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Crisis de la Monarquía, 1808-1812.

Portillo Valdés

Poco más de cien años después de haber accedido al trono de España, los Borbones enfrentaron
la más seria crisis de su Monarquía. En la crisis de 1808 hubo coincidencias: de Francia
provenía ahora la amenaza, y esta amenaza se presentaba en forma también de querella
dinástica, de disputa sobre el derecho a reinar en España. También hubo distancias: la crisis de
comienzos del XIX, a diferencia de la de 1700, no era únicamente dinástica, sino que conducía a
una crisis constitucional que a principios del siglo XVIII no se había llegado a plantear con la
consecuencia que tuvo en 1812.

Esa complejidad de la crisis abierta en 1808, la que ha llevado a la historiografía a fijar en torno
a la misma el momento de no retorno de la Historia Moderna de España, la divisoria de aguas
entre Edad Moderna y Edad Contemporánea. No faltan razones, por la implicación
constitucional de esta crisis y por el fruto más emblemático de la misma, la Constitución de
1812.

La crisis de la Monarquía ha sido así identificada con la revolución, aunque la misma


historiografía sea consciente de que el término cojea si se contempla desde el análisis de las
transformaciones sociales.

Se deben diferenciar ambos aspectos, crisis de la Monarquía y revolución de la nación. Suponer


que en la invasión napoleónica estaba cifrada la eventualidad de la revolución, puede resultar
bastante aventurado si consultamos las fuentes coetáneas. Al contrario, era en la Monarquía
española donde la revolución se daba más claramente por descartada.

El rechazo de la nueva dinastía napoleónica y del sistema de subordinación constitucional al


Imperio que detallaba minuciosamente la Constitución napoleónica de 1808, no casualmente
aprobada en territorio del Imperio, convirtieron la intervención dinástica en una crisis de
naturaleza diferente en la que se dirimía precisamente esa subordinación. Tras su manifestación
más visible, la dependencia dinástica, se adivinaban, no obstante, motivos políticos que giraban
en torno a la idea de independencia.

La ausencia del príncipe es lo que le otorga a la crisis de independencia española unas


condiciones peculiares, en las que es necesario generar formas de sustitución mediante
representación de la soberanía monárquica. En ese proceso se inicia una crisis de la Monarquía
que derivará poco después, a partir de septiembre de 1810, en crisis constitucional.

De este modo, la intervención dinástica de Napoleón, lejos de contenerse en unos parámetros


similares a los de la crisis dinástica de 1700 implicando una guerra por la titularidad de la
soberanía, deriva en crisis de la propia institución y posteriormente en crisis constitucional.
Entre crisis dinástica y crisis de la Monarquía se produce en la Monarquía española un
resurgimiento de las ciudades y los territorios como sujetos esenciales del gobierno. La
revolución constitucional en que deriva esa crisis se motiva en gran parte y se articula en su
texto más significativo, la Constitución de 1812, precisamente contra la asunción por parte de
las ciudades y territorios del protagonismo político. La revolución de la nación española está
dirigida no solamente a contener el poder del monarca dentro de unos límites constitucionales
controlados por la nación, sino también a ofrecer un sustituto eficaz en la nación a la
multiplicidad de cuerpos políticos generados en las primeras fases de la crisis. Esta solución
encontró su prueba más insuperable precisamente en América, donde el discurso constitucional
de la nación española no podía articularse sin fuertes dosis de autogobierno y composición
federal de la Monarquía.

Pueblos, ciudades, territorios

Una de las peculiaridades del proceso de crisis y revolución iniciado en España en 1808 es la
ausencia del príncipe. Fernando VII estuvo ausente de España desde el inicio de la crisis hasta
que la Monarquía había derivado hacia una forma constitucional totalmente diversa a la que
dejara en 1808.

Tanto en América como en España, la reacción de los pueblos, ciudades y territorios ante la
ausencia del monarca se ha interpretado como el inicio de la revolución. Las juntas que se crean
desde Buenos Aires hasta Cataluña desarrollaron una actuación que puede, sin duda, asimilarse
a la soberanía. Ninguna de estas juntas asumió la soberanía. Realmente aquellas juntas, incluso
las que se plantean en términos más radicales no procedieron a provocar una revolución en el
ámbito de la soberanía, sino a asumir un depósito de la misma.

La ausencia del monarca es interpretada, por un lado, como un acto injusto y violento que no
encontraba justificación alguna en el Derecho de gentes. Por otro lado, era también constante la
idea de que el propio Derecho de gentes autorizaba la resistencia a la dinastía usurpadora y que
la responsabilidad de proceder a esa resistencia recaía en las instituciones subsistentes. En 1808
no existían instituciones centrales de la Monarquía subsistentes: el príncipe no estaba presente y
sus consejos se habían ido plegando a la voluntad de la fuerza. Si los pueblos, ciudades y
territorios de la Monarquía asumieron la soberanía es porque no existía otra posibilidad de
atender a lo que se entendía era un requerimiento de resistencia exigido por el Derecho natural y
de gentes.

La asunción de soberanía por parte de los pueblos, ciudades y territorios plantea una serie de
cuestiones de interpretación relevantes. La primera de ellas es la aludida del carácter más o
menos revolucionario de este hecho. Que en una monarquía como la española estos cuerpos
locales y territoriales asumieran la soberanía adquiría, desde luego, visos de revolución.

