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Cuadernillo 1 2017 vz
Carolina Donoso

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Cuadernillo
Ro Farina

Términos fundament ales Semiót ica


Ana Luisa Coviello

Charles Sanders PEIRCE


Chechu Correa St arr
Semiología
Cátedra di Stefano

Cuadernillo 1.
En torno a los signos

Sede Ciudad Universitaria


María Cecilia Pereira (coordinadora)
2017
Índice

Presentación de la materia, María Cecilia Pereira........................................................................................................1


La cocina del sentido, Roland Barthes.........................................................................................................................5

La perspectiva estructuralista
Ferdinand de Saussure, iniciador de la lingüística moderna, Pabla Diab................................................................7
Curso de lingüística general, Ferdinand de Saussure..........................................................................................10

La semiótica de Charles Peirce


El pragmatismo y la perspectiva semiótica de Charles Peirce, María Cecilia Pereira............................................35
Charles Sanders Peirce (1839-1914): el signo y sus tricotomías, Roberto Marafioti...........................................37
El signo según Peirce, Victorino Zecchetto..........................................................................................................40
Carta a Lady Welby, Charles Sanders Peirce.......................................................................................................46
La ciencia de la semiótica, Charles Sanders Peirce.............................................................................................50
La imagen y la teoría semiótica, Martine Joly......................................................................................................53

La lingüística de la enunciación
La perspectiva de la Lingüística de la enunciación, María Cecilia Pereira............................................................56
Semiología de la lengua, Émile Benveniste..........................................................................................................59

Materiales para el análisis


Lecturas complementarias..................................................................................................................................69
Trabajos prácticos...............................................................................................................................................75
1

Presentación de la materia
María Cecilia Pereira

La materia Semiología (Cátedra di Stefano) se ocupa de enseñar a analizar críticamente


los discursos sociales a partir de los aportes de diferentes enfoques teóricos provenientes de
las Ciencias del Lenguaje.

Sus objetivos son promover:


• la reflexión teórica sobre los lenguajes y la discursividad;
• el análisis de textos desde la perspectiva de las Ciencias del Lenguaje.

El programa de la sede Ciudad Universitaria para el curso 2017 se detendrá especialmen -


te en diversas perspectivas teóricas que estudian los signos y los discursos con el fin de mos-
trar el modo en que esas perspectivas recortan sus objetos de estudio y conciben su análisis.
Para examinar las teorías y los métodos de estudio, tenemos en cuenta los planteos pio-
neros de Saussure que subrayan el hecho de que es el punto de vista el que construye el objeto
a considerar. Así, se destacará que son las teorías las que recortan las porciones del mundo que
jerarquizan para su estudio, y que ese recorte y esa jerarquización responden a los problemas y
los intereses de las ciencias del lenguaje en distintos momentos de su historia.
Nuestro objetivo –como hemos explicitado– es doble: leer críticamente esas perspectivas
y servirnos de ellas para analizar, también de manera crítica, diversos discursos sociales actua-
les y del pasado. En función de esto, en los cursos se estimula una lectura que relacione la bi-
bliografía propuesta con sus contextos históricos de producción y con las preocupaciones e in-
terrogantes a los que los estudiosos procuraron dar respuesta; una lectura que permita estable-
cer puntos en común y diferencias entre los distintos abordajes, confrontar distintos posicio-
namientos en el campo científico según las épocas y ubicar el valor que tienen las teorías en el
campo académico actual. El estudio de los enfoques y concepciones del lenguaje y de la discur-
sividad posibilita distintos análisis de los discursos sociales, entre los que privilegiaremos la
publicidad, la fotografía periodística, el cine y la crítica cinematográfica.
Las perspectivas teóricas seleccionadas, que tuvieron su desarrollo a lo largo del siglo XX
y se continúan hasta nuestros días, se distancian de los estudios tradicionales sobre el lenguaje
cuyas ideas, no obstante, están presentes de alguna manera en el sentido común y muchas ve-
ces obstaculizan la reflexión crítica sobre los aportes de teorías más recientes.
En primer lugar, y a diferencia de los estudios tradicionales, las diversas perspectivas so-
bre las que reflexionaremos no proponen un estudio de tipo prescriptivo que busque revelar lo
que el lenguaje y sus usos “deben ser”, sino un abordaje descriptivo que busca explicar distin-
tos aspectos del lenguaje y su articulación con los espacios en los que este interviene. En se-
gundo lugar, los enfoques considerados han concebido una relación no transparente entre las
palabras y las cosas, y entre los enunciados y el mundo que representan. A diferencia de los an-
tiguos estudios sobre etimología, por ejemplo, que partían de la hipótesis de que las palabras
de algún modo revelaban la naturaleza de lo nombrado (lo que los llevó a estudiar su origen y
evolución para acceder a una “verdad” de la naturaleza), las perspectivas actuales muestran el
carácter convencional, o en otros casos, el vínculo con el hábito y las creencias que son la base
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de estas relaciones. Por eso conciben los discursos como opacos, pues inevitablemente mues-
tran algunos rasgos del mundo y de las relaciones representadas, y ocultan otros. Un tercer as-
pecto que caracteriza las teorías de las que nos ocuparemos es que abandonan los estudios par-
ticulares o aislados de una palabra, de un fonema o de un texto para encarar un abordaje que
dé cuenta de sus relaciones con las unidades del conjunto en que dichos elementos se integran.
Como veremos, algunos de estos rasgos fueron destacados por los estudios estructuralis -
tas o por el pragmatismo; otros, por el análisis del discurso, desde sus lecturas de la teoría de la
enunciación o de la retórica. Los estudiantes profundizarán los conceptos centrales de estas
perspectivas a partir de la lectura domiciliaria de la bibliografía que será objeto de debate en
las comisiones, donde también se mostrarán sus aportes para el análisis de materiales verbales
seleccionados que figuran al final de cada unidad.

Recorrido de la cursada 2017


La primera unidad del programa acerca a los estudiantes a las teorías fundacionales de
la reflexión sobre los signos, que dieron origen a desarrollos actuales en el campo de la semio -
logía y del análisis del discurso. A partir de una presentación que hace Roland Barthes de la
problemática del sentido, se aborda el estudio básicamente lingüístico de los signos con el pen-
samiento de Ferdinand de Saussure, que ha sido el punto de partida de una serie de enfoques
que suelen integrarse en la denominada perspectiva estructuralista de los estudios sobre el
lenguaje. Esta perspectiva se orienta inicialmente a la descripción del sistema lingüístico, es
decir, al estudio de la lengua. Las nociones saussureanas de lengua y habla marcan el rumbo de
una investigación sobre el lenguaje centrada en la descripción de los signos, de sus propieda-
des y de sus relaciones. Si bien la posición saussureana reconoce la necesidad del habla como
base informante para la descripción de la lengua, es esta la que se constituye en objeto de estu-
dio de la Lingüística, por ser social, homogénea, por ser lo esencial; mientras que el habla es
concebida como individual, heterogénea y aleatoria. Con la definición de ese objeto de estudio,
la lingüística estuvo orientada al establecimiento de un inventario sistemático de unidades dis -
tintivas de la lengua de distinto nivel que permitían describirla e integrarla en una ciencia ma -
yor, la semiología, que –tal como la definió Saussure– estudiaría la “vida de los signos en el
seno de la vida social”.
La unidad busca luego diferenciar la postura saussureana de la del pragmatismo de
Charles Peirce, que aborda el estudio de los signos de todo tipo teniendo en cuenta los usos y
las potencialidades de sentido que adquieren en cada momento histórico en la sociedad. Con el
nombre de “semiótica”, Peirce se propone estudiar el mundo pensado como un mundo de sig-
nos en el que cada signo es, a la vez, interpretante e interpretado: interpretante del que le an-
tecede e interpretado por el que le sigue, en un proceso inferencial propio de la disciplina de-
nominado semiosis.
Dado que nos interesa especialmente el modo en que los signos significan en los discur-
sos, la unidad concluye con las reflexiones de Emile Benveniste. Estableciendo continuidades y
diferencias con los planteos saussureanos y los de Peirce, en el año 1966 Benveniste publica su
obra Problemas de lingüística general en la que se interroga nuevamente sobre los lenguajes y sus
propiedades. En uno de sus capítulos centrales, “La semiología de la lengua”, presenta su tesis
sobre la doble significancia, semiótica y semántica, de los lenguajes naturales, que provee he-
rramientas para analizar los enunciados desde la perspectiva de la teoría de la enunciación.
Esta perspectiva reformula la dicotomía saussureana lengua-habla en términos de las relacio-
nes entre la lengua, el enunciado y la enunciación. Al señalar que los enunciados son el produc-
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to de la enunciación, rechaza la idea de que las estructuras de los enunciados sean exteriores o
ajenas a la actividad de su enunciación, que dominaba en el estructuralismo anterior. Si la
enunciación es la puesta en funcionamiento de la lengua, esta no es concebida como un proce-
so caótico e impredecible, sino que muchos de sus aspectos pueden ser descriptos mediante los
nuevos conceptos que el autor propone. La semiología –tal como la describe Benveniste– posee
herramientas para caracterizar los distintos tipos de signos, tanto los de la música como los de
la pintura, los lenguajes de los sordos, las señales de tránsito o de cualquier otro tipo, según los
modos de significancia sobre los que se construyen los discursos que integran.

En la segunda unidad estudiaremos los esquemas generales de la enunciación, nos de-


tendremos en las huellas de la actividad valorativa del sujeto de la enunciación que se regis -
tran en los enunciados (deícticos, subjetivemas, modalidades, uso de los tiempos verbales), en
la polifonía y en el modo en que cada enunciado representa a su enunciador, a su enunciatario,
el espacio y el tiempo. La problemática de la enunciación no será abordada únicamente a tra-
vés del estudio de los discursos verbales, sino también de los fenómenos propios de la enuncia -
ción en la imagen, tales como el encuadre y la perspectiva, por mencionar algunos de los más
importantes. La unidad II propondrá un diálogo entre el estudio de la enunciación y el estudio
del discurso a partir de los aportes de la perspectiva del análisis de discurso. Esta perspecti-
va se desarrolla a fines de los años 60 (Maingueneau recientemente ha destacado que en el año
1969 se publican La arqueología del saber de Michel Foucault, el libro de Michel Pêcheux, Análisis
automático del discurso, y el número 13 de la revista Langages, dedicados enteramente al análisis
del discurso) e integra distintas corrientes provenientes de la lingüística (entre las que privile -
giaremos la teoría de la enunciación), los aportes de la tradición retórica, la reflexión sobre los
géneros y la teoría de la argumentación, entre otros, para profundizar en las relaciones entre
los enunciados y las situaciones sociohistóricas en las que son producidos. Eso lleva al análisis
del discurso a no centrar el estudio en los enunciados, sino en las regularidades que poseen y
en las prácticas que los hacen posibles en cada período histórico. Entre otros aspectos, el análi -
sis del discurso indaga en el modo en que los discursos se vinculan con el interdiscurso, en las
relaciones entre lenguaje y poder, en la ideología y la construcción histórica de la subjetividad.
Desde los aportes del análisis del discurso, la unidad profundiza en la teoría de los géne -
ros del discurso, de los marcos escénicos en los que la enunciación se lleva a cabo y las esceno -
grafías que esta construye. En ese contexto se estudia el ethos, la imagen del enunciador cons-
truida en los discursos, y los modos de interpelación a los enunciatarios a través de las emocio -
nes. El análisis del discurso se ha ocupado más recientemente de estudiar estos aspectos en la
multimolidad y en las textualidades que se desarrollan en la Web, que son los temas que cie -
rran la unidad.

El recorrido culmina con la tercera unidad sobre el estilo, un aspecto que el análisis del
discurso ha retomado de la tradición retórica de la elocutio. La unidad indaga sobre el estilo en
las nuevas textualidades de la web, retoma la problemática de las emociones a través del con-
cepto de pathos y profundiza en el estudio de las figuras retóricas entendidas como una suerte
de equipamiento del discurso para lograr los objetivos comunicativos deseados. El tramo final
del recorrido se ocupa tanto de la las figuras en el discurso verbal como del estudio de dichas
figuras en la imagen.
4

Bibliografía de referencia

ARNOUX, Elvira (2006): Análisis del Discurso. Modos de abordar los materiales de archivo, Buenos Ai-
res, Santiago Arcos.
ARNOUX, Elvira y José DEL VALLE (2010): “Las representaciones ideológicas del lenguaje. Discurso
glotopolítico y panhispanismo”, Spanish in Context, Amsterdam/Philadelphia, John Ben-
jamins Publishing Company, vol. 7, n.° 1, pp. 1-24.
CALSAMIGLIA, Helena y Amparo TUSÓN (1999): Las cosas del decir. Manual de análisis del discurso,Bar-
celona, Ariel.
CHARAUDEAU, Patrick y Dominique MAINGUENEAU (dirs.) (2005): Diccionario de análisis del discurso,
Buenos Aires, Amorrortu.
GUESPIN, Louis y Jean-Baptiste MARCELLESI (1986): “Pour la glottopolitique”, Langages, n.º 83, pp.
5-34.
MAINGUENEAU, Dominique (2014): Discours et analyse du discours, París, Armand Colin.
5

La cocina del sentido


Roland Barthes
Le Nouvel Observateur, 10 de diciembre de 1964.

