Está en la página 1de 9

HEIDI

JOHANNA SPYRI

Heidi es una pequeña de 5 años, ojos negros, pelo encrespado, muy lista. Sus padres
murieron cuando tenía 1 año. Su padre llamado Tobías trabajaba en la construcción y le
cayó una viga en la cabeza. Su madre Adelaida sufrió una emoción muy fuerte y enfermó
con un acceso violento de fiebre del que nunca sanó, y también murió. Desde ahí quedó a
cargo de su tía Dete. Ahora a su tía le ofrecieron trabajo en la ciudad y no podía llevar a la
niña con ella, por lo que decide ir a dejarla con su abuelo, el “viejo de los Alpes”.
El abuelo era un viejo de barba espesa y cejas grises. Era un hombre hosco, con un carácter
cerrado, desagradable, no le gustaba de relacionarse con los demás. Las personas se
preguntaban el por qué era así y le temían y desconfiaban de él. Desde que enviudó y su
hijo Tobías muere, el abuelo decidió establecerse en la cima de la montaña.
Cuando Dete iba en camino con Heidi se encontraron con Pedro, un niño de 11 años que se
dedica a pastorear las cabras. Vivía con su madre y su abuela ciega. Pedro salía muy
temprano en la mañana y llegaba muy tarde en la noche porque se divertía todo el día con
los niños del pueblo. Cuando se encontró con Heidi, esta lo acompañó en sus labores y
juntos llegaron a la cabaña del abuelo.
Dete le explica la situación al viejo. Le dice que ella ya no puede seguirse haciendo cargo de
la niña y que es su obligación ahora por ser su abuelo. Le dice de manera imperativa que
debe hacerlo, y que, si no quiere, a ella le da igual, que será su culpa. Al abuelo le parecieron
muy mal sus palabras y la echó del lugar.
Una vez se quedó solo con la niña, el abuelo la trató bien, con cariño. La hizo que guardara
su ropa en el armario y Heidi escogió el lugar donde dormiría. Eligió el desván de la cabaña,
donde se sentía olor a heno y se podía ver todo el valle. El abuelo la ayudó a preparar su
cama y luego le dio de cenar. Por cómo la niña hablaba y las cosas que decía el abuelo se
dio cuenta de lo inteligente que era. Al poco rato llegó Pedro con las cabras que eran del
abuelo, Blanquita y Diana, y comenzó a jugar con ellas. Luego bebió de la leche recién
ordeñada y se fue a dormir. El abuelo la contempló mientras dormía.
Al día siguiente se despertó cuando Pedro fue en busca de las cabras del abuelo. Este le
ofreció acompañarlo en sus labores de pastoreo y juntos emprendieron el camino seguido
de las cabras. Era un paisaje hermoso en las faldas de la montaña. El prado lindaba por un
lado con el borde de un precipicio. Allí se sentaron a mirar el valle desde lo alto y comieron.
Pedro se sorprendió cuando Heidi le comparte el pan y queso que le había enviado el
abuelo. Juntos bebieron leche de cabra. Se quedaron con las cabras hasta que el sol se iba
ocultando y partieron el camino de regreso. Cuando llegó a la cabaña le contó al abuelo
emocionada todo lo que había visto y él le dio leche, pan, y se fueron a dormir.
Al día siguiente, nuevamente Pedro, Heidi y las cabras emprenden el camino hacia los
campos de pastos. Así transcurrió el verano. Cuando llegó el otoño el abuelo no la dejaba ir
siempre porque los vientos eran fuertes. En esos días ella se entretenía observando el
trabajo que hacía su abuelo con martillos y clavos, o preparando el famoso queso Los Alpes.
Luego el frío aumento y llegó la nieve. Desde aquel día Pedro dejó de subir al monte con las
cabras y comenzó a ir al colegio. Heidi demostró inmediatamente gran interés por el colegio
y le hacía muchas preguntas a Pedro para conocer sobre eso.
