuando gran
parte de la marinería dormía plácidamente y sólo quedaba un oficial de
guardia, el alférez de navío Joaquín Alfonso de Luna, y dos condestables a
cargo del barco, Antonio Sánchez y seis compañeros abrieron el pañol de
municiones y se hicieron con fusiles y munición.
Su propósito evidente era apoderarse del barco pero sin disparar un
solo tiro y sin agresión alguna. Lo primero que hicieron fue bajar al
sollado donde dormían los demás y despertar a un grupo numeroso de
ellos, unos veinte, diciéndoles: “¡Levantaos, coged los fusiles, que vienen
los moros!”. Saliendo de su sueño los marineros, espantados, cogieron sus
armas y subieron confusos a cubierta, preguntándose unos a otros qué
sucedía. Ésa fue al menos la versión oficial de los hechos para disculparles
de su acción. El ministro, sin embargo, dejó escapar la existencia de
marineros “ingenuos, soliviantados por otros” que parece sugerir algún
conocimiento acerca de lo que estaba sucediendo.
En todo caso, a cubierta acudió el condestable Francisco Fernández
Pastoriza, de San Fernando, que les preguntó qué hacían armados allí:
“¿Qué es eso? ¿Dónde vais armados a estas horas?”.
Uno de los amotinados le respondió:
- Déjenos usted que vamos arriba…, con usted no va nada.
Hubo un duro intercambio de palabras y el condestable, finalmente,
fue a avisar al oficial de guardia, un joven alférez llamado Alonso Luna, de
Cartagena, hijo que era de un contador de navío fallecido en Cuba. Éste
actuó con energía sembrando la desorientación entre los marineros que se
habían visto implicados en el motín.
Las informaciones insistían en que el enfrentamiento se había
resuelto en cinco o diez minutos. Puede que fuera breve, efectivamente,
pero no dejó de ser duro. Bastante tiempo después, el 19 de agosto, se
mencionó en el diario conservador “La Época” que el teniente coronel
Silvestre, desde el Alcázar de Toledo, había hecho una colecta para
sufragar la imposición de la laureada de San Fernando a dos marineros
del Numancia: Domingo Díaz Navalta, por haber luchado contra el
instigador del motín, Antonio Sánchez, desarmándole al amenazarle con
una bayoneta; también Elías Bernal Fernández, por luchar contra el
marinero Gabriel Gálvez, quitándole el fusil que éste se resistía a entregar.
Hubo pues, forcejeos y enfrentamientos. El condestable Francisco
Pérez Tejerina, de un pueblo de Granada, fue condecorado también por su
acción frente a los veintitantos marineros que se encontraban, indecisos,
frente a él. La clave del asunto es que no se disparó un solo tiro. A los
amotinados les faltó el valor para hacerlo y llevar su insurrección hasta las
últimas consecuencias. A ello se unía la indecisión del resto de los
marineros que supuestamente habían despertado alarmados y que, ante
los enérgicos requerimientos de sus oficiales y suboficiales, entregaron los
fusiles que llevaban.
Indudablemente, fue un grave suceso de insurrección armada frente
a las autoridades del barco. Los instigadores hubieron de ser, en algún
caso, desarmados. No sería hasta el juicio cuando los planes de la célula
anarquista y republicana inicial quedaron desvelados. El propósito de los
amotinados consistía en apoderarse del barco sin empleo de violencia.
Con ellos al mando llegarían a Málaga, conminando al resto de los
barcos de la escuadra a proclamar la República, sometiéndose las
autoridades civiles de la capital andaluza ante la amenaza de bombardear
la ciudad. A partir de ahí, el Numancia viajaría a Barcelona provocando el
levantamiento de las fuerzas republicanas cuyo empuje causaría el cambio
de Régimen.
¿Qué sentiría Antonio Sánchez aquella oscura noche del tres de
agosto? Se vería invadido por la exaltación de una acción que ya no tenía
vuelta atrás. Me la juego, debió decirse, es ahora o nunca, vamos a volver
todo del revés. Pensaría en los compañeros con los que se deslizara hasta
el pañol de armamento, ya que los fogoneros no podían ir armados; el
descerrajar el candado para acceder a un fusil cada uno, marchar hasta el
sollado, donde se escucharía la respiración de los marineros. ¿O algunos
permanecían despiertos en espera de una acción inmediata?
Recordaría la aparición del condestable, la amenaza de que no
avisara al oficial de guardia, la indecisión de si dispararle para que no lo
hiciera. Antonio Sánchez era un soñador, alguien alocado e imprudente,
que quiso hacer un sueño realidad, por encima de unas condiciones que
no se lo permitían. Pero no era un asesino, nunca lo fue. Ni siquiera en ese
momento decisivo, cuando había de disparar para traspasar una barrera
que no admitía el retroceso, se decidió a romper con su naturaleza de
hombre incapaz de violencia.
Luego la llegada de otros oficiales en medio de la oscuridad, sólo
atenuada por las luces del puerto cercano. Preguntas incrédulas primero,
órdenes tajantes después. Ver a los demás que iban entregando las armas,
acobardados, confusos. La sensación de que él, el instigador de esta
revuelta, no había sido capaz de ir más allá de la agitación del primer
momento. Finalmente un marinero que le conmina a que entregue su fusil
y él se resiste, el primero le amenaza colocándole la bayoneta en el pecho
y Antonio que sigue resistiéndose a disparar, sabiéndose vencido, su sueño
abortado, la ilusión de ser un nuevo Machado dos Santos, caída por la
cubierta del navío del que ni siquiera supo apoderarse. El autor del
levantamiento republicano que iba a galvanizar a la nación entera,
entregando su arma, derrotado, a un simple marinero que continuaba
amenazándole.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
El fusilamiento
 