Un vestido, un automóvil, un plato cocinado, un gesto, una película cinematográfica, una


música, una imagen publicitaria, un mobiliario, un titular de diario, he ahí objetos en aparien-
cia totalmente heteróclitos.
¿Qué pueden tener en común? Por lo menos esto: son todos signos. Cuando voy por la ca -
lle –o por la vida– y encuentro estos objetos, les aplico a todos, sin darme cuenta, una misma
actividad, que es la de cierta lectura: el hombre moderno, el hombre de las ciudades, pasa su
tiempo leyendo. Lee, ante todo y sobre todo, imágenes, gestos, comportamientos: este automó -
vil me comunica el status social de su propietario, esta indumentaria me dice con exactitud la
dosis de conformismo, o de excentricidad, de su portador, este aperitivo (whisky, pernod, o vino
blanco) el estilo de vida de mi anfitrión. Aun cuando se trata de un texto escrito, siempre nos
es dado leer un segundo mensaje entre las líneas del primero: si leo en grandes titulares “Pablo
VI tiene miedo”, esto quiere decir también: “Si usted lee lo que sigue, sabrá por qué”.
Todas estas “lecturas” son muy importantes en nuestra vida, implican demasiados valo-
res sociales, morales, ideológicos, para que una reflexión sistemática pueda dejar de intentar
tomarlos en consideración: esta reflexión es la que, por el momento al menos, llamamos semio-
logía. ¿Ciencia de los mensajes sociales? ¿De los mensajes culturales? ¿De las informaciones de
segundo grado? ¿Captación de todo lo que es “teatro” en el mundo, desde la pompa eclesiástica
hasta el corte de pelo de los Beatles, desde el pijama de noche hasta las vicisitudes de la política
internacional? Poco importa por el momento la diversidad o fluctuación de las definiciones. Lo
que importa es poder someter a un principio de clasificación una masa enorme de hechos en
apariencia anárquicos, y la significación es la que suministra este principio: junto a las diversas
determinaciones (económicas, históricas, psicológicas) hay que prever ahora una nueva cuali-
dad del hecho: el sentido.
El mundo está lleno de signos, pero estos signos no tienen todos la bella simplicidad de
las letras del alfabeto, de las señales del código vial o de los uniformes militares: son infinita -
mente más complejos y sutiles. La mayor parte de las veces los tomamos por informaciones
“naturales”; se encuentra una ametralladora checoslovaca en manos de un rebelde congoleño:
hay aquí una información incuestionable; sin embargo, en la misma medida en que uno no re-
cuerda al mismo tiempo el número de armas estadounidenses que están utilizando los defenso -
res del gobierno, la información se convierte en un segundo signo ostenta una elección política.
Descifrar los signos del mundo quiere decir siempre luchar contra cierta inocencia de los
objetos. Comprendemos el francés tan “naturalmente”, que jamás se nos ocurre la idea de que
la lengua francesa es un sistema muy complicado y muy poco “natural” de signos y de reglas:
de la misma manera es necesaria una sacudida incesante de la observación para adaptarse no
al contenido de los mensajes sino a su hechura: dicho brevemente: el semiólogo, como el lin-
güista, debe entrar en la “cocina del sentido”.
Esto constituye una empresa inmensa. ¿Por qué? Porque un sentido nunca puede anali-
zarse de manera aislada. Si establezco que el blue-jean es el signo de cierto dandismo adoles -
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cente, o el puchero, fotografiado por una revista de lujo, el de una rusticidad bastante teatral, y
si llego a multiplicar estas equivalencias para constituir listas de signos como las columnas de
un diccionario, no habré descubierto nada nuevo. Los signos están constituidos por diferencias.
Al comienzo del proyecto semiológico se pensó que la tarea principal era, según la fór-
mula de Saussure, estudiar la vida de los signos en el seno de la vida social, y por consiguiente
reconstituir los sistemas semánticos de objetos (vestuario, alimento, imágenes, rituales, proto-
colos, músicas, etcétera). Esto está por hacer. Pero al avanzar en este proyecto, ya inmenso, la
semiología encuentra nuevas tareas: por ejemplo, estudiar esta misteriosa operación mediante
la cual un mensaje cualquiera se impregna de un segundo sentido, difuso, en general ideológi -
co, al que se denomina “sentido connotado”. Si leo en un diario el titular siguiente: “En Bom-
bay reina una atmósfera de fervor que no excluye ni el lujo ni el triunfalismo”, recibo cierta -
mente una información literal sobre la atmósfera del Congreso Eucarístico, pero percibo tam-
bién una frase estereotipo, formada por un sutil balance denegaciones que me remite a una es-
pecie de visión equilibrada del mundo; estos fenómenos son constantes; ahora es preciso estu -
diarlos ampliamente con todos los recursos de la lingüística.
Si las tareas de la semiología crecen incesantemente es porque de hecho nosotros descu -
brimos cada vez más la importancia y la extensión de la significación en el mundo; la significa -
ción se convierte en la manera de pensar del mundo moderno, un poco como el “hecho” cons-
tituyó anteriormente la unidad de reflexión de la ciencia positiva.
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La perspectiva estructuralista
Ferdinand de Saussure,
iniciador de la lingüística moderna
Pabla Diab

En el campo de las ciencias del lenguaje, particularmente en la lingüística, hay acuerdo


en considerar al lingüista suizo Ferdinand de Saussure (1857-1913) como el “padre de la lin-
güística moderna”. Esta afirmación encuentra su fundamento en los tres cursos que el lingüista
dictó en la Facultad de Letras y Ciencias Sociales de Ginebra entre 1907 y 1911. Sin embargo, el
trabajo en esas aulas ha llegado a nuestros días no por los escritos del maestro sino a partir del
ya clásico Curso de lingüística general (CLG) elaborado sobre borradores de los alumnos de sus
cursos por dos de sus discípulos: Charles Bally y Albert Sechehaye, con la colaboración de Al -
bert Riedlinger, en 1916. En el prefacio a la primera edición, afirman:
Todos cuantos tuvieron el privilegio de seguir tan fecunda enseñanza lamentaron que de
aquellos cursos no saliera un libro. Después de la muerte del maestro, esperábamos hallar en
sus manuscritos, obsequiosamente puestos a nuestra disposición por madame de Saussure, la
imagen fiel o por lo menos suficiente de aquellas lecciones geniales, y entreveíamos la posibili-
dad de una publicación fundada sobre un simple ajustamiento de las notas personales de Ferdi-
nand de Saussure combinadas con las notas de los estudiantes. Grande fue nuestra decepción:
no encontramos nada o casi nada que correspondiera a los cuadernos de sus discípulos. ¡Ferdi-
nand de Saussure iba destruyendo los borradores provisionales donde trazaba día a día el es-
quema de su exposición! (1959: 31)
A esta dificultad respecto de la difusión de las ideas de Saussure se debe sumar, por una
parte, el pasaje de la enseñanza impartida oralmente a la escritura de una obra que integrara
esos tres cursos, que como tales, tienen un carácter enteramente didáctico. Para explicar su
modo de concebir el lenguaje, Saussure recurre, por ejemplo, a analogías, a metáforas y a una
adjetivación poco técnica (el pensamiento es una masa amorfa; el lenguaje es multiforme y hete-
róclito) que derivan de las restricciones que impone a toda teorización la explicación con fuerte
finalidad pedagógica. Por otra, obstáculo tanto más difícil, Saussure “era uno de esos hombres
que se renuevan sin cesar; su pensamiento evolucionaba en todas direcciones sin caer por eso
en contradicción consigo mismo” (De Saussure, 1959: 33). Para resolver estas cuestiones, los
discípulos intentaron, según sus propias palabras, “una reconstrucción, una síntesis […] Esto
sería una recreación, tanto más difícil cuanto que tenía que ser enteramente objetiva” (De
Saussure, 1959: 33). Como leerán en los capítulos seleccionados en la bibliografía, algunas mar-
cas propias del discurso didáctico se conservan en el CLG, lo que hace que haya sido considera -
do esquemático y poco fiel al propio pensamiento de Saussure registrado posteriormente en el
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análisis de sus cartas y los borradores de otros alumnos a los que no accedieron en su momento
Bally y Sechehaye1.
¿Qué es lo que hace del CLG una obra fundante en el terreno de las ciencias que trabajan
con signos?
Si bien la idea de que las lenguas poseen una organización propia data del siglo XVIII, la
novedad de Saussure radica en considerar a la lengua un sistema de signos arbitrarios, es decir,
signos que unen de manera inmotivada un significado (idea, concepto, por ejemplo, rosa) y un
significante (imagen acústica, la sucesión de sonidos r-o-s-a) y que se relacionan diferencial-
mente unos con otros (por ejemplo, rosa se diferencia de risa, de rusa, de rasa). El concepto de
arbitrariedad, central en la teoría de Saussure, no era desconocido en la época. De hecho, ya
había sido aceptado por los lingüistas del siglo precedente, e incluso había sido materia de dis -
cusión desde la Antigüedad griega: “Él [Saussure] ofrece su solución al viejo problema plantea-
do por Plantón en el Cratilo. En efecto, Platón opone dos versiones de las relaciones entre natu-
raleza y cultura: Hermógenes defiende la posición según la cual los nombres asignados a las co-
sas son arbitrariamente elegidos por la cultura, y Cratilo ve en los nombres un calco de la natu-
raleza, una relación fundamentalmente natural. Este viejo y recurrente debate encuentra en
Saussure a la persona que va a dar la razón a Hermógenes con su noción de lo arbitrario del
signo” (Dosse, 2004: 61).
De acuerdo con el lingüista francés Oswald Ducrot, “la aportación propia de Saussure al
estructuralismo lingüístico consiste en el hecho de presuponer el sistema en el elemento”
(1975: 51). Es decir que lo fundamental de esta teoría es la concepción de la lengua como siste-
ma en el que los elementos no tienen ninguna realidad tomados de manera independiente de
su relación con el resto de los que componen el sistema o, como dio en llamarse en lo sucesivo,
la estructura. En consonancia con la consideración de la lengua como sistema se halla la no-
ción de valor, que se puede comprender como el producto de la relación de unos signos con
otros, y también como el método con el que se demuestra que la lengua es un sistema. Si toma-
mos, por ejemplo, la forma verbal estudió, a ella asociamos virtualmente las formas estudie, es-
tudiarías, hemos estudiado, y todas aquellas que completan el paradigma verbal en español. Ve-
mos así que los signos lingüísticos se asocian en la memoria y también se combinan unos con
otros para construir sintagmas, por ejemplo, Estudió física en la escuela secundaria. Puesto que el
interés de Saussure hace foco en el estudio de la lengua como sistema, es compresible que el
lingüista privilegie lo que llama lingüística sincrónica, esto es, el estudio de un estado de len-
gua (por ejemplo, el español rioplatense a comienzos del siglo XX) y relegue a un segundo pla -
no la lingüística diacrónica, que trabaja con el estudio de los cambios históricos de un ele-
mento del sistema. Se trata pues de otra novedad en el abordaje del estudio de la lengua: el in -
terés no está puesto en el seguimiento de una palabra a lo largo de la historia, en su etimología,
sino en la visión de la totalidad, en diferentes sincronías.
En síntesis:
Lo esencial de la demostración consiste en fundar lo arbitrario del signo, en mostrar que
la lengua es un sistema de valores constituido no por los contenidos o lo vivido sino por puras
diferencias. Saussure ofrece una interpretación de la lengua que la coloca decididamente del
lado de la abstracción para arrancarla del empirismo y de las consideraciones psicologizantes.
Funda así una disciplina nueva, autónoma respecto del resto de las demás ciencias humanas: la
lingüística. Una vez establecidas sus reglas propias, y gracias a su rigor y su grado de formali-
1 En 1996 se descubrieron los manuscritos de Saussure de un libro sobre la lingüística general que se
creían definitivamente perdidos. Estos manuscritos, publicados en 2002 (de Saussure, Escritos de lingüísti-
ca general, París, Gallimard) permiten reconocer un pensamiento más complejo y flexible que el que se
difundió a través del texto surgido de sus clases, que respondía, como señalamos, a una finalidad peda -
gógica.
9

zación, va a arrastrar a todas las demás disciplinas haciéndoles asimilar su programa y sus mé-
todos (Dosse, 2004: 62).

Ahora bien, la fundación saussureana surge de una voluntad de otorgar a los estudios
lingüísticos un estatuto científico. Para el lingüista, puesto que la lengua es un sistema riguro-
so, la teoría debe ser también un sistema tan riguroso como la lengua; debió recortar, enton-
ces, el objeto de la lingüística y proponer un método. Es por esa razón que Saussure recorta,
desglosa del lenguaje su parte esencial, la lengua, y “sacrifica” el estudio sistemático del uso
individual, el habla: “El individuo es expulsado de la perspectiva científica saussureana, vícti-
ma de una reducción formalista en la que ya no tiene lugar” (Dosse, 2004: 70). Ya en el Prólogo
a la edición española, Amado Alonso reconocía: “Todo se paga: la lingüística de Saussure llega a
una sorprendente claridad y simplicidad, pero a fuerza de eliminaciones, más aun, a costa de
descartar lo esencial en el lenguaje (el espíritu) como fenómeno específicamente humano”
(1959: 12).
Esta imagen del lingüista ginebrino como un hombre “modelo” del paradigma positivista
propio de su época, que, como afirma Alonso, hace a un lado cuestiones fundamentales para
que la lingüística alcance estatuto científico, es la que a menudo queda en quienes inician sus
estudios en materias que operan con sistemas significantes. Sin embargo, la figura “fría” y “fal-
ta de vida” puede ser contrarrestada o compensada en primer lugar con el conocimiento que
Saussure tenía del latín, el griego, el sánscrito, el persa, el irlandés antiguo, el inglés, el francés,
el lituano, el alemán, y el antiguo altoalemán... No solo con las lenguas como tales, sino con la
poesía en esas lenguas. En 1904, por ejemplo, da un curso acerca del poema épico Cantar de los
Nibelungos, y también se interesa, en una investigación de carácter cabalístico, por los anagra -
mas en textos poéticos sagrados de la India y de Roma, “llevó a cabo toda una investigación ca -
balística para ver si había un nombre propio diseminado en el interior de estos textos que fue -
se a la vez el destinatario y el destino último del mensaje” (Dosse, 2004: 68). Lejos está de los es-
tereotipos del autor del CLG este amante de la poesía. Incluso, el espíritu de investigación y de
conocimiento y la pasión por las lenguas y la poesía ha llevado a algunos a hablar de “Los dos
Saussure”2. Sin embargo, pensamos que no hay “dos saussures” sino que es justamente su inte -
rés por las lenguas y la poesía lo que lo conduce a la elaboración de una teoría compleja y diná-
mica capaz de explicarlas, una teoría que no llegó a ser publicada por su autor pero que hubie -
ra seguido derroteros sorprendentes si éste no hubiera encontrado al muerte a los 56 años.