Por ello la creación de cuerpos políticos en esos espacios podía entenderse como recuperación,
pero ante todo novedad. Incluso en los casos en que se aborta el intento, como el de la ciudad de
México, el argumento desplegado coincidía con el utilizado en otros puntos de la Monarquía
recordando antiguas prerrogativas, obligaciones de los pueblos en la preservación de la
Monarquía y entendimiento de que la ausencia del príncipe y de instituciones legítimas
apropiadas para asumir la soberanía, obligaba a los pueblos y sus instituciones a realizar esa
labor. Tampoco en la Península faltaron voces que, lejos de pretender una entrega de la
Monarquía a la nueva dinastía, valoraban la creación de juntas como acto tumultuoso e
ilegítimo, como acto de fuerza y peligroso para la subsistencia de la misma Monarquía. Ninguna
de ellas fue creada, no obstante, como un acto deliberado de actuación revolucionaria, es decir,
al margen del Derecho tradicional, sino entendiéndose avaladas por el mismo.

En efecto, los pueblos y provincias de la Península habían procedido a crear los cuerpos
políticos denominados juntas no con la idea de asumir revolucionariamente la soberanía sino
justamente de lo contrario, de conservarla para el príncipe legítimo. Es por ello que las juntas,
tanto en América como en la Península aluden permanentemente al concepto de depósito para
referirse a su relación con la soberanía. Ninguno de ellos se propuso (sin transformarse antes en
asamblea revolucionaria) actuar sobre la soberanía, creando una nueva constitución en la que
ésta pudiera redefinirse, sino que, al contrario, los documentos emanados de las juntas muestran
una constante preocupación por mantenerse dentro de los límites del Derecho tradicional y de la
salvaguarda de los derechos dinásticos al ejercicio de la soberanía por parte del rey cautivo.

Si las juntas no podían provocar una revolución en la Monarquía, pues para ello (como harán las
Cortes) deberían haber empezado por redefinir la soberanía, la aparición de múltiples cuerpos
políticos en ciudades y provincias tuvo el efecto de producir una federación de hecho de la
Monarquía. Lo que adquiere un aspecto federativo es el propio depósito de soberanía, el
depósito de soberanía queda diseminado en cuantos cuerpos políticos comienzan a crearse.

Pueblos y provincias aparecían como nuevos sujetos políticos en la Monarquía. Se habían


adjudicado en general la misión de guardar y no de transformar, de tutelar y no de alterar, pero
efectivamente estaban provocando un cambio sustancial en la Monarquía al suponer que era en
ciudades y provincias donde residía la facultad radical de sostener la Monarquía.

Tanto en América como en la Península la alusión permanente a los pueblos como los únicos
posibles depositarios del depósito de soberanía no adquiría el significado que en otros procesos
revolucionarios tenía la apelación al pueblo. Los pueblos eran exactamente una pluralidad de
corporaciones locales y territoriales, en las que existían entramados institucionales tradicionales.
Estos pueblos, ciudades y territorios no componían conjuntamente tampoco una persona moral
con capacidad para asumir en exclusiva la soberanía. Dicho de otro modo, no componían
nación.

El intento realizado al efecto de crear una superestructura que englobara a todo el conjunto de
cuerpos políticos, que cuajó en la formación de la Junta Central en septiembre de 1808, se
demostró escasamente operativo. A pesar de que la Junta Central se orientó hacia la creación de
un gobierno depositario en exclusiva del depósito de soberanía, y de que expresamente trató de
desposeer a las juntas locales de la tutela que habían asumido al respecto, su misma estructura
demostraba el efecto de la federación que se había producido con la creación de los cuerpos
políticos territoriales.

La instalación de la Central, como es bien sabido, vino precedida, y acompañada luego, por una
pugna entre diversas juntas (especialmente las de Sevilla y Valencia) por la supremacía, lo que
en algunos casos estuvo a punto de traducirse en enfrentamiento civil. Gaspar Melchor de
Jovellanos, la figura clave de la Central desde la muerte de Floridablanca, dedicó sus últimos
esfuerzos a explicar en una larga memoria cuáles eran los fundamentos de legitimidad de aquél
extraño Senado casi federal y sus proyectos de reforma. Su carácter extraordinario no podía más
que situar su legitimidad en el caso de necesidad, en la urgencia extrema que habilitaba a los
vecinos de los pueblos para crear instituciones de defensa de la república.

El acto de reacción frente a la amenaza despótica generado en los pueblos no autorizaba a


derivar de ahí una revolución constitucional entre otras cosas porque aquellos mismos sujetos
protagonistas, los pueblos, se concebían como corporaciones del Reino que, concurriendo con
otras corporaciones estamentales, comerciales, universitarias o de otra especie, debían
recomponer su constitución, no generar una nueva. Sus propuestas, que no prosperaron a pesar
del control que tenían del escenario político, se centraban así en resolver la crisis en el punto en
que se encontraba, esto es, como crisis de independencia de la Monarquía. No era cuestión
únicamente de zafarse del pretendido dominio dinástico napoleónico, sino de introducir
reformas en el modo de gobierno de la Monarquía que aseguraban su independencia.
Los textos que Capmany y Allen prepararon al efecto de explicar esta relación entre historia y
sociología de la Monarquía, por un lado, y representación política de la misma, por otro, estaban
concebidos desde esa complejidad interna que implicaba también la imposibilidad de proceder a
variaciones de fondo en su estructura constitucional.