Si el señor Canalejas temía un levantamiento republicano, mayor era
su temor a interferir la acción del Ejército o la Armada. El mismo día que
se celebró el juicio sumarísimo contra los veinticinco implicados, salían en
el periódico unas manifestaciones del presidente del Consejo donde,
materialmente, se lavaba las manos de lo que pudiera suceder en aquel
tribunal.
 
“Ha dicho… que no tiene más noticias que las facilitadas a la
Prensa, y que él solamente, por estimarlo obligación suya,
preguntó si el suceso tenía trascendencia para el orden público,
o si podía haber alguna conexión entre sus promovedores y otros
elementos armados. Que se le contestó por el ministro de Marina
que ninguna, y sí solamente se limitaba la importancia del suceso
a la que en sí tenía como un acto de insubordinación militar” (La
Correspondencia de España, 8.8.1911, p. 1).
 
Tras delimitar con claridad cuál era su interés (el orden público, la
posibilidad de una conspiración política) y, comprobando que estos hechos
no se ajustaban a tales extremos, se declaraba incompetente:
 
“Ha hecho constar que a esa parquedad del ministro de Marina
estaba reconocidísimo, y que él no tenía para qué hacer otras
preguntas, porque sería inmiscuirse en las funciones de los
Tribunales, confundiendo con ello los poderes y olvidando la
independencia que en su funcionamiento deben tener, sobre todo
tratándose de un procedimiento sumarísimo.
‘Proceder de otra manera sería en mí faccioso y contribuiría a
una perturbación en la vida pública. Incurriría en una verdadera
temeridad. Háblase –añadió- de fusilamientos. Yo nada sé en
estos momentos ni nada tengo que preguntar’” (Idem).
 