Bibliografía
DE SAUSSURE, Ferdinand (1916): Curso de lingüística general, publicado por Ch. Bally y A. Secheha-
ye, con la colaboración de A. Riedlinger, traducción, prólogo y notas de Amado Alonso,
Buenos Aires, Losada, 1959 (tercera edición en español); p. 31.
DOSSE, François (2004): Historia del estructuralismo, tomo I: El campo del signo 1845-1966, Madrid,
Akal ediciones.
DUCROT, Oswlad (1968): ¿Qué es el estructuralismo? El estructuralismo en lingüística, Buenos Aires,
Losada, 1975; p. 51.

2 La revista Recherches titula su número 16, de septiembre de 1974, “Les deux Saussures”.
10

Curso de lingüística general (selección)


Ferdinand de Saussure
Traducción, prólogo y notas de Amado Alonso, Buenos Aires,
Losada, 1945 (10ª edición)

Introducción
Capítulo III. Objeto de la lingüística

§ 1. La lengua; su definición
¿Cuál es el objeto a la vez integral y concreto de la lingüística? La cuestión es particular-
mente difícil; ya veremos luego por qué; limitémonos ahora a hacer comprender esa dificultad.
Otras ciencias operan con objetos dados de antemano y que se pueden considerar en se-
guida desde diferentes puntos de vista. No es así en la lingüística. Alguien pronuncia la palabra
española desnudo: un observador superficial se sentirá tentado de ver en ella un objeto lingüís-
tico concreto; pero un examen más atento hará ver en ella sucesivamente tres o cuatro cosas
perfectamente diferentes, según la manera de considerarla: como sonido, como expresión de
una idea, como correspondencia del latín (dis)nūdum, etc. Lejos de preceder el objeto al punto
de vista, se diría que es el punto de vista el que crea el objeto, y, además, nada nos dice de ante -
mano que una de esas maneras de considerar el hecho en cuestión sea anterior o superior a las
otras.
Por otro lado, sea cual sea el punto de vista adoptado, el fenómeno lingüístico presenta
perpetuamente dos caras que se corresponden, sin que la una valga más que gracias a la otra.
Por ejemplo:
1° Las sílabas que se articulan son impresiones acústicas percibidas por el oído, pero los
sonidos no existirían sin los órganos vocales; así una n no existe más que por la corresponden-
cia de estos dos aspectos. No se puede, pues, reducir la lengua al sonido, ni separar el sonido de
la articulación bucal; a la recíproca, no se pueden definir los movimientos de los órganos voca -
les si se hace abstracción de la impresión acústica.
2° Pero admitamos que el sonido sea una cosa simple: ¿es el sonido el que hace al lengua-
je? No; no es más que el instrumento del pensamiento y no existe por sí mismo. Aquí surge una
nueva y formidable correspondencia: el sonido, unidad compleja acústico-vocal, forma a su vez
con la idea una unidad compleja, fisiológica y mental. Es más:
3° El lenguaje tiene un lado individual y un lado social, y no se puede concebir el uno sin
el otro. Por último:
4° En cada instante el lenguaje implica a la vez un sistema establecido y una evolución;
en cada momento es una institución actual y un producto del pasado. Parece a primera vista
muy sencillo distinguir entre el sistema y su historia, entre lo que es y lo que ha sido; en reali-
dad, la relación que une esas dos cosas es tan estrecha que es difícil separarlas. ¿Sería la cues -
tión más sencilla si se considerara el fenómeno lingüístico en sus orígenes, si, por ejemplo, se
comenzara por estudiar el lenguaje de los niños? No, pues es una idea enteramente falsa esa de
creer que en materia de lenguaje el problema de los orígenes difiere del de las condiciones per -
manentes. No hay manera de salir del círculo.
Así, pues, de cualquier lado que se mire la cuestión, en ninguna parte se nos ofrece ente -
ro el objeto de la lingüística. Por todas partes topamos con este dilema: o bien nos aplicamos a
un solo lado de cada problema, con el consiguiente riesgo de no percibir las dualidades arriba
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señaladas, o bien, si estudiamos el lenguaje por muchos lados a la vez, el objeto de la lingüística
se nos aparece como un montón confuso de cosas heterogéneas y sin trabazón. Cuando se pro -
cede así es cuando se abre la puerta a muchas ciencias –psicología, antropología, gramática
normativa, filología, etc.–, que nosotros separamos distintamente de la lingüística, pero que, a
favor de un método incorrecto, podrían reclamar el lenguaje como uno de sus objetos.
A nuestro parecer, no hay más que una solución para todas estas dificultades: hay que co-
locarse desde el primer momento en el terreno de la lengua y tomarla como norma de todas las otras ma-
nifestaciones del lenguaje. En efecto, entre tantas dualidades, la lengua parece ser lo único sus-
ceptible de definición autónoma y es la que da un punto de apoyo satisfactorio para el espíritu.
Pero ¿qué es la lengua? Para nosotros, la lengua no se confunde con el lenguaje: la lengua
no es más que una determinada parte del lenguaje, aunque esencial. Es a la vez un producto so -
cial de la facultad del lenguaje y un conjunto de convenciones necesarias adoptadas por el
cuerpo social para permitir el ejercicio de esa facultad en los individuos. Tomado en su conjun-
to, el lenguaje es multiforme y heteróclito; a caballo en diferentes dominios, a la vez físico, fi -
siológico y psíquico, pertenece además al dominio individual y al dominio social; no se deja cla-
sificar en ninguna de las categorías de los hechos humanos, porque no se sabe cómo desembro-
llar su unidad.
La lengua, por el contrario, es una totalidad en sí y un principio de clasificación. En
cuanto le damos el primer lugar entre los hechos de lenguaje, introducimos un orden natural
en un conjunto que no se presta a ninguna otra clasificación.
A este principio de clasificación se podría objetar que el ejercicio del lenguaje se apoya
en una facultad que nos da la naturaleza, mientras que la lengua es cosa adquirida y convencio-
nal que debería quedar subordinada al instinto natural en lugar de anteponérsele.
He aquí lo que se puede responder. En primer lugar, no está probado que la función del
lenguaje, tal como se manifiesta cuando hablamos, sea enteramente natural, es decir, que
nuestro aparato vocal esté hecho para hablar como nuestras piernas para andar. Los lingüistas
están lejos de ponerse de acuerdo sobre esto. Así, para Whitney, que equipara la lengua a una
institución social con el mismo título que todas las otras, el que nos sirvamos del aparato vocal
como instrumento de la lengua es cosa del azar, por simples razones de comodidad: lo mismo
habrían podido los hombres elegir el gesto y emplear imágenes visuales en lugar de las imá-
genes acústicas. Sin duda, esta tesis es demasiado absoluta; la lengua no es una institución so-
cial semejante punto por punto a las otras; además, Whytney va demasiado lejos cuando dice
que nuestra elección ha caído por azar en los órganos de la voz; de cierta manera, ya nos esta-
ban impuestos por la naturaleza. Pero, en el punto esencial, el lingüista americano parece te-
ner razón: la lengua es una convención y la naturaleza del signo en que se conviene es indife-
rente. La cuestión del aparato vocal es, pues, secundaria en el problema del lenguaje.
Cierta definición de lo que se llama lenguaje articulado podría confirmar esta idea. En latín
articulus significa 'miembro, parte, subdivisión en una serie de cosas'; en el lenguaje, la articu-
lación puede designar o bien la subdivisión de la cadena hablada en sílabas, o bien la subdivi-
sión de la cadena de significaciones en unidades significativas; este sentido es el que los alema -
nes dan a su gegliederte Sprache. Ateniéndonos a esta segunda definición, se podría decir que no
es el lenguaje hablado el natural al hombre, sino la facultad de constituir una lengua, es decir,
un sistema de signos distintos que corresponden a ideas distintas.
Broca ha descubierto que la facultad de hablar está localizada en la tercera circunvolu-
ción frontal izquierda: también sobre esto se han apoyado algunos para atribuir carácter natu-
ral al lenguaje. Pero esa localización se ha comprobado para todo lo que se refiere al lenguaje,
incluso la escritura, y esas comprobaciones, añadidas a las observaciones hechas sobre las di -
versas formas de la afasia por lesión de tales centros de localización, parecen indicar: 1° que las
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diversas perturbaciones del lenguaje oral están enredadas de mil maneras con las del lenguaje
escrito; 2° que en todos los casos de afasia o de agrafia lo lesionado es menos la facultad de pro -
ferir tales o cuales sonidos o de trazar tales o cuales signos, que la de evocar por un instrumen-
to, cualquiera que sea, los signos de un lenguaje regular. Todo nos lleva a creer que por debajo
del funcionamiento de los diversos órganos existe una facultad más general, la que gobierna
los signos: ésta sería la facultad lingüística por excelencia. Y por aquí llegamos a la misma con-
clusión arriba indicada.
Para atribuir a la lengua el primer lugar en el estudio del lenguaje, se puede finalmente
hacer valer el argumento de que la facultad –natural o no– de articular palabras no se ejerce
más que con la ayuda del instrumento creado y suministrado por la colectividad; no es, pues,
quimérico decir que es la lengua la que hace la unidad del lenguaje.

§ 2. Lugar de la lengua en los hechos de lenguaje


Para hallar en el conjunto del lenguaje la esfera que corresponde a la lengua, hay que si -
tuarse ante el acto individual que permite reconstruir el circuito de la palabra. Este acto supo -
ne por lo menos dos individuos: es el mínimum exigible para que el circuito sea completo.
Sean, pues, dos personas, A y B, en conversación:

El punto de partida del circuito está en el cerebro de uno de ellos, por ejemplo, en el de
A, donde los hechos de conciencia, que llamaremos conceptos, se hallan asociados con las re-
presentaciones de los signos lingüísticos o imágenes acústicas que sirven a su expresión. Su -
pongamos que un concepto dado desencadena en el cerebro una imagen acústica correspon-
diente: éste es un fenómeno enteramente psíquico, seguido a su vez de un proceso fisiológico: el
cerebro transmite a los órganos de la fonación un impulso correlativo a la imagen; luego las
ondas sonoras se propagan de la boca de A al oído de B: proceso puramente físico. A continua-
ción el circuito sigue en B un orden inverso: del oído al cerebro, transmisión fisiológica de la
imagen acústica; en el cerebro, asociación psíquica de esta imagen con el concepto correspon-
diente. Si B habla a su vez, este nuevo acto seguirá –de su cerebro al de A– exactamente la mis-
ma marcha que el primero y pasará por las mismas fases sucesivas que representamos con el
siguiente esquema:

Este análisis no pretende ser completo. Se podría distinguir todavía: la sensación acústi-
ca pura, la identificación de esa sensación con la imagen acústica latente, la imagen muscular
de la fonación, etc. Nosotros sólo hemos tenido en cuenta los elementos juzgados esenciales;
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pero nuestra figura permite distinguir en seguida las partes físicas (ondas sonoras) de las fisio -
lógicas (fonación y audición) y de las psíquicas (imágenes verbales y conceptos). Pues es de ca-
pital importancia advertir que la imagen verbal no se confunde con el sonido mismo, y que es
tan legítimamente psíquica como el concepto que le está asociado.
El circuito, tal como lo hemos representado, se puede dividir todavía:
a) en una parte externa (vibración de los sonidos que van de la boca al oído) y una parte
interna, que comprende todo el resto;
b) en una parte psíquica y una parte no psíquica, incluyéndose en la segunda tanto los he-
chos fisiológicos de que son asiento los órganos, como los hechos físicos exteriores al individuo;
c) en una parte activa y una parte pasiva: es activo todo lo que va del centro de asocia -
ción de uno de los sujetos al oído del otro sujeto, y pasivo todo lo que va del oído del segundo a
su centro de asociación.
Por último, en la parte psíquica localizada en el cerebro se puede llamar ejecutivo todo lo
que es activo (c → i) y receptivo todo lo que es pasivo (i → c).
Es necesario añadir una facultad de asociación y de coordinación, que se manifiesta en
todos los casos en que no se trate nuevamente de signos aislados; esta facultad es la que desem-
peña el primer papel en la organización de la lengua como sistema.
Pero, para comprender bien este papel, hay que salirse del acto individual, que no es más
que el embrión del lenguaje, y encararse con el hecho social.
Entre todos los individuos así ligados por el lenguaje, se establecerá una especie de pro-
medio: todos reproducirán –no exactamente, sin duda, pero sí aproximadamente– los mismos
signos unidos a los mismos conceptos.
¿Cuál es el origen de esta cristalización social? ¿Cuál de las dos partes del circuito puede
ser la causa? Pues lo más probable es que no todas participen igualmente.
La parte física puede descartarse desde un principio. Cuando oímos hablar una lengua
desconocida, percibimos bien los sonidos, pero, por nuestra incomprensión, quedamos fuera
del hecho social.
La parte psíquica tampoco entra en juego en su totalidad: el lado ejecutivo queda fuera,
porque la ejecución jamás está a cargo de la masa, siempre es individual, y siempre el individuo
es su árbitro; nosotros lo llamaremos el habla (parole).
Lo que hace que se formen en los sujetos hablantes acuñaciones que llegan a ser sensi-
blemente idénticas en todos es el funcionamiento de las facultades receptiva y coordinativa.
¿Cómo hay que representarse este producto social para que la lengua aparezca perfectamente
separada del resto? Si pudiéramos abarcar la suma de las imágenes verbales almacenadas en
todos los individuos, entonces toparíamos con el lazo social que constituye la lengua. Es un te-
soro depositado por la práctica del habla en los sujetos que pertenecen a una misma comuni -
dad, un sistema gramatical virtualmente existente en cada cerebro, o, más exactamente, en los
cerebros de un conjunto de individuos, pues la lengua no está completa en ninguno, no existe
perfectamente más que en la masa.
Al separar la lengua del habla (langue et parole), se separa a la vez: 1° lo que es social de lo
que es individual; 2° lo que es esencial de lo que es accesorio y más o menos accidental.
La lengua no es una función del sujeto hablante, es el producto que el individuo registra
pasivamente; nunca supone premeditación, y la reflexión no interviene en ella más que para la
actividad de clasificar.
El habla es, por el contrario, un acto individual de voluntad y de inteligencia, en el cual
conviene distinguir: 1° las combinaciones por las que el sujeto hablante utiliza el código de la
lengua con miras a expresar su pensamiento personal; 2° el mecanismo psicofísico que le per-
mita exteriorizar esas combinaciones.
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Hemos de subrayar que lo que definimos son cosas y no palabras; las distinciones esta-
blecidas nada tienen que temer de ciertos términos ambiguos que no se recubren del todo de
lengua a lengua. Así en alemán Sprache quiere decir lengua y lenguaje; Rede corresponde bas-
tante bien a habla (fr. parole), pero añadiendo el sentido especial de 'discurso'. En latín, sermo
significa más bien lenguaje y habla, mientras que lingua designa la lengua, y así sucesivamente.
Ninguna palabra corresponde exactamente a cada una de las nociones precisadas arriba;
por eso toda definición hecha a base de una palabra es vana; es mal método el partir de las pa -
labras para definir las cosas.

