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FABRIZIO LI GAMBI

SOBRE LAS
COMPLICACIONES
DE VIVIR SIN NOMBRE
Y OTROS PEQUEÑOS ASUNTOS

Colección Narrativa
2015
Li Gambi, Fabrizio
Sobre las complicaciones de vivir sin nombre . - 1a ed. - Córdoba :
Borde Perdido Editora, 2015.
120 p. ; 21x14 cm.

ISBN 978-987-45823-9-3

1. Narrativa Argentina. 2. Cuentos. I. Título


CDD A863

Fecha de catalogación: 21/05/2015

Ficha técnica
Borde Perdido Editora
Diseño y arte de tapa: Sebastián Maturano
Haz de Luz: Victoria Dahbar
En los detalles: Guerrero de Luz Juan Revol
Contactos
bordeperdidoeditora@gmail.com
www.facebook.com/borde.perdido
www.bordeperdidoeditora.wordpress.com

Dirección Editorial
Sebastián Maturano

Los izquierdos de cada obra pertenecen a sus autores.


Realizado en la Cueva del Borde. La inocencia del justiciero placer.
Agradecimientos:
A mis viejos y a mi hermana
por absolutamente todo,
por escribirme y leerme con amor.
A Luciano Lamberti
por enseñarme a leer lo que escribo.
A Seba Maturano y a su equipo por hacerme
un lugar en el imposible Borde.
A los amigos con los que nos conocemos de verdad.
A las personas y a los personajes que
habitan el mundo.
Fabrizio Li Gambi

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Sobre las complicaciones de vivir sin nombre

SOBRE LAS
COMPLICACIONES
DE VIVIR SIN NOMBRE

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Fabrizio Li Gambi

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Sobre las complicaciones de vivir sin nombre

MIGRAR
A veces, a la mañana, me quedo tirado en el pasto y veo los
pájaros. Algunos vuelan decididos y cruzan el cielo entero en poco
tiempo. Hay otros, en cambio, que parecen perdidos y bailan en el
aire sin destino aparente. Creo que esos son los más felices. Me
gustaría ser uno de ellos, pero yo soy sólo un hombre y como tal
hago lo que puedo.
Vivo en la calle. Me despierto al amanecer y, una vez que
reúno fuerzas para levantarme, orino el lugar sobre el que estuve
acostado. Después busco una canilla, me lavo las manos y la cara, y
me voy. No interesa hacia dónde, lo importante es migrar.
Eso mismo hice hoy. Caminé bastantes cuadras, pero
cuando el sol estuvo bien alto y el calor comenzó a agotarme,
busqué una sombra y saqué un sándwich de jamón que guardaba
envuelto en un nylon.
Sucedió que tuve la torpeza de tirar un pedazo de pan al
suelo. Un perro que no había visto se acercó y lo devoró en un
segundo. Por eso, tomé mi bolso y me apresuré a partir. El perro
quiso seguirme, así que lo asusté con un grito. Él dio un salto atrás y
olfateó el piso, disimulando. Continué mi trayecto, pero me sentía
incómodo y entonces entendí que era demasiado tarde. Frené y
volví sobre mis pasos. El animal retrocedió. Esperé un momento,
quieto y con la mano extendida, hasta que gané su confianza otra

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Fabrizio Li Gambi

vez. El perro se acercó lentamente, con la cabeza agachada, apenas


moviendo la cola. Cuando estuvo lo suficientemente cerca, tomé
envión y le di una patada de punta en las costillas. Sus quejidos
fueron apagándose a medida que cruzaba las calles, cada vez más
lejos.
Lloran los tontos. Pensar que hay quienes los acarician un
rato y después se van.

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Sobre las complicaciones de vivir sin nombre

LAVANDINA
El sabor de la comida es lo que menos importa. En realidad,
es mejor que su gusto sea, en algún punto, desagradable. Si no, se
corre el riesgo de volverse adicto.
Por eso, la basura es mi fuente de alimento diario. Se la
limpia bajo el agua de un grifo, luego se la desinfecta con un poco
de lavandina y una vez más se la enjuaga.
Como todas las noches, hoy estaba preparándome para
cenar. Me instalé en la vereda, sobre una calle de departamentos
antiguos. Saqué de mi mochila dos tomates blandos, cinco trozos de
pollo que aún tenían bastante carne y una pequeña bolsa donde
guardaba restos de banana. Con una botella de agua y otra de
lavandina llevé adelante la rutina de limpieza.
Sentí que alguien gritaba, pero no me di por aludido. Sin
embargo, a los pocos segundos, una señora mayor salió de una de
las casas. Llevaba pijama y tenía las llaves en la mano. Las sacudía
haciendo mucho ruido y decía entre gritos que me fuera, que no
quería borrachos en su puerta, que dejara de ensuciar su entrada.
La situación me daba gracia, principalmente por la
vestimenta de la señora. Me limité a decirle que, en realidad, le
estaba dejando las baldosas muy limpias. Al parecer, no me creyó,
porque me insultó y se metió adentro.

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Fabrizio Li Gambi

Yo me volví a sentar. Estaba un poco ofendido, en verdad,


algo indignado, y por eso me dieron ganas de reír. Terminé la
comida, y vi que todavía tenía agua para lavar un par de medias y
calzoncillos, y pensé que no había por qué esperar para hacerlo.
Entonces, los saqué de otra bolsa que tenía en mi mochila. Con la
ayuda de un jabón casi consumido, empecé a refregar la ropa
interior. Una mancha en el talón de una media resultó especialmente
difícil de borrar. Ya no había más agua, así que tomé la otra botella y
le eché lavandina. Seguí refregando con fuerza y la mancha cedió
gradualmente. Continué con mi trabajo. A unas cuadras pude
escuchar una sirena que se acercaba. Miré para arriba y vi a la señora
asomarse.
La policía estacionó en doble fila. Dos oficiales bajaron del
auto y me pidieron identificación. Yo estaba ocupado, sacudiendo
uno de los calzoncillos. Me tocaron el hombro. Les dije que no
tenía nombre, y entonces me pidieron que los acompañara. No tuve
opción. Agarré mi mochila, me incorporé con lentitud y, con una
precisión increíble, sacudí la botella, salpicándoles el uniforme y la
cara. Corrí unas cuadras hasta que lograron atraparme. Me dieron
patadas hasta que se cansaron y me llevaron esposado hasta el
móvil. Estaba adolorido, pero no podía dejar de reírme y pensar en
el genio que debió haber inventado la lavandina. No está inscripta
en la lista de pecados. Es imprescindible para mi supervivencia.

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Sobre las complicaciones de vivir sin nombre

JULIÁN
No tengo antecedentes y mi delito no es grave. La policía
judicial está rebalsada de trabajo y ahora tiene un preso que se niega
a decir quién es y de dónde viene.
Ya me preguntaron más de cinco veces mi nombre. Cada
vez que lo hacen, me largo a reír. La última vez, uno de los oficiales
casi se tienta. “Qué ganas de romper los huevos”, me dijo, y se fue.
Supongo que el problema, después, será de otros.
El sistema es lento pero funciona, así que toman mis huellas
digitales, sacan una foto y me hacen esperar.
Tengo un compañero que robó una quiniela. Se mueve
mucho y me desprecia porque no le hablo. De todos modos, insiste.
Se esfuerza por ratos y se frustra.
Hace unos días, me pegó una patada, pero luego se sentó
contra la pared y escondió la cabeza en sus rodillas. No es violento.
Le tuve pena y, además, estaba aburrido, así que decidí jugar con él.
–Me llamo Alberto –le dije.
–¿Qué?
–Me llamo Alberto, ¿vos?
–¿Ahora se te dio por charlar? Yo, Julián.
–¿Es la primera vez que estás acá?
–Sí, ¿vos?
–También… ¿Y qué pensás hacer cuando salgas?

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Tuve la impresión que en el resto de las celdas se escuchaba


nuestra conversación. Quise terminarla, pero él volvió a responder.
–No sé, nada… ver si hago algo, estar con mi novia que está
embarazada…
Por primera vez, observé su cara detenidamente. Tez
morocha, la piel seca, pero joven. Su mirada estaba perdida en algún
recuerdo. Parecía estar arrepintiéndose de haber robado, y pensé:
“qué pelotudo”.
–¿Para qué vas a tener un hijo? –le increpé.
–¿Cómo?
–Que para qué vas a tener un hijo.
–Para nada, para qué va a ser. Es un hijo.
–Pero, ¿tendrías más?
–No sé… sí, ¿qué sé yo?
–¡Para qué! –le grité, mientras me levantaba y lo empujaba.
–¿Qué te pasa, culiado? –me dijo y me devolvió el empujón.
Le habría explicado, pero hubiera sido una pérdida de
tiempo, así que me acosté. Él se quedó parado un rato, me insultó
un poco más, pero también terminó por acostarse.
Ahora está durmiendo acurrucado en su cama. Ronca un
poco. Creo que en el fondo me tiene miedo. Me pregunto si algún
día se olvidará de mí, o si un nombre falso le alcanzará para
aferrarme a su historia.
En unos días más, un juez podrá llenar los formularios con
datos a los que ya no respondo. Estará feliz de recuperar otro
ciudadano, pero el problema es que no pienso irme. Me tendrán que
sacar a la fuerza.

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Sobre las complicaciones de vivir sin nombre

DIAGNÓSTICO
Tengo que decir que el último chequeo médico fue
agradable. El doctor era nuevo y no me saludó al entrar a la sala. Me
pareció prudente. Será por eso que decidí no resistirme y,
simplemente, ser peso muerto. Él debió haber notado mi
colaboración, ya que siguió trabajando sin dirigirme la palabra. Hizo
los controles mínimos y dejó los otros a su imaginación. Lo sé
porque lo vi anotar “80 kg”, y esa era mi marca habitual cuando
solía cenar en una mesa.
El doctor, a mi entender, era un hombre inteligente, y no
encontré razón válida para evitar entablar una conversación. Algo
pasajero, que saciara la necesidad de darle sonido a un par de
pensamientos. Reflexioné sobre la mejor manera de empezar, pero
me arriesgué a asumir que a él tampoco le interesaban las
convenciones.
–¿Qué es lo peor que ha visto? –le pregunté.
Mis palabras sonaron débiles, pero el recinto era pequeño.
El doctor siguió completando los papeles de mi ficha, y, luego de
unos segundos, carraspeó la garganta.
–Nada que no se pueda olvidar.
Su respuesta me irritó. Era un hipócrita.
–¿Y para qué cura, entonces? –le contesté.

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Fabrizio Li Gambi

Nuevamente se hizo un silencio largo. Sentí que había


probado mi punto, que le había ganado. Con un ruido brusco, el
doctor corrió su silla y se levantó con las hojas en la mano. Desde
arriba, me miró por única vez en todo ese encuentro.
–Hace tiempo que únicamente me dedico a dar diagnósticos.
Con esa sentencia, se fue. A mí me llevaron de nuevo a la
celda. Ya casi estaba libre.

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Sobre las complicaciones de vivir sin nombre

MOCHILA
Resulta que existen estúpidos que creen que cargo algo
valioso en mi mochila, porque ya me han robado unas cuantas
veces. Yo no me opongo, pero aun así, algunos me pegan, sólo por
las dudas. Entonces digo, “pobres, ojalá los pise un auto”. La última
vez que me pasó fue hace dos noches, la primera fuera de la cárcel.
Al menos me dejaron un par de bolsas.
Ese mismo día, a la siesta, me recosté en la sombra de una
plaza y, cuando terminé de ponerme cómodo, vi acercarse a un
hombre. Cerré los ojos porque sabía que quería algo conmigo.
Supuse bien, ya que se sentó cerca de mí, suspiró y comenzó
a hablar. Era de esas personas que hacen catarsis con cualquier ser
vivo que se les cruce. Justo me tuvo que tocar a mí, como si fuera
un imán. Intenté dormirme, pero la voz del hombre era aguda.
Estaba cansado de caminar bajo el sol, así que no iba a moverme.
Decidí echarlo. Levanté un poco la cabeza y le dije que se fuera a la
mierda, pero él no reaccionó. Tenía rasgos norteños y la piel curtida.
Debía hacer mucho tiempo que estaba en la calle. Su mirada estaba
clavada en el suelo. Me dio un poco de pena, no sé por qué la
verdad, quizás por la tonada, así que me volví a acostar y dejé que
siguiera.
Comentó que era de Corrientes y que había venido al sur
para alejarse de su familia. Sus hermanos estaban en la droga y él no

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Fabrizio Li Gambi

quería meterse. Tampoco tomaba porque a los borrachos no les


daban ni una moneda. Estaba vendiendo flores para juntar un poco
de plata y alquilar una habitación, pero se había quedado dormido
en la peatonal y le habían sacado sus cosas.
A esa altura, ya no le tenía más lástima. Había empezado a
molestarme, así que le pregunté si quería algo de mí. El hombre giró
el cuerpo y me enfrentó. Tenía los ojos rojos. “Sí”, dijo. “Que nos
cuidemos”.
Es cierto que no me enorgullezco de las palabras que le
dirigí, porque los negros y homosexuales nada tenían que ver con el
asunto. Por lo menos logré que me dejara en paz. Al final, me fui a
otro lado para asegurarme que pasaría la noche lejos de él. Hay
demasiada gente y espacio en este mundo. Debe entender que
siempre estamos solos.