Ante tal actitud resultaba inútil cualquier petición de indulto, perdón
y hasta de piedad, como clamaban diversas instituciones y periódicos.
Ante la constancia de que varios de los máximos implicados eran de una
determinada región, el presidente del Centro gallego acudió a
entrevistarse con Canalejas, al igual que los concejales republicanos de la
capital española. Las peticiones de indulto de los posibles condenados se
estrellaban ante el convencimiento personal del presidente de que
resultaba adecuada la abolición de la pena de muerte pero no en los casos
de insubordinación militar. En todo caso, se estaba a la espera de
presentar un proyecto en tal sentido en el Parlamento, algo que no llegaría
a hacer en el año que le quedaba de vida y de gobierno.
La razón de esta actitud hay que buscarla en unos sucesos ocurridos
a finales de noviembre de 1905 en Barcelona. La arriesgada visita del año
anterior de un joven rey Alfonso XIII a la capital catalana había sido un
inesperado éxito pero lo cierto es que, en las elecciones municipales de
noviembre del año siguiente, la Lliga había triunfado sin paliativos.
Los concejales electos fueron a celebrar su victoria con un banquete
en el Frontón Central, circunstancia que fue aprovechada al día siguiente
por el diario satírico Cu-cut! para mofarse de un oficial de caballería que
asistía desde fuera a la celebración.
Dos días después trescientos oficiales marcharon desde la plaza de
Cataluña hasta la imprenta y redacción de la revista para destrozar la
puerta a hachazos, las máquinas y todo el material contenido en ambos
lugares. El rechazo militar a los sentimientos catalanistas se traducía en
un claro atentado a la libertad de expresión. El intento canovista de que el
Ejército decimonónico, protagonista de tantas asonadas, se quedara en los
cuarteles, se revelaba fracasado.
El gobierno de Montero Ríos se vio desbordado por el movimiento
simpatizante que comenzaba a presidir los distintos acuartelamientos del
país. Tras suspender las garantías constitucionales en Cataluña, incapaz
de contener esa marea que amenazaba claramente con un golpe de
estado, presentó su dimisión al rey.
El gabinete liberal de Segismundo Moret, que le sucedió, adoptó una
posición prudente y conciliadora, a instancias del monarca. El general
Luque, nuevo ministro de Guerra, fue visitando los principales cuarteles
pidiendo calma y prometiendo satisfacción a los militares. Esta promesa
se tradujo en la que sería ampliamente criticada Ley de Jurisdicciones.
Según ella, un sector social, el Ejército, se hacía garante jurídico del
patriotismo, pudiendo juzgar por vía militar a todo aquel civil que, por sus
actos, atentara contra tal concepto. La oposición republicana, un vibrante
artículo en contra de Unamuno, no fueron capaces de cambiar la
situación. Pocos años después, en 1909, la Semana Trágica de Barcelona
sería el escenario de una rigurosa aplicación de la ley de Jurisdicciones,
con el fusilamiento en el castillo de Montjuich de cinco personas
consideradas responsables por los tribunales militares, entre ellos Ferrer
Guardia.
Desde entonces, los gobiernos conservadores y liberales tuvieron un
gran cuidado de no inmiscuirse en los tribunales militares, máxime cuando
la falta tenía lugar dentro del ámbito castrense. Ésta es la explicación de
la actitud de Canalejas ante el suceso de la Numancia.
En todo caso, habría de celebrarse el juicio sumarísimo que permitía
el Código militar.
 
“Según el 365, la sentencia que el Consejo pronuncie en juicio
sumarísimo será firme si la aprueba la autoridad jurisdiccional
con su auditor… La sentencia se ejecutará sin dilación…
Según el artículo 44, ha de ponerse en conocimiento del
Gobierno la sentencia; pero podrá ejecutarse desde luego cuando
la pena de muerte recaiga sobre el delito de rebelión o sedición
cometida por individuos de la Armada o del Ejército” (La
Correspondencia de España, 8.8.1911, p. 2).
 