Recapitulemos los caracteres de la lengua:


1° Es un objeto bien definido en el conjunto heteróclito de los hechos de lenguaje. Se la
puede localizar en la porción determinada del circuito donde una imagen acústica viene a aso -
ciarse con un concepto. La lengua es la parte social del lenguaje, exterior al individuo, que por
sí solo no puede ni crearla ni modificarla; no existe más que en virtud de una especie de con-
trato establecido entre los miembros de la comunidad. Por otra parte, el individuo tiene nece-
sidad de un aprendizaje para conocer su funcionamiento; el niño se la va asimilando poco a
poco. Hasta tal punto es la lengua una cosa distinta, que un hombre privado del uso del habla
conserva la lengua con tal que comprenda los signos vocales que oye.
2° La lengua, distinta del habla, es un objeto que se puede estudiar separadamente. Ya no
hablamos las lenguas muertas, pero podemos muy bien asimilarnos su organismo lingüístico.
La ciencia de la lengua no sólo puede prescindir de otros elementos del lenguaje, sino que sólo
es posible a condición de que esos otros elementos no se inmiscuyan.
3° Mientras que el lenguaje es heterogéneo, la lengua así delimitada es de naturaleza ho -
mogénea: es un sistema de signos en el que sólo es esencial la unión del sentido y de la imagen
acústica, y donde las dos partes del signo son igualmente psíquicas.
4° La lengua, no menos que el habla, es un objeto de naturaleza concreta, y esto es gran
ventaja para su estudio. Los signos lingüísticos no por ser esencialmente psíquicos son abstrac-
ciones; las asociaciones ratificadas por el consenso colectivo, y cuyo conjunto constituye la len-
gua, son realidades que tienen su asiento en el cerebro. Además, los signos de la lengua son,
por decirlo así, tangibles; la escritura puede fijarlos en imágenes convencionales, mientras que
sería imposible fotografiar en todos sus detalles los actos del habla; la fonación de una palabra,
por pequeña que sea, representa una infinidad de movimientos musculares extremadamente
difíciles de conocer y de imaginar. En la lengua, por el contrario, no hay más que la imagen
acústica, y ésta se puede traducir en una imagen visual constante. Pues si se hace abstracción
de esta multitud de movimientos necesarios para realizarla en el habla, cada imagen acústica
no es, como luego veremos, más que la suma de un número limitado de elementos o fonemas,
susceptibles a su vez de ser evocados en la escritura por un número correspondiente de signos.
Esta posibilidad de fijar las cosas relativas a la lengua es la que hace que un diccionario y una
gramática puedan ser su representación fiel, pues la lengua es el depósito de las imágenes
acústicas y la escritura la forma tangible de esas imágenes.

§ 3. Lugar de la lengua en los hechos humanos. La semiología


Estos caracteres nos hacen descubrir otro más importante. La lengua, deslindada así del
conjunto de los hechos de lenguaje, es clasificable entre los hechos humanos, mientras que el
lenguaje no lo es.
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Acabamos de ver que la lengua es una institución social, pero se diferencia por muchos
rasgos de las otras instituciones políticas, jurídicas, etc. Para comprender su naturaleza pecu-
liar hay que hacer intervenir un nuevo orden de hechos.
La lengua es un sistema de signos que expresan ideas, y por eso comparable a la escritu-
ra, al alfabeto de los sordomudos, a los ritos simbólicos, a las formas de cortesía, a las señales
militares, etc., etc. Sólo que es el más importante de todos esos sistemas.
Se puede, pues, concebir una ciencia que estudie la vida de los signos en el seno de la vida so-
cial. Tal ciencia sería parte de la psicología social, y por consiguiente de la psicología general.
Nosotros la llamaremos semiología1 (del griego sēmeîon 'signo'). Ella nos enseñará en qué consis-
ten los signos y cuáles son las leyes que los gobiernan. Puesto que todavía no existe, no se pue-
de decir qué es lo que ella será; pero tiene derecho a la existencia, y su lugar está determinado
de antemano. La lingüística no es más que una parte de esta ciencia general. Las leyes que la
semiología descubra serán aplicables a la lingüística, y así es como la lingüística se encontrará
ligada a un dominio bien definido en el conjunto de los hechos humanos.
Al psicólogo toca determinar el puesto exacto de la semiología; 2 tarea del lingüista es de-
finir qué es lo que hace de la lengua un sistema especial en el conjunto de los hechos semioló-
gicos. Más adelante volveremos sobre la cuestión; aquí sólo nos fijamos en esto: si por vez pri-
mera hemos podido asignar a la lingüística un puesto entre las ciencias es por haberla incluido
en la semiología.
¿Por qué la semiología no es reconocida como ciencia autónoma, ya que tiene como las
demás su objeto propio? Es porque giramos dentro de un círculo vicioso: de un lado, nada más
adecuado que la lengua para hacer comprender la naturaleza del problema semiológico; pero,
para plantearlo convenientemente, se tendría que estudiar la lengua en sí misma; y el caso es
que, hasta ahora, casi siempre se la ha encarado en función de otra cosa, desde otros puntos de
vista.
Tenemos, en primer lugar, la concepción superficial del gran público, que no ve en la
lengua más que una nomenclatura, lo cual suprime toda investigación sobre su naturaleza ver -
dadera. Luego viene el punto de vista del psicólogo, que estudia el mecanismo del signo en el
individuo. Es el método más fácil, pero no lleva más allá de la ejecución individual, sin alcanzar
al signo, que es social por naturaleza.
O, por último, cuando algunos se dan cuenta de que el signo debe estudiarse socialmente,
no retienen más que los rasgos de la lengua que la ligan a otras instituciones, aquellos que de -
penden más o menos de nuestra voluntad; y así es como se pasa tangencialmente a la meta,
desdeñando los caracteres que no pertenecen más que a los sistemas semiológicos en general y
a la lengua en particular. Pues el signo es ajeno siempre en cierta medida a la voluntad indivi-
dual o social, y en eso está su carácter esencial, aunque sea el que menos evidente se haga a
primera vista.
Así, ese carácter no aparece claramente más que en la lengua, pero también se manifies -
ta en las cosas menos estudiadas, y de rechazo se suele pasar por alto la necesidad o la utilidad
particular de una ciencia semiológica. Para nosotros, por el contrario, el problema lingüístico
es primordialmente semiológico, y en este hecho importante cobran significación nuestros ra-
zonamientos. Si se quiere descubrir la verdadera naturaleza de la lengua, hay que empezar por
considerarla en lo que tiene de común con todos los otros sistemas del mismo orden; factores
lingüísticos que a primera vista aparecen como muy importantes (por ejemplo, el juego del
1 No confundir la semiología con la semántica, que estudia los cambios de significación, y de la que Ferdi-
nand de Saussure no hizo una exposición metódica, aunque nos dejó formulado su principio tímidamen-
te en la pág. 140. (Nota de B. y S.)
2 Cfr. A. NAVILLE, Classification des sciences, 2a edición, pág. 104.
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aparato fonador) no se deben considerar más que de segundo orden si no sirven más que para
distinguir a la lengua de los otros sistemas. Con eso no solamente se esclarecerá el problema
lingüístico, sino que, al considerar los ritos, las costumbres, etc., como signos, estos hechos
aparecerán a otra luz, y se sentirá la necesidad de agruparlos en la semiología y de explicarlos
por las leyes de esta ciencia.

Primera parte. Principios generales


Capítulo I. Naturaleza del signo lingüístico

§ 1. Signo, significado, significante


Para ciertas personas, la lengua, reducida a su principio esencial, es una nomenclatura,
esto es, una lista de términos que corresponden a otras tantas cosas. Por ejemplo:

Esta concepción es criticable por muchos conceptos. Supone ideas completamente he-
chas preexistentes a las palabras; no nos dice si el nombre es de naturaleza vocal o psíquica,
pues arbor puede considerarse en uno u otro aspecto; por último, hace suponer que el vínculo
que une un nombre a una cosa es una operación muy simple, lo cual está bien lejos de ser ver-
dad. Sin embargo, esta perspectiva simplista puede acercarnos a la verdad al mostrarnos que la
unidad lingüística es una cosa doble, hecha con la unión de dos términos.
Hemos visto, a propósito del circuito del habla, que los términos implicados en el signo
lingüístico son ambos psíquicos y están unidos en nuestro cerebro por un vínculo de asocia -
ción. Insistamos en este punto.
Lo que el signo lingüístico une no es una cosa y un nombre, sino un concepto y una ima -
gen acústica.3 La imagen acústica no es el sonido material, cosa puramente física, sino su huella
psíquica, la representación que de él nos da el testimonio de nuestros sentidos; esa imagen es
sensorial, y si llegamos a llamarla "material" es solamente en este sentido y por oposición al
otro término de la asociación, el concepto, generalmente más abstracto.
El carácter psíquico de nuestras imágenes acústicas aparece claramente cuando observa-
mos nuestra lengua materna. Sin mover los labios ni la lengua, podemos hablarnos a nosotros
mismos o recitarnos mentalmente un poema. Y porque las palabras de la lengua materna son
para nosotros imágenes acústicas, hay que evitar el hablar de los "fonemas" de que están com -
puestas. Este término, que implica una idea de acción vocal, no puede convenir más que a las
palabras habladas, a la realización de la imagen interior en el discurso. Hablando de sonidos y
de sílabas de una palabra, evitaremos el equívoco, con tal que nos acordemos de que se trata de
la imagen acústica.

3 El término de imagen acústica parecerá quizá demasiado estrecho, pues junto a la representación de
los sonidos de una palabra está también la de su articulación, la imagen muscular del acto fonatorio.
Pero para F. de Saussure la lengua es esencialmente un depósito, una cosa recibida de fuera. La imagen
acústica es, por excelencia, la representación natural de la palabra, en cuanto hecho de lengua virtual,
fuera de toda realización por el habla. El aspecto motor puede, pues, quedar sobreentendido o en todo
caso no ocupar más que un lugar subordinado con relación a la imagen acústica. (B. y S.)
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El signo lingüístico es, pues, una entidad psíquica de dos caras, que puede representarse
por la siguiente figura:
Estos dos elementos están íntimamente unidos y se reclaman recí-
procamente. Ya sea que busquemos el sentido de la palabra latina
arbor o la palabra con que el latín designa el concepto de 'árbol', es
evidente que las vinculaciones consagradas por la lengua son las
únicas que nos aparecen conformes con la realidad, y descartamos
cualquier otra que se pudiera imaginar.

Esta definición plantea una importante cuestión de terminología. Llamamos signo a la


combinación del concepto y de la imagen acústica: pero en el uso corriente este término desig-
na generalmente la imagen acústica sola, por ejemplo una palabra (arbor, etc.). Se olvida que si
llamamos signo a arbor no es más que gracias a que conlleva el concepto 'árbol', de tal manera
que la idea de la parte sensorial implica la del conjunto.
La ambigüedad desaparecería si designáramos las tres nociones aquí presentes por me-
dio de nombres que se relacionen recíprocamente al mismo tiempo que se opongan. Y propo-
nemos conservar la palabra signo para designar el conjunto, y reemplazar concepto e imagen
acústica respectivamente con significado y significante; estos dos últimos términos tienen la ven-
taja de señalar la oposición que los separa, sea entre ellos dos, sea del total de que forman par-
te. En cuanto al término signo, si nos contentamos con él es porque, no sugiriéndonos la lengua
usual cualquier otro, no sabemos con qué reemplazarlo.
El signo lingüístico así definido posee dos caracteres primordiales. Al enunciarlos vamos
a proponer los principios mismos de todo estudio de este orden.