El objetivo intelectual y político esencial para este grupo de liberales moderados fue determinar
que podía entenderse por antigua constitución española. No se trataba sólo de idear algún
trasunto de la misma desde unos pocos datos sueltos, sino de hallar fundamentos de la misma,
que pudieran hacerla de nuevo operativa. El problema que enfrentaba radicaba en la misma
naturaleza del gobierno monárquico español y su proverbial falta de relación política estable y
regular entre rey y Reino.

Podía especularse sobre una antigua constitución estamental del Reino de Castilla, pero la
realidad que una y otra vez se tornaba insuperable informaba de una liquidación de la misma a
favor de un gobierno monárquico sin relación política entre rey y Reino. Ya la Ilustración
jurídica española, desde mediados del siglo anterior, había venido realizando el rastreo de la
misma, hallando entonces un texto ya definitivamente muerto, el Fuero Viejo de Castilla,
olvidado y sepultado por siglos, que no podía pasar de la categoría de resto arqueológico.

En la serie de textos que se producen en la época en que la Central trabaja para concretar su
modelo de convocatoria de una representación colectiva de la Monarquía que resituara el centro
de la misma, existen un par de datos de especial relevancia para el momento que estamos
considerando. Por un lado, el hecho de que la concepción de la Monarquía y su constitución
había liquidado Felipe V, así como de Navarra, las provincias vascas o el Principado de
Asturias.

Pero, por otro lado, es también relevante el hecho de que América no contara en absoluto en
tales elaboraciones políticas e intelectuales. No es únicamente que desde una consideración de
oportunidad política pudiera parecer inconveniente dar una relevancia política a los territorios
americanos equiparable a la que se otorgaba a los peninsulares, es que intelectualmente tampoco
de concebía que América pudiera tener información válida para determinar la constitución de la
Monarquía.

Ante el ayuntamiento de la segunda ciudad en tamaño y, población de la Monarquía, México, el


síndico Francisco Primo de Verdad y Ramos presentó el 19 de julio de 1808 petición para que el
Reino de Nueva España desoyera las noticias de abdicación llegadas pocos días atrás en la barca
Ventura. En la discusión subsiguiente, Juan Francisco de Azcárate y Lezama apelaba a la idea
de la Monarquía española como mayorazgo de los soberanos fundado para ellos por la nación
para reclamar en la misma nación el derecho de su preservación. En una memoria póstuma, el
propio síndico Primo de Verdad aludía al carácter inmortal de los pueblos, quienes a través de
sus ayuntamientos podían hacerse cargo de la autoridad legítima. De la misma historia de la
conquista deducía la autoridad imprescindible de los ayuntamientos como cuerpos autorizados
por la Monarquía, superiores en representación de los pueblos a audiencias y consejos.

Las juntas que se proyectaron y crearon en América no tuvieron en ningún momento la


consideración de iguales por parte de las de la Península. Antes incluso de generarse aquel
Senado de juntas que fue la Central, las de Sevilla y Asturias pretendieron ya obtener
reconocimiento de superioridad en América. La de Sevilla pasó no casualmente a titularse
también de Indias, dando a entender tal superioridad.
El decreto aludido de 22 de enero de 1809 mostró a las juntas americanas que desde la
Península se tenía un concepto bien diferente de los cuerpos políticos generados en la otra parte
del Atlántico. Los habitantes de América tuvieron un doble aviso: que, en efecto, la Monarquía
había variado sustancialmente su estatuto en términos de dependencia y que, en lo sucesivo,
podrían legítimamente reclamar igualdad con sus pares las corporaciones locales y territoriales
de la porción europea de la Monarquía. Era esto justamente lo que el resto del decreto, al igual
que el de convocatoria de diputados a Cortes posteriormente desmentía. En efecto, la
convocatoria se presentaba como premio a la lealtad americana y no como derecho de los
pueblos y territorios que, sin embargo, en la Península se había dado por supuesto.

Por un lado, la crisis había forzado a repensar la Monarquía desde otros supuestos diferentes
donde los pueblos de la misma adquirían una relevancia inusitada. Por otro lado, sin embargo,
esa concepción se cortocircuitaba en cuanto cruzaba el Atlántico. En gran medida podría
sostenerse que el tránsito de aquellos cuerpos políticos americanos hacia posiciones
independentistas fue inducido desde la propia Península al ir cerrando cualquier posibilidad a su
participación en el depósito federado de la soberanía.

Nación, Revolución y Constitución

Martínez Marina deduce de la historia de Castilla y León que, efectivamente, había existido una
antigua constitución de esos Reinos que podría perfectamente tenerse por española. De hecho,
asume en sus comentarios al texto de Cádiz con que acompaña su disertación, que la de 1812 en
gran medida había recogido el espíritu de aquella. Lo que Martínez Marina había descubierto no
era un complejo reino de estamentos, corporaciones y cuerpos que pudieran reclamar una
posición inalterable por vía legislativa o constituyente. De su investigación histórica como el
mismo señala en el capítulo X de su Teoría de las Cortes, deducía que la única representación
auténticamente nacional que podía conjeturarse era la que formaban los comunes y el rey.
Reconsiderando en gran parte sus afirmaciones en el Ensayo histórico-crítico sobre la
legislación de Castilla y León que había escrito en los años precedentes a la crisis, concluía
ahora Martínez Marina que se equivocaban Jovellanos y otros al suponer que pudiera existir
otra forma de representación, ni otra potestad legislativa más que la de la nación formada por
representantes de los pueblos.