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Sobre las complicaciones de vivir sin nombre

RAZÓN
He reducido mi dependencia material, aparte de la comida, a
unos pocos elementos de higiene y vestimenta. El problema es
obtenerlos sin renunciar a mis principios. La necesidad es
despreciable, pero no queda más opción que aceptar algunas reglas.
Esta vez me hacía falta una tira de jabones y una mochila nueva.
Sería más fácil ser libre si eso no implicara tantas
restricciones. Pedir y robar están fuera de debate, pero para todo
hay una manera. Mi método es la razón.
Hoy, más temprano, toqué timbre en una casa linda y
esperé. Se asomó una señora rubia, de unos cincuenta. Estaba
vestida como si se fuera a trabajar y tenía ojeras.
–¿Sí? –preguntó secamente, esperando que fuera uno de
esos hombres que venden trapos de piso o bolsas de consorcio.
Yo traté de suavizar mi voz.
–Buenos días, señora. Disculpe la molestia. Usted debe tener
hijos en la universidad, ¿no?
La señora se puso tensa y arqueó las cejas. No debí ser tan
agresivo. Tranquilamente podría haber sido un secuestrador.
–No. ¿Qué le importa eso? Estoy apurada, señor, ¿qué
quiere? –contestó.

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Fabrizio Li Gambi

–Perdón, perdón. No quería ofenderla. Digo que me


animaría a pensar que si sus hijos ya son grandes, deberían tener
alguna mochila que ya no usen.
La mujer dudó, miró para adentro y suspiró fastidiada.
–¿O sea que quiere una mochila?
–Si ustedes la tienen guardada, creo que podría darle una
mejor utilidad.
La mujer estaba confundida. Me observaba con enojo.
Supongo que sentía algo de culpa y yo era el responsable. Me iba a
dar la mochila, eso ya estaba decidido, pero no la ponía contenta.
–Esperá –dijo y cerró.
Volvió al rato. Salió y me pasó una mochila de Spiderman
entre las rejas, medio aplastada pero en buen estado.
–Acá tiene –me indicó, esta vez de forma reconciliadora.
Quería cerrar la transacción en paz.
Yo no le di con el gusto. Solamente le mostré una sonrisa,
metí las bolsas adentro y me fui.
El peso, con esta carga, no se siente. Es lindo andar así.

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Sobre las complicaciones de vivir sin nombre

CAFÉ
Cuando empecé a vivir a la deriva, recuerdo que mi mayor
temor era que me secuestraran para vender mis órganos. Un miedo
bastante estúpido, lo sé, pero entretenido. Por semanas, me
mantuve despierto de noche, con una linterna en la mano. Pensaba
que esas cosas no sucedían a la luz del sol. Lloraba mucho, pero era
entendible. No estaba acostumbrado a estar solo. Cuando las pilas
de la linterna se acabaron, decidí que no valía la pena conseguir más.
Hay cosas contra las que uno no puede prevenirse.
Hace ya unos días que estoy resfriado y me duele la
garganta. Me molesta al tragar. Eso es lo que más odio. En la plaza
San Martín hay un grupo de chicos que dan café. Se creen que están
salvando el mundo, lo que me irrita un poco, pero me quiero curar
rápido, así que hoy les acepté uno.
Para no causar problemas, hice caso a los buenos modales y
esperé en fila. El hombre que estaba atrás mío se ubicó demasiado
cerca, así que giré el cuerpo y tosí en su dirección. Él dio un paso
atrás y me dijo algo que no terminé de captar. Se lo notaba enojado
y, como era más robusto que yo, le pedí disculpas. Por suerte,
mantuvo una distancia razonable.
Al fin, llegó mi turno. La chica que servía el café era muy
joven. Me sonrió, me preguntó cómo estaba y me dijo “ahí tiene,
señor”, mientras me entregaba el vaso y un criollo. Tenía el pelo

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Fabrizio Li Gambi

castaño y corto, aunque antes lo tenía más claro y con trenzas. Yo


me quedé quieto. Sentí que me quemaban las manos. El hombre de
atrás me pidió permiso. Me corrí, y seguí viendo a la chica trabajar y
sonreírle a todos. Por un momento, me sentí orgulloso. Ella no me
reconoció. Había pasado mucho desde la época en que venía a
merendar a casa.
Luego de unos tragos, me sentí un poco mejor de la
garganta. Decidí tomar el resto del café en el camino, pero había
mucha gente alrededor y estaba algo aturdido, por lo que terminé
tropezando contra un viejo que estaba sentado en medio de la
vereda y dejé caer el vaso. El contenido se salpicó en varias
personas. Se quejaron, pero yo no le di importancia. Fue un
accidente. No había nada que hacer. Es mejor olvidarse y seguir.

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Sobre las complicaciones de vivir sin nombre

DUCHA
Normalmente me baño en el río, aunque en ocasiones opte
por otra alternativa. Me divierte aprovechar las instalaciones de los
conventos de monjas. Les pido que recen por mí, que estoy muy
sucio, y siempre hay un silencio incómodo luego de esas palabras.
Ayer cedí a la tentación. Las Mercedarias me recibieron con
diligencia, como ordenaba su mandato, y me guiaron hasta las
duchas.
Adentro, el agua hirviendo me penetraba hasta los huesos y
aliviaba mis dolores. Sin embargo, no me demoré. Salí y me sequé
con una toalla prestada. Quizás hubiera sido adecuado decir gracias.
Afuera encontré a dos de las hermanas esperándome. Una
de ellas se sobresaltó y dijo que me parecía al Jesús de la
Misericordia.
–¿Qué? –le pregunté.
–Digo…que así de limpio, se parece al Jesús de la
Misericordia.
La otra monja asentía y me observaba con admiración.
–Mire usted –le contesté, más respetuoso que de costumbre.
–Igualmente, podría arreglarse un poco la barba –agregó la
segunda y se rio bajito, mirando al piso.
Mi imagen de Jesús es bastante deplorable, pero por alguna
razón me sentí halagado. Me daba ternura verlas coquetear.

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Fabrizio Li Gambi

–Si es el más bonito de todos, bienvenido sea –les dije


bromeando.
Esta vez, se moderaron. Probablemente se sentían mal por
los Jesús más feos.
Me ofrecieron comida y ropa, pero no lo necesitaba, así que me
acompañaron a la puerta. Sorprendentemente no intentaron
hablarme de Dios.
–¡Qué el Señor esté con usted! –me dijo la primera al
despedirme.
Sé lo que seguía, pero la saludé con la mano y me fui.
Por unas horas me sentí todopoderoso. En la cena intenté
multiplicar los panes, pero no pude lograrlo. Hace tiempo que perdí
mis poderes.

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Sobre las complicaciones de vivir sin nombre

SUEÑOS
En invierno, el frío es imposible de soportar, y, como aún
tengo miedo a morir, acepto el resguardo de los albergues.
Entonces, aparecen todas esas personas que con rostros amables y
comprensivos quieren saber mi historia. Yo les pido que me
cuenten la suya. Nunca me dicen toda la verdad. Lo sé. Quizás
tengan vergüenza o quizás no la recuerden bien. Es que el pasado es
flexible como plastilina, y si uno quiere, puede estirarlo, retorcerlo y
estirarlo otra vez, hasta que se corte.
A la noche, escucho los sueños de mis compañeros.
Balbucean y respiran agitados. Ayer me tocó dormir al lado de un
señor gordo. Transpiraba y rechinaba los dientes. Me pareció
escuchar una voz que repetía la palabra “hija”, pero no podía saber
de dónde venía. No quería cerrar los ojos. Era preferible dormir de
día, afuera.
Me levanté y salí del salón. El pasillo era amplio y tenía
ventanas que dejaban pasar un poco de luz. Más adelante, a la
izquierda, estaba el comedor. Se escuchaba ruido, así que me asomé.
Uno de los coordinadores del albergue estaba mirado la televisión,
con los pies sobre una silla, tomando mate. Lo saludé y él se asustó.
Después se rió y me invitó a sentarme. Yo acepté porque necesitaba
algo de distracción.
–¿Dulce o amargo? –me preguntó.

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Fabrizio Li Gambi

–No tomo –le contesté.


–¿Por qué?
Si no hubiera estado cansado, le habría explicado. Parecía
sinceramente ignorante.
–¿Y vos, por qué tomás?–le retruqué.
–Me gusta… ya es costumbre.
–¿Qué otra costumbre tenés?
–No sé, con unos amigos jugamos al fútbol todos los
domingos.
–Mirá vos –le contesté y seguí mirando la pantalla.
Por suerte, no continuó la conversación. Se quedó callado y
dejó que la televisión tapara el silencio. Me preguntaba cuánto
faltaría para que amaneciera. Después de unos minutos, el hombre
me miró y volvió a hablar.
–Qué lindo sería que no tuviéramos que dormir, ¿no? –dijo,
y se rio.
Intenté imaginarlo y, por un instante, me sentí seducido por
la idea, pero, al final, la descarté.
–La gente también sueña despierta –respondí, y me fui.
No sé si me habrá entendido, pero no importa. Tampoco
creo que le interesara. Estaba tranquilo antes que yo lo
interrumpiera.
Cuando regresé al salón, me tapé los oídos, pero no fue
suficiente. Aún seguía escuchando los murmullos. De todos modos,
junté coraje y decidí enfrentarlos.
Me acosté en la cama, metí la sábana en mi boca y cerré los
ojos.

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Sobre las complicaciones de vivir sin nombre

BAÑO
Hay ocasiones en las que las cosas me parecen graciosas,
como cuando algún despistado me pide la hora. Es obvio que la
gente ya no tiene mucho tiempo para pensar.
Yo calcularía que fue a las seis o siete de la tarde que me
entraron ganas de ir al baño porque ya estaba oscureciendo
bastante. La estación estaba llena de autos que regresaban del
centro, autos de personas precavidas, de las que eligen llegar a casa
sin cosas pendientes.
La puerta estaba abierta. Lamentablemente no era un baño
individual. Tenía un inodoro y un mingitorio, y ambos estaban
siendo usados. Me entretuve mirándome al espejo y, aún no sé por
qué impulso, hasta me acomodé el pelo.
Uno de los hombres terminó de hacer lo suyo y se fue sin
lavarse las manos. Ni siquiera había tirado la cadena, seguramente
porque le daba asco tocar cosas sucias.
Al fin me metí dentro del pequeño cubículo donde estaba el
inodoro, cerré la puerta con traba y usé papel higiénico para cubrir
la tapa antes de sentarme, un capricho que me permito.
Lo que pasó después no habría sido importante si no
hubiera tardado tanto. Supongo que alguien habrá pensado mal de
mí. Quizás haya sido el señor que no se limpió, tal vez se sintió
juzgado y quiso vengarse, o probablemente haya sido un cliente que

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Fabrizio Li Gambi

me viera aprovechándome de los servicios sin tener auto, quién


sabe.
Un encargado golpeó la puerta y dijo algo que me pareció
muy cómico: “¡Salga, señor! ¿Está bien?”.
Le pedí unos segundos más y me dijo que me apure. Me
limpié, tiré la cadena y abrí la puerta con un poco de vergüenza. A
nadie le gusta que se sepa lo que uno ha hecho.
Un chico joven con gorra azul y un trapo de piso me miró
con desaprobación, pero hizo lugar para que pudiera usar la pileta.
Había jabón líquido y sentí que sería un lujo aprovecharlo, así que
únicamente usé el agua.
Luego le pregunté la hora, sólo para divertirme, pero él
tampoco usaba reloj. Ya era de noche afuera. Es increíble cómo
pasa el tiempo.

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Sobre las complicaciones de vivir sin nombre

NIÑOS
Hay niños que me miran fijo, con verdadera curiosidad, aun
cuando las madres le tiran del brazo y ya están bastante lejos. No
puedo adivinar qué pensarán de mí. Supongo que yo de pequeño
me hubiera preguntado si era un loco. Para los chicos es todo más
simple.
Hoy vi dos. Estaba de buen ánimo porque iba caminando
por un barrio que no conocía ni remotamente. Creí que era un buen
presagio hasta que los escuché riéndose. Estaban jugando en una
hamaca. Una nena de cinco o seis años y el hermanito de tres. Los
dos bien vestidos, bonitos. Ella con el pelo largo, lacio y castaño. Se
hamacaba alto y le decía a la madre que la mirase. La mujer la
miraba y la felicitaba. Al mismo tiempo empujaba al hermano,
festejándole cada regreso.
Si las cosas fueran como yo quisiera, hubiera vuelto sobre
mis pasos a tomar otra vía, pero en cambio seguí hacia delante e
interrumpí su intimidad. No es que hiciera algo en especial.
Simplemente aparecí de la nada, desde atrás. No me atreví a girar la
cabeza y sorprenderlos en su reacción. Me arriesgo a decir que la
madre fue la primera en notarme porque por unos segundos no
repitió los sonidos que hacía para divertir a su hijito. La risa de él,
sin embargo, continuaba llenando el silencio de la siesta. Lo que me
tomó por sorpresa fue el sonido fuerte y seco contra el suelo que

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Fabrizio Li Gambi

sentí luego. Después, la voz de la madre gritando “¡Valentina!” y


otra aguda pero suave, como la que alguna vez escuché con toda la
atención del mundo, que me llamaba “¡Señor! ¡Señor!”. La
confusión me hizo dar vuelta.
La madre de la niña venía casi trotando, nerviosa.
“¡Valentina!”, volvió a gritar y miró hacia atrás donde todavía
esperaba el más pequeño, apenas balanceándose en una hamaca
demasiado alta para bajarse por sí mismo. La niña, en cambio, me
sonreía y, como si nada fuera más importante, dijo “tiene abierto el
cierre de la mochila”.
La madre la agarró del brazo y se la llevó a los tirones
gritándole que era la última vez que salía corriendo así y que ya se
iban para casa. Creo que yo hubiera hecho lo mismo.
No pude hacer otra cosa que sacarme la mochila, cerrarla y
partir. Ni siquiera me animé a volver a espiar. Éramos demasiados
para una placita de barrio y unos minutos atrás ellos estaban bien
sin mí.

