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Ninguna foto académica puede dar una idea, ni siquiera aproximada, del
aspecto de Jean Piaget el día en que le visitamos en su destartalado chalet de
Pinchat, un barrio de los alrededores de Ginebra, el Piaget dedicado, a sus casi
82 años, a cultivar su jardín y montar en bicicleta, que huye absolutamente de
toda relación con la pedagogía, aunque haya sido director de la Oficina
Internacional de la Educación desde 1929 y codirector de la Facultad de
Ciencias de la Educación de Ginebra, y aunque sus trabajos sobre la
adquisición de conocimientos en el niño hayan sido aplicados en escuelas de
varios continentes, y que se mostró más proclive a hablar de su entorno familiar
que de la teoría del conocimiento infantil. Un Piaget de costumbres
botánicas, según dijo, con varios jerseys superpuestos, de diferentes colores, y
unos pantalones de pana marrón salpicados de remiendos, pelo blanco largo,
einsteniano, y que, por supuesto, se negó a ser fotografiado con su atuendo,
que él calificó como robe de jardín, y en su despacho, una habitación en total
desorden plagada de libros y papeles en todas las direcciones, libros que casi
había que pisar para alcanzar el único asiento existente, aparte de su sillón, y
con tazas, paraguas, americanas y utensilios varios esparcidos y como
abandonados en el lugar que ocupan desde hace tiempo. El psicólogo suizo
reconoce dos partes en la habitación: una de desorden en el
desorden, decididamente, y otra, de orden dentro del desorden. Y debe de ser
así, porque tarda breves instantes en encontrar un papel o localizar un teléfono
en una agenda pequeña. En 1919, cuando empezó a trabajar como psicólogo
en París, un colaborador de Binet en el test de la inteligencia, el doctor Simon,
le propone trabajar sobre el test de Burt. No obstante, Piaget se mostrará
siempre partidario de las entrevistas abiertas con el niño para intentar llegar a
un problema determinado y del estudio de las razones de los fracasos
infantiles, más que de los porcentajes de éxito. Desde que se jubiló, en 1971,
ha seguido en la investigación de diversos aspectos de la dialéctica aplicada al
niño y a los problemas que proponen, a éste, de causalidad y lógica. Afirma
que seguirá haciendo libros de epistemología y que continuará, como hasta la
fecha, reuniéndose con sus colaboradores una vez por semana para hacer
trabajos experimentales.
«Yo no soy un educador. Mis hijos están muy bien educados porque no me he
ocupado de ellos. Lo ha hecho mi mujer.» Jean Piaget huye una y otra vez de
la pedagogía, con cierto aire de despreciar las teorías tradicionales y los planes
de estudio rígidos en el campo de la enseñanza. En definitiva, defiende a
ultranza la capacidad infantil de inventar como método de adquisición de
conocimientos. Y afirma que da a los pedagogos los hechos para que ellos los
apliquen. «El desarrollo de la teoría del conocimiento en el niño -dice- va
mucho más lejos de la escuela. Voy a ponerle dos ejemplos. Tengo
investigaciones que han hecho en Irán sobre niños no escolarizados,
analfabetos, que no sabían leer ni escribir. Su estadio de desarrollo era el
mismo que el de los nuestros de Ginebra o los de Teherán, capital iraní. Otro
ejemplo son los sordomudos, que tienen el mismo desarrollo de la inteligencia
e inventan un lenguaje por medio de gestos.»
P. ¿Como cuáles?
P. Sobre la lengua en el aprendizaje del niño hay dos teorías: las que dicen que
el bilingüismo desde la infancia dificulta conocer y acceder correctamente a las
cosas y las que sostienen todo lo contrario. ¿Qué piensa usted?
R. Creo que las dos tienen razón. Depende de la situación afectiva. Si el niño
aprende dos lenguas con las que tiene una misma relación afectiva, por
ejemplo, un padre que habla alemán y una madre que habla francés, los
problemas a este nivel no se plantean, el bilingüismo es muy útil. Pero si una
lengua es la preferida por el niño y la otra le parece de rango inferior por una
razón afectiva cualquiera, entonces el bilingüismo es más bien nocivo, no es
favorable.
R. Los resultados que más me han interesado son, desde el punto de vista de
la inteligencia, que los recuerdos que vuelven de la infancia yo los veía en
imágenes, mientras que yo no soy en absoluto visual y en mi pensamiento de
adulto no tengo ninguna imagen. El otro día, me sorprendió entrar en una
habitación y ver un determinado mueble. Le pregunté a mi mujer: «¿Es
nuevo?» Ella me dijo: «Hace treinta años que está ahí» Yo no me había fijado.
No soy nada visual. Mientras que en mi psicoanálisis me bullen los recuerdos
sorprendentemente visuales. Es lo que más me ha llamado la atención.