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Carlos Rugeles Castillo - Luis Emiro Valencia
E-mail. rugelescastillo@hotmail.com.
lueval@hotmail.com
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Entre 1920 y 1930 el país exportó en total 1.100 millones de dólares, mientras que
en el decenio 1909-1919 apenas había llegado al nivel de los 360 millones de
dólares: la capacidad importadora generada en esta corriente de exportaciones
físicas fue en la década de más de 1.000 millones de dólares, correspondiendo
cerca de las tres cuartas partes a las compras en Estados Unidos y el 28% a la
importación de maquinaria y equipo en la década de los años veinte. La incidencia
de esta dinámica comercial generó uno de los cambios más revolucionarios en la
conformación de un sistema nacional de mercado, en el desbordamiento de las
economías locales y en la superación de las formas comerciales características de
la república señorial: la integración física del país por medio de ferrocarriles y de
carreteras, primero siguiendo las líneas impuestas por la integración hacia a fuera
-hacia el mercado del centro hegemónico- y luego, a partir de los años treinta -en
pleno auge de la industrialización sustitutiva y de la república liberal y burguesa-
en desarrollo de una deliberada política de integración hacia dentro.
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Ninguna de las nuevas tareas habrían podido acometerse sin una concentración
de poder en manos del nuevo gobierno: ni el enfrentamiento a las resistencias
sociales y políticas internas, ni la modificación de la estructura político-militar de
las fuerzas armadas, ni el implacable desmantelamiento de los bastiones
campesinos de la república señorial. El gobierno encontró la coyuntura que
buscaba en la declaración de la guerra con el Perú -que en realidad tuvo el
carácter de una guerra de posiciones contra la selva amazónica- en cuanto
concentró en sus manos la máxima cantidad de elementos de poder,
estableciendo la legalidad marcial en todo el país, sometiendo a la mayoría
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y la relación entre remuneración del trabajo y producto bruto descendió del 54.5%
al 47.8%. Desde luego, es necesario señalar la incoherencia del proceso de
modernización capitalista, ya que al mismo tiempo que se hacía más integrado y
dinámico el mercado interno y que se aceleraba la corriente de urbanización y
metropolización se ampliaban también las bases de sustentación del sistema
latifundista, al aplicarse una política de adjudicación en gran escala de tierras
baldías entre miembros de la élite política, en las zonas de reserva más
inmediatamente valorizables: algunos valles del bajo Magdalena, el Piedemonte
amazónico, las regiones húmedas de los llanos orientales. De otra parte,
habiéndose consolidado la posición del café en la estructura exportadora y
habiéndose asegurado la mayor participación de productores y comerciantes
nacionales en el valor en dólares de las exportaciones -por intermedio de una
asociación paraestatal como la Federación Nacional de Cafetaleros- el gobierno
no consideraba indispensable la reforma agraria -pese a la presión campesina
sobre la tierra- sino una política que combinase la ampliación de la frontera
agrícola con la modernización tecnológica y social de la agricultura. El mayor
ingreso cafetalero (que entre 1930 y 1940 pasó de 58.3 millones de pesos a cerca
de 129 millones, sobre un valor total exportado de 89 y 175 millones de pesos
respectivamente), ocultó la gravitación de las exportaciones desnacionalizadas de
petróleo, banano y platino (más del 30% del valor total exportado en el período
1930-1939), así como la desfavorable relación de precios de intercambio. Mientras
en 1920-1924 los valores promedio de una tonelada de exportación eran de 188
pesos y los de importación de 370, en el período 1940-1944 esa relación era de 66
y 464 pesos, respectivamente, demostrando la extrema vulnerabilidad de
semejante estructura de relaciones internacionales de intercambio y la absoluta
dependencia de los ingresos originados en el café: entre 1925 y 1935-1939, la
exportación del grano representó entre el 89% y el 93% del ingreso real de divisas
por exportaciones físicas. Sin embargo, ninguno de estos problemas estructurales
se proyectó en el debate político de este período -revelando la permanencia de
una visión plana y exclusivamente cuantitativa del comercio internacional- y el
estado adoptó una política de creciente endeudamiento externo para cubrir el
déficit en la balanza de pagos resultante del profundo cambio cualitativo ocurrido
en la composición de las importaciones.
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Era evidente que éstos constituían los primeros mecanismos de enlace entre
sectores políticos y económicos de la élite del poder. Dentro de estas nuevas
circunstancias, el presidente López ya no propiciaba ninguna política de
redistribución del ingreso y del poder, moviéndose en la indecisión y en el vacío.