§ 2. Primer principio: lo arbitrario del signo


El lazo que une el significante al significado es arbitrario; o bien, puesto que entendemos
por signo el total resultante de la asociación de un significante con un significado, podemos de-
cir más simplemente: el signo lingüístico es arbitrario.
Así, la idea de sur no está ligada por relación alguna interior con la secuencia de sonidos
s-u-r que le sirve de significante; podría estar representada tan perfectamente por cualquier
otra secuencia de sonidos. Sirvan de prueba las diferencias entre las lenguas y la existencia
misma de lenguas diferentes: el significado 'buey' tiene por significante bwéị a un lado de la
frontera franco-española y böf (boeuf) al otro, y al otro lado de la frontera francogermana es oks
(Ochs).
El principio de lo arbitrario del signo no está contradicho por nadie; pero suele ser más
fácil descubrir una verdad que asignarle el puesto que le toca. El principio arriba enunciado
domina toda la lingüística de la lengua; sus consecuencias son innumerables. Es verdad que no
todas aparecen a la primera ojeada con igual evidencia; hay que darles muchas vueltas para
descubrir esas consecuencias y, con ellas, la importancia primordial del principio.
Una observación de paso: cuando la semiología esté organizada se tendrá que averiguar
si los modos de expresión que se basan en signos enteramente naturales –como la pantomima–
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le pertenecen de derecho. Suponiendo que la semiología los acoja, su principal objetivo no por
eso dejará de ser el conjunto de sistemas fundados en lo arbitrario del signo. En efecto, todo
medio de expresión recibido de una sociedad se apoya en principio en un hábito colectivo o, lo
que viene a ser lo mismo, en la convención. Los signos de cortesía, por ejemplo, dotados con
frecuencia de cierta expresividad natural (piénsese en los chinos que saludan a su emperador
prosternándose nueve veces hasta el suelo), no están menos fijados por una regla; esa regla es
la que obliga a emplearlos, no su valor intrínseco. Se puede, pues, decir que los signos entera-
mente arbitrarios son los que mejor realizan el ideal del procedimiento semiológico; por eso la
lengua, el más complejo y el más extendido de los sistemas de expresión, es también el más ca-
racterístico de todos; en este sentido la lingüística puede erigirse en el modelo general de toda
semiología, aunque la lengua no sea más que un sistema particular.
Se ha utilizado la palabra símbolo para designar el signo lingüístico, o, más exactamente,
lo que nosotros llamamos el significante. Pero hay inconvenientes para admitirlo, justamente a
causa de nuestro primer principio. El símbolo tiene por carácter no ser nunca completamente
arbitrario; no está vacío: hay un rudimento de vínculo natural entre el significante y el signifi -
cado. El símbolo de la justicia, la balanza, no podría reemplazarse por otro objeto cualquiera,
un carro, por ejemplo.
La palabra arbitrario necesita también una observación. No debe dar idea de que el signi-
ficante depende de la libre elección del hablante (ya veremos luego que no está en manos del
individuo el cambiar nada en un signo una vez establecido por un grupo lingüístico); queremos
decir que es inmotivado, es decir, arbitrario con relación al significado, con el cual no guarda en
la realidad ningún lazo natural.
Señalemos, para terminar, dos objeciones que se podrían hacer a este primer principio:
1ª Se podría uno apoyar en las onomatopeyas para decir que la elección del significante
no siempre es arbitraria. Pero las onomatopeyas nunca son elementos orgánicos de un sistema
lingüístico. Su número es, por lo demás, mucho menor de lo que se cree. Palabras francesas
como fouet 'látigo' o glas 'doblar de campanas' pueden impresionar a ciertos oídos por una so-
noridad sugestiva; pero para ver que no tienen tal carácter desde su origen, basta recordar sus
formas latinas (fouet deriva de fāgus 'haya', glas es classicum); la cualidad de sus sonidos actua-
les, o, mejor, la que se les atribuye, es un resultado fortuito de la evolución fonética.
En cuanto a las onomatopeyas auténticas (las del tipo glu-glu, tic-tac, etc.), no solamente
son escasas, sino que su elección ya es arbitraria en cierta medida, porque no son más que la
imitación aproximada y ya medio convencional de ciertos ruidos (cfr. francés ouaoua y alemán
wauwau, español guau guau).4 Además, una vez introducidas en la lengua, quedan más o menos
engranadas en la evolución fonética, morfológica, etc., que sufren las otras palabras (cfr. pigeon,
del latín vulgar pīpiō, derivado de una onomatopeya): prueba evidente de que ha perdido algo de
su carácter primero para adquirir el del signo lingüístico en general, que es inmotivado.
2ª Las exclamaciones, muy vecinas de las onomatopeyas, dan lugar a observaciones aná-
logas y no son más peligrosas para nuestra tesis. Se tiene la tentación de ver en ellas expresio-
nes espontáneas de la realidad, dictadas como por la naturaleza. Pero para la mayor parte de
ellas se puede negar que haya un vínculo necesario entre el significado y el significante. Basta
con comparar dos lenguas en este terreno para ver cuánto varían estas expresiones de idioma a
idioma (por ejemplo, al francés aïe!, esp. ¡ay!, corresponde el alemán au!). Y ya se sabe que mu-
chas exclamaciones comenzaron por ser palabras con sentido determinado (cfr. fr. diable!, mor-
dieu! = mort Dieu, etcétera).

4 [Nuestro sentido onomatopéyico reproduce el canto del gallo con quiquiriquí, el de los franceses coque-
rico (kókrikói), el de los ingleses cock-a-doodle-do. A.A.]
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En resumen, las onomatopeyas y las exclamaciones son de importancia secundaria, y su


origen simbólico es en parte dudoso.

§ 3. Segundo principio: carácter lineal del significante


El significante, por ser de naturaleza auditiva, se desenvuelve en el tiempo únicamente y
tiene los caracteres que toma del tiempo: a) representa una extensión, y b) esa extensión es mensu-
rable en una sola dimensión; es una línea.
Este principio es evidente, pero parece que siempre se ha desdeñado el enunciarlo, sin
duda porque se le ha encontrado demasiado simple; sin embargo, es fundamental y sus conse-
cuencias son incalculables: su importancia es igual a la de la primera ley. Todo el mecanismo
de la lengua depende de ese hecho. Por oposición a los significantes visuales (señales maríti-
mas, por ejemplo), que pueden ofrecer complicaciones simultáneas en varias dimensiones, los
significantes acústicos no disponen más que de la línea del tiempo; sus elementos se presentan
uno tras otro; forman una cadena. Este carácter se destaca inmediatamente cuando los repre-
sentamos por medio de la escritura, en donde la sucesión en el tiempo es sustituida por la línea
espacial de los signos gráficos.
En ciertos casos, no se nos aparece con evidencia. Si, por ejemplo, acentúo una sílaba, pa -
recería que acumulo en un mismo punto elementos significativos diferentes. Pero es una ilu -
sión; la sílaba y su acento no constituyen más que un acto fonatorio; no hay dualidad en el inte-
rior de este acto, sino tan sólo oposiciones diversas con lo que está a su lado.

Capítulo II. Inmutabilidad y mutabilidad del signo

§ 1 . Inmutabilidad
Si, con relación a la idea que representa, aparece el significante como elegido libremen-
te, en cambio, con relación a la comunidad lingüística que lo emplea, no es libre, es impuesto. A
la masa social no se le consulta si el significante elegido por la lengua podría tampoco ser
reemplazado por otro. Este hecho, que parece envolver una contradicción, podría llamarse fa-
miliarmente la carta forzada. Se dice a la lengua "elige", pero añadiendo: "será ese signo y no
otro alguno". No solamente es verdad que, de proponérselo, un individuo sería incapaz de mo -
dificar en un ápice la elección ya hecha, sino que la masa misma no puede ejercer su soberanía
sobre una sola palabra; la masa está atada a la lengua tal cual es.
La lengua no puede, pues, equipararse a un contrato puro y simple, y justamente en este
aspecto muestra el signo lingüístico su máximo interés de estudio; pues si se quiere demostrar
que la ley admitida en una colectividad es una cosa que se sufre y no una regla libremente con-
sentida, la lengua es la que ofrece la prueba más concluyente de ello.
Veamos, pues, cómo el signo lingüístico está fuera del alcance de nuestra voluntad, y sa -
quemos luego las consecuencias importantes que se derivan de tal fenómeno.
En cualquier época que elijamos, por antiquísima que sea, ya aparece la lengua como una
herencia de la época precedente. El acto por el cual, en un momento dado, fueran los nombres
distribuidos entre las cosas, el acto de establecer un contrato entre los conceptos y las imáge-
nes acústicas, es verdad que lo podemos imaginar, pero jamás ha sido comprobado. La idea de
que así es como pudieron ocurrir los hechos nos es sugerida por nuestro sentimiento tan vivo
de lo arbitrario del signo.
De hecho, ninguna sociedad conoce ni jamás ha conocido la lengua de otro modo que
como un producto heredado de las generaciones precedentes y que hay que tomar tal cual es.
20

Ésta es la razón de que la cuestión del origen del lenguaje no tenga la importancia que se le
atribuye generalmente. Ni siquiera es cuestión que se deba plantear; el único objeto real de la
lingüística es la vida normal y regular de una lengua ya constituida. Un estado de lengua dado
siempre es el producto de factores históricos, y esos factores son los que explican por qué el
signo es inmutable, es decir, por qué resiste toda sustitución arbitraria.
Pero decir que la lengua es una herencia no explica nada si no se va más lejos. ¿No se
pueden modificar de un momento a otro leyes existentes y heredadas?
Esta objeción nos lleva a situar la lengua en su marco social y a plantear la cuestión como
se plantearía para las otras instituciones sociales. ¿Cómo se transmiten las instituciones? He
aquí la cuestión más general que envuelve la de la inmutabilidad. Tenemos, primero, que apre-
ciar el más o el menos de libertad de que disfrutan las otras instituciones, y veremos entonces
que para cada una de ellas hay un balanceo diferente entre la tradición impuesta y la acción li -
bre de la sociedad. En seguida estudiaremos por qué, en una categoría dada, los factores del or -
den primero son más o menos poderosos que los del otro. Por último, volviendo a la lengua,
nos preguntamos por qué el factor histórico de la transmisión la domina enteramente exclu-
yendo todo cambio lingüístico general y súbito.
Para responder a esta cuestión se podrán hacer valer muchos argumentos y decir, por
ejemplo, que las modificaciones de la lengua no están ligadas a la sucesión de generaciones
que, lejos de superponerse unas a otras como los cajones de un mueble, se mezclan, se interpe-
netran, y cada una contiene individuos de todas las edades. Habrá que recordar la suma de es-
fuerzos que exige el aprendizaje de la lengua materna, para llegar a la conclusión de la imposi -
bilidad de un cambio general. Se añadirá que la reflexión no interviene en la práctica de un
idioma; que los sujetos son, en gran medida, inconscientes de las leyes de la lengua; y si no se
dan cuenta de ellas ¿cómo van a poder modificarlas? Y aunque fueran conscientes, tendríamos
que recordar que los hechos lingüísticos apenas provocan la crítica, en el sentido de que cada
pueblo está generalmente satisfecho de la lengua que ha recibido.
Estas consideraciones son importantes, pero no son específicas; preferimos las siguien-
tes, más esenciales, más directas, de las cuales dependen todas las otras.
1. El carácter arbitrario del signo. Ya hemos visto cómo el carácter arbitrario del signo nos
obligaba a admitir la posibilidad teórica del cambio; y si profundizamos, veremos que de hecho
lo arbitrario mismo del signo pone a la lengua al abrigo de toda tentativa que pueda modificar-
la. La masa, aunque fuera más consciente de lo que es, no podría discutirla. Pues para que una
cosa entre en cuestión es necesario que se base en una norma razonable. Se puede, por ejem-
plo, debatir si la forma monogámica del matrimonio es más razonable que la poligámica y ha-
cer valer las razones para una u otra. Se podría también discutir un sistema de símbolos, por-
que el símbolo guarda una relación racional con la cosa significada; pero en cuanto a la lengua,
sistema de signos arbitrarios, esa base falta, y con ella desaparece todo terreno sólido de discu-
sión; no hay motivo alguno para preferir soeur a sister o a hermana, Ochs a boeufo a buey, etcétera.
2. La multitud de signos necesarios para constituir cualquier lengua. Las repercusiones de este
hecho son considerables. Un sistema de escritura compuesto de veinte a cuarenta letras puede
en rigor reemplazarse por otro. Lo mismo sucedería con la lengua si encerrara un número limi -
tado de elementos; pero los signos lingüísticos son innumerables.
3. El carácter demasiado complejo del sistema. Una lengua constituye un sistema. Si, como
luego veremos, éste es el lado por el cual la lengua no es completamente arbitraria y donde im-
pera una razón relativa, también es éste el punto donde se manifiesta la incompetencia de la
masa para transformarla. Pues este sistema es un mecanismo complejo, y no se le puede com -
prender más que por la reflexión; hasta los que hacen de él un uso cotidiano lo ignoran profun-
damente. No se podría concebir un cambio semejante más que con la intervención de especia-
21

listas, gramáticos, lógicos, etc.; pero la experiencia demuestra que hasta ahora las injerencias
de esta índole no han tenido éxito alguno.
4. La resistencia de la inercia colectiva a toda innovación lingüística. La lengua –y esta conside-
ración prevalece sobre todas las de más– es en cada instante tarea de todo el mundo; extendida
por una masa y manejada por ella, la lengua es una cosa de que todos los individuos se sirven a
lo largo del día entero. En este punto no se puede establecer ninguna comparación entre ella y
las otras instituciones. Las prescripciones de un código, los ritos de una religión, las señales
marítimas, etc., nunca ocupan más que cierto número de individuos a la vez y durante un tiem -
po limitado; de la lengua, por el contrario, cada cual participa en todo tiempo, y por eso la len -
gua sufre sin cesar la influencia de todos. Este hecho capital basta para mostrar la imposibili -
dad de una revolución. La lengua es de todas las instituciones sociales la que menos presa ofre -
ce a las iniciativas. La lengua forma cuerpo con la vida de la masa social, y la masa, siendo na-
turalmente inerte, aparece ante todo como un factor de conservación.
Sin embargo, no basta con decir que la lengua es un producto de fuerzas sociales para
que se vea claramente que no es libre; acordándonos de que siempre es herencia de una época
precedente, hay que añadir que esas fuerzas sociales actúan en función del tiempo. Si la lengua
tiene carácter de fijeza, no es sólo porque esté ligada a la gravitación de la colectividad, sino
también porque está situada en el tiempo. Estos dos hechos son inseparables. En todo instante
la solidaridad con el pasado pone en jaque a la libertad de elegir. Decimos hombre y perro por-
que antes que nosotros se ha dicho hombre y perro. Eso no impide que haya en el fenómeno total
un vínculo entre esos dos factores antinómicos: la convención arbitraria, en virtud de la cual es
libre la elección, y el tiempo, gracias al cual la elección se halla ya fijada. Precisamente porque
el signo es arbitrario no conoce otra ley que la de la tradición, y precisamente por fundarse en
la tradición puede ser arbitrario.