Un día el abuelo lleva a Heidi en trineo a la casa de Pedro para ver a su abuelita. Cuando se
dio cuenta que era ciega se echó a llorar desconsoladamente. Cuando se calmó le dijo que
le diría a su abuelo que la hiciera ver y que le diría le arreglara la casa para que no sonara
tanto. Al regreso, se lo dijo al abuelo, mostrando una gran confianza en él.
Al día siguiente el viejo fue a arreglar la casa. La mamá de Pedro salió a agradecerle pero él
no aceptó mucho porque les dijo que sabía que todos hablaban mal de él. Todas las tardes
iba Heidi a visitar a la abuelita y cada día el abuelo arreglaba la choza. Desde entonces la
casa ya no crujía como antes con el viento invernal y la anciana afirmaba que desde hacia
mucho tiempo que no dormía tan tranquila. La anciana nunca olvidaría la bondad del viejo
de los Alpes.
Pasó el tiempo y la niña iba a cumplir pronto nueve años. Su abuelo le había enseñado toda
clase de cosas útiles: sabía cuidar a Blanquita y Diana muy bien. El maestro de la escuela
donde asistía Pedro mandaba recados al abuelo para que Heidi pudiera asistir al colegio
porque ya tenía la edad reglamentaria y debería haber entrado el año anterior. El viejo
mandaba a decir que fuese como fuese él no enviaría a Heidi al colegio.
Llegó marzo y la primavera. Un día apareció en la cabaña el viejo sacerdote de Dorffi que
conocía al abuelo de Heidi desde hacía mucho tiempo. Fue a hablarle de Heidi y la
importancia que tenía el que la enviara al colegio. El abuelo afirmaba de forma categórica
que no la enviaría. Cuando el sacerdote preguntaba qué pensaba hacer con ella, él
respondía que nada, que Heidi vivía muy bien entre las cabras y aves. Decía que Heidi era
una niña muy delicada para recorrer un camino de 2 horas ida y vuelta, montaña arriba, con
el frío de la nieve y el viento. El sacerdote al escucharlo se dio cuenta que el abuelo quería
mucho a su nieta, y de una manera más conciliadora, le dio la idea de que, por amor a ella,
baje al pueblo a vivir como lo hacía antes, que deje de vivir tan solo, enemistado con Dios y
con los hombres. El abuelo se negó diciendo que en la cabaña vivía bien, que tenía suficiente
leña para pasar el invierno, y que allá en el pueblo la gente lo despreciaba. El abuelo no
cambiaría de opinión ni de vida, no enviaría a la niña a la escuela y no bajaría a vivir al
pueblo. el cura se marchó y al poco rato llegó la tía Dete a la cabaña. Le contó al abuelo que
sus patrones tenían un pariente inmensamente rico que vivía en las casas más bonitas de
Frankfurt. Este señor tenía una hija única que estaba en silla de ruedas, porque estaba
paralítica de un lado. Como no podía ir a la escuela, la niña tenía profesor particular pero se
aburría mucho, por lo que quería tener una compañera de estudios. Entonces la tía pensó
que era una gran oportunidad para Heidi. El abuelo le dijo de manera firme que eso no le
interesaba, pero la tía Dete enojada le dijo que él no podía impedir que Heidi aprendiera,
que haga suerte en la vida. Le dijo que ella tenía la responsabilidad de la niña y que llevaría
el caso a tribunales si era necesario. Con voz de trueno y mirándola con ojos llameantes el
abuelo le dijo que se la llevara y que no volviera más con ella. La tía Dete le dijo a Heidi que
preparara sus cosas pero la niña no quería ir con ella. La convenció diciéndole que si no le
gustaba el lugar ella podía volver a la cabaña cuando quisiera y se fueron. En el camino se
encontraron con Pedro. Heidi le contó que se iba a la ciudad con la tía, lo cual lo hizo enojar
mucho y puso muy triste a su abuelita que, con gritos desesperados, llamaba por la ventana
a Dete para que no se la llevara. Las dos oyeron los gritos y Heidi pedía que la soltara para
regresar a verla. La tía no la dejó y la convenció diciéndole que en la ciudad le comprarían
un regalo. Esto último animó mucho a Heidi y ya no puso más resistencia para continuar el
viaje.