En estas circunstancias vuelve a cobrar protagonismo el principal
acusado como instigador de la revuelta: Antonio Sánchez Moya. Se
localizaron diversas cartas que había enviado a otros miembros de la
Armada en barcos diferentes instándoles a realizar acciones conducentes
a la proclamación de la República. Curiosamente, al saberse de su
detención, los que habían recibido tales cartas se precipitaron a ponerlas
en manos de sus mandos más inmediatos. Se hablaba incluso de alguna
correspondencia establecida entre el fogonero y algún diputado
republicano del Parlamento nacional, pero el comentario no pasó de un
rumor.
Junto al fogonero se alineaban otros acusados como él de haber
protagonizado el motín:
- Gonzalo Toreira, marinero gallego, de 26 años, soltero. Por diversas
faltas en el servicio, se había prolongado su servicio durante dos años.
- Jesús Ara, marinero gallego, de 23 años, casado y con dos hijos.
- Antonio Abad, marinero calafate original de Galicia, como los anteriores,
también con recargo en el servicio por diversas faltas que había tenido
que purgar en el Castillo de las Cuatro Torres.
- Francisco Baeza, fogonero de 23 años, natural de la población onubense
de Ayamonte, a punto de terminar su servicio en la Armada.
- Francisco Gálvez, fogonero de segunda clase, también de Ayamonte, y de
la misma edad que el anterior, 23 años, del que tal vez fuera compañero
de juventud.
Todos ellos buscaron subterfugios durante el juicio para eludir su
responsabilidad, algo que molestó a Antonio Sánchez, llegando a
reprocharles su cobardía y el no defender con gallardía las ideas que les
habían llevado hasta allí. Aquellos compañeros fogoneros, los marineros
tan jóvenes, alguno con mujer e hijos, debieron agachar la cabeza y
procurar el perdón del tribunal aduciendo haber estado equivocados, no
tener claras las intenciones del amotinamiento, desconocer en qué
consistía.
 

