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Contraelegía, de José Emilio Pacheco

Book · January 2009

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Francisca Noguerol
Universidad de Salamanca
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CONTRAELEGÍA
JOSÉ EMILIO PACHECO

CONTRAELEGÍA

Introducción, edición y selección de


FRANCISCA NOGUEROL

XVIII PREMIO REINA SOFÍA


DE POESÍA IBEROAMERICANA

EDICIONES UNIVERSIDAD DE SALAMANCA PATRIMONIO NACIONAL


BIBLIOTECA DE AMÉRICA, 42
©
José Emilio Pacheco, 2009
D. R. © 1963-2009,
Ediciones ERA S.A. de C. V., México

© de esta edición:
Ediciones Universidad de Salamanca
y Patrimonio Nacional

© de la introducción, edición y selección:


Francisca Noguerol

© Francisco Toledo, VEGAP, Salamanca 2009


de los dibujos de las páginas 182, 212 y 230

© de las fotografías:
sus autores y propietarios

1.ª edición: septiembre, 2009


I.S.B.N.: 978-84-7800-243-6
Depósito legal: S. ????? -2009

Patrimonio Nacional:
I.S.B.N.: 978-84-7120-432-5
N.I.P.O.: 006-09-079-7

Motivo de cubierta:
© Vicente Rojo
Volcán encendido. Aguafuerte y aguatinta al azúcar
Museo José Guadalupe Posada,
Instituto Cultural de Aguascalientes, México, 2001

Ediciones Universidad de Salamanca


Apartado Postal 325
E-37080 Salamanca (España)

Patrimonio Nacional
c/ Bailén, s/n
E-28071 Madrid (España)

Fotocomposición, impresión y encuadernación:


Imprenta Kadmos

Impreso en España-Printed in Spain

Todos los derechos reservados. Ni la totalidad ni parte de este libro


puede reproducirse ni transmitirse sin permiso escrito de
Ediciones Universidad de Salamanca y de Patrimonio Nacional

CEP. Servicio de Bibliotecas

PACHECO, José Emilio


Contraelegía / José Emilio Pacheco ;
edición, introducción y selección, Francisca Noguerol.
—1a. ed.—Salamanca : Ediciones Universidad de Salamanca, 2009
352 p. —(Biblioteca de América ; 42)
XVIII Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana
I. Noguerol Jiménez, Francisca.

821.134.2 (72) -1 “19”


Leerse en Pacheco
FRANCISCA NOGUEROL
INTRODUCCIÓN
El 7 de mayo de 2009, un jurado conformado por
personalidades de diversos ámbitos culturales deci-
dió concederle el XVIII Premio Reina Sofía de Poe-
sía Iberoamericana a José Emilio Pacheco. Pocas
veces un galardón ha parecido más justo en el
mundo de las letras, pues el escritor mexicano, como
sus compatriotas Alfonso Reyes y Octavio Paz,
como Jorge Luis Borges, constituye por sí mismo
una literatura.
Ya lo señalaron con agudeza ante la prensa dos
miembros de la comisión que conocen bien la obra
de Pacheco. Para Jaime Siles: «Es el único poeta pos-
terior a Octavio Paz que ha creado un universo
auténticamente propio, trabajando prácticamente
todos los tonos del lenguaje, el poema confidencial,
el irónico, el de lo cotidiano». Por su parte Luis
Antonio de Villena, a quien debemos el magnífico
estudio y la antología que lo dio a conocer al público
español1, lo definió como un «autor vitalísimo y cre-
ativamente caótico, una poesía que hace vibrar
tanto el corazón como el entendimiento».

1
José Emilio Pacheco. Madrid, Júcar, 1986.

9
Se ha hecho pues justicia a un autor nominado
para la consecución de este galardón desde hace al
menos una década, y que año tras año ha quedado
alineado entre los primeros. Y no es para menos,
cuando se trata del «mejor poeta mexicano vivo»
según la encuesta que llevó a cabo la revista Letras
Libres en febrero de 2005; un autor que este año ha
sido homenajeado sin cesar por su 70º aniversario,
incontestable tanto para la crítica como para el
público, y que goza de una gran popularidad entre los
más jóvenes.
Atento a todo lo que ocurre –su acento en la
observación lo llevó a describir el arte como «aten-
ción enfocada»2 y a presentarse como un «ojo en lla-
mas»–3, no desdeña ninguna noticia, de lo que dan
buena idea los periódicos que lee cada día, su voraci-
dad como lector –que lo ha hecho poseedor de una
cultura enciclopédica– y su conocimiento de los más
nimios detalles relacionados con la vida cultural
mexicana.
Por esta misma curiosidad ha explorado formas
plurales de discurso a lo largo de su trayectoria litera-
ria, que abarca ya más de cincuenta años y se extien-
de a cuatro áreas fundamentales de creación: poesía,
narrativa –cuento, nouvelle y novela–, divulgación
cultural –crítica literaria, periodismo, labor editorial,

2
«Pasamos por el mundo sin darnos cuenta, /sin verlo,
/como si no estuviera allí o no fuéramos parte/ infinitesimal de
todo esto./ (…) Por esa misma causa nos reímos del arte/ que
no es a fin de cuentas sino atención enfocada». «Las ostras», en
Tarde o temprano. Poemas 1958-2000. México, FCE, 2000, p.
435. Citaré los textos no incluidos en la presente antología a
partir de esta edición.
3
En «Las palabras de Buda» leemos: «Todo el mundo está
en llamas. / Lo visible/ arde y el ojo en llamas lo interroga»
(147).

10
investigación histórica– y otras formas literarias: tea-
tro –aparecido tempranamente en algunas revistas–,
guiones de cine, adaptaciones para la escena de otros
autores, traducciones y, por fin, versiones libres de
otros textos, a las que ha denominado certeramente
«aproximaciones».
Pero, a pesar de esta abundante producción en
otros géneros, su vida siempre ha estado marcada por
la poesía, labor constante a lo largo de los años
–entre la aparición de cada uno de sus títulos suelen
mediar de tres a cinco años–4 y en la que ha cosecha-
do galardones tan prestigiosos como los siguientes:
Premio José Asunción Silva a El silencio de la luna
como mejor libro de poemas en español publicado
entre 1990 y 1995; Premio Iberoamericano de Letras
José Donoso (2001); Premio Internacional Octavio
Paz de Poesía y Ensayo (2003); Premio de Poesía
Iberoamericana Ramón López Velarde (2003); Pre-
mio Internacional Alfonso Reyes (2004); Premio
Iberoamericano de Poesía Pablo Neruda (2004) o,
finalmente, el Premio Internacional de Poesía Ciu-
dad de Granada-Federico García Lorca (2005).
Su obra lírica se encuentra integrada hasta el
momento por catorce volúmenes, que abarcan de
1963 a 2009: Los elementos de la noche (1963), El
reposo del fuego (1966), No me preguntes cómo pasa el
tiempo (1969), Irás y no volverás (1973), Islas a la

4
Quizás sorprenda el lapso de nueve años transcurrido
entre la aparición de Siglo pasado (desenlace) (2000) y Como la
lluvia y La edad de las tinieblas, publicados hace escasos meses.
Este hecho se explica porque Como la lluvia se encuentra consti-
tuido por cinco secuencias extensas –que podrían constituirse
en poemarios ellas mismas–, y porque se han publicado en el
mismo año dos libros del autor, con lo que se mantiene la regu-
laridad de su producción.

11
deriva (1976), Desde entonces (1980), Los trabajos del
mar (1983), Miro la tierra (1986), Ciudad de la memo-
ria (1989), El silencio de la luna (1994), La arena
errante (1999), Siglo pasado (desenlace) (2000), Como
la lluvia (2009) y La edad de las tinieblas (2009).
En sus páginas se han ido integrando algunos
títulos –Al margen, Prosa de la calavera, Jardín de
niños– publicados originalmente por separado, y
ellos mismos han pasado a formar parte de las sucesi-
vas ediciones de Tarde o temprano, que en su primera
aparición de 1980 abarcaba desde Los elementos de la
noche a Desde entonces e incluía al final una sección
con todas sus «Aproximaciones», y que en su segun-
da y –hasta ahora– última versión (2000), engloba
todos sus poemarios hasta Siglo pasado (desenlace),
pero omite las traducciones.
Todo ello da fe de un hecho incuestionable: los
poemarios no constituyen para Pacheco las mónadas
de significación de su literatura. Así lo señala en el
prólogo a la primera edición de Tarde o temprano:

Para algunos autores la unidad de composición es


el libro; los más no hacen propiamente libros, sino
poemas sueltos. Por mi parte, (…) procedo por
cuadernos o capítulos que tienen cierta unidad
interna o aspiran a ella. Con objeto de no aumen-
tar innecesariamente mi bibliografía, preferí no
publicarlos uno por uno, sino en volúmenes dividi-
dos en secciones5.

Los poemas integrados en estos libros evolucio-


nan desde un temprano neosimbolismo marcado por
la introspección, en los que la meditación sobre el
paso del tiempo resulta fundamental, a textos más

5
Tarde o temprano. México, FCE, 1980, p. 11.

12
atentos al hic et nunc, que no desdeñan el lenguaje
conversacional ni la ironía para ofrecer una imagen
de nuestra existencia tan lúcida como desesperanza-
da. En esta situación, sólo algunos luminosos instan-
tes de contemplación –de la belleza, del arte, de la
naturaleza– salvan al sujeto poético, momentos plas-
mados por Pacheco en poemas intensamente líricos
y exponentes preclaros de su amor a la vida, siempre
fugitiva pero, por ello, especialmente valiosa.
Como ya señalara el recientemente fallecido
Mario Benedetti, quien tanto admirara al mexicano
y que, en su propio discurso de recepción del VIII
Premio Reina Sofía, lo señaló como ejemplo de poeta
total:

El gran atractivo de esta obra poética es su cons-


tante bucear, con palabras conocidas, en lo desco-
nocido (…). Su poder de comunicación con el lec-
tor obedece sobre todo a su sorprendente
capacidad para encarar, con un lenguaje asequible
y cercano, los más intrincados problemas de la
existencia, y aun para dejar constancia de su no
resignación al inevitable aniquilamiento, al len-
guaje de la nada6.

En cuanto a su filiación literaria, se le puede apli-


car la definición de clásico que ofreciera Borges en
«La postulación de la realidad»7. Frente al escritor
romántico, que busca la originalidad en sí y reflejar
su yo, el clásico emplea la expresión más adecuada
para su tema y cree en la literatura hecha por todos

6
«La poesía abierta de José Emilio Pacheco», en La hogue-
ra y el viento: José Emilio Pacheco ante la crítica. México, ERA,
1993, pp. 126-133 (126).
7
«La postulación de la realidad», en Obras completas I.
Buenos Aires, Emecé, 1989, pp. 217-221.

13
más que en su valor como creador individual. En
este sentido, en la línea de escritores admirados
como Lautréamont, Valéry, Antonio Machado,
Eliot, Paz, Juan Ramón Jiménez o el mismo Borges,
rechaza la idea de genialidad y la concepción de obra
perfecta –en el sentido de acabada–, manteniendo
sus textos en un proceso de continua revisión.
Pocos autores pues más dispuestos a investigar
otras formas de expresión. Asumiendo que «ya está
todo dicho», en sus creaciones bebe de las más diver-
sas corrientes líricas –del Modernismo a la poesía
oriental, del Barroco hispánico a la New Poetry nor-
teamericana–, rinde homenaje a incuestionables
maestros de la literatura –Quevedo, Eliot, Borges,
Paz– y, por lo mismo, escribe como quien traduce y, a
la inversa, traduce creando.
Noé Jitrik lo muestra como es; un poeta que aúna
creación y pensamiento, heredero de una literatura
conformada por imágenes imperecederas:

Los textos de Pacheco suspenden el juicio y crean


un efecto de lectura; hay que detenerse en ellos,
hay que masticarlos antes de tragarlos, hay que res-
pirar hondo y pausado, no les cabe el arrebato ni el
oportunismo. Yo creo, por eso, que cumplen con
dos de las demandas fundamentales de una litera-
tura que perdura: no dejan dormir, porque son
insomnes; hacen pensar, porque son pensamiento
ellos mismos8.

Emprendamos pues la tarea de acercarnos a este


autor clásico, despojado de falsos énfasis y pintores-

8
«La escritura y su secreto, rememoraciones Pacheco
2004», en Pol Popovic y Fidel Chávez (coords.): José Emilio Pache-
co. Perspectivas críticas. México, Siglo XXI, 2006, pp. 71-83 (83).

14
quismos, al que le cabe el privilegio de haber sido
calificado con adjetivos tan contradictorios como
certeros –culturalista, imaginista, coloquial, neosim-
bolista, minimalista– por su concepción de la litera-
tura como arte total.

VIDA Y LITERATURA
Al describir la trayectoria biobibliográfica de
José Emilio Pacheco soy consciente de violar una
de las reglas básicas de su poética: «No conocer al
autor, y sí su obra». Sin embargo, a pesar de su reco-
nocido afán por permanecer en el anonimato, resul-
ta enriquecedor indagar en las circunstancias que
rodearon la génesis de una escritura raramente ajena
a lo que sucede a su alrededor.
Comienzo así por su nacimiento en 1939, sin
duda el año más trágico del siglo XX y muy significa-
tivo para entender la desesperanza que permea el
pensamiento del autor. Sus primeros años transcu-
rrieron en la calle Guanajuato 183 de la conocida
Colonia Roma, lugar que ya no existe como conse-
cuencia del devastador terremoto que asoló la ciu-
dad de México en 1985. Pacheco creció en una
ciudad aún tranquila donde existían ríos y se podían
ver los volcanes, marcado por un ambiente social de
clase media que supo plasmar perfectamente en su
magistral novela corta Las batallas del desierto
(1981).
Por parte de madre, procedía de una familia de
empresarios conservadores y católicos en la que des-
tacaba la abuela, que estimuló su fantasía y constitu-
yó –según él mismo ha reconocido en repetidas oca-
siones– su más reconocida influencia literaria.

15
José Emilio Pacheco a los cuatro años de edad

Por ellos, además, vivió largas temporadas en el


puerto de Veracruz, enclave retratado de forma agri-
dulce en El principio del placer (1972), y donde se des-
pertó su pasión por el mar.
El padre, que a pesar de sus orígenes humildes
logró una sólida formación gracias a su disciplina
–pagó sus estudios tocando en una banda de música–,
participó en la revolución desde 1910 y alcanzó el
grado de general de brigada en 1927. Sin embargo,
cayó de la gracia de Álvaro Obregón perdiendo cargo,
grado y trabajo cuando se negó a firmar el acta que
pretendía legalizar el brutal asesinato del general Fran-
cisco Serrano y presentarlo como consecuencia de un
Consejo de Guerra. Este hecho revela su probidad e
independencia de pensamiento, cualidades que here-
daría su hijo.

16
Aunque la familia no era especialmente culta, se
respetaban ciertos valores artísticos. Como comenta
Pacheco en entrevista con Luis García Montero:

El verso formaba parte de la vida. No era decir


«nosotros somos los que leemos poesía y los demás
no pueden o no saben». (…) Tuve la ventaja tam-
bién de crecer en parte en Veracruz, donde hay
una tradición sobre todo muy grande de música
popular, pero de música popular rimada. Yo tenía
tanto respeto por la poesía que tardé; primero
escribí prosa y después escribí versos9.

Esta etapa de su vida es continuamente revisitada


en su literatura, donde atiende a dos hechos igual-
mente amargos: la entrada al mediocre mundo de los
adultos –retratada en el cuento «Langerhaus», de El
principio del placer–, y las consecuencias de la repre-
sión sufrida a esa temprana edad, que impiden al
individuo vivir una vida plena en el futuro. Así se
explica que nuestro autor disfrutara en 2004 tradu-
ciendo los epigramas eróticos griegos arrancados por
los sacerdotes de las páginas de sus libros infantiles,
publicados en la revista Letras libres en enero de
2005 y que haya compuesto poemas como «El uso de
las palabras» (262) o «El fornicador» (280), donde
las palabras prohibidas revelan la censura a que fue
sometida su generación.
Afortunadamente, estos años contaron con otros
alicientes. Así, en la preparatoria del Centro Uni-
versitario de México el profesor de literatura José

9
«Entrevista con José Emilio Pacheco», La Estafeta del
Viento, 2.ª época, 04/03/2009. Edición digital. Sin paginación.
En <http://www.laestafetadelviento.es/conversaciones/con-
jose-emilio-pacheco> (Bajado el 17/08/2009).

17
Enrique Moreno de Tagle le enseñó a leer, entre
otros autores, a Borges y a Alfonso Reyes. Además,
muy pronto entabló amistad con Juan José Arreola,
quien le dictó su magnífico Bestiario y que, a pesar de
su reconocida exigencia, nunca vio necesario corre-
gir una línea a su joven amanuense.
A la influencia de Arreola –a quien aún no cono-
cía pero había leído– se debe, sin duda, el primer
cuento publicado por Pacheco, titulado «Tríptico
del gato» (1957) y a medio camino entre la narra-
ción, el ensayo y la disquisición naturalista. Asimis-
mo, fue Arreola el responsable de la publicación de
su primer libro, el volumen de cuentos de clara
impronta borgesiana La sangre de Medusa (1958).
En esta etapa, el joven José Emilio da a leer sus
textos a otros escritores consagrados como Octavio
Paz, Rosario Castellanos, Emilio Carballido, Carlos
Fuentes, Juan García Ponce, Luisa Josefina Hernández

Con Juan José Arreola

18
o Juan Rulfo, quienes siempre lo trataron, según él
mismo declara, con generosidad y paciencia, la
misma que él mostraría más adelante con los más
jóvenes.
Se trata de un momento de indecisión sobre el
futuro, en el que el aprendiz de escritor se interesa
por el teatro –buena prueba de ello son las piezas en
un acto «La reina» (1958) y «El pasado lo guardan
las arañas» (1960), aparecidas en revistas de la
época– y emprende diferentes carreras. Así, abando-
na Derecho a los 19 años por considerar que enseña-
ba a engañar a los pobres. Posteriormente, se inscri-
be en Filosofía en la UNAM, donde cursaría
estudios hasta 1964. Sin embargo, admite ante Elena
Poniatowska que, en este momento, obtuvo su ver-
dadera preparación fuera de las aulas: «Los suple-
mentos de Fernando [Benítez] y la Revista de la Uni-
versidad fueron mis verdaderas facultades de letras y
mis talleres literarios»10.
Así, el estudiante alternaba las más diversas lec-
turas con los paseos por la ciudad de México
–muchas veces junto a sus amigos Carlos Monsiváis
y Sergio Pitol– y una incansable actividad cultural
de la que dan idea las siguientes ocupaciones: editor
del programa de radio de la UNAM Entre libros;
director de la Biblioteca del Estudiante Universita-
rio; redactor del noticiero cultural Cine-Verdad, que
se proyectaba en las salas durante la década de los
sesenta y que, junto a su elaboración de guiones
–algunos ganadores de importantes premios– y su
colaboración con directores como Arturo Ripstein,
dan idea de su interés por el séptimo arte; coordina-
dor con Monsiváis del suplemento juvenil de Esta-

10
Elena Poniatowska: «José Emilio Pacheco: naufragio en el
desierto», La Jornada Semanal, 19 de agosto de 1990, pp. 35-46 (44).

19
ciones (1957-58); secretario de redacción de México
en la Cultura (Novedades) en 1961, secretario de
redacción de La cultura en México (Siempre) de 1962
a 1971 –exceptuando 1968, año en que el puesto fue
ocupado por Monsiváis– y, finalmente, colaborador
de la Revista de la Universidad de México, donde llegó
a ser secretario de redacción y en la que contó con su
primera sección literaria.
Con ella inaugura una serie de columnas semana-
les –«El minutero», «Calendario»– que culminarían
en la justamente reconocida «Inventario» –actual-
mente con más de setecientas entradas–, comenzada
en 1960, continuada en el Excelsior de Julio Scherer
de 1973 a 1976, y aparecida en la revista Proceso
desde 1976. En ella, así como en sus otras colabora-
ciones periodísticas –en Novedades, Revista Mexicana
de Literatura, Diálogos, El Heraldo de México, Plural,
Vuelta, Letras Libres, La Cultura en México o Siem-
pre!– investigará aspectos desconocidos de la vida

En la Universidad de Berkeley (1981)

20
cultural mexicana en los siglos XIX y XX, dará a cono-
cer autores olvidados y establecerá puentes entre
diversas literaturas. Ya en este periodo adopta como
divisas de su escritura el rigor intelectual, la erudi-
ción y la modestia, hecho que lo ha llevado a firmar
algunos de sus trabajos con iniciales o seudónimos
(entre otros, Daniel López Laguna, Juan Pérez Pine-
da o Ricardo Ledesma).
Conocemos así una de las profesiones que elegiría
como modus vivendi, y que desde entonces ha alternado
con la investigación –en el Instituto Nacional de
Antropología e Historia– y la docencia –en la Casa del
Lago y el Centro Universitario de Teatro de la
UNAM– y, como profesor visitante, en diversas uni-
versidades de Estados Unidos, Canadá y el Reino
Unido. De hecho, ha llegado a obtener el título más
alto de la Academia norteamericana: Distinguished Pro-
fesor Emeritus, otorgado por la Universidad de Mary-
land.
Gracias a estas ocupaciones pudo cumplir lo que
Carlos Monsiváis pedía para su generación: «El
escritor debe, primordialmente, escribir, profesiona-
lizarse por entero. La imagen del escritor burócrata o
político empieza a desvanecerse»11. De ahí, asimis-
mo, su alergia a intimar con el poder, lo que le ha
proporcionado una incuestionable independencia
política.
Estos años de intensa vida cultural lo llevarán a
establecer lazos con lo más granado de la intelligentsia de
su tiempo. Así, alrededor de La Cultura en México se
reunieron Eduardo Lizalde, José Carlos Becerra,
Gabriel Zaid, Emmanuel Carballo, Juan García Ponce,

11
La poesía mexicana del siglo XX. México, Empresas Edito-
riales, 1966, p. 68.

21
Juan Vicente Melo, Huberto Batis, Elena Poniatowska
y Carlos Monsiváis, que compartía con Pacheco el
cargo de Jefe de Redacción del suplemento. Algunos de
ellos conformaron la «Mafia» que dio título a la novela
homónima de Luis Guillermo Piazza (1967), donde se
les tildó de jóvenes presuntuosos, extranjerizantes y sig-
nados por las relaciones de nepotismo. Quizás el escri-
tor argentino no supo ver el propósito de esta
generación, voluntariamente alejada de los tipicismos
vernaculares imperantes en la vida mexicana desde los
años treinta, y que se reconocía más cercana a los pos-
tulados de la cosmopolita generación de los Contem-
poráneos que a las carismáticas figuras del muralismo.
Como señala José Joaquín Blanco en relación a estos
años:

El nacionalismo de puño en alto [el del muralismo


e indigenismo posteriores a la Revolución Mexica-
na] se cambió por el nacionalismo de prestigio
moderno (en oposición al viejo nacionalismo fol-
clórico de vestirse de tehuana y tocar sinfonías
indias). De este modo, la alta cultura (…) se vol-
vió una imposición, en cuanto aumentaba el pres-
tigio exterior y respondía a los deseos de la nueva
clase «culta» capitalina12.