Los pueblos, en esta otra lectura de la situación generada por la crisis, componían no solamente
repúblicas locales sino también un sujeto diferente: la nación, que era reunión de representantes
de todos ellos. La declaración contenida en este primer decreto que vinculaba la soberanía a este
sujeto nacional y de estar esta perfectamente representada en las Cortes, abría una nueva etapa
en la crisis. Se presentaba ahora su conversión en una crisis constitucional cuya primera
cuestión era, precisamente, la reubicación de la soberanía. Se trataba, en efecto, del paso que ni
las juntas locales, ni la Central habían dado en ningún momento: la destrucción del fideicomiso
de la soberanía.

La asimilación de la soberanía al nuevo sujeto nacional, no como depositario de la misma en


condición de tutela sino como derecho propio, abrió la posibilidad de un proceso constituyente
que Jovellanos tanto había temido. Todas estas medidas contienen una fuerte dosis de presencia
de la nación y de generación de un sistema pensado a su medida, más que a la del individuo.

Así puede deducirse, por ejemplo, del decreto de libertad de imprenta. No se trata de una
libertad que se refiera al individuo como sujeto de un derecho a la libre emisión de su
pensamiento, sino de un derecho de la nación a la conformación de una opinión pública.
En aquella revolución constitucional, tanto el individuo y sus derechos jugaron un papel de
segundo plano, subsidiario respecto al sujeto esencial que construyó aquel sistema identificado
con la communitas nacional. La Constitución española de 1812 carecía de la canónica
disposición entre declaración de derechos y declaración de sistema de gobierno con separación
de poderes como forma de sustentar el auténtico núcleo constitucional conformado por los
derechos de los sujetos individuales que componen el cuerpo político.

La Constitución contenía una declaración de derechos en su primera parte, solamente que no


son del individuo sino de la nación. Ahí, en los primeros artículos constitucionales puede leerse
que la nación es libre e independiente. Es en este arranque donde se cifra la concepción
fuertemente nacional de este sistema, que se traslada luego al tratamiento de la forma de
gobierno estableciendo un sistema monárquico en el que la nación está permanentemente
presente a través de su asamblea y determinando la actividad ejecutiva encomendada al
monarca.

La Monarquía rodeada de instituciones republicanas que diseñó el texto gaditano de 1812


respondía a la preponderancia del sujeto nacional en la conducción de la crisis constitucional
abierta en 1810.

La primera definición que ofrecía el texto de 1812 parecía habilitar un espacio de dominio
nacional sin contemplaciones: “La Nación española es la reunión de todos los españoles de
ambos hemisferios. Los territorios de ultramar no se entendían como colonias a administrar
mediante legislación especial sino, siguiendo el principio ya declarado previamente en tiempos
de la Central, como parte integrante de la Monarquía.

El cambio de profundidad que se operaba ahora consistía en que ya no era la Monarquía el


continente de aquellos territorios, sino la nación. En tanto que la crisis se había mantenido en
los límites de una crisis dinástica y de independencia, su efecto había sido el de una federación
del depósito de soberanía que había permitido a las ciudades y territorios jugar un destacado
papel por el simple hecho de que en tal contexto la idea de la reversión de la soberanía (en su
forma de fideicomiso sobre la misma) encajaba perfectamente. La revolución constitucional, sin
embargo, comenzaba institucionalizando un nuevo sujeto, la nación, que hacía inválido aquel
principio porque había comenzado, desde el primer día de sus reuniones, por negar la existencia
del mencionado fideicomiso.
Loris Zanata. La independencia de América Latina

El inicio del derrumbe de los imperios ibéricos en América fue desencadenado por la invasión
de los ejércitos franceses de Napoleón, primero en Portugal y luego en España. Mientras que la
corte portuguesa encontró refugio en Brasil y creó así las condiciones para una independencia
indolora, bajo el signo de la continuidad monárquica, la caída del monarca español, en cambio,
provocó un enorme vacío de poder en la América hispánica.

Las invasiones napoleónicas

El impulso que terminó por hacer añicos a los viejos imperios y condujo a la independencia de
América Latina fue desencadenado en gran medida por acontecimientos europeos, y
principalmente por Napoleón Bonaparte. Tanto por sus guerras, como, sobre todo, por sus
invasiones: la de Portugal en 1807, y la de España el año siguiente. Así, en los reinos
americanos de España y Portugal comenzó a desarrollarse un proceso histórico largo, complejo
y violento, que cambió la faz de la tierra. Ello se debió a muchas razones: porque sancionó el
declinar de los grandes imperios católicos y universales de las potencias ibéricas; porque allanó
el camino al ascenso político, comercial y militar de los modernos estados-nación europeos;
porque abrió por completo las puertas de aquella parte de América a las ideas modernas del
Siglo de las Luces; finalmente porque dio un abrupto corte al cordón umbilical que la había
unido a Europa e instauró las premisas para su americanización.

Resulta importante distinguir el caso de Brasil del de la América hispánica. Porque, protegida
por los ingleses, la corte portuguesa de los Braganza logró abandonar Lisboa antes de la llegada
de Bonaparte y, debido a ello, a su imperio no le tocó la misma suerte que al hispánico: la
decapitación.

