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Vicente Leñero

LEYENDO A GRAHAM GREENE


Por Ramón Zorrilla empecé a leer a Graham Greene. Una tarde a
finales de los años cincuenta, cuando acabábamos de abandonar el
edificio donde se ubica la escuela de periodismo Carlos Septién
García –yo era alumno de Zorrilla- caminamos juntos hasta la
Zaplana de San Juan de Letrán. Estábamos en esa librería cuando
Ramón Zorrilla tomó un volumen de pastas duras expuesto entre las
novedades y me lo puso delante con gesto autoritario:
- Compra éste. Para que dejes de leer novelitas del padre Coloma.
Era una bella edición de EDHASA, Barcelona-Buenos Aires: El
revés de la trama de Graham Greene, que en el original inglés se
titulaba The heart of the matter.
Nada sabía entonces de Graham Greene, pero a partir de esa
novela que leí de un tirón me entregué sin condiciones a todo lo que
había escrito y seguía escribiendo ese narrador nacido en
Berkhamsted, Inglaterra, en 1904.
No leía, devoraba yo a Graham Greene, a pesar de que mis
compañeros de generación, García Ponce, Elizondo, Ibargüengoitia
me zarandeaban: No leas a ese pendejo, es de segunda. Lee a Musil,
a Pavese, a Pound, a Céline, a Joyce.
La noche en que conocí a García Márquez en el club suizo, cuando
llegó a México Carmen Balcells, el colombiano me rescató:
- Ya sólo tú y yo leemos a Graham Greene- me dijo.
Recuerdo ahora a Graham Greene porque a mi memoria obsesiva
le ha dado por ponerme delante uno de esos cuentos, escrito a fines
de los años veinte, me parece, que me impresionó en la juventud.
Aludía a miedos de la infancia que ahora reviven en la vejez, no sé
por qué razón. No recuerdo el título del cuento integrado a otros en
una colección publicada por Emecé, si no me equivoco. Regalé o
perdí el libro y no me gustaría encontrarlo ni volver a leer ese relato
porque me da miedo que mi evocación haya traicionado al cuento, o
que el cuento tal cual traiciones literariamente al que hoy se
reconstruye en mi memoria más o menos así:
Niño siente miedo, un miedo atroz. Madre lo ha despertado es
mañana para decirle que el próximo miércoles los llevará a él y a
Gemelo al cumpleaños de Toni. Niño debería sentirse feliz pero está
aterrado. Gemelo sabe por qué. No es que a Niño no le gusten las
fiestas sino que en casa de Toni –una mansión repleta de cuartos, de
pasadizos, de escaleras secretas y recovecos misteriosos- los niños
reunidos acostumbran a jugar al escondite. Tiembla con sólo
imaginarse corriendo por los rincones oscuros.
Apenas Madre abandona la recámara de sus hijos, Gemelo va a la
cama de Niño para darle ánimo. Todavía falta mucho tiempo para que
sea miércoles, le dice: primero es lunes, después es martes, hasta
mucho después es miércoles. No pienses en el miércoles, le dice.
Falta mucho tiempo.
Todo el lunes y todo el martes Niño no hace más que pensar en el
miércoles. Llegará por fuerza como llegan siempre todas las fechas
futuras. No hay nada que se interponga, ni tormentas, ni catástrofes,
ni el fin del mundo para evitarlo. Tiene que llegar el miércoles y ya
está llegando. La noche del martes Niño no quiere merendar porque
le duele la panza, dice. Gemelo convence a Madre de que no le insista,
por favor: que lo deje ir a la cama sin merendar: Madre los piensa un
poquito. Está bien, dice Madre, vete a la cama sin merendar. Gemelo
alcanza a Niño en el cuarto. ¿Ya ves cómo te salvaste?, le dice: así te
vas a salvar de la fiesta. No me voy a salvar de la fiesta, dice Niño,
mañana es miércoles. Pero falta mucho para que sea miércoles dice
Gemelo. Falta toda la noche, que es larguísima, y en toda la noche
pueden pasar muchas cosas. ¿Cómo qué?, pregunta Niño. Como que
se suspenda la fiesta por alguna razón, dice Gemelo. ¿Por qué razón?,
pregunta Niño. Hay muchas posibles: que se enfermen los papás de
Toni, que llueva tanto en su casa que se inunde y no podamos entrar,
que la familia de Toni tenga que hacer un viaje de repente. Pueden
pasar tantas cosas y falta tanto tiempo para que se haga de día que no
debes preocuparte, dice Gemelo; duérmete y sueña en otra cosa,
rézale a Dios.