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Sobre las complicaciones de vivir sin nombre

RUTAS
Decidí cambiar de ambiente. Una sola ciudad es demasiado
chica para llevar una vida nómade. En las afueras me levantó un
camionero canoso y escuálido. Le pregunté si veía bien. Se rio y me
dijo que se sabía las rutas de memoria. Tenía sesenta y cinco años.
Humberto, se llamaba, y traía cuarenta cabezas de ganado a
una feria de remate. Atrás se escuchaban los quejidos intermitentes
de las vacas, al principio molestos pero después apagados, casi
perdidos entre el viento y el ruido del motor. Pensé en lo fácil que
es acostumbrarse a las cosas, y el asiento comenzó a sentirse
incómodo.
–Estamos en el medio de la nada –dijo él desde atrás del
volante, desproporcionalmente grande para su cuerpo.
Los camioneros debían ser hombres gordos con gorra y
brazos marcados. Pero este era así, aparentemente frágil. No
escuchaba la radio y decía poco.
–¿Dónde quiere vivir cuando se jubile? –le pregunté.
Humberto siguió con los ojos en la ruta por varios
segundos. Después me miró de reojo y asintió.
–Seguramente haré como vos. Iré de acompañante.
El camino fue tranquilo. Él compartió un sándwich
conmigo y yo le conté algunas cosas. Hasta dormí un rato.

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Fabrizio Li Gambi

Una sacudida y el ruido chillón de los frenos me sacaron del


sueño, y el camión pareció perder el equilibrio hasta frenar en la
banquina. Afuera se oyeron un par de bocinazos. Humberto se bajó
insultando. Yo me sentía mareado y quise salir. Di un salto al suelo
y tropecé con una piedra. Caminé hasta la parte de atrás y vi las
huellas negras de las ruedas en el asfalto. En la curva, una mancha
esparcida de gasoil marcaba el origen de nuestro accidente.
Habíamos estado cerca de volcar, pero no había pasado. Humberto
dio una vuelta alrededor del vehículo hablándose a sí mismo.
Después dejó escapar una carcajada y me llamó a los gritos desde la
parte de adelante. Con expresión victoriosa me señaló un tajo en
una de las gomas inmensas que nos llevaban a todos nosotros, vacas
gordas y hombres flacos.
–Já, tenemos un dios aparte –dijo Humberto–. Nos perdona
la vida pero no nos deja ir así nomás, eso está claro.
Se quedó con los ojos bien abiertos mirando hacia ninguna
parte, como si finalmente hubiera entendido todo.
–Bueno, ya está. Falta mucho todavía. Vamos a tener que
cambiar esta cosa.
Entre las paredes del acoplado una vaca mugía violentamente. Me
daba pena. Había aguantado un viaje muy largo para morir. Y ahora
tenía que esperar más.
–No sé arreglar nada –contesté.
–Pero me ayudás un poco solamente. No es mucho. Es para
no hacer tanta fuerza –explicó.
Sentí lástima por Humberto, es cierto. Le pedí perdón y él
no pareció entender. Estaba ofendido, pero igualmente agarré mis
cosas y me fui por la orilla de la ruta hasta que otro auto me levantó
y me llevó al pueblo más cercano.

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Sobre las complicaciones de vivir sin nombre

Espero que él haya llegado a su destino rápido. Todavía


pienso que somos amigos, aunque los caminos no nos vuelvan a
cruzar.

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Fabrizio Li Gambi

PUEBLO
Odio los pueblos por las mismas razones que cualquier otro.
La gente se conoce demasiado. Por suerte solo estoy de paso. Me
incomoda especialmente la gente vieja. Abuelos y abuelas que se
sientan afuera a observarlo todo, a vigilar las horas con la remota
esperanza de poder retrocederlas o acelerarlas. Igualmente son gente
con modales y saludan a los intrusos con amabilidad.
“¿Qué tal?”, me dijo un señor de boina desde su silla playera
a la tarde, después de la siesta. Tenía una radio sobre la falda, pero
estaba apagada.
Yo no le respondí y me dio un poco de gracia. Imaginé su
indignación, su curiosidad por averiguar alguna cosa sobre mí. Lo
imaginé llamando al vecino para preguntarle, o hasta a la policía. “Sí,
disculpe, es que hay una persona muy extraña con barba
merodeando por ahí. Intenté hablarle pero se escapó como si
anduviera en algo, no sé. Me parece muy raro, usted sabe las cosas
que se dicen en la tele…”.
Me divertí con eso por un rato. Más adelante me senté a
descansar en una pequeña costanera que daba al río, y como no
tenía hambre ni sueño, me puse a ver el paisaje de espaldas al agua.
Casas bajitas, la mayoría blancas, con puertas de madera pesada.
Ninguna con rejas. Me pregunté cómo habrá sido el lugar hace
cincuenta años y si el viejo tendría esposa a esta altura o al menos

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Sobre las complicaciones de vivir sin nombre

una mascota. Daba tristeza opinar que no. Después de todo, él no


tenía la culpa de haber nacido hace tanto y encima en un pueblo que
nunca creció. Y ahora era grande para irse y débil para suicidarse.
Encima, si lo hiciera, se enterarían todos.
Antes que fuera de noche, volví a la ruta. Al final, el viejo no
me había hecho arrestar. Probablemente ni le haya importado,
prendió su radio y se entretuvo con un tango o el relato de un
partido de futbol. O tal vez sí. Ahora que lo pienso, eso es lo que le
deseo. Espero que de ahora en adelante, cuando no sepa qué hacer,
juegue a adivinar quién soy, qué hago y a dónde estoy yendo.
Algunos merecen poder escaparse a la vida de los demás.

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Fabrizio Li Gambi

NOCHE
Llegué a la ciudad bien entrada la noche. Encontré una zona
céntrica y me sentí aliviado de ver gente, mucha gente que me
ignoraba. Había empezado el fin de semana porque la mayoría eran
jóvenes exaltados, riéndose y gritando. Las chicas estaban
producidas con tacos y polleras. Algunos varones de camisa. Todos
preparados para el ritual de siempre. Quizás alguno tendría la suerte
de acostarse con una de ellas.
Me dediqué a pasear un rato antes de buscar dónde dormir.
En cada cuadra había filas de adolescentes empujándose para entrar
a los boliches. Pasaban motos haciendo ruido con los aceleradores.
En el aire se mezclaban canciones, insultos y ladridos.
Desde adentro de un bar, un guardia sacó a un borracho a la fuerza.
Junto a él salió un amigo para contenerlo mientras el otro se
tambaleaba y amenazaba al patovica con palabras sin sentido.
Más adelante, dos perros estaban trenzados y le mostraban
los dientes a un estúpido que los hincaba con un palo entre los
festejos de sus compañeros.
Doblé hacia una calle que era más oscura, y vi una pareja
besándose. Un grupo de seis chicos caminaban por la misma vereda
y al pasar por donde estaban los empujaron. Uno le tocó el pelo a la
chica, y ella le gritó “¡pelotudo de mierda!”. Se volvieron y entre tres
tumbaron al novio y comenzaron a pegarle en el suelo. Ella gritaba y

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Sobre las complicaciones de vivir sin nombre

tiraba manotazos a otros dos que la tenían. El último de los


matones estaba parado sin hacer nada, miraba el celular y decía “ya
está eu, ya está, vamos”. Al final se fueron y uno de ellos le escupió
a la chica que seguía gritando “¡ya van a ver hijos de puta!”.
Me fui rápidamente de ahí. Las veredas estaban sucias, llenas
de desperdicios de comida, papel y plástico. Me alejé más y de a
poco el ruido bajó. Decidí, entonces, acomodarme. El clima no era
malo. Cerré bien mi campera, saqué una colcha de la mochila, me
acosté y apoyé la cabeza sobre el bolso.
Ya estaba a punto de dormirme cuando escuché un estallido
que me cerró el pecho. Tomé mis cosas y corrí hacia donde supuse
había sido su origen. Se oía una sola voz quebrada, gritando por
ayuda. Me paré a ver la escena. Un auto gris estaba incrustado
contra una camioneta negra. Todo el frente estaba hundido contra
la puerta derecha del otro vehículo. A las dos personas del más
pequeño no se las veía. En el auto más alto, la ventana del
acompañante había estallado. Del otro lado, la mujer que gritaba
tiraba el cuerpo de él hacia su puerta, pero no lograba sacarlo. Ya
había otra gente auxiliándola. Algunos más en sus teléfonos. Al fin,
las sirenas envolvieron la escena y todo se volvió más real. El color
azul de las luces, el verde del semáforo, y el rojo. El sol ya casi
arriba. La multitud concentrada sobre tres muertos y una víctima
viva. Y yo asustado, claro. Estaba durmiendo cuando pasó. Quizás
era otro de mis sueños.

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Fabrizio Li Gambi

HOSPITAL
Desperté con el ruido brusco de una puerta que se abrió y
pasos apresurados. Sentía una puntada constante en la ceja, la
cabeza pesada como una piedra y un olor a yodo insoportable. Abrí
los párpados lentamente y vi un techo blanco con un par de
rajaduras. A mis pies, una cortina celeste me separaba de lo que
parecía ser un pasillo o una sala.
El brazo izquierdo me molestaba. No podía flexionarlo
porque estaba conectado a una especie de cable que me traía gotas
de suero. Debían tener un gusto asqueroso, pensé.
Me encontraba algo débil, pero igual quería irme, así que me
levanté. Aunque estaba mareado, me arranqué la cinta de un tirón y
dejé escapar un quejido. Saqué la aguja con más cuidado y apreté la
herida con el dedo gordo. Finalmente, me paré, pero perdí el
equilibrio y volví a apoyarme en la camilla. Entonces se abrió mi
cortina y apareció una enfermera.
–¡No, señor! ¿Qué está haciendo? –dijo en voz demasiado
alta y me tomó del brazo que más me dolía.
–Nada, ya estoy bien. Me estoy yendo nomás –le contesté
mientras intentaba zafarme, pero ni yo entendía lo que estaba
diciendo. Mi pronunciación era desastrosa.

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Sobre las complicaciones de vivir sin nombre

El médico había respondido al llamado de su compañera y


llegó pronto, así que respiré y traté de enfocarme. No luché cuando
me sentaron nuevamente en la cama.
–Parece que ya está fuerte –comentó el doctor como para sí
mismo–, pero necesitaría que descanse un poco más.
La enfermera acomodó la bolsa de solución fisiológica y la
manguera. Me limpió el lugar del pinchazo con alcohol y me volvió
a tapar el punto de sangre con un pedazo de gasa. El doctor le dijo
que fuera tranquila.
–Ya estoy bien, fue solamente un golpe –discutí yo.
–¿Se acuerda de lo que pasó? Le hicimos unos análisis y por
lo visto está muy anémico y bastante deshidratado –afirmó él detrás
de sus lentes.
–No es eso. Estaba caminando y bueno… me debo haber
tropezado o algo así.
Era la primera vez que me desmayaba. Además, siempre
había tenido la presión baja y nunca pasó nada. El médico, sin
embargo, insistía.
–A ver, dígame su nombre.
–Uh, ¿otra vez con eso? –contesté resignado y el doctor no
entendió la razón de mi enojo–. Poneme Juan. Juan Carlos
Rodríguez. DNI catorce millones trescientos nueve mil doscientos
ochenta y seis.
Él no me creyó y profundizó el interrogatorio.
–¿Fecha de nacimiento?
–Veinticinco de mayo de mil nueve cincuenta y nueve.
Se quedó pensando con una mueca que, supuse, era su cara
de hacer cálculos, pero se rindió rápidamente.
–¿Y su documento?

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Fabrizio Li Gambi

–No lo tengo acá.


–¿Y en su mochila? –me dijo, señalándola apoyada contra
una esquina.
–Busque, si quiere.
–No, no hace falta –dijo con una leve sonrisa–, repítame el
número que no lo terminé de anotar.
Me miró de reojo y apuntó la lapicera. Estaba feliz de vencer
con sus trucos a un hombre que se había partido la frente unas
horas atrás.
–Catorce millones trescientos nueve mil doscientos ochenta
y seis –respondí pronunciando exageradamente cada palabra.
El doctor revisó su planilla y asintió con la cordialidad de los
buenos perdedores. Ahora era mi cómplice. Atrás volvieron a
abrirse las puertas violentamente y entró alguien con la ropa teñida
de sangre.
–Andá nomás, si te sentís bien –me dijo el doctor, ya sin
prestarme mucha atención.
Se fue y yo me paré con cuidado. Sostuve mi cuerpo en la
punta de la camilla unos segundos y luego di mis primeros pasos.
El aire de la calle me daba ganas de vomitar, pero intenté
controlarme. Recorrí las cuadras sin saber adónde ir y me di cuenta
que había dejado mi mochila. Me invadieron unas ganas terribles de
llorar. Era la mejor que había tenido hasta el momento.

