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Portillo Valdés
Poco más de cien años después de haber accedido al trono de España, los Borbones enfrentaron
la más seria crisis de su Monarquía. En la crisis de 1808 hubo coincidencias: de Francia
provenía ahora la amenaza, y esta amenaza se presentaba en forma también de querella
dinástica, de disputa sobre el derecho a reinar en España. También hubo distancias: la crisis de
comienzos del XIX, a diferencia de la de 1700, no era únicamente dinástica, sino que conducía a
una crisis constitucional que a principios del siglo XVIII no se había llegado a plantear con la
consecuencia que tuvo en 1812.
Esa complejidad de la crisis abierta en 1808, la que ha llevado a la historiografía a fijar en torno
a la misma el momento de no retorno de la Historia Moderna de España, la divisoria de aguas
entre Edad Moderna y Edad Contemporánea. No faltan razones, por la implicación
constitucional de esta crisis y por el fruto más emblemático de la misma, la Constitución de
1812.
Una de las peculiaridades del proceso de crisis y revolución iniciado en España en 1808 es la
ausencia del príncipe. Fernando VII estuvo ausente de España desde el inicio de la crisis hasta
que la Monarquía había derivado hacia una forma constitucional totalmente diversa a la que
dejara en 1808.
Tanto en América como en España, la reacción de los pueblos, ciudades y territorios ante la
ausencia del monarca se ha interpretado como el inicio de la revolución. Las juntas que se crean
desde Buenos Aires hasta Cataluña desarrollaron una actuación que puede, sin duda, asimilarse
a la soberanía. Ninguna de estas juntas asumió la soberanía. Realmente aquellas juntas, incluso
las que se plantean en términos más radicales no procedieron a provocar una revolución en el
ámbito de la soberanía, sino a asumir un depósito de la misma.
La ausencia del monarca es interpretada, por un lado, como un acto injusto y violento que no
encontraba justificación alguna en el Derecho de gentes. Por otro lado, era también constante la
idea de que el propio Derecho de gentes autorizaba la resistencia a la dinastía usurpadora y que
la responsabilidad de proceder a esa resistencia recaía en las instituciones subsistentes. En 1808
no existían instituciones centrales de la Monarquía subsistentes: el príncipe no estaba presente y
sus consejos se habían ido plegando a la voluntad de la fuerza. Si los pueblos, ciudades y
territorios de la Monarquía asumieron la soberanía es porque no existía otra posibilidad de
atender a lo que se entendía era un requerimiento de resistencia exigido por el Derecho natural y
de gentes.
La asunción de soberanía por parte de los pueblos, ciudades y territorios plantea una serie de
cuestiones de interpretación relevantes. La primera de ellas es la aludida del carácter más o
menos revolucionario de este hecho. Que en una monarquía como la española estos cuerpos
locales y territoriales asumieran la soberanía adquiría, desde luego, visos de revolución.
Por ello la creación de cuerpos políticos en esos espacios podía entenderse como recuperación,
pero ante todo novedad. Incluso en los casos en que se aborta el intento, como el de la ciudad de
México, el argumento desplegado coincidía con el utilizado en otros puntos de la Monarquía
recordando antiguas prerrogativas, obligaciones de los pueblos en la preservación de la
Monarquía y entendimiento de que la ausencia del príncipe y de instituciones legítimas
apropiadas para asumir la soberanía, obligaba a los pueblos y sus instituciones a realizar esa
labor. Tampoco en la Península faltaron voces que, lejos de pretender una entrega de la
Monarquía a la nueva dinastía, valoraban la creación de juntas como acto tumultuoso e
ilegítimo, como acto de fuerza y peligroso para la subsistencia de la misma Monarquía. Ninguna
de ellas fue creada, no obstante, como un acto deliberado de actuación revolucionaria, es decir,
al margen del Derecho tradicional, sino entendiéndose avaladas por el mismo.
En efecto, los pueblos y provincias de la Península habían procedido a crear los cuerpos
políticos denominados juntas no con la idea de asumir revolucionariamente la soberanía sino
justamente de lo contrario, de conservarla para el príncipe legítimo. Es por ello que las juntas,
tanto en América como en la Península aluden permanentemente al concepto de depósito para
referirse a su relación con la soberanía. Ninguno de ellos se propuso (sin transformarse antes en
asamblea revolucionaria) actuar sobre la soberanía, creando una nueva constitución en la que
ésta pudiera redefinirse, sino que, al contrario, los documentos emanados de las juntas muestran
una constante preocupación por mantenerse dentro de los límites del Derecho tradicional y de la
salvaguarda de los derechos dinásticos al ejercicio de la soberanía por parte del rey cautivo.
