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conmigo, es que nuestro amor por el pueblo es un reflejo inequívoco del amor y
las atenciones que recibimos de nuestras madres, de las madres de nuestros
amigos, de las madres vecinas, de las madres que nos cuidaban mientras las
nuestra estaba trabajando, u ocupadas en sus quehaceres cotidianos. Fueron
madres de otro tiempo, parecían hadas milagrosas del trópico, su bondad fue
leche infinita del tiempo y su cobijo un tesoro abierto, como las describe el
Profesor Christian Farías. Pero esa es otra historia muy frágil y sensible
que por espacio dejaré para los próximos días.
Gabriel García Márquez, decía “La Vida no es la que uno vivió, sino la que
uno recuerda y cómo la recuerda para contarla”. Y la Historia de mi
pueblo es la historia de una vida, la historia de todos nosotros.
Como olvidar a la Sra. Aura Portillo, con sus exquisitas arepitas de carne, que
alimentaban el cuerpo y el alma, porque siempre iban acompañadas de
bendiciones, nosotros tuvimos la dicha de compartir la mano amorosa que le
correspondía a sus hijos, o la Sra. Rosa la abuela de Mauricio, Guillermina, Rosa,
Chester, Luis y Jacinto, que con sus huevos criollos y sus gallinas de patio ayudó
a levantar a su familia y con sus pichones de palomas sanó muchas veces nuestra
enfermedades, o a Libia la mamá de Yamely, que todos los días, después de las
cinco de la tarde llamaba a sus varones Giovanny, Segundo para que se
recogieran en la casa. Y la Sra. Ester, “la amiguita”, como le decíamos todos por
sus atenciones, que de madrugada, con una sonrisa y un “ya voy muchachos”, se
paraba, con su hija Xiomara y Nixon uno de sus hijos, a preparar pollos asados y
a vendernos unas cervecitas, su atención pasaba de lo sublime.