Su posición era, más que conciliadora, vacilante y derrotista. Pese a la lealtad del
sindicalismo y del partido comunista, el descontento popular fue tomando cuerpo,
apoderándose de las ciudades y de los campos. El frustrado golpe militar en 1945,
en Pasto, demostró que el presidente tampoco tenía el apoyo de las fuerzas
armadas. En esta atmósfera, la oposición popular se trasformó en una vasta
movilización de masas descontentas -bajo la dirección de Jorge Eliécer Gaitán- y
la oposición contrarrevolucionaria encontró en Laureano Gómez un enérgico e
inescrupuloso caudillo. La división política de la CTC y la progresiva
transformación del movimiento gaitanista en una poderosa movilización de masas
liberales y conservadoras enfrentada a la nueva estructura oligárquica de poder
fracturaron el esquema político del bipartidismo, produjeron un vacío de poder y
condujeron a López a renunciar a la presidencia, en 1945. De nuevo había
ocurrido dentro de la sociedad colombiana que a través de la brecha abierta por
un movimiento populista en sus orígenes y en sus proyectos formales, las fuerzas
populares se habían catalizado y trasformado en una amenaza revolucionaria.
Alberto Lleras sucedió en la presidencia a López, ingresando al gobierno
conspicuos representantes de la oligarquía burguesa y latifundista, así como
intelectuales conservadores que en 1924 y en 1937 habían hecho profesión de fe
contrarrevolucionaria. Lleras no sólo puso en práctica las ideas del gobierno
bipartidista que había enunciado en su segunda presidencia López Pumarejo -
partiendo del reconocimiento de que “se habían borrado las fronteras ideológicas
entre los partidos liberal y conservador”- sino que utilizó el modelo de sindicalismo
dependiente del estado para desencadenar un proceso de ilegalización de las
luchas sociales y de desmantelamiento de las bases más combativas de la CTC.
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III. CONTRARREVOLUCIÓN Y
NUEVA DEPENDENCIA
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dentro del país eran, exactamente, las mismas que habían sido derrotadas política
y militarmente en Alemania, Italia y Japón.
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Al generalizarse el conflicto social, militar y político, más allá del límite tolerable
por el sistema, Gómez estaba conduciendo al país precisamente a las formas más
agresivas y revolucionarias de la lucha de clases. El gobierno se encontró
bloqueado entre las fuerzas campesinas insurrectas y las élites liberales y
conservadoras que fueron radicalizando su posición hasta el límite de la oposición
frontal y subversiva. Fue una coalición del patriciado de los dos partidos (López,
Ospina, Lleras, Santos, Echandía, Alzate Avendaño) -con el apoyo de la oligarquía
burguesa y terrateniente- la que tomó la iniciativa de propiciar el golpe militar de
junio de 1953. Una a una, Gómez había perdido todas las fuerzas de apoyo: las
corporaciones económicas, las élites liberalizantes del partido conservador, los
caudillos de la juventud contrarrevolucionaria y, finalmente, las fuerzas armadas.
Se produjo así el vacío de poder que llevó a la presidencia al general Gustavo
Rojas Pinilla, el 13 de junio de 1953.
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De acuerdo con este proyecto político de los partidos, el gobierno militar debía
constituirse con un sentido de provisionalidad y de precariedad y no con un
alcance histórico de alternativa política, debiendo confirmar así las fuerzas
armadas su naturaleza de cuerpo arbitral y renunciando a cualquier propósito de
ejercicio autónomo del poder del estado. Dentro de las reglas institucionales de la
República liberal, las fuerzas armadas se habían definido como apolíticas, por lo
tanto incapaces de tomar iniciativas y de independizarse de las normas emanadas
de la autoridad legítimamente constituida, esto es, de acuerdo con los patrones
jurídicos establecidos por las fuerzas dominantes en los dos partidos. Desde
luego, semejantes formulaciones partían del supuesto de que el control directo del
estado, el ejercicio del poder, la inserción en el centro de las relaciones y de los
conflictos entre las clases, no constituían actividades políticas y no podían generar
una propia dinámica. De otra parte, el gobierno militar nacía inmerso en una serie
de contradicciones, por su misma ambivalencia histórica: se había originado en
una demanda política de las clases dominantes a la desmovilización campesina y
al debelamiento de la amenaza revolucionaría, y al mismo tiempo, expresaba una
entrañable aspiración popular a la paz, al restablecimiento de las libertades y a la
quiebra del proceso contrarrevolucionario.