Bien distinto y aun opuesto fue el caso de España y de su imperio. En Madrid, Napoleón
encarceló al rey Carlos IV y al hijo en favor del cual este monarca había abdicado, Fernando
VII. Hecho esto, impuso en el poder a su hermano José. Así, la figura del soberano desaparecía
en un instante. En su lugar, se encontraba un monarca impuesto por la potencia invasora.
Además, aquel rey al cual los americanos se habían sujeto por un pacto de obediencia estaba en
prisión. En el puerto atlántico de Cádiz se formó una Junta que reivindicó el poder en nombre
del rey prisionero y reclamó obediencia a los súbditos americanos.

Las causas y el método

 Causas estructurales: Forman parte de este ámbito las reformas borbónicas y las
reacciones a ellas, pero también la consolidación de usos, intereses, vínculos sociales e
identidades de largo alcance, capaces de configurar protonaciones en América.
 Causas coyunturales: Dichas premisas remotas no habrían bastado de por sí para
causar la ruptura del vínculo americano con España si Napoleón no hubiera provocado,
con su invasión, un vacío de poder.
 Causas endógenas: Aquellas que atribuyen la independencia, en primer lugar, a los
profundos cambios producidos en la sociedad y en la política española a medida que el
imperio católico intentaba la ímproba metamorfosis en un moderno estado-nación.
 Causas exógenas: Encuentran un adecuado resumen en el clima revolucionario de
aquellos tiempos, que ya habían visto a los Estados Unidos separarse de la Corona
británica y a Francia agitarse en la Gran Revolución.

No todas las causas obraron con igual intensidad en todas partes, y que las vías que condujeron
a la independencia de la América ibérica fueron en realidad variadas y diferentes entre sí. Por
tanto, lo que importa es establecer un método e indicar que, para el estudio de un proceso
histórico complejo, se requiere la conciencia de que sus causas también fueron múltiples y
complejas.

La fase autonomista

La noticia de la prisión de Fernando VII sembró desconcierto. Los acontecimientos ulteriores no


siguieron un orden liberal sino frecuentemente caótico y los hechos se encaminaron por vías
diferentes.

Dos rasgos los caracterizan en general. El primero es que los principales centros administrativos
americanos reaccionaron de la misma manera que lo habían hecho las ciudades españolas:
creando juntas, esto es, órganos políticos encargados del ejercicio de la autoridad, aunque
después solo algunas de ellas se consolidaron (en particular las de Caracas y Buenos Aires)
mientras que otras, de Quito a Ciudad de México, cayeron, en especial debido a las disidencias
entre criollos y españoles, o entre los mismos criollos.

El segundo rasgo general es que las juntas nacidas en América declararon que asumían el poder
como solución transitoria, es decir, lo harían en nombre de Fernando VII, y hasta tanto retornara
al trono, pero no proclamaron la intención de separarse de la Madre Patria ni de abandonar para
siempre el imperio.

Además de declararse soberanas y de ejercer los poderes del estado, en muchos casos dichas
juntas revocaron el monopolio comercial con España y liberalizaron el comercio con los
ingleses. Por este motivo la primera fase del proceso de independencia, que se prolongó hasta la
restauración sobre el trono de España de Fernando VII en 1814, suele ser llamada
“autonomista”, dado que la autonomía era, en la mayor parte de los casos, el horizonte de las
elites criollas.

En Cádiz, el Consejo de Regencia llamó a la elección de las cortes, es decir, a una asamblea de
representantes encargada de redactar una Constitución. Votada en 1812, la Constitución de
Cádiz tenía la función de crear un poder legítimo en ausencia del rey, pero también debía poner
límites al poder absoluto del soberano una vez que este, expulsado por los franceses, hubiera
retornado al trono. En este sentido, se trataba de una Constitución liberal.

Los criollos y Cádiz

A comienzos de 1810, la Junta de Cádiz promulgó un decreto por el cual convocó a elecciones
para las cortes. Precisó también que toda provincia americana podía enviar un diputado como
representante y que en las elecciones tenían derecho a participar también indios y mestizos.

Las reivindicaciones presentadas por los enviados americanos se referían a la representación


igualitaria entre españoles y americanos, la libertad de producción y de comercio, el libre acceso
a los cargos civiles, eclesiásticos y militares, y la garantía de que la mitad de ellos recayeran en
residentes locales. La nueva Constitución demolía el viejo absolutismo e instituía la monarquía
constitucional, que imponía severos límites al rey, Establecía disposiciones explícitas sobre el
principio electoral, las libertades individuales y el derecho de ciudadanía de indios y mestizos, y
abolía el tributo de los indios, los trabajos forzados y la Inquisición. Al mismo tiempo, sin
embargo, era una constitución centralista, al punto de que fue entendida por las élites
americanas como una réplica del espíritu centralizador de las reformas borbónicas.

La política moderna

Según algunos, los móviles que dirigieron a los americanos a la independencia eran liberales;
así, las revoluciones hispanoamericanas habrían formado parte de una ola revolucionaria mucho
más amplia y general, que en los Estados Unidos y en Francia había desplazado al antiguo
régimen, como también de las nuevas corrientes de ideas que en todo Occidente aspiraban a
abatir el absolutismo, invocando la soberanía del pueblo. Con la Constitución se buscaba un
nuevo pacto social y político que codificara, organizara y delimitara el poder político, y lo
legitimara en nombre del pueblo soberano y no de la mera voluntad de Dios.