Si las juntas no podían provocar una revolución en la Monarquía, pues para ello (como harán las
Cortes) deberían haber empezado por redefinir la soberanía, la aparición de múltiples cuerpos
políticos en ciudades y provincias tuvo el efecto de producir una federación de hecho de la
Monarquía. Lo que adquiere un aspecto federativo es el propio depósito de soberanía, el
depósito de soberanía queda diseminado en cuantos cuerpos políticos comienzan a crearse.
Tanto en América como en la Península la alusión permanente a los pueblos como los únicos
posibles depositarios del depósito de soberanía no adquiría el significado que en otros procesos
revolucionarios tenía la apelación al pueblo. Los pueblos eran exactamente una pluralidad de
corporaciones locales y territoriales, en las que existían entramados institucionales tradicionales.
Estos pueblos, ciudades y territorios no componían conjuntamente tampoco una persona moral
con capacidad para asumir en exclusiva la soberanía. Dicho de otro modo, no componían
nación.
El intento realizado al efecto de crear una superestructura que englobara a todo el conjunto de
cuerpos políticos, que cuajó en la formación de la Junta Central en septiembre de 1808, se
demostró escasamente operativo. A pesar de que la Junta Central se orientó hacia la creación de
un gobierno depositario en exclusiva del depósito de soberanía, y de que expresamente trató de
desposeer a las juntas locales de la tutela que habían asumido al respecto, su misma estructura
demostraba el efecto de la federación que se había producido con la creación de los cuerpos
políticos territoriales.
La instalación de la Central, como es bien sabido, vino precedida, y acompañada luego, por una
pugna entre diversas juntas (especialmente las de Sevilla y Valencia) por la supremacía, lo que
en algunos casos estuvo a punto de traducirse en enfrentamiento civil. Gaspar Melchor de
Jovellanos, la figura clave de la Central desde la muerte de Floridablanca, dedicó sus últimos
esfuerzos a explicar en una larga memoria cuáles eran los fundamentos de legitimidad de aquél
extraño Senado casi federal y sus proyectos de reforma. Su carácter extraordinario no podía más
que situar su legitimidad en el caso de necesidad, en la urgencia extrema que habilitaba a los
vecinos de los pueblos para crear instituciones de defensa de la república.
El objetivo intelectual y político esencial para este grupo de liberales moderados fue determinar
que podía entenderse por antigua constitución española. No se trataba sólo de idear algún
trasunto de la misma desde unos pocos datos sueltos, sino de hallar fundamentos de la misma,
que pudieran hacerla de nuevo operativa. El problema que enfrentaba radicaba en la misma
naturaleza del gobierno monárquico español y su proverbial falta de relación política estable y
regular entre rey y Reino.
Podía especularse sobre una antigua constitución estamental del Reino de Castilla, pero la
realidad que una y otra vez se tornaba insuperable informaba de una liquidación de la misma a
favor de un gobierno monárquico sin relación política entre rey y Reino. Ya la Ilustración
jurídica española, desde mediados del siglo anterior, había venido realizando el rastreo de la
misma, hallando entonces un texto ya definitivamente muerto, el Fuero Viejo de Castilla,
olvidado y sepultado por siglos, que no podía pasar de la categoría de resto arqueológico.
En la serie de textos que se producen en la época en que la Central trabaja para concretar su
modelo de convocatoria de una representación colectiva de la Monarquía que resituara el centro
de la misma, existen un par de datos de especial relevancia para el momento que estamos
considerando. Por un lado, el hecho de que la concepción de la Monarquía y su constitución
había liquidado Felipe V, así como de Navarra, las provincias vascas o el Principado de
Asturias.
Pero, por otro lado, es también relevante el hecho de que América no contara en absoluto en
tales elaboraciones políticas e intelectuales. No es únicamente que desde una consideración de
oportunidad política pudiera parecer inconveniente dar una relevancia política a los territorios
americanos equiparable a la que se otorgaba a los peninsulares, es que intelectualmente tampoco
de concebía que América pudiera tener información válida para determinar la constitución de la
Monarquía.
Por un lado, la crisis había forzado a repensar la Monarquía desde otros supuestos diferentes
donde los pueblos de la misma adquirían una relevancia inusitada. Por otro lado, sin embargo,
esa concepción se cortocircuitaba en cuanto cruzaba el Atlántico. En gran medida podría
sostenerse que el tránsito de aquellos cuerpos políticos americanos hacia posiciones
independentistas fue inducido desde la propia Península al ir cerrando cualquier posibilidad a su
participación en el depósito federado de la soberanía.