Desde el punto de vista social, asistimos al final


de una época generalmente placentera para los sec-
tores de clase media, que comienza a enturbiarse por
el crecimiento desorbitado de la capital y una crisis
socioeconómica que dio lugar a diversos movimien-
tos civiles –huelgas de ferrocarrileros, maestros y
médicos; alzamiento de Lucio Cabañas en las mon-

12
Crónica de la poesía mexicana. México, Posada, 1987, pp.
245-247 (246).

22
tañas de Guerrero– , y a sus consiguientes periodos
de represión. Por si esto fuera poco, el triunfo de la
Revolución cubana actuó como un revulsivo sobre
las conciencias de los jóvenes. El mismo Pacheco
destaca este hecho:

Para los que teníamos 20 años en 1959, la Revolu-


ción Cubana fue un acontecimiento que nos sacu-
dió con la misma fuerza que la Guerra de España
debe de haber ejercido en la generación de Paz y
Efraín Huerta. Fin de una era y comienzo de otra,
espada de fuego, nos arrojó de una arcadia apolíti-
ca, de un limbo estetizante donde el mayor proble-
ma era la lucha contra el que o el exterminio
radical del gerundio13.

Es hora ya de hablar de 1963, momento en el que


aparecen publicados el libro de cuentos El viento dis-
tante y Los elementos de la noche, primer poemario de
Pacheco. De este último alabó Mario Vargas Llosa
«la ausencia de ese primer estadio de balbuceo y de
indecisión frecuente en el poeta que comienza», por
lo que tildó a su autor de «creador perfectamente
formado, con una visión lúcida y muy personal de la
realidad, y dotado de facultades expresivas nada
comunes»14.
El volumen, que reúne textos escritos entre los
dieciocho y veintidós años, aún no manifiesta la
convulsa situación política vivida en esos años. Así,
impera en él una poética simbolista derivada del
principio de la analogía e incluso, quizás por influen-

13
Pacheco, José Emilio: «Sin título», en Los narradores ante el
público. Vol. 1. México, Joaquín Mortiz, 1966, pp. 241-263 (251).
14
«La poesía de José Emilio Pacheco», en La hoguera y el
viento: José Emilio Pacheco ante la crítica, op. cit., pp. 15-20 (15)
[1963].

23
cia de Octavio Paz, aparecen en él algunas imágenes
de viso surrealista, desechadas a partir de No me pre-
guntes cómo pasa el tiempo. La impronta de algunos
poetas mayores –Luis Cernuda, Pedro Salinas, Bor-
ges, Xavier Villaurrutia, el mismo Paz– se aprecia en
textos voluntariamente herméticos y ajenos a la
anécdota, signados por una actitud filosófica contra-
ria a la exaltación –quizás su mayor diferencia con el
Nobel mexicano–, lo que los llevó a ser tachados de
fríos. Así, en una –por otra parte elogiosa– reseña
sobre estas composiciones, Rosario Castellanos
apuntará: «Sólo falta que el tiempo le enseñe a abrir
las puertas a dos elementos para los cuales permane-
cen todavía cerradas: la fuerza emotiva, el calor»15.
La secuencia que abre el libro, titulada significa-
tivamente «Primera condición», nos pone en con-
tacto con un mundo en el que reinan los cuatro ele-
mentos establecidos por los filósofos presocráticos
(agua, aire, tierra, fuego), signado por el fracaso de
los valores permanentes. Parménides se ve así venci-
do por Heráclito y su doctrina del «panta rei» o, lo
que es lo mismo, «todo fluye». En esta situación, las
tensiones entre los opuestos crean la única estabili-
dad posible. Este hecho se encuentra representado
por el principio de discordia concors y, en literatura,
por la paradoja, figura a la que tan afecta se mostrará
la poesía de Pacheco y que aquí ya se aprecia, por
ejemplo, en el verso «navegación inmóvil de la savia»
(129)16.

15
«Dos notas sobre José Emilio Pacheco», en La hoguera y el
viento: José Emilio Pacheco ante la crítica, op. cit., pp. 35-38 (36)
[1961].
16
La cursiva es mía.

24
La poética del estrago se hace evidente en el
texto que da título al libro, donde algunos términos
–luego constantes de su literatura– reflejan el dete-
rioro producido por el paso del tiempo:

Bajo el mínimo imperio que el verano ha roído


se deshacen los días.
En el último valle
la destrucción se sacia
en ciudades vencidas que la ceniza afrenta.
La lluvia extingue
el bosque iluminado por el relámpago.
La noche deja su veneno.
Las palabras se rompen contra el aire.
Nada se restituye ni devuelve
el verdor a la tierra calcinada.
Ni el agua en su destierro sucederá a la fuente
ni los huesos del águila volverán por las alas17
(132).

Desde el punto de vista formal, el joven poeta


alterna los metros consagrados –soneto, lira, casida–
con el verso blanco y el poema en prosa, incluyendo
por primera vez en un poemario una sección de
«aproximaciones» a la obra de otros autores.
El malestar de una época signada por la idea del
compromiso se hará claro en El reposo del fuego,
poema unitario dividido en tres partes y que Zaid
describió como «libro calcáreo, seco, desolado»18.
En la línea de The Waste Land de Eliot, Muerte sin
fin de José Gorostiza, y deudor asimismo de Piedra de
Sol y Salamandra, de Paz, el volumen se abre con un
epígrafe tomado de El Libro de Job –«No anheles la

17
La cursiva es mía.
18
«El reposo del fuego», en Leer poesía. México, Océano,
1999, pp. 168-170 (168) [1972].

25
noche/ en que desaparecen los pueblos de su lugar»
(136)– para dar cuenta del desastre de nuestro tiempo.
El fuego, símbolo heracliteano por excelencia y prota-
gonista del poemario, se prefigura como elemento de
destrucción y dador de vida, sorprendentemente
inamovible frente al agua que corre.
A través de una expresión concentrada y en la
que la visión ocupa un lugar esencial, se repiten las
paradojas y los oxímora desde su magnífico título,
hecho que confiere una base barroca a numerosas
imágenes. De ahí que, en el texto, resulten funda-
mentales binarismos como los establecidos entre cre-
ación y destrucción, agua y fuego, agua y aceite,
pureza y contaminación, vida y muerte, transforma-
ción y permanencia o, finalmente, movimiento y
quietud. El juego tipográfico con los versos, que vol-
verá a hacerse relevante en Islas a la deriva, contribu-
ye a reflejar la incapacidad de expresión de un sujeto
poético que se sabe fracasado de antemano.
La conciencia de que se hace necesario actuar
nos hace leer, así, versos como los siguientes: «No
humillación ni llanto: rebeldía,/ insumiso clamor.
Toma la antorcha./ Prende fuego al desastre» (138).
En otra ocasión, asistimos a la repetición del estribi-
llo «Hay que darse valor para hacer esto», pregunta
sobre la función de la literatura en tiempos de crisis
que Pacheco hará extensiva a su novela Morirás lejos
(1967)19; sin embargo, a pesar de los momentos de
angustia, prevalece la defensa de la palabra frente al
silencio: «Hay que darse valor para hacer esto:/ escri-

19
Con ello asume una actitud común a los autores de su
generación pues, como señala Juan Gustavo Cobo Borda, en los
años sesenta «la poesía se sentía inferior frente a una idealizada
acción política». En Antología de la poesía hispanoamericana.
México, FCE, 1985, p. 48.

26
bir cuando rondan las paredes/ uñas airadas, anima-
les ciegos./ No es posible callar, comer silencio…»
(146).
Ante esta situación, el hablante manifiesta repe-
tidamente un profundo desacuerdo con lo que escri-
be: «Y no es esto/ lo que intento decir./ Es otra cosa»
(142). Con ello, parece anticiparse a la crítica de Paz
que, en el prólogo a Poesía en movimiento, avisó con
cierta ligereza del peligro de estancamiento que
corría la obra del joven poeta –comparada con la
claridad quieta de un lago– y al que aconsejó rom-
per sus propios límites20.
Con No me preguntes cómo pasa el tiempo, uno de
sus libros mayores, Pacheco logra una expresión
nueva. A medio camino entre prosa y poesía y
voluntariamente cercana al lector –como revela el
uso frecuente del «tú»–, en ella cobra especial rele-
vancia la ironía, de lo que da fe el irreverente título
del volumen.
Comienza así un segundo periodo en su trayecto-
ria poética que abarcará catorce años –hasta la publi-
cación de Los trabajos del mar (1983)–, en el que des-
tacará la atención a lo que ocurre a su alrededor. Así
se aprecia en las primeras secciones del libro, titula-
das «En estas circunstancias» y «Mira cómo son las
cosas». Los asuntos tratados en varios poemas dan
cuenta de su atención al «aquí y ahora»: Vietnam, el
Che Guevara, el colonialismo y, sobre todo, la
matanza de estudiantes en la plaza de Tlatelolco por
parte de tropas gubernamentales, ocurrida el 2 de
octubre de 1968 y que abriría una dolorosa llaga en
la conciencia de los mexicanos.

20
Poesía en movimiento (1915-1966). Octavio Paz et al.
(eds.). México, Lecturas Mexicanas, 1966, p. 12.

27
Pacheco se muestra así como buen hijo de su tiem-
po, perteneciente a la generación que adoptó el neo-
rrealismo como tónica literaria dominante –él mismo
define el lenguaje de sus coetáneos como «realismo
coloquial»21– y en cuyas filas se integra-rían, en el
caso de México, autores como Rosario Castellanos,
Rubén Bonifaz Nuño –con el decisivo Los demonios y
los días (1956)–, Eduardo Lizalde, Jaime Sabines,
Gabriel Zaid o José Carlos Becerra, mientras en el
resto de Hispanoamérica lo harían otros reconocidos
nombres como Ernesto Cardenal –no en vano, un
epígrafe del nicaragüense abre No me preguntes cómo
pasa el tiempo–, Mario Benedetti, Roberto Fernández
Retamar o el mismo Nicanor Parra.
En relación a lo que acabo de señalar, no debe
sorprender la inclusión de Parra en la lista, pues
Pacheco siempre ha destacado las afinidades entre
poesía conversacional y antipoesía aunque, como él
mismo ha señalado repetidamente, nunca haya prac-
ticado la segunda. Como señala Norma Klahn:
Reconocía que ambas designaciones comprendían
un espacio común, significativo de una ruptura
con la tradición poética anterior. La antipoesía
anuncia otra posibilidad de la poesía, poesía con-
testataria que propone una alternativa a la poesía
en vigencia. El término coloquial o conversacional
apunta más bien a la técnica o estética de esta
nueva tendencia22.

21
En el interesante artículo de Samuel Gordon «Los poetas
ya no cantan, ahora hablan: Aproximaciones a la poesía de José
Emilio Pacheco», Revista Iberoamericana 150 (1990), pp. 255-
266 (264).
22
«Jaime Sabines y la retórica de la poesía conversacional»,
en Norma Klahn y Jesse Fernández (eds.): Lugar de encuentro. Ensa-
yos críticos sobre poesía mexicana actual. México, Catún, 1987, pp.
91-102 (92).

28
Así se explica también por qué Daniel Torres defi-
nió la escritura de Pacheco, de forma ciertamente
arriesgada, como «antipoesía conversacional latinoa-
mericana»23.
En «Notas sobre la otra vanguardia», el mismo
autor rastrea el origen de esta nueva manera de
entender la poesía:
Junto a la vanguardia que encuentra su punto de
partida en la pluralidad de «ismos» europeos, apa-
rece en la poesía hispanoamericana otra corriente:
casi medio siglo después será reconocida como
vanguardia y llamada «antipoesía» y «poesía con-
versacional», dos cosas afines, aunque no idénti-
cas. Esta corriente, realista y no surrealista, se ori-
gina en la New Poetry norteamericana24.

En plena efervescencia de esta nueva concepción


estética, Pacheco escribe una gran cantidad de artes
poéticas. Es el caso de «Disertación sobre la conso-
nancia», calificada por Villena como «el más origi-
nal entre los metapoemas de Pacheco»25. En esta
composición cargada de ironía, deliberadamente
prosaica y con indudables reminiscencias parrianas,
el sujeto poético propone con acierto el cambio de la
definición de poesía:
Lo mejor que se ha escrito en el medio siglo último
poco tiene en común con La Poesía, llamada así
por académicos y preceptistas de otro tiempo.
Entonces debe plantearse a la asamblea una redefinición
(…) que evite las sorpresas y cóleras de quienes
–tan razonablemente– leen un poema y dicen:
«Esto ya no es poesía» (157).

23
En José Emilio Pacheco: poesía y poética del prosaísmo.
Madrid, Pliegos, 1990, p. 13.
24
«Notas sobre la otra vanguardia», Revista Iberoamericana
106-107 (1979), pp. 327-334 (327).
25
José Emilio Pacheco, op. cit., p. 38.

29
Este conocido alegato en defensa de la «apertura
mental» parece contestar avant la lettre a las críticas
que generó su nueva forma de escribir. Así, si Rodol-
fo Mata Sandoval lo acusó de ir «dejando de lado la
magia y el misterio del lenguaje»26, Hugo Rodríguez
Alcalá echó de menos en su nueva obra «la galvani-
zación propia de la expresión poética», tachando asi-
mismo a su autor –en una época que, obviamente,
aún no reconocía el valor de los juegos intertextua-
les– de demasiado amigo de citas y lugares comu-
nes 27. Estas apreciaciones serían contestadas por
Gabriel Zaid, generando una polémica que duró dos
años –1976 a 1978– y que aún hoy puede rastrearse
en la revista Hispamérica. Y es que, como ya apunta-
ra Pacheco y luego señalara Zaid, estos ataques pro-
cedían de la ignorancia:

Hay una incomprensión desconcertante hacia la


poesía que «sí se entiende». Paradójicamente,
resulta que los profesores leían con más cuidado y
acababan entendiendo más «la que no se enten-
día». (…) Creen que un poema que no ofrece difi-
cultades para ser leído burdamente es un poema
burdo. (…) No sienten nada de lo que creen que
hay que sentir, y les pasa de noche un gusto nuevo
para el cual no tienen expectativas hechas28.

A pesar de estas esporádicas críticas, el libro gozó


de un amplio reconocimiento que lo llevó a obtener
el Premio Nacional de Poesía en 1969. En el acta de

26
«Los trabajos del mar de José Emilio Pacheco», México en
el arte 10 (1985), pp. 86-87.
27
«Sobre la poesía última de José Emilio Pacheco», Hispa-
mérica 15 (1976), pp. 57-70.
28
«El problema de la poesía que sí se entiende», en Leer
poesía. México, Océano, 1999, pp. 171-177 (176) [1977].

30
concesión del mismo, el jurado destacó la cohesión
existente entre las seis secciones que lo componían,
entre las que sobresalen «Los animales saben»
–comienzo de sus reflexiones con base zoológica– y
«Cancionero apócrifo», que reúne las composicio-
nes de Julián Fernández y Fernando Tejada, sus dos
primeros heterónimos. Así, a pesar de su evidente
eclecticismo –poemas en forma de cartas, postales,
centones, «aproximaciones», fábulas, bestiarios–, el
volumen presenta una visión del mundo unitaria. La
observación de cuanto rodea al sujeto poético –ciuda-
des, cuadros, animales, fenómenos naturales, hechos
históricos– cobra especial relevancia en un momento
en el que, como señala Julián Hernández: «Tenemos
una sola cosa que describir: / este mundo» (167).
Paso ya a comentar la andadura literaria de nues-
tro autor en los años setenta, década en la que conti-
núa sus viajes, obtiene importantes becas –Guggen-
heim (1970), Centro Mexicano de Escritores
(1970-1971)–, publica el libro de cuentos El principio
del placer (1972) y colabora como guionista en dis-
tintos proyectos cinematográficos29.
En la vertiente lírica, Irás y no volverás continúa
la línea emprendida por No me preguntes cómo pasa el
tiempo: mantiene una sección de epigramas, otra de
«aproximaciones», poemas con animales como pro-
tagonistas y frecuentes reflexiones sobre el quehacer
literario. Así se aprecia en «Considerando en frío,
imparcialmente», sección que homenajea en su títu-
lo el gran poema solidario de César Vallejo y donde
Pacheco incluye «A quien pueda interesar»:

29
Es el caso de El castillo de la pureza (1973), Foxtrot (1974)
y El santo oficio (1976), con Arturo Ripstein, o de sus adapta-
ciones de El obsceno pájaro de la noche y Los cachorros.

31
Otros hagan aún el gran poema,
los libros unitarios, las rotundas
obras que sean espejo de armonía.
A mí sólo me importa el testimonio
del momento inasible, las palabras
que dicta en su fluir el tiempo en vuelo.
La poesía anhelada es como un diario
en donde no hay proyecto ni medida (189).

El volumen, que adopta su título de un epígrafe


del Quijote –«Corre el tiempo, vuela y va/ ligero, y
no volverá…»–, alude asimismo al cuento sobre el
castillo de «Irás y no volverás», clara alegoría de la
muerte. Se mantiene así la meditación sobre el paso
del tiempo conjugada, cada vez más, con declaracio-
nes de amor a una vida que se disfruta por su carácter
efímero. Así se aprecia en «Contraelegía», poema
elegido por nuestro autor para dar título a la presente
antología y uno de los mejores exponentes de su
pensamiento:

Mi único tema es lo que ya no está.


Sólo parezco hablar de lo perdido.
Mi punzante estribillo es nunca más.
Y sin embargo amo este cambio perpetuo,
este variar segundo tras segundo,
porque sin él lo que llamamos vida
sería de piedra (179).

En cuanto a las novedades del volumen, debe


destacarse la maestría de monólogos dramáticos
como «Fray Antonio de Guevara reflexiona mien-
tras espera a Carlos V» (174), donde el sujeto poéti-
co adopta la figura del fraile español, secretario del
emperador, para denunciar la terrible sed de poder
humana.
La conciencia ecológica, fundamental en su litera-
tura a partir de este momento, se hace ya clara en «Idi-

32
lio». En este poema de estructura binaria la inicial
escena bucólica, a tono con el título de la composición
–una pareja, al inicio de la primavera, olvida los horro-
res del mundo en plena naturaleza– da paso a una
horrible decepción cuando, tras sentir el olor de la
muerte, los enamorados descubren la verdad: «En
nuestra incauta dicha merodeábamos/ una fábrica atroz
en que elaboran/ defoliador y gas paralizante» (172).
Llegamos así a la publicación de Islas a la deriva,
libro que alberga una reflexión metapoética desde su
título –tomado del guatemalteco Luis Cardoza y
Aragón– y que Carmen Alemany explica como
reconocimiento de la falibilidad de la poesía: «Las
composiciones –entiéndase la poesía– al ir a la deri-
va pierden todo destino, pueden destruirse o desapa-
recer, y no pueden evitar el naufragio; en otras pala-
bras, nadie las gobierna»30.
El interés por el otro –individuo, animal, planta,
objeto– se hace cada vez más manifiesto. Así, «Espe-
cies en peligro (y otras víctimas)» deja claro que los
seres humanos no somos, como nos gusta pensar,
los reyes de la creación. De hecho, para evitar la ten-
tación antropocéntrica, el poeta recurre en más de
una ocasión a «La mirada del otro», título de un
reciente poema donde un pez reflexiona sobre la
absurda naturaleza humana (299). En esta misma
línea, comienzan a ser frecuentes los títulos donde el
ser humano no observa sino que es mirado, provo-
cando este hecho una clara inversión de los roles
establecidos. Es el caso de «Despertar» –«Abre los
ojos el jardín: me mira» (201); de «Piedra» –«nos
30
«El poeta como isla: Islas a la deriva de José Emilio Pache-
co», en Residencia en la poesía: Poetas latinoamericanos del siglo XX.
Alicante, Universidad de Alicante, 2006, pp. 213-230 (222). La
expresión podría aludir, asimismo, a otro tema recurrente en la
obra de Pacheco: la imposible originalidad en literatura, que
lleva a unos poemas a «derivar» necesariamente de otros.

