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El motín de la Numancia
Nueve de agosto
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Revolución en Portugal
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La vieja Numancia
20
……..……...
Suceso sin importancia
27
……..…
El motín
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………..……………...
El fusilamiento
44
…………………
Las últimas protestas
54
……...…...
Nueve de agosto
En el mes de agosto de 1911, Cádiz no pasaba por sus mejores
momentos como población, una situación que a grandes rasgos recuerda a
la actual. Con unos setenta mil habitantes, había conocido pocos años
atrás el cierre de sus astilleros, por falta de trabajo, y a cambio trataba de
potenciar el turismo. Por una parte, se había inaugurado en 1907 el
Balneario de la Victoria y, por otra, se amplió el muelle para que pudiera
recibir a grandes barcos.
La ciudad, reducida a lo que había sido siempre hasta entonces, el
recinto amurallado, se encontraba extrañamente paralizada e inquieta
aquel día 9.
“Desde muy temprano invade la gente las calles, presa de gran
ansiedad… Grupos de obreros recorren los comercios invitando
al cierre. Los comerciantes acceden a la invitación y los
establecimientos están todos cerrados a las nueve de la mañana.
La vida de la ciudad está en absoluto paralizada.
No trabajan los obreros en ninguna parte. Los tranvías tampoco
circulan. En el mercado se han levantado todos los puestos
movibles y cerrado los fijos. La tristeza es general” (El País,
10.8.1911, p. 1).
Toda la población fue afluyendo hacia las murallas que dan a la
bahía. Desde el parque Genovés, pasando por la Alameda Apodaca hasta
la Punta de San Felipe, miles de personas se agolpaban observando la
bahía. Era un día caluroso, de poco viento, según las crónicas, el mar
apenas se mostraba rizado de algunas olas.
Los que podían habían llevado binoculares para no perder detalle de
lo que se avecinaba. Desde el día anterior, en medio de la bahía, se
encontraban el acorazado Pelayo con el almirante de la escuadra, el
crucero Princesa de Asturias y el crucero Cataluña.
Murallas de Cádiz, frente a la Bahía
Sobre las doce los pacientes habitantes pudieron ver que llegaban el
cañonero de primera Álvaro de Bazán, donde viajaba el ministro de
Marina, señor Pidal, así como los cañoneros de segunda Vasco Núñez de
Balboa y General Concha, todos procedentes del muelle de la Carraca, en
San Fernando. También en aquel pueblo la población permanecía en
suspenso, el ánimo encogido, ante la inminencia del suceso temido y
esperado.
Fue a las doce y media cuando la gente apostada en las murallas
comenzó a señalar, entre comentarios y silencios, la presencia de la
Numancia. Fragata acorazada de casi cincuenta años por entonces, en
otro tiempo orgullo de la Marina española, terminaría su vida útil del
modo más triste, hundiéndose de puro vieja frente a las costas
portuguesas, pero no sin antes protagonizar otro suceso que los gaditanos
se aprestaban a adivinar.
La nave pasó junto a la escuadra que permanecía en ese momento
entre la población de Rota y el castillo de San Sebastián, en Cádiz. Tras un
breve intervalo, los observadores la vieron alejarse pausadamente del
resto de barcos y detenerse. Un silencio expectante se fue apoderando de
los gaditanos. Se comentaba en voz baja hasta el menor detalle, se
discutía su significado.
De repente, en el aire de la mañana sonaron unas salvas. Una mujer
se echó a llorar, otras la siguieron, los hombres se movieron nerviosos,
discutían qué estaría pasando. Alguien debió decir: “Se ha cumplido la
sentencia” y otro, que disponía de prismáticos, gritó: “Están arriando la
bandera”. A proa, efectivamente, la enseña de la Numancia descendía. Los
comentarios se fueron extendiendo, el dolor se percibía en todas las caras
contraídas, en las mujeres que se alejaban hacia el barrio de la Viña para
colocar los primeros crespones negros que, a la tarde, inundarían los
balcones.