Martínez Marina deduce de la historia de Castilla y León que, efectivamente, había existido una
antigua constitución de esos Reinos que podría perfectamente tenerse por española. De hecho,
asume en sus comentarios al texto de Cádiz con que acompaña su disertación, que la de 1812 en
gran medida había recogido el espíritu de aquella. Lo que Martínez Marina había descubierto no
era un complejo reino de estamentos, corporaciones y cuerpos que pudieran reclamar una
posición inalterable por vía legislativa o constituyente. De su investigación histórica como el
mismo señala en el capítulo X de su Teoría de las Cortes, deducía que la única representación
auténticamente nacional que podía conjeturarse era la que formaban los comunes y el rey.
Reconsiderando en gran parte sus afirmaciones en el Ensayo histórico-crítico sobre la
legislación de Castilla y León que había escrito en los años precedentes a la crisis, concluía
ahora Martínez Marina que se equivocaban Jovellanos y otros al suponer que pudiera existir
otra forma de representación, ni otra potestad legislativa más que la de la nación formada por
representantes de los pueblos.
Los pueblos, en esta otra lectura de la situación generada por la crisis, componían no solamente
repúblicas locales sino también un sujeto diferente: la nación, que era reunión de representantes
de todos ellos. La declaración contenida en este primer decreto que vinculaba la soberanía a este
sujeto nacional y de estar esta perfectamente representada en las Cortes, abría una nueva etapa
en la crisis. Se presentaba ahora su conversión en una crisis constitucional cuya primera
cuestión era, precisamente, la reubicación de la soberanía. Se trataba, en efecto, del paso que ni
las juntas locales, ni la Central habían dado en ningún momento: la destrucción del fideicomiso
de la soberanía.
Así puede deducirse, por ejemplo, del decreto de libertad de imprenta. No se trata de una
libertad que se refiera al individuo como sujeto de un derecho a la libre emisión de su
pensamiento, sino de un derecho de la nación a la conformación de una opinión pública.
En aquella revolución constitucional, tanto el individuo y sus derechos jugaron un papel de
segundo plano, subsidiario respecto al sujeto esencial que construyó aquel sistema identificado
con la communitas nacional. La Constitución española de 1812 carecía de la canónica
disposición entre declaración de derechos y declaración de sistema de gobierno con separación
de poderes como forma de sustentar el auténtico núcleo constitucional conformado por los
derechos de los sujetos individuales que componen el cuerpo político.
La primera definición que ofrecía el texto de 1812 parecía habilitar un espacio de dominio
nacional sin contemplaciones: “La Nación española es la reunión de todos los españoles de
ambos hemisferios. Los territorios de ultramar no se entendían como colonias a administrar
mediante legislación especial sino, siguiendo el principio ya declarado previamente en tiempos
de la Central, como parte integrante de la Monarquía.
El inicio del derrumbe de los imperios ibéricos en América fue desencadenado por la invasión
de los ejércitos franceses de Napoleón, primero en Portugal y luego en España. Mientras que la
corte portuguesa encontró refugio en Brasil y creó así las condiciones para una independencia
indolora, bajo el signo de la continuidad monárquica, la caída del monarca español, en cambio,
provocó un enorme vacío de poder en la América hispánica.
El impulso que terminó por hacer añicos a los viejos imperios y condujo a la independencia de
América Latina fue desencadenado en gran medida por acontecimientos europeos, y
principalmente por Napoleón Bonaparte. Tanto por sus guerras, como, sobre todo, por sus
invasiones: la de Portugal en 1807, y la de España el año siguiente. Así, en los reinos
americanos de España y Portugal comenzó a desarrollarse un proceso histórico largo, complejo
y violento, que cambió la faz de la tierra. Ello se debió a muchas razones: porque sancionó el
declinar de los grandes imperios católicos y universales de las potencias ibéricas; porque allanó
el camino al ascenso político, comercial y militar de los modernos estados-nación europeos;
porque abrió por completo las puertas de aquella parte de América a las ideas modernas del
Siglo de las Luces; finalmente porque dio un abrupto corte al cordón umbilical que la había
unido a Europa e instauró las premisas para su americanización.
