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Roland Barthes

EL NUEVO CITROËN 1

Se me ocurre que el automóvil es en nuestros días el equivalente bastante exacto de las grandes catedrales
góticas. Quiero decir que constituye una gran creación de la época, concebido apasionadamente por artistas
desconocidos, consumidos a través de su imagen, aunque no de su uso, por un pueblo entero que se apropia, en
él, de un objeto absolutamente mágico.
El nuevo Citroën cae manifiestamente del cielo por el hecho de que se presenta, antes que nada, como un
objeto superlativo. Es preciso no olvidar que el objeto es el mejor mensajero de lo sobrenatural: se encuentra
fácilmente en el objeto, a la vez, perfección y ausencia de origen, conclusión y brillantez, transformación de la
vida en materia (la materia es mucho más mágica que la vida), y para decirlo en una palabra en el objeto se
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encuentra un silencio que pertenece al orden de lo maravilloso. El «deese» posee todos los caracteres (al menos
el público se los otorga unánimemente) de uno de esos objetos descendidos de otro universo, que alimentaron la
manía del siglo XVIII y a nuestra ciencia-ficción: la deese es, en primer lugar, un nuevo Nautilus.
Por esta razón, la gente se interesa más en sus líneas que en su sustancia. Como se sabe, lo liso es un
atributo permanente de la perfección, porque lo contrario traiciona una operación técnica y profundamente
humana de ajuste: la túnica de Cristo no tenía costura, así como las aeronaves de la ciencia-ficción son de un
metal sin junturas. El D.S. 19 no pretende ser una pura cubierta, aunque su forma general sea muy envolvente.
Con todo, lo que más interesa al público son sus ajustes: se prueban con furia la unión de los vidrios, se pasa la
mano por las amplias canaletas de caucho que ajustan el vidrio de atrás al borde niquelado. Existe en el D.S. la
insinuación de una nueva fenomenología del ajuste, como si se pasara de un mundo de elementos soldados a un
mundo de elementos yuxtapuestos que se sostienen gracias a su forma maravillosa, lo que, por supuesto,
introduce la idea de una naturaleza más fácil.
En cuanto a la materia propiamente dicha, no cabe duda de que posee el gusto de lo liviano, en sentido
mágico. Se regresa a cierto aerodinamismo, nuevo, sin embargo, porque es menos masivo, menos tajante, más
armonioso que el de los primeros tiempos de esta moda. La velocidad se expresa con signos menos agresivos,
menos deportivos, como si hubiera pasado de una forma heroica a una forma clásica. Esta espiritualización
puede leerse en la importancia, el cuidado y la materia de las superficies de vidrio. La deese es una visible
exaltación del vidrio y la chapa le sirve sólo de base. Los vidrios no son ventanas, aberturas perforadas en la caja
oscura de la carrocería; los vidrios son grandes lienzos de aire y vacío, que tienen la curvatura desplegada y el
brillo de las pompas de jabón, la esbeltez resistente de una sustancia más bien entomológica que mineral (la
insignia Citroën, en forma de flecha, se transformó en insignia alada, como si ahora se pasara de un orden
vinculado a la propulsión a otro vinculado al movimiento, de un orden del motor a un orden del organismo.
Se trata, pues, de un arte humanizado y es posible que la deese marque un cambio en la mitología
automovilística. Hasta ahora, el coche superlativo se vinculaba más bien a la bestialidad de la potencia. Con el
D.S. se vuelve a la vez más espiritual y más objetiva; y a pesar de algunas concesiones neomaniacas (como el
volante hueco) se nos muestra más familiar, más acorde a la sublimación de los utensilios que se encuentran en
las artes domésticas contemporáneas. El tablero de mandos se parece más a la mesa de trabajo de una cocina
moderna que a la central de una fábrica, las delgadas aletas de chapa mate, ondulada, las palancas pequeñas con
bolas blancas, los indicadores luminosos muy simples, incluso la discreción del niquelado, todo significa una
especie de control que se ejerce sobre el movimiento, concebido en adelante en función del confort y no de los
resultados sorprendentes. Pasamos a todas luces de una alquimia de la velocidad al placer de la conducción.
Da la impresión de que el público adivinó de manera admirable la novedad de los temas que se han
propuesto: en primer lugar, sensible al neologismo (una adecuada campaña de prensa lo mantenía alerta desde
hace años), se esfuerza rápidamente por incorporar una conducta de adaptación y utilitarismo («Hay que
habituarse a la novedad»). En las salas de exposición, el coche testigo es visitado con aplicación intensa,
amorosa: es la fase importante del descubrimiento táctil, el momento en que la maravilla visual va a sufrir el
asalto razonador del tacto (porque el tacto es el más desmitificador de los sentidos, al contrario de la vista, que es
el más mágico). Las chapas, las uniones son tocadas, los rellenos palpados, los asientos probados, las puertas
acariciadas, los almohadones manoseados; frente al volante se simula conducir con todo el cuerpo. Ahora el
objeto está totalmente prostituido, apropiado: venido del cielo de Metrópolis, en un cuarto de hora la deese ha
sido mediatizada y cumple, en este exorcismo, el gesto especifico de la promoción pequeñoburguesa.

1
En Mitologías (1957); trad. al español de H. Schmucler, México, Siglo XXI, 1980.
2
«La 'Déesse'», en el original. El juego de palabras es intraducible. El automóvil D. S. es nombrado por la unión
fonética de las dos letras que, en francés, coincide con la palabra ʻdiosaʾ. La significación se hace verosímil si se
tiene en cuenta que en la lengua original, ʿautomóvilʾ es femenino. [Nota del traductor]

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