Los hombres continuaban viendo a los barcos volver lentamente por
donde habían venido, en dirección a la Carraca. Cuando a la una y media
el Numancia pasó frente a la Punta de San Felipe, muchos gaditanos
permanecían allí, contemplando al barco que llevaba no se sabía cuántos
cadáveres en su interior, hombres humildes fusilados por defender unas
ideas que crecían en los corazones de todos aquellos que veían, mudos,
desfilar los navíos.
“La sentencia estaba cumplida. En el público de la muralla se
escuchó un sordo rumor como el del mar que llegaba
mansamente a romperse a sus pies. Muchas personas
abandonaron los lugares desde donde adivinaron, más que
vieron, el luctuoso espectáculo” (El Imparcial, 10.8.1911, p. 1).
A la tarde, esos obreros de Cádiz acudirían en masa hasta el
Gobierno Civil. Se arracimaron en su puerta protestando airadamente
contra la pena de muerte. El gobernador, atemorizado, dio permiso para
que entrara una comisión de ellos, pero los primeros momentos fueron
muy tensos. Algunos guardias jóvenes, que custodiaban el acceso, se
opusieron al paso de aquella manifestación.
Algunos obreros, los de menor edad, arrancaron piedras de las
murallas y se las tiraron. Uno de los guardias resultó herido en la cabeza,
sangrando abundantemente. Eso condujo a que los mismos obreros se
calmaran. No deseaban llegar a la agresión. Los más maduros querían tan
sólo dejar constancia ante las autoridades del dolor y la rabia, de la
impotencia y la protesta que deseaban manifestar.
La situación se recondujo adecuadamente. La comisión llegó hasta el
gobernador para entregarle un escrito contra la pena de muerte, éste se
comprometió a reenviarla al gobierno. Los obreros Guillermo Vázquez y
Juan Santander, presidente de la sociedad de tipógrafos, salieron hasta el
balcón para hablar a sus compañeros. El primero hizo suyo el sentir
unánime de todos contra la pena de muerte, el segundo pidió calma y que
se fueran disolviendo para evitar enfrentamientos inútiles.
Tras unos gritos y aplausos, los obreros fueron volviendo a sus
barrios formando corrillos, sin dejar de comentar lo ocurrido. Se hablaba
de siete fusilados, otros decían que sólo había sido el cabecilla quien
cayera bajo las balas. Hasta dos días después no se sabría con certeza.
El ministro Pidal salió aquella misma tarde desde San Fernando en
dirección a Madrid, para informar al presidente de gobierno, el señor
Canalejas.
“El Sr. Pidal vestía de paisano, traje oscuro y corbata negra. Al
despedirse aquí me ha dicho con visible emoción:
- Ha sido el de hoy un día de luto para todos; pero la ley tenía
que cumplirse.
El gobernador civil de la provincia ha acompañado al Sr. Pidal
hasta Jerez de la Frontera. Al decirle el alcalde de San Fernando
que los obreros irían luego ante él a protestar de la imposición
de la pena de muerte, ha dicho el Señor Pidal:
- Recuérdeles usted que el Sr. Canalejas prepara un proyecto de
abolición de la pena de muerte. Cierto que no será para los
delitos militares, como el que hoy lamentamos. No quiero
engañar a nadie” (La Correspondencia de España, 10.8.1911, p.
1).
Al día siguiente las tiendas de Cádiz empezaron a abrir sus puertas,
pero algo más tarde de lo habitual, con el temor probablemente de que la
huelga continuara. Pero no fue así, los obreros regresaban a sus puestos
poco a poco, conversando, discutiendo noticias y rumores, con el dolor
aún de la muerte anunciada y consumada del que parecía el cabecilla de
aquel amotinamiento en el Numancia.