33
mira con su cuerpo todo de ojos» (206)–, o del texto
de Issa Kobayashi al que se «aproxima» en Bajo la luz
del haikú, y que da fe de la cercanía existente entre
sus versiones y su propia creación: «Nos vemos a los
ojos/ la rana y yo,/ asombrados»31.
Desde entonces, publicado por el escritor a los cua-
renta años de edad, es un poemario marcado por la
revisión crítica –de su obra, de las ilusiones de
juventud, del pasado– y el desencanto ante los valo-
res perdidos. En este proceso de ajuste de cuentas, no
sorprende que una de las secciones de este poemario
se llame «Fin de siglo». Este momento de crisis,
cuando las ilusiones de los sesenta se encuentran
prácticamente extinguidas y la mayoría de los anti-
guos jóvenes contestatarios se han integrado en el
sistema gracias a becas o cargos en el gobierno,
explica la redacción de poemas como «Desde enton-
ces» (222), «En resumidas cuentas» (217), y del
conocido dístico «Antiguos compañeros se reúnen»:
«Ya somos todo aquello/ contra lo que luchamos a
los veinte años» (219).
Así, va ganando terreno en su poesía el escepti-
cismo y la decepción ante un mundo sin ideales, en
el que el sujeto poético, con frecuencia, se identifica
con los marginales –enfermos, mendigos, freaks- de
todo tipo. Es el caso de «A las puertas del metro»,
retrato de un «niño de la calle» tan teñido de com-
pasión y ternura por el protagonista como cargado de
rabia porque éste nunca podrá salir de la miseria. No
me resisto a transcribir el comienzo, cargado de refe-
rencias publicitarias y donde el muchacho es iróni-
camente comparado a los desechos de nuestra preten-
dida civilización:

31
Bajo la luz del haikú. México, Breve Fondo Editorial,
1998, p. 163.

34
Con el cerebro destruido por las inhalaciones de
«cemento», se halla a las puertas del Metro, tirado
como lata de cerveza o envoltura de plástico. Cantu-
rrea algo semejante al rock. Lleva una camiseta hara-
pienta con la inscripción Have a Pepsi, yins a tal
punto raídos que algunos pagarían fortunas por exhi-
birse con ellos en sitios elegantes. (…). Antes lo
hubieran fulminado con la palabra indio. Ahora tie-
nen una solución de recambio: el término naco (223).

Por último, no puedo dejar de comentar la inclu-


sión en este poemario de «Jardín de niños«, uno de
sus ciclos más unitarios y hermosos. Constituido por
veinte textos publicados originalmente junto a una
colección de serigrafías del pintor Vicente Rojo, ha
sido descrito por Villena como «una suite poemática
donde una meditación sobre el nacimiento y la
infancia de un niño –desde el instante mismo del
parto– se va convirtiendo, con meandros y circunvo-
luciones de gran belleza, en otra reflexión simbólica
sobre el destino general del hombre»32.
Siguiendo esta línea, 1980 verá la primera apari-
ción de Tarde o temprano, título que, como ya señalé,
abarca la totalidad de sus poemas hasta el momento
tras haber sido sometidos a una meticulosa corrección.
Como el mismo autor señala en la nota introductoria:

Tarde o temprano no es una antología ni una reco-


pilación de «poemas completos». (…) Ignoro si
este libro llega tarde o temprano. Sé que tarde o
temprano no quedará de él ni una línea. Mientras
tanto, tarde o temprano tenía que enfrentarme a lo
que escribí antes de los cuarenta años. (…) Me
gustaría que Tarde o temprano se viera no como una
obra solemne y «definitiva» sino como un libro

32
José Emilio Pacheco, op. cit., p. 65.

35
más: mi primer libro, que he tardado veinte años
en escribir33.

Por ello, el texto que sirve de epígrafe al volu-


men, tomado de los Cuatro Cuartetos de Eliot, subra-
ya en su conclusión: «Para nosotros sólo existe el
intento. Lo demás no es asunto nuestro»34.
En los años ochenta asistimos a la consolidación
definitiva de Pacheco, tanto por el inmediato éxito
del que disfrutó Las batallas en el desierto –muy pron-
to convertida en lectura obligatoria entre los estu-
diantes de Secundaria–, como por la admisión de su
autor en El Colegio Nacional y su consecución de
importantes premios.
Con Los trabajos del mar se inicia una tercera
etapa en su trayectoria, menos interesada en los ejer-
cicios culturalistas y en el reflejo de la actualidad y,
por ello, especialmente atenta a los grandes temas
que afectan al ser humano. Motivos como la omni-
presencia del mal, las mezquindades del poder y la
destrucción sistemática del planeta se harán capita-
les en textos donde la carga ética resulta cada vez
mayor, y en los que la duda sobre nuestro futuro, pre-
sente en etapas anteriores, da paso a una desolada
constatación de la imparable marcha hacia la catás-
trofe emprendida por la Humanidad.
El terremoto que devastó la ciudad de México en
1985 aumentó, lógicamente, el pesimismo del poeta,
quien vio desaparecer en un instante referentes
indispensables de su existencia. Así, la primera sec-

33
Tarde o temprano, op. cit., p. 11.
34
Resulta interesante comprobar cómo este poema, que en
la edición de Tarde o temprano de 1980 ha sido pretendidamente
traducido por el heterónimo Julián Hernández, en el año 2000
aparecerá versionado al español por Pacheco.

36
ción de Miro la tierra, titulada significativamente
«Las ruinas de México (elegía del retorno)», refleja
el terrible shock que le produjo volver a la ciudad tras
el seísmo. Cargada de empatía y teñida de profunda
compasión hacia las víctimas –en este momento
resultaba imposible asumir estrategias defensivas
como la ironía–, la expresión del dolor en sus pági-
nas sólo se ve mitigada en la segunda parte de
«Lamentaciones y alabanzas», donde la defensa de la
vida y sus momentos de plenitud se hace especial-
mente relevante.
Esta tónica es continuada en Ciudad de la memoria,
primer poemario de Pacheco no dividido en secciones
–le seguirán, en este sentido, Siglo pasado (desenlace)
y La Edad de las tinieblas–, en el que predomina el
tono elegíaco por lo perdido y la desesperanza por la
cadena cíclica de errores a que nos encadena la ton-
tería humana. Sin embargo, se defiende el momento
de plenitud en poemas como «Cerámica de Coli-
ma», bellísimo canto a la eternidad del orgasmo.
Ha llegado la hora de abordar El silencio de la
luna, que ganó el premio José Asunción Silva al
mejor libro de poesía publicado en español de 1990 a
1995 y uno de los mejores poemarios de Pacheco. En
él, los temas del poder y la destrucción salvaje de
nuestro mundo se hacen esenciales. «Ley de extran-
jería» repasa la situación de diferentes pueblos –Asi-
ria, Tebas, Roma, Grecia, España–, denunciando
cómo la brutalidad se encuentra en la base de las
relaciones humanas. Por su parte, «Circo de noche»
recurre a la alegoría para ofrecer una desoladora ima-
gen de la Humanidad. Así, los personajes del circo
son fácilmente identificables con figuras de nuestro
entorno entre las que, aunque mande el tirano
–domador–, predominan las víctimas –el contorsio-
nista, el niño lobo, los payasos o los enanos.

37
El silencio de la luna sorprende, por último, porque
Pacheco comienza a experimentar con las posibilida-
des del lenguaje. Así se aprecia en una serie de poe-
mas que Edgar O’Hara ha denominado «golosinas
fonéticas», porque responden a la iniciativa de «ele-
gir una palabra del diccionario y crearle una historia
por el simple placer de su sonido»35. Es el caso de
«Adán al revés es nada» (260), cuya línea es conti-
nuada en La arena errante por las prosas «O» (283) y
«No» (285) y, en Siglo pasado (desenlace), por
«Defensa de la ñ» (291); en el plano semántico, este
fenómeno se repite en «El uso de las palabras»
(262), seguido en La arena errante por «El fornica-
dor» (280).
La cohesión entre los poemarios es cada vez
mayor. Así, La arena errante recurre desde su título a
la alegoría para reflejar la fugacidad de nuestra exis-
tencia. Quizás lo más llamativo de este volumen sea
el gran número de textos dedicados a los amigos
recientemente desaparecidos, con lo que la elegía y
el epitafio cobran una especial importancia en él.
Asimismo, Pacheco continúa su defensa de la otre-
dad en poemas tan hermosos como «Ulan Bator»
(287), cuyo protagonista padece el síndrome de
Down, y que tendrá su complemento en «Tierra
incógnita» (300), aparecido recientemente en Como
la lluvia y donde se reflejan los estragos que produce
la enfermedad de Alzheimer.
La publicación en el año 2000 de Siglo pasado
(desenlace) explica en cierto modo la aprensión mile-
narista que tiñe el libro. Como ya ocurriera veinte
años antes con el fin de la utopía, el comienzo de un

35
«La golosina fonética», Perenquén 3 (2003), pp. 27-31
(27).

38
nuevo milenio se constituye en momento clave para
revisar los logros y fracasos de la Humanidad y del
poeta en el pasado, hecho que lleva a que este año,
asimismo, viera la luz la segunda edición de Tarde o
temprano. La idea de catástrofe inminente se aprecia
en títulos alegóricos como «Comerse el mundo»,
donde las termitas devoran Nueva Orleans de la
misma manera que los hombres saquean el planeta
(295). Ante esta desoladora situación, unos cuantos
poemas breves defienden la vida en sus formas más
altas, entre las que se encuentra la creación –«Poe-
sía» (292)– y el encuentro con el «otro» –«Poema de
amor con una línea de Hemingway» (293).
Por último, Como la lluvia y La edad de las tinie-
blas, aparecidos este año en la editoria ERA para ale-
gría de sus seguidores, mantienen las constantes
temáticas del autor –reflexión sobre el tiempo, el
poder, la futilidad de las emociones humanas– en
poemas que insisten en una hermosa paradoja: sólo
lo frágil perdura. Como la lluvia cuenta con cinco
secciones que alternan el poema dramático –«Los
personajes del drama»–, con el comentario meta-
poético –«Digo» (303), «Budín de pan» (308)–,
la visión intensamente lírica –«Nubes» (319)– o la
meditación sobre la precariedad de nuestras existen-
cias –«Como la lluvia», magnífico poema que da
título al volumen (307).
Por su parte, La edad de las tinieblas –que recibió
su nombre tras una votación popular, y que podría
haberse llamado también, entre otros sugerentes
títulos, «El arte del estrago»–, reúne cincuenta poe-
mas en prosa que repasan los vicios inherentes a la
condición humana –soberbia, envidia, prepotencia,
deseos de gloria– y subrayan cómo éstos finalmente
quedan reducidos a nada. Frente a ellos, se celebran
aquellos momentos de la existencia que demuestran

39
por qué merece la pena haber nacido. Así, quiero
acabar mi repaso transcribiendo «La plegaria del
alba», último texto publicado por Pacheco hasta el
momento y prueba irrefutable de la ambivalente
actitud con la que el poeta contempla nuestro
mundo:

Hace milagros este amanecer. Inscribe su pági-


na de luz en el cuaderno oscuro de la noche. Anula
nuestra desesperanza, nos absuelve de nuestra
locura, comprueba que el mundo no se disolvió en
las tinieblas como hemos temido a partir de aque-
lla tarde en que, desde la caverna de la prehistoria,
observamos por vez primera el crepúsculo.
Ayer no resucita. Lo que hay atrás no cuenta.
Lo que vivimos ya no está. El amanecer nos entre-
ga la primera hora y el primer ahora de otra vida.
Lo único de verdad nuestro es el día que comienza
(334).

TEMAS Y TÉCNICAS
Una vez conocidos los hitos que marcan la tra-
yectoria lírica de nuestro autor, pasemos a analizar
las claves temáticas y estrategias retóricas que defi-
nen su escritura. Para ello, he dividido mi exposición
en tres secciones fundamentales, cada una integrada
por cinco apartados, y cuyo contenido detallo a con-
tinuación:
–«Tiempos» destacará la decisiva impronta de
Heráclito en la poética del mexicano y, por consi-
guiente, la importancia que adquiere el instante en la
misma; a continuación, atendiendo al reconocido
pesimismo de muchos de sus poemas, se discutirá si es
la suya una obra de visos apocalípticos o catastrofistas,

40
para terminar destacando el papel esencial que juegan
en sus textos la memoria y la revisión del pasado.
–«Espacios» atenderá, en principio, a las múlti-
ples significaciones que detenta la ciudad de México
en su literatura. Incidiremos a continuación en la
importancia de un ámbito específico –el del «otro»
frente al «yo», espacio ocupado, muy frecuentemen-
te, por animales–, así como en el papel jugado por
los viajes en su concepción de la realidad. Por últi-
mo, nos detendremos en el espacio de la escritura,
sin duda el más transitado en sus reflexiones, y con-
siderado, de forma ambivalente, como salvación y
fracaso.
–«Técnicas» nos acercará a las principales estra-
tegias retóricas utilizadas por el poeta, caracterizadas
por su común voluntad de distanciamiento y que
logran que su poesía posea un marcado carácter anti-
confesional. Así se aprecia en el frecuente uso de la
alegoría, las máscaras, los juegos intertextuales y en
su particular defensa de la traducción como espacio
creativo. Del mismo modo, se recalcará la irreveren-
cia con que el autor se enfrenta a los diversos niveles
–lingüístico, prosódico, genológico– que conforman
la literatura.
Finalmente, por su especial significación, añadiré
un apéndice para destacar la importancia que
adquiere la luz en la poesía de Pacheco.

TIEMPOS
Una concepción heracliteana del tiempo
En las páginas precedentes, hemos destacado el
papel esencial que cobra la reflexión sobre el tiempo
en la poesía de José Emilio Pacheco. Así se aprecia
en el título asignado a su magna opera –Tarde o tem-

41
prano–; en el de algunos de sus poemarios –Desde
entonces, Siglo pasado (desenlace), La edad de las tinie-
blas– y, sobre todo, en numerosas secciones de sus
libros: «De algún tiempo a esta parte», «Crecimien-
to del día», «Revés de almanaque», «Antigüedades
mexicanas», «Fin de siglo», «A largo plazo», «Des-
pués», «Algún día» o «Los días que no se nombran».
El tiempo se encuentra pues en la base del
concepto de realidad albergado por el poeta, y ha
cambiado con los años desde una visión lineal del
mismo –«Nada se restituye ni devuelve/ el verdor a
la tierra calcinada./ Ni el agua en su destierro suce-
derá a la fuente/ ni los huesos del águila volverán por
las alas» (132)– a otra signada por la circularidad.
Así se aprecia, por ejemplo, en «El Ave Fénix»,
donde la criatura mitológica, después de morir,
«…entre lo deshecho se rehace./ Toma fuerzas del
caos, se teje en luz/ y amanece en la llama indestruc-
tible» (266).
Y es que Pacheco, como otros autores muy cerca-
nos a su pensamiento –Quevedo, Machado, Eliot,
Borges, Paz, Óscar Hahn– mantiene una concepción
heracliteana de la existencia, considerándola como
proceso y, por tanto, negando la posibilidad de per-
manencia. Su poética podría verse sintetizada en
unos magníficos versos de Hahn: «No nos bañamos
dos veces en el mismo río. / No entramos dos veces
en el mismo cuerpo./ No nos mojamos dos veces en
la misma muerte»36.

36
«Fragmentos de Heráclito al estrellarse contra el cielo»,
en Arte de morir (Obras selectas. Santiago de Chile, Andrés
Bello, 2003, p. 142). Jorge Emilio Strittmatter ha reflexionado
ampliamente sobre el tema en su tesis de maestría Tres poetas

42
Para Michael Doudoroff, la cercanía de nuestro
autor a los padres de la mentalidad panmediterránea
–Parménides, Empédocles y Heráclito– se explica
porque éstos escribieron en un momento en que
ciencia y poesía eran idénticas, algo muy cercano al
deseo pachequiano de elaborar una poesía crítica, en
la que la observación de la naturaleza resulte funda-
mental37.
Entre los poemas relacionados con el pensador de
Éfeso destaca «Don de Heráclito», uno de los dos
textos que recibió título en El reposo del fuego –lo que
ya subraya su importancia– y actualización del pen-
samiento del filósofo presocrático basada en la para-
doja: «Fuego es el mundo que se extingue y cambia/
para durar (fue siempre) eternamente./ Las cosas hoy
dispersas se reúnen/ y las que están más próximas se
alejan» (139). En esta situación, ni siquiera los sen-
timientos se mantienen incólumes, como destaca el
inédito «Concordancias: las personas del verbo»
(339), y apuntan estos inolvidables endecasílabos:
«Soy y no soy aquel que te ha esperado/ en el parque
desierto una mañana/ junto al río irrepetible en
donde entraba/ (y no lo hará jamás, nunca dos
veces)/ la luz de octubre rota en la espesura» (140).
El símbolo del río, capital porque da cuenta de la
permanencia –cauce– en la fugacidad –el agua que
corre en sus límites–, es muy frecuente en la poesía

con Heráclito: Borges, Hahn, Pacheco. Miami University, 2007.


En <http://www.ohiolink.edu/etd/send-pdf.cgi/Strittmatter
%20Jorge%20Emilio.pdf?acc _num=miami1188431523>
(Bajado el 19/08/2009).
37
«José Emilio Pacheco: recuento de poesía 1963-1986» en
La hoguera y el viento: José Emilio Pacheco ante la crítica, op. cit.,
pp. 145-169 (149).

43
que comentamos. Así ocurre con el Misisipi, retrata-
do en «Muelle de Nueva Orleans» para recordar el
ciclo de la existencia: «Éste es el río envolvente, éste
es el Padre/ de las Aguas y él las sepulta./ En su rueda
giran sin pausa/ el barro del principio y los desechos
letales/ que acabarán con el mundo./ Pero tal vez no
porque el Misisipi/ ha estado siempre y seguirá para
siempre» (229).
La connotación mítica ya se aprecia en la alusión
al nombre indígena del Misisipi, que no es otro que
«Padre de las Aguas». Por su parte, la idea circular
del tiempo se plantea a través de la metáfora de la
rueda fluvial, que contiene tanto el lodo primigenio
como la basura del fin. Este hecho da cuenta, asimis-
mo, de la preocupación ecológica de Pacheco, quien
lanza un mensaje a medias esperanzado al considerar
que, por mucho que el ser humano se empeñe, no
podrá destruir la naturaleza, flexible al cambio y, por
tanto, más preparada para la supervivencia que el
erróneamente denominado homo sapiens.

El instante perfecto
En nuestro recorrido por la poesía de Pacheco
hemos apuntado cómo sus poemas más positivos
celebran el instante, hecho vinculado tanto a su
carácter único –ningún segundo se repite– como a
su condición efímera. Ya lo señaló Paola Ballardin
en su ensayo José Emilio Pacheco. La poesia della spe-
ranza, donde destaca el amor a la vida profesado por
un autor convencido, por otra parte, de la imposibi-
lidad de salvar al ser humano38. El mismo Octavio

38
José Emilio Pacheco. La poesia della speranza. Roma, Bulzo-
ni, 1995, p. 111.

44
Paz apuntó tempranamente la ambivalencia de esta
escritura: «Cada poema de Pacheco es un homenaje
al No; para José Emilio el tiempo es el agente de la
destrucción universal y la historia es un paisaje en
ruinas (…). Por fortuna no siempre es así. Puesto
que todos somos dobles, una y otra vez irrumpe en
sus poemas la voz del Sí»39.
Su defensa del momento de plenitud fue señalada
por Edgar O’Hara en «Pacheco: un monumento a lo
efímero»40 y anteriormente apuntada por José María
Guelbenzu en el sugerente prólogo de Alta traición:
«No deja de ser curiosa la capacidad que este poeta
torturado por el paso del tiempo tiene de expresar los
gestos de la vida y de fijar el instante fugaz tan admi-
rablemente»41.
Esta constante de la escritura del mexicano se
encuentra muy vinculada a imágenes tan conocidas
como el «justo mediodía» de Valéry o la «tarde eter-
na» de Machado, momentos epifánicos en que todo
parece detenerse alrededor del sujeto poético, y que
se hacen eco de lo que señalara el filósofo italiano
Adriano Tilgher en su famoso apotegma de 1931:
«El arte es el tiempo dominado, condensado, univer-
salizado en la eternidad».
La asunción de la fugacidad como clave existen-
cial se hace evidente en autores admirados como
Jorge Manrique o Netzahualcóyotl, de quien traduce
los siguientes versos:

39
«Cultura y natura», en La hoguera y el viento: José Emilio
Pacheco ante la crítica, op. cit., pp. 16-17. [1983].
40
«Un monumento a lo efímero», Plural 133 (1982), pp. 15-22.
41
Alta traición: antología poética. José María Guelbenzu ed.
Madrid, Alianza, 1985, p. 9.

45
También un autor del »Sí». Pacheco en 2009

No tenemos raíces en la tierra.


No estaremos en ella para siempre:
sólo un instante breve.
También se quiebra el jade
y rompe el oro
y hasta el plumaje del quetzal se desgarra.
No tendremos la vida para siempre:
sólo un instante breve42.

Del mismo modo, escribirá en »Los mares del


sur»: «Los paraísos duran un instante» (252). Esta
situación no lo aboca al pesimismo, como podría
pensarse, sino que lo lleva a defender, en más de una
ocasión, el carpe diem frente al fugit irreparabile tem-
pus. Así lo recalca Mario Benedetti:

42
Tarde o temprano, 1980, op. cit., p. 300. La cursiva es mía.

46
La poesía de José Emilio Pacheco arropa la vida
con el aliento de un héroe filosófico. Héroe, por
supuesto, a pesar de sí mismo (…). Por supuesto,
no volveremos, pero mientras vamos, sigamos su
consejo: empuñemos la antorcha del fuego y pren-
damos fuego al desastre. Sólo así, mortales como
somos, dejaremos constancia de nuestra expresa
voluntad de no morir43.

