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El clavel rojo
Erika Stockholm

Ilustraciones de Carmen García

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El clavel rojo
Primera edición: julio, 2020

Dirección editorial: Carlos O. Aburto Cotrina


Coordinación editorial: Rubén Silva
Corrección de estilo: Anna Maria Lauro
Jefa de arte: Laura Escobedo
Diagramación: Laura Escobedo
Ilustración de Carmen García

© del texto: Erika Stockholm, 2020


© de esta edición: Ediciones SM S. A. C., 2020
Micaela Bastidas 195, San Isidro. Lima, Perú
Teléfono: (51 1) 614 8900
contacto@sm.com.pe
www.sm.com.pe

ISBN: 978-612-316-964-0

Todos los derechos reservados. Queda prohibida cualquier forma de reproducción,


distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin el permiso previo y por
escrito de los titulares de los derechos de propiedad intelectual.

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A un hongo que, en secreto,
soñaba con ser flor

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Un espantapájaros ataca

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El lunes, en la clase de segundo grado de
Nico, la miss Rosa sonrió y anunció que la
semana siguiente celebrarían la fiesta de la
primavera. Las niñas se disfrazarían de flores
y hadas; los niños, de hongos y
espantapájaros.
—¡Nos tenemos que preparar! —Aplaudió
animada la miss Rosa.
—¡Qué lindo! ¡Yo voy de flor! —exclamó
una niña.
—¡Yo prefiero ser hada! —respondió otra.
—Yo voy de espantapájaros —dijo
Arturo, el fortachón de la clase, y varios
chicos lo copiaron entusiasmados.
—Prefiero ser hongo —comentó otro.
—Y yo, ¿qué me pongo? No quiero ir de
hongo, tampoco de espantapájaros. —Se
escuchó una voz desanimada.
Todos los niños estaban felices menos uno.
—Yo no quiero ir vestido de marrón.
Quiero ir de un color más divertido, uno
como el de las flores —protestó Nico.
—Las flores son para las niñas —dijo una
de las chicas.

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—¡Sí! —corearon algunos chicos de su
salón.
—¡Y tú eres un hombre! —se burló otro
niño por ahí.
—Oye, Nico, ¡no! Si vas de flor, van a creer
que eres mujer —le advirtió bajito su
compañero de mesa.
Muchos se rieron de su idea y lo
fastidiaron en el recreo; sobre todo Arturo
que le tenía manía desde hacía tiempo, desde
que Nico, un día, le dijo que el huevo duro de
su lonchera olía a podrido —realmente
estaba verde—. Desde entonces, Arturo buscó
siempre cualquier motivo para fastidiarlo
—que si era flaco, que si era bajito, que si
era…—; pero ahora sí que tenía la excusa
perfecta.
Empezó a lanzarle, con una liga, pedacitos
de borrador hacia la nuca, como si fuera un
blanco de dardos. Luego, le tiró bolitas de
papel con mensajes: «¡Hola, Flor!, ¡Hola,
Pétalo!, ¡Hola, Floripondio!, etc…» y después,
como Nico no le hacía caso, empezó a gritarle
delante de todos:
—Nico, ¿cómo te gusta que te llamen?

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¿Tulipán?, o mejor, ¿Rosa?, no, no, no… Rosa
ya se llama la miss… ¿Sabes a qué te
pareces?… ¡A una Margarita! ¡Sí, sí, una
Margarita!
—Margarita, Margarita…, ¿ya te vas a tu
casita? —le gritó Arturo cuando vio que
Nico se ponía la mochila para irse.
Nico se dirigió apurado hacia la puerta;
quería irse lo más rápido posible; le evitó la
mirada y, mientras caminaba rápido,
murmuró para sí: «Qué pesado, pesado como
un camión lleno de… ¡abono reventando de
lombrices y apestoso como su huevo
podrido!»; pero, Arturo lo oyó y, entonces,
movido por la cólera, aprovechó que no lo
miraba para meterle cabe.
Nico salió volando y aterrizó en el piso de
cemento del patio. Se quedó un momento
—larguísimo para él— en ese suelo frío,
áspero y sucio; luego, se levantó pasándose la
mano sobre la rodilla raspada, como para
confirmar que su cuerpo seguía completo.
Pero sentía que el corazón le latía en las
orejas y que la barriga se le volvía un nudo,
entonces, vomitó estas palabras:

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—¡Arturo! ¡Arturo Huevo Duro! ¡Abre su
lonchera… y huele a burro! —Y corrió
rapidísimo por la puerta del colegio.
Arturo, furibundo, fue tras él. Como Nico
era flaco y bajo, corría como un ninja, así que,
en poco tiempo, le sacó media cuadra de
ventaja. Nico volteó en la esquina y se
escondió detrás de un olivo inmenso. Vio a
Arturo que llegaba con la lengua afuera y
con la cara roja de cólera.
Entonces, Nico sacó su honda del bolsillo
y, escondido entre el tronco y una rama del
árbol, apuntó. Arturo giró la cabeza de
derecha a izquierda, buscándolo, y de arriba
abajo. Las gotas de sudor salían volando de su
pelo rubio. Nico lo tenía justo en la mira, le
apuntó directo a la barriga, qué tentación…,
pero se aguantó porque, cuando su papá le
regaló la honda, le había hecho prometer que
¡no la usaría jamás! para matar pajaritos, ni
para hacerle daño a nadie.

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Mientras tanto Arturo, al no encontrar a
Nico, refunfuñaba picón:
—¿Huevo Duro…, Huevo Duro? ¡Ya
verás cuando te vuelva a ver! ¡Margarita!
—Y se dio media vuelta hacia el colegio,
caminando de regreso, mudo, con cara de
huevo duro: derrotado.
Pero esto solo empeoró la situación de
Nico en el colegio. Al día siguiente, Huevo
Duro logró que otros compañeros también le
pusieran nombres de flores y después de
verduras… y después… de cualquier cosa que
se les ocurriera en el momento. Cada
carcajada era como un látigo en el corazón de
Nico.
El miércoles, Nico regresó a su casa
arrastrando los pies, pateando las piedras que
encontraba en el camino. Felizmente, solo
faltaba el jueves para terminar la semana
porque ese viernes sería feriado. «No tendré
que verle la cara al Huevo Duro pesado ese»,
pensó.

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Entró a la sala y se lanzó en el sofá a
esperar a su mamá para avisarle que, para la
próxima semana, le tenía que coser el
horrible disfraz de hongo.

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