En la población de Cartagena, una mujer lloraba a su marido
muerto. Era tal su pobreza que las ropas de luto se las tuvieron que
prestar varias vecinas compasivas. Al único periodista que apareció por
allí para indagar apenas en su estado de ánimo le dijo: “Mi marido era
muy bueno, muy aficionado a leer”. Seguramente añadiría entre lágrimas:
“No hizo nunca mal a nadie”. Efectivamente, tendría razón. Le enseñaría,
nerviosa, su última carta fechada en Tánger el 26 de julio, una semana
antes del amotinamiento.
“Le relataba grandes penalidades y expresaba el deseo de verlas
terminar; es decir, de cumplir con el tiempo que le quedaba de
servicio, comparando la tristeza de su suerte con la alegría de
sus compañeros” (La Época, 11.8.1911, p. 2).
Es muy poco lo que se sabe de aquel humilde fogonero, natural de
Mula, un pueblo cercano a Cartagena, donde conoció de joven a Antonia
Rubio, que habría de ser su mujer. Se sabe, por lo dicho, que era
aficionado a leer en un tiempo en que muchos obreros apenas sabían
hacerlo. Debía consumir muchos de esos panfletos y directrices
anarquistas que predominaban entre la clase campesina y obrera de
Andalucía. Pero la influencia mayor sobre sus aspiraciones republicanas
no fue solo la de los libros, sino a través de las realizaciones concretas del
país vecino.
“Los recientes sucesos revolucionarios de Portugal han influido
sin duda notablemente en el espíritu del fogonero del Numancia,
perfectamente abonado para que en él prendiesen aspiraciones
de notoriedad.
Por eso se explica perfectamente que viéndose amarrado en la
barra, y al advertir que habían venido a tierra todos los castillos
de naipes forjados por su imaginación, se lamentase con esta
frase, que reflejaba todas sus ambiciones y sus anhelos:
- ¡Qué lástima! ¡Yo hubiera sido el Machado dos Santos de
España!” (Heraldo de Madrid, 10.8.1911, p. 2).
Revolución en Portugal
Somos hijos de nuestro carácter y del tiempo que nos toca vivir, del
lugar donde la vida nos sitúa. Antonio Moya Sánchez, de 36 años, había
nacido en una pequeña población murciana, Mula, en 1875. Hoy en día es
una localidad con un número apreciable de habitantes que viven de una
agricultura de secano y regadío a la que las nuevas técnicas agrícolas han
dado un empujón considerable. Pero en aquel tiempo no era así.
Antonio debió marchar hacia la costa, Cartagena, el lugar donde
tuvo su hogar andando el tiempo. Alguien pobre como él, sin apenas
recursos, tenía como objetivo preferente ingresar en un barco de pesca,
alcanzar incluso un buque mercante o la Marina.
De Mula era también, once años mayor que él, Juan de la Cierva y
Peñafiel, el que fuera férreo ministro conservador en el gobierno Maura,
hasta la malhadada Semana Trágica de Barcelona. Mula, como toda
Murcia, era su terreno electoral, donde tenía repartidos intereses y
clientes que cuidaban de asegurar la elección conservadora de la
provincia cuando le convenía al cacique.
Los tiempos estaban cambiando, el caciquismo seguía existiendo
pero nuevas fuerzas sociales y políticas se abrían paso en la política
nacional: los obreros y campesinos empezaban a ser defendidos por
socialistas y anarquistas, los republicanos aspiraban a ampliar su
influencia.
Antonio Sánchez era hijo de su tiempo, como digo, y además debió
ser de fuerte carácter, como demostró durante el juicio, proclamándose
republicano y responsable de todo lo que había sucedido, sin dejar otro
resquicio a los jueces que determinar su ejecución. No pidió compasión
como sus compañeros de motín, tan sólo les reprochó que no dieran un
paso al frente como él, defendiendo sus firmes creencias (ideas
exaltadísimas, decía un periódico) en el advenimiento de una nueva
república. Fue valiente, fue un loco. Un impaciente, dijeron incluso sus
compañeros. Alguien que no quiso esperar a que los republicanos fueran
ampliando su poder, que no quiso esperar los veinte años que aún
permanecería Alfonso XIII como monarca español.