Resulta importante distinguir el caso de Brasil del de la América hispánica. Porque, protegida
por los ingleses, la corte portuguesa de los Braganza logró abandonar Lisboa antes de la llegada
de Bonaparte y, debido a ello, a su imperio no le tocó la misma suerte que al hispánico: la
decapitación.
Bien distinto y aun opuesto fue el caso de España y de su imperio. En Madrid, Napoleón
encarceló al rey Carlos IV y al hijo en favor del cual este monarca había abdicado, Fernando
VII. Hecho esto, impuso en el poder a su hermano José. Así, la figura del soberano desaparecía
en un instante. En su lugar, se encontraba un monarca impuesto por la potencia invasora.
Además, aquel rey al cual los americanos se habían sujeto por un pacto de obediencia estaba en
prisión. En el puerto atlántico de Cádiz se formó una Junta que reivindicó el poder en nombre
del rey prisionero y reclamó obediencia a los súbditos americanos.
Causas estructurales: Forman parte de este ámbito las reformas borbónicas y las
reacciones a ellas, pero también la consolidación de usos, intereses, vínculos sociales e
identidades de largo alcance, capaces de configurar protonaciones en América.
Causas coyunturales: Dichas premisas remotas no habrían bastado de por sí para
causar la ruptura del vínculo americano con España si Napoleón no hubiera provocado,
con su invasión, un vacío de poder.
Causas endógenas: Aquellas que atribuyen la independencia, en primer lugar, a los
profundos cambios producidos en la sociedad y en la política española a medida que el
imperio católico intentaba la ímproba metamorfosis en un moderno estado-nación.
Causas exógenas: Encuentran un adecuado resumen en el clima revolucionario de
aquellos tiempos, que ya habían visto a los Estados Unidos separarse de la Corona
británica y a Francia agitarse en la Gran Revolución.
No todas las causas obraron con igual intensidad en todas partes, y que las vías que condujeron
a la independencia de la América ibérica fueron en realidad variadas y diferentes entre sí. Por
tanto, lo que importa es establecer un método e indicar que, para el estudio de un proceso
histórico complejo, se requiere la conciencia de que sus causas también fueron múltiples y
complejas.
La fase autonomista
Dos rasgos los caracterizan en general. El primero es que los principales centros administrativos
americanos reaccionaron de la misma manera que lo habían hecho las ciudades españolas:
creando juntas, esto es, órganos políticos encargados del ejercicio de la autoridad, aunque
después solo algunas de ellas se consolidaron (en particular las de Caracas y Buenos Aires)
mientras que otras, de Quito a Ciudad de México, cayeron, en especial debido a las disidencias
entre criollos y españoles, o entre los mismos criollos.
El segundo rasgo general es que las juntas nacidas en América declararon que asumían el poder
como solución transitoria, es decir, lo harían en nombre de Fernando VII, y hasta tanto retornara
al trono, pero no proclamaron la intención de separarse de la Madre Patria ni de abandonar para
siempre el imperio.
Además de declararse soberanas y de ejercer los poderes del estado, en muchos casos dichas
juntas revocaron el monopolio comercial con España y liberalizaron el comercio con los
ingleses. Por este motivo la primera fase del proceso de independencia, que se prolongó hasta la
restauración sobre el trono de España de Fernando VII en 1814, suele ser llamada
“autonomista”, dado que la autonomía era, en la mayor parte de los casos, el horizonte de las
elites criollas.
En Cádiz, el Consejo de Regencia llamó a la elección de las cortes, es decir, a una asamblea de
representantes encargada de redactar una Constitución. Votada en 1812, la Constitución de
Cádiz tenía la función de crear un poder legítimo en ausencia del rey, pero también debía poner
límites al poder absoluto del soberano una vez que este, expulsado por los franceses, hubiera
retornado al trono. En este sentido, se trataba de una Constitución liberal.
A comienzos de 1810, la Junta de Cádiz promulgó un decreto por el cual convocó a elecciones
para las cortes. Precisó también que toda provincia americana podía enviar un diputado como
representante y que en las elecciones tenían derecho a participar también indios y mestizos.
La política moderna
Según algunos, los móviles que dirigieron a los americanos a la independencia eran liberales;
así, las revoluciones hispanoamericanas habrían formado parte de una ola revolucionaria mucho
más amplia y general, que en los Estados Unidos y en Francia había desplazado al antiguo
régimen, como también de las nuevas corrientes de ideas que en todo Occidente aspiraban a
abatir el absolutismo, invocando la soberanía del pueblo. Con la Constitución se buscaba un
nuevo pacto social y político que codificara, organizara y delimitara el poder político, y lo
legitimara en nombre del pueblo soberano y no de la mera voluntad de Dios.