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Sobre las complicaciones de vivir sin nombre

TERRAZA
Elegí dormir en una terraza. Deseaba estar lejos del suelo y
de todo lo que sucedía cerca de él. Me negaron la entrada a varios
edificios y algunos otros tenían la puerta al techo cerrada. Insistí
porque ya mi búsqueda se había transformado en cuestión de vida o
muerte.
Finalmente encontré una playa de estacionamiento donde
nadie me notó subir las escaleras. El quinto piso era abierto y estaba
vacío salvo por un solo auto sucio que parecía abandonado.
Intenté relajarme y conciliar el sueño, pero tenía frío. Me
temblaba todo el cuerpo, así que me paré y caminé hasta el borde.
Abajo la gente no me veía. Avanzaban en direcciones opuestas, cada
uno seguro del lugar donde tenía que llegar. Y aunque yo quería
estar solo, comencé a llamarlos.
–¡Me voy a tirar! ¡Me voy a tirar, la puta madre! ¡Me voy a
tirar, hijos de puta!
Algunas personas se frenaron y miraron para varios lados.
Me descubrió uno, luego el segundo y ya eran varios los que
observaban el espectáculo. Otros estaban demasiado apurados para
enterarse. Hubo también quienes espiaban rápidamente y seguían su
trayecto. No les importaba o habían visto la escena antes.

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Fabrizio Li Gambi

Ya no tenía tanto frio. Dejé de gritar para descansar, pero


perdí audiencia, así que me arranqué la camisa y me saqué los
pantalones. Los arrojé hacia delante y volví a tomar fuerzas.
–¡Ahí tienen la concha de su madre! ¡Agarren las cosas que
las voy a buscar! ¡Me voy a tirar! ¡Se los juro, hijos de puta! ¡Me voy
a tirar!
En medio de mi acto, aparecieron dos móviles policiales.
Estaba agotado. Tenía los músculos entumecidos, así que
me senté con las piernas hacia afuera. Un solo empujón y listo.
Sin embargo, quería esperar un poco más. Me preguntaba si
saldrían con megáfonos a calmarme, como en las películas. Tal vez
hasta me dejarían negociar. “¡Me matan o me mato!”, les diría. Al
final, era lo mismo.
Me di vuelta y atrapé a un oficial que intentaba acercarse sin
que me diera cuenta. Fue gracioso verle la cara de sorpresa.
Reaccionó sacando su pistola.
–Dispare, si quiere –le dije.
Él dio unos pasos más hacia mí y guardó el arma.
–Si sigue, me tiro –amenacé, porque creí que era adecuado
complicarle las cosas.
–Tranquilo –me dijo, quedándose en su sitio y mostrando
las manos abiertas.
Le temblaban un poco. Él también tenía miedo.
–¿Por qué quiere salvarme? –le pregunté.
Él dio un pasito más hacia delante, como si eso lo hubiera
habilitado.
–Porque no quiero que se muera –contestó–. Nadie quiere
que se muera, señor. Va a estar todo bien, en serio, por favor venga
conmigo.

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Sobre las complicaciones de vivir sin nombre

Ya estaba bastante cerca, así que apoyé las manos en el


borde y me preparé para saltar.
–¡Quedate quieto! –le ordené, y me hizo caso.
Después me levanté y lo enfrenté para hacerle una última
pregunta.
–¿Por qué me querés salvar, si no sabés quién soy?
–Eso no importa –contestó–. Tenemos toda la vida para
conocernos.

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Sobre las complicaciones de vivir sin nombre

OTROS PEQUEÑOS ASUNTOS

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Fabrizio Li Gambi

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Sobre las complicaciones de vivir sin nombre

EN BAJADA

“¡Sos una tramposa!”, contestó él cuando Rocío le gritó


“¡carrerita!” y se adelantó sin darle tiempo a reaccionar. Santiago
pedaleó con fuerza y acortó la distancia rápidamente, pero antes de
que lograra alcanzarla ella dijo “¡gané! ¡gané!” y se rio con una
carcajada traviesa y dulce. Él también le sonrió y le concedió la
victoria. Se tomaron de la mano y anduvieron unos metros así.
Después ella volvió a alejarse un poco haciendo zigzags, dibujando
pequeñas curvas en el camino de tierra. A la izquierda había casas de
verano con patio, tejas y las paredes sucias de polvo. Del otro lado,
una columna de árboles los separaba del río. A esa hora de la siesta
se podía escuchar el murmullo de la corriente con claridad. No
había viento allí y se estaba bien.
Pronto llegaron a una bajada empinada. Se permitieron
frenar un momento para observar el paisaje. Él la miró a ella.
Llevaba un vestido liviano de color celeste que le llegaba hasta las
rodillas, un saquito beige y sandalias. Parecía una adolescente. Su
piel ya no era tan suave, pero a él no le gustaba que se escondiera.

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Fabrizio Li Gambi

Algunas arrugas al lado de los ojos permanecían visibles, aunque su


rostro estuviera serio y relajado absorbiendo el sol de la tarde. Se
acomodó el pelo para que no le molestara en el viaje y subió el pedal
derecho para darse impulso. “¿Lista?”, le dijo Santiago. Ella asintió y
juntos se dejaron ir, al principio presionando un poco los frenos,
evaluando el equilibrio y el agarre de la ruedas entre la delgada capa
de arena, y luego abrazando el vértigo con un grito de valentía,
dejando las piernas colgadas al aire mientras las bicicletas tomaban
más y más velocidad. Todo parecía mezclarse en la aceleración,
como si los colores y sonidos se amontonaran y quedaran atrás, y
no existiera nada en el presente más que el tiempo vacío y la
adrenalina.
Se aproximaban al final de la bajada y Rocío quiso disminuir
el paso. Intentó ubicar los pedales con dificultad, hasta que lo logró.
Santiago hizo lo mismo, y entonces respiraron más tranquilos.
“¿Todo bien?”, le preguntó él, y ella le contestó que sí, que había
estado genial, y lo dijo con su sonrisa más honesta. Pero como si
justo en ese momento el destino se hubiera acordado de actuar, su
rueda delantera se topó con un surco invisible y Rocío cayó por
encima de su bicicleta y de frente al suelo. El golpe se escuchó
como cientos de hojas secas triturándose contra el piso, y después
siguieron unos quejidos vagos y el sonido rítmico de una rueda que
aun giraba suspendida.
Santiago tiró su bici y corrió hacia ella. Rocío se tapaba la
cara y decía entre dientes, “Ay, ay, ay, ay”.
“A ver, dejame que te vea”, le dijo él y le sacó las manos del
rostro. Su cachete derecho y el párpado parecían estar pintados con
pinceladas de rojo oscuro y marrón. “No pasa nada”, le aseguró y le

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Sobre las complicaciones de vivir sin nombre

sopló la herida mientras ella soltaba el llanto y tragaba aire con


pequeños espasmos.
Santiago se quitó la remera e intentó secarle un poco las
lágrimas y la sangre. Ella se miraba las manos ardidas, llena de
puntitos. Quiso acomodarse, pero sintió una puntada en la rodilla
que la hizo gritar. “Ahí va, tranquila”, la consoló él y la levantó
como pudo. “¿Qué hacés?”, le preguntó Rocío, “¡tocá timbre ahí y
que llamen a un médico!”. Él miró adelante y comenzó a caminar
hacia donde habían venido. “No estamos tan lejos de casa”, le
contestó. “Aguantá un poco que yo te llevo”.
Rocío lloró durante todo el regreso. Cuando llegaron,
Santiago la puso en la cama y ella pareció calmarse, agotada, apenas
sollozando a modo de reflejo. Permitió que él se encargara del
asunto. Primero le despejó el área de los raspones con un algodón
mojado, y después los desinfectó con yodo. La almohada y las
sábanas se mancharon. También le colocó una bandeja para que
sostuviera la pierna en alto y le ató una bolsa de hielo a la rodilla con
una toalla para que no se quemara. “Descansá si podés”, le dijo y le
besó la frente. Se recostó a su lado y la acarició. Ella cerró los ojos,
trató de distraerse con otros pensamientos y durmió por ratos.
Santiago la despertó más tarde con un té y galletas con
mermelada de frutilla. Le sacó la bolsa de hielo que ya goteaba y
tapó a Rocío con una colcha hasta la cintura. “¿Cómo estás?”, le
preguntó. “¿Tenés frío?”. Ella se irguió un poco para quedar
sentada y se acercó una mano a la cara. “¡No te toques!”, le advirtió
él, y ella le hizo caso. Tomó unos sorbos de té mirando a una foto
en la pared y luego, como hablándose a sí misma, preguntó “¿Estoy
fea?”. Él se rio y le contestó que no, que estaba más hermosa que

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Fabrizio Li Gambi

nunca. Roció volvió a llorar y dejó la taza en la mesa de luz para no


volcarla.
“¿Qué pasa? Ya está, ya está”, le susurró Santiago al oído y
le agarró la mano.
Ella se soltó y volvió a agarrar el té.
“Nada”, dijo, mirando el vapor que subía, “creo que ya estoy
grande para las bicicletas”.
“Bueno, pero…”.
“¡No!”, interrumpió ella y lo miró a los ojos. Luego volvió a
dar un sorbo. “Alguna vez hay que crecer, hay que dejar de lado el
orgullo”.
“Ah… es por eso que te duele tanto”, dijo Santiago.
Después se levantó y caminó hasta la ventana.
Los espasmos invadieron otra vez a Rocío. Intentó contener
el llanto mordiéndose los labios y golpeando el puño contra el
colchón. Después aspiró todo el aire que pudo y tragó saliva.
“Santi”, empezó, pero le temblaba la voz y las palabras
sonaban entrecortadas. “Santi, escúchame… ¿vos nunca pensás que
nos podemos morir?”.
Él le daba la espalda.
“No, la verdad que no”, contestó casi en un susurro. Dio la
vuelta y salió de la habitación.
Santiago retomó el recorrido que habían hecho más
temprano. El cielo se había nublado y por eso se apuró. Tenía frío.
Se distrajo pateando algunas piedras y sintió la tentación de correr.
Al fin y al cabo, nadie lo estaba mirando. Aun así, se contuvo y al
rato llegó donde se suponía que habían quedado las bicicletas. Casi
no pasaban autos por allí. Las marcas de las ruedas todavía se veían.
Un par de huellas más difusas se dirigían a la izquierda y se cortaban

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Sobre las complicaciones de vivir sin nombre

donde comenzaba el pasto, la vereda natural que separaba la calle de


las casitas rurales. Se acercó, entonces, a la que tenía en frente y
aplaudió.
Un hombre viejo de lentes y camisa a cuadros abrió al
instante, como si hubiera estado esperando al lado de la puerta.
“Disculpe, señor, ¿no ha visto dos bicicletas que estaban
tiradas acá afuera?”, preguntó Santiago.
“Sí, sí”, contestó el hombre y se acercó caminando lo más
rápido posible a la verja. Se frenó a medio camino, se tomó la
cadera y le hizo gestos con la mano para que entrara solo. “Las metí
en el quincho para que no las robarán. Pasá nomás”.
Santiago le hizo caso y lo siguió hasta la pieza de chapa que
estaba al fondo. Tenía un asador con cajas sobre la parrilla, una
mesa de madera desarmada y herramientas a un costado. Las
bicicletas estaban paradas al centro, limpias.
“Gracias”, dijo Santiago.
“No hay problema”, respondió el señor y se sacudió los
pantalones. “¿Qué les pasó?”.
“Nada, nada. Un accidente”.
“¡Uh! ¿Y están bien?”.
“Sí, sí, nada grave”.
“Bueno, me alegro. ¿Puedo ayudarles en alguna cosa?
¿Querés un café o algo, vos?”.
“No, no, gracias. Se hace tarde”. Santiago acomodó las
bicicletas una a cada lado.
“Ah, sí…”, contestó el hombre, poniéndose las manos en
los bolsillos. “Es cierto, ya es tarde”.
Santiago comenzó a caminar lentamente hacia la salida y se
lamentó por haber sido descortés.

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Fabrizio Li Gambi

“Tiene una linda casa”, dijo. “Grande. ¿Cuántos viven acá?”.