Desde la partida de Heidi, el rostro del viejo de los Alpes parecía menos amistoso y más
enfadado en las pocas ocasiones que bajaba a Dorffi. La gente de la aldea armaba grupos
hablando mal de él a sus espaldas. Sólo la abuela de Pedro lo defendía y le contaba a la
gente lo bueno que era él con la niña, de lo mucho que la quería y la cuidaba, y de cómo él
ayudó a mejorar su casa. Las personas no le creían. Todos convenían de que la abuela era
demasiado anciana para comprender las cosas y que seguramente no habría oído muy bien.
La abuelita estaba triste por la ausencia de Heidi, sentía sus días vacíos y pedía poder tenerla
a su lado antes de morir.
En casa del Sesemann, en Frankfurt, la única hija Clara permanecía todo el día en su silla de
ruedas en la sala de estudios. Clara tenía 12 años, un rostro fino, de piel pálida, ojos azules
y bondadosos, de temperamento dulce y paciente. Vivía con ella la señorita Rottenmeier
que llevaba años al servicio de la familia. Había llegado después de la muerte de la madre
de Clara. Su padre siempre estaba de viaje y daba la orden de que se cumplieran siempre
los deseos de su hija.
Ese día esperaban la llegada de Heidi. Cuando llegaron se encontraron con el portero
Sebastián y la Doncella Tinette que las hizo pasar. A la señorita Rottenmeier no le gustó el
aspecto de Heidi quien llevaba un sencillo vestido de algodón y un sombrero de paja viejo
y abollado. Tampoco le gustó saber que Heidi no supiera leer ni escribir y le dijo a Dete que
no era lo que habían convenido. La tía le dijo que sí era pues ella buscaba una niña poco
original y distinta a las demás, y se fue corriendo del lugar. La señorita Rottenmeier salió
tras ella pero no pudo alcanzarla.
A Clara le pareció bien Heidi y le habló de forma amable. Le explicó que el profesor llegaba
todos los días a las diez de la mañana y las lecciones duraban hasta las dos de la tarde. Le
dijo que eran aburridas pero ahora que estarían juntas todo sería más divertido y ella podría
aprender a leer.
A la señorita Rottenmeier no le gustaba cómo se comportaba Heidi en la mesa, la creía poco
educada y se dio cuenta que tuteaba a Sebastián, entonces le empezó a enseñar las reglas
“elementales” del hogar. Le dijo que a él no le podía hablar excepto para hacerle una
pregunta o darle una orden, y que debía tratarlo de usted. También a Tinette le debía tratar
de usted. En cuanto a Clara, ella le diría cómo tratarla, a lo que la niña dijo que la llamara
simplemente por su nombre, Clara. Luego vinieron un sinfín de reglas, al acostarse, al
levantarse, al entrar, al salir, el buen orden de las cosas, el mantener cerradas las puertas.
Fueron tantas reglas que Heidi se quedó dormida.
Al día siguiente cuando llega el profesor, la señorita Rottenmeier le cuenta de Heidi,
haciéndole saber el error que había sufrido respecto de aquella criatura y enumerando
todas las ocasiones en que la niña había dado prueba de una falta absoluta de los principios
elementales. Le pidió que él declarase que Clara y Heidi no podían estar juntas porque Clara
se vería afectada para que así la niña volviera con el abuelo. Al profesor no le pareció bien
pues tenía la opinión de que si, por una parte, la niña estaba muy atrasada, podría ser que
en otro aspecto estuviera más adelantada, por lo tanto, con una buena enseñanza se
lograría el equilibrio perfecto. La señorita Rottenmeier entendió que no tendría su apoyo.
Cuando llegaron a la sala de estudio se dieron cuenta que estaba todo tirado en el suelo y
vieron que Heidi no estaba. La niña había escuchado el pasar de un auto que confundió con
el ruido de los árboles de la montaña y salió de la casa rápidamente para ver, sin darse
cuenta del desastre que dejaba. La señorita Rottenmeier la fue a buscar y la retó. Le dijo
que durante las lecciones debía estar tranquila y quieta en su lugar, y que si no la tendría
que amarrar a la silla. El profesor suspendió las clases de ese día.