La perduración del instante se encuentra estre-


chamente relacionada con la intensidad de la viven-
cia experimentada en el mismo. Así, se repiten los
poemas en los que la contemplación de la belleza
–un cuadro, una mujer que pasa– provoca el deslum-
bramiento del sujeto poético y, con él, la ilusión de
eternidad.
Es el caso de «Venus Anadiomena, por Ingres»,
que comienza con un irónico verso –«No era preciso
eternizarse, muchacha» (159)–, y acaba con un her-
moso canto a la perennidad: «En el cuadro rehecho
sin sosiego/ tu carne perdurable es joven siempre./ El
mar se hiende atónito y observa/ otra vez el milagro»
(159).
En la misma línea, la fascinación que produjo una
transeúnte a Baudelaire en «À une passante» es
recuperada por Pacheco en poemas como «Ô toi que
j’eusse aimée» –«Y ahora una digresión: considere-
mos/ esa variante del amor que nunca/ puede llamar-
se amor./ Son aislados instantes sin futuro» (184)– o
«Carmen vuelve a Sevilla»:

¿Fue la luna o fue Ishtar,


Astarté, Afrodita,
la mujer que por un instante

43
Benedetti, op. cit., p. 133.

47
entreabrió las tinieblas
e iluminó nuestra noche
con su enemiga belleza? (267).

Los momentos marcados por la pasión también se


perpetúan en el tiempo. Así, si «Pompeya» recurre a
los amantes unidos por efecto de la ceniza en un
abrazo sin fin –«Nos ahogaron los gases, la ceniza/
nos sirvió de sudario. Nuestros cuerpos/ continuaron
unidos en la roca: / petrificado espasmo intermina-
ble» (162)–, «Cerámica de Colima» reivindica la
celebración de la vida de que hace gala la artesanía
erótica prehispánica, donde los personajes represen-
tados, infinitamente, «siguen gozando la libertad/ de
las bestias que se hacen dioses» (251). Igual ocurre
en «Instante»:

La mano se demora sobre la perfección de la espalda,


valle de todo excepto de lágrimas. Milagro
de la carne que rompe su finitud
y por un instante
se vuelve tierra sagrada (265).

Por último, hay que destacar cómo algunos ele-


mentos de la naturaleza perduran por su reconocida
fragilidad. Así se aprecia en «Ciudad maya comida
por la selva» –«De tanta vida que hubo aquí, de
tanta/ grandeza derrumbada, sólo perduran/ las pasa-
jeras flores que no cambian» (198)–, «Perduración
de la camelia» –«A los tres días de su nacimiento/ se
desmorona en pétalos sombríos,/ polvo que se hace
tierra y de nuevo vida» (232)–, «Orquídeas» –«Son
lo salvaje, lo vivo,/ lo perdurable por efímero»
(264)– o, finalmente, en «Nubes», bellamente des-
critas como «arrecifes de instantes, red de espuma»,
y sobre las que leemos: «Las nubes duran porque se

48
deshacen./ Su materia es la ausencia y dan la vida»
(319).
Los poemas dedicados a estas sutiles materias se
cuentan entre los más líricos de Pacheco. Como des-
taca Amelia Mondragón:

En estos días cabe ya reflexionar sobre algo que


Debicki entrevió (…): existe una fuerte corriente
en esta poesía que no es estrictamente narrativa, y
–debemos añadir– tampoco conversacional ni pro-
saística. Lo que Debicki llama distanciamiento es
lirismo en su modo más convencional. Y este no
convoca a una voz poética cargada de ethos, de his-
toria y contingencia –tal como lo hace el conver-
sacionalismo–, sino de imágenes, de tropos, de una
retórica de la visión44.

Se trata de la que Thomas Scheerer llama su


«Ephemere Lyrik»45, prueba de la increíble variedad
de registros con que cuenta un poeta que, conocien-
do que lo infinito se expresa mejor en la escasez,
opta en este tipo de composiciones generalmente
por la brevedad del dístico, el epigrama o el haikú.
Estos instantes de deslumbramiento se suceden
desde el principio de su trayectoria. De hecho,
Gabriel Zaid ya destaca en su reseña a El reposo del
fuego un único momento refrescante en el libro,
citando el poema que lo provoca –«El viento trae la
lluvia./ En el jardín/ las plantas se estremecen»– y

44
«Concepto y metáfora en un poema de José Emilio
Pacheco», MACLAS Latin American Essays, 1 de marzo de
2001. Publicación electrónica. Sin paginación.
45
«Ephemere Lyrik: zur poetologischen Bedeutung des Zei-
tempfindes bei José Emilio Pacheco», en Winrich Clasen und
Gertrud Lehnert Rodieck (eds.), Zeit(r)äume. Perspektiven der
Zeiterfahrung in Literatur, Theologie und Kunstgeschichte. Rhein-
bach Merzbach, CMZ Verlag, 1986, pp. 69-88.

49
omentando sobre el mismo: «Es un poema estricto,
tan integrado al libro, tan budista, si se quiere, como
los demás (…). Es más bien el reverso del libro, su
parte soterrada, esa frescura que estamos esperando
todos los que creemos en José Emilio Pacheco»46. El
propio autor, que retomará el tema en el inédito
«College Park, Maryland» (337), definirá este
poema como pausa necesaria pero insatisfactoria,
puesto que la cuestión fundamental planteada por el
volumen es el desastre de nuestro tiempo47.
Concluyo este apartado citando un poema muy
cercano en espíritu y estructura al ya citado «Con-
traelegía». «Elogio de la fugacidad» establece de
nuevo una interesante oposición entre el impulso
elegíaco y el amor al cambio que definen la poética
de Pacheco. No olvidemos, pues, su enseñanza:
«Triste que todo pase.../ Pero también qué dicha este
gran cambio perpetuo./ Si pudiéramos/ detener el
instante/ todo sería mucho más terrible» (281).

Escatología y catástrofe
Es ya momento de analizar la muy comentada
negatividad de la poesía de Pacheco. ¿Ha sido el
autor siempre un poeta del «No» en relación al futu-
ro de la Humanidad? Para contestar esta pregunta,
debemos comenzar señalando que, durante los años
sesenta, su literatura pareció verse contagiada de la
esperanza que tiñó la década. Así ocurre en el poema
titulado significativamente «1968», que en la última
edición sólo cuenta con dos versos –«Página blanca
al fin:/ todo es posible»48– pero que, en su origen, era
46
Zaid, op. cit., p. 170.
47
Hoeksema, Thomas: «Señal desde la hoguera: la poesía
de José Emilio Pacheco», En La hoguera y el viento: José Emilio
Pacheco ante la crítica, op. cit., pp. 73-99 (87) [1977].
48
Tarde o temprano, 2000, op. cit., p. 67.

50
mucho más extenso. De hecho, el texto constaba de
tres partes, entre las que transcribo la primera:
Un mundo se deshace
Nace un mundo
Las tinieblas nos cercan
Pero la luz llamea
Todo se quiebra y hunde
Y todo brilla
Ya todo se perdió
Todo se gana
No hay esperanza
Hay vida y
Todo es nuestro49.

La comparación entre las dos versiones aboca a


una clara conclusión: Pacheco, que resume el moti-
vo de su insatisfacción en «Fin de siglo» –«sólo
anhelo/ lo posible imposible:/ un mundo sin vícti-
mas» (221)–, ha ido perdiendo confianza en la
Humanidad con el paso de los años. De ahí el tono
cada vez más oscuro de sus composiciones, especial-
mente escépticas sobre nuestro destino a partir de
Desde entonces.
Su pesimismo ante la condición humana lo sitúa
en la línea de lo señalado en el Eclesiastés, algunas de
cuyas sentencias firmaría sin duda: «Vanidad de vani-
dades, todo es vanidad»; «nada hay nuevo bajo el
sol»; «generación va y generación viene, pero la tierra
siempre permanece»; «todos van al mismo lugar, han
salido del mismo polvo, y al polvo vuelven»50.

49
Tarde o temprano, 1980, op. cit., p. 71.
50
En «La poesía de José Emilio Pacheco y la tradición
bíblica», Carmen Carrillo Juárez destaca la preeminencia del
Antiguo Testamento sobre el Nuevo en las citas del escritor
mexicano, lo que achaca al pesimismo que destilan los primeros
libros de la Biblia (en José Emilio Pacheco. Perspectivas críticas,
op. cit., pp. 193-220 (195).

51
Del mismo modo, su pensamiento puede asociar-
se al de los filósofos escépticos, a pensadores de la
negatividad como Émile Cioran, y a quienes advier-
ten del final de nuestro mundo a través de la crea-
ción de distopías. Se trata así de una literatura cerca-
na al unamuniano sentimiento trágico de la vida y
de visos claramente escatológicos. Habría que diluci-
dar entonces si Pacheco considera que se producirá
un apocalipsis tras el que comenzará un nuevo
mundo o si, por el contrario, defiende la teoría de
que nos encaminamos a la catástrofe, por lo que la
raza humana se extinguirá aunque la tierra perma-
nezca inalterable.
En la primera línea se sitúan críticos como Enri-
que Sainz, para quien existe un vaivén entre «esta
experiencia agónica del poeta que percibe y padece
la descomposición de un mundo y que entrevé la
aparición de otro»51. Más acertada, sin embargo, me
parece la postura de Niall Binns quien, asumiendo la
carencia de fe de Pacheco, lo sitúa en la esfera catas-
trofista, por la que el poeta se ve obligado a contar
los últimos días del hombre en la tierra52.
A ello contribuiría su insistencia en el carácter
indestructible de la basura, agresión al medio
ambiente por la que lo desechable se vuelve eterno,
y con la que el ser humano rompe, definitivamente,
el pacto con la naturaleza.
Así, Pacheco advierte de nuestra imparable mar-
cha a la destrucción, pero en ningún momento
adopta una posición superior a sus lectores. Como

51
«Fin de siglo», Casa de las Américas, 196, (1988), pp.
147-149 (147).
52
«Indicios del fin en la poesía mexicana. José Emilio
Pacheco: entre el apocalipsis y la catástrofe», en ¿Callejón sin
salida?: La crisis ecológica en la poesía hispanoamericana. Zaragoza,
Prensas Universitarias de Zaragoza, 2004, pp. 111-132.

52
bien señala Guillermo Sucre, «desecha, e incluso
aborrece, toda actitud profética»53, por lo que sim-
plemente pretende que tomemos conciencia de lo
que sucede a nuestro alrededor.
Todo ello es tanto más explicable cuando, como
veremos más adelante, el autor siente verdadera
pasión por la ciudad de México, una de las más agredi-
das por la mano del hombre a lo largo de la historia de
la Humanidad –de los 25 millones de nativos que
poblaban el centro de México a la llegada de Cortés
sólo quedaba un millón a comienzos del siglo XVII– y,
actualmente, de las más contaminadas del planeta.

Una voz de advertencia

53
«La trampa de la historia», en La máscara, la transparen-
cia. Caracas, Monte Ávila, 1975, pp. 325-338 (330).

53
La importancia de la memoria
Es conocida la capacidad mnemotécnica de
Pacheco, considerado en más de una ocasión la
«memoria viva de México» y una de las pocas perso-
nas que puede recitar sin olvidar una coma textos
procedentes de las más diversas épocas. Así, el autor
ha lamentado en más de una ocasión que en las
escuelas se haya perdido la costumbre de aprender
versos, hecho que ha contribuido al desprecio de la
poesía y acelerado deterioro del habla cotidiana.
La memoria se constituye en hito fundamental de
su literatura, como se aprecia en el título del poema-
rio Ciudad de la memoria –tomado de un verso del
chileno Enrique Lihn–, y como apunta María Rosa
Olivera–Williams: «La poesía de Pacheco no ofrece
olvido. No tiene un efecto anestésico para hacerle
creer al lector que, por un instante el placer, el
poder, la eternidad son aprehensibles. Su poesía es
un espejo que no sólo refleja la vida, sino que refle-
xiona sobre ella e impulsa a vivir, a escribir»54.
En páginas precedentes he destacado el papel
esencial que juega la elegía en su literatura. Así se
aprecia en «Ramón López Velarde camina por Cha-
pultepec (noviembre 2, 1920)» (192), publicado con
el significativo epígrafe «Para despedirme de José Car-
los Becerra» y ejemplo de cómo el pudoroso Pacheco
sólo puede lamentar la muerte del poeta amigo, falle-
cido a 34 años de edad en un trágico accidente de
automóvil, a través de la imposición de una máscara.
Así, uno de sus escritores más admirados –López
Velarde, también muerto a los 33 años de edad–,

54
«La muerte como fuerza creadora en la poesía de José
Emilio Pacheco», en La hoguera y el viento: José Emilio Pacheco
ante la crítica, op. cit., pp. 134-144 (142-143).

54
ejerce de alter ego de Pacheco y de Becerra en un
poema signado por el pronombre «nosotros». Por
ello, en el texto cobra especial relevancia la fecha
incluida en el título –el 2 de noviembre de 1920 fue
el último Día de difuntos vivido por el escritor de
Zacatecas– y la inclusión de unos conocidos versos
homéricos: «Y como las generaciones de las hojas/
son las humanas».
Pero las elegías no se circunscriben a las personas.
Pueden aplicarse también a las civilizaciones, como
intuimos en el final del poema «Presagio» –«Del
azteca/ quedarán sólo el llanto y la memoria»
(196)–, y a los espacios que han constituido parte de
nuestra vida. Una de sus composiciones más signifi-
cativas en este aspecto, que continúa la línea
emprendida por la Rusticatio Mexicana de Rafael
Landívar, está dedicada a su ciudad –«Las ruinas de
México (elegía del retorno)»– y fue provocada,
como ya apunté, por el impacto que le causó con-
templarla tras el devastador terremoto de 1985.
Pacheco no vivió en primera persona el desastre
del 19 de septiembre, pero al regresar, precipitada-
mente para colaborar durante una semana en lo que
pudo, encontró destruidos todos sus referentes. Este
hecho le haría escribir versos tan dramáticos como
los siguientes, en los que el recurso a la lítotes logra
hacer presente lo ya desaparecido:

Ésta que allí no ves, que allí no está


ni volverá a alzarse nunca, fue en otro mundo
la casa en que abrí los ojos.
La avenida que pueblan damnificados
me enseñó a caminar.
Jugué en el parque
hoy repleto de tiendas de campaña.
Terminó mi pasado.

55
Las ruinas se desploman en mi interior.
Siempre hay más, siempre hay más.
La caída no toca fondo (239)55.

La memoria, por otra parte, puede actuar como el


lienzo del artista, fijando las imágenes del pasado en
todo su esplendor. Así sucede con «A la que murió
en el mar», poema estrechamente vinculado a
«Venus Anadiomena, por Ingres»:

El tiempo que destruye todas las cosas


ya nada puede contra su hermosura.
Ya tiene para siempre veintidós años.
Ya se ha vuelto corales, musgo marino.
Ya es ola que ilumina la tierra entera (180).

Este hecho explica el rechazo del autor a cualquier


objeto que retrotraiga al pasado, espurio por haberse
cargado él mismo de tiempo. Es el caso de las fotografí-
as, que desvirtúan los recuerdos en «Fotos» –«No hay
una sola foto de entonces./ Mejor así: para verte/ nece-
sito inventar tu rostro» (282)– y que se muestran
anquilosadas, junto a los otros restos del milagro de la
infancia, en «Jardín de niños»: «Como pedazos de esta-
tuas rotas que desentierran/ en los centros ceremonia-
les/ son los juguetes lamentables, las fotos,/ los cuader-
nos casi ilegibles/ hallados de repente al limpiar la
casa./ Estas ruinas son todo lo que perdura/ de la infan-
cia irrestituible» (226).

55
En esta misma línea se desarrolla el planto por la ciudad
desaparecida –ahora no como consecuencia de un terremoto,
sino de la «insondable tontería humana»- con el que concluye
Las batallas del desierto: «Demolieron la escuela, demolieron el
edificio de Mariana, demolieron mi casa, demolieron la colonia
Roma. Se acabó esa ciudad. Terminó aquel país. No hay memo-
ria del México de aquellos años. Y a nadie le importa…». Las
batallas en el desierto. México, ERA, 2003, p. 36. [1981].

56
Por último, la memoria adquiere un halo negati-
vo en poemas que, en la línea de lo señalado por
Borges en «Funes el memorioso», la definen como
un basurero de recuerdos que nos impide vivir. Es el
caso de «Inmemorial», que transcribo completo por
su significación:

El misterioso día
se acaba con las cosas que no devuelve.

Nunca nadie podrá reconstruir


lo que pasó ni siquiera en éste
más cotidiano de los mansos días.

Minuto, enigma irrepetible.

Quedará tal vez


una sombra, una mancha en la pared,
vagos vestigios de ceniza en el aire.

Pues de otro modo qué condenación


nos ataría a la memoria por siempre.

Vueltas y vueltas en derredor de instantes vacíos.

Despójate
del día de hoy para seguir ignorando y viviendo (210).

De forma análoga, el poema en prosa «Ámbar»


rechaza los souvenirs que, como guijarros del recuer-
do, estorban nuestra existencia:

Como un ácido la desmemoria socava las reliquias.


Su corrosión lo desordena todo y nos obliga a pen-
sar: la vida está hecha para ser y desvanecerse, no
para atestarla de souvenirs. Hacerlo peca contra la
fugacidad, niega la naturaleza indestructible del
cambio. (…) Si guardas algo es como si quisieras
frenar la inmensa ola. De nada sirve oponer a su
estallido la palma suplicante de la mano (327).

57
La revisión del pasado
Llegamos a uno de los temas capitales en la obra
de Pacheco: la reflexión sobre la historia ofrecida en
sus textos, donde se demuestra cómo la Humanidad
cae siempre en los mismos errores. Así, los albores de
la civilización no encuentran su origen en Adán
–que, como su nombre indica, «termina su función:/
entra en la nada» (260)–, sino en Caín, fundador de
Enoc, la primera ciudad de la tierra, y asesino de su
propio hermano, o en el primate protagonista de
«Papá» (317).
Así se aprecia en «Prehistoria», secuencia que
refleja la sed de poder presente ya en los primeros
hombres. El protagonista, cazador y guerrero, inven-
ta a Dios y el alfabeto para imponer su ley sobre los
demás: animales, a los que pinta «para adueñarme de
su carne» (255); otros hombres, a los que impondrá
su ley56; y, finalmente, la mujer, a la que no entiende
y relega a la condición de «otro», adjudicándole los
roles estereotipados de esposa o prostituta57. El indi-
viduo, sin embargo, se sabe condenado por su voraci-
dad, por lo que el poema concluye con dos desolado-

56
«Gracias a ti, alfabeto hecho por mi mano,
habrá un solo Dios: el mío.
Y no tolerará otras deidades.
Una sola verdad: la mía.
Y quien se oponga a ella recibirá su castigo.
Habrá jerarquías, memoria, ley:
mi ley: la ley del más fuerte
para que dure siempre mi poder sobre el mundo» (255).
57
«Eva o Lilit:
escoge pues entre la tarde y la noche.
Eva es la tarde y el cuidado del fuego.
Reposo en ella, multiplica mi especie
y la defiende contra la gran tormenta del mundo.
Lilit, en cambio, es el nocturno placer,
el imán, el abismo, la hoguera en que ardo.
Y por tanto la culpo de mi deseo.
Le doy la piedra, la ignominia, el cadalso» (259).

58
res versos: «Eva o Lilit: no lamentes mi triunfo./ Al
vencerte me he derrotado» (259).
La historia se convierte así en una crónica de
sucesivos fracasos, motivados porque cada genera-
ción se siente superior a la precedente y desconoce
su propia falibilidad. Como leemos en el irónico
poema «Los vigesímicos»: «Para nosotros en cam-
bio/ no hay sino la certeza de que mañana/ seremos
condenados/—el estúpido siglo veinte,/ primitivos, sal-
vajes vigesímicos—/con el mismo fervor con que abo-
limos/ a los decimonónicos» (248).
La meditación sobre el pasado de México ocupa
un lugar de honor en la poesía de Pacheco. Desarro-
llada en los poemarios que abarcan de 1969 a 1976,
en ella adquieren voz los diferentes individuos que
escribieron la historia nacional –pueblos prehispáni-
cos, criollos, españoles–, pues el poeta pretendía
ofrecer una visión tan plural como honesta de lo
ocurrido.
En ocasiones, el poema se elabora a partir de tes-
timonios orales transcritos en códices de la época
–«Lectura de los Cantares mexicanos»–; otras veces
recurre al monólogo dramático –«Fray Antonio de
Guevara reflexiona mientras espera a Carlos V»–,
siendo especialmente frecuente que el hablante
adopte la posición del cronista, como ocurre en la
sección «Antigüedades mexicanas», integrada en
Islas a la deriva. De este modo se logra lo apuntado
por María Luisa Fischer: «La poesía de Pacheco y su
generación, cuando intenta dar una versión de la
historia pasada, lo hace exhibiendo el lugar a partir
del cual el sujeto poético escribe y habla. Recupera
el discurso historiográfico para traspasarlo de la sub-
jetividad del hablante»58.

58
Historia y texto poético: la poesía de Antonio Cisneros, José
Emilio Pacheco y Enrique Lihn. Concepción, Lar, 1998, p. 18.