“Yo, únicamente”, dijo el hombre.
“Bueno, pero seguro que se llena cuando lo visitan sus
nietos”.
“No…no tengo”.
“Ah…perdón”.
Siguieron en silencio hasta que llegaron a la tranquera.
“No importa”, sentenció el viejo, mirando el suelo.
Se paró con los brazos atados a su espalda y esperó que
Santiago se abriera por su cuenta.
“Gracias por guardar nuestras cosas”.
“No es nada”, se despidió el hombre, “Tengo lugar de
sobra”.
Estaba pronto a oscurecer, así que Santiago se esforzó en
regresar rápidamente a su casa. Quiso andar sobre una de las
bicicletas y llevar la otra a un costado, pero finalmente prefirió ir a
pie.
Cuando llegó ya era de noche. Puso las bicicletas en su lugar
y entró despacio, sin hacer mucho ruido. Fue al baño, se lavó la cara
y las manos. Tenía algunos cayos. Después entró a su dormitorio y
vio que Rocío dormía. Se sacó la ropa y se acomodó a su lado. La
abrazó con cuidado y le dio un beso en el cuello. Ella se quejó, pero
él se puso aún más cerca y comenzó a tocarla.
“Dejame”, le dijo, todavía medio dormida. “¡Me duele!”,
pero Santiago se acomodó sobre ella y levantó su vestido.
“¡Salí, boludo!”, gritó Rocío y forcejeó para sacarlo. Él alzó
la mano con la palma abierta y tensa, la mantuvo suspendida por
unos instantes, y finalmente sacudió el brazo contra la lámpara de la

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Sobre las complicaciones de vivir sin nombre

mesa de luz, que se rompió en el suelo dejando los vidrios


esparcidos como caramelos.
Después se acostó boca arriba. Rocío lloraba violentamente
y se ahogaba. Cuando pudo calmarse, buscó a Santiago con una
caricia tímida.
“Perdón”, le dijo. “Perdoname. Es que a veces siento que
estamos muy solos los dos, ¿sabés?”.
Santiago se dio vuelta hacia la pared. Después se levantó y
fue hacia la cocina. Llenó un vaso con agua, tomó un sorbo y volvió
a dejarlo.
Salió afuera descalzo. Las nubes se habían ido. No hacía
tanto frío, así que subió a su bicicleta y comenzó a pedalear. Llegó
otra vez a la bajada y pensó que Rocío era una estúpida por haberse
caído. Levantó un pedal, se dio impulso y la bicicleta aceleró. Él
soltó las manos del manubrio y las abrió haciendo perfecto
equilibrio. Su papá le había enseñado a hacer eso.
La pendiente ya casi había terminado cuando la bicicleta perdió el
control, como si de repente el destino se hubiera acordado de él.

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Fabrizio Li Gambi

TRES HIELOS

La esperó sobre la avenida con las balizas puestas. Era


jueves y el semáforo rojo daba paso a los jóvenes que empezaban la
noche y volvían a sus departamentos con bolsas de nylon cargadas
de botellas.
Espió por el espejo retrovisor y vio a Belén acercarse.
Llevaba un pantalón color chocolate y un sweater de lana beige
liviano que se sostenía casi a la altura de los hombros. Tenía el pelo
corto, pero no tanto como él. Su cuello quedaba libre y los rasgos
pequeños de su cara se destacaban. “Es hermosa”, pensó Franco, y
entonces bajó un poco la música y abrió el seguro del auto.
Ella entró rápidamente y lo saludó con un beso en la mejilla.
Él se quedó mirándola por unos segundos.
–¡Dale, tonto! –le dijo ella.
–¿Qué? Si no estamos haciendo nada.
–Bueno, como quieras.
Franco le pellizcó suavemente el brazo.
–Eh… no te enojés.

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Sobre las complicaciones de vivir sin nombre

Luego puso el vehículo en marcha y aceleró.


–¿Él no salía? –preguntó.
–No –dijo ella, mientras contestaba un mensaje. Después
guardó el celular en la cartera.
–¿Estás segura que no querés que vayamos a tomar algo
solos?
Belén miraba al frente.
–Ya te dije que no quiero estar con vos así.
–Bueno, pero no tiene que pasar nada. Ahora no hay nadie.
Podría aprovechar y darte un beso, pero te estoy respetando,
¿cierto?
–Basta, Fran. Si no entendés, listo.
–La verdad que no. No entiendo cuál es la diferencia, pero
no importa…
Se alejaron de la zona más céntrica de Nueva Córdoba y
llegaron al departamento de Kike. Estaban sus compañeros de la
facultad y algunas personas que él no conocía. Belén saludó a uno
de ellos con un abrazo demasiado efusivo, de los que Franco pensó
se reservaban para amigos que habían vuelto de vivir en el
extranjero o algo así. Ella se instaló a su lado a conversar y Franco
se mezcló con la gente de su curso. Pronto se sirvió un fernet y
trató de distraerse. Belén miraba hacia el lado contrario y aceptó
compartir el trago del chico. La música estaba fuerte, pero a ellos no
parecía molestarles. Se hablaban al oído y se reían como si tuvieran
toda una vida de anécdotas en común. Ella tomaba sorbos largos, y
Franco se esforzó por terminar antes su vaso. Se levantó para
servirse otro y le hizo señas al chico que estaba con Belén.
–¡Disculpá, amigo! –dijo–. ¡Maestro!
Él y Belén se dieron vuelta.

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Fabrizio Li Gambi

–¿Me alcanzás un par de hielos?


–Sí –respondió el otro y levantó las cejas buscando el balde,
como si fuera una tarea muy importante–. ¿Los agarrás? –preguntó
y le tiró el primero de una punta de la mesa a la otra.
Franco lo atrapó sin problemas.
–¡Va el segundo! –anunció y arrojó éste con más fuerza.
Franco intentó reaccionar, pero aunque se estiró para
agarrarlo, el hielo rebotó en su mano y cayó al suelo.
–¡Uh! –dijo el amigo de Belén–. ¡Mala mía! –y se levantó
para pasarle el último a uno de sus compañeros de la facultad, para
que a su vez se lo diera a Franco.
Belén se acomodó el pelo, cruzó las piernas y se inclinó
hacia delante para seguir charlando con su conocido.
Franco se esmeró en integrarse en las conversaciones de los
demás, pero no pudo evitar observarla. En un momento, vio que él
sacó el celular y que Belén le dictó su número. Después, el chico le
mandó un mensaje y ella se rio, negó con la cabeza y se mordió el
labio, al igual que cuando Franco le insistía en que se olvidara de su
novio.
Finalmente, el otro le susurró algo más y le dio un beso en la
mejilla. Luego, se levantó para abandonar la reunión y pidió a Kike
que lo acompañara abajo. Belén dejó su bebida y salió a fumar al
balcón.
Franco pensó en esperar a que regresara para hablarle. No
quería presionarla. Quizás ahora estaría más relajada, hasta algo
borracha. Pero cuando entró, sonreía y miraba su aparato. Sin
esconder sus intenciones, agarró la cartera y saludó a todos desde
lejos.

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Sobre las complicaciones de vivir sin nombre

–¿Por qué te vas? –le preguntó Kike, que ya estaba de


vuelta, y Franco agradeció que alguien le hiciera notar que estaba
siendo evidente.
–Perdón, mañana trabajo temprano. Quería venir un rato
por lo menos.
–Me hubieras dicho, hace dos minutos que se fue Álvaro,
boluda. ¿Pero no querés que te llame un taxi?
–No, no hace falta… si no pasa nada.
–Bue –dijo Kike–. Bajo ahora y no se va nadie más, ¿eh? –
amenazó riéndose y caminó hasta la puerta.
–¡Pará, Kike! –dijo Franco antes que se fueran–. Yo también
me tengo que ir. De paso la llevo a Belén para que no se vaya
caminando… Le van a robar todo.
Algunos de sus compañeros le pidieron que se quedara, pero
él se excusó diciendo que era jueves y que tenía que despertarse para
estudiar. Ninguno objetó demasiado, así que partió.
En el ascensor, Belén y Franco se mantuvieron en silencio.
Afuera, en la vereda, ella quiso darle un beso para despedirlo.
–Aguantá, boluda, te llevo.
–No, Fran. Me voy a lo de una amiga acá a dos cuadras.
–¿No te ibas a dormir?
–Dale, tonto, ¿qué querés que les diga a todos que me voy a
otra juntada?
–Bueno, ¿pero por qué no venís conmigo, entonces?
–A ver, ¿qué no entendés? ¡No quiero cagar a mi novio! ¡Ya
te lo dije mil veces!
–¡Pero si es lo mismo, Belén! Me decís que querés estar
conmigo, pero que no querés meterle los cuernos a tu novio. ¡O sea,
es una estupidez!

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Fabrizio Li Gambi

Un mensaje le llegó al celular y ella lo revisó apurada.


–Bueno, para vos será una estupidez, pero para mí no –dijo
y lo miró a los ojos–. Listo. Chau.
Belén se dio vuelta y comenzó a avanzar hacia la avenida
que estaba a varias cuadras. Franco decidió seguirla.
–Okay. Te acompaño a lo de tu amiga. ¿Quién es, a ver?
Ella no contestaba. A esa hora, los pocos autos estacionados
reunían una delgada capa de rocío y en la calle no se escuchaba más
que los pasos de los dos sobre las baldosas frías.
–A que adivino. ¿Ana? No. ¿Aldana? Tampoco. ¡Álvaro!
¡Ése es, ¿no?! ¡Lo tenía en la punta de la lengua!
Belén se frenó y lo enfrentó.
–¡ Sos un estúpido, nene! ¡Dejá de perseguirme!
–¿Ves que tengo razón?
Ella volvió a alejarse.
–¡Putita! ¡Eso es lo que sos! ¡Una putita!
Otra vez, caminó insultándola. Luego, agarró tres piedras
que encontró en un cantero, jugó con ellas entre los dedos y le tiró
una lo suficientemente cerca como para asustarla. Belén lo miró de
reojo y a él le dio una risa incontenible.
–¡Ya pasaron las dos cuadras! ¿Te espera más allá Alvarito? –
le gritó Franco al mismo tiempo que le arrojaba la segunda piedra y
soltaba carcajadas. Otra vez, rebotó en la vereda y pasó cerca de los
pies de ella. Belén frenó.
–¡Me tirás una más y llamo a la policía, imbécil! ¿Qué te
pasa? ¿Estás enfermo?
Franco cerró un ojo y como si se preparara para tirar una
pelota de béisbol, apuntó.

58
Sobre las complicaciones de vivir sin nombre

–Puede ser –dijo, y siguió riéndose–. Te dije que era peligroso andar
sola a esta hora. Ofrecí llevarte. Ni siquiera intenté hacerte nada, y
encima me mentís. ¡Y ahora te vas a coger ese tipo! La enferma sos
vos, me parece.
Miró a su alrededor y se aseguró que nadie estuviera cerca.
–¿Preparada? –siguió y, levantando la pierna izquierda, tomó
envión–. ¿Lista? ¡Atrapá el hielo!
Con un movimiento exagerado, Franco sacudió el brazo
como un látigo. La piedra salió disparada y golpeó inmediatamente
el suelo, pero al rebotar se levantó y aunque Belén intentó
esquivarla, pegó en su canilla derecha. Automáticamente la chica
cayó y se abrazó la pierna, aspirando entre los dientes apretados y
conteniendo las lágrimas que instantes después mancharon su
rostro. Franco se agarró la cabeza y corrió hacia ella.
–¡Fue sin querer, boluda! ¡Perdoname! ¡Te juro!
–¡Salí, idiota! ¡Hijo de puta! ¡Andate!
Belén se arremangó el pantalón y vio que le salía sangre.
Estaba temblando. Quiso limpiarse y abrió la cartera para buscar
algo que fuera de ayuda.
–Dejame que te lleve, Bel –pidió Franco–. Perdoname. En
serio. No apunté a propósito.
Esta vez, Belén lo empujó y le gritó con la voz quebrada.
–¡Salí! ¡Dejame en paz! ¡No te quiero ver! ¡Salí!
Luego, quiso agarrar el celular que había quedado apoyado a
su lado, pero Franco lo tomó antes que ella.
–Está bien –le dijo en un susurro–. Si no querés, no te jodo
más. Me voy. Pero no le digas a nadie, por favor. Ya está…
En un extraño momento de quietud, ella pareció calmarse.
Él acarició su pelo y le apuntó con el dedo índice a la cara.

59
Fabrizio Li Gambi

–Vos sabés que no soy así. Pero si le decís a alguien, yo


también le cuento a tu noviecito lo que andás haciendo, ¿eh?
Al final, le devolvió el aparato y se incorporó suavemente.
–¡Morite! –le dijo ella mientras se iba, pero ya no la
escuchaba.
En el camino a casa, Franco se sintió bien. No tenía sueño.
Pensó en encontrarse con otros amigos o en llamar a alguna chica
de sus contactos. Con las ventanas abiertas, manejó sin prestar
atención a los semáforos, como si la noche le perteneciera y no
hubiera nada que le pudiera pasar.

60
Sobre las complicaciones de vivir sin nombre

ESNELDO

Cuando abrió la puerta de su departamento, Germán se


sintió aliviado por el olor a salsa que llegaba desde la cocina. La
novia se asomó y lo saludó con una sonrisa amplia y extraña, como
si hubiera esperado mucho tiempo para mostrársela. Llevaba puesto
un delantal y estaba bien vestida con una blusa verde marino y unos
jeans nuevos.
–Hice ravioles de ricota –dijo entusiasmada, y él pensó que
le correspondía darle un beso y agradecerle. Lo hizo y le preguntó si
pasaba algo, pero ella le contestó que se pusiera cómodo, así que le
hizo caso y fue a su habitación a sacarse la ropa. Quiso calzarse
unos pantalones de jogging, pero le pareció que ella esperaría otra
cosa, así que eligió unos de corderoy que le había regalado para el
cumpleaños.
Regresó al comedor y la mesa ya estaba puesta. La novia
sirvió la comida y él le preguntó si quería que abriera un vino.
–No –dijo ella y bajó la mirada con una risita.

