Está en la página 1de 4

Una fría tarde de viernes al anochecer, en un pequeño pueblo costero.

Las calles silenciosas y


frescas, recorridas casi solo por la brisa y unos cuantos perros callejeros. Un auto pasa lentamente
frente a la casa, iluminando brevemente al grupo de jóvenes que cruzaban el antejardín, hacia la
puerta principal. Todos hombres, cargando botellas y cajas de cervezas, uno tocó a la puerta,
ignorando la presencia tímida del timbre, gris, sucio y olvidado. El pórtico lleno de sombras
enmarcaba al grupo de jóvenes, con sus flores, gnomos de yeso y piedras pintadas. Se abrió la
puerta y otro joven los recibió. Eran todos amigos.

-Pasen cabros, dijo el dueño de casa, alto, delgado y rubio- mi abuela todavía no se duerme, pero
ya se fue a acostar. Movió levemente la mano frente a su cara, como si fuera el fantasma de un
viejo ademán. Todos entendieron que tenían que ir con calma. Cruzaron el pasillo, apenados casi
de pisar la vieja alfombra, y llegaron a la cocina. Estaba situada en el fondo de la casa, con una
puerta de salida hacia el patio trasero. La estufa a leña no se había encendido en todo el día y, a
pesar de haber una estufa eléctrica encendida, la habitación se mantenía fresca, pronta a estar
helada.

La luz del patio estaba prendida, iluminando en un bloque amarillo la loza de cemento y una
pared de piedra tosca, que contenía el desnivel de tierra que formaba la parte más alta del patio.
Todo el lugar había sido excavado, nivelado y construido en los tiempos de un mundo pasado.
Sobre la loza había una parrilla, llena de carbón, esperando para ser encendida.

-Buena Joseto, le dijo uno de los muchachos al dueño de casa, mientras dejaba una caja llena de
latas de cerveza sobre la mesa de madera. Tenía la cara redonda y los ojos como medias lunas
acostadas, y las cejas cubiertas por un largo flequillo oscuro. -Echamos las presas al tiro ¿o no?

Todos se rieron brevemente, acostumbrados a la broma corta, de tono sexual.

-Sipo, Arielo, respondió José- Para eso vinimos. Ambos salieron al patio, dejando la puerta abierta.
El resto les siguió después de dejar las compras en la mesa, junto a la cerveza. Tenían carne,
salchichas, pan, tomates, ajo, pimentones y cebollas. Una vez afuera rodearon la parrilla en una
formación semicircular. La ampolleta que iluminaba el patio estaba sobre ellos, empotrada en la
pared y los bañaba en un cálido resplandor amarillo. Uno de los jóvenes prendió un cigarrillo. Otro
le pidió fuego para encender el suyo y, ambos, Jonathan y Juan, se quedaron fumando de pie y en
silencio. José comenzó a dar palmadas sobre sus bolsillos, como si buscara algo, a la vez que
miraba nervioso la parrilla. Jonathan miró a Nicolás, más bajo y fornido que él, de ojos opacos y
gruesa barba negra, y le hizo un ademán con la cabeza. Le lanzó el encendedor, una pequeña pieza
de plástico desechable llena de bencina. Nicolás encendió el papel que estaba rodeado de cartón,
y este de carbón, en el centro de la parrilla, y una llama se elevó tranquila pero incesante. Se
consumió hacia los extremos, pintando los bordes del carbón con líneas naranjas y rojas. Juan se
acercó a la llama y comenzó a soplar, lanzando gruesas capas de humo y fragmentos encendidos
de cartón hacia la nada de la noche. Ariel encontró un trozo olvidado de caja y lo empleó como
abanico, luego se turnó con Nicolás y en un par de minutos el fuego ya tenía vida propia.

José había entrado a la cocina y ahora salía con una bandeja llena de longanizas y carne ya salada.

-Cabros, dijo, yo no sé hacer pebre. ¿Quién se anima?


- Yo, respondió Carlos, emocionado, casi como si temiera que alguien fuera a adelantársele. Tenía
un cuerpo musculado, del tipo atlético, y caminaba dejando entrever la energía de un trote
imparable. Sus ojos brillaban, con una mezcla de dicha y duda. Sonreía sin gracia, como si la mueca
se le hubiera congelado estática quizás desde cuándo.

