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LA SOPA DE

MAMA

LA SOPA- Pablo Picasso

RAUL OSCAR IFRAN


Punta Alta. Buenos Aires. Argentina
Mi mamá fue criada en el campo. Entonces llenó nuestra casa, nuestras
vidas y nuestra memoria de pequeños y deliciosos detalles: graciosas e
inofensivas supersticiones, maravillosas historias que siempre dejaban una
enseñanza, hábitos transparentes a la luz de las décadas y un mundo
inolvidable de sabores y olores que impactaban nuestros sentidos para
quedar guardados bajo siete llaves en nuestro corazón.

Por ejemplo, mamá nunca ponía un zapato sobre la mesa porque era
desgracia; al barrer se cuidaba de no pasarte la escoba por los pies porque
te barría la suerte; no rompía un espejo ni por casualidad; una escoba
sabiamente colocada detrás de la puerta te salvaba de una visita inoportuna;
la caída de un cuchillo anunciaba visita de hombre; el derramamiento de
aceite o de sal era una señal ominosa; el aullido nocturno de un perro
presagiaba que algún vecino estaba a punto de dejar este mundo; el latido
de uno u otro ojo anticipaba lágrimas o sonrisas.¡cuidado con los gatos
negros!; reír mucho el viernes aparejaba llanto el domingo; en medio de una
tormenta eléctrica debíamos mantener tapados los espejos. Parece que los
rayos eran muy coquetos y se sentían irresistiblemente atraídos por los
cristales azogados.

Mamá tenía una farmacia propia legada por generaciones de mujeres


expertas en la atención y cuidado de una familia: palán-palán para heridas y
quemaduras, cataplasmas para los empachos y catarros, ortiga para los
sabañones, oro caliente para los orzuelos.
Mamá nos enseñó a no mentir, a respetar a los mayores, a rezar, a saludar, a
dar las gracias con una sonrisa, a pedir perdón, a ser responsables, a amar a
la familia y en general al prójimo, ya fuera humano, animal o vegetal.

La casa era su reino. Mamá era un ama de casa con más reminiscencias de
las amas de casa del siglo diecinueve que del veinte. Salía poco porque
realmente le agradaba estar dentro de la casa. Y dentro de la casa tenía dos
lugares que monopolizaban sus preferencias: el jardín y la cocina. Es más,
mis hermanas y yo crecimos con la sensación de que la vida de nuestra
familia transcurrió entre las cuatro paredes de la cocina, vigilados
amorosamente por la roja llama y el olor a leña de una vieja Istilart de hierro
negro. Sucede que era una de esas cocinas antiguas donde se cocinaba, se
comía, se escuchaba la radio, se hacían los deberes de la escuela, se
planeaba, se soñaba, se charlaba...
Y la hora del encuentro familiar, de la gran reunión, era invariablemente la
hora de la comida. Y a la hora de la comida había un momento único e
impostergable: el momento de la sopa. Porque mamá podía preparar
cualquier comida, pero la sopa no podía faltar nunca como prólogo de los
almuerzos y de las cenas. Cuando alguno de los chicos se mostraba reacio a
tomar la sopa mamá apelaba a lugares comunes como “chicos, si no toman
la sopa no van a crecer”, “tomen la sopa o llamo al viejo de la bolsa”,
“cuántos chicos desearían tener ahora mismo un plato de sopa como éste”,
“ya la abuela les iba a permitir semejante desprecio. Porque ésta era una
sopa que venía de generación en generación, de boca en boca, de corazón a
corazón.

Yo creo que mi recuerdo infantil más lejano es esa fragancia creciente


mezcla de apio, puerro, zapallo y hueso con carne. Porque aquellas sopas
primigenias eran la sopa clásica, agua, carne ò hueso, verduras, un toquecito
de arroz o fideos y mucho amor. A veces las adornaba con un huevo, queso
ó crostoncitos de pan fritado para que fueran más nutritivas. Y alrededor de
ese olor delicado, de esa labor casi religiosa, el siglo nos regalaba la edad de
la inocencia, la frescura de un tiempo en plena transición, en pleno proceso
de cambio.

La tele no existía. Nuestra pasión era la radio. Escuchábamos música hasta


el cansancio. Leíamos mucho y dialogábamos más. Hacíamos ronda
alrededor de las radionovelas del mediodía y, en medio del chapoteo de las
cucharas en la sopa, imaginábamos a nuestro gusto el aspecto de héroes y
villanos.