§ 2. Mutabilidad
El tiempo, que asegura la continuidad de la lengua, tiene otro efecto, en apariencia
contradictorio con el primero: el de alterar más o menos rápidamente los signos lingüísticos,
de modo que, en cierto sentido, se puede hablar a la vez de la inmutabilidad y de la mutabilidad
del signo.5
En último análisis, ambos hechos son solidarios: el signo está en condiciones de alterarse
porque se continúa. Lo que domina en toda alteración es la persistencia de la materia vieja; la
infidelidad al pasado sólo es relativa. Por eso el principio de alteración se funda en el principio
de continuidad.
La alteración en el tiempo adquiere formas diversas, cada una de las cuales daría materia
para un importante capítulo de lingüística. Sin entrar en detalles, he aquí lo más importante de
destacar. Por de pronto no nos equivoquemos sobre el sentido dado aquí a la palabra alteración.
Esta palabra podría hacer creer que se trata especialmente de cambios fonéticos sufridos por el
significante, o bien de cambios de sentido que atañen al concepto significado. Tal perspectiva
sería insuficiente. Sean cuales fueren los factores de alteración, ya obren aisladamente o com -
binados, siempre conducen a un desplazamiento de la relación entre el significado y el significante.
Veamos algunos ejemplos. El latín necāre 'matar' se ha hecho en francés noyer 'ahogar' y
en español anegar. Han cambiado tanto la imagen acústica como el concepto; pero es inútil dis-

5 Sería injusto reprochar a F. de Saussure el ser inconsecuente o paradójico por atribuir a la lengua dos
cualidades contradictorias. Por la oposición de los términos que hieran la imaginación, F. de Saussure
quiso solamente subrayar esta verdad: que la lengua se transforma sin que los sujetos hablantes puedan
transformarla. Se puede decir también que la lengua es intangible, pero no inalterable. (B. y S.)
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tinguir las dos partes del fenómeno; basta con consignar globalmente que el vínculo entre la
idea y el signo se ha relajado y que ha habido un desplazamiento en su relación.
Si en lugar de comparar el necāre del latín clásico con el francés noyer, se le opone a necā-
re del latín vulgar de los siglos IV o V, ya con la significación de 'ahogar', el caso es un poco di -
ferente; pero también aquí, aunque no haya alteración apreciable del significante, hay despla-
zamiento de la relación entre idea y signo.
El antiguo alemán dritteil 'el tercio' se ha hecho en alemán moderno Drittel. En este caso,
aunque el concepto no se haya alterado, la relación se ha cambiado de dos maneras: el signifi-
cante se ha modificado no sólo en su aspecto material, sino también en su forma gramatical; ya
no implica la idea de Teil 'parte'; ya es una palabra simple. De una manera o de otra, siempre
hay desplazamiento de la relación.
En anglosajón la forma preliteraria fōt 'pie' siguió siendo fōt (inglés moderno foot), mien-
tras que su plural *fōti 'pies' se hizo fēt (inglés moderno feet). Sean cuales fueren las alteraciones
que supone, una cosa es cierta: ha habido desplazamiento de la relación, han surgido otras co -
rrespondencia entre la materia fónica y la idea.
Una lengua es radicalmente incapaz de defenderse contra los factores que desplazan mi-
nuto tras minuto la relación entre significado y significante. Es una de las consecuencias de lo
arbitrario del signo.
Las otras instituciones humanas –las costumbres, las leyes, etc.– están todas fundadas, en
grados diversos, en la relación natural entre las cosas; en ellas hay una acomodación necesaria
entre los medios empleados y los fines perseguidos. Ni siquiera la moda que fija nuestra mane -
ra de vestir es enteramente arbitraria; no se puede apartar más allá de ciertos límites de las
condiciones dictadas por el cuerpo humano. La lengua, por el contrario, no está limitada por
nada en la elección de sus medios, pues no se adivina qué sería lo que impidiera asociar una
idea cualquiera con una secuencia cualquiera de sonidos.
Para hacer ver bien que la lengua es pura institución, Whitney ha insistido con toda ra-
zón en el carácter arbitrario de los signos; y con eso ha situado la lingüística en su eje verdade-
ro. Pero Whitney no llegó hasta el fin y no vio que ese carácter arbitrario separa radicalmente
a la lengua de todas las demás instituciones. Se ve bien por la manera en que la lengua evolu-
ciona; nada tan complejo: situada a la vez en la masa social y en el tiempo, nadie puede cam-
biar nada en ella; y, por otra parte, lo arbitrario de sus signos implica teóricamente la libertad
de establecer cualquier posible relación entre la materia fónica y las ideas. De aquí resulta que
cada uno de esos dos elementos unidos en los signos guardan su vida propia en una proporción
desconocida en otras instituciones, y que la lengua se altera, o mejor, evoluciona, bajo la in -
fluencia de todos los agentes que puedan alcanzar sea a los sonidos sea a los significados. Esta
evolución es fatal; no hay un solo ejemplo de lengua que la resista. Al cabo de cierto tiempo,
siempre se pueden observar desplazamientos sensibles.
Tan cierto es esto que hasta se tiene que cumplir este principio en las lenguas artificia -
les. El hombre que construya una de estas lenguas artificiales la tiene a su merced mientras no
se ponga en circulación; pero desde el momento en que la tal lengua se ponga a cumplir su mi-
sión y se convierta en cosa de todo el mundo, su gobierno se le escapará. El esperanto es un en-
sayo de esta clase; si triunfa ¿escapará a la ley fatal? Pasado el primer momento, la lengua en -
trará probablemente en su vida semiológica; se transmitirá según leyes que nada tienen de co -
mún con las de la creación reflexiva y ya no se podrá retroceder. El hombre que pretendiera
construir una lengua inmutable que la posteridad debería aceptar tal cual la recibiera se pare -
cería a la gallina que empolla un huevo de pato: la lengua construida por él sería arrastrada
quieras que no por la corriente que abarca a todas las lenguas.
23

La continuidad del signo en el tiempo, unida a la alteración en el tiempo, es un principio


de semiología general; y su confirmación se encuentra en los sistemas de escritura, en el len-
guaje de los sordomudos, etcétera.
Pero ¿en qué se funda la necesidad del cambio? Quizá se nos reproche no haber sido tan
explícitos sobre este punto como sobre el principio de la inmutabilidad; es que no hemos dis-
tinguido los diferentes factores de la alteración, y tendríamos que contemplarlos en su varie-
dad para saber hasta qué punto son necesarios.
Las causas de la continuidad están a priori al alcance del observador; no pasa lo mismo
con las causas de alteración a través del tiempo. Vale más renunciar provisionalmente a dar
cuenta cabal de ellas y limitarse a hablar en general del desplazamiento de relaciones; el tiem -
po altera todas las cosas; no hay razón para que la lengua escape de esta ley universal.

Recapitulemos las etapas de nuestra demostración, refiriéndonos a los principios esta-


blecidos en la Introducción.
1 ° Evitando estériles definiciones de palabras, hemos empezado por
distinguir, en el seno del fenómeno total que representa el lenguaje, dos facto-
res: la lengua y el habla. La lengua es para nosotros el lenguaje menos el habla.
La lengua es el conjunto de los hábitos lingüísticos que permiten a un sujeto
comprender y hacerse comprender.
2° Pero esta definición deja todavía a la lengua fuera de su realidad so-
cial, y hace de ella una cosa irreal, ya que no abarca más que uno de los aspec -
tos de la realidad, el aspecto individual; hace falta una masa parlante para que
haya una lengua. Contra toda apariencia, en momento alguno existe la lengua
fuera del hecho social, porque es un fenómeno semiológico. Su naturaleza social es uno de sus
caracteres internos; su definición completa nos coloca ante dos cosas inseparables, como lo
muestra el esquema siguiente:
Pero en estas condiciones la lengua es viable, no viviente; no hemos tenido en cuenta
más que la realidad social, no el hecho histórico.
3° Como el signo lingüístico es arbitrario, parecería que la lengua, así definida, es un sis-
tema libre, organizable a voluntad, dependiente únicamente de un principio racional. Su carác-
ter social, considerado en sí mismo, no se opone precisamente a este punto de vista. Sin duda
la psicología colectiva no opera sobre una materia puramente lógica; haría falta tener en cuen-
ta todo cuanto hace torcer la razón en las relaciones prácticas entre individuo e individuo. Y,
sin embargo, no es eso lo que nos impide ver la lengua como una simple convención, modifica-
ble a voluntad de los interesados: es la acción del tiempo, que se combina con la de la fuerza so-
cial; fuera del tiempo, la realidad lingüística no es completa y ninguna conclusión es posible.
Si se tomara la lengua en el tiempo, sin la masa hablante –supongamos un individuo ais-
lado que viviera durante siglos– probablemente no se registraría ninguna alteración; el tiempo
no actuaría sobre ella. Inversamente, si se considerara la masa parlante sin el tiempo no se ve -
ría el efecto de fuerzas sociales que obran en la lengua. Para estar en la realidad hace falta,
pues, añadir a nuestro primer esquema un signo que indique la marcha del tiempo:
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Ya ahora la lengua no es libre, porque el tiempo permitirá a las fuerzas sociales que ac-
túan en ella desarrollar sus efectos, y se llega al principio de continuidad que anula a la liber-
tad. Pero la continuidad implica necesariamente la alteración, el desplazamiento más o menos
considerable de las relaciones.

Segunda parte. Lingüística sincrónica


Capítulo IV. El valor lingüístico

§ 1. La lengua como pensamiento organizado en la materia fónica


Para darse cuenta de que la lengua no puede ser otra cosa que un sistema de valores pu-
ros, basta considerar los dos elementos que entran en juego en su funcionamiento: las ideas y
los sonidos.
Psicológicamente, hecha abstracción de su expresión por medio de palabras, nuestro
pensamiento no es más que una masa amorfa e indistinta. Filósofos y lingüistas han estado
siempre de acuerdo en reconocer que, sin la ayuda de los signos, seríamos incapaces de distin-
guir dos ideas de manera clara y constante. Considerado en sí mismo, el pensamiento es como
una nebulosa donde nada está necesariamente delimitado. No hay ideas preestablecidas, y
nada es distinto antes de la aparición de la lengua.
Frente a este reino flotante, ¿ofrecen los sonidos por sí mismos entidades circunscriptas
de antemano? Tampoco. La substancia fónica no es más fija ni más rígida; no es un molde a
cuya forma el pensamiento deba acomodarse necesariamente, sino una materia plástica que se
divide a su vez en partes distintas para suministrar los significantes que el pensamiento nece-
sita. Podemos, pues, representar el hecho lingüístico en su conjunto, es decir, la lengua, como
una serie de subdivisiones contiguas marcadas a la vez sobre el plano indefinido de las ideas
confusas (A) y sobre el no menos indeterminado de los sonidos (B). Es lo que aproximadamente
podríamos representar en este esquema:

El papel característico de la lengua frente al pensamiento no es el de crear un medio fó -


nico material para la expresión de las ideas, sino el de servir de intermediaria entre el pensa-
25

miento y el sonido, en condiciones tales que su unión lleva necesariamente a deslindamientos


recíprocos de unidades. El pensamiento, caótico por naturaleza, se ve forzado a precisarse al
descomponerse. No hay, pues, ni materialización de los pensamientos, ni espiritualización de
los sonidos, sino que se trata de ese hecho en cierta manera misterioso: que el "pensamiento-
sonido" implica divisiones y que la lengua elabora sus unidades al constituirse entre dos masas
amorfas. Imaginemos el aire en contacto con una capa de agua: si cambia la presión atmosféri-
ca, la superficie del agua se descompone en una serie de divisiones, esto es, de ondas; esas on-
dulaciones darán una idea de la unión y, por así decirlo, de la ensambladura del pensamiento
con la materia fónica.
Se podrá llamar a la lengua el dominio de las articulaciones, tomando esta palabra en el
sentido definido en la página 52 [pág. 12 de este cuadernillo], cada término lingüístico es un
miembro, un articulus donde se fija una idea en un sonido y donde un sonido se hace el signo de
una idea.
La lengua es también comparable a una hoja de papel: el pensamiento es el anverso y el
sonido el reverso: no se puede cortar uno sin cortar el otro; así tampoco en la lengua se podría
aislar el sonido del pensamiento, ni el pensamiento del sonido; a tal separación sólo se llegaría
por una abstracción y el resultado sería hacer psicología pura o fonología pura.
La lingüística trabaja, pues, en el terreno limítrofe donde los elementos de dos órdenes
se combinan; esta combinación produce una forma, no una sustancia.
Estas miras hacen comprender mejor lo que hemos dicho sobre lo arbitrario del signo.
No solamente son confusos y amorfos los dos dominios enlazados por el hecho lingüístico, sino
que la elección que se decide por tal porción acústica para tal idea es perfectamente arbitraria.
Si no fuera éste el caso, la noción de valor perdería algo de su carácter, ya que contendría un
elemento impuesto desde fuera. Pero de hecho los valores siguen siendo enteramente relati-
vos, y por eso el lazo entre la idea y el sonido es radicalmente arbitrario.
A su vez lo arbitrario del signo nos hace comprender mejor por qué el hecho social es el
único que puede crear un sistema lingüístico. La colectividad es necesaria para establecer valo -
res cuya única razón de ser está en el uso y en el consenso generales; el individuo por sí solo es
incapaz de fijar ninguno.
Además, la idea de valor, así determinada, nos muestra cuan ilusorio es considerar un
término sencillamente como la unión de cierto sonido con cierto concepto. Definirlo así sería
aislarlo del sistema de que forma parte; sería creer que se puede comenzar por los términos y
construir el sistema haciendo la suma, mientras que, por el contrario, hay que partir de la tota-
lidad solidaria para obtener por análisis los elementos que encierra.
Para desarrollar esta tesis nos pondremos sucesivamente en el punto de vista del signifi-
cado o concepto (§2), en el del significante (§3) y en el del signo total (§4).
No pudiendo captar directamente las entidades concretas o unidades de la lengua, ope -
ramos sobre las palabras. Las palabras, sin recubrir exactamente la definición de la unidad
lingüística, por lo menos dan de ella una idea aproximada que tiene la ventaja de ser concre -
ta; las tomaremos, pues, como muestras equivalentes de los términos reales de un sistema
sincrónico, y los principios obtenidos a propósito de las palabras serán válidos para las enti-
dades en general.

