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Vasos de papel

Son las doce. No tengo reloj, pero sé que son las doce

porque empieza el estruendo de cohetes y los largos silbidos

de las cañitas voladoras.

Ojalá que no se despierte Valentina, me costó muchísimo

hacerla dormir, sobre excitada por el clima festivo que se vive

en casi todos lados.

Miro mi vaso de plástico, lleno de sidra que ya está casi

tibia por el calor.

Hace un año atrás tenía en las manos una copa de cristal

con Veuve Cliqot Rose, y miraba el cielo de colores desde una

terraza en Puerto Madero.

Hace un año atrás, Valentina dormía en una cuna de

roble, y yo usaba ropa de diseñador, en vez de estos shorts

viejos y esta remera con la propaganda de un supermercado

en la espalda.

Hace un año yo vivía con Álvaro, y las fiestas eran cenas

con champagne e invitados, empleadas ocupándose del

servicio y mis amigas luciendo igual de elegantes que yo,

besándonos
en el aire para no estropear el maquillaje y charlando sobre el

último o el próximo verano.

Yo no sabía que existían lugares como éste, donde

estamos ahora, lugares con colchones duros, baños sin bidet,

pisos gastados y paredes descascaradas.

Yo no sabía qué gusto tenían las empanadas fritas,

hechas con la carne que sobró de ayer, ni la sidra de veintiocho

pesos la botella. Y Valentina, que tiene tres años, jamás había

probado un chizito.

Tampoco conocía a estas mujeres que ahora me rodean.

Sus manos curtidas, su ignorancia sobre cuestiones que yo

consideraba vitales, sus risas escandalosas y sus lágrimas

calladas, sus puños en alto, reclamando paz y justicia, sus

historias, que empezaron tan diferente de la mía y terminaron

casi igual.

Hace un año yo vivía con Álvaro y me quería morir.

Brindaba con champagne y pensaba en tomar veneno. Cada

vez que él me pegaba, cada vez que decía que me iba a matar,

cada vez que Valentina lloraba cuando me escuchaba gritar y

suplicar, cada vez que tenía que maquillarme para que

nuestros amigos, que eran suyos, no míos, no vieran las

marcas que me
dejaba, yo pensaba que me quería morir. Que me iba a morir,

así.

Y tal vez sí me iba a morir. La última vez que Álvaro me

pegó, creí que me iba a matar, loco de furia porque descubrió

que estaba tomando anticonceptivos, aunque sabía que él

querría tener otro hijo, un varón.

Esa tarde me rompió la cara contra el espejo del baño, me

violó y me dejó tirada y sangrante sobre los azulejos. Antes de

irse, me dijo que si a su vuelta no estaba espléndida para ir a

cenar con sus padres y mejor predispuesta para recibirlo

cuando volviéramos de la cena, me iba a matar.

Era la víspera de Nochebuena, hace siete días.

Norma me sacó de ahí. Me juntó del piso, como a una

muñeca rota, me bañó como a una criatura, me curó los cortes

y me preguntó si iba a esperar que ese hijo de puta me matara.

Fue muy raro escucharla hablar así de Álvaro, porque ella

siempre le decía “el señor”.

Ella me trajo acá, al refugio, dónde Álvaro jamás me

buscaría. Ella me presentó a Delia, que tiene dos mellicitos y la


nariz quebrada, como yo. Delia se escapó cuando su ex le

quemó la casa.

Ella, Norma, compró la sidra que estamos tomando esta

noche, otras hicieron las empanadas, y a mí me tocó poner la

mesa con un mantel rojo de tela vegetal, servilletas de papel y

vasos de plástico para brindar por mi primer feliz año nuevo

en mucho, mucho tiempo.

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