El ejemplo siempre lo tuvo en Portugal. Allí habían sucedido hechos
muy graves, una auténtica revolución, desde el 5 de octubre de 1910. Por
entonces Antonio Sánchez llevaba ocho meses como fogonero de la
Numancia, fondeada casi permanentemente en Tánger, casi jubilada del
servicio activo después de haber protagonizado grandes momentos en la
historia de la Marina española.
Gobernaba en el país vecino el que sería último rey de la casa
Braganza: Manuel II. Había llegado al trono por el asesinato, dos años
antes, de su padre Carlos I y el príncipe heredero Luis Felipe, su hermano.
Él mismo resultaría herido en el brazo por los disparos de dos
republicanos cuando volvía toda la familia a Lisboa en un carruaje
descubierto.
Lo primero que hizo el nuevo rey, en 1908, fue forzar la dimisión del
denostado Joao Franco, político que intentaba gobernar con mano de
hierro el país sin el concurso del Parlamento, que permaneció cerrado
mucho tiempo. Por entonces, los diarios republicanos españoles le
comparaban con el conservador Antonio Maura, pero su papel, con la
perspectiva del tiempo, es más semejante al que ejercería el general
Primo de Rivera para la monarquía Borbón.
El nuevo rey portugués intentó enderezar el perdido rumbo de la
monarquía. Tras la dimisión de Franco convocó elecciones libres que, al
amparo del regicidio, consiguió ganar para su causa, no sin una presencia
creciente del bando republicano. Sin embargo, el desprestigio de la casa
Braganza era irreversible.
El momento clave en que comenzó su divorcio con el pueblo tuvo
lugar en 1890. El 11 de enero de aquel año se recibió en el gobierno
portugués un ultimátum británico. Debía desalojar de presencia militar el
amplísimo terreno comprendido entre sus colonias de Angola y
Mozambique, objeto de los deseos británicos de penetración colonial en la
parte central de África.
En España, algo parecido habría de suceder ante el nuevo imperio
norteamericano en Cuba y Filipinas, cuando en 1898 la escuadra
española, fondeada en la bahía de Cuba, fue hundida, perdiéndose estas
colonias. Esa profunda crisis de final de siglo, con su necesidad de
regeneración de la vida política y social, no se vivió de la misma manera
en el cercano Portugal.
La monarquía Braganza, pese a sus otras raíces alemanas, siempre
tuvo a Gran Bretaña como aliada. Ahora, de repente, esta nación amiga le
decía que se apartara sin negociar la retirada, con un ultimátum que
humillaba la otrora importante presencia colonial portuguesa en África. El
rey Carlos optó por ordenar la completa retirada de sus tropas, aceptando
la orden imperiosa de sus habituales aliados.
Una ola de humillación y rabia atravesó al pueblo portugués ante lo
que entendían una dejación y cobardía de su monarca. Pocos meses
después, Brasil, envalentonada por la actitud mostrada por la hasta
entonces potencia colonizadora, proclamó su independencia y una nueva
forma republicana de gobierno. Miles y miles de emigrantes portugueses
se vieron obligados a regresar entre el desánimo y la indignación. Junto a
ello, la caída de las importaciones de materias primas en las condiciones
tan ventajosas que disfrutaba hasta entonces, produjo una crisis financiera
de gran envergadura en Portugal, que también debió sufrir sobre todo el
pueblo llano.
El rey Carlos era muy impopular. Es cierto que las crónicas hablan
de su gran inteligencia, de los muchos viajes que llevó a cabo por las
naciones europeas (pero que no le sirvieron para tener aliados que le
sostuvieran), pero también mencionan sus dispendios económicos, sus
múltiples aventuras sentimentales, la cesión de un poder omnívoro a la
Iglesia católica, particularmente a los jesuitas.