-Vamos, yo te ayudo, dijo Juan, y ambos entraron a la cocina. Cada uno encontró una tabla de
picar y un cuchillo de cocina. Juan afiló ambos en el fondo de una taza, mientras Carlos lavaba los
tomates. Después pelaron las cebollas y los ajos. Filetearon todo y lo picaron de nuevo hasta que
tenían pequeños cubos rojos y blancos. El liquido lacrimoso de la cebolla bañaba los cuchillos,
nublando la vista de ambos. Juan tomó un racimo de cilantro, aún goteando agua helada, y lo
cortó rápidamente entre parpadeos apurados. Lo mezclaron todo, le vertieron jugo de limón y lo
rosearon con sal fina de mar. Lo probaron, cada uno con su cuchara. Era sencillo, fresco y
delicioso. A los muchachos les gustaría, para contrastar la sal ardiente de la longaniza y el amargor
del pan tostado, casi quemado.

Dejaron la fuente metálica del pebre sobre un banco de madera. La grasa chirriaba en la
superficie de las longanizas. Ariel las daba vuelta, mientras José repartía latas de cerveza. Se
disculpaba porque no estaban tan heladas como deberían.

-Está bien, Joseto, si igual me la como tibia- dijo Ariel. Todos se rieron una vez más.

-Igual que el año pasado- respondió Jonathan. Esta vez se rieron más fuerte. Siempre había placer
en bromear al bromista. Las latas de cerveza se abrieron en un escándalo de ecos secuenciados.
Después bebieron y volvieron a reír. Estaban felices. El asado anual, después de volver al pueblo y
la coincidencia casual de estar juntos, como solían estarlo en el recuerdo de la vida escolar.

-¿Y que cuentan?- preguntó Jonathan, quien solía adelantarse a preguntar para evitar responder.

- Nada nuevo, pasé mis ramos- dijo Nicolás.

-Si, yo también- secundó Juan- pero vi a Jorge en Santiago la otra vez, hace unos meses. Estaba en
la fila del supermercado y casi no me reconoce. Estaba hecho una mierda.

-¿Si? ¿y cómo? - preguntó Jonathan sonriendo.

- Weón, lo vi llevando una bolsa de maní, un jugo de durazno y una lata de café. Tenía grandes
ojeras y una mirada ida, como semi dormido. Jorge, le digo, soy Juan ¿cómo estás? Y él me queda
mirando, así, como perdido.

Mientras relataba el encuentro, Juan iba imitando la postura y los gestos de Jorge. Todos lo
conocían, también del liceo, y se reían de la similitud de la mímica. Era de opinión común que
Jorge estaba loco, de una forma disciplinada y agradable en general. Estudiaba mucho, se
sacrificaba, y era bueno en matemáticas. Quería ser constructor, pero estaba loco, y así lo
apreciaban.

-Bueno, la cosa es que me dice que tenía exámenes – continua Juan- y que no ha podido dormir
por estar estudiando. Que sólo come maní, y que se está tomando un tarro completo de café cada
tres días. Pero Jorge, ¿cómo? Yo le pregunto, se te va a reventar la tripa. No, no, no, me dice él.
Que es necesario y que está bien. Después me dijo que le estaba poniendo agua directamente al
tarro de café y que se tomaba ese concentrado a sorbos.

Todos volvieron a reír, sacando la lengua esta vez, gesticulando asco.

-Oh, weón, yo vi a la Paula la otra vez, weón- dijo José, continuando emocionado el recuento de
conocidos - Está trabajando en el hospital ahora. ¿Se acuerdan de que se iba a casar con un weón
que trabajaba en los buses? Faltaba como una semana, si ya estaban listos con el lugar y las
invitaciones y todo, y la Paula lo dejó, weón, ¡lo dejó! Ahora se va a casar con un médico.

Jonathan sonreía y asentía con la cabeza. Sostenía la lata de cerveza a la altura del pecho, y de vez
en cuando ojeaba las longanizas. Ariel ya estaba sacándolas de la parrilla y las dejaba en un plato
de loza, apiladas en una pirámide.

-Ya, maricones, que cada uno saque su salchicha- dijo Ariel, mientras abría una marraqueta y le
sacaba la miga. Los demás hicieron lo mismo y armaron su choripán, con pebre y mayonesa. Por
un momento se quedaron en silencio, ocupados de masticar con la boca llena, intentando evitar
hacer contacto visual. Asintieron con la cabeza varias veces.