Arsenal de la Carraca, con las instalaciones actuales de los astilleros de


Navantia y Club Náutico en primer término
 
La situación también era dudosa entre los casi veinte marineros que
habían tomado sus armas y subieron a cubierta. La excusa de que
pensaban ser atacados por los moros les permitió disponer de una salida
airosa. Según el tribunal, podía sospecharse que entre ellos hubiera
miembros que habían colaborado con mayor conocimiento del que decían
tener. En todo caso, se les exculpó no sin obligarles, como a toda la
tripulación del Numancia, a presenciar el fusilamiento que habría de tener
lugar.
Finalmente, los cinco implicados fueron condenados a cadena
perpetua. Nada más se sabrá de ellos, posiblemente liberados veinte años
después, al proclamarse la República. La condena a muerte recayó solo en
Antonio Sánchez Moya, que había rechazado cualquier atenuante y no se
había cansado de defender sus ideas republicanas ante el tribunal.
Al decir de las crónicas, recibió la sentencia sin inmutarse,
firmándola al tiempo que manifestaba no tener nada que reclamar ante la
justicia militar. Sí pidió hablar con el comandante de la nave en la
privacidad de su celda. Allí, una vez solos, le pidió perdón “por los malos
ratos que le había causado”. Ricardo Fernández de la Puente le estrechó
la mano respondiéndole: “Que Dios te perdone, como te perdono yo”.
Tras cenar durmió unas horas hasta que a las dos de la mañana le
trasladaron a una capilla provisional instalada en la batería de popa. Junto
a él transcurrieron sus últimas horas su defensor, el teniente Ristori, el
juez del tribunal Francisco Márquez y el capellán de la nave, Alberto Pella.
Es de imaginar que su mujer, en Cartagena, estaría enterada de lo que
esperaba a su marido pero su pobreza y lo hermético de la Armada, le
impidieron trasladarse allí para estar las últimas horas con él.
Cuando ya se había hecho de día, el Numancia salió al mar desde la
Carraca, llegando junto al resto de la escuadra que aguardaba en la bahía
gaditana. Hasta la antigua fragata no llegaba la expectación del pueblo de
Cádiz asomado a las murallas, oteando aquella trágica reunión de los
barcos de la escuadra.
Antonio Sánchez salió de la capilla esposado, con evidentes signos
de flaqueza de ánimo. Los periódicos guardan un discreto silencio sobre
cualquier otra circunstancia, pero sí dejan entrever un derrumbamiento
del condenado en su última hora, frente al piquete de ejecución que
esperaba en la cubierta del Numancia.
¿Qué vio el condenado poco antes de morir? Deslumbrado por el
fuerte sol del mediodía en un día de agosto, cuando sus ojos se
acostumbraran al brillo vería, junto a la nave, varias otras reunidas, a la
espera de que se consumara la ejecución. Los veinticinco procesados,
cinco de los cuales habían sido sus compañeros durante año y medio en el
día a día de la vida a bordo, permanecían firmes a un lado, mirándole. El
resto de la tripulación se alineaba detrás, la oficialidad en la cubierta
superior.
¿Quién no sentiría su ánimo flaquear en tales circunstancias?
Quedaba atrás la valentía en la defensa de sus ideas, la gallardía con que
reprochaba a sus antiguos compañeros no estar a su lado en aquel
momento, haberse acobardado ante la inminencia del castigo. Frente a él
sólo quedaba un grupo de cinco marineros que ya le apuntaban,
esperando la orden de abrir fuego.
El público que a miles se arracimaba en el parque Genovés, en la
Alameda Apodaca, creyeron escuchar una salva de disparos desde la
cubierta del Numancia. En ese momento, Antonio Sánchez entraba en la
historia para quedarse en ella para siempre. El anarquista que leía
febrilmente en Cartagena, junto a su esposa, el republicano que bajaba en
cuanto tenía ocasión, sobre todo en Lisboa, para escuchar con ánimo
inflamado de esperanza el advenimiento de un nuevo régimen de libertad,
caía sobre la cubierta del Numancia con cuatro disparos en la cabeza y
uno en el cuello, fulminado.
Se hizo el silencio. Tal vez cinco compañeros sintieran el ánimo roto,
como si alguno de esos disparos hubiera sido para ellos, pensando
seguramente en que de buena se habían librado, pese a la severa condena
impuesta.       Alguien mandó arriar la bandera de proa, otro oficial ordenó
recoger el cadáver y trasladarlo bajo la cubierta, a la espera de que
pudiera ser enterrado inmediatamente en el cementerio del Arsenal de la
Carraca.
Ahora es muy difícil llegar hasta donde pueda reposar su cuerpo. La
Marina permite las visitas a la Carraca pero en grupo, con un guía externo
y a través del Patronato de Turismo de San Fernando. Se puede visitar el
antiguo Parque de Artillería, el Castillo de las Cuatro Torres. De continuar
en aquel lugar, y no tenemos constancia de ello, nadie visita la tumba de
Antonio Sánchez Moya. Ha pasado un siglo de aquel desgraciado suceso
de la Numancia. Hubo una dictadura, luego cayó la monarquía y vino la
República con la que soñaba el fogonero. Después, una guerra arrasó con
todo y dio paso a otra dictadura, más tarde a un tiempo de esperanza, bien
distinto del que vivió y soñó Antonio Moya.
 

Entrada al Arsenal de la Carraca


 
Sin duda, ya poco importa su figura. Fue un ingenuo, un loco, un
impaciente. Finalmente, un soñador. A veces los soñadores permiten
imaginar el futuro, en otras ocasiones, casi siempre, caen bajo las reglas
de una realidad ajena a sus sueños, como en este caso.
 
 
 
 
 