Derrotados los franceses y retornado Fernando VII al trono de España en los primeros meses de
1814, el monarca español declaró nula la Constitución de Cádiz y restauró el absolutismo,
traicionando las expectativas de los liberales de España y de América, a quienes, persiguió con
encarnizamiento. En lo que toca a América, ordenó el envío inmediato de tropas para
restablecer el orden y la obediencia a la Madre Patria, en especial donde más había sido
contestada su autoridad: en Venezuela, donde los refuerzos de España obligaron a la fuga al
ejército republicano de Simón Bolívar, el líder independentista local; también en el Río de la
Plata, donde, sin embargo, los criollos locales proclamaron la independencia en 1816 y
quedaron fuera del alcance de los ejércitos del rey.
Finalmente, en 1822, los dos libertadores, bloqueados por la última resistencia española, se
encontraron en Guayaquil y reunieron sus ejércitos. Bolívar era el animador de una
confederación de repúblicas independientes y San Martín tendía a buscar una solución
monárquica constitucional bajo la Corona de un príncipe extranjero. En cualquier caso, mientras
que el segundo salió de escena, Bolívar asumió la conducción de las operaciones y dirigió el
último asalto contra los españoles en la sierra peruana.
En cambio, en la América hispánica las cosas no ocurrieron en todas partes del mismo modo.
También aquí la invasión napoleónica de España suscitó grandes fermentos políticos y estimuló
el nacimiento de una junta local, la cual fue disuelta por la autoridad real, lo que indujo a
quienes la sostenían a reunir un ejército popular formado en su mayoría por campesinos
indígenas y mestizos, y a desencadenar la guerra contra los españoles.
Los independentistas fueron durante mucho tiempo derrotados por el ejército español, guiado
por un oficial criollo conservador, Agustín de Iturbide, hasta que este, enterado de que los
liberales españoles habían impuesto a Fernando VII el retorno a la Constitución de Cádiz, se
decidió a volverse garante de la independencia mexicana, suscribiendo en 1821 el Plan de
Iguala, que por cierto preveía un México independiente dotado de sus cortes, pero decidido a
proteger a la Iglesia y a tener como soberano un Borbón, con lo que México parece haber
accedido a la independencia por la vía clerical y la monarquía.
La Doctrina Monroe
La Doctrina Monroe fue enunciada en 1823 por el entonces presidente de los Estados Unidos.
Esto se produjo al año siguiente de que los Estados Unidos reconocieran oficialmente la
independencia de la América española. Hubo dos pilares sobre los cuales se fundaba la doctrina,
el primero de los cuales era una advertencia a los estados europeos de que no intervinieran en
los asuntos de los nuevos estados americanos. Esto servía a proteger la independencia de ellos.
Toda intervención europea del tipo que la doctrina quería conjurar habría sido entendida, de
hecho, como una amenaza a la seguridad de Washington. El segundo pilar consistía en el
correspondiente compromiso de los Estados Unidos a permanecer extraños a los asuntos
litigiosos europeos y a los de las colonias europeas ya establecidas en América.
En cuanto a América del Sur, primero las guerras y después la caída del imperio español
pusieron a las elites liberales americanas frente a la cruda realidad que les tocó afrontar. En
primer lugar, constataron que el pueblo soberano que invocaban como fundamento del nuevo
orden político era imaginario mucho más que real y que aquellas sociedades llenas de indios,
esclavos y mestizos de todo tipo eran intrincados rompecabezas y no, por cierto, el pueblo
virtuoso presupuesto por los liberales y sus constituciones. En segundo lugar, los líderes
independentistas no pudieron impedir que, desaparecido el soberano, es decir, quien había
encarnado la unidad política del imperio, el entero organismo se hiciera pedazos, y que cada uno
de ellos, libre del pacto de lealtad al rey, se considerara en posesión de una soberanía plena.
Tanto es así que de un imperio nacieron numerosos estados.
Brian Hamnett. Las rebeliones y revoluciones
La Independencia tomó formas diferentes a lo largo de las Américas, sobre todo porque la
experiencia colonial, e incluso, precolombina, de cada territorio fue distinta. Algunas colonias
optaron por la insurrección, mientras que otras permanecieron leales, bajo las mismas
circunstancias internacionales predominantes. Grupos diferentes actuaron en etapas diferentes:
la elite caraqueña tomó la iniciativa en separarse de la monarquía española en abril de 1810,
pero la elite de la capital novohispana se dividió en 1808 acerca de la cuestión de autonomía
dentro del imperio, se opuso a la revolución de Independencia en septiembre de 1810, y no
actuó como grupo homogéneo en favor de un cambio político hasta 1821.
