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Memoria olfativa

En el interior, y en estos tiempos, no se puede ser empirista, aunque uno


haya llegado a los sesenta y seis años y dé clases de filosofía en la
Universidad. Yo diría que no se puede ser empirista sobre todo por eso,
máxime si uno tiene tres hijos (el mayor también es profesor de filosofía
pero está en el Canadá), ocho nietos, y una esposa que el santo día anda
atrás de uno con las medias de lana, porque es consciente de que a esta
altura un enfriamiento puede ser fatal. Y sin embargo, es la vejez, creo, la
que me ha hecho empirista, porque prefiero un mundo que renace a cada
momento, entero, a un pasado muy semejante a una fábrica abandonada en
la que los minutos crecen como los yuyos entre los escombros y las
máquinas. Me escribí con Francisco Romero durante años pero nunca me
atreví a decirle que su humanismo me parece una locura –la mano que
escribe avanza ahora horizontal y segura y va llenando de signos el gran
espacio blanco–, que todo lo que supone la existencia del pasado no es más
que delirio, saludable en algunos casos, lo reconozco, pero al fin de cuentas
delirio. Para mí –cómo se reirían los muchachos si yo dijese esto en clase–
no existe más que el presente (no el hoy, porque “hoy” es un concepto
demasiado “ancho” para la idea que yo tengo del presente): la mano que
levanto en el aire, ahora, que se detiene a la altura de la lámpara (detención,
lámpara y altura son tres presentes separados, absolutos, que únicamente la
pereza me hace reunir en una sola frase), y la habitación de al lado, la
biblioteca que está detrás de mí no son más que delirio. Es mi filosofía.
Sería deshonesto exponerla en un sistema. Además, para mí la relación
causa efecto no existe (no hay más que un universo entero que se sumerge
en la nada y después reaparece, que se sumerge, entero, y reaparece
indefinidamente), y es de la relación causa efecto que se constituye el
esqueleto de todos los discursos filosóficos, incluso de los que se proponen
negar la relación causa efecto. Cicerón, Tomás, Kant y Hegel, y el francés
pedante que fue a Holanda a buscar el “cogito”, no son para mí más que
espectros chisporroteantes en los que pienso tan poco que no pueden darme
miedo. A veces, percibo un olor que despliega ante mí la fantasmagoría de
un pasado tan vívido que por momentos me hace vacilar. Pero en seguida
reflexiono que no he hecho más que percibir un olor nuevo, de una especie
tan particular que despierta en mí sensaciones que llamo recuerdos pero
que no lo son, simplemente porque no hay nada que recordar. Soy famoso
entre los estudiantes de filosofía por mi gusto por los pescados a la parrilla
y el vino blanco, por mi jovialidad y unos botines toscos y mal lustrados
que mi mujer me obliga a usar en invierno y en verano para que me
protejan del frío.

Juan José Saer (Cuentos completos)

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