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Adrienne von Speyr

Semana de
oración por la
unidad de los
cristianos
Semana de oración por la
unidad de los cristianos
De Adrienne von Speyr

Weltgebetsoktav, en «Die Schweizerin» 40 (enero 1953) 3, 75-76 (nuestra trad.)

E
l relato de la Creación nos dice que Dios Padre crea el universo
en siete días y que el Espíritu aletea sobre las aguas. En virtud de
este acto de creación el mundo es una unidad: procede de un
lugar único de Dios y surge de su mano única. A partir de este solo rela-
to aún no es posible hacerse una imagen detallada de la amplitud y del
contenido del mundo. El sentido de la narración es revelar el acto de la
creación y la unidad que resulta y permanece por haber sido creada. El
mundo conserva su unión con Dios. Dios le habla al primer hombre y le
entrega el señorío sobre las cosas. El cosmos, sus plantas y animales están
bajo el domino del hombre; lo están por la palabra de Dios, y así es el
orden. El hombre está bajo el dominio de Dios en una linea clara, unívo-
ca de obediencia. Pero, así como todas las cosas provienen del Padre, así
todas son creadas para el Hijo. Esta línea hacia el Hijo no está en ningu-
na contraposición con la línea que va desde Adán hacia Padre y la que va
desde las cosas hacia el hombre. Todas las líneas forman juntas una uni-
dad perfecta, todas se ajustan a la unidad planeada y realizada por Dios
Padre, Hijo y Espíritu Santo.
Cuando el Hijo aparece en la tierra, instituye un orden nuevo. El
hombre se había separado de Dios, en el mundo entero reinaba el desor-
den y en todas partes la unidad había sido rota. El Hijo crea en sí mismo
una unidad nueva, en su cuerpo, en su muerte y resurrección. Y para
que el hombre reconozca más claramente el orden querido, Él crea la
Iglesia con todas sus leyes, pero también y sobre todo la crea como ex-
presión de su amor, como una unidad claramente visible: una unidad
que reinará en ella y en su vida ordenada bajo el Hijo. Pues la Iglesia es
su Esposa y entre Esposo y Esposa reina un contacto vivo, un intercam-
bio puro de amor divino y eclesial, un eterno encontrarse el uno en el
otro.

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Pero también en la Nueva Alianza se da un intento de separación: le-
jos de la Iglesia, lejos del Señor, de las maneras más diversas. Si bien la
Iglesia permanece perfectamente intacta en su sustancia y el Señor perse-
vera inmutable en su Gloria, sin embargo en el mundo crece igualmente
el desorden. Y la Iglesia, en su pureza intacta y en la unidad que en ella
reina, debe atreverse a hacer el intento de repatriar lo que el Señor le ha-
bía con ado: el mundo entero. El mundo no ya en la fase de la creación,
sino en la fase de la redención. Un mundo llamado a volver a la unidad
por el sufrimiento del Señor, pero también por su oración y por la ora-
ción con ada a la Iglesia y administrada por ella. Este reclamo no es
nada teórico, es experimentado en la práctica: cada oración de un cre-
yente llama y hace volver a la unidad, de modo activo y e caz, cada ora-
ción de un creyente busca la voluntad del Padre, se subordina a los de-
seos del Hijo y los percibe en el corazón de la Iglesia.
Ahora bien, dado que el hombre pierde rápidamente sus fuerzas y
devine inseguro en su oración –uno pronuncia, sí, palabras pero muy a
menudo simplemente deja que pasen de un modo insustancial–, la Igle-
sia nos exhorta a renovar la oración y ja el período de tiempo que el Pa-
dre utilizó para la creación, una semana junto con su día de reposo di-
vino, para rezar por el retorno al hogar del mundo fragmentado, roto y
sin fe. Durante esta semana es un deber de todo cristiano rezar por la
unidad. Antes de comenzar, él puede poner ante los ojos de su imagina-
ción la fragmentación extrema y real del mundo. Representarse el globo
terrestre con los innumerables lugares a los que la evangelización no ha
llegado o ha sido mal hecha, los amplios territorios que se han separado
de la Iglesia, contemplar cómo por todos los poros la incredulidad se va
ltrando en el corazón de la fe. Aún más, atreverse a echar una mirada
en el interior de la Iglesia y ver cómo tantos eles rezan oraciones vacías,
ya nada saben de la unidad y se han olvidado de su vocación. Frente a
esta imagen, él comenzará a rezar; desde lo exterior a lo interior o desde
lo interior a lo exterior. Pero la nueva unidad no es algo abstracto (una
mera unidad de intención o del ánimo), tampoco algo meramente nu-
mérico cuantitativo (un número de edi cios o parroquias). Ella vive, ella
es la unidad del Hijo con su Esposa, a imagen de la unidad del Dios tri-
nitario. En ella hay espacio para cada hombre único con su modo único
de ser, con su libertad, con sus dones. Un espacio que le promete a todo
hombre el perdón y la vida nueva. Pero también un espacio que hace
nacer en cada uno el deber de rezar. Este deber tiene como núcleo la ale-
gría, porque es e caz. Y quizá precisamente en la semana de oración por

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la unidad todo el que rece sentirá hasta qué punto la oración es parte del
tesoro de la Iglesia y cómo Dios la usa donde le place, sentirá que tam-
bién los que no tienen fe y todos los territorios que no han escuchado la
Buena Nueva son –no obstante– incluidos por Dios, sentirá quizá jus-
tamente ahora que paganos, judíos, sectarios recobran nuevamente la fe.
Hoy por la oración de hoy, o también ayer o en un futuro lejano por
esta misma oración de hoy.
Y cada forma de rezar es agradable a Dios, con tal que sea auténtica.
Dios puede escuchar y cumplir cada oración en el sentido de la unidad.
Él es todo oídos ante el Padre Nuestro y el Ave María de cada día, como
también lo es ante cada oración en la que un creyente intenta expresar y
comprender todo lo que él quisiera que vuelva al hogar común. La insti-
tución de una semana de oración tiene su fundamento último en la
“oración sacerdotal” donde el Señor nos habla de la unidad [Juan 17].
Sus palabras no han perdido nada de su sentido, la vuelta al hogar co-
mún es más urgente que nunca. Y si nosotros vislumbramos cuán uno
son en Dios el Padre, el Hijo y el Espíritu, también podemos vislumbrar
cuán uno debería ser el mundo, si se convirtiera a la vida nueva y a la fe
nueva por la palabra orante del Hijo, a la que tenemos la gracia de parti-
cipar por nuestra frágil oración. En la simplicidad de un corazón creyen-
te que tiene la gracia de recibir la unidad como el regalo supremo y que
así, en virtud de ella, puede rogar por nuevos hermanos en todo el mun-
do y también recibirlos, para que el mundo se haga uno con la Iglesia,
como la Iglesia es una con el Señor y el Señor con el Padre en el Espíritu
Santo.

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