Procesos y protestas
Durante el período colonial, como también en el siglo XIX, brotaron muchas rebeliones o
protestas locales, algunas de cierta duración y varias cubriendo una amplia área geográfica. En
su carácter fueron la respuesta por parte de una variedad de grupos sociales contra abusos de
varias categorías: abusos administrativos o de oficiales locales; protestas antifiscales, quejas
contra la violación de derechos de aguas, tierras, o de trabajadores, y contra la amenaza a
prácticas religiosas tradicionales por parte del poder oficial.
Aunque rebeliones y protestas eran virtualmente cosa normal en la época colonial, pocas o
ninguna se dirigieron en contra del sistema colonial como tal, y menos contra la monarquía
española. El imperio sobrevivió tres siglos por su propia flexibilidad y su capacidad para
incorporar a muchos grupos sociales diferentes dentro de su órbita política. Las rebeliones más
serias y extensas respondieron a cambios reales o atentados en este sistema por parte de las
autoridades metropolitanas, virreinales o eclesiásticas.
No debemos aislar los factores económicos de la trayectoria política, tampoco debemos pasar
por alto la evidente interrelación de los factores sociales y culturales, ambos con una clara
influencia en el desenvolvimiento de los acontecimientos políticos.
La representación
La nueva política metropolitana provocó una extensa oposición por todo el imperio español. Las
rebeliones que estallaron entre 1765 y 1783 revelaron el grado de disidencia: revelaron no
solamente la extraordinaria capacidad de un amplio rango de grupos sociales para movilizarse,
sino también la vulnerabilidad del régimen colonial. Para la administración metropolitana, el
predominio americano en los órganos gubernamentales era totalmente inadmisible, por lo
menos en el contexto político de la segunda mitad del siglo XVIII. Si el objeto de la política
metropolitana hubiera fortalecido los poderes de los ayuntamientos, compuestos casi
exclusivamente de criollos, la historia de la separación de México del Imperio español
probablemente habría sido escrita con menos amargura de lo que fue. En Nueva España, Gálvez
emprendió un ataque de frente contra la posición política de los grupos sociales que se habían
aprovechado de la recuperación económica del país.
Entre 1765 y 1783, una serie de insurrecciones a gran escala sacudió al régimen colonial hasta
los fundamentos y causó por un lapso de tiempo la pérdida del control sobre territorios extensos.
No fueron esencialmente ni movimientos a favor de la independencia ni precursores de las
luchas de la década de 1810. Sin embargo, encapsularon las profundas tensiones sociales,
políticas y culturales y multi-clasistas, que se manifestaron por primera vez en esa época, pero
aparecieron de nuevo y con mayor impacto durante la década de 1810.
En la fase final de las protestas, entre 1779 y 1783, los tumultos urbanos y las rebeliones
rurales, la mayoría de ellas con raíces de larga duración, tendieron a coincidir de modo que por
un breve espacio de tiempo amenazaron la supervivencia de la autoridad metropolitana en los
dos virreinatos de Nueva Grana y Perú.
¿Qué relación tenían los movimientos revolucionarios de la década de 1810 con la recepción
americana de las llamadas reformas borbónicas? Estas últimas no condujeron inevitablemente a
movimientos separatistas. Sin embargo, las elites se vieron obligadas a defender las estructuras
tradicionales frente al absolutismo por medio del desarrollo de una ideología constitucionalista;
las provincias tomaron conciencia de la necesidad de defenderse contra el nuevo centralismo; y
los grupos sociales medio y bajo se precipitaron a una oposición abierta y a veces violenta
contra la nueva política.
Anticolonialismo y Revolución
Hispanoamérica compartía con España los mismos problemas: desde los nobles de la facción de
los Condes de Aranda y Montijo, hasta los sublevados de Valencia de 1801, claramente en
España por la reforma. Fue evidente el declive de la monarquía durante las décadas de 1790 y
1800.
Las revoluciones americanas eran una reacción anticolonial compartida por las colonias
inglesas, españolas y portuguesas en formas y épocas distintas, pero unidas con este común
sentimiento anticolonialista.
Nacionalismo
El liberalismo económico
En el caso del Río de la Plata, las divisiones internas de este tipo demoraron la consolidación de
un estado nacional hasta la década de 1860.