Niño reza mucho a Dios: que no sea miércoles, que no sea
miércoles, que no sea miércoles. Dios no lo consuela, no se brinca un
solo día del calendario, ni siquiera le trae el sueño. Niño se pasa la
noche con el ojo pelón, temblando de miedo: que no sea miércoles,
que no sea miércoles, que no sea miércoles. Gemelo se da cuenta
desde la otra cama porque tampoco él puede dormir preocupado por
Niño, pero se hace el disimulado hasta que amanece. Entonces
Gemelo brinca a la cama de Niño. Ya es miércoles, dice Niño,
temblando. ¿Estás enfermo? Pregunta Gemelo. No, pero quisiera
estar enfermo. Gemelo corre entonces hasta la habitación de Madre y
le dice que Niño está enfermo. Tiene calentura, dice. Madre llega a la
cama de Niño: le palpa la frente, le revisa la garganta, le pone el
termómetro. No, gracias a Dios no está enfermo. Sería una lástima
porque no podrías ir a la fiesta de Toni. Y aunque Gemelo insiste que
Niño está enfermo porque tiene sudada la piyama y porque está
tiemble y tiemble, Madre dice varias veces no con la cabeza y
pregunta a Niño: Dormiste mal ¿verdad? Por eso te sientes enfermo.
Pero ya, mi amor, mi muchachito, levántate, desayuna y te vas a sentir
pronto bien, para la fiesta. Va a estar preciosa, ya verás.
Niño obedece. Se viste, desayuna, sale al jardín a tomar el sol.
Gemelo va tras él. Lo mira. Sabe que Niño está angustiado. Se acerca
a él. Falta mucho para que llegue la tarde, dice Gemelo a Niño;
todavía pueden pasar muchas cosas. No va a pasar nada, dice Niño.
A lo mejor una llamada por teléfono, dice Gemelo, para avisarle a
mamá que se suspende la fiesta porque Toni amaneció enfermo. No
suena el teléfono. No llega ninguna llamada telefónica. Ya es
mediodía.
Ahora Niño tiene los ojos puestos en el reloj de la sala. Mira cómo
las manecillas avanzan, lentamente, pero avanzan. Pronto la
manecilla corta llegará a uno, llegará al dos, llegará al tres, llegará al
cuatro. Llegará la hora de la fiesta, piensa Niño. Gemelo va hasta él,
cariñoso, porque sabe lo que está pensando Niño. Todavía pueden
pasar muchas cosas, le dice. ¿Cómo qué?, pregunta Niño. Como que
el coche de mamá se descomponga antes de llegar a la casa de Toni,
como que choquemos, pum, al cruzar la calle.
Ni el coche de Madre se descompone ni choca al cruzar la calle
rapidísimo.
Llegan a la casa de Toni. Desde la banqueta, Niño mira la fachada
con mucho miedo, como si estuviera mirando la casa de los espantos.
Una hoja del enrome portón se abre y Niño mira desde ahí a los niños
de la fiesta que celebran la aparición de los gemelos. Toni está feliz
pero se hace el chocante porque es el celebrado del cumpleaños.
Recibe los dos regalos que le entregan Niño y Gemelo como si todo
lo mereciera. No dice gracias ni les sonríe. Agarra los regalos y va a
dejarlos al pie de la escalera repleta de cajas envueltas con papeles
brillantes y sin abrir todavía. Toni corre hacia el jardín y toda la
chiquillería lo sigue.
Madre se ha perdido en la sala con las otras señoras que han
llevado a sus hijos a la fiesta de Toni. Comen pastelillos con café
americano o té de bugambilia. Dejan que los niños, la mayoría
varones, correteen en el viejo jardín de la casona, sombreado por el
follaje de los fresnos, de las higueras, de los aguacates cuajados.
Gemelo embraza a Niño mientras caminan hacia el jardín donde
tres compañeritos y Toni han trepado a una higuera y arrancan higos
verdes que lanzan como proyectiles a otros chiquillos que corretean
huyendo y soltando grititos. Gemelo sabe que Niño está temblando,
más por dentro que por fuera, y le dice: Todavía pueden pasar muchas
cosas, no te apures. Puede ser que no juguemos al escondite, mira:
están jugando a las guerras. Pero siempre terminan por jugar al
escondite, dice Niño, acuérdate. Pero tal vez ahora no, dice Gemelo.
A Toni le encanta jugar al escondite y él manda, dice Niño, es su
fiesta. A lo mejor se le olvida hoy, dice Gemelo.
Gemelo parece atinar como lo que ha dicho porque después de
jugar a las guerras de higos, la chiquillería juega a las corredizas y
luego a los shows en el jardín. Gemelo se incorpora al grupo. Se pone
a cantar un numerito, copiado de la tele, y lo prolonga con ganas de
que se haga tardísimo y no haya tiempo ya de jugar al escondite y
Niño se tranquilice y Niño se salve al fin.