Todos los días Clara dormía siesta, y en ese rato Heidi tenía permitido hacer cualquier cosa.
Le pidió ayuda a Sebastián para poder abrir la ventana para poder mirar hacia afuera y se
entristeció al ver que sólo habían adoquines. Le preguntó que desde dónde podía ver bien
lejos, hasta el final del campo, y él le indicó el campanario de una iglesia que estaba más
allá. Heidi se fue a la calle y con la ayuda de un joven que tocaba el órgano llegó a la iglesia.
Allí el anciano campanero la cogió de la mano y subieron muchos escalones hasta llegar a
lo más alto. Heidi se decepcionó al ver sólo tejados, torres y chimeneas. Comenzó a bajar
las escaleras y vió una gran gata gris que maullaba junto a sus crías. Heidi se acercó
viéndolos con gran alegría y el anciano le ofrece llevarse dos. En ese momento llega
Sebastián enojado a buscarla y se la lleva de vuelta al hogar. La señorita Rottenmeier la
retó por haber salido de la casa sin permiso y más se enojó cuando se dio cuenta de los
gatos. Ella odiaba los gatos y le ordenó a Sebastián y a Tinette que los echaran. Sin
embargo, Clara le pide a Sebastián que encuentre un lugar escondido para dejar a los
gatitos y cuando la señorita Rottenmeier preguntó si ya se habían ido, él le miente
diciéndole que sí. Las niñas estaban contentas de saber que los gatitos estaban seguros
en una buena cama.
Al día siguiente llegó a la casa el joven organillero que había ayudado a Heidi el día anterior.
Venía a buscar los 40 céntimos que le debían, que Heidi había ofrecido a cambio de su
compañía. Sebastián lo hizo pasar y le dijo que tocara algo para Clara. La señorita
Rottenmeier escuchó la música y fue a ver qué pasaba. Al verlo le dijo que dejara de tocar
pero con el ruido del instrumento no se escuchaba. Fue a abalanzarse sobre el pequeño
organillero cuando de pronto vio una tortuga que se arrastraba por el piso y ella, dando
gritos, ordenaba a Sebastián que los sacara de la casa. Sebastián le dio al joven los 40
céntimos que le debían y 40 más por haber tocado tan bien. Poco después volvió a sonar la
campanilla de la puerta y traían una cesta para Clara. Al abrirla saltaron un montón de
gatitos que echaron a correr en todas direcciones. Mordisqueaban los pantalones del
profesor, se encaramaban a la falda de la señorita Rottenmeier, saltaban alrededor de la
silla de Clara, arañaban, maullaban. Heidi y Clara estaban encantadas. Sebastián Y Tinette
corrían tras ellos intentando cazarlos y los llevaron al granero donde ya estaban instalados
los otros dos hermanitos. La señorita Rottenmeier culpaba a Heidi de toda la situación y le
dijo que era una niña salvaje y que la metería en la cueva de lagartijas y ratas. Clara escuchó
y con voz de orden le dijo que no, que cuando llegara su papá le contarían todo y tomarían
una decisión.
Cada día que pasaba Heidi añadía dos panes más a la provisión que guardaba para la abuela
de Pedro. Un día no quiso esperar más y preparó sus cosas para irse de vuelta a su hogar.
La señorita Rottenmeier la encuentra y le pregunta por qué quiere irse, y Heidi le responde
que la abuelita la espera y porque desde ahí no se puede ver cuando el sol dice buenas
noches a las montañas. La señorita Rottenmeier se puso a gritar a Sebastián para que la
hiciera subir enseguida. Heidi permaneció inmóvil, con la mirada encendida y temblando.
Sebastián la consuela, le dice que no se ponga triste y la acompaña a ver a los gatitos al
granero.