Mamá nos contaba que en la época medieval, las familias que solían ser muy
numerosas, se ubicaban alrededor del caldero humeante y la madre repartía
una rebanada de pan duro por plato. Luego, con el cucharón vertía una
ración de caldo que sopaba el pan. Ingleses y franceses llamaban súper o
souper a este procedimiento. De allí el nombre de la sopa.

A pesar de haber nacido en el treinta mamá era una mujer muy abierta a los
cambios que, a torrentes, traía consigo la expansión del universo. Era, a su
manera, una mujer moderna. Así que de un momento a otro y para regocijo
nuestro, comenzó a preparar la sopa con una novedad desusada para los
incipientes años sesenta: los caldos concentrados en cubitos. Lo lindo era
que mientras los chicos sentíamos que mamá manipulaba un juguete nuevo,
la fragancia y el sabor seguían siendo lo mismo, un delicado equilibrio de
verduras mezcladas con amor.

Entonces mamá nos sorprendía de nuevo. ¡ninguna novedad! Parece que los
caldos en cubitos habían llegado a nuestro país en las postrimerías del siglo
XVIII. Don Santiago de Liniers-¡sí, el héroe de la reconquista de Buenos
Aires durante las invasiones inglesas!-y su hermano el conde Luis Enrique de
Liniers, ambos ciudadanos franceses, instalaron en 1790 la primera fábrica
de pastillas de carne de la ciudad de Buenos Aires. Consistían en dados de
carne vacuna concentrada, que disueltas en agua hirviendo, se convertían en
nutritivos caldos para la sopa. ¡el famoso caldo en cubitos que alimentó a los
futuros revolucionarios de Mayo!
Y si mamá lo decía era palabra santa, porque si bien apenas había
terminado la escuela primaria, durante su vida había devorado cuanto libro
se había puesto al alcance de su mano. En medio del humito insidioso de la
sopa escuché por primera vez las fantásticas historias de Emilio Salgari, Julio
Verne y los musicales poemas de Conrado Nalé Roxlo.

Los años siguieron pasando y la sopa era como el nexo que unía las épocas
nuevas con el pasado. ¿vieron que a veces las cosas cambian tanto que uno
se pregunta si sigue siendo el mismo? Bueno, la sopa de mamá era la magia
que rescataba nuestra identidad en medio de la vorágine de un mundo en
crecimiento.

No sé cómo ni cuándo vino todo lo que vino. Vivir es, para los seres
humanos, algo así como un trabajo: sólo hay que hacerlo. Surgieron Los
Beatles y Los Rolling, acaecieron guerras, el hombre llegó a la Luna donde,
según mamá, la Virgen María huye con la sagrada familia eternamente de la
matanza de los inocentes. Llegó la tele a la ciudad, eclosionaron las
computadoras, los celulares, los MP3, los MP4, los hornos microondas, el
telescopio Hubble que al modo del gran hermano fisgonea entre las
constelaciones la creación de Dios.

Yo me hice hombre y le perdí el miedo a los espejos, a las escobas y a las


puertas abiertas de los roperos en la noche. Me casé y tuve hijos. Mi mujer y
yo trabajamos muchas horas para no quedar excluidos de esta sociedad de
consumo enloquecido y enloquecedor. A mi alrededor el barrio y los vecinos
de mi infancia están irreconocibles. El ferrocarril que me hipnotizaba con su
fiesta de hierros y humo se detuvo para siempre. Ahora sí, a veces me miro
en el espejo y me pregunto si sigo siendo yo.

Entonces, una noche llego a casa cansado de un largo día de trabajo y hay
un olor delicado y sugestivo reptando por la casa como la serpiente del
paraíso. Y mi ,mujer me dice sonriente, con un cucharón humeante en la
mano:
-¡qué suerte que llegaste! ¡la sopa ya está lista!
Y en un segundo, en medio de ese encantamiento con olor a verduritas
mezcladas con amor, veo pasar toda mi vida. Y me dan muchas ganas de
contarle a mis chicos las historias hermosas que mamá nos contaba
alrededor de la mesa.

Y mamá, desde el fondo de mi memoria me sonríe como diciendo:”¿viste


nene, qué bien te hizo la sopa?”

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