Las guerras de independencia

Derrotados los franceses y retornado Fernando VII al trono de España en los primeros meses de
1814, el monarca español declaró nula la Constitución de Cádiz y restauró el absolutismo,
traicionando las expectativas de los liberales de España y de América, a quienes, persiguió con
encarnizamiento. En lo que toca a América, ordenó el envío inmediato de tropas para
restablecer el orden y la obediencia a la Madre Patria, en especial donde más había sido
contestada su autoridad: en Venezuela, donde los refuerzos de España obligaron a la fuga al
ejército republicano de Simón Bolívar, el líder independentista local; también en el Río de la
Plata, donde, sin embargo, los criollos locales proclamaron la independencia en 1816 y
quedaron fuera del alcance de los ejércitos del rey.

Quienes llevaron a su término la guerra de independencia fueron Simón Bolívar, quien,


habiendo penetrado en Nueva Granada, guío la liberación de las actuales Colombia y
Venezuela, antes de dirigirse a los actuales Ecuador y Perú; y José de San Martín, el general
argentino que, partiendo del Río de la Plata, atravesó los Andes y liberó Chile, para después
dirigirse también él rumbo a Perú, donde proclamó la independencia.

Finalmente, en 1822, los dos libertadores, bloqueados por la última resistencia española, se
encontraron en Guayaquil y reunieron sus ejércitos. Bolívar era el animador de una
confederación de repúblicas independientes y San Martín tendía a buscar una solución
monárquica constitucional bajo la Corona de un príncipe extranjero. En cualquier caso, mientras
que el segundo salió de escena, Bolívar asumió la conducción de las operaciones y dirigió el
último asalto contra los españoles en la sierra peruana.

Los caminos de la independencia

La independencia para la América ibérica no se produjo de manera lineal. Por el contrario, se


trató de un proceso rico en convulsiones, en el que finalmente tomaron parte tanto quienes
temían una Restauración venida de España como aquellos a los que asustaba la Constitución.

Peculiar fue la independencia de Brasil, ocurrida en 1822, con el desdoblamiento de la corona


de los Braganza. Dada la hostilidad de las élites brasileñas a las pretensiones portuguesas de
imponer el centralismo que había prevalecido antes de la fuga de la corte de Lisboa a Río de
Janeiro, Pedro I instituyó una monarquía constitucional independiente. Por este motivo y dado
que en Brasil no se produjo ningún vacío de poder, el proceso de independencia nacional fue
distinto del de las colonias hispánicas, ya que se trató de un proceso pacífico; mientras que del
imperio hispánico nacieron numerosas repúblicas, bajo la forma monárquica Brasil conservó la
unidad territorial, que mantuvo hasta 1899.

En cambio, en la América hispánica las cosas no ocurrieron en todas partes del mismo modo.
También aquí la invasión napoleónica de España suscitó grandes fermentos políticos y estimuló
el nacimiento de una junta local, la cual fue disuelta por la autoridad real, lo que indujo a
quienes la sostenían a reunir un ejército popular formado en su mayoría por campesinos
indígenas y mestizos, y a desencadenar la guerra contra los españoles.

Los independentistas fueron durante mucho tiempo derrotados por el ejército español, guiado
por un oficial criollo conservador, Agustín de Iturbide, hasta que este, enterado de que los
liberales españoles habían impuesto a Fernando VII el retorno a la Constitución de Cádiz, se
decidió a volverse garante de la independencia mexicana, suscribiendo en 1821 el Plan de
Iguala, que por cierto preveía un México independiente dotado de sus cortes, pero decidido a
proteger a la Iglesia y a tener como soberano un Borbón, con lo que México parece haber
accedido a la independencia por la vía clerical y la monarquía.

La Doctrina Monroe

La Doctrina Monroe fue enunciada en 1823 por el entonces presidente de los Estados Unidos.
Esto se produjo al año siguiente de que los Estados Unidos reconocieran oficialmente la
independencia de la América española. Hubo dos pilares sobre los cuales se fundaba la doctrina,
el primero de los cuales era una advertencia a los estados europeos de que no intervinieran en
los asuntos de los nuevos estados americanos. Esto servía a proteger la independencia de ellos.
Toda intervención europea del tipo que la doctrina quería conjurar habría sido entendida, de
hecho, como una amenaza a la seguridad de Washington. El segundo pilar consistía en el
correspondiente compromiso de los Estados Unidos a permanecer extraños a los asuntos
litigiosos europeos y a los de las colonias europeas ya establecidas en América.

En cuanto a América del Sur, primero las guerras y después la caída del imperio español
pusieron a las elites liberales americanas frente a la cruda realidad que les tocó afrontar. En
primer lugar, constataron que el pueblo soberano que invocaban como fundamento del nuevo
orden político era imaginario mucho más que real y que aquellas sociedades llenas de indios,
esclavos y mestizos de todo tipo eran intrincados rompecabezas y no, por cierto, el pueblo
virtuoso presupuesto por los liberales y sus constituciones. En segundo lugar, los líderes
independentistas no pudieron impedir que, desaparecido el soberano, es decir, quien había
encarnado la unidad política del imperio, el entero organismo se hiciera pedazos, y que cada uno
de ellos, libre del pacto de lealtad al rey, se considerara en posesión de una soberanía plena.
Tanto es así que de un imperio nacieron numerosos estados.
Brian Hamnett. Las rebeliones y revoluciones

La Independencia tomó formas diferentes a lo largo de las Américas, sobre todo porque la
experiencia colonial, e incluso, precolombina, de cada territorio fue distinta. Algunas colonias
optaron por la insurrección, mientras que otras permanecieron leales, bajo las mismas
circunstancias internacionales predominantes. Grupos diferentes actuaron en etapas diferentes:
la elite caraqueña tomó la iniciativa en separarse de la monarquía española en abril de 1810,
pero la elite de la capital novohispana se dividió en 1808 acerca de la cuestión de autonomía
dentro del imperio, se opuso a la revolución de Independencia en septiembre de 1810, y no
actuó como grupo homogéneo en favor de un cambio político hasta 1821.