59
En este sentido, resulta especialmente interesan-
te acercarse al poema «Manuscrito de Tlatelolco (2
de octubre de 1968)», a través del que, como otros
autores mexicanos de su tiempo –Octavio Paz,
Eduardo Lizalde, José Carlos Becerra, Gabriel Zaid,
Marco Antonio Montes de Oca, Juan Bañuelos–,
Pacheco dio a conocer su repulsa a los aciagos
hechos ocurridos en la Plaza de las Tres Culturas.
En la primera parte, constituida por «Lectura de
los Cantares mexicanos», el autor denuncia lo ocurri-
do hacía pocos días59 a través de un centón poético
que recupera relatos de hechos catastróficos para el
pueblo mexicano. Pasado y presente se dan la mano,
demostrando la íntima relación existente entre la
matanza del siglo XX y la ocurrida en el templo de
Toxcatl durante la pascua de Resurrección de 1520,
que llevó a la expulsión de Cortés el 30 de junio de
ese mismo año y a los ochenta días de asedio sufridos
posteriormente por la Tenochtitlán azteca, tras los
que se produjo la caída de la ciudad el 13 de agosto
de 1521. Lilvia Soto subraya la complejidad compo-
sitiva del poema:

En él han participado el autor anónimo que lo


compuso en náhuatl en el siglo XVI, los informan-
tes o colaboradores del recopilador que se cree fue
Sahagún, este mismo, el traductor Garibay, Miguel
León–Portilla que los dio a conocer en Visión de los
vencidos (1959), Pacheco que utiliza el manuscrito
de los Cantares como texto básico, alterándolo y
haciéndolo con los versos del Manuscrito Florentino

59
El texto fue publicado por primera vez en una revista el 6
de noviembre de 1968, con la fecha y el lugar de la matanza
valientemente consignados en el título.

60
y del Ms. Anónimo de Tlatelolco, probablemente
con versos de otras fuentes y con los propios. Con
estas textualidades se entrecruzan el contexto de
los hechos históricos del siglo XVI, y –lo que esta-
blece la clave para la relectura del manuscrito– los
hechos conocidos por todos nosotros de la matanza
de Tlatelolco en octubre de 1968, hecho al que el
texto alude incluyendo la fecha, entre paréntesis,
bajo el título60.

Se trata de una composición enormemente dra-


mática por recrear el testimonio coral de quienes
sobrevivieron a la masacre de su pueblo. Estos perso-
najes, englobados bajo el pronombre «nosotros»,
encontrarán el eco de sus penurias en la segunda
parte del poema, titulada «Las voces de Tlatelolco
(2 de octubre de 1978: diez años después)», y donde
Pacheco recurre a los testimonios de quienes estu-
vieron en la Plaza de las Tres Culturas, reunidos por
Elena Poniatowska en La noche de Tlatlelolco. De este
modo, textos que distan más de cuatro siglos dan fe
de que las voces de las víctimas suenan siempre del
mismo modo.
Por su parte, «Antigüedades mexicanas» reflexio-
na sobre el México colonial a través de algunas figu-
ras emblemáticas. Así, «Presagio» narra en tercera
persona la «parusía de los dioses desconocidos», por
la que Moctezuma, informado de que Quetzalcóatl
llegaría por el occidente en un año uno caña –fecha
del arribo de los españoles–, conoció también el
funesto futuro de su imperio. Resultan muy valiosas

60
«Realidad de papel: Máscaras y voces en la poesía de José
Emilio Pacheco». En La hoguera y el viento: José Emilio Pacheco
ante la crítica, op. cit., pp. 109-121 (117).

61
las referencias en cursiva insertadas en el poema, que
definen los barcos y caballos de los españoles con las
metáforas que estas nuevas realidades concitaron en
náhuatl –«casas sobre el mar» y «venados sin cuer-
nos»–, lo que demuestra la atención de Pacheco a la
lengua de los nativos y su deseo de contraponer dos
visiones diferentes del mundo.
En la misma línea, «doña Marina» resalta la
importancia de la traducción en la conformación de
la identidad mexicana: «A estos traductores/ debe-
mos en gran parte/ la conquista y colonia, el mestiza-
je,/ el enredo llamado México, la pugna/ de hispanis-
mo e indigenismo» (197). Por último, el poeta
Francisco de Terrazas, del que se dice que superó en
una composición el soneto de Camões que le sirvió
de base, representa el comienzo de la literatura
nacional: «Sintió que por herencia de conquista/ era
suya esta tierra./ Ni azteca ni español: criollo, por
tanto/ el primer hombre de una especie nueva (…)./
Cuando ardieron los libros de la tribu/ quedó en
silencio el escenario./ Terrazas/ fundó la otra poesía y
escribió/ el primer verso del primer soneto:/ Dejad las
hebras de oro ensortijado...» (199).

ESPACIOS
La ciudad de México
Si hay una imagen que se repite obsesivamente en
la poesía de Pacheco, ésta es la de la ciudad en ruinas.
Ya en Los elementos de la noche sabemos de «ciudades
vencidas que la ceniza afrenta» (132); este hecho se
repetirá en «Conversación romana», donde la mítica
metrópoli aparece ahogada por la basura y salvada
únicamente por los ciclos de la naturaleza: «Pero hay
hierbas, semillas en los mármoles» (164).

62
Del mismo modo, en «Ciudad maya comida por
la selva» (198) sólo perduran las flores frente a las
estelas creadas por el hombre, mientras Pompeya se
convierte en símbolo de las glorias perdidas en
«Como la lluvia» (307), y Nueva Orleans –«Muelle
de Nueva Orleans» (229), «Comerse el mundo»
(295)– deviene emblema de la progresiva e impara-
ble destrucción de nuestro planeta.
Entre todas las ciudades destaca México, sobre la
que Elena Poniatowska comenta: «Es su mina del rey
Salomón, su mina de oro; la horada como minero y
regresa con joyas refulgentes»61. Este hecho explica
que, en el conocido poema «Alta traición», el
hablante rechace el concepto de patria pero reco-
nozca que daría la vida –expresión muy ajena al dis-
tanciamiento que define habitualmente su escritura–
por «una ciudad deshecha, gris, monstruosa» (152),
en la que reconocemos al Distrito Federal.
En El reposo del fuego, la capital ya aparece retra-
tada entre el mito y la putrefacción. Recordemos los
magníficos versos iniciales de la tercera sección,
definidos por sus abruptos encabalgamientos y que
sintetizan la multiplicidad de significados adquiridos
por el signo «México» en Pacheco:

Brusco olor del azufre, repentino


color verde del agua bajo el suelo.
Bajo el suelo de México se pudren
todavía las aguas del diluvio.
Nos empantana el lago, sus arenas
movedizas atrapan y clausuran
la posible salida (…).

61
«José Emilio Pacheco: naufragio en el desierto», op. cit.,
p. 38.

63
Bajo el suelo de México verdean
eternamente pútridas las aguas
que lavaron la sangre conquistada.
Nuestra contradicción –agua y aceite–
permanece a la orilla y aún divide,
como un segundo dios,
todas las cosas:
lo que deseamos ser y lo que somos (144).

En esta situación, bajar al subterráneo significa


llegar a conocerse, por lo que la inmersión adquiere
una significación mítica e histórica a la vez. De ahí
que el sujeto poético conmine al descenso con una
insistencia que recuerda el famoso «HURRY UP
PLEASE IT’S TIME» de Eliot62:

Prende la luz. Acércate. Ya es tarde.


Ya es tarde. Se hizo tarde. Ya es muy tarde.
Abre la puerta. Hay tiempo. Hoy es mañana.
Dame la mano. No se ve. No hay nadie.
No hay nadie. Sólo nada. Es el vacío.
O es el lodo que sube y nos envuelve
para volvernos polvo de su polvo (145).

El amargo presente de México ya aparece presa-


giado por la historia de la gran Tenochtitlán, sobre la
que leemos en «Fray Antonio de Guevara…»:
«Temistitán, ciudad arrasada/ para que sobre sus rui-
nas brille el sol/ del Habsburgo insaciable» (175). A
partir de ahora, asistiremos a la repetida elegía de un
lugar que el autor conoce palmo a palmo –con un
fervor sólo comparable al que profesa al Distrito
Federal su esposa, la conocida escritora y periodista

62
Desazonador estribillo que recorre «A Game of Chess»,
canto II de The Waste Land.

64
Cristina Pacheco– y que, desgraciadamente, ha visto
desaparecer a lo largo de su existencia. Como él
mismo destaca:

Mi amor desolado por la ciudad me otorgó una lec-


ción adversa al «parricidio» (…). Lo que voy a
escribir me preocupa lo suficiente como para que no
me interese demoler lo que otros hicieron antes de
mí. He visto, en la damnificada zona antigua de la
capital, que cuando cae un maravilloso edificio de la
Colonia o el XIX, invariablemente lo sustituye un
bodrio indómito que bulle en fachaletas y cristales
(…). La gran enseñanza del siglo XX es la conciencia
de que cuanto hacemos es provisional y lo que hoy
tuvo valor y sentido no lo tendrá mañana63.

Tanto los poemas citados como los correspon-


dientes a «Las ruinas de México (elegía del retor-
no)», analizados más arriba, vinculan la poética de
Pacheco a Francisco de Quevedo, uno de los autores
que mejor supo expresar el desengaño barroco.
Recordemos en este sentido el famoso «Miré los
muros de la patria mía», que el español incluyó en
Un Heráclito cristiano (1613) y que concluye con los
demoledores versos: «Y no hallé cosa en que poner
mis ojos/ que no fuese recuerdo de la muerte»64.

El terreno del «otro»


Se ha destacado con frecuencia el carácter huma-
nista de la poesía de Pacheco, un autor interesado,
ante todo, por comprender al otro y que, por ello, ha

«Sin título», op. cit., p. 254.


63

64
Un Heráclito cristiano, canta sola a Lisi y otros poemas. Lia
Schwartz e Ignacio Arellano eds. Barcelona, Crítica, 1998, p.
156.

65
firmado algunos de los poemas más solidarios, com-
pasivos y empáticos del último medio siglo. En su
poesía se aprecia la «ética de la responsabilidad» pre-
conizada por Emmanuel Levinas, la que, por ser indi-
vidual, puede contravenir las leyes de la polis65. De
ahí la invectiva contra la xenofobia que fundamenta
«Ley de extranjería»: «He estado en Creta, Nubia,
Tarsis, Egipto./ En todas partes fui extranjero porque
no hablaba/ el idioma/ ni me vestía como ellos./
También nosotros, ciudadanos de Ur,/ despreciamos
al que es distinto./ (…) En Ur y en todas partes soy
extranjero» (261).
Como Arthur Schopenhauer, como Borges,
Pacheco defiende que todos los seres humanos somos
en esencia uno. No está de más recordar, en este sen-
tido, las palabras escritas por el argentino en «La
forma de la espada»:

Lo que hace un hombre es como si lo hicieran


todos los hombres. Por eso no es injusto que una
desobediencia en un jardín contamine al género
humano; por eso no es injusto que la crucifixión de
un solo judío baste para salvarlo. Acaso Schopen-
hauer tiene razón; yo soy los otros, cualquier hom-
bre es todos los hombres66.

Siguiendo este pensamiento, «Poema de amor


con una línea de Hemingway (A Farewell to Arms, 7)»
defiende la identidad de los amantes a través de un
vaivén tipográfico que refuerza la ausencia de límites
entre ambos:

65
Ética e infinito. Madrid, Visor, 1991 [1981], p. 165.
66
Obras completas I, op. cit., pp. 493-494.

66
Yosoytú
No
nos
separes
de
mí (293).

Está claro que no nos encontramos ante un autor


solipsista. De hecho, él mismo define el acto de leer
poesía como una forma de acercamiento a los otros:
«¿Puede fijarse la poesía objetivo más alto que for-
mar parte de nuestras vida y extender nuestra expe-
riencia, atrozmente limitada si no la enriquecemos,
si no nos apropiamos de la experiencia ajena conte-
nida en todo arte?»67. Así lo destacará en «Carta a
George B. Moore en defensa del anonimato»
–«Llamo poesía a ese lugar del encuentro/ con la
experiencia ajena. El lector, la lectora/ harán, o no el
poema que tan sólo he esbozado./ No leemos a otros:
nos leemos en ellos» (235)– y lo reafirmará en la
novena «alabanza» de Miro la tierra:

El verso del pigmeo, la canción del zulú,


el lamento de los huicholes,
el amor de los esquimales...

Poesía que me permite salir de mí


y tener la experiencia de otra experiencia.
Poesía que humaniza a la humanidad
y nos demuestra:
nadie es menos que nadie (244).

Así, se produce en su obra la que Mary Docter


denomina «a poetics of reciprocity»68, atenta en

67
«Cómo acercarse a la poesía», Comunidad Conacyt
7.130-131, 1981, pp. 88-89 (89).
68
Docter, Mary: «José Emilio Pacheco: A Poetics of Reci-
procity», Hispanic Review 70-3 (2002), pp. 373-392.

67
todo momento al otro. Siguiendo esta línea, hay que
subrayar la importancia que concede nuestro poeta a
los puntos de vista diferentes. Así, parece hacerse
eco de las palabras de Aníbal González cuando, en
Abusos y admoniciones. Ética y escritura en la narrativa
hispanoamericana moderna, éste subraya que los dis-
cursos literarios éticos se preocupan por «una otre-
dad que se resiste a la asimilación»69.
Ya hablamos de la relativización de valores que
producía el hecho de que, en sus textos, el sujeto
poético no sólo mira, sino que sea él el observado
–por el jardín, la piedra, la rana– en numerosas oca-
siones. Del mismo modo, el antropocentrismo es
puesto en tela de juicio por «Las moscas», donde se
plantea lo que opinaría una mosca macho de una
mujer: «Para él sin duda no eres la más hermosa y
deseable./ (Tal un lirio entre las espinas/ es su mosca
entre muladares./ Los contornos de su trompa son
como joyas,/ como púrpura real sus vellosidades)»
(214). Así sucede también en «La mosca juzga a miss
Universo» (288) y, especialmente, en «Cerámica de
Colima», donde la pareja de amantes representada
en la vasija es defendida frente a prejuicios eurocén-
tricos: «Desde el punto de vista de la edad clásica/
no son hermosos./ Pero ellos a su vez encontrarían/
poco deseable la estatuaria griega» (250).

Álbum de zoología
Como acabamos de comprobar, en la obra de
Pacheco los animales se encuentran en relación de
igualdad con el hombre, y a ellos dedica algunos
de sus textos más sobresalientes. Su interés por el
mundo animal se ha mantenido constante a lo largo

69
Abusos y admoniciones. Ética y escritura en la narrativa his-
panoamericana moderna. México, Siglo XXI, 2001, p. 12.

68
de los años. Así, es responsable de secciones como
«Los animales saben», «Especies en peligro (y otras
víctimas)», y ha reunido su particular animalario en
Álbum de zoología. En este bello libro los poemas van
acompañados por correspondientes ilustraciones del
pintor Francisco Toledo, de las que ofrecemos tres
–«Búho», «Los pájaros», «El pulpo»– en la presente
antología.
Su atracción por los animales viene explicada,
según comentó en entrevista con García Montero,
porque «significan la otredad, el silencio y la inmu-
tabilidad. Nunca vamos a saber qué piensan, cómo
ven el mundo»70. De ahí que se esfuerce en no trivia-
lizarlos, tratarlos con condescendencia o vincularlos
únicamente a la experiencia humana. Este hecho es
subrayado por Randy Malamud:

Pacheco posits his textuality as not superior to, nor


immune to, the powers of animals. This ecologi-
cally balanced (and humble) perspective infuses
Pacheco’s poetry, and, I argue, typifies the best
model of how people can write animal poetry
without exploiting (subjugating, coopting, domes-
ticating, aestheticizing, stylizing) the subjects71.

Es cierto que, a veces, los animales funcionan


como alegorías de nuestra existencia. Sería el caso,
entre otros ejemplos, de «Búho» (183) –símbolo de
Occidente por su ferocidad, no por su sabiduría–;
«Los grillos (defensa e ilustración de la poesía)»
(166) –prefiguración de los poetas–; o, finalmente,

70
«Entrevista con José Emilio Pacheco», op. cit, p. 1.
71
«The Culture of Using Animals in Literature and the
Case of José Emilio Pacheco», CLCWeb: Comparative Literature
and Culture: A WWWeb Journal 2.2 (2000). Publicación elec-
trónica, pp. 9-10.

69
«Fisiología de la babosa» (176), comparada con el
ser humano por caminar deshaciéndose.
En algunas ocasiones, el estado de guerra que rige
el mundo queda representado por una colectividad de
animales: así, «Los pájaros» (213) que atacan Vera-
cruz el día del lanzamiento de la bomba atómica; las
termitas que acaban con Nueva Orleans –«Comerse
el mundo» (295)– o, finalmente, las gaviotas que
devoran tortuguitas en «Los mares del sur» (252).
Sus poemas más interesantes, sin embargo, retra-
tan al animal como entidad autónoma y revelan su
admiración hacia los que no condescienden. Es el
caso de «Gatidad», que descubre su fascinación por
los gatos y en cuyos versos finales leemos: «Dice la
gata a quien entienda su lengua:/ nunca dejes que
nadie te desprecie» (263). Del mismo modo, el hal-
cón de «Filozoofía» se presenta tan altanero como
ajeno a los hombres: «Seguro de cómo funciona el
mundo y de quiénes ganan las guerras, el halcón me
observa, me desprecia y alza el vuelo» (333).
Quiero concluir este apartado deteniéndome en
«El pulpo», sin duda uno de los mejores poemas de
Pacheco, y denuncia de la pérdida de aura de un ani-
mal mítico por su contacto con el hombre. Así, el
que comienza definido como «oscuro dios de las pro-
fundidades» acaba siendo un monstruo. La siguiente
estrofa refleja a la perfección este hecho:
Qué belleza nocturna su esplendor si navega
en lo más penumbrosamente salobre del agua
madre, para él cristalina y dulce.
Pero en la playa que infestó la basura plástica
esa joya carnal del viscoso vértigo
parece un monstruo. Y están matando
/ a garrotazos / al indefenso encallado (231).

El mensaje ecológico está servido. De ahí que la


tinta que escapa del animal agonizante termine por

70
Pacheco con Orso, el gato de su hija Laura Emilia

borrar la tierra en unos versos sin desperdicio: «De


sus labios no mana sangre: brota la noche/ y enluta
el mar y desvanece la tierra/ muy lentamente mien-
tras el pulpo se muere» (231).

Viajes y extranjería
A lo largo de su vida, y como consecuencia de su
profesión, Pacheco ha realizado numerosos viajes y
permanecido largas temporadas en el extranjero. El
autor, que ha utilizado la imagen de la vida como
viaje en más de una ocasión –baste recordar a la
babosa, que «en su moroso edén de baba/ proclama/
que andar por este mundo/ significa/ ir dejando/
pedazos de uno mismo/ en el viaje» (176)–, revela
frecuentemente su sensación de extranjería en cual-

71
quier parte que no sea México. Así se aprecia en
«Old Forest Hill Road»: «Porque no estuve ni estaré.
He venido/ sólo de paso a esta ciudad, a este mundo./
Soy extranjero en esta tierra. En todas/ seré extran-
jero. Al regresar, mi patria/ habrá cambiado. Y no
estaré/ ni estuve»72.
De ahí que uno de los epígrafes de No me pregun-
tes cómo pasa el tiempo, precisamente el que inicia la
sección dedicada a los viajes y titulada «Postales/
Conversaciones/ Epigramas», sea tomado del virrey
de México Sebastián de Toledo, quien en 1669 escri-
biera: «E inútil es que los naturales de la Nueva Espa-
ña traten de vivir en Europa, porque siempre estarán
con los ojos fijos en la memoria de su tierra»73.
Este hecho explica la inmediata comparación
entre el lago Erie y la laguna de México presente en
«The dream is over»: «–Ya no hay plantas ni peces
en el Erie./ Ya está muerto,/ como el lago de México.
(Todo ante mí se vuelve alegoría)»74.
En un formato muy cercano al del dietario75, el
sujeto que se desplaza apunta sus reflexiones sobre lo
que concita su atención: es el caso de cuadros famo-
sos como «Venus Anadiomena, por Ingres» (159) o
«El Jardín de las Delicias» (284), que dan fe del inte-

72
Tarde o temprano, 2000, op. cit., p. 178.
73
Ibid., p. 81.
74
Tarde o temprano, 2000, op. cit., p. 117.
75
En la misma línea, Enrique Lihn es autor de algunos poe-
marios -Poesía de paso (1966), Escrito en Cuba (1969), Estación
de los desamparados (1972), París, situación irregular (1977), A
partir de Manhattan (1979) y Pena de extrañamiento (1986)- en
los que la experiencia del viaje resulta fundamental. Así, él
mismo definió Escrito en Cuba como «una especie de diario/
Anotaciones Fragmentos/ de lo que fue, impresiones digitales/
Restos de lo que alguna vez será» (Escrito en Cuba. México,
ERA, 1969, p. 37). El parecido de este título con la sección
«Postales/ Conversaciones/ Epigramas» es evidente.

72
rés de Pacheco por la ekfrasis y de la importancia que
adquiere la imagen en su literatura; de ciudades
como Roma y Pompeya, que le interesan por su
grandeza perdida y provocan magníficas meditacio-
nes sobre el paso del tiempo; y, finalmente, de paisa-
jes ajenos a los de su infancia como los de Essex
–«Copos de nieve en Wivenhoe» (161)– o Canadá
–«Escenas del invierno en Canadá» (201). Estos
lugares le hacen conocer la maravillosa realidad de
la nieve, uno de los fenómenos atmosféricos a los
que ha dedicado mayor número de composiciones
–el otro es la lluvia– y constante en su poesía desde
No me preguntes cómo pasa el tiempo.
Los viajes, en fin, cobran sentido por el recuerdo
de las emociones que provocaron y no por los souve-
nirs traídos de los mismos, tan negativos como las
fotografías. Así se aprecia en «Adiós, Canadá», que
transcribo completo por su interés y en el que resulta
muy significativo el juego tipográfico con el verso
alusivo al tiempo:

El olor de madera mojada,


la playa gris y los troncos,
la arena que en el volcán ha sido llama y catástrofe,
el sol de nieve, la montaña de musgo,
islas y su alarmada población de gaviotas,
el peso de la nieve que hace visible la caída
del tiempo,
un jardín de cristal bajo las luces
de la lluvia nocturna,
serán acaso en la memoria tu olvido:
un arcón de postales marchitas
y mapas que se rompen de viejos.
Pero tu nombre tendrá el rostro o la sombra
de la muchacha a la que dije adiós para siempre (173).