Todo ello fue un caldo explosivo que, junto a la pérdida del pulso de
los dos partidos alternantes en el gobierno (el progresista y el
regenerador), condujeron a la dictadura de Joao Franco. En ese contexto
se sitúa la muerte del rey y su heredero, junto a la entronización de un
joven que sería incapaz de cambiar el rumbo de la historia.
Nadie hablaba mal de Manuel II pero resultaba, para el pueblo, más
de lo mismo. Es cierto que no incurría en los defectos de su padre, pero el
rechazo a la monarquía era creciente. En la siguiente elección, la
presencia republicana en el Parlamento fue más numerosa, sobre todo en
el distrito de la capital, Lisboa. Una parte de los republicanos abogaban
directamente por la lucha armada para conseguir sus objetivos.
A principios de octubre, el malestar era muy alto, tanto entre los
obreros como en el propio Ejército y la Marina. Se hablaba de intentos de
golpe de estado, hasta el punto de que el gobierno mandó poner en alerta
a las tropas en Lisboa. Fue entonces, el 3 de octubre de 1910, cuando los
republicanos tuvieron una reunión en la capital al objeto de acordar,
efectivamente, un alzamiento militar.
Surgieron dudas, todos sabían que el enfrentamiento armado con
otras fuerzas militares estaba asegurado. Algunos abogaban por esperar
un momento más oportuno. El almirante Cándido dos Reis se levantó
entonces, diciendo: “¡Si hay uno que cumpla, ese seré yo!”. Sus palabras
galvanizaron el ambiente pero continuaron las dudas.
Mientras ellos debatían, un comandante de la Marina, Machado dos
Santos, optó por no asistir a la reunión y, decidido a todo, se presentó en
el Regimiento de Infantería nº 16. En él tenía amigos, buenos contactos
que le apoyarían decididamente en la acción que quisiera emprender.
Desde allí fue de un cuartel a otro de manera que el 5 de octubre, en un
movimiento acordado, varias columnas de infantería marcharon por las
calles de Lisboa atrincherándose en la plaza Marqués de Pombal.
La acción parecía un suicidio. El comandante Machado había
arrastrado a 250 soldados en total, junto a algunos civiles, a una situación
fácil de abortar por parte de las fuerzas monárquicas que permanecían en
estado de alerta. Algunos regimientos, aunque simpatizantes,
consideraron prematuro este levantamiento, mal coordinado, y se negaron
a apoyarlo. La rebelión republicana parecía estar condenada. El almirante
Cándido dos Reis se refugió en su casa, esperando su detención
inmediata. Antes de que tal cosa sucediera tomó una pistola y se voló la
cabeza.
Inesperadamente, las fuerzas monárquicas que debían sofocar el
levantamiento de Machado dos Santos, no se decidieron a salir de los
cuarteles. Sólo unos pocos lo hicieron para entablar combate con otros
republicanos que iban acudiendo a socorrer a los atrincherados, que
asistían desesperados a un pronto final.
A la vista de la situación indecisa, varios barcos en la bahía lisboeta
empezaron a bombardear los ministerios y el Palacio das Necesidades,
donde supuestamente permanecía el rey Manuel. El golpe de estado
republicano encontró al presidente brasileño de visita oficial en la capital.
La sorpresa debió ser mayúscula para él colocándole en una extraña
situación, puesto que representaba a una república pero era huésped del
monarca luso. Se habló incluso de que había acogido en su barco al mismo
rey cuando éste, en realidad, huía hacia otro palacio para embarcar,
finalmente, en un buque británico que le llevaría hasta Gibraltar, primer
eslabón de su exilio.
Todas las comunicaciones con España se interrumpieron. El
gobierno Canalejas pudo tener noticia de lo que estaba sucediendo gracias
a lo que se denominaba un “marconigrama” (telegrafía sin hilos) entre un
barco español que asistía a los hechos en Oporto y otro mercante en la
bahía de Santander.