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Fabrizio Li Gambi

–¿Qué te da gracia? –preguntó Germán, mientras le ponía


agua a su vaso.
–Nada –respondió ella y lo miró a los ojos–. Brindemos.
–Bueno –dijo él y levantó su copa–. A ver, ¿qué pasa? ¿Estás
embarazada o algo así?
Por un momento, el rostro de ella se puso serio, como si lo
que había estado por decir hubiera perdido todo significado, pero
inmediatamente asintió y chocó su copa contra la de su pareja.
–¡Sí! ¡Eso boludo! ¡Vamos a tener un hijo! –dejó el vaso y se
estiró por encima de la mesa para besarlo–. ¡Vamos a ser papás,
Ger!
Germán la beso y se paró.
–¿En serio? –dijo y se llevó las manos a la boca–. Y, pero…
¿estás segura?
–Sí, sí… me hice el test varias veces –la mujer mantenía la
misma sonrisa con la que lo había recibido y él se dio cuenta que la
suya no era tan grande. Se sintió un poco mal, así que se acercó y la
abrazó.
–No lo puedo creer –dijo–, no lo puedo creer.
La novia se separó y volvió a su silla.
–Así que bueno…nada de vino para mí –y se rio.
Él también volvió a su lugar e intentó comer algo más.
–Hay que esperar para avisar, ¿no? –dijo y automáticamente
deseó no haber hecho esa pregunta.
–Ya le avisé a mamá –contestó ella–. No seas tonto. Vamos
a tener un hijo, amor. No te preocupes. Tenemos que estar bien.
–Sí, perdón. Es que no entiendo nada. Estoy cansado, pero
contento…en serio…estoy feliz. Gracias por todo esto –dijo

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Sobre las complicaciones de vivir sin nombre

Germán y levantó su plato. Luego la besó en la frente–. Dejame que


me pegue una ducha, ¿sí?–
Se bañó con el agua tibia o más bien fría porque el calefón
tardaba demasiado en calentarla durante el inverno. Decidió que
haría algo al respecto esa misma semana, llamar al gasista o a alguien
que le diera una solución, porque no tenía tiempo para esperar que
el agua estuviera a una temperatura razonable cada vez que entraba
a ducharse, y menos a la mañana cuando estaba apurado para ir al
trabajo, y ni hablar cuando llegara el bebé. Quizás deberían
mudarse. Ya vería.
Ambos se fueron a la cama temprano. Con las luces
apagadas, Germán le repitió que estaba contento, que la verdad
nunca se lo hubiera imaginado. Ella lo besó y le dijo que siempre
había querido que pasara esto y que lo amaba. Después se puso
encima de él y le sacó la remera.
–No, Lu –se quejó Germán–. Hoy no, pará un poco.
–¿Por qué?
–¡Y porque no! Teneme paciencia, también. Me acabas de
decir que estás embarazada.
–¿Y qué tiene que ver, tonto? Dale…
–No, en serio –dijo él y la corrió–. ¿Vos desde cuándo
sabías?
–Y no sé, más o menos suponía de antes y hoy a la mañana
lo confirmé, pero no hay drama con que tengamos sexo, boludo.
–Ya sé, pero bueno… ¡déjame procesar las cosas un poco! –
le dijo, levantando apenas la voz. Buscó la remera y volvió a
ponérsela–. Estoy bien, pero entendeme. Tengo miles de quilombos
mañana.

63
Fabrizio Li Gambi

Su novia regresó a su lado de la cama y le dio la espalda. Él


se acomodó y cerró los ojos.
–No te enojes, Lu. ¿Qué querés que haga?
Ella no contestó y entonces, de a poco, Germán logró
dormirse.
Se despertó antes de que sonara la alarma y le pareció que la
noche había pasado en un parpadeo. No quiso molestar a Luciana,
por lo que se preparó rápidamente, con mucho cuidado, y salió sin
siquiera tomar el desayuno. En el camino hacia la oficina frenó en
una confitería. Aún tenía cuarenta minutos de sobra. Se sentó cerca
del televisor para ver las noticias y pidió un café solo. Cuando le
trajeron la cuenta, el precio le pareció exagerado, así que dejó el
dinero justo. A una cuadra se lamentó pensando que no era la culpa
del mozo. Tal vez hasta tenía familia, y los que laburan de eso,
reflexionó, vivían de la propina. Volvió casi trotando, lo buscó y le
dijo:
–Perdoná viejo, me olvidé –y le dio diez pesos. El otro lo
miró sin entender muy bien quién era y qué había pasado, pero le
dijo “gracias” y recibió el billete. Germán se fue más tranquilo,
chequeó su reloj y apuró el paso.
En el Estudio todo seguía tal como lo recordaba desde el día
anterior, los papeles que había dejado sobre el teclado, la silla
corrida hacia atrás, la mancha vieja a un costado de la alfombra. La
idea de que nada de eso había cambiado lo desconcertó. Al rato
llegaron sus compañeros y lo saludaron con ligereza, sin considerar
que tal vez, en las pocas horas que no lo habían visto, pudiera
haberle sucedido algo realmente delicado, como la muerte de un
familiar o que le diagnosticaran cáncer.
–¿Cómo va? –le dijo uno de ellos.

64
Sobre las complicaciones de vivir sin nombre

–Bien –le contestó secamente. Después siguió concentrado


en los balances que tenía que presentar. Afortunadamente los
números del primero cerraron sin problemas y Germán se sintió
mejor.
Al mediodía bajó a almorzar de buen ánimo, pero en la
puerta del restaurant le sonó el celular e hizo señas a los demás para
que se adelantaran y le guardaran un asiento.
–¡Nachito! –saludó casi gritando, sobre el ruido de los autos.
–¿Qué hacés, papá?
–Nada, acá andamos, ¿vos?
–Bien, bien. Che, escuchá, ¿vos te acordás cómo se llamaba
el tipo ese que vendía bonsáis, que era amigo de Lu? Era raro el
nombre…
–Sí –dijo y se rio–. Esneldo… Esneldo Ramos.
–¡Por fin! –festejó el amigo–. No había forma de acordarse.
–¿Y para qué lo necesitabas?
–No, para Juli que está metida en un proyecto de cosas
orgánicas, y bueno…
–Está bien… –dijo él y vio por la ventana hacia el interior
del restaurant.
–¿Vos todo en orden? –preguntó Nacho.
Germán dudó un segundo.
–Sí…sí –contestó y dio un suspiro–. Tengo que contarte
algo, pero ahora estoy apurado, así que después.
–Dale, boludo.
–Más tarde… más tarde te llamo.
–Bue. No hay drama. Abrazo.
Cuando cortó se dio cuenta que no tenía tanta hambre y que
le hacía calor. Se quitó el saco y caminó hasta un quiosco. Allí

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Fabrizio Li Gambi

compró un sándwich y una coca, y luego se sentó sobre los muros


de la Cañada, con las piernas colgadas en el aire, a comer. Algunos
chicos y chicas salían de un colegio. Una parejita se daba besos
contra la pared, los dos con las mochilas puestas. A Germán le dio
un poco de vergüenza. Se acordó de una amiga que había dejado la
escuela en quinto año por quedar embarazada y calculó que su hijo
ya sería bastante grande. “Pobre”, pensó y después se arrepintió.
“¿Por qué pobre?”, se dijo. “Vas a tener un bebé, pelotudo…es lo
mejor que te puede pasar en la vida”. Tomó un último trago y
emprendió la vuelta jugando con posibles nombres. Uno simple.
Alguno que le gustara a los dos.
A la tarde entró a su departamento y Luciana no estaba. Se
bañó, cortó fiambre y la esperó vestido con una remera que le había
elogiado varias veces. Cuando llegó, Germán le dio un beso en la
boca y otro en la panza. Ella le corrió la cabeza y le dijo que tenía
cosquillas.
–¿Ya lo procesaste? –le preguntó con una sonrisa sarcástica
pero amable.
–Sí, gorda –contestó y le pasó un trocito de queso–. ¡Vamos
a ser papás! ¿Vos entendés eso?
Ella se acercó, se sentó en su falda y lo besó.
–Creo que sí –respondió y fue a la habitación a dejar sus
cosas.
–¡Estuve pensando en nombres! –dijo él, aun desde el
comedor.
–A ver, ¿cuáles?
–Para un nene, Dante, y si es mujer, Azul.

66
Sobre las complicaciones de vivir sin nombre

Por unos momentos hubo silencio, y finalmente la voz de


Luciana se escuchó débil, como si viniera de afuera, de otro edificio,
de otra calle o de otra ciudad.
–Puede ser –contestó–. No sé, la verdad... Tenemos casi un
año para decidirlo.

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Fabrizio Li Gambi

SOBRAS

Los chasquidos de las brasas anunciaban que ya todo estaba


listo en el quincho. La reunión post partido se había trasladado a su
casa, ahora que Leonardo la tenía para él solo. Los demás lo
envidiaban.
–¿Sabés qué tenés que hacer ahora? –decía uno–. Lo vas a
buscar al más chico de los tuyos al colegio y te charlás las madres de
jardín. Salen al mismo horario. Vas a levantar como loco, acordate.
–¿Qué sabrá el pelado este? –le contestaba otro mientras los
demás se reían y aprovechaban para servirse más vino o robar las
últimas rodajas de salame.
Leonardo cortaba las achuras y sonreía.
–Puede ser, che…
–Así me gusta –seguía el primero–. Y de paso presentale una
al que tengo acá al lado. Me parece que anda necesitando una
vacuna contra la vejez –y señalaba con la cabeza a un hombre flaco
con el cierre de la campera hasta arriba.

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Sobre las complicaciones de vivir sin nombre

–Ya la ligué yo –se quejó aquel y su compañero le dio una


palmada en el hombro.
Cuando la carne estuvo servida, aplaudieron al anfitrión y
brindaron por las juntadas de los martes. Después discutieron sobre
el precio de los cortes y uno dijo que los frigoríficos estaban
cerrando por culpa del gobierno. Luego alguien comentó que
quinientas personas habían quedado sin trabajo y otro se atrevió a
declarar que tampoco iban a estar mal, que con los planes sociales
no les faltaría para el asado.
Al rato terminaron varias botellas y Leonardo prometió
descorchar un champagne de postre.
–¿Mañana nadie labura? –se animó a decir uno.
–Dejá de hinchar –respondió el pelado, que siempre hablaba
más fuerte–. ¡Somos tipos grandes, che! –y se rio a carcajadas, como
si no hubiera nada más gracioso que lo que había sugerido.
Uno que estaba sentado en la esquina se acomodó, hizo un
ademán de pararse y aplanó el mantel.
–A mí me espera la bruja –dijo, y las palabras sonaron
extrañas, como si no las usara regularmente.
–Quedate un poco más, boludo –le pidió Leonardo, que ya
había dejado la bandeja en el centro de la mesa con unos pocos
restos de vacío, para quien quisiera darse el gusto.
De piernas cruzadas y con la silla alejada del borde, tomaba
vino blanco y parecía relajado.
–¿Sabés qué? –empezó otra vez el pelado–. Habría que
llamar unas minitas
Un hombre grandote que había repetido varias veces lo
hermoso que era cortar la semana de esa manera, golpeó la mesa y

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Fabrizio Li Gambi

asintió en señal de aprobación. El tipo flaco, que seguía abrigado, se


tapó la boca con el cuello de la campera y entre dientes dijo:
–Yo no pongo un peso.
–Te vas a morir virgen, entonces –contestó el pelado y
nuevamente se rio a carcajadas dándole palmadas al hombro.
El anfitrión trajo el champagne y las copas, y luego de
chocar cristales con sus amigos acabó su bebida de una sola vez y
aún de pie. Los demás se sorprendieron y festejaron con alaridos
impostados, como una hinchada de fútbol.
–¡Esto no se acaba acá, papá! –exclamó el pelado y también
terminó lo suyo de un trago.
Después sacó el celular y buscó la música que uno de sus
hijos había descargado. Al mismo tiempo, el hombre de la esquina
y el que había sugerido que le importaba su trabajo, amagaron a
ordenar sus platos y le pidieron a Leonardo que les abriera. Él dijo
que no se preocuparan, que después le tiraba los huesos a los perros
y se encargaba de los cubiertos tranquilo.
Al volver, los que quedaban en el quincho habían abierto
otro vino y escuchaban algo que sonaba como cumbia, pero que el
hombre grandote aseguró era reguetón. El pelado estaba parado y
aplaudía. El resto acompañaba la percusión a destiempo sobre la
mesa.
–¡Quedamos los buenos, nomás! –dijo Leonardo sumando
el último vino blanco que había encontrado en la cocina.
El pelado apagó la música y luego levantó la mano sobre su
cabeza pidiendo la palabra.
–Okay –dijo–. ¿Se la bancan o no?
–¿Qué cosa?