Pocos días después regresó a casa el señor Sesermann. Clara lo saludó con gran alegría
porque lo amaba mucho y él también la saludó con muestras de cariño. Preguntó si ella con
Heidi se habían hecho buenas amigas y ambas respondieron que sí. La señorita Rottenmeier
se sentó a contarle todo lo que había pasado, le dijo que tenía malos modales y que no era
lo que Clara necesita. El profesor le opinó que a pesar de ser un poco inculta está dotada de
talentos incuestionables que se podrían trabajar. Clara no quería que Heidi se fuera por lo
que el papá informó que la niña se quedaba porque había comprobado que era una niña
normal y que su compañía era muy agradable para Clara. Acentuando sus palabras dijo que
deseaba que Heidi fuera tratada siempre con cariño. Luego de dos semanas el señor
Sesermann volvió a viajar a Paris por temas de negocios.
A los días llegó a casa la abuelita de Clara. Cuando Heidi la saludó le dijo “señora
respetable”, tal como le había indicado la señorita Rottenmeier, pero ella le pide que la
llame abuelita. Heidi se sintió encariñada con ella desde aquel mismo momento. Mientras
Clara dormía siesta le mostró unos libros que había traído. Al ver uno de ellos Heidi
comienza a llorar. Había una imagen de una hermosa pradera verde con animales y un
pastor que le recordó su vida pasada. La abuelita la consoló y le dijo que si ella aprendía a
leer se lo regalaría.
Heidi extrañaba mucho su hogar pero no quería decirlo para que no se enojaran. Pero la
tristeza se hacía cada vez más angustiosa, casi no comía, perdía color, en las noches no
podía dormir y amanecía con los ojos rojos por haber llorado. La abuela de Clara se dio
cuenta que algo pasaba y le preguntó qué pena tenía pero Heidi no quiso decir. La abuela
le dijo que si no se lo podía decir ni a ella ni a Clara que se lo dijera a Dios, porque sólo Él
puede resolver nuestras dificultades. Sin esperar más Heidi fue a su habitación y le contó a
Dios todo lo que hacía que se sintiese desgraciada, y le pidió con insistencia que le
permitiera volver pronto a casa de su querido abuelito.
Transcurrió más menos una semana y el profesor le contó a la señora Sesermann que Heidi
sorpresivamente había aprendido a leer. Fue a verla y efectivamente ésta le leía un cuento
a Clara, maravillada de entrar en este mundo de letras negras. Y ahora que ya sabía leer, la
abuela le regala el libro que le había prometido. A pesar de todo, Heidi no había recobrado
su aire feliz ni el brillo de sus ojos.
Había llegado la última semana que la señora Sesemann se encontraría en Frankfurt.
Nuevamente conversa con Heidi mientras Clara dormía y le contó que ya no le pedía nada
a Dios porque Él no la escuchaba. La abuela le explicó que Dios sabe siempre lo que nos
conviene, que quizás lo que pide no es bueno para ella en este momento. Le dijo que lo
esencial es no perder la fe y confianza en Él y suplicarle de todo corazón. Heidi salió de la
habitación de la abuela y fue a la suya a pedirle perdón a Dios y que no la olvidara nunca.
Llegó el día en que la abuela debía irse y quedó un gran silencio y vacío en la casa. Clara y
Heidi se sentían muy tristes.
Heidi le propuso a Clara leerle cuentos todos los días. Hubo uno que trataba de una abuela
que moría. Heidi se puso a pensar que quizás la abuela de Pedro o su abuelo podrían morir
mientras ella estaba en esa casa y le dio mucha pena y comenzó a llorar. La señora
Rottenmeier la escuchó y le dijo que si seguía llorando por esos cuentos se los iba a quitar.
Heidi quedó pálida de miedo porque aquel libro era su mayor tesoro, y a partir de ahí, por
muy triste que fuera la historia, no quiso volver a llorar.