-Está bueno- dijo Nicolás- Están bien buenos, cabros. El grupo siguió asintiendo, para continuar
con un pequeño coro de afirmaciones.

-Cabros, yo vi a Andrés la otra vez- dijo Juan.

-Ah, ese weón- pareció decir el grupo entero.

-Si, si, ya sé- respondió Juan- paco de mierda. Estaba de vacaciones, parece, y vino a ver a su
abuela, y nos juntamos a tomar una cerveza. Estaba gordo, weón, super gordo. Su cuerpo estaba
como una pera gigante, con un culo obeso.

-¿Se acuerdan cuando se golpeó la cabeza contra el piso?- preguntó Jonathan

-Recuerdo lo mal que estaba el Nico cuando el profe Peralta retó al curso- respondió Carlos. Todos
se rieron recordando las gruesas gotas de sudor que cruzaban la frente de Nicolás, apuradas por el
ligero temblor nervioso que se había apoderado de él. Siempre había sido un alumno estrella.

-Es que esa wea de la cama elástica… Igual fue mucho. Yo nunca participé en eso- dijo Juan.

Ariel comenzó a reír, estrechando sus ojos.

-Pero si nunca ibas al colegio- dijo.

-Ya, pero weón, si yo iba, pero igual lo lanzaron mal. A ti también te dejaron caer.

- No- dijo Carlos- A Arielo lo botamos hacía adelante, pero fue porque los más fuertes estaban a un
lado: Nicolás, Nacho González, Rudy (el weón enorme), y por el otro lado estaba Joseto, Johan,
Rolando… la Paula creo que estaba también.

- Si – dijo Jonathan- La Paula también estaba, y esta otra chica… ¿Cómo se llamaba? De pelo corto,
liso, que usaba lentes redondos…

- Yasna – respondió Nicolás.


- ¿A ti no te gustaba esa chica? – le preguntó Ariel. El tono bromista sugería que la pregunta
intensionaba recordar una fallida historia de amor. El fracaso de un hombre, el cual todos
compartían de alguna forma, y que era de dominio común.

-No- dijo Nicolás, rápidamente, mientras el resto se reía ligeramente – no pasa nada.

-No, si sabemos que no pasó nada- replicó José. Nicolás sonreía mirando al piso, negando con la
cabeza. Le quedaba cambiar de tema:

-Rolando trató de invitarla a salir. La cabra estaba con alguien más, creo que de otro liceo.

- Si, un aweonao -dijo Jonathan- le decían “melame” o algo así. Un compadre muy feo.

-Ese Rolando igual era loco- dijo Carlos- una vez me dijo que se quemaba unas verrugas que tenía
en las manos con acido de batería.

-No- respondió Juan, alargando el sonido en una exhalación- ¿y cómo?

-Abría una batería, le sacaba el ácido y eso era todo.

-No, eso no puede ser posible. Te atravesaría la mano.

-Bueno, la pondría de lado ¿yo qué sé? – dijo José, mientras traía otra ronda de cervezas. Dejaron
las latas vacías ordenadas contra la pared de la casa y abrieron las nuevas. Dieron vuelta la carne, y
escucharon el chirrido de la sangre al evaporarse sobre el carbón encendido. Bebieron en silencio.

-¿Se acuerdan de ese carrete en la casa de Nano? – preguntó Jonathan – Estaban todos para la
cagada. Andrés había vomitado en el patio, y la Tamara con la Febe estaban tiradas en el sofá
como dormidas, hablando webadas.

-Si- dijo Nicolás- Yo también estaba para la mierda.

-Si- continuó Jonathan- Yo también, y Arielo y Rolando igual. ¿Se acuerdan cuando íbamos
caminando después, y ese weón de Rolando vivía a la mierda de lejos? Lo llevábamos en cruz,
porque casi no se sostenía.

Todos asintieron, excepto Juan.

-¿Cuándo fue eso?- preguntó- yo no fui a ese carrete.

-Fue como al final del último año- respondió Jonathan, antes de seguir- Habrían sido como las tres
o cuatro de la mañana, cerca del gimnasio…

-…Y apareció Johan- interrumpió Ariel- manejando la camioneta de su viejo. Había ido a buscar a la
Paula, a la Tamy y a la Febe, y se ofreció a llevar a Rolando también. Rolando vivía a la mierda de
lejos, hacía mucho frío, y todos estábamos muy borrachos. Sin plata para un taxi, ni nada.

También podría gustarte