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Sobre las complicaciones de vivir sin nombre

–Llamar a las chiquitas –respondió él y exploró con el dedo


la pantalla de su celular–. ¿Cuál te gusta? ¿Katy o Tamara? –y le
pasó el aparato al hombre friolento que estaba a su derecha para que
siguiera la ronda.
Finalmente, Leonardo miró las opciones que ofrecía la
página web y comentó que cualquiera estaba mejor que su ex.
–¡Listo, entonces! –sentenció el pelado, como si todos
hubieran accedido–. Un lindo show para terminar la noche no le
hace mal a nadie.
Entre las miradas atentas del grupo, marcó el número y
esperó el tono con los ojos fijos en la pared. Cuando una voz lo
saludó del otro lado, respiró hondo y se puso serio.
–Sí, ¿con Katy? –dijo y caminó unos pasos alejándose de la
mesa–. ¿Cómo andás? Mirá, queríamos saber si estarías disponible
para venir a una fiestita acá en Las Delicias… ¿Sola no?… ¿y tenés
una amiga más?... Okay, ¿cuánto sería?...Ochocientos pesos cada
una, más el taxi…perfecto.
Los hombres estaban en silencio. Algunos negaban con la
cabeza. Leonardo tomaba sorbos pequeños. El hombre de campera
lo miraba. Por último, el pelado le pidió a la chica que esperase, tapó
el micrófono del celular y preguntó:
–¿Ya arrugaron? Que decida el dueño de casa…
Leonardo hizo señas para que le dejara terminar la
conversación, y se acercó el aparato al oído.
–Hola, ¿Katy? Sí, anotá la dirección– dijo y apoyó su vaso
con un golpe fuerte que hizo resonar los platos cercanos–. Tienen
que entrar por Avenida Colón y decir que van a la casa de Leonardo
Parrucci. Y en la garita les indican. Yo ahora les aviso… ¿En cuánto
tiempo las esperamos?... Dale. Un beso.

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Fabrizio Li Gambi

Cuando cortó, el pelado lo abrazó e intentó hacerlo bailar,


pero Leonardo logró zafarse.
–Bueno, hay que aguantar unos cuarenta minutos.
–Es como si me estuvieran echando –dijo el hombre de
campera hasta arriba, mientras arrastraba su silla hacia atrás.
–Dale, cagón –dijo el pelado y le puso una mano sobre la
pierna para que no se levantara–. Somos ocho. Doscientos por
cabeza. Yo pongo por vos si es por la plata.
–Ya es tarde, no jodás. ¿Qué vamos a hacer cuarenta
minutos esperando?
–Un póker –contestó Leonardo con la emoción de quien
descubre una idea estupenda, y fue a buscar las cosas arriba.
El juego fue aburrido porque nadie quiso apostar dinero,
pero aun así siguieron charlando entre bostezos y chistes.
–¿No habría que preparar un poco el lugar? –preguntó el
hombre grandote que parecía preocupado y miraba su reloj cada dos
minutos.
–No, en todo caso nos vamos al living –contestó Leonardo–
. Y que el olor a asado se lo banquen.
Todos se rieron.
–¡Pero si éste ni se duchó! –dijo el pelado y señaló una vez
más al hombre que seguía con el cuello de su abrigo hasta la nariz y
se limitaba a observar la partida.
Esta vez, ni siquiera respondió, pero en cambio sonó el
timbre y por un segundo nadie supo bien qué hacer. El pelado tiró
las cartas sobre la mesa, el hombre grandote acomodó sus fichas,
otros se pararon o aplaudieron, y Leonardo se aplastó el pelo antes
de dirigirse a la puerta.
–Vayan al living si quieren –propuso.

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Sobre las complicaciones de vivir sin nombre

Cuando abrió, dos chicas jóvenes, una morocha y otra


teñida de rubio, le dieron un beso y pasaron acompañadas de un
hombre bajo que parecía inofensivo, pero que le apretó la mano con
demasiada fuerza.
–Ah, son tres –dijo Leonardo, riéndose apenas un poco, y
comprendió que su compañero no estaba allí para bailar.
Adentro, las guio hacia un baño en el que pudieran
cambiarse, y el pelado, que se asomó a alcanzarle el dinero que
habían reunido, llevó al hombre hasta el living para mostrarle el
equipo de música donde conectar su pen drive. Juntos, además,
corrieron la mesita ratona, que estorbaba con sus adornos el espacio
para el show.
Cuando las chicas estuvieron listas, su representante recibió
el dinero y presentó a Katy, una joven de alrededor de veinticinco
años que, vestida de enfermera, entró bailando a la sala. El pelado,
que estaba sentado al medio, silbó y aplaudió, al mismo tiempo que
el hombre grandote miraba atento pero metía las manos en los
bolsillos, y los otros cruzaban las piernas o seguían el pulso de
“Back in Black” con sus pies.
El hombre de campera, que supuestamente no se había
bañado, vio que Leonardo estaba parado vigilando a la segunda
chica que esperaba en el pasillo. Por eso, fingió un bostezo y lo
reemplazó ofreciéndole su silla. El dueño de casa dijo que no hacía
falta, pero el pelado le gritó que se sentara e indicó a la bailarina que
era el agasajado de la noche. Ella lo llevó hacia el centro de la
habitación. De frente a él y de espaldas al resto, le quitó la remera,
bajó acariciándole el pecho, se arrodilló y desabrochó su cinto.
Luego, se sacó la blusa y con la ayuda de Leonardo se desprendió el
corpiño. Una vez más, dio la vuelta y los demás pudieron observar

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Fabrizio Li Gambi

sus pechos duros y perfectos. Despacio, inclinó su torso hacia


delante y bailó apoyada en su pelvis mientras él se esforzaba por
hacer equilibrio. El pelado soltó una carcajada y dijo en un inglés
defectuoso “¡Lapdance!”. Los otros no le prestaron atención y él
miró a su alrededor algo confundido. Después gritó “¡Dale, sacate
esa pollerita que me aburro!” y apoyó las manos en las rodillas.
La canción terminó pronto y Katy salió desnuda de escena
con aplausos discretos de la mayoría. Luego entró la segunda chica.
Tenía las piernas largas y era algo torpe, pero al menos se sentó
sobre un par de los hombres durante su performance, entre ellos el
pelado, lo que le valió los mejores comentarios.
Cuando las luces se prendieron, todos se levantaron con
suspiros de alivio y se acomodaron los pantalones. Algunos se
dieron la mano, como si hubieran cerrado un buen trato.
El acompañante de las mujeres se acercó a Leonardo y le
preguntó si alguno quería pasar en privado. Él negó con la cabeza y
se dirigió a sus compañeros.
–Ya estamos, ¿no?
–¿Cómo que ya estamos? –contestó el pelado que tenía los
ojos rojos, pero parecía más despierto que antes–. ¡Yo a Tamara la
tengo que probar! ¡No me puedo ir así!
Los demás ya no lo escuchaban. El hombre grandote volvió
al quincho a buscar su buzo, el más viejo le dio un abrazo a
Leonardo y los otros se arrimaron de a poco a la puerta.
–¡Eh! ¡No sean tan aguafiestas, loco! ¡Aguántennos a mí y a
Leo! Me vas a decir que vos tampoco querés pasar –dijo y apuntó a
Leonardo, que levantó las cejas y miró hacia abajo.

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Sobre las complicaciones de vivir sin nombre

Katy y Tamara aparecieron desde el baño, vestidas como en


un principio y con sus carteras en la mano. Ellas también parecían
agotadas y listas para retirarse.
–¿Qué hora es? –preguntó el pelado.
–Las dos –contestó el grandote–. Me van a matar a mí.
–¡Es temprano todavía!
–¡Deja de joder, boludo! ¡Ya estuvo! –gritó por fin el
hombre friolento–. ¡Y a vos, Leo! ¿Qué te pasa? ¡Estás callado,
como si ésta no fuera tu casa! ¡Qué! ¿Lo vas a dejar coger en la cama
de tus hijos también?
Leonardo seguía mirando al suelo. Sus amigos, las
prostitutas y el tercero estaban en silencio, como luego del reto de
una maestra, amontonados en el pasillo.
–Tenés razón –dijo él, en voz baja, y sacó las llaves de un
bolsillo–. Gracias, igual –concluyó a modo de disculpa.
Nadie objetó y en fila, uno por uno, abandonaron la casa.
Unos minutos más tarde, quedó solo. Las cosas estaban
desordenadas y sucias. Leonardo se lavó la cara y se secó con una
toalla que tenía el perfume de Katy. Se tapó el rostro con ella y
aspiró hasta que le dieron náuseas y pudo vomitar. Después la tiró
adentro de una bolsa junto con su propia ropa, salió afuera y la puso
con la basura.
A las sillas del living las refregó con desinfectante, pero no
quedó satisfecho. Probó rociando la sala, el pasillo y el quincho con
desodorante de ambiente. Abrió las ventanas y las puertas, y vomitó
un poco más. Al final, buscó la página web donde habían
encontrado las chicas y marcó el número. Al tercer tono,
respondieron.
–¿Hola?

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Fabrizio Li Gambi

–Hola, ¿Katy?
–Sí.
–Soy Leonardo. El de la casa que estuviste recién.
–Ah, sí. ¿Cómo estás?
–Bien… Quería preguntarte si podías volver.
–Mm, ya no. Es muy tarde.
–No, dale. Te pago más si querés.
–Es que ya estamos de vuelta. Hoy no se puede.
–¡Pero te podés quedar a dormir! ¡En serio! Te juro que no
vas a tener que hacer lo que hacés nunca más. Vení… Por favor –
suplicó Leonardo y comenzó a llorar.
–Está bien, Leo –contestó suavemente, y su voz le hizo
pensar que tal vez ella, como él, tenía un hijo–. Yo estoy bien, te lo
prometo. Mañana, ¿sí? Mañana, si querés, llamame.
El teléfono, finalmente, dejó suspendido un eco monótono.
Leonardo lo dejó a un lado, se acostó en su cama e intentó
dormirse. El cuerpo le temblaba. Tocó su frente y pensó que quizás
tenía fiebre. “Sí”, dijo. La esperaría allí, sin moverse. Tal vez ella
sería capaz de cuidarlo.

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Sobre las complicaciones de vivir sin nombre

EN NORUEGA

Se despertó y miró el reloj. Todavía era muy temprano para


ser domingo. Quiso dormirse otra vez, pero las ganas de ir al baño
le quitaron el sueño.
Intentó hacer el menor ruido posible y no levantar a nadie.
Pensó en aprovechar para afeitarse, pero simplemente se aplastó un
poco el pelo y fue a la cocina. No había leche, así que regresó a su
habitación, se puso algo de ropa y salió.
Estaba nublado. La calle desierta. Entró en la panadería de la
esquina y aplaudió porque la vio vacía. Mientras tanto, se acercó a
una heladera y sacó dos cajas de leche descremada, como se tomaba
en su casa. Desde el fondo, apareció una chica que le dijo “¡Buen
día!, perdón, estaba sacando las facturas”, y le sonrió. Después se
acomodó un mechón de pelo rubio detrás de la oreja y le preguntó
en qué lo podía ayudar.
“Esto nomás”, contestó él, pero pensó en comprar
medialunas o alfajores para hacer más tiempo. Miró alrededor
mientras ella colocaba la mercadería en una bolsa de plástico.

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Fabrizio Li Gambi

“Doce pesos, sería”, dijo la chica, y entonces se volvió hacia


ella. Era muy jovencita, aunque calculó que seguramente tenía unos
años más que su hija. Eso lo habilitaba a observarla como lo estaba
haciendo.
“Bueno”, dijo buscando el cambio en su billetera. “Mirá,
justo”, se alegró y le entregó el dinero exacto con ánimo de triunfo.
Ella le agradeció el favor y él tomó la bolsa, pero antes de
darse vuelta sintió un cosquilleo en la garganta y le habló otra vez.
“Disculpá… ¿vos sos nueva, no?”.
“Sí”.
“Pero, ¿sos de por acá?”.
“Más o menos. Soy de barrio Marquez”.
“Ah, está bien…como nunca te había visto… por eso
preguntaba”.
“Claro, es que sí, hace dos días que estoy trabajando”,
contestó ella y miró hacia atrás. Él entendió que la había puesto
incómoda.
“Bueno, un gusto, che”, dijo para despedirse y se fue.
Volvió a su casa con pasos lentos. Pensó que era un
estúpido y que debía hacer dieta, quizás dejar de comer tanto pan.
Se preparó un café con leche sin azúcar, cerró la puerta del comedor
y se sentó a tomarlo en silencio. Un momento más tarde, se asomó
su mujer.
“Jorge…”, dijo con la voz ronca y bajita. “¿Qué hacés?”
“Nada”, contestó y tomó un trago. “Fui a comprar leche,
que no había”. Después agarró el control remoto y prendió el
televisor.
“Ah, bueno”.

78
Sobre las complicaciones de vivir sin nombre

La mujer se preparó un té, buscó unas galletas de cereales y


se sentó frente a su esposo a ver el noticiero.
“¿Querés?”, le preguntó.
“No, estoy bien”, dijo él, mirándola de reojo, y regresó la
vista a la pantalla.
Ella sopló el té y comentó que estaba hirviendo, pero Jorge
no le prestó atención e hizo zapping.
“La verdad que estuvo buena la película de anoche”.
“Sí, estuvo linda…”, contestó él y subió el volumen para
escuchar las novedades deportivas.
“Bajá un poco que está durmiendo Vale”.
“No va a escuchar nada, si volvió como a las seis”.
“Está muy fuerte igual”, se quejó, y entonces él le hizo caso.
La mujer levantó las tazas y comenzó a lavar unos platos.
“¿Tenés cosas que hacer hoy?”.
“Sí, estoy atrasado con el laburo”.
“Está bien”, dijo ella y cerró el agua. Luego abrió el freezer.
“¿Te parece que haga unos ravioles con salsa mixta o algo así?”.
“Puede ser”, respondió y sacó la computadora de su maletín.
“Bueno. Igual tengo que ir al súper. Me baño y voy. Tipo
dos comeremos para que descanse Vale, ¿sí?”.
“Sí, no hay drama”, terminó él, se enderezó en la silla y con
un suspiro se dispuso a escribir en su notebook.
Finalmente la mujer lo dejó solo. Él se pasó la mano por la
cara, apagó la televisión y se quedó mirando su reflejo distorsionado
en el cristal. Después se fijó en la hora. Hacía mucho que no
organizaba un asado, lamentó, pero le sirvió de consuelo pensar que
a Valentina no le gustaba tanto la carne y que, al fin y al cabo, no
eran una familia numerosa.