Pasó el otoño, el invierno y llegó el sol. Heidi luchaba día a día con el deseo que le
desgarraba el corazón. Los criados de la casa comenzaron a sentir y ver apariciones extrañas
durante la noche: encontraban la puerta de entrada abierta y veían figuras blancas en las
escaleras. La señorita Rottenmeier informó esto por carta al señor Sesermann temiendo
que Clara pudiera ver afectada su salud por esta situación. A los dos días llegó para ver qué
pasaba. Trató de disipar los temores de Clara acerca de las apariciones, advirtiéndole que
se proponía desenmascarar aquella misma noche al farsante de todo. Llamó a su amigo
doctor Classen y juntos esperaron que llegara la noche. A la una sintieron ruidos y vieron la
figura blanca dándose cuenta que era Heidi descalza y sólo con la camisa de dormir. El
doctor la llevó a la habitación y empezó a hablar con ella. Heidi le explicó que no sabe cómo
había llegado ahí, que sueña todos los días que está en la cabaña del abuelo, que oye el
murmullo de los abetos y que corre a abrir la puerta de la cabaña a ver lo lindo que está
afuera, pero cuando despierta se da cuenta que está en Frankfurt. Le dijo que no le duele
nada, sólo siente un gran peso como una piedra. Le contó que no puede llorar porque la
señorita Rottenmeier no se lo permite. La niña empezó a sollozar y el doctor le dice que
llore, que eso le hará bien y que verá que al otro día todo cambiará. El doctor espera que
Heidi se duerma y sale de la habitación. Conversa con Sesermann y le dice que la niña sufre
de una gran depresión nerviosa, que la devora la nostalgia, y que hay que llevarla
rápidamente a su lugar, las montañas.
Al otro día el señor Sesermann ordenó a todos que se prepararan para un viaje y ordenó a
Sebastián que fuera a buscar a la tía Dete. Le contó a su hija lo que había dicho el doctor de
Heidi y Clara sufrió una dolorosa sorpresa y empezó a buscar pretextos para evitar la
separación, más fue inútil, porque su padre mantuvo inquebrantable su decisión de mandar
inmediatamente a Heidi a su casa. A cambio le prometió a su hija que si ahora se mostraba
razonable, el próximo año la enviaría a Suiza. La tía Dete llegó y explicó que ella no podía
partir a causa de sus muchas ocupaciones. El señor Sesermann comprendió enseguida lo
que había detrás de sus palabras y la despidió cortándole la palabra. Llamó a Sebastián y le
dijo que sería él quien acompañaría a la niña. Clara y Heidi se despidieron, y el señor
Sesermann de manera amable y cariñosa le dijo que nunca la olvidarían. Heidi a su vez dio
las gracias por todas las bondades recibidas.
Viajaron por muchas horas en tren. Al llegara a Mayenfeld se encontraron con un hombre
que iba a Dorffi. Sebastián se despidió de ella para que siguiera junto al hombre su camino,
y le entregó un cartucho y una carta que era para el abuelo de parte del señor Sesermann.
Llegaron a Dorffi y la niña se fue corriendo. La gente curiosa se preguntaba el por qué la
niña había vuelto. El hombre les contaba lo que Heidi había dicho durante el viaje: que lo
había pasado muy bien en la ciudad y que fue ella misma la que pidió volver al lado de su
abuelo. Tal noticia causó gran asombro entre la gente.
Heidi llega corriendo a la casa de la abuelita de Pedro, se arrodilló delante de la anciana que
lloraba de emoción y la abrazó. Le dijo que jamás se iría otra vez y le dio los doce panes
blandos que había guardado para ella. Luego de un rato emprendió su viaje por las
montañas a la casa del abuelo. En el camino se detenía para ver los rayos del sol y su querida
montaña. Lloraba de alegría y daba gracias por haber vuelto a su lugar. Cuando llegó a la
cabaña el abuelo fumaba su pipa de forma melancólica. Heidi lo abraza con fuerza y el
abuelo llora de emoción al verla. La niña le explica que lo extrañaba mucho y sentía mucha
pena. Le entregó la carta al abuelo y él la lee y la guarda en su bolsillo. También había un
dinero que le pide a Heidi que lo guarde entre sus cosas porque después lo puede necesitar.
Muy contenta de estar de vuelta se puso a tomar leche de cabra. Derrepente escuchó el
silbido de Pedro y salió feliz a su encuentro y al de sus cabras. Pedro estaba feliz de volver
a ver a su amiga.