Por entonces, los combates se extendían por otros lugares del país,
pero lo cierto es que las fuerzas leales a la monarquía decidieron desde el
principio no combatir, salvo algunas excepciones. Lisboa fue pronto un
escenario republicano donde, el mismo día cinco, se proclamaba la
República desde los balcones del Ayuntamiento, nombrándose un gobierno
provisional con el prestigioso literato Teófilo Braga al frente.
Varios factores eran remarcados en el diario republicano “El País” al
cabo de los días:
“La Marina se ha sublevado en la desembocadura del Tajo, como
en Cádiz y el Ferrol se sublevó en Septiembre de 1868 la Marina
española, al grito de ¡Viva España con honra!
La sublevación del Ejército no ha sido total; pero sí lo
suficientemente poderosa para inclinar la suerte de la Revolución
del lado de la República…
Preside la República un hombre civil, de reputación universal; la
supremacía del poder civil queda a salvo, y en el ministerio de la
Guerra figura un coronel.
Todo es grande en esta revolución; todo hace esperar que la
República reverdezca las glorias de la nación portuguesa,
pequeña en territorio, grande en hazañas” (El País, 7.10.1910, p.
1).
Antonio Sánchez conocería en persona este ambiente de exaltación y
triunfo. Del mismo modo que algunos vapores ingleses fueron enviados
urgentemente a distintos puntos de la costa portuguesa y, en particular a
Lisboa, el gobierno Canalejas querría tener noticias de primera mano de lo
que allí ocurría. Uno de los barcos españoles que llegó a la capital
portuguesa fue, precisamente, la Numancia.
Como se supo durante el juicio, Antonio Sánchez y varios miembros
de la marinería, bajaron a tierra para entrar en contacto con miembros
republicanos, asistiendo a los debates existentes en algunas de sus
reuniones. El futuro se abría lleno de esperanza para el pueblo portugués
tras deshacerse de los vicios y corruptelas, de una decadencia y
humillación permanentes en la figura de su rey.
Antonio Sánchez supo del importante papel de la Marina, conoció el
arrojo y la valentía llena de locura del comandante Machado dos Santos, el
iniciador de la revuelta que culminaría en un éxito inesperado. Debió
sentirse exaltado, entusiasmado ante el claro paralelismo entre las
situaciones de ambos países. Tal vez entonces se preguntara ¿por qué no
puedo ser el Machado dos Santos español? Cuando volviera a su barco, en
vez de contemplar la vieja nave que llevaba medio siglo combatiendo por
todos los mares, tal vez la viera como una nueva semilla que llevaría la
República a España, superando el dolor causado por la derrota de 1898 y
la pérdida de las colonias, la erradicación del caciquismo con la presencia
de esos políticos caducos frente a las nuevas fuerzas que emergían en
muchos lugares tanto de Europa como de América. Tal vez pensara que
estaba destinado a otro papel muy distinto del fogonero humilde que hasta
entonces había sido.
La vieja Numancia
El motín tuvo lugar la noche del tres de agosto. Posteriormente,
algunos periódicos se harían cruces sobre la insensatez que suponía
comenzar un movimiento revolucionario en un barco envejecido, que se
mantenía además lejos de la Península, amarrado al muelle de Tánger.
Veinticinco años después la insurrección armada comandada por el
general Franco tendría su origen, precisamente, en las costas africanas,
de manera que no sólo era posible sino además podía llegar a ser
recomendable por cuanto el control político y militar estaba alejado de su
centro.
Por otra parte, la Numancia era un barco con una amplia historia
que conviene repasar porque incluso había llegado a protagonizar la
rebelión cantonal de Cartagena muchos años antes. Así que tradición tenía
de sobra.