Procesos y protestas

Durante el período colonial, como también en el siglo XIX, brotaron muchas rebeliones o
protestas locales, algunas de cierta duración y varias cubriendo una amplia área geográfica. En
su carácter fueron la respuesta por parte de una variedad de grupos sociales contra abusos de
varias categorías: abusos administrativos o de oficiales locales; protestas antifiscales, quejas
contra la violación de derechos de aguas, tierras, o de trabajadores, y contra la amenaza a
prácticas religiosas tradicionales por parte del poder oficial.

Aunque rebeliones y protestas eran virtualmente cosa normal en la época colonial, pocas o
ninguna se dirigieron en contra del sistema colonial como tal, y menos contra la monarquía
española. El imperio sobrevivió tres siglos por su propia flexibilidad y su capacidad para
incorporar a muchos grupos sociales diferentes dentro de su órbita política. Las rebeliones más
serias y extensas respondieron a cambios reales o atentados en este sistema por parte de las
autoridades metropolitanas, virreinales o eclesiásticas.

No debemos aislar los factores económicos de la trayectoria política, tampoco debemos pasar
por alto la evidente interrelación de los factores sociales y culturales, ambos con una clara
influencia en el desenvolvimiento de los acontecimientos políticos.

La representación

La clave del período, 1765-1810, es el problema de la representación política. Fue un problema


de instituciones e Iberoamérica y la América británica lo compartían, aunque de maneras muy
distintas.

El estado borbónico trataba de recuperar la autoridad perdida durante el largo período de


debilidad española entre aproximadamente 1640 y 1760.

La respuesta iberoamericana a este neocolonialismo peninsular fue la búsqueda de una forma de


representación en los territorios americanos que garantizara para siempre la participación de las
elites residentes en los procesos políticos. Esta búsqueda fue intensa en los dominios más
antiguos, donde las instituciones del absolutismo estuvieron más arraigadas. Este fue el caso de
los virreinatos de Nueva España, Perú y Nueva Granada, pero incluyó también el Alto Perú, que
desde 1776 formó parte del virreinato del Río de la Plata.

No existía en las colonias ibéricas ninguna forma de representación política. No había, en


contraste con las colonias británicas, ninguna legislatura colonial a nivel provincial en la
América iberoamericana. Por esta razón, la transformación del colonialismo al sistema
representativo en un estado independiente y soberano, aunque no sin dificultades, fue mucho
menos penosa en la América anglosajona que en la América ibérica. De esta manera, la
Constitución estadounidense de 1787 respondió a una realidad política ya existente: desde el
primer día de su promulgación, los Estados Unidos podían pasar por la profunda crisis post-
colonial experimentada en la mayor parte de Hispanoamérica.

El factor determinante en el medio siglo anterior al estallido de las revoluciones


hispanoamericanas en 1810, fue la relación entre la elite americana y el estado metropolitano.
La América española adquirió una identidad propia durante el siglo XVII, y llegó a ser
virtualmente autónoma a causa de la debilidad de la autoridad metropolitana. Las elites
americanas ganaron el poder a costa del estado español en este largo período de debilidad
metropolitana. La práctica de gobierno se redefinió para permitir implícitamente la participación
de los notables permanentemente residentes en las colonias, que la ley expresamente había
excluido. De esta manera, las elites gozaban de una posición significativa, a sus ojos legítima,
pero seguramente nunca institucionalizada.

La nueva política metropolitana provocó una extensa oposición por todo el imperio español. Las
rebeliones que estallaron entre 1765 y 1783 revelaron el grado de disidencia: revelaron no
solamente la extraordinaria capacidad de un amplio rango de grupos sociales para movilizarse,
sino también la vulnerabilidad del régimen colonial. Para la administración metropolitana, el
predominio americano en los órganos gubernamentales era totalmente inadmisible, por lo
menos en el contexto político de la segunda mitad del siglo XVIII. Si el objeto de la política
metropolitana hubiera fortalecido los poderes de los ayuntamientos, compuestos casi
exclusivamente de criollos, la historia de la separación de México del Imperio español
probablemente habría sido escrita con menos amargura de lo que fue. En Nueva España, Gálvez
emprendió un ataque de frente contra la posición política de los grupos sociales que se habían
aprovechado de la recuperación económica del país.

En Nueva España, la representación del Ayuntamiento de México del 26 de mayo de 1771


protestó contra el intento del Visitador para hacer retroceder la influencia americana en la
administración. Entre 1771 y 1808, el Ayuntamiento desarrolló una posición constitucional que
criticaba la base jurídica del neoabsolutismo.