La madre de Toni es la que interrumpe el show. Aplaude y dice:
el pastel, el pastel. Niño ya puede respirar mejor. Ya no siente en la
garganta eso como hueso atorado, ni le palpita el corazón, ni le suda
la frente. Ya no siente ganas de llorar. La ceremonia del pastel se lleva
mucho tiempo: en lo que encienden las velitas, en lo que cantan la
canción, en lo que Toni las apaga y se parten y reparten los trozos de
pastel. Niño apenas lo prueba. Corta un pedacito con el tenedor de
plástico, se ayuda a engullirlo con un trago de refresco y le pasa su
plato a Gemelo que es quien se come su rebanada y la rebanada de
Niño. Con la boca llena, Gemelo dice a niño: ¿Ya ves?, te salvaste,
ya no hay tiempo de jugar al escondite.
Justo en ese momento Toni grita: ¡A jugar al escondite! No es una
propuesta, es una orden del festejado. Gemelo ve cómo el semblante
de Niño se vuelve de papel, cómo se le hunden los ojitos, cómo se le
caen las cejas. La mano derecha de Niño se agarra al respaldo de una
silla. Quisiera encadenarse a ella, quedarse paralizado todo el tiempo.
Una chiquilla de trenzas jalonea el brazo de Niño para arrancarlo de
ahí.
Todos conocen las reglas del juego. Toni será quien salga a
buscarlos después de contar hasta treinta. Niño no sabe cuánta
numeración necesita para esconderse, pero él no quiere esconderse en
ningún hueco, en ningún mueble, en ningún rincón. Mientras la
chiquilla se desparrama por los pasillos y se olvida de Niño, es
Gemelo quien lo toma de la mano y le dice: No pasa nada, no pasa
nada, ven, tú te vas a esconder conmigo, los dos juntos, no tengas
miedo. Gemelo siente muy fría la mano de Niño. Trata de calentarla
apretándola fuerte. No tengas miedo, ya.
Debajo de la escalera, en el hueco donde se ha empotrado un
clóset, entre escobas y cubetas y trapos, Gemelo se mete con Niño a
ese agujero oscuro que huele a humedad. Aquí, le dice Gemelo,
quedamos cerca de la sala y de la cocina. Niño no responde, sólo
obedece a Gemelo. Está temblando. Un frío como el del refri lo
embarra desde la frente hasta las piernas. Siente de piedra las rodillas
y sus manos son paletas heladas. Todo negro, todo cerrado, todo
horrible. Piensa en arañas y alacranes, en ratas que vendrán a
morderlo. Y otra vez el hueso atorado en la garganta: ansia de respirar
y no poder hacerlo porque la garra de un chango le aprieta el cogote.
Aquí estoy contigo, le dice Gemelo, Toni nos va a encontrar muy
pronto, vas a ver. Niño no responde porque el miedo no lo deja ni
soltar un quejido. No puede ponerse a chiflar, como le aconseja
Gemelo. Mejor cierra bien fuerte los ojos porque cerrándolos tal vez
pueda ir más lejos que la oscuridad para encontrar en lo profundo un
rayito de luz enviado por su ángel de la guarda. Tiembla. Sufre. Se
ahoga. Los brazos de Gemelo lo mantienen envuelto y le van dando
el poquito de calor que le hace falta para no convertirse en estatua de
marfil. No tengas miedo, estoy contigo, le está diciendo y repitiendo
Gemelo con voz bajita. No deja de hablar Gemelo porque sabe que si
no deja de hablar, Niño conseguirá ganarle al miedo y salir de ahí
tranquilo y feliz cuando termine el juego.
Pero el juego no termina. Pasa tiempo y más tiempo y el juego no
termina. Pasan y pasan los minutos del tamaño de las horas y el juego
sigue. Ya se escuchan lejos ruidos de zapatos que truenan escalones,
exclamaciones, gritos y risas de los niños que va encontrando Toni en
sus escondites, o protestas y azoros de los que hacen trampa y
cometen por eso el pecado de la mentira. El cuerpo de Niño parece
aflojarse al fin como si de la tensión de piedra estuviera pasando a un
sueño tranquilo. Ya no tiembla, ya no suda frío, ya no piensa en
alacranes y ratas. Ha encontrado en los brazos de Gemelo el cobijo
de una cuna mecida por el arrullo de una canción infantil.
Un golpetazo de luz lastima los ojos de Gemelo. Toni está
abriendo las puertecilla del clóset. Grita: ¡Los encontré, los encontré!
Detrás del festejado los chiquillos se congregan para ver a los que
mejor se han escondido y ganado el juego, en consecuencia. Gemelo
se hace como charamusca para levantarse. Trata de empujar a Niño,
quiere levantarlo. Niño no reacciona, está lánguido, flojito flojito
como si hubiera muerto.

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