§ 2. El valor lingüístico considerado en su aspecto conceptual


Cuando se habla del valor de una palabra, se piensa generalmente, y sobre todo, en la
propiedad que tiene la palabra de representar una idea, y, en efecto, ése es uno de los aspectos
del valor lingüístico. Pero si fuera así, ¿en qué se diferenciaría el valor de lo que se llama signi-
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ficación? ¿Serían sinónimas estas dos palabras? No lo creemos, aunque sea fácil la confusión, so -
bre todo porque está provocada menos por la analogía de los términos que por la delicadeza de
la distinción que señalan.
El valor, tomado en su aspecto conceptual, es sin duda un elemento de la significación, y
es muy difícil saber cómo se distingue la significación a pesar de estar bajo su dependencia. Sin
embargo, es necesario poner en claro esta cuestión so pena de reducir la lengua a una simple
nomenclatura.
Tomemos primero la significación tal como se suele presentar
y tal como la hemos imaginado en la página 129 [pág. 17 de este
cuadernillo]. No es, como ya lo indican las flechas de la figura, más
que la contraparte de la imagen auditiva. Todo queda entre la ima-
gen auditiva y el concepto, en los límites de la palabra considerada
como un dominio cerrado, existente por sí mismo.
Pero véase el aspecto paradójico de la cuestión: de un lado, el concepto se nos aparece
como la contraparte de la imagen auditiva en el interior del signo, y, de otro, el signo mismo,
es decir, la relación que une esos dos elementos es también, y de igual modo, la contraparte de
los otros signos de la lengua.
Puesto que la lengua es un sistema en donde todos los términos son solidarios y donde
el valor de cada uno no resulta más que de la presencia simultánea de los otros, según este
esquema:

¿cómo es que el valor, así definido, se confundirá con la significación, es decir, con la contra -
parte de la imagen auditiva? Parece imposible equiparar las relaciones figuradas aquí por las
flechas horizontales con las que están representadas en la figura anterior por las flechas verti-
cales. Dicho de otro modo –para insistir en la comparación de la hoja de papel que se desga -
rra–, no vemos por qué la relación observada entre distintos trozos A, B, C, D, etc., no ha de ser
distinta de la que existe entre el anverso y el reverso de un mismo trozo, A/A', B/B', etcétera.
Para responder a esta cuestión, consignemos primero que, incluso fuera de la lengua,
todos los valores parecen regidos por ese principio paradójico. Los valores están siempre
constituidos:
1 ° por una cosa desemejante susceptible de ser trocada por otra cuyo valor está por de-
terminar;
2° por cosas similares que se pueden comparar con aquella cuyo valor está por ver.
Estos dos factores son necesarios para la existencia de un valor. Así, para determinar lo
que vale una moneda de cinco francos hay que saber: 1° que se la puede trocar por una canti-
dad determinada de una cosa diferente, por ejemplo, de pan; 2° que se la puede comparar con
un valor similar del mismo sistema, por ejemplo, una moneda de un franco, o con una moneda
de otro sistema (un dólar, etc.). Del mismo modo una palabra puede trocarse por algo deseme -
jante: una idea; además, puede compararse con otra cosa de la misma naturaleza: otra palabra.
Su valor, pues, no estará fijado mientras nos limitemos a consignar que se puede "trocar" por
tal o cual concepto, es decir, que tiene tal o cual significación; hace falta además compararla
con los valores similares, con las otras palabras que se le pueden oponer. Su contenido no está
verdaderamente determinado más que por el concurso de lo que existe fuera de ella. Como la
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palabra forma parte de un sistema, está revestida, no sólo de una significación, sino también, y
sobre todo, de un valor, lo cual es cosa muy diferente.
Algunos ejemplos mostrarán que es así como efectivamente sucede. El español carnero o
el francés mouton pueden tener la misma significación que el inglés sheep, pero no el mismo va-
lor, y eso por varias razones, en particular porque al hablar de una porción de comida ya coci -
nada y servida a la mesa, el inglés dice mutton y no sheep. La diferencia de valor entre sheep y
mouton o carnero consiste en que sheep tiene junto a sí un segundo término, lo cual no sucede
con la palabra francesa ni con la española.
Dentro de una misma lengua, todas las palabras que expresan ideas vecinas se limitan re -
cíprocamente: sinónimos como recelar, temer, tener miedo, no tienen valor propio más que por
su oposición; si recelar no existiera, todo su contenido iría a sus concurrentes. Al revés, hay tér-
minos que se enriquecen por contacto con otros; por ejemplo, el elemento nuevo introducido
en décrépit ("un vieillard décrépit") resulta de su coexistencia con décrépi ("un mur décrépi").6 Así
el valor de todo término está determinado por lo que lo rodea; ni siquiera de la palabra que sig-
nifica 'sol' se puede fijar inmediatamente el valor si no se considera lo que la rodea; lenguas
hay en las que es imposible decir "sentarse al sol".
Lo que hemos dicho de las palabras se aplica a todo término de la lengua, por ejemplo, a
las entidades gramaticales. Así, el valor de un plural español o francés no coincide del todo con
el de un plural sánscrito, aunque la mayoría de las veces la significación sea idéntica: es que el
sánscrito posee tres números en lugar de dos (mis ojos, mis orejas, mis brazos, mis piernas, etc., es-
tarían en dual); sería inexacto atribuir el mismo valor al plural en sánscrito y en español o
francés, porque el sánscrito no puede emplear el plural en todos los casos donde es regular en
español o en francés; su valor depende, pues, verdaderamente de lo que está fuera y alrededor
de él.
Si las palabras estuvieran encargadas de representar conceptos dados de antemano, cada
uno de ellos tendría, de lengua a lengua, correspondencias exactas para el sentido; pero no es
así. El francés dice louer (une maison) y el español alquilar, indiferentemente por 'tomar' o 'dar
en alquiler, mientras el alemán emplea dos términos: mieten y vermieten; no hay, pues, corres-
pondencia exacta de valores. Los verbos schätzen y urteilen presentan un conjunto de significa-
ciones que corresponden a bulto a las palabras francesas estimer y juger, esp. estimar y juzgar.
Sin embargo, en varios puntos esta correspondencia falla.
La flexión ofrece ejemplos particularmente notables. La distinción de los tiempos, que
nos es tan familiar, es extraña a ciertas lenguas; el hebreo ni siquiera conoce la distinción, tan
fundamental, entre el pasado, el presente y el futuro. El protogermánico no tiene forma propia
para el futuro: cuando se dice que lo expresa con el presente, se habla impropiamente, pues el
valor de un presente no es idéntico en germánico y en las lenguas que tienen un futuro junto al
presente. Las lenguas eslavas distinguen regularmente dos aspectos del verbo: el perfectivo re-
presenta la acción en su totalidad, como un punto, fuera de todo desarrollarse; el imperfectivo
la muestra en su desarrollo y en la línea del tiempo. Estas categorías presentan dificultades
para un francés o para un español porque sus lenguas las ignoran: si estuvieran predetermina-
das, no sería así. En todos estos casos, pues, sorprendemos, en lugar de ideas dadas de antema-
no, valores que emanan del sistema. Cuando se dice que los valores corresponden a conceptos,
se sobreentiende que son puramente diferenciales, definidos no positivamente por su conteni-
do, sino negativamente por sus relaciones con los otros términos del sistema. Su más exacta
característica es la de ser lo que los otros no son. 7

6[O con nuestro ejemplo español: el elemento nuevo introducido en el uso argentino de latente ("un en-
tusiasmo latente") resulta de su coexistencia con latir ("un corazón latiente"). A.A.]
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Ahora se ve la interpretación real del esquema del signo.


Así quiere decir que en español un concepto 'juzgar' está unido
a la imagen acústica juzgar; en una palabra, simboliza la
significación; pero bien entendido que ese concepto nada tiene
de inicial, que no es más que un valor determinado por sus
relaciones con los otros valores similares, y que sin ellos la significación no existiría. Cuando
afirmo simplemente que una palabra significa tal cosa, cuando me atengo a la asociación de la
imagen acústica con el concepto, hago una operación que puede en cierta medida ser exacta y
dar una idea de la realidad; pero de ningún modo expreso el hecho lingüístico en su esencia y
en su amplitud.

§ 3. El valor lingüístico considerado en su aspecto material


Si la parte conceptual del valor está constituida únicamente por sus conexiones y dife-
rencias con los otros términos de la lengua, otro tanto se puede decir de su parte material. Lo
que importa en la palabra no es el sonido por sí mismo, sino las diferencias fónicas que permi-
ten distinguir una palabra de todas las demás, pues ellas son las que llevan la significación.
Quizá esto sorprenda, pero en verdad ¿dónde habría la posibilidad de lo contrario? Pues-
to que no hay imagen vocal que responda mejor que otra a lo que se le encomienda expresar,
es evidente, hasta a priori, que nunca podrá un fragmento de lengua estar fundado, en último
análisis, en otra cosa que en su no-coincidencia con el resto. Arbitrario y diferencial son dos cua-
lidades correlativas.
La alteración de los signos lingüísticos patentiza bien esta correlación; precisamente
porque los términos a y b son radicalmente incapaces de llegar como tales hasta las regiones de
la conciencia –la cual no percibe perpetuamente más que la diferencia a/b–, cada uno de los
términos queda libre para modificarse según leyes ajenas a su función significativa. El genitivo
plural checo žen no está caracterizado por ningún signo positivo; sin embargo, el grupo de for-
mas žena: žen funciona también como el de žena: žen ъ que le ha precedido; es que lo único que
entra en juego es la diferencia de los signos; žena vale sólo porque es diferente.
Otro ejemplo que hace ver todavía mejor lo que hay de sistemático en este juego de las di -
ferencias fónicas: en griego éphēn es un imperfecto y estēn un aoristo, aunque ambos están forma-
dos de manera idéntica; es que el primero pertenece al sistema del indicativo presente phēmí
'digo', mientras que no hay presente *stēmi; ahora bien, la relación phēmí- éphēn es justamente la
que corresponde a la relación entre el presente y el imperfecto (cfr. deíknūmi-edeíknūn), etc. Estos
signos actúan, pues, no por su valor intrínseco, sino por su posición relativa.
Por lo demás, es imposible que el sonido, elemento material, pertenezca por sí a la len-
gua. Para la lengua no es más que una cosa secundaria, una materia que pone en juego. Todos
los valores convencionales presentan este carácter de no confundirse con el elemento tangible
que les sirve de soporte. Así no es el metal de una moneda lo que fija su valor; un escudo que
vale nominalmente cinco francos no contiene de plata más que la mitad de esa suma; y valdrá
más o menos con tal o cual efigie, más o menos a este o al otro lado de una frontera política.
Esto es más cierto todavía en el significante lingüístico; en su esencia, de ningún modo es fóni -
co, es incorpóreo, constituido, no por su sustancia material, sino únicamente por las diferen-
cias que separan su imagen acústica de todas las demás.

7 [Por ejemplo: para designar temperaturas, tibio es lo que no es frío ni caliente; para designar distancias,
ahí es lo que no es aquí ni allí; esto lo que no es eso ni aquello. El inglés, que tiene dos términos, this y that,
en lugar de nuestros tres, este, ese, aquel, presenta otro juego de valores. A.A.]
29

Este principio es tan esencial, que se aplica a todos los elementos materiales de la lengua,
incluidos los fonemas. Cada idioma compone sus palabras a base de un sistema de elementos
sonoros, cada uno de los cuales forma una unidad netamente deslindada y cuyo número está
perfectamente determinado. Pero lo que los caracteriza no es, como se podría creer, su cuali-
dad propia y positiva, sino simplemente el hecho de que no se confunden unos con otros. Los
fonemas son ante todo entidades opositivas, relativas y negativas.
Y lo prueba el margen y la elasticidad de que los hablantes gozan para la pronunciación
con tal que los sonidos sigan siendo distintos unos de otros. Así, en francés, el uso general de la
r uvular (grasseyé) no impide a muchas personas el usar la r apicoalveolar (roulé); la lengua no
queda por eso dañada; la lengua no pide más que la diferencia, y sólo exige, contra lo que se
podría pensar, que el sonido tenga una cualidad invariable. Hasta puedo pronunciar la r france-
sa como la ch alemana de Bach, doch [= j española de reloj, boj], mientras que un alemán (que tie-
ne también la r uvular) no podría emplear la ch como r, porque esa lengua reconoce los dos ele-
mentos y debe distinguirlos. Lo mismo, en ruso, no habría margen para una t junto a una t' (t
mojada, de contacto amplio), porque el resultado sería el confundir dos sonidos diferentes para
la lengua (cfr. govorit' "hablar" y govorit "él habla"), pero en cambio habrá una libertad mayor
del lado de la th (t aspirada), porque este sonido no está previsto en el sistema de los fonemas
del ruso.
Como idéntico estado de cosas se comprueba en ese otro sistema de signos que es la es-
critura, lo tomaremos como término de comparación para aclarar toda esta cuestión. De hecho:
1° los signos de la escritura son arbitrarios; ninguna conexión, por ejemplo, hay entre la
letra t y el sonido que designa;
2° el valor de las letras es puramente negativo y diferencial; así una misma persona pue -
de escribir la t con variantes tales como

Lo único esencial es que ese signo no se confunda en su escritura con el de la l, de la d,


etcétera;
3° los valores de la escritura no funcionan más que por su oposición recíproca en el seno
de un sistema definido, compuesto de un número determinado de letras. Este carácter, sin ser
idéntico al segundo, está ligado a él estrechamente, porque ambos dependen del primero. Sien-
do el signo gráfico arbitrario, poco importa su forma, o, mejor, sólo tiene importancia en los lí-
mites impuestos por el sistema;
4° el medio de producción del signo es totalmente indiferente, porque no interesa al sis-
tema (eso se deduce también de la primera característica). Escribamos las letras en blanco o en
negro, en hueco o en relieve, con una pluma o con unas tijeras, eso no tiene importancia para
la significación.