En 1859 se botó la primera fragata acorazada de la historia: la
Gloire. Sólo cuatro años después, en 1863, surcaba los mares la primera
nave de tales características en España: la Numancia. Ciertamente, no
podía ser realizada en nuestro país donde los astilleros aún utilizaban
técnicas propias de los barcos de madera del siglo XVIII. Fue construida
por la compañía francesa “Forges et Chantiers de la Mediterranée”, con
astilleros en Tolón.
Oficiales de la Numancia
No se entienda por esto que el ministro llegaba dispuesto a tomar
las riendas del proceso. Los militares tenían su propia justicia, que era
autónoma a las órdenes que pudieran dimanar incluso de la presidencia
del Consejo. Se trataba, en cambio, de enterarse de los hechos y atajar
cualquier consecuencia negativa para el orden de la nación.
Así que las preguntas claves para el ministro eran: ¿la
insubordinación era un hecho puntual o tenía naturaleza política y podía
extenderse a otros barcos de la Armada? Además de los marineros
implicados, cuya responsabilidad dirimiría el alto tribunal militar, ¿había
civiles formando parte de alguna conspiración republicana?
La consigna, en todo caso, era restar importancia a lo sucedido. De
ahí que sus declaraciones al bajar del barco y ser abordado por un
periodista conocido, fueran tranquilizadoras:
“He comprobado cuanto suponía. En la Numancia sigue reinando
el gran espíritu de disciplina de siempre. Respecto de los
superiores, he apreciado que esa disciplina es inmejorable;
pudiera decir brillantísima.
Lo ocurrido encontrándose la Numancia en Tánger fue un
incidente que hubieron de provocar tres o cuatro desgraciados. A
estos les serán impuestas, por el Tribunal llamado a juzgarles,
graves penas.
Digo graves no prejuzgando la cuestión, sino porque las leyes
militares son, como es sabido, muy severas” (Idem).
Durante ese período de verano, muchos ministros se encontraban
dispersos por lugares diferentes pero, al menos, el señor Canalejas
permanecía en su puesto recibiendo cada noche a los periodistas que
quisieran alguna información. De ahí que el día 5, tras las primeras
noticias que alcanzaron las redacciones, un grupo numeroso de reporteros
esperara para ser recibido por el presidente del Consejo.
Éste mostró una actitud colaboradora, negando cualquier forma de
secretismo en cuanto a la información. Indudablemente, tranquilizado por
no enfrentarse a un movimiento revolucionario a la portuguesa y confiado
en la fidelidad de la Marina a la monarquía, quiso restar importancia a lo
sucedido. Para ello enarboló un telegrama del ministro de Marina, que le
había dirigido aquella misma tarde.
Se hablaba en él de “un delito militar de disciplina interior del
buque” carente de importancia y protagonizado por un fogonero, un
artillero y doce marineros, que serían castigados con arreglo a las leyes. A
continuación se mencionaba el “absoluto y perfecto estado de disciplina
en todos los buques de la Marina” añadiendo incluso, con cierto
atrevimiento, que la opinión pública no daba importancia al suceso.
“El hecho no tiene conexión ninguna con partido político, ni
obedece a tendencia de propaganda determinada. Es sólo una
insubordinación de carácter militar, sin que hasta ahora se sepa
la causa que la motivó. No tiene lo ocurrido ninguna importancia,
añadió el Jefe de Gobierno” (El País, 6.8.1911, p. 1).
No era, como se temían, el comienzo de una insurrección
generalizada de la Marina, no había ningún partido político detrás ni
elementos civiles que alentaran el motín. Bien era conocido que la
Conjunción Republicano-Socialista, que había nacido dos años atrás,
resultaba un elemento importante dentro del agitado mundo político de la
época. Canalejas había encabezado el partido liberal como la mejor opción
de la monarquía tras la caída del gobierno Maura, su mala gestión de la
Semana Trágica de Barcelona, y el intermedio de un Segismundo Moret
desacreditado para encabezar las fuerzas liberales.