73
El espacio de la escritura
Ha llegado el momento de comentar uno de los
aspectos más destacados en la obra de Pacheco: su
concepción de la poesía, ese quehacer apasionante y
doloroso al que ha dedicado numerosas composicio-
nes y que ha descrito hermosamente como «una
forma de amor que sólo existe en silencio,/ en un
pacto secreto entre dos personas,/ de dos desconoci-
dos casi siempre» (236).
La consideración sobre el oficio literario ha sido
capital desde sus primeros libros, hecho esperable en
una escritura definida por el amor a la literatura.
Tanto por su condición de lector omnívoro, erudito y
apasionado de los raros como por su importante papel
como traductor y difusor de escritores olvidados,
Pacheco ha demostrado fehacientemente que la lite-
ratura es elemento clave en su existencia y nos la ha
dado a conocer tendiendo puentes entre las más
diversas épocas, tradiciones e incluso emparentándola
con otras disciplinas artísticas. Así, se le podría aplicar
lo que él mismo comenta sobre Xavier Villaurrutia:

Villaurrutia fue un poeta–crítico en la dimensión


que T.S. Eliot acababa de darle a esa actitud; crear
un público para su poesía y la de sus compañeros,
establecer un nuevo orden en la tradición poética
propia y otro sistema de preferencias en las litera-
turas de distintas lenguas y distintos países. Al
aclimatarlos aquí como traductor e intérprete,
Villaurrutia hizo que esos autores dejaran de ser
extranjeros; al revisar a los autores del pasado, los
convirtió en contemporáneos76.

76
Prólogo a Xavier Villaurrutia, textos y pretextos. México,
UNAM, 1988, p. 14.

74
Desde un primer momento, nuestro autor ha con-
cebido la poesía machadianamente. Es la suya una
palabra en el tiempo marcada por dos temas funda-
mentales: el dolor de los hombres y la fugacidad. Así
se aprecia, para el primer caso –ya comentamos el
segundo a partir de «Elogio de la fugacidad» y
«Ámbar»–, en poemas como «Dichterliebe» –«La
poesía tiene una sola realidad: el sufrimiento» (156)–
o en el breve pero esencial «Prometeo»:
—No lo olvides jamás: hay otros temas.
¿Por qué obstinarse
en la fugacidad y el sufrimiento?
—me dijo Prometeo. Sus cadenas
resonaron de nuevo cuando el buitre
reanudó su tarea entrañable (181).

Ya en el temprano «Crecimiento del día» pode-


mos apreciar el carácter fugitivo pero necesario de la
palabra: «Letras, incisiones en la arena, en el vaho.
Signos que borrará el agua o el viento. (¿Para qué
hendir esta remota soledad de las cosas y llenarlas de
trazos e invocaciones? Porque así las murallas de esta
cárcel de azogue no prevalecerán contra mi nada»
(134).
Con No me preguntes cómo pasa el tiempo cambia el
estilo, pero la temática se mantiene. Así ocurre en
el archiconocido final de «Conversación romana»:
–«Acaso nuestros versos duren tanto/ como un
modelo Ford 69/– y muchísimo menos que el Volks-
wagen» (164)– y en «Aceleración de la historia»,
cuyo motivo se encuentra reforzado a través del vai-
vén tipográfico de los versos:

75
Escribo unas palabras
y al minuto
ya dicen otra cosa,
significan
una intención distinta,
se hacen dóciles
al Carbono catorce:
Criptogramas
de un pueblo remotísimo
que busca
la escritura en tinieblas (153).

Sin evitar la autocrítica, Pacheco ha demostrado


desde un primer momento una aguda conciencia de
su incapacidad expresiva. Quizás por ello corrija los
textos en una tarea infinita, que convierte cada edi-
ción en una rareza y hace imposible pensar en una
versión definitiva de su obra. La labor limae horacia-
na es, pues, reivindicada ya en la primera edición de
Tarde o temprano:

Escribir es el cuento de nunca acabar y la tarea de


Sísifo. Paul Valéry acertó: no hay obras termina-
das, sólo obras abandonadas. Al revisar varios de
estos poemas, sobre todo los que hice antes de mis
veinte años, no creo desfigurarlos mediante cam-
bios que consisten básicamente en supresiones,
sino acortar la distancia entre lo que dicen y lo que
intentaron decir (…). Reescribir es negarse a capi-
tular ante la avasalladora imperfección (…). No
acepto la idea de texto definitivo. Mientras viva,
seguiré corrigiéndome77.

En esta situación, sólo el deseo del poeta garanti-


za «la supervivencia de un arte/ que pocos leen y al

77
Tarde o temprano, 1980, op. cit., p. 10.

76
parecer/ muchos detestan» (156), simbolizado por el
cri-cri al que nadie atiende en «Los grillos: defensa e
ilustración de la poesía»:
Recojo una alusión de los grillos:
su rumor es inútil,
no les sirve de nada
entrechocar sus élitros.
Pero sin la señal indescifrable
que se transmiten de uno a otro
la noche no sería
(para los grillos) noche78 (166).

De acuerdo con lo señalado, el lugar desde el que


habla el poeta contemporáneo no es ya el del
hablante inspirado de la Poesía, quien se sabía pose-
edor de un privilegio. Ahora se produce el perma-
nente cuestionamiento de un discurso que ha perdi-
do vigencia y autoridad, consumándose «the loss of
mastery» propugnada por Craig Owens para nuestro
tiempo79.
La escasa consideración del oficio se hace, así, pal-
pable en títulos como «Yo, con mayúscula» –«Ocu-
pamos el puesto en el mercado/ que dejó el saltim-
banqui muerto./ Y pronto nos iremos y otros
vendrán/ con su »yo» por delante» (242)– o «Carta
a George B. Moore en defensa del anonimato»: «El
poeta dejó de ser la voz de la tribu,/ aquel que habla
por quienes no hablan./ Se ha vuelto nada más otro
entertainer./ Sus borracheras, sus fornicaciones, su

78
El siguiente poema de Matsuo Basho, traducido por
Pacheco e incluido en Bajo la luz del haikú, parece encontrarse
en la base del texto citado: «Cantan cigarras./ Ignoran por com-
pleto/ que son mortales» (Bajo la luz del haikú, op. cit., p. 36).
79
The Anti-Esthetic. Washington, The Bay Press, 1983, p. 57.

77
historia clínica,/ sus alianzas o pleitos con los demás
payasos del circo,/ tienen asegurado el amplio públi-
co/ a quien ya no hace falta leer poemas» (235).
Nos encontramos así ante la ambivalente rela-
ción de Pacheco con su trabajo: paraíso e infierno,
salvación y condena, oficio sin utilidad pero, al
mismo tiempo, único camino de redención en tiem-
pos de naufragio. En este sentido, resulta especial-
mente significativa la descarnada polaridad de su
«Crítica de la poesía», que incluye un paréntesis
donde se sintetiza a la perfección lo expuesto en
estas líneas: «(La perra infecta, la sarnosa poesía,/
risible variedad de la neurosis, / precio que algunos
pagan / por no saber vivir. / La dulce, eterna, lumi-
nosa poesía)» (155).

TÉCNICAS
El recurso a la alegoría
En páginas precedentes se ha destacado la impor-
tancia que el principio de analogía alcanza en la obra
de Pacheco. De ahí su profundo interés en alegorías,
símbolos y emblemas, que le permiten desarrollar
ideas abstractas valiéndose de formas humanas, ani-
males o de objetos cotidianos.
En su creación logra la convivencia de lo intem-
poral con lo contingente y, como subraya Debicki,
«nos hace sentir que el asunto, a pesar de su especi-
ficidad, apunta a temas y problemas esenciales»80.
Además, el recurso a la alegoría contribuye al carac-

80
Debicki, Andrew: «Perspectiva, distanciamiento y el
tema del tiempo: La obra lírica de José Emilio Pacheco», en
Poetas hispanoamericanos contemporáneos. Madrid, Gredos, 1976,
pp. 212-238 (236).

78
terístico distanciamiento de su literatura al mismo
tiempo que, por su naturaleza transformadora, posi-
bilita que no sea considerado solamente como críti-
co prosaico de nuestra realidad.
Pacheco es consciente de la importancia de este
recurso en su escritura. Así lo vemos en el citado
«The dream is over», donde compara el Lago Erie y
la laguna de México para terminar aludiendo al
famoso verso de Baudelaire en «Le cygne»: «Todo
ante mí si vuelve alegoría»81. Del mismo modo, refle-
ja la desazón por no actuar que lo corroía en los años
del compromiso a través de la figura de fray Antonio
de Guevara, generando una especie de autorrepro-
che al poner en boca del español las siguientes pala-
bras: «Escribo alegorías engañosas/ contra la cruel
conquista» (175).
La alegoría se cifra en ocasiones en bienes de la
alta cultura como cuadros –«Venus Anadiomena, por
Ingres», «El Jardín de las Delicias»–, pero, con mucha
mayor frecuencia, se inspira en elementos de la reali-
dad. Así, el autor se aproxima a las cosas para inva-
dirlas, como ya hiciera Pablo Neruda en sus Odas ele-
mentales –aunque éste aún las ponía al servicio del
hombre– o el mismo Nicanor Parra, autor de la
famosa sentencia: «La poesía reside en las cosas»82.
Louis Lamothe, en un trabajo tan añejo como aún
pleno de sugerencias, descubre la naturaleza de estos
escritores: «El cosalista es el buscador de lo absoluto
que se expresa concretamente –buscador de esencias
que, para llegar a su objetivo, no se aleja de las cosas,
sustituyéndolas por ideas, sino que penetra en ellas.

81
Tarde o temprano, 2000, op. cit., p. 117.
82
Obra gruesa. Santiago de Chile, Nascimento, 1976, p. 50
(1969).

79
(…) Son capaces de descubrir el alma de las cosas
por las cosas en sí»83.
En la misma línea, Mestre afirma que Pacheco
practica una poética de la constatación: «Constata-
ción de un mundo desecho, corrupto. Pero también
constatación del valor poético de las cosas, de los
objetos cotidianos, o de aquellos de los que ya casi
ningún poeta se ocupa»84. Por último, Benedetti des-
taca como uno de los rasgos más conmovedores en la
obra que comentamos el hecho de que, en ella, el
sujeto poético se defienda contra el vacío asiéndose
a la concreta realidad de las cosas85.
Así, en la presente antología, la reflexión poética
puede ser generada por un árbol o una enredadera (Los
elementos de la noche); el fuego, el agua o un ajolote (El
reposo del fuego); el volcán Ajusco, la nieve o los grillos
(No me preguntes cómo pasa el tiempo); una babosa o un
búho (Irás y no volverás); la nieve, una flecha, una pie-
dra, los pájaros o las moscas (Islas a la deriva); un lápiz
(Desde entonces); una camelia (Los trabajos del mar);
una cerámica de Colima, tortugas y gaviotas (Ciudad
de la memoria); una gata, el Ave Fénix, una trapecista y
un cortosionista (El silencio de la luna); unas medusas,
un insecto indeterminado o una mosca (La arena
errante); las termitas [Siglo pasado (desenlace)]; un
budín de pan, la lluvia, un clavo o un trozo de seda
(Como la lluvia); un trozo de ámbar, un quinqué o,
finalmente, un halcón (La edad de las tinieblas).

83
Louis Lamothe: Los mayores poetas latinoamericanos
1850-1950. México, Mex Editorial, 1959, p. 251.
84
«Ironía, civilización y posmodernidad en la poesía de
José Emilio Pacheco», op. cit., p. 278.
85
«La poesía abierta de José Emilio Pacheco», op. cit., p.
128.

80
Entre tantos elementos, detengámonos en los
más mexicanos. Es el caso del ajolote o axolotl de
los canales de Xochimilco, anfibio asociado al dios
«de las metamorfosis»: Xólotl, del que toma un nom-
bre que significa en náhuatl «bufón o transformista
de agua». El ajolole, presente en textos literarios tan
conocidos como Salamandra, de Paz, o el relato
«Axólotl», de Julio Cortázar, deviene en Pacheco
símbolo nacional: «El ajolote es nuestro emblema.
Encarna/ el temor de ser nadie y replegarse/ a la
noche perpetua en que los dioses/ se pudren bajo el
lodo/ y su silencio» (145).
Del mismo modo, los volcanes –Popocatépetl,
Iztaccíhuatl, Ajusco– se encuentran estrechamente
vinculados a la ciudad de México. Puesto que en
ellos «reposa el fuego», aparecen signados por la
posibilidad ambivalente de destruir y crear al mismo
tiempo. Su imponente masa los convierte en símbo-
los de eternidad, repitiéndose en su poesía la idea de
que permanecerán cuando los hombres se hayan
extinguido. Así ocurre con «El Ajusco», al que se
define como «guardián de la ciudad», «vigía», «testi-
go/—o padre de lo inmóvil» (160).
Este hecho explica que Pacheco haya elegido un
mexicanísimo volcán –tomado de la serie homónima
creada por su amigo Vicente Rojo– para la portada
de la presente antología. ¡Y qué volcán! Su solidez,
energía, implícita amenaza y advertencia se encuen-
tran en perfecta consonancia con la poética de nues-
tro autor, alimentada por el mismo fuego que
consume las magníficas obras de Rojo.

Las máscaras
En su deseo de lograr una literatura anticonfesio-
nal, nuestro autor ha recurrido en numerosas ocasiones

81
a las máscaras. Para Lilvia Soto, «este afán de oculta-
miento (…) se da en la forma de máscaras y de la
superposición de voces de distintas culturas y épocas.
La máscara se manifiesta a través del desdoblamiento
apostrófico del hablante escindido»86. Analicemos a
continuación cuatro de sus más conocidas estrategias
de enmascaramiento: los heterónimos, los pronombres
«nosotros» y «tú», la parodia y el humor.
Ya he aludido a los traspasos de la palabra que
supone escribir monólogos dramáticos y consigné
algunos de los seudónimos con los que Pacheco ha
firmado sus trabajos. Ha llegado, pues, el momento
de destacar la importancia de los heterónimos en su
literatura. Como sus admirados Antonio Machado y
Fernando Pessoa, ha creado tres alter egos –el último,
aparecido hace escasos meses– con sus pertinentes
biobibliografías, lo que explica que en este volumen
sean consignados con las fechas de su nacimiento
y muerte. Así, Julián Hernández, Fernando Tejada y
Alonso Cañedo –con nombres extraídos, significati-
vamente, de la Historia de los heterodoxos españoles de
Menéndez Pelayo– le permiten objetivar la voz y
realizar un ejercicio de poesía crítica a través de tex-
tos que asumen estéticas alejadas de la suya.
Si Julián Hernández disecciona los entresijos del
mundillo literario y Fernando Tejada habla de amor
–uno de los temas que Pacheco se muestra más rea-
cio a tratar en su obra, como veremos enseguida–,
Alonso Cañedo, que recibe el apodo de «El Poeta
Loco», se acerca a figuras fundamentales de la última
poesía hispanoamericana como «El Cristo de Elqui»
parriano o el mendigo-loco que lanza sus verdades a

86
«Realidad de papel: Máscaras y voces en la poesía de José
Emilio Pacheco», op. cit., p. 110.

82
los cuatro vientos en El Paseo Ahumada de Lihn88.
Todos estos individuos comparten un estadio de
locura parejo a su sinceridad, por lo que se constitu-
yen en tomacorrientes de la realidad.
En cuanto a los pronombres, está claro que
Pacheco prefiere el «nosotros» –inclusivo– y el «tú»
–en ocasiones desdoblamiento del «yo», otras veces
interlocutor en el poema– al subjetivo «yo». En la
primera etapa de su obra aún podemos encontrar
algún ejemplo de textos escritos en primera persona
del singular –es el caso del soneto «Presencia» (133),
uno de los poemas a los que actualmente se siente
más ajeno–; sin embargo, el autor opta desde El repo-
so del fuego por el «nosotros» y, a partir de No me pre-
guntes cómo pasa el tiempo, compagina esta primera
persona del plural con el «tú» o, en ocasiones, con
la distante voz del cronista.
Destaco asimismo la dificultad que Pacheco,
como buen hijo de su tiempo, siente para desnudar
sus emociones en poesía, y que lo hacen recurrir a la
parodia. Para entender su actitud, nada mejor que
transcribir un fragmento de Umberto Eco en sus
Apostillas a El Nombre de la Rosa:

Pienso que la actitud posmoderna es como la del


que ama a una mujer muy culta y sabe que no
puede decirle «te amo desesperadamente», porque
sabe que ella sabe (y que ella sabe que él sabe) que
esas frases ya las ha escrito Liala. Podrá decir:
«Como diría Liala, te amo desesperadamente.» En
ese momento, habiendo evitado la falsa inocencia,

87
Aludo, obviamente, a los siguientes poemarios de Nica-
nor Parra y Enrique Lihn: Sermones y prédicas del Cristo de Elqui
(1977), Nuevos Sermones y prédicas del Cristo de Elqui (1979) y
El Paseo Ahumada (1983).

83
abiendo dicho claramente que ya no se puede
hablar de manera inocente, habrá logrado sin
embargo decirle a la mujer lo que quería decirle:
que la ama, pero que la ama en una época en que la
inocencia se ha perdido88.

Linda Hutcheon lo señaló –«Parody prospers in


periods of cultural sophistication that enable paro-
dists to rely on the competence of the reader»89– y
Klahn lo recalca en relación a Pacheco: «It is only
through parody that this incurably romantic poetic
person can speak a language no longer fashionable
or possible in today’s skeptical world»90.
Así, nuestro autor, como el Borges de «Le regret
d’Héraclite»91, enmascara tras referencias culturales
sus poemas más subjetivos. Recordemos, en este sen-
tido, cómo traslada el argumento de «Mejor que el
vino» a los elegíacos romanos y de qué manera se
defiende por no escribir poemas de amor: «Quinto y
Vatinio dicen que mis versos son fríos./ (…) Pero yo,

88
Apostillas a El Nombre de la Rosa. Barcelona, Lumen,
1998, p. 12. [1985] Liala es una conocida autora italiana de
novela «rosa», equivalente a Corín Tellado en España.
89
A Theory of Parody: The Teachings of Twentieth-Century
Art Forms. London, Routledge, 1991, p. 19.
90
«From Vision to Apocalypse: The Poetic Subject in
Recent Mexican Poetry», Studies in 20th Century Literature 14.1
(1990), pp. 81-93 (88).
91
Recordemos la enorme cantidad de máscaras utilizadas
por el autor de Ficciones para lamentar un hecho especialmente
doloroso de su vida: título en francés con alusión filosófica
incluida, falsa autoría del dístico -Gaspar Camerarius, en Deli-
ciae Poetarum Borussiae, VII, 1-, y nombre de la mujer amada
inventado –Matilde Urbach. Todo, para dar lugar a dos inolvi-
dables versos: «Yo, que tantos hombres he sido, no he sido
nunca/ Aquel en cuyo abrazo desfallecía Matilde Urbach»
(Obras completas II, op. cit., p. 230).

84
Claudia,/ no he arrastrado tu nombre por las calles y
plazas/ de Roma./ Y reservo mis ansias/ a las horas
que paso contigo»92 (165).
La misma idea subyace en «Otro homenaje a la
cursilería», donde, en una interesante vuelta de tuer-
ca y asumiendo voluntariamente un lenguaje kitsch,
descubre la impotencia de las palabras para expresar
la pasión:

Me preguntas por qué de aquellas tardes


en que inventamos el amor no queda
un solo testimonio, un triste verso.
(Fue en otro mundo: allí la primavera
lo devoraba todo con su lumbre).
Y la única respuesta es que no quiero
profanar el amor invulnerable
con oblicuas palabras, con ceniza
de aquella plenitud, de aquella lumbre (188).

El título del poema que acabo de citar está carga-


do de ironía y humor, otra estrategia de distancia-
miento fundamental en la obra de Pacheco. Así se
aprecia en poemas como «El uso de las palabras» o
«El fornicador», basados en el desplazamiento
semántico de algunos conceptos y, por tanto, en el
humor de raíz lingüística.
En otras ocasiones, el poeta opta por revisar lúdi-
camente conocidos textos de cultura. Es el caso de
«A Circe, de uno de sus cerdos», donde la hechicera
de La Odisea encarna a la belle dame sans merci y cuyo

92
Su cercanía a los epigramas de Catulo, que traduce en
«Aproximaciones», y a las nuevas versiones de los mismos escri-
tas por Ernesto Cardenal, lo llevaron a imponer a sus traduccio-
nes del poeta romano el lúdico título de «Juego de espejos
(Catulo imita a Ernesto Cardenal)» (Tarde o temprano, 1980,
op. cit., pp. 306-307).

85
argumento denuncia la esclavitud a que nos somete
el amor aludiendo, asimismo, a la famosa sentencia
de Horacio, quien se reconoció como «feliz cerdo de
la piara de Epicuro». Recordemos algunos versos del
poema:

Circe, amor mío, cuánta paz y felicidad sabernos


nada más cerdos. No ambicionar
la aprobación de nadie,
no suplicarle a nadie: entiéndeme,
tienes que comprenderme, soy falible, perdóname.

(…) Disfruta, Circe, la pasión de tus cerdos.


Paga en amor la humillación de tus cerdos (233).

Finalmente, el humor puede venir propiciado por


la aplicación del principio de la meiosis, por el que
los grandes temas son disminuidos gracias a su vincu-
lación con referencias –de la vida diaria, de los
medios masivos de comunicación– aparentemente
alejadas de los mismos. Es el caso del magnífico
«Culebrón» (268), donde el transcurso de la vida es
contado siguiendo la estructura de las populares tele-
novelas.