Las últimas protestas
 
Diversas noticias nos hacen ver la agitación producida por un suceso
que quiso silenciarse y, cuando fue imposible, poner en sordina como algo
que sólo incumbía a la Marina. Algunos periódicos insinuaron apenas que
el rey, por entonces de vacaciones en Inglaterra, no parecía haberse
mostrado interesado por lo sucedido en la Numancia.
Como botón de muestra de tal actitud displicente, los mismos
periódicos que traían la noticia de la ejecución del instigador de la
insubordinación mencionaban el accidente que había tenido lugar en una
finca del duque de Westminster, cuando el marqués de Viana había
perdido tres dientes jugando al polo con Alfonso XIII.
Naturalmente, nadie unía esas noticias, salvo “El País”, que las
colocaba cerca una de otra, pero uno piensa que Antonio Sánchez Moya
perdía algo más de tres dientes y en algo en lo que se había jugado (y
perdido) la vida, y no era el polo precisamente.
Los círculos republicanos aumentaron su tensión. Dos días después
del fusilamiento, se registró un tumulto en Barcelona que, por su
desarrollo, pareció espontáneo. La capital catalana era un crisol de
fuerzas independentistas, republicanas y de izquierdas. Bastaba cualquier
suceso tomado como una provocación, tal y como sucedió en la Semana
Trágica, para que el pueblo se echara a la calle y protestara airadamente
contra la autoridad política y militar.
En esta ocasión fueron diez o doce personas en la Rambla de las
Flores las que caminaron juntas aquel viernes de agosto, lanzando mueras
a la guerra y Canalejas, vivas a la anarquía, la República y el Numancia. Al
llegar a la iglesia de Belén su número rondaba los cincuenta. Allí se
encontraron con un grupo de guardias que intentaron disolverlos sin éxito
puesto que, tras eludir el altercado, continuaron por la Rambla de
Canaletas.
Les esperaban, convenientemente alertados, otros guardias que
quisieron disolverlos de forma expeditiva, deteniendo a tres de los
cabecillas, que se resistieron. Mientras tanto, los demás alcanzaban el
cuartel del Buen Suceso donde, habiendo subido de tono la agresividad,
gritaron contra los muros del cuartel: ¡Asesinos, miserables!
Los soldados de la puerta se vieron acosados. Hubo tiros al aire y los
que quedaban hubieron de correr al salir del cuartel un nutrido grupo de
soldados en armas.
Los conservadores afilaban sus armas dialécticas. Como su propio
líder, Antonio Maura, recordaban cómo el liberal Segismundo Moret, en
1909, había mostrado inicialmente su comprensión ante la represión
llevada a cabo en Barcelona por el presidente del Consejo y su ministro La
Cierva, para luego reprochársela ásperamente a fin de conseguir su
dimisión y relevarle en el poder.
La valoración del caso Ferrer fue en aquellos años una amarga
espina clavada en el corazón de los conservadores, atrapados entre las
ambiciones liberales y el rechazo internacional al fusilamiento del
fundador de la Escuela Moderna. Todo el mundo sabía en 1909 que había
estado relacionado con muchos actos terroristas, como había sido el
lanzamiento de aquella bomba por Mateo Morral contra el rey y su esposa
Victoria Eugenia, tras la boda. A fin de cuentas, el terrorista era muy
amigo del propio Ferrer y se sospechaba de la complicidad de éste, sin
que pudiera llegar a probarse. También se había conocido que Ferrer, en
vez de ocultarse, estuvo en primera fila de numerosos hechos y
manifestaciones en la Semana Trágica. Que era inductor resultaba seguro,
pero no se pudo probar su participación en hechos delictivos en los que sí
habían incurrido, en cambio, los otros cuatro que fueron fusilados con él.
Pues bien, acosado por la prensa republicana, con la que pese a todo
quería estar a bien, Canalejas comentó a “El País” que Ferrer Guardia
había sido un pedagogo librepensador y que su caso no tenía paralelismo
con el de Antonio Sánchez, un fogonero en una nave militar, sujeto al
Código militar correspondiente al que faltó de manera flagrante.
El desafortunado comentario fue recogido enseguida por el diario
conservador por excelencia, para dar una valoración bien diferente:
 
“Consta al Sr. Canalejas, como a todo el mundo, que Ferrer no
era un pedagogo librepensador, sino un revolucionario
anarquista, complicado en cuantos crímenes, torpemente
llamados políticos, en España se han cometido durante bastantes
años; pero como para no arriesgarse a los contratiempos que la
aplicación severa de las leyes suele acarrear a los gobernantes, y
para no enajenarse la simpatía de la patrulla revolucionaria, le
conviene acogerse a la tesis de ésta…
Diferencia, y diferencia capitalísima, hay entre Ferrer y Sánchez
Moya; pero ella no se puede invocar para deprimir a éste, ni para
‘atenuar’ la responsabilidad de haberlo fusilado, sino para
justificar, si cupiera, la altísima equidad con que procediera el
Consejo de guerra que, varonil y noblemente, condenara al
primero. Hay entre el uno y el otro, a efectos de la
responsabilidad moral, la enorme diferencia que va de la cabeza
impulsora al instrumento inconsciente. El infortunado fogonero
del Numancia no era más que el fruto de las semillas sembradas
por el criminal fundador de la llamada Escuela Moderna” (La
Época, 20.8.1911, p. 1).
 