Al día siguiente fue a ver a la abuelita. Le contó que ya sabía leer y le leyó uno de los cánticos
de su viejo libro. El rostro de la abuela resplandecía al escucharla mientras rodaban lágrimas
por sus mejillas. Heidi se sentía feliz de darle felicidad a la abuela todos los días. Cuando el
abuelo la fue a buscar Heidi le contó que los panecillos blandos que le había llevado le
hacían muy bien a la abuelita porque la ponían fuerte, y le pidió que con el dinero que tenían
compraran todos los días panes blandos para llevarle. El abuelo estuvo de acuerdo.
Cuando llegaron a la cabaña Heidi fue a buscar el libro que le regalo la abuela de Clara para
leérselo al abuelo. Era la historia de un hijo que un día quiso disponer de lo que le
correspondía de su fortuna para vivir a su capricho y se lo gastó todo. Entonces se vió
obligado a entrar de criado en un lugar donde sólo habían cerdos, sus ropas eran miserables
y sólo comía bellotas y algarrobas. Al estar así se dio cuenta de lo feliz que era antes cuando
vivía con su padre y lloraba de remordimiento y de pena. Se decidió a ir donde él a pedirle
perdón y a decirle que no era digno de ser su hijo. Cuando el padre lo vio se compadeció de
él y lo estrecho en sus brazos. El muchacho dijo “he pecado contra el cielo y contra ti, ya no
soy digno de que me llames tu hijo”. El padre mandó a que lo vistieran con las mejores ropas
y zapatos, y que prepararan la mejor comida porque “mi hijo que había muerto ha
regresado a la vida, lo habíamos perdido pero ya ha regresado”. El abuelo escuchó en
silencio la historia. Luego, mientras Heidi ya dormía, el abuelo la contemplaba. Después
enlazó sus manos e inclinando la cabeza dijo en voz alta: “Padre, he pecado contra el cielo
y contra ti, no soy digno de que me llames tu hijo”, y las lágrimas rodaron por las mejillas
del anciano.
Al día siguiente era domingo. El abuelo le pide a Heidi que se coloque el mejor vestido
porque irían a misa. El abuelo se puso también su mejor traje y tomados de la mano bajaron
la montaña. En la iglesia estaba casi todo el pueblo. La gente se agrupó y empezó a comentar
la inesperada aparición del viejo en la iglesia. Algunos decían que quizás él no era tan
temible como se decía. Otros decían que si fuera tan malo no iría a hablar con el cura. El
panadero que también estaba ahí decía que si fuera malo la niña no habría querido volver
con él teniéndolo todo en la ciudad. Esta buena disposición de ánimo hacia el viejo se fue
comentando a los demás grupos, y las señoras también ya comentaban lo que decía la
abuela de Pedro sobre lo bueno que era. Entretanto, el viejo se acercó a la casa del
sacerdote y le pidió disculpas por las palabras que le había dicho y por no escuchar sus
consejos. Le dijo que desde ahora durante el invierno él viviría en Dorffi, pues la niña no
podía permaneces arriba en la montaña con tanto frío. Los ojos del sacerdote brillaron de
alegría y le dijo que en su casa será siempre bien recibido como amigo y como vecino.
Apenas salió de la casa del cura la gente se le acercó de forma amable y le expresaban su
alegría de que por fin haya decidido compartir con ellos. El anciano se sentía feliz porque se
sentía en paz con Dios y con los hombres. Agradecía a Dios de que hubiera enviado a Heidi
a su lado.
Al llegar a la cabaña de Pedro, el abuelo entró saludando a la abuelita quien estaba
agradablemente sorprendida. Ella le dio las gracias por todo lo que había hecho por su casa,
y le pidió que no volviera a dejar que Heidi se fuera, pues para ella la niña era muy
importante. El abuelo la tranquilizó y le dijo que él tampoco quería volver a alejarse de su
nieta. En aquel instante llegó Pedro con una carta de Clara para Heidi. En ella le contaba
que desde que ella no estaba la casa era muy aburrida, tanto así que ella también había
decidido marcharse y había convencido a su padre para que en otoño la dejara ir a Ragatz.
La abuela la llevaría a visitarla y así podría conocer a su abuelo y a la abuelita de Pedro. El
pensar en todo lo que vendría, causaba en todos una gran felicidad.

También podría gustarte