Intertextualidades
Llego ahora a uno de los aspectos más comentados
en la obra de Pacheco: su aspiración a convertir el
poema en instrumento de reflexión colectiva con
el que dotar de verdadero sentido a las palabras de la
tribu; por ello sus obras, como las iglesias medieva-
les, aspiran a ir firmadas con el lema «Adamo me
fecit», traducible por «me hizo la Humanidad».
Se coloca así en la tradición de aquellos escrito-
res que demandaron una literatura anónima: Lautré-
amont, que reivindicaba una poesía «de todos»;

86
Valéry, que pretendía escribir una historia de la lite-
ratura sin nombres; Eliot, que propugnaba que un
artista sería tanto mejor cuanto antes extinguiera su
ego; Borges, que reivindicó «la nadería de la perso-
nalidad». O, finalmente, Juan Ramón Jiménez, que
quiso crear una revista llamada Anonimato, a la
que Pacheco alude en «Carta a George B. Moore en
defensa del anonimato»:

Acaso leyó usted que Juan Ramón Jiménez


pensó hace mucho tiempo en editar una revista.
Iba a llamarse «Anonimato».
Publicaría no firmas sino poemas;
se haría con poemas, no con poetas.
Y yo quisiera como el maestro español
que la poesía fuese anónima ya que es colectiva
(a eso tienden mis versos y mis versiones) (236).

Así se explica que sus «Aproximaciones»


comiencen con un epígrafe presuntamente de Julián
Hernández, pero en realidad divisa de Lautréamont:
«La poesía no es de nadie/ se hace entre todos»93.
Coincidiendo con las formulaciones borgesia-
nas94, Pacheco considera como único poema posible
el escolio o la anotación. Por ello disfrutó inventan-
do las aproximaciones que, como ya señalamos, par-
ten de la traducción de otros autores para inscribirlas
en el tiempo y espacio actual. Su amor a la tradición,
su bibliofilia y su nula ansiedad ante las influencias se

93
Tarde o temprano, 1980, op. cit., p. 246.
94
Como buen clásico, Borges rechazó el principio de origi-
nalidad canonizado por las vanguardias para considerar, como el
narrador de «La biblioteca de Babel», que todo ha sido inventa-
do –«La certidumbre de que todo está escrito nos anula o nos
afantasma» (Obras completas I, op. cit., p. 470)– y reivindicar la
repetición como forma suprema del arte. Este hecho explica,
asimismo, que en el universo de Tlön no existiera en ningún
momento el concepto de autoría.

87
hacen patentes en «Contra Harold Bloom», donde
confiesa su deuda con la mejor poesía mexicana:

Al doctor Harold Bloom lamento decirle


que repudio lo que él llamó «la ansiedad de las
influencias».
Yo no quiero matar a López Velarde ni a Gorostiza
ni a Paz ni a Sabines.
Por el contrario,
no podría escribir ni sabría qué hacer
en el caso imposible de que no existieran
Zozobra, Muerte sin fin, Piedra de sol, Recuento de
poemas (294).

En esta situación, José Miguel Oviedo señala


cómo «el autor ha convertido la poesía en una espe-
cie de ready-made, un producto cuyo mérito no está
en ningún dudoso acto creador, sino en su impacto
como trouvaille y en su hábil manipulación»95. Por su
parte, Ronald Friis demuestra en José Emilio Pacheco
and the Poets of the Shadows cómo en la obra que ana-
lizamos resulta capital crear literatura de la literatu-
ra, de modo que la poesía se convierte en un palimp-
sesto de lecturas en el que toda la importancia recae
sobre el lector96.

Traducciones y aproximaciones
A lo largo de su vida, Pacheco ha mantenido una
constante labor de traducción, lo que para él signifi-
ca, por encima de todo, una forma más atenta de leer

95
«José Emilio Pacheco: la poesía como ready-made«, His-
pamérica 15 (1976), pp. 39-55 (54).
96
José Emilio Pacheco and the Poets of the Shadows. Lewis-
burg, Bucknell University Press, 2001, passim.

88
a los escritores que le interesan. Así, entre los títulos
que ha versionado –logrando con ello importantes
premios– se encuentran, por citar unos cuantos
ejemplos, Cómo es, de Samuel Beckett; Epístola in
carcere et vinculis, de Oscar Wilde; o, finalmente,
Cuatro cuartetos, de Eliot. Entre los autores, se ha
acercado a poetas pertenecientes a las más diversas
tradiciones: es el caso de Baudelaire, Mallarmé,
Rimbaud, Montale, Quasimodo, Alastair Reid,
Robert Lowell, Malcolm Lowry, William Carlos
Williams o Carl Sandburg.
Asimismo, ha traducido –en versiones de segun-
do grado, pues los textos habían sido previamente
vertidos a idiomas– los breves textos recogidos en
Bajo la luz del haikú o los poemas de la Antología de
poesía griega. En todos los casos se trata de obras que,
según Villena, el autor «elige por afinidad. Poetas (y
sobre todo poemas traducidos), lo son en función de
su cercanía al mundo del que los traduce. Pudiéra-
mos decir que son los poemas que Pacheco hubiera
querido escribir, y que –en consecuencia– rehace. Se
trata de lírica de su propia cuerda»97.
El conjunto de sus traducciones libres o aproximacio-
nes es tan relevante que el año que viene aparecerán
publicadas conjuntamente por la editorial ERA. Ya
existe un precedente de esta obra –Aproximaciones
(1984)–, que he colocado en la bibliografía final junto
a sus poemarios por las grandes dosis de crea- ción pro-
pia que sus versiones presentan. Así lo subrayará el
propio Pacheco en la primera edición de Tarde o tem-
prano:

La práctica de traducir poesía sólo admite dos posi-


ciones discordantes. No tengo nada contra los tra-

97
José Emilio Pacheco, op. cit., p. 86.

89
ductores académicos pero mi intención es muy dis-
tinta: producir textos que puedan ser leídos y juz-
gados como poemas en castellano, reflejos y aun
comentarios en torno a sus intactos, inmejorables
originales98.

Más adelante, incidirá de nuevo en esta idea:


«De alguna manera no son, como podría creerse, tra-
ducciones de traducciones, sino poemas escritos a par-
tir de otros poemas. Considero estos trabajos una
obra colectiva que debiera ser anónima y me parece
abusivo firmarla»99.
Por ello el poeta se permite, en más de una oca-
sión, actualizar a través del título el texto que versio-
na. Así ocurre con el epigrama de Arquíloco «Can-
didato del PRI» –«Ahora en el país manda tan sólo
Leófilo./ No se oye sino a Leófilo. Todo repta a los
pies de Leófilo»–100, o con «Vietnam», versión de un
dístico de Simónides: «Los griegos deshicieron el
gran poder/ de los persas cargados de oro»101.
Antes apunté que en el título de «Juego de espe-
jos (Catulo imita a Cardenal)» se aprecia la admira-
ción de Pacheco hacia los dos poetas citados en el
mismo. Volvamos a esta sección para concluir
el presente apartado, pues las versiones que provoca
un mismo epigrama dan fe de la concepción profun-
damente lúdica que tres poetas muy cercanos entre sí
sostienen de la literatura. Así, si Pacheco traduce
bastante apegado a la poética del latino –«Me dijiste
que amabas a Licinio/ y escribí un epigrama contra

98
Tarde o temprano, op. cit., p. 10.
99
Ibid.
100
Ibid., p. 309.
101
Ibid., p. 313.

90
César/ por el que voy camino del destierro»102–, Car-
denal actualiza su vocabulario –«Me contaron que
estabas enamorada de otro/ y entonces fui a mi cuar-
to/ y escribí este artículo contra el gobierno/ por el
que estoy preso»–103 y Gabriel Zaid lo contextualiza
satíricamente en «Transformaciones» (1976): «Me
dijiste que ya no me querías./ Intenté suicidarme gri-
tando ¡muera el PRI!/ y recibí una ráfaga de invita-
ciones»104. El juego está servido.

Irreverencia poética
Como hemos visto repetidamente a lo largo del
presente estudio, Pacheco siente un profundo recha-
zo por la canonización de la lírica. Lo comentó en el
prólogo a la primera edición de Tarde o temprano
–«He tratado de recuperar para el verso su antigua
capacidad de ser, sin pretensión de constituirse en
poesía, un medio fluido y conciso para decir lo mismo
que se dice en prosa»–105, se destacó en relación al
poema «Disertación de la consonancia», y lo repite
en «Carta a George B. Moore en defensa del anoni-
mato»: «Se me ocurrieron estos versos. No es un
poema./ No aspira al privilegio de la poesía/ (no es
voluntaria)./ Y voy a usar, así lo hacían los antiguos,/
el verso como instrumento de todo aquello/ (relato,
carta, drama, historia, manual agrícola)/ que hoy
decimos en prosa» (234). De acuerdo con lo que
acabo de citar, Jorge Fernández Granados apunta:

102
Ibid., p. 307.
103
Epigramas. Madrid, Trotta, 2001, p. 22. [1961].
104
Obras. Vol. II. México, El Colegio Nacional, 1993, p.
260.
105
Tarde o temprano, 1980, op. cit., p. 11.

91
Si Fernando Pessoa definió el sentido de sus hete-
rónimos como un drama en gente, podríamos decir
que Pacheco nos presenta en la suma de sus libros
un drama en géneros. Así, la narrativa discute con
el ensayo y la crónica se alía con la fábula, y todas
hablan y convencen a la poesía106.

Efectivamente, en la obra que comentamos hemos


podido asistir a una «conversación romana»; abrir
una carta escrita a un tal George B. Moore; revisar el
catálogo de diversos animales en un peculiar álbum
de zoología; reconocer fábulas y parábolas; y, por
encima de todo, leer poemas de claro aliento ensayís-
tico, que experimentan con las más diversas formas
literarias, entre las que sobresalen el poema en prosa,
el epigrama y el haikú. En todos los casos, el autor
recurre al formato que le parece más adecuado para
desarrollar el tema de su composición.
Es el caso del epigrama, que le fascina por su con-
dición satírica y popular, en la que la ironía juega un
rol esencial. Del mismo modo, el haikú le interesa
por su concisión, realismo y extrema sencillez, su
insistencia en la unidad entre el ser humano y la
naturaleza y su temática, centrada en el paso del
tiempo, la fugacidad de la existencia y la contempla-
ción del instante107.
Por último, y como ya hemos podido comprobar,
el poema en prosa ocupa un sitio de honor entre sus
composiciones. Este hecho, perceptible en secciones
de sus poemarios como «Prosas» (Desde entonces),
«Después» (El silencio de la luna), o en los cincuenta
textos que integran La edad de las tinieblas, puede

106
«José Emilio Pacheco, la negra fábula del tiempo». Pró-
logo a La fábula del tiempo, op. cit, pp. 7-13 (9).
107
Bajo la luz del haikú, op. cit., pp. 9-10.

92
vincularse a la gran tradición de este género en
México, de la que Arreola, el maestro de Pacheco,
constituye el mayor exponente. Así, el poema en
prosa le permite transitar libremente entre la lírica
–en cuadros estáticos, de cariz filosófico y marcados
por la intensidad de las imágenes– y la prosa –en tex-
tos donde el hilo narrativo adquiere mayor relevan-
cia108.
En cuanto a los poemas propiamente dichos, ya
hemos podido apreciar cómo, a lo largo de su trayec-
toria, el mexicano ha experimentado con los más
diversos tipos de estrofas –liras, casidas, sonetos–;
versos –de arte mayor y menor, blancos, versículos,
libres–; o tipografías –de los juegos con el blanco de
la página a las cursivas con que cita textos ajenos o
las mayúsculas empleadas en «Jardín de niños 15
(Cartilla de lectura)» (226). Incluso hay que desta-
car cómo, harto de que no se respete la medida de
sus poemas en las numerosas transcripciones que
existen de los mismos en Internet, ha optado en
Como la lluvia por colocar mayúsculas al inicio de
cada verso.

APÉNDICE: ELOGIO DE LA LUZ


No quiero concluir mi exposición sin abordar uno
de los aspectos más fascinantes en la obra de Pache-
co: la importancia que la luz adquiere en la misma.
Como señala Miguel Ángel Zapata: «Hay una luz que
matiza los contornos de los objetos observados: esta
luz permanece en casi todos sus poemas; de alguna

108
M.ª Ángeles Pérez López ha analizado con agudeza estas
composiciones en «José Emilio Pacheco: microtextos en tiem-
pos de penuria», en Escritos disconformes: nuevos modelos de lec-
tura. Francisca Noguerol (ed.), Salamanca, Universidad de
Salamanca, 2004, pp. 251-262 (254).

93
manera los textos son globos de luz, lluvia de sílabas
que caen a tierra para volar entre la vida y la muer-
te»109. Así ocurre en «Definición», conformado por
un solo heptasílabo –«La luz: la piel del mundo»
(186)–, y verso cercano al hermosísimo «La luz con
el tiempo dentro», con el que Juan Ramón Jiménez
describiera el Moguer de su infancia110.
Del mismo modo, el haikú «Gota de lluvia» reve-
la la belleza del instante que pasa a través de un
detalle minúsculo: «Una gota de lluvia tiembla en la
enredadera./ Toda la noche está en esa humedad
sombría./ De repente la luna la ilumina» (247).
Véase así cómo cualquier elemento positivo de la
realidad está signado por la luz. Si el amor, imposi-
ble de cantar por su perfección, es «aquella plenitud,
aquella lumbre» (188), «Venus Anadiomena, por
Ingres» –entre muchos otros poemas dedicados a la
belleza femenina–, descubre a la muchacha del cua-
dro como un fulgor: «Y ahora tu desnudez llega
radiante/ desde un amanecer interminable./ Invento
de la luz, ala de espuma,/ surges de las profundidades
más azules» (159).
La luz puede ser también símbolo del continuo
renacer, como apreciamos en el inédito «Ver la luz»
(338). Frente a la noche, el amanecer se constituye
en un momento mítico y portador de esperanza. En
este sentido, se diría que Pacheco comparte la
noción escatológica hindú, según la cual existe una
destrucción parcial del universo, que sucede cada

109
«José Emilio Pacheco: toda ciudad se funda en la violen-
cia», en Moradas de la voz. Notas sobre la poesía hispanoamericana
contemporánea. Lima, Universidad Mayor de San Marcos, 2002,
pp. 69-88 (84).
110
Cuando yo era un niñodiós». En Antología poética. Javier
Blasco (ed.), Madrid, Cátedra, 1993, p. 158.

94
final del «día» de Brahma, y otra total de todos los
universos, ocurrida al final de la vida de Brahma.
Ya en «Árbol entre dos muros», el poema que sirve
de pórtico a Los elementos de la noche y publicado ori-
ginalmente en 1958, encontramos una referencia a
este hecho: «Sitiado entre dos noches/ el día alza su
espada de claridad,/ hace vibrar al esplendor del
mundo,/ brilla en el paso del reloj al minuto./ (…)
(Nada persiste contra el fluir del día)» (129).
Este hecho explica que en su obra se repitan títu-
los como «Alba en Montevideo», «Amanecer en
Buenos Aires» o «Amanecer en Coatepec», y que
uno de los momentos más plenos de su literatura
venga signado, precisamente, por una enorme clari-
dad:

El instante se ha llenado de azul.


Caminamos bajo la monarquía absoluta del sol.
Hay un total acuerdo
entre el estar aquí y estar vivos (243).

En un poeta crítico es lógico que la luz se con-


vierta, por último, en símbolo de la creatividad artís-
tica. El texto se presenta así como rescoldo en una
de sus más hermosas artes poéticas:

Cada poema
epitafio del fuego,
cárcel
llama
hasta caer
en el silencio en llamas

Hoja al viento
tristísima
la hoguera (148).

95
Así lo vimos en la citada «Crítica de la poesía», y
se aprecia en «Al terminar la clase», donde el hecho
poético se constituye en llama viva frente a la asfi-
xiante academia:

Más temprano que tarde la poesía


llega a los claustros.
Bibliotecas que no consulta nadie,
opiniones de cuarta o quinta mano,
comentarios triviales, haz de anécdotas
en el salón de clase
(auditorio cautivo indiferente).
«Cultura» en fin y «tradición».
Es triste.

Sin embargo, la llama no se extingue.


Sólo duerme,
prensada y seca flor en un libro,
que de repente
puede encenderse
viva (191).

En la misma línea, pero actualizando los sentidos


y con un toque de fino humor, se encuentra «Haikú
de la IBM PC», poema publicado en 1984 y, por
tanto, uno de los primeros dedicados a las nuevas
tecnologías: «Letras de luz/ trazando en la pantalla/
el poema que no existía» (244). Esta idea será reto-
mada, años después, en «Poesía»: «Contra la noche
oscura/ una pantalla que arde/ y una página en blan-
co» (292).
Pero, quizás, lo más significativo en este sentido
sea la iconología que emplea Pacheco para represen-
tar a sus poetas más admirados. Es el caso de los her-
mosos dísticos dedicados a Rubén Darío –«Sólo el
árbol tocado por el rayo/ guarda el poder del fuego
en su madera» (154)– y a Sor Juana Inés de la Cruz:

96
«Es la llama trémula/ en la noche de piedra del
virreinato» (200).

CONCLUSIÓN
Llego así al final de una exposición en la que
espero haber demostrado la riqueza de la poesía de
Pacheco, autor de una obra absolutamente contem-
poránea por su carácter autorreflexivo, su cuestiona-
miento de la literatura y el lenguaje, su especial
atención al lector, su rechazo de la idea de estilo
individual y su condición de formidable trujamán de
poemas ajenos. De ahí se deriva el papel fundamen-
tal que juega la intertextualidad en sus textos y la
adopción del principio de narratividad en muchos de
sus poemas, con la consiguiente ruptura de fronteras
–genológicas, lingüísticas, métricas– presente en los
mismos.
Sus dos grandes temas, como él mismo ha señala-
do, son «la fugacidad y el sufrimiento«, hecho moti-
vado por una visión heracliteana del tiempo en la
que resulta capital la idea de la existencia como pro-
ceso y la unión de los opuestos. La fugacidad, siempre
positiva por obligarnos a paladear cada momento, da
origen a algunos de sus mejores poemas, permeados
de luz y de lirismo y en los que se celebra la plenitud
del instante. Frente a ella se sitúa la angustia porque
todo pase y se pierda, y que da lugar a sus grandes
composiciones elegíacas.
En esta tensión de contrarios, en la que la parado-
ja juega un rol esencial, se asienta la creación de
Pacheco. Así, el autor ha conformado una poética
absolutamente personal, cuyos motivos ya se
encuentran apuntados en Los elementos de la noche
pero que, poco a poco, ha ido depurándose, contagiada

97
Pacheco, por Héctor Xavier

voluntariamente por los sucesos de todo orden ocu-


rridos en los últimos cincuenta años.
Acercarse a su literatura supone, así, hacerlo a
una poesía tan lúcida como, en ocasiones, negativa,
marcada por el pesimismo de un mundo que sabe en
ruinas –de ahí el poeta ético, que presagia el fin de
nuestro tiempo con una voz de advertencia tan cer-
cana como ajena a la profecía–, pero, al mismo tiem-
po, capaz de emocionarse con los detalles que ilumi-
nan nuestro fugaz paso por la tierra.
Intérprete de conceptos universales tanto a través
de la observación de la naturaleza como de textos de
cultura, la elegancia de su escritura viene dada por

98
un hecho incuestionable: acomoda la palabra aten-
diendo por igual al ritmo del poema y a la arquitec-
tura del pensamiento.
Con este volumen homenajeamos, en fin, a un
poeta en la cima de una creación marcada por el
rigor y la energía, al que sólo se puede comparar con
los humanistas del Renacimiento y que, aún cons-
ciente de la inminencia de la catástrofe, sabe apre-
ciar en todo momento la belleza del instante, la
vida, la luz.
Francisca NOGUEROL
Universidad de Salamanca
NOTA A LA PRESENTE EDICIÓN

La presente antología pretende continuar la labor


llevada a cabo por José María Guelbenzu (1985),
Luis Antonio de Villena (1986), Hernán Sánchez
(2004) y Luis García Montero –editor– con José
Carlos Rodríguez –prologuista– (2005) para difundir
la poesía de José Emilio Pacheco entre el público
español. Su interés último, obviamente, va más allá
de cualquier límite geográfico, y sólo se puede expli-
car como homenaje a una de las más altas obras poé-
ticas existentes en la actualidad. Mi elección de tex-
tos se ha forjado teniendo en cuenta las encomiables
selecciones preexistentes pero aceptando, al mismo
tiempo, que la llama de la poesía revive de forma
diferente con cada lectura.
Pacheco ha reconocido que, si tuviera que reali-
zar una antología de su obra, la reduciría a cinco o
seis poemas. Por ello no le gusta intervenir en este
tipo de trabajos, tanto más cuando, de acuerdo
con su idea de que la poesía envejece, a veces no se