Y aún era más expeditiva la conclusión a esta editorial:
 
“No agrave, pues, sus ‘culpas’ para los revolucionarios el Sr.
Canalejas. No pretenda hacerse perdonar el fusilamiento de
Sánchez Moya, escondiéndose detrás de la figura siniestra de
Ferrer” (Idem).
 
El domingo 27 de agosto tuvo lugar una gran manifestación contra
la pena de muerte en Barcelona. Más de siete mil personas ocuparon una
de las bandas de la plaza de Cataluña, donde se había construido un
estrado al efecto. A él subió una figura muy respetada entre los
republicanos catalanes: Cristóbal Litrán. Secretario que había sido de
Ferrer Guardia, masón y republicano convencido, no llegaría a ver
proclamada la República por la que luchó toda su vida.
Su intervención fue acogida con numerosos aplausos. En el aire
atronaban vivas a la República, a la revolución. Muchos elevaban también
la voz para acordarse del que llamaban mártir del Numancia: ¡Viva
Sánchez Moya! gritaban.
La manifestación llegó a la plaza de Sant Jaume, que quedó ocupada
en sus dos terceras partes. Allí se encuentra el Ayuntamiento al que subió
el señor Litrán con una petición escrita pidiendo la desaparición de la
pena de muerte. El alcalde se comprometió a tramitarla ante las Cortes
españolas, al tiempo que le autorizaba a salir al balcón acompañándole en
su nuevo discurso.
 
“Litrán dijo que el pueblo, siempre admirable, respondía con su
óbolo a los lamentos de la miseria; a la guerra, con las páginas
de la semana sangrienta, y ahora con el espectáculo de esta
manifestación.
Terminó diciendo:
Pueblo: vete a casa a educar a tus hijos en el odio a la pena de
muerte y en el amor a la Humanidad” (El Imparcial, 28.8.1911, p.
1).
 
Los incidentes posteriores, incluido un tiroteo entre diversos
manifestantes y un convento de monjas adoratrices, mereció la
recriminación de “La Época”:
 
“Lo ocurrido ayer en Barcelona es una nueva prueba de que no
hay Gobierno, ni autoridades, y que el orden público, y hasta la
vida de los ciudadanos, se encuentran a merced de media docena
de revoltosos. La manifestación fue francamente revolucionario-
anarquista” (La Época, 28.8.1911, p. 1).
 
El recuerdo de aquel fogonero de la Numancia fue disolviéndose ante
las tensiones de ese verano, con la inquietud de la que parecía inminente
guerra entre Francia y Alemania, los mítines de la clase obrera en contra
de ese conflicto bélico de naturaleza económica ajena a los intereses
proletarios. A finales de aquel agosto las huelgas, como el año anterior por
las mismas fechas, se recrudecerían en Bilbao, Santander, Málaga para
finalmente extenderse por toda la costa levantina y tener en Cullera el
suceso más trágico y conocido.
La vida siempre continúa y olvida para dejar paso a nuevos
problemas que resolver, otros conflictos y tensiones. La República llegaría
veinte años después y entonces los vivas serían para dos capitanes
(Fermín Galán y Ángel García) fusilados en Jaca cuatro meses antes por
haber proclamado la República antes de que fuera posible. Pero en esa
acción precipitada, en ese intento de levantamiento militar, también
estaba presente la figura de aquel fogonero soñador y loco, impaciente y
valiente, que ahora yace olvidado en algún rincón del Arsenal de la
Carraca, en la población de San Fernando, Cádiz.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 

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