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Prólogo 11
J osep Fontana
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las medidas ilustradas impusieron en el siglo XVIII una recaudación más efi-
ciente del tributo, cuya administración fue recuperada por las Cajas centra-
les de Manila, este se convirtió nuevamente hacia finales de siglo en el mayor
ingreso del Tesoro, y sólo resultó rebasado por el estanco del tabaco que, no
hay que olvidarlo, constituía un gravamen que recaía también sobre la eco-
nomía campesina.
El trabajo que conforma esta tercera parte hace alusión a cómo se cons-
truyó en la historiografía imperial esta ficción de una Hacienda deficitaria.
La invención comenzó a principios del siglo XVII, en los escritos de los prime-
ros cronistas filipinos, en especial los que obtuvieron mayor difusión en Es-
paña y en México –los del oidor Antonio de Morga y el jesuita Pedro Chiri-
no, quienes al fin y al cabo representaban los intereses de la Administración
española en las islas– al demandar mayores ayudas del virreinato novohispa-
no, ciertamente en un momento delicado como era el de la ruptura de las
hostilidades con Holanda. Pero lo más significativo es que la ficción se man-
tuvo durante los siglos XVIII y XIX , con algunas excepciones, y alcanzó a los
historiadores contemporáneos, de Chaunu a Bauzon. Pierre Chaunu se limi-
ta, después de un excelente trabajo de recopilación de datos en el Archivo
General de Indias sevillano, a presentar las primeras cifras de la Hacienda
central, sobre la base de las cartas-cuenta que son los resúmenes agregados
anuales de los ingresos y gastos que aparecen detallados en los legajos. Des-
conocía, con todo, el papel de las Haciendas provinciales, donde se contabi-
lizaba una parte de las cuentas del complejo tributario, la referente al tributo
indígena. Por su parte, Leslie Bauzon sólo acredita información cuantitativa
de la segunda mitad del siglo XVIII que obtuvo en el Archivo General de la
Nación de México, para diseñar la construcción de su deficit government, pro-
yectando sobre el pasado lo sucedido en el último tercio del siglo XVIII, cuan-
do la ayuda fiscal mexicana volvió a incrementarse presionado el virreinato
por la necesidad de aumentar la inversión militar por las guerras finisecula-
res. Toda esta problemática aparece reflejada en el capítulo cinco (“Sobre la
naturaleza de la fiscalidad imperial en las islas, 1565-1804: lugares comunes
y evidencias empíricas”), traducido recientemente al inglés.
La cuarta parte de este ensayo estudia algunos de los ingresos de la
Hacienda Real más significativos: el tributo indígena en el capítulo sexto, los
repartimientos de dinero en el séptimo y, finalmente, el situado mexicano en
el octavo. Respecto al tributo (“‘¿Qué nos queréis, castillas?’ El tributo indí-
gena entre los siglos XVI y XVIII”), se realiza una investigación histórico-jurídi-
ca desde su aparición en plena conquista hasta acabar el siglo XVIII. Presenta,
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contaminada como se ha dicho por fuentes del último tercio del siglo XVIII,
cuando sin embargo el ingreso conserva fuentes propias que arrancan de
fines del siglo XVI, que se prodigan durante el XVII, apremiada la administra-
ción española por las guerras con Holanda en el Pacífico en la primera mitad
de la centuria, hasta la independencia mexicana. Sin duda, la ayuda militar
fue decisiva para mantener la defensa de las islas –y del imperio del Portugal
de los Filipes– durante la primera mitad del seiscientos y, sobre todo, para
obligar a los holandeses a mantener una fuerte inversión militar en Asia,
frenando de esta manera sus agresiones a América. Pero firmada la Paz de
Westfalia y emancipado definitivamente el imperio luso de la tutela españo-
la, el situado resultaba totalmente innecesario porque el complejo tributario
era suficiente para mantener los gastos originados en las islas. Sin embargo,
los distintos gobiernos de la colonia asiática se resistieron tercamente a pres-
cindir de ese recurso extraordinario, pese a la presión novohispana –justifi-
cándolo, como ya señalamos, con una exagerada peligrosidad de los ataques
de los piratas moros, que exigía la formación de costosas armadas de casti-
go–, cuando en realidad los propios gobernadores eran los mayores carga-
dores del galeón, una práctica que tenían prohibida expresamente por las
leyes de Indias, utilizando para ello el líquido de las Cajas reales, como evi-
dencian los juicios de residencia que conservamos. El capítulo aporta tam-
bién dos elementos inéditos. En primer lugar, reconstruye las cifras brutas y
netas del situado a partir de los envíos de las Cajas de Acapulco y México,
publicadas por TePaske y Klein, que se correlacionan con las cantidades
recibidas por la Hacienda de Manila. Pero existe otra cuestión, más bien un
tópico, que consideraba que el situado recibido alcanzaba la cifra anual de
250 000 pesos. Esto es particularmente incierto para la primera mitad del
siglo XVII, cuyas cifras resultaron muy superiores, mientras que la cantidad
mencionada no se estableció por real orden hasta 1675 (y no 1687, como se
ha escrito). A finales del siglo XVII se produce otra modificación que impone
México y que consiste en descontar el exceso de todas las cantidades supe-
riores a esa cifra en los situados sucesivos, lo cual resultó muy relativo ante
el apremio constante de los gobernadores filipinos. También durante las con-
tiendas de fines del siglo XVIII, especialmente a partir de la guerra de los Diez
Años, las necesidades militares hicieron subir exponencialmente las ayudas
novohispanas. Sin embargo, la medida resultaba ya del todo innecesaria
porque la Hacienda filipina resultaba ya formalmente autosuficiente desde la
implantación del estanco del tabaco y, anteriormente, por la mayor eficacia
en la recaudación del tributo que se incorpora desde mediados del siglo XVIII
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