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Por esta brecha histórica, habían regresado de nuevo las masas: al escenario
nacional -como en las épocas de María Cano, de López Pumarejo y de Gaitán- y
de nuevo se replanteaba el problema de la confrontación entre el poder económico
y el poder político. Pero en este instante en que las élites de los partidos, los viejos
caudillos y la oligarquía burguesa tomaban conciencia del problema y de la
necesidad de privar de todo apoyo político al gobierno militar, carecían de
organización y poder suficientes para constituir un sistema coherente, abierto y
eficaz de oposición. De ahí que la primera maniobra opositora tuvo un sentido de
acción indirecta, empujando a la jerarquía católica a proscribir el MAN como
contrario a la doctrina religiosa y a la moral cristiana. “Lo que más preocupa a la
Iglesia -decía el cardenal arzobispo primado de Colombia- es ver en primera línea,
como dirigentes de la tercera fuerza, a los dirigentes de movimientos condenados
por la jerarquía eclesiástica como la CNT, la CTC, el socialismo, el comunismo y
otros movimientos que no tienen la confianza de la Iglesia”. El gobierno militar no
tenía la sagacidad política para penetrar en el trasfondo de esta hábil maniobra de
diversión y decidió replegarse, disolviendo el Movimiento de Acción Nacional y
renunciando con ello a las posibilidades de realizar una política independiente de
reformas. La oligarquía había logrado por este medio la más imprevista y decisiva
victoria táctica, provocando la disociación entre gobierno militar y clases
trabajadoras movilizadas. Desde luego, la desmovilización de la tercera fuerza no
sólo expresaba la limitada visión política de quienes acaudillaban el gobierno
militar, sino el bajo nivel de conciencia social de las masas incorporadas a la
movilización populista. En adelante, el gobierno militar quedaría como un poder
cautivo y en el aire, sin capacidad de iniciativa, sin otras bases de sustentación
que las propias fuerzas armadas. El golpe final fue una justa expresión del grado
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En esta última hora -en mayo de 1957-- el gobierno sólo tenía un camino de
permanencia: la audaz aplicación de un programa de profundas reformas eco-
nómicas y sociales que movilizase al pueblo y le mostrase la posibilidad de su
participación en las nuevas estructuras del estado. Pero en esta última hora, el
gobierno militar había perdido la iniciativa, se encontraba dividido internamente y
había dejado de ser una fuerza arbitral. El derrocamiento de Rojas se produjo por
medio de una acertada combinación de tres operaciones: la conminación de la
jerarquía eclesiástica al presidente para que abandonase el poder; el paro patronal
organizado por la ANDI y que paralizó a la totalidad de la industria manufacturera;
y la división de los generales que aparecían como columnas sustentadoras del
gobierno. La vanguardia en esta ofensiva final estaba constituida por el
estudiantado y las clases medias, los estamentos más sensibles a las
formulaciones retóricas de los partidos sobre regreso a la constitucionalidad
democrática, al ejercicio pleno de las libertades y a la demolición de la dictadura
militar. El presidente abandonó el poder, sin lucha, el 10 de mayo de 1957,
constituyéndose una junta de generales destinada a presidir el plebiscito que no
sólo entregaría la totalidad del poder a los dos partidos, sino que daría al sistema
de condominio oligárquico sobre el estado la categoría de una norma
constitucional. Se había llegado así a la última fase del proceso histórico
contrarrevolucionario -el de la hegemonía compartida sobre todos los aparatos de
la economía, de la sociedad y del estado- después de atravesar, en el brevísimo
lapso de un decenio, tres fundamentales y trágicas etapas: la del reagrupamiento
de fuerzas políticas de acuerdo con las exigencias del proceso de concentración
económica y de la moderna estructura corporativa (gobierno de A. Lleras); la de la
violencia disuasiva, en la que se trasformaron sustancialmente las relaciones
electorales entre los dos partidos y se sentaron las bases para los gobiernos de
coalición paritaria (gobierno de Ospina ); y la de la violencia de aniquilamiento, en
la que se demostró la imposibilidad histórica -en la moderna sociedad colombiana-
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de una hegemonía ejercida por un solo partido y por una sola fracción de la
oligarquía burguesa y terrateniente: El Frente Nación Bipartidista -negociado
originalmente entre Laureano Gómez y Alberto Lleras- se constituía en la espina
dorsal del nuevo sistema político consagrado por el plebiscito de 1953 y
caracterizado por estos elementos: condominio compartido por los dos partidos
oficiales sobre la totalidad de aparatos del estado, tanto los de carácter
representativo como operacional, incluyendo la hipertrofiada constelación de