101
identifica con los textos de su juventud. Por otra
parte, su rechazo a la idea de autoría y su incuestio-
nable modestia me hacen aparecer como única res-
ponsable de la presente selección, pero eso sí: le
debo el magnífico título del volumen, la sugerencia
del volcán de la portada, y la eliminación o inclu-
sión de diversos poemas en relación a mi proyecto
original, recomendados en un almuerzo –compartido
asimismo con Cristina Pacheco– en un bello restau-
rante del Zócalo mexicano.
Como he comentado a lo largo de las páginas
precedentes, la obra de Pacheco se encuentra en
constante devenir, lo que explica las revisiones de
sus poemas y las infinitas posibilidades que ofrece el
análisis de esta evolución. Desgraciadamente, los
límites de la presente antología me impiden reflejar
este hecho a través de comentarios críticos a pie de
página –sólo se ofrecen algunas referencias a este
proceso en el estudio introductorio–, pero considero
fundamental la realización de este trabajo en el futu-
ro. Con él se conocerá en plenitud una obra que,
como la de Juan Ramón Jiménez u Octavio Paz, sólo
puede entenderse en movimiento.
Tras consultarlo con el autor, en la presente anto-
logía se ha optado por transcribir los poemas tal y
como aparecieron en Tarde o temprano. Poemas
1958–2000, edición que recopila sus libros hasta
Siglo pasado (desenlace). Como la lluvia y La edad de
las tinieblas, sus dos últimos poemarios, –que pronto
disfrutaremos en Visor– han visto la luz hace unos
pocos meses, por lo que aún no cuentan con varian-
tes conocidas. Sí me parece importante destacar que
ha sido el propio Pacheco quien decidió que los ver-
sos de cada poema en Como la lluvia comenzaran por
mayúscula. Cansado de que sus creaciones sean

102
transcritas erróneamente, prefiere que quede clara la
dimensión exacta del verso, aunque alguien pueda
tacharlo de reaccionario por adoptar esta medida.
En cuanto a los poemas, elegí los que, aparte de
su incuestionable calidad, resultaban claves para
ejemplificar su evolución poética. Para dar idea de la
enorme versatilidad de su obra, se integran en el pre-
sente volumen textos adscritos a los más diversos
estilos y formatos: desde el alegato ético a la invecti-
va satírica o el guiño irónico; de la poesía neosimbo-
lista a la de claro signo conversacional; del reflejo de
un mundo en ruinas al elogio de la vida y sus lumi-
nosos instantes; del soneto al versículo; del monólo-
go dramático a la voz del cronista, el «tú« o el «nos-
otros»; de los poemas breves, verdaderos fogonazos
de intensidad –dísticos, epigramas y haikús– a los
títulos extensos y de cariz narrativo.
No incluí ninguna de sus aproximaciones o traduc-
ciones libres de otros escritores de nuevo por deseo
de Pacheco, pues estos poemas, amén de ser de auto-
ría colectiva, verán la luz, como ya señalé, en una
nueva edición corregida que aparecerá el próximo
año en la editorial ERA. Aún así, la presente antolo-
gía incluye poemas cercanos al espíritu de la aproxi-
mación como «Lectura de los Cantares mexicanos»,
elaborado a manera del centón clásico y cuyo origen
reconoce su autor a través de una nota a pie de pági-
na.
Algunos poemarios se encuentran más antologa-
dos que otros porque albergan ciclos temáticos esen-
ciales en su escritura. Es el caso de No me preguntes
cómo pasa el tiempo, Irás y no volverás, Islas a la deriva,
El silencio de la luna y Como la lluvia, momentos espe-
cialmente brillantes de su producción. Para destacar
su importancia, estas secuencias aparecen reflejadas

103
en el índice de la antología tras el título general del
poemario. Consciente de lo difícil que resulta des-
membrar títulos tan unitarios como El reposo del fuego
o las secuencias «Jardín de niños», «Circo de
noche» o «Prehistoria», he optado por ofrecer com-
pleto el último de los textos citados, eligiendo en los
otros casos poemas que dan idea del tono general del
ciclo.
Siguiendo con el paratexto, fundamental en el
análisis de la obra de Pacheco, opté por no incluir las
dedicatorias de cada poemario a petición del mismo
autor, entristecido al ver reflejados en ellas a muchos
amigos desaparecidos. Sin embargo, he considerado
indispensable mantener los lemas que abren cada
uno de sus libros, esenciales para entender su espíritu.
Agradezco al autor las fotografías que me ha per-
mitido incluir en el prólogo, algunas no publicadas
anteriormente como la de él a los cuatro años de
edad o la del joven poeta hablando con Juan José
Arreola. Asimismo, destaco su amabilidad al regalar-
nos tres extraordinarios inéditos en un periodo espe-
cialmente ajetreado de su vida, pues a la reciente
publicación de sus dos últimos poemarios se suma la
enorme cantidad de homenajes a los que debe asistir
con motivo de su 70º aniversario.
Destaco por último otros dos valores de la presen-
te edición: se incluyen los manuscritos de tres poe-
mas, que demuestran cómo el autor escribe primero
a mano, luego pasa sus textos a la computadora y,
finalmente, los revisa con la pluma; y, como desta-
qué en el prólogo, la inserción de tres ilustraciones
del pintor Francisco Toledo correspondientes a los
poemas «El búho», «El pulpo» y «Los pájaros». Estas
imágenes dan fe de la frecuente colaboración de
Pacheco con los artistas plásticos.

104
Quiero terminar expresando mi más profundo
agradecimiento por facilitar mi tarea en estos meses
a Marcelo Uribe, editor de ERA; Vicente Rojo, res-
ponsable asimismo de esta editorial y autor del impo-
nente volcán de la portada; Francisco Toledo, pre-
senta a través de sus extraordinarias ilustraciones de
animales; Javier Pardo, director del Servicio de
Publicaciones de la Universidad de Salamanca,
quien supo atender mis peticiones con una sonrisa
de complicidad; Antonio Sánchez Sacristán y
Raquel Carnicero, que han cuidado la edición con
tanto mimo como pasión por su trabajo.
Finalmente, agradezco la permanente atención y
cariño que me llevan dispensando desde hace años
tanto Cristina como José Emilio Pacheco. En el caso
de José Emilio, en estos meses ha resuelto mis dudas
en escasísimo tiempo, lo que revela una vez más su
generosidad. Ahora sólo cabe callarse para dejar
hablar a un poeta del que, parafraseando con varian-
tes uno de sus más hermosos versos, sólo puedo con-
cluir: «No leemos a Pacheco: nos leemos en él».

105
BIBLIOGRAFÍA

I. BIBLIOGRAFÍA DE JOSÉ EMILIO PACHECO


Dado el enorme corpus reunido por el autor a lo largo
de más de cincuenta años de creación en los más diversos
campos de la literatura –ediciones, antologías, prólogos,
traducciones, adaptaciones, piezas de teatro en revistas,
periodismo y crítica literaria, ensayos, notas y reseñas–
dividiré la presente bibliografía en cinco apartados esen-
ciales. Para el resto de su producción, aconsejo consultar
el exhaustivo trabajo de Hugo Verani «Hacia la bibliogra-
fía de José Emilio Pacheco», incluido en HUGO VERANI (ed.):
La hoguera y el viento: José Emilio Pacheco ante la crítica.
México, ERA, 1993, pp. 292-341, así como el Diccionario
de escritores mexicanos del siglo XX: desde las generaciones
del Ateneo y novelistas de la Revolución hasta nuestros días.
Aurora MAURA O CAMPO (coord.). Tomo IX. México,
UNAM, 2007, pp. 206-232.

107
I.1. Poesía
Los elementos de la noche. México, UNAM, 1963.
El reposo del fuego. México, FCE, 1966.
No me preguntes cómo pasa el tiempo. México, Joaquín
Mortiz, 1969.
Irás y no volverás. México, FCE, 1973.
Islas a la deriva. México, Siglo XXI, 1976.
Al margen. París, Imaginaria, 1976.
Desde entonces. México, ERA, 1980.
Prosa de la calavera. Monterrey, UANL, 1981.
Los trabajos del mar. México, ERA, 1983.
Aproximaciones. México, Penélope, 1984.
Miro la tierra. México, ERA, 1986.
Ciudad de la memoria. México, ERA, 1989.
El silencio de la luna. México, ERA, 1994.
Bajo la luz del haikú. México, Breve Fondo Editorial, 1998.
La arena errante. México, ERA, 1999.
Siglo pasado (desenlace). México, ERA, 2000.
Como la lluvia. México, ERA, 2009.
La edad de las tinieblas. México, ERA, 2009.

I.2. Narrativa
La sangre de Medusa (cuentos) México, Cuadernos del
Unicornio, 1958. Nueva versión aumentada –La san-
gre de Medusa y otros cuentos marginales– en 1990.
El viento distante (cuentos) México, ERA, 1963. Segunda
edición aumentada en 1969. Nueva versión en 2000.
Morirás lejos (novela) México, Joaquín MORTIZ, 1967.
Nueva versión en 1977.
El principio del placer (cuentos y novela corta) México,
Joaquín MORTIZ, 1972. Nueva versión en 1997.
Las batallas en el desierto (novela corta) México, ERA,
1981.

108
I.3. Guiones de cine
El castillo de la pureza, en colaboración con Arturo RIPS-
TEIN. Estrenado en 1972. México, Novaro, 1973.
El santo oficio, en colaboración con Arturo RIPSTEIN.
Estrenado en 1974. Culiacán, UAS, 1980.
Fox-trot, en colaboración con Arturo RIPSTEIN. Estrenado
en 1976.

I.4. Antologías poéticas y libros-objeto


Ayer es nunca jamás. Caracas, Monte Ávila, 1978. Prólogo
de José Miguel OVIEDO.
Jardín de niños. México, Multiarte, 1978. Serigrafías de
Vicente ROJO.
Tarde o temprano. México, FCE, 1980. Recoge con revi-
siones los libros publicados hasta la fecha.
Breve antología. México, UNAM, 1980. Selección y nota
de Rafael VARGAS.
Prosa de la calavera. Nueva York, 1981. Con grabados de
Miguel CERVANTES.
Fin de siglo y otros poemas. México, FCE, 1984.
Alta traición: antología poética. Madrid, Alianza, 1985.
Selección y prólogo de José María GUELBENZU (pp. 7-
15).
Álbum de zoología. Guadalajara, Cuarto Menguante, 1985.
Con ilustraciones de Alberto BLANCO.
Álbum de zoología. México, ERA, 1998. Con ilustraciones
de Francisco TOLEDO.
José Emilio Pacheco. Madrid, Júcar, 1986. Selección y
extenso estudio introductorio de Luis Antonio DE
VILLENA.
Escenarios. México, Galería López Quiroga, 1996. Con
obra gráfica de Vicente ROJO.
En resumidas cuentas. Madrid, Visor, 2004. Edición y pró-
logo de Hernán SÁNCHEZ (pp. 7-17).
La fábula del tiempo. México, ERA, 2005. Selección, pró-
logo y bibliografía de Jorge FERNÁNDEZ GRANADOS
(pp. 7-13, 265-268).

109
Antología poética. Granada, Ayuntamiento de Granada,
2005. Edición de Luis GARCÍA MONTERO. Prólogo de
José CARLOS RODRÍGUEZ (pp. 7-37).
Tarde o temprano. Poemas 1958-2000. México, FCE, 2000.
Epitafio del fuego. Antología homenaje a José Emilio Pacheco.
Selección y prólogo de Juan Antonio GONZÁLEZ IGLE-
SIAS y Francisca N OGUEROL . Salamanca, EDIFSA,
2006.

I.5. Ediciones de poesía en otros formatos


Tarde o temprano: poesía en la voz del autor. México, FCE,
2005. CD.
El reposo del fuego. Obra sinfónica para tenor y orquesta
compuesta por Gustavo A. Farías García, con poemas
de Pacheco. Estrenada por la Orquesta Sinfónica de
Nuevo León, 1995.

110
II. BIBLIOGRAFÍA SOBRE LA POESÍA DE JOSÉ
EMILIO PACHECO

II.1. Libros y monografías


Alforja. Revista de poesía. 38 (2006). Número especial
dedicado a José Emilio Pacheco con contribuciones de
Marco Antonio Campos; Juan Manuel Roca; Alí Cal-
derón; Mario Calderón; Harold Alvarado Tenorio;
Miguel Ángel Zapata; Eduardo Milán y Margarito
Cuéllar (pp. 8-57).
BAHÍA DIWAN, Betina: Ensoñación cósmica: poética de «El
reposo del fuego» de José Emilio Pacheco. México, Pra-
xis, 2004.
BALLARDIN, Paola: José Emilio Pacheco. La poesia della spe-
ranza. Roma, Bulzoni, 1995.
FRIIS, Ronald: José Emilio Pacheco and the Poets of the Shad-
ows. Lewisburg, Bucknell University Press, 2001.
MALAMUD, Randy: Poetic Animals and Animal Souls. New
York, Palgrave Macmillan, 2003.
MONASTERIOS PÉREZ, Elizabeth: Dilemas de la poesía de fin
de siglo: José Emilio Pacheco y Jaime Saenz. La Paz, Uni-
versidad Mayor de San Andrés, 2001.
ORTEGA, Julio (ed. e introd.): José Emilio Pacheco. Mono-
gráfico especial de la revista Torre 9.33 (2004), pp.
305-471.
POPOVIC, Pol y Fidel CHÁVEZ PÉREZ (coords.): José Emilio
Pacheco. Perspectivas críticas. México, Siglo XXI, 2006.
RUIZ PÉREZ, Ignacio: Lecturas y diversiones: La poesía crítica
de Eduardo Lizalde, Gabriel Zaid, José Carlos Becerra y
José Emilio Pacheco. Xalapa, Universidad Veracruzana,
2008.
TORRES, Daniel: José Emilio Pacheco: poesía y poética del
prosaísmo. Madrid, Pliegos, 1990.
VERANI, Hugo (ed.): José Emilio Pacheco. México, UAM,
1987.
—: La hoguera y el viento: José Emilio Pacheco ante la crítica.
México, ERA, 1993.

111
II. 2. Artículos, capítulos de libro y notas
Se recogen únicamente trabajos con especial relevan-
cia para el análisis de la poesía de Pacheco.
AGUILAR MELANTZÓN, Ricardo y Mimí GLADSTEIN: «El
reposo del fuego: anteproyecto de Pacheco para Morirás
lejos», Plural, 14.157 (1984), pp. 55-60.
ALEMANY BAY, Carmen: «Para la caracterización de la
poesía coloquial», en Poética coloquial hispanoamerica-
na. Alicante, Universidad de Alicante, 1997, pp. 71-
150.
—: «El poeta como isla: Islas a la deriva de José Emilio
Pacheco», en Residencia en la poesía: Poetas latinoameri-
canos del siglo XX. Alicante, Universidad de Alicante,
2006, pp. 213-230.
—: «José Emilio Pacheco descubre una de sus máscaras
para hablar del mundo precolombino y colonial»,
América sin Nombre 5-6 (2004), pp. 5-11.
BAS ALBERTOS, María José: La poesía mexicana contempo-
ránea. Valencia, Instituto Juan Gil-Albert, 1996.
BAYARDI LANDEROS, Citlalli: «El mito de la Modernidad:
una visión de la Conquista en José Emilio Pacheco»,
Literatura Mexicana 7.2 (1996), pp. 493-508.
B ENEDETTI , Mario: «La poesía abierta de José Emilio
Pacheco», en La hoguera y el viento: José Emilio Pacheco
ante la crítica, op. cit., pp. 126-133.
BINNS, Niall: «Indicios del fin en la poesía mexicana. José
Emilio Pacheco: entre el apocalipsis y la catástrofe»,
en ¿Callejón sin salida?: La crisis ecológica en la poesía
hispanoamericana. Zaragoza, Prensas Universitarias de
Zaragoza, 2004, pp. 111-132.
BLANCO, José Joaquín: «José Emilio Pacheco», en Crónica
de la poesía mexicana. México, Posada, 1987, pp. 245-
247.
BORINSKY, Alicia: «José Emilio Pacheco: Relecturas e his-
toria», Revista Iberoamericana 150 (1990), pp. 267-
273.

112
—: «José Emilio Pacheco: Ciudades, memoria, poesía»,
en José Miguel Oviedo (ed.): Literatura
mexicana/Mexican Literature. Philadelphia, University
of Pennsylvania Press, 1993, pp. 170-180.
CAMPOS, Marco Antonio: «José Emilio Pacheco o la pala-
bra que se va», El Rehilete, 34 (1971), pp. 57-71.
—: «Aproximaciones de José Emilio Pacheco», Vuelta 101
(1985), pp. 43-44.
—: «José Emilio Pacheco: la imaginación del desastre»,
Siga las señales. México, Premiá, 1989, pp. 96-101.
CARRILLO JUÁREZ, Carmen: «La traducción poética para
José Emilio Pacheco: Bajo la luz del haikú», Revista de
Literatura Mexicana Contemporánea 11-25 (2005), pp.
35-42.
—: «La poesía de José Emilio Pacheco y la tradición bíbli-
ca», en José Emilio Pacheco. Perspectivas críticas, op.
cit., pp. 193-220.
CASTELLANOS, Rosario: «Dos notas sobre José Emilio
Pacheco», en La hoguera y el viento: José Emilio Pacheco
ante la crítica, op. cit., pp. 35-38.
CHARRY LARA, Fernando: «José Emilio Pacheco», Revista
Casa Silva 2 (1989), pp. 9-16.
CHOUCIÑO, Ana: «Poesía en México desde 1960», en
Jaime Siles (ed.): La poesía nueva en el mundo hispáni-
co. Los últimos años. Madrid, Visor, 1994, pp. 207-216.
—: Radicalizar e interrogar los límites: poesía mexicana,
1970-1990. México, UNAM, 1997.
CISNEROS, Martha: «Una estética crítica de la representa-
ción literaria: José Emilio Pacheco», Revista de Litera-
tura Mexicana Contemporánea 5-12 (2000), pp. 30-37.
COBO BORDA, Juan Gustavo: «Sobre la poesía de José
Emilio Pacheco», Eco, 131-132 (1971), pp. 653-657.
CONDE ORTEGA, José Francisco: «José Emilio Pacheco:
necesidad de la memoria», Estaciones, 2 (1989), pp.
25-28.
DAUSTER, Frank: «Poetas mexicanos nacidos en las déca-
das de 1920, 1930 y 1940», Revista Iberoamericana
148-149 (1989), pp. 161-175.

113
D EBICKI , Andrew: «Perspectiva, distanciamiento y el
tema del tiempo: La obra lírica de José Emilio Pache-
co», en Poetas hispanoamericanos contemporáneos.
Madrid, Gredos, 1976, pp. 212-238. También apareci-
do en La hoguera y el viento: José Emilio Pacheco ante la
crítica, op. cit., pp. 47-71.
DÍAZ, Mónica: «‘El remoto pasado y el concreto presente
de México en la poesía de José Emilio Pacheco», Luce-
ro 8 (1997), pp. 76-82.
DOCTER, Mary: «José Emilio Pacheco: A Poetics of Reci-
procity», Hispanic Review 70-3 (2002), pp. 373-392.
DORRA, Raúl: «Pacheco se pregunta cómo pasa el tiem-
po», en José Emilio Pacheco. Perspectivas críticas, op.
cit., pp. 53-70.
D OUDO ROFF , Michael: «José Emilio Pacheco: An
Overview of the Poetry, 1963-86», Hispania 72.2
(1989), pp. 264-276. Aparecido como «José Emilio
Pacheco: recuento de poesía 1963-1986» en La hogue-
ra y el viento: José Emilio Pacheco ante la crítica, op. cit.,
pp. 145-169.
DURÁN, Manuel: «Tradición y originalidad en la poesía de
José Emilio Pacheco», en Literatura mexicana/Mexican
Literature, op. cit., pp. 128-139.
FERNÁNDEZ GRANADOS, Jorge: «José Emilio Pacheco, la
negra fábula del tiempo». Prólogo a La fábula del tiem-
po, op. cit., pp. 7-13. También en Espéculo 23 (2003).
Publicación electrónica. Sin paginación.
FISCHER, María Luisa: «Presencia del texto colonial en la
poesía de Antonio Cisneros y José Emilio Pacheco»,
Inti 32-33 (1990-1991), pp. 127-137.
—: Historia y texto poético: la poesía de Antonio Cisneros,
José Emilio Pacheco y Enrique Lihn. Concepción, Lar,
1998.
FORSTER, Merlin: «Four Contemporary Mexican Poets:
Marco Antonio Montes de Oca, Gabriel Zaid, José
Emilio Pacheco, Homero Aridjis», en Merlin FORS-
TER, Robert SCOTT et al. (eds.): Tradition and Renewal:
Essays on Twentieth-Century Latin American Literature

114
and Culture. Urbana, University of Illinois Press,
1975, pp. 139-156.
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II.3. Tesis de maestría y doctorales


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122
PREMIOS LITERARIOS OBTENIDOS POR EL
AUTOR
Premio Magda Donato por Morirás lejos. 1967
Premio Nacional de Poesía Aguascalientes por No me pre-
guntes cómo pasa el tiempo. 1969
Premio Xavier Villaurrutia por El principio del placer. 1973
Premio Ariel compartido con Arturo Ripstein a la mejor
historia original y adaptación cinematográfica con El
castillo de la pureza. 1973
Premio Nacional de Periodismo por Divulgación Cultu-
ral. 1980
Premio a la mejor traducción de la Sociedad de Críticos
Teatrales por Un tranvía llamado deseo, de Tennessee
Williams. 1984
Premio Malcolm Lowry por su trayectoria (Ensayo litera-
rio). 1991
Premio Nacional de Lingüística y Literatura. 1992
Premio José Asunción Silva al mejor libro de poemas en
español publicado entre 1990 y 1995
Premio Fernando Benítez en periodismo cultural. 1995
Premio Mazatlán de Literatura por Álbum de zoología.
1998
Premio Iberoamericano de Letras José Donoso. 2001
Premio Internacional Octavio Paz de Poesía y Ensayo.
2003
Premio de Poesía Iberoamericana Ramón López Velarde.
2003
Premio Internacional Alfonso Reyes. 2004
Premio Iberoamericano de Poesía Pablo Neruda. 2004
Premio Internacional de Poesía Federico García Lorca.
2005
Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana. 2009
La Medalla 1808 otorgada por el Gobierno del Distrito
Federal. 2009
La Medalla de Oro de Bellas Artes otorgada por la Secre-
taría de Educación Pública de México. 2009

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