Entre 1765 y 1783, una serie de insurrecciones a gran escala sacudió al régimen colonial hasta
los fundamentos y causó por un lapso de tiempo la pérdida del control sobre territorios extensos.
No fueron esencialmente ni movimientos a favor de la independencia ni precursores de las
luchas de la década de 1810. Sin embargo, encapsularon las profundas tensiones sociales,
políticas y culturales y multi-clasistas, que se manifestaron por primera vez en esa época, pero
aparecieron de nuevo y con mayor impacto durante la década de 1810.

En la fase final de las protestas, entre 1779 y 1783, los tumultos urbanos y las rebeliones
rurales, la mayoría de ellas con raíces de larga duración, tendieron a coincidir de modo que por
un breve espacio de tiempo amenazaron la supervivencia de la autoridad metropolitana en los
dos virreinatos de Nueva Grana y Perú.

En la primera etapa de la rebelión de Tupac Amaru en 1780-1781 la colaboración entre diversos


grupos sociales en el sur andino peruano fue evidente, como también el papel de los
comerciantes y arrieros locales en cuanto a proporcionar los medios de cohesión entre amplias
regiones geográficas.
Atemorizadas por la escala de participación popular en los levantamientos de Tupac Amaru y
luego de Tupac Katari en el Alto Perú (1781-1783), las elites peruanas optaron por la seguridad,
más bien que por arriesgar cambios políticos radicales. Su lealtad a la monarquía española se
inspiró principalmente en el temor de otro trastorno social. Como sus homólogos en Nueva
España, hubieran preferido el abandono del absolutismo peninsular en favor de un sistema
fundado en la igualdad de posición y derechos con los europeos. No consideraron el separatismo
como la condición imprescindible para alcanzar este objetivo.

¿Qué relación tenían los movimientos revolucionarios de la década de 1810 con la recepción
americana de las llamadas reformas borbónicas? Estas últimas no condujeron inevitablemente a
movimientos separatistas. Sin embargo, las elites se vieron obligadas a defender las estructuras
tradicionales frente al absolutismo por medio del desarrollo de una ideología constitucionalista;
las provincias tomaron conciencia de la necesidad de defenderse contra el nuevo centralismo; y
los grupos sociales medio y bajo se precipitaron a una oposición abierta y a veces violenta
contra la nueva política.

Anticolonialismo y Revolución

Los movimientos de 1809-1826 tuvieron lugar en un contexto internacional radicalmente


distinto a los de épocas anteriores. El colapso de la monarquía borbónica en 1808 y la crisis de
legitimidad en la península misma formaron una parte fundamental de este nuevo contexto
internacional.

Hispanoamérica compartía con España los mismos problemas: desde los nobles de la facción de
los Condes de Aranda y Montijo, hasta los sublevados de Valencia de 1801, claramente en
España por la reforma. Fue evidente el declive de la monarquía durante las décadas de 1790 y
1800.

Las revoluciones americanas eran una reacción anticolonial compartida por las colonias
inglesas, españolas y portuguesas en formas y épocas distintas, pero unidas con este común
sentimiento anticolonialista.

Las revoluciones hispanoamericanas fueron luchas contra el absolutismo y, en algunos casos,


contra las instituciones asociadas en la terminología revolucionaria con el antiguo régimen;
fueron en la mayoría de los casos luchas republicanas contra el monarquismo; y en última
instancia fueron luchas internas de varios tipos, como en Nueva España y Venezuela.

Nacionalismo

El patriotismo criollo que se desarrollaba desde el siglo XVII no fue exactamente el


nacionalismo. Al contrario, fue un vago sentimiento americano que en general no correspondía
a ningún territorio político específico. El patriotismo criollo fue más bien una corriente literaria
que un movimiento político. Fue producto de las especulaciones de un grupo reducido de
intelectuales urbanos, la mayoría de ellos clérigos americanos. No prefiguró la formación de
estados-naciones soberanos, y nunca dejó de ser elitista.

El nacionalismo representa la búsqueda de la identidad. El ambiente mental del nacionalismo es


“la comunidad imaginaria”, pero trasladada al plano político. Representa un proyecto político
que tiene dos niveles, o sea, dos caras: la una mira hacia fuera contra el colonialismo o
dominación extranjera, mientras que la otra mira hacia dentro contra las instituciones
tradicionales por medio de las cuales esa dominación se expresaba.
El nacionalismo de la época de Morelos se caracterizó por su intención de cambiar las
instituciones políticas y sociales del país, por medio de la movilización popular. Morelos y sus
colaboradores comprendieron perfectamente que no se podría concretar la identidad nacional sin
las instituciones correspondientes y sin la clara definición del espacio territorial dentro del cual
esas instituciones debieran funcionar.

El liberalismo económico

Los tres territorios más involucrados en la exportación primaria al mercado internacional


(Venezuela, el Río de la Plata y Brasil) se adhirieron con mayor fervor a la doctrina del
liberalismo económico. En los dos primeros casos, se combinó con el separatismo político. Uno
de los primeros actos de la Junta Revolucionaria de Caracas fue el proclamar la libertad de
comercio para todas las naciones y el libre acceso al mercado internacional, el 3 de mayo de
1810. Este liberalismo económico pocas veces coincidió con los intereses de todas las
provincias y grupos sociales de los nuevos estados formados en 1810. Esta división sobre la
cuestión de política económica comprometió seriamente el proceso de formación nacional.

En el caso del Río de la Plata, las divisiones internas de este tipo demoraron la consolidación de
un estado nacional hasta la década de 1860.

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