institutos descentralizados; exclusión política de las fuerzas sociales no
expresadas ni representadas por los dos partidos oficiales; centralización creciente
del poder del estado en el presidente de la República (dentro de las reglas de la
alternación de la presidencia entre los dos partidos del condominio), por medio del
funcionamiento de un régimen jurídico de excepción (estado de sitio, emergencia
económica y facultades extraordinarias); abdicación, por el congreso, de sus
facultades fundamentales de iniciativa en materia económica, administrativa, fiscal
y financiera; paridad burocrática y presupuestal como fundamento del condominio
liberal-conservador y como medio de identificación práctica de los grupos sociales
constituidos en el bloque de poder, estimulando la hipertrofia de los aparatos
administrativos del estado y su distribución milimétrica entre las clientelas de los
partidos; eliminación del concepto democrático de mayorías y minorías dentro de
los órganos de representación popular; y bloqueamiento de los proyectos de
reforma al establecer la exigencia, para su aprobación, de las dos terceras partes
de los votos. La mayor parte de estos principios normativos se aprobaron
globalmente y sin debate alguno en el plebiscito de 1958 y otros -como los
relacionados con el Congreso- constituyeron la materia central en la reforma
constitucional de 1968, promovida por Carlos Lleras y Alfonso López Michelsen.
En la práctica del sistema de hegemonía compartida quedaban abolidas todas las
normas esenciales de la democracia liberal: la separación de los órganos del
poder público, los controles democráticos sobre el ejercicio del presupuesto, el
juego de mayorías y minorías dentro de la totalidad de órganos representativos del
estado, la posibilidad de una oposición democrática y con garantías
constitucionales. Desde luego, el soporte fundamental del sistema residía en el
monopolio bipartidista sobre la representación popular y sobre los aparatos
electorales: quedaban así marginadas o eliminadas tanto las fuerzas sociales
revolucionarias como las reformistas, bloqueando todas las vías institucionales
para el funcionamiento de la oposición, dentro o fuera de los partidos oficiales. En
la reglamentación del plebiscito -hecha por el consejo de ministros de la junta de
generales- quedó consagrada esta doctrina de la hegemonía compartida, de la
paridad liberal-conservadora y de la negación rasa de los derechos electorales y
políticos de los ciudadanos no afiliados a los partidos oficiales: “art 1.: será nula la
elección para miembro de las cámaras legislativas, de las asambleas
departamentales y de los concejos municipales, de ciudadanos que no
pertenezcan a los dos partidos tradicionales, el conservador y el liberal”. Esta era
el acta de defunción de la democracia liberal y el fundamento legal para que los
gobiernos de minoría pudiesen tener la apariencia (dejando de votar el 65% o 75%
de los ciudadanos con derecho teórico a voto) de gobiernos de mayoría. Era
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evidente que, por este camino, no sólo se había logrado la integración -en un
sistema vertebrado- del poder económico y del poder político, sino la identificación
ideológica del sistema de partidos a través del cual se ha ejercido el control sobre
las masas electoras, sobre los órganos de representación y sobre el estado: en el
condominio ejercido durante 16 años, lo que ha estado emergiendo es un sistema
de dos partidos políticamente conservadores y económicamente liberales. Por
este nuevo método de la hegemonía compartida, no sólo se ha redefinido el papel
de los dos partidos políticos y se han eliminado las fuentes de confrontación y de
conflicto entre partido y partido, sino se han extirpado también los factores de
confrontación entre diversos órganos del estado. El fundamento de este sistema
político era, entonces, un gobierno de minorías con un rango de constitucionalidad
democrática y la forma legal de una mayoría, si dentro de este sistema exclusivista
y cerrado la mayoría tenía que refugiarse en la abstención electoral. En 1960, en
pleno auge del Frente Nacional y del gobierno de Alberto Lleras, no participó en
las elecciones el 61% de los ciudadanos con derecho a voto; en 1964, ese
coeficiente ascendió al 69%; en 1968 -reintegrado al sistema de condominio una
disidencia táctica tan importante como el Movimiento Revolucionario Liberal (MRL)
- la abstención llegó al 70%; en 1970 el abstencionismo se redujo al 54% como
efecto de la catalización de fuerzas sociales y políticas producida en esa elección
presidencial; y en 1974 la abstención sólo fue del 50% de una masa electora de
diez millones de ciudadanos, como efecto de la manera equívoca como se
presentaron las candidaturas presidenciales de López Michelsen y A. Gómez
Hurtado -hijos de Alfonso López Pumarejo y de Laureano Gómez- y de partidos de
oposición como la Alianza Nacional Popular y el Partido Comunista.