79
Fabrizio Li Gambi

Se distrajo con unos mails que debía atender y pronto


consiguió entrar en el ritmo del trabajo.
Cuando su mujer regresó, le pidió que la ayudara a bajar las
bolsas. Él trajo todas las que pudo de un solo tirón y ordenó los
productos en las alacenas. Ella entró con lo último, dejó su cartera
en una silla y le dijo “gracias”.
“No es nada”, respondió y se sintió ofendido. “Como si
nunca lo hiciera”, pensó, y entonces acomodó unas latas y se sentó a
continuar con lo suyo.
Valentina entró arrastrando las piernas y les dio un beso a
sus padres entre balbuceos. Todavía tenía rímel en los párpados.
“¿Cómo está la bella durmiente?”, dijo su madre. “¿Cómo la
pasaste?”.
“Bien. Igual que siempre”.
Después comentó que una de sus amigas se había peleado
con el novio y que estuvieron aguantándola en su departamento
hasta que se tranquilizó.
“Nosotros fuimos a ver una peli”, contó la madre. “La que
salió hace poco del hijo de Darín, ¿cómo se llamaba, Jor?”.
“Muerte en Buenos Aires”.
“¡Ah, sí!”, dijo la hija. “Dicen que está buena”.
“Sí, la verdad que actúa bien el chico”.
“Más o menos”, dijo Jorge.
“¿Pero no dijiste que te había gustado?”
“Sí, más o menos. No me pareció la mejor, tampoco”,
contestó y siguió ojeando unos papeles que tenía en la mesa.
La mujer aplastó las bolsas del supermercado y las guardó en
una puertita al lado de las papas. Después buscó un pimiento y
empezó a cortarlo en pedacitos.

80
Sobre las complicaciones de vivir sin nombre

“Bueno, ahí vuelvo”, dijo Valentina y se fue a su habitación.


Al rato estuvo lista la comida.
“¡Vení, que ya ponemos la mesa!”, gritó la mujer por encima
del sonido de la televisión que otra vez estaba prendida.
“¿Podés secar los cubiertos?”, le dijo a su esposo.
“Ahí voy”, respondió él, escribió algo más en su
computadora y la cerró.
Después se sentaron.
“¿Está rico?”, preguntó la madre.
“Sí”, contestaron juntos los otros dos.
“¿No hay nada que no sean noticias o deportes?”
Jorge le alcanzó el control y le dijo “No sé, fijate”.
Ella pasó por algunos canales y dejó en un programa de
viajes.
“¿Vos qué hacés hoy?”, le preguntó a su hija.
“Nada, tengo que estudiar”.
“Yo la voy a ir a visitar a la abuela, si querés venir”.
“¿Estás viendo esto?”, interrumpió Jorge.
“¡Sí! ¡Estamos charlando!”, contestó ella levantando la voz.
Después siguieron comiendo. En la tele mostraban un
pueblo de Noruega cubierto de nieve y hablaban sobre la Aurora
Boreal.
Valentina pidió permiso y se levantó. Él se quedó
esperando. Su esposa comía despacio y miraba el plato.
“¿Querés más?”, preguntó ella cuando terminó.
“No, gracias”, dijo él. Dejó las cosas en el lavadero y volvió
a sacar su computadora.
“¿Un té?”
“No, estoy bien”.

81
Fabrizio Li Gambi

“No parece”, contestó la mujer y se puso a lavar los pocos


platos que habían ensuciado.
Jorge salió del comedor. “Voy a dormir un rato. Me levanté
temprano y estoy cansado”, anunció. Cerró las cortinas y la puerta
de su habitación, y dio vueltas en la cama pensando que si fuera más
joven se iría solo de vacaciones a Noruega, que ver esos colores en
el cielo debía ser lo más hermoso y terrible del mundo, que nunca
era tarde para aprender a esquiar y que si tuviera veinte años menos,
en realidad, se iría allá con una chica como la de la panadería.
Se despertó aturdido y por un instante creyó que era de
madrugada. Caminó hasta el comedor y vio que su esposa estaba
leyendo.
“Hola”, le dijo. “¿No te ibas a ir a lo de tu mamá?”.
“No, al final preferí quedarme”, contestó y le sonrió. “Qué
cara, che…¿querés mate?”.
“Después…voy a comprar unos criollos”.
Esta vez se peinó y se puso una remera roja y un pantalón
deportivo que le quedaba bien.
Salió y la luz del atardecer logró despabilarlo. La brisa fresca
de la tarde le erizó la piel y se sintió un poco nervioso. Entró a la
panadería y nuevamente aplaudió porque no había nadie en el
mostrador. Se paró derecho y esperó ansioso, pero del otro lado
apareció una señora grande que le dijo “¿Cómo le va?” y se
acomodó el delantal.
Él tardó en reaccionar.
“Bien… un cuarto de criollos por favor”.
La señora los puso en una bolsa, los pesó y le preguntó si
quería algo más.

82
Sobre las complicaciones de vivir sin nombre

“No”, dijo él y le entregó un billete de diez pesos. Ella le dio


el vuelto y le dijo “Gracias”. Jorge quiso preguntarle sobre la chica,
pero justo en ese momento entró otra persona en el local, así que
tomó sus cosas y partió.
Pensó que era un idiota, que claro, ella seguramente
trabajaba a la mañana, y después se dio cuenta que él también
trabajaba desde las ocho y que iba a tener que esperar hasta la
semana siguiente para volver a encontrarla.
Llegó hasta la puerta de su casa, frenó un momento, y
decidió seguir caminando. Giró en la esquina y fue hasta la plaza.
No había nadie. Pensó que era lógico porque estaba fresco y
nublado, y lamentó no haberse llevado un abrigo. Se ubicó en un
banquito a comer un criollo. Seguían calientes. La masa se hacía
espesa en su boca y dejaba rastros pegados en sus muelas. Deseó
tener algo para tomar, pero de todas maneras comió otro. Luego, se
acercó a una hamaca y se balanceó con la cabeza colgando hacia
atrás. Se entretuvo pensando que si alguien lo viera, le diría que ya
estaba grande para andar haciéndose el loco. Y quizás era verdad. El
ruido de unas turbinas lo sacó del estupor y un avión se acercó
desde lejos y cruzó el cielo sobre él. Cuando todo estuvo en silencio
una vez más, le dio vergüenza quedarse allí, así que se paró de un
salto y volvió.
En el comedor, la mujer seguía sentada con su libro. Tenía
el termo al lado. Jorge dejó los criollos sobre la mesa.
“Había mucha gente”, se excusó.
Ella sirvió agua y le pasó un mate.
“¿Qué estás leyendo?”, preguntó él.
“Juegos de Tronos. Me lo recomendó Vale”.

83
Fabrizio Li Gambi

“Ah…”, dijo y dio un sorbo mirando la pared. En la cocina


se escuchaba únicamente el murmullo de una hornalla prendida.
“Sandra… ¿viste la gente que se sienta afuera de los aeropuertos?”
“Sí, ¿por?”
“Se pasan toda la tarde ahí, viendo cómo los demás se
van… ¿Será que nunca han viajado?”, preguntó y le devolvió el
mate.
“Y sí… puede ser, ¿qué se yo?”.
“Es que a veces me dan ganas de ir, ¿sabés?…”, siguió y
luego la observó a los ojos. “¿A vos no?”.
A ella le temblaron los labios y sin aviso empezó a llorar.
Afuera ya estaba oscuro. Intentó secarse las lágrimas y al fin, entre
sollozos, pudo hablar.
“Sí…ahora que lo decís, a mí también… Pero hoy no, Jor”,
dijo. “Hoy no”.
Después fue al baño a lavarse la cara y él se quedó en su
lugar, inmóvil. Abrió su computadora una vez más y en internet
buscó la hora de Noruega. Era la una de la mañana del día lunes. El
domingo ya había terminado.

84
Sobre las complicaciones de vivir sin nombre

85
Fabrizio Li Gambi

-SOBRE BORDE PERDIDO EDITORA-

BORDE PERDIDO EDITORA es un proyecto autogestivo de la


ciudad de Córdoba, Argentina, que comenzó su trajinar editorial en
en 2013 y tiene como premisa poder cruzar, atravesar y habitar, las
prácticas de la literatura y las artes visuales. Sabiendo la endeble
línea que divide géneros, la editora lleva adelante tres colecciones,
una de ellas de poesía, otra de narrativa y una dedicada al dibujo. El
concepto con el cual armamos el catálogo de BORDE tiene que ver
con los compromisos y pasiones asumidos por los editores y l*s
autores con sus obras y trabajos, compromisos de orden existencial,
ya que no concebimos un arte separado de la vida. Nuestras
ediciones se caracterizan por una fuerte impronta visual que cuida
tanto del diseño de interior como del arte de tapa, que siempre lleva
una obra visual realizada para la ocasión. El proceso de producción
del objeto-libro es artesanal: tanto el cosido, como el doblado, el
encuadernado, y el armado total de nuestros libros, es desarrollado
tracción a sangre. Muchas de las ediciones del BORDE incluyen, a
modo de epílogo, un texto crítico que intenta ofrecer una mirada,
una lectura, de la obra publicada. Pensamos a BORDE PERDIDO
como un proyecto laboral que intenta resignificar el trabajo
editorial, manteniendo un trato cercano con l@s autores, cuidando
en detalle las ediciones, y generando modos de circulación diversos.

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Sobre las complicaciones de vivir sin nombre

Borde Perdido Editora


Títulos publicados

Poemas Sentimentales, Silvio Mattoni


Lago de cenizas, Héctor Márquez
I, o el lugar del caos, Pablo Toia
Animalia, Sebastián Maturano
Campeón, Ioshua
Ejército de Salvación, Guillermo Antich
Niña Soviética, Liria Evangelista
La Bestia Negra del Proletariado, Gastón Moyano
Pollitos, Pablo Giordano
Sin más compañía que una linterna, Germán Arens
Distante, Lucas Di Pascuale
Respiromundo, Coty Olea
Estructural, Florencia Breccia
Cuásar, Juan Revol
El cielo es para los ángeles, Mariela Laudecina
Vertiente, Luciana Sastre / Sebastián Huber
Mate c/Pizza, Martín Moureu
La muerte de Charlie Sheen, Emanuel Gatto
Los restos permanentes, Christian Hertel
Profano, Rodolfo Schmidt
Niña Soviética (aumentada y corregida), Liria Evangelista
Tres experimentos para decir lo mismo, Javier Martínez Ramacciotti
Mi monstruo punk, Pablo Espinoza
Sobre las complicaciones de vivir sin nombre, Fabrizio Li Gambi

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Fabrizio Li Gambi

Post Scriptum

Si el libro es instrumento de saber, es arma de guerra:


palabra escrita que viaja por los cuerpos de quienes
quemados aún sueñan con el viaje, la excursión,
el sin sentido liberador: el deseo de lo imposible
(que no es el deseo de lo inasible).
En franca tensión fraudulenta con este
mundo literario -y literal-,
aparece BORDE PERDIDO EDITORA:
espacio-movimiento para (re)encontrarnos
quienes lean, escriban, editen:
actora-movimiento, acción-insinuación, intriga-movimiento:
proyecto laboral de edición de escritorxs sean
de los espectrales territorios que nos rodean o no, sean
de esta tierra, la tierra de los vivos que mueren, o de la otra,
la tierra donde viven los que mueren o no.
Entre ese espacio de muertos y vivos,
de muertos-vivos, y de vivos-muertos,
aparece la fantasmática BORDE PERDIDO.

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Sobre las complicaciones de vivir sin nombre

Índice

Sobre las complicaciones de vivir sin nombre....................................7

Migrar…………………………………………………………………...9
Lavandina…………………………………………………………….11
Julián…………………………………………………………………...13
Diagnóstico…………………………………………………………….15
Mochila………………………………………………………………...17
Razón…………………………………………………………………..19
Café……………………………………………………………………21
Ducha………………………………………………………………….23
Sueños…………………………………………………………………25
Baño……………………………………………………………….…...27
Niños…………………………………………………………………..29
Rutas…………………………………………………………………...31
Pueblo…………………………………………………………………34
Noche………………………………………………………………….36
Hospital………………………………………………………………..38
Terraza………………………………………………………….……...41

Otros asuntos…………………………………………………………45

En bajada..……………………………………………………..………47
Tres hielos……………………………………………………………...54
Esneldo………………………………………………………………...61
Sobras………………………………………………………………….68
En Noruega……………………………………………………………77

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Fabrizio Li Gambi

Sobre Borde Perdido Editora…………………………………………..86


Títulos publicados……………………………………………………...87
Post Scriptum………………………………...………………………...88

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