El problema de los republicanos hasta 1909 era que habían
constituido una amalgama de fuerzas y tendencias muy heterogéneas. Los
terribles sucesos de Barcelona habían conducido a que Solidaridad
Catalana ascendiera firmemente en la política, defendiendo un
federalismo en sintonía con la clase burguesa y empresarial catalana.
Una parte del republicanismo optó por aliarse con esa nueva fuerza,
pero los republicanos más a la izquierda prefirieron buscar a un partido
socialista que, pese a la tradición marxista encarnada por Pablo Iglesias,
trataba de adaptarse a los nuevos tiempos aliándose con fuerzas no
estrictamente proletarias, intentando ampliar su poder y su presencia en
la arena política.
En ese sentido, Canalejas encabezaba el partido liberal pero, al
tiempo, y entre fuertes críticas del conservadurismo e incluso algunos
grupos dentro de sus filas, tendía puentes hacia esta Conjunción
republicano-socialista. En esas circunstancias y con el ejemplo portugués
tan cercano no era de extrañar que existiera algún tipo de movimiento
republicano en relación con la Armada.
En ese mes de agosto, por ejemplo, volvían las manifestaciones
obreras a las calles de Lisboa, reclamando que se contemplase en la
Constitución que entonces se discutía, el derecho de huelga. El malestar
era acusado porque la izquierda temía que la nueva República se aliase
con los poderes de la burguesía en detrimento del proletariado. De ahí
que, ante el tumulto frente al Parlamento, el mismo Machado dos Santos,
de considerable prestigio, se viera obligado a refugiarse en el interior del
edificio cuando intentó tomar la palabra para calmar los ánimos de los
manifestantes.
Canalejas procuraba no verse implicado en ningún movimiento
subversivo de raíz monárquica, algo que se había constatado claramente
en la frontera con Galicia y en la existente en Badajoz. Se hablaba de
contrabando de armas para un levantamiento que restaurase el régimen
tras un año de convulso republicanismo, algo desmentido por el gobierno
español, que se cuidó mucho de relacionarse con estos intentos.
En esas circunstancias, no tendría nada de excepcional que las
fuerzas republicanas españolas, con el diario “El País” como órgano de
expresión, se mantuvieran alertas frente a la acción gubernamental, al
tiempo que elementos radicales se sintiesen tentados de dar un paso más
inmediato hacia la instauración de un régimen republicano en España.
El Señor Pidal, ministro de Marina, al día siguiente de su llegada a
San Fernando, revistó las fuerzas del Pelayo y del crucero Cataluña. Se
quería asegurar del control político de la situación y la ausencia de nuevos
incidentes. Para ello, tras escuchar vítores al rey en cada tripulación, las
reunió para arengarlas.
“Ha elogiado la disciplina y el valor demostrados siempre por la
Marina española y su excelente comportamiento… Luego ha
dicho el señor Pidal que se complacía en reconocer la
inquebrantable adhesión de la Marina al Rey y la gratitud que
aquella guarda al Jefe de Gobierno por cuantas resoluciones han
sido adoptadas a favor de la Marina [el día anterior había
mencionado nuevos planes de construcción naval en San
Fernando].
En sus arengas ha aludido el señor Pidal al suceso de la
Numancia, calificándolo de ‘obra de cuatro locos, de cuatro
desgraciados ilusos, que sufrirán todo el rigor de la ley’…
Las frases del ministro, según me dicen, han entusiasmado a las
tripulaciones del Pelayo y el Cataluña” (La Correspondencia de
España, 7.8.1911, p. 1).
Ese “según me dicen” revela que a bordo de estos barcos no había
ningún reportero presente para dar cuenta de la arenga y las actitudes
tomadas por las dos tripulaciones. En todo caso, el ministro parecía
satisfecho tras reconocer la lealtad de los restantes barcos de la escuadra.
A fin de cuentas, él había sido comandante de la Numancia durante dos
años y sentía como algo propio, como una traición a su pasado glorioso, lo
que había sucedido.