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de acuerdo con la naturaleza de las relaciones sociales y políticas entre las clases
en cada uno de los ciclos históricos. La experiencia de la sociedad colombiana ha
demostrado que cualquier proyecto de fundamentación del crecimiento económico
en una agudización de las formas de opresión social y en una degradación
conjunta de las condiciones de vida de las clases trabajadoras (desempleo abierto
y subempleo, expansión de la marginalidad social en las ciudades y en los
campos, deterioro de los salarios reales como efecto de los procesos
inflacionarios, menores posibilidades de acceso a las instituciones públicas de
educación, salud, seguridad social) ha exigido un reforzamiento de los ajustados
engranajes que conforman el absolutismo político. Sin estas exigencias vitales del
sistema, no podrían explicarse las tendencias hacia una mayor concentración de
las facultades del estado en la presidencia y un correlativo desmantelamiento de
las instituciones características de la democracia liberal. La reforma constitucional
de 1968 fue una respuesta política a estas necesidades de preservación del
condominio oligárquico, apresurando la crisis de un parlamento despojado de sus
funciones esenciales dentro del estado. En 1976 el presidente López Michelsen ha
propuesto una nueva reforma constitucional, con el objeto de privar a los cuerpos
representativos -asambleas y concejos municipales- de sus facultades de elección
de gerentes y directivos de las empresas y servicios públicos en los niveles
regional y local. Se completaría así -por intermedio de una constituyente paritaria-
la parábola de la concentración absoluta de la capacidad de decisión en los
diversos planos político-administrativos del estado.
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Nada más alejado de la realidad histórica que la imagen de unos años sesenta y
setenta dominados por el conformismo social y por el tranquilo ejercicio de la
hegemonía compartida. El análisis de los movimientos sociales y políticos corres-
pondientes a este ciclo final de conformación del modelo de capitalismo
dependiente y democracia sin mayorías ni participación popular ha demostrado
tanto la reiterada sucesión de fuerzas de oposición y de resistencia política -MRL,
Frente Unido, Alianza Nacional Popular- como la capacidad del sistema de
hegemonía compartida de debelar esas amenazas revolucionarias, de neutralizar
el efecto de demostración de las grandes transformaciones ocurridas en América
Latina y de asegurar, periódicamente, el cuidadoso desmantelamiento de las
organizaciones con mayor capacidad catalítica y de movilización popular. Por
medio de las disidencias tácticas liberales y conservadoras, de la fractura violenta
o del control absoluto sobre la totalidad de eslabones del aparato electoral, el
condominio bipartidista ha podido absorber las grandes oleadas que
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Si bien todos los esfuerzos del sistema político se han orientado en el sentido de
obstruir, impedir o desmantelar cualquier fuerza organizada de oposición -con
capacidad de aparecer como una opción de -gobierno- el descontento popular ha
ido tomando diversas formas y expresándose en algunas grandes direcciones: la
del MRL, disidencia táctica del liberalismo enderezada a neutralizar el profundo
impacto de la Revolución cubana en las nuevas generaciones universitarias y en
amplios sectores del movimiento obrero y campesino; el Frente Unido de Camilo
Torres, que diseñó una estrategia de unidad popular pero no logró crear -en un
atropellado proceso de tres años- las bases organizativas capaces de dar forma
coherente, eficaz y dinámica a esa unidad; la Alianza Nacional Popular de Rojas
Pinilla que, después de 1966, fue trasformándose -por intensa presión de las
masas urbanas descontentas y frustradas- de disidencia táctica de los dos
partidos oficiales en una movilización política identificada en la actitud
revolucionaria frente al sistema oligárquico del condominio; y los diversos focos en
que se ha centrado la lucha político-militar; el del Ejército de Liberación Nacional,
en el valle medio del Magdalena, comandado por Fabio Vásquez Castaño; el de
las Fuerzas Armadas Revolucionarias, en las regiones sureñas del valle del
Magdalena, comandado por el dirigente comunista Manuel Marulanda Vélez; y la
del Ejército Popular de Liberación, en la cuenca del río Sinú, y en el noroeste de
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