§ 4. El signo considerado en su totalidad


Todo lo precedente viene a decir que en la lengua no hay más que diferencias. Todavía más:
una diferencia supone, en general, términos positivos entre los cuales se establece; pero en la
lengua sólo hay diferencias sin términos positivos. Ya se considere el significante, ya el significado,
la lengua no comporta ni ideas ni sonidos preexistentes al sistema lingüístico, sino solamente
diferencias conceptuales y diferencias fónicas resultantes de ese sistema. Lo que de idea o de
materia fónica hay en un signo importa menos que lo que hay a su alrededor en los otros sig-
30

nos. La prueba está en que el valor de un término puede modificarse sin tocar ni a su sentido ni
a su sonido, con sólo el hecho de que tal otro término vecino haya sufrido una modificación.
Pero decir que en la lengua todo es negativo sólo es verdad en cuanto al significante y al
significado tomados aparte: en cuanto consideramos el signo en su totalidad, nos hallamos ante
una cosa positiva en su orden. Un sistema lingüístico es una serie de diferencias de sonidos com-
binados con una serie de diferencias de ideas; pero este enfrentamiento de cierto nú- mero de
signos acústicos con otros tantos cortes hechos en la masa del pensamiento engendra un sistema
de valores; y este sistema es lo que constituye el lazo efectivo entre los elementos fónicos y psí-
quicos en el interior de cada signo. Aunque el significante y el significado, tomado cada uno apar-
te, sean puramente negativos y diferenciales, su combinación es un hecho positivo; hasta es la
única especie de hechos que comporta la lengua, puesto que lo propio de la institución lingüística
es justamente el mantener el paralelismo entre esos dos órdenes de diferencias.
Ciertos hechos diacrónicos son muy característicos a este respecto: son los innumerables
casos en que la alteración del significante acarrea la alteración de la idea, y donde se ve que en
principio la suma de las ideas distinguidas corresponde a la suma de los signos distintivos.
Cuando dos términos se confunden por alteración fonética (por ejemplo, décrépit = decrepitus y
décrépi de crispus), las ideas tenderán a confundirse también por poco que se presten a ello. ¿Se
diferencia un término (por ejemplo fr. chaise y chaire [dos variantes fonéticas de una misma pa-
labra 'silla', del latín cathedra])?8 Infaliblemente, la diferencia resultante tenderá a hacerse sig-
nificativa, sin conseguirlo ni siempre ni al primer intento. Inversamente, toda diferencia ideal
percibida por el espíritu tiende a expresarse por significantes distintos, y dos ideas que el es-
píritu deja de distinguir tienden a confundirse en el mismo significante.
Cuando se comparan los signos entre sí –términos positivos–, ya no se puede hablar de
diferencia; la expresión sería impropia, puesto que no se aplica bien más que a la comparación
de dos imágenes acústicas, por ejemplo padre y madre, o a la de dos ideas, por ejemplo la idea
'padre' y la idea 'madre'; dos signos que comportan cada uno un significado y un significante
no son diferentes, sólo son distintos. Entre ellos no hay más que oposición. Todo el mecanismo
del lenguaje, de que hablaremos luego, se basa en oposiciones de este género y en las diferen -
cias fónicas y conceptuales que implican.
Lo que es verdad respecto al valor lo es también respecto a la unidad. Es un fragmento de
la cadena hablada correspondiente a cierto concepto; uno y otro son de naturaleza puramente
diferencial. Aplicado a la unidad, el principio de diferenciación se puede formular así: los carac-
teres de la unidad se confunden con la unidad misma. En la lengua, como en todo sistema semiológi-
co, lo que distingue a un signo es todo lo que lo constituye. La diferencia es lo que hace la ca-
racterística, como hace el valor y la unidad.
Otra consecuencia, bien paradójica, de este mismo principio: lo que comúnmente se lla-
ma "un hecho de gramática" responde en último análisis a la definición de la unidad, porque
expresa siempre una oposición de términos; sólo que esta oposición resulta particularmente
significativa, por ejemplo la formación del plural alemán del tipo Nacht : Nächte. Cada uno de
los términos enfrentados en el hecho gramatical (el singular sin metafonía y sin -e final, opues-
to al plural con metafonía y con -e) está constituido por todo un juego de oposiciones en el seno
del sistema; tomados aisladamente, ni Nacht ni Nächte son nada: luego todo es oposición. Dicho
de otro modo, se puede expresar la relación Nacht : Nächte con una fórmula algebraica a/b, don-
de a y b no son términos simples, sino que resulta cada uno de un conjunto de conexiones. La
lengua, por decirlo así, es un álgebra que no tuviera más que términos complejos. Entre las
oposiciones que abarca hay unas más significativas que otras; pero unidad y "hecho de gramá -
8 [Por ejemplo, en español conciencia y consciencia, cuyos significados se polarizan respectivamente en el
terreno moral y en el cognoscitivo. A. A.]
31

tica" no son más que nombres diferentes para designar aspectos diversos de un mismo hecho
general: el juego de oposiciones lingüísticas. Tan cierto es esto, que se podría muy bien abordar
el problema de las unidades comenzando por los hechos de gramática. Planteando una oposi-
ción como Nacht : Nächte, por ejemplo, nos preguntaríamos cuáles son las unidades puestas en
juego en esta oposición. ¿Son únicamente estas dos palabras o la serie entera de palabras aná-
logas? ¿O bien a y ä? ¿O todos los singulares y todos los plurales?, etcétera.
Unidad y hecho de gramática no se confundirían si los signos lingüísticos estuvieran
constituidos por algo más que por diferencias. Pero siendo la lengua como es, de cualquier lado
que se la mire no se encontrará cosa más simple: en todas partes y siempre este mismo equili-
brio complejo de términos que se condicionan recíprocamente. Dicho de otro modo, la lengua
es una forma y no una sustancia. Nunca nos percataremos bastante de esta verdad, porque todos
los errores de nuestra terminología, todas las maneras incorrectas de designar las cosas de la
lengua provienen de esa involuntaria suposición de que hay una substancia en el fenómeno lin-
güístico.

Capítulo V. Relaciones sintagmáticas y relaciones asociativas

§ 1. Definiciones
Así, pues, en un estado de lengua todo se basa en relaciones; ¿y cómo funcionan esas re -
laciones?
Las relaciones y las diferencias entre términos se despliegan en dos esferas distintas,
cada una generadora de cierto orden de valores; la oposición entre esos dos órdenes nos hace
comprender mejor la naturaleza de cada uno. Ellos corresponden a dos formas de nuestra acti-
vidad mental, ambos indispensables a la vida de la lengua.
De un lado, en el discurso, las palabras contraen entre sí, en virtud de su encadenamien-
to, relaciones fundadas en el carácter lineal de la lengua, que excluye la posibilidad de pronun-
ciar dos elementos a la vez. Los elementos se alinean uno tras otro en la cadena del habla. Estas
combinaciones que se apoyan en la extensión se pueden llamar sintagmas.9 El sintagma se com-
pone siempre, pues, de dos o más unidades consecutivas (por ejemplo: re-leer; contra todos; la
vida humana; Dios es bueno; si hace buen tiempo, saldremos, etc.). Colocado en un sintagma, un tér-
mino sólo adquiere su valor porque se opone al que le precede o al que le sigue o a ambos.
Por otra parte, fuera del discurso, las palabras que ofrecen algo de común se asocian en
la memoria, y así se forman grupos en el seno de los cuales reinan relaciones muy diversas. Así
la palabra francesa enseignement, o la española enseñanza, hará surgir inconscientemente en el
espíritu un montón de otras palabras (enseigner, renseigner, etc., o bien armement, changement,
etc., o bien éducation, apprentisage);10 por un lado o por otro, todas tienen algo de común.
Ya se ve que estas coordinaciones son de muy distinta especie que las primeras. Ya no se
basan en la extensión; su sede está en el cerebro, y forman parte de ese tesoro interior que
constituye la lengua de cada individuo. Las llamaremos relaciones asociativas.
La conexión sintagmática es in praesentia; se apoya en dos o más términos igualmente
presentes en una serie efectiva. Por el contrario, la conexión asociativa une términos in absen-
tia en una serie mnemónica virtual.
9Casi es inútil hacer observar que el estudio de los sintagmas no se confunde con la sintaxis; la sintaxis no
es más que una parte de este estudio. (B. y S.)
10[Si se toma la palabra española enseñanza, las palabras asociadas serán enseñar, o bien templanza, espe-
ranza, etc., o bien educación, aprendizaje, etc. A. A.]
32

Desde este doble punto de vista una unidad lingüística es comparable a una parte deter-
minada de un edificio, una columna por ejemplo; la columna se halla, por un lado, en cierta re-
lación con el arquitrabe que sostiene; esta disposición de dos unidades igualmente presentes
en el espacio hace pensar en la relación sintagmática; por otro lado, si la columna es de orden
dórico, evoca la comparación mental con los otros órdenes (jónico, corintio, etc.), que son ele-
mentos no presentes en el espacio: la relación es asociativa.
Cada uno de estos dos órdenes de coordinación exige ciertas observaciones particulares.

§ 2. Relaciones sintagmáticas
Nuestros ejemplos ya dan a entender que la noción de sintagma no sólo se aplica a las pa-
labras, sino también a los grupos de palabras, a las unidades complejas de toda dimensión y es -
pecie (palabras compuestas, derivadas, miembros de oración, oraciones enteras).
No basta considerar la relación que une las diversas partes de un sintagma (por ejemplo
contra y todos en contra todos, contra y maestre en contramaestre); hace falta también tener en
cuenta la relación que enlaza la totalidad con sus partes (por ejemplo contra todos opuesto de
un lado a contra y de otro a todos, o contramaestre opuesto a contra y a maestre).
Aquí se podría hacer una objeción. La oración es el tipo del sintagma por excelencia.
Pero la oración pertenece al habla, no a la lengua; ¿no se sigue de aquí que el sintagma perte -
nece al habla? No lo creemos así. Lo propio del habla es la libertad de combinaciones; hay,
pues, que preguntarse si todos los sintagmas son igualmente libres.
Hay, primero, un gran número de expresiones que pertenecen a la lengua; son las frases
hechas, en las que el uso veda cambiar nada, aun cuando sea posible distinguir, por la refle -
xión, diferentes partes significativas (cfr. francés à quoi bon?, allons donc!, etc.).11 Y, aunque en
menor grado, lo mismo se puede decir de expresiones como prendre la mouche, forcer la main à
quelqu'un, rompre une lance, o también avoir mal à (la tête, etc.), à force de (soins, etc.), que vous en
semble?, pas n'est besoin de..., etc.,12 cuyo carácter usual depende de las particularidades de su
significación o de su sintaxis.
Estos giros no se pueden improvisar; la tradición los suministra. Se pueden también citar
las palabras que, aun prestándose perfectamente al análisis, se caracterizan por alguna anoma-
lía morfológica mantenida por la sola fuerza del uso (cfr. en francés difficulté frente a facilité,
etc., mourrai frente a dormirai, etc.).13
Y no es todo esto: hay que atribuir a la lengua, no al habla, todos los tipos de sintagmas
construidos sobre formas regulares. En efecto, como nada hay de abstracto en la lengua, esos
tipos sólo existen cuando la lengua ha registrado un número suficientemente grande de sus es-
pecímenes. Cuando una palabra como fr. indécorable o esp. ingraduable surge en el habla, supone
un tipo determinado, y este tipo a su vez sólo es posible por el recuerdo de un número suficien -
te de palabras similares que pertenecen a la lengua (imperdonable, intolerable, infatigable, etc.).
Exactamente lo mismo pasa con las oraciones y grupos de palabras establecidos sobre patrones
regulares; combinaciones como la tierra gira, ¿qué te ha dicho?, responden a tipos generales que a
su vez tienen su base en la lengua en forma de recuerdos concretos.

11[En español tienen esa condición frases como ¡Vamos, hombre!, arg. ¡salí de ahí! como negativa en oposi-
ción al interlocutor; ¿y a ti qué?, etc. A. A.]
12[Frases de carácter equivalente en español: ganar de mano, arg. pisar el poncho, romper una lanza, a
fuerza de (cuidados, etc.), no hay por qué (hacer tal cosa), soltar la mosca ('dar el dinero a pesar de la re-
sistencia o repugnancia'). A. A.]
13[En español querré frente a moriré, dificultad frente a facilidad. A. A.]
33

Pero hay que reconocer que en el dominio del sintagma no hay límite señalado entre el
hecho de lengua, testimonio del uso colectivo, y el hecho de habla, que depende de la libertad
individual. En muchos casos es difícil clasificar una combinación de unidades, porque un factor
y otro han concurrido para producirlo y en una proporción imposible de determinar.

§ 3. Relaciones asociativas
Los grupos formados por asociación mental no se limitan a relacionar los dominios que
presentan algo de común; el espíritu capta también la naturaleza de las relaciones que los atan
en cada caso y crea con ello tantas series asociativas como relaciones diversas haya. Así en en-
seignement, enseigner, enseignons, etc. (enseñanza, enseñar, enseñemos), hay un elemento común a
todos los términos, el radical; pero la palabra enseignement (o enseñanza) se puede hallar impli-
cada en una serie basada en otro elemento común, el sufijo (cfr. enseignement, armement, chan-
gement, etc.; enseñanza, templanza, esperanza, tardanza, etc.); la asociación puede basarse también
en la mera analogía de los significados (enseñanza, instrucción, aprendizaje, educación, etc.), o, al
contrario, en la simple comunidad de las imágenes acústicas (por ejemplo, enseignement y jus-
tement, o bien enseñanza y lanza).14 Por consiguiente, tan pronto hay comunidad doble del sen-
tido y de la forma, como comunidad de forma o de sentido solamente. Una palabra cualquiera
puede siempre evocar todo lo que sea susceptible de estarle asociado de un modo o de otro.
Mientras que un sintagma evoca en seguida la idea de un orden de sucesión y de un nú -
mero determinado de elementos, los términos de una familia asociativa no se presentan ni en
número definido ni en un orden determinado. Si asociamos dese-oso, calur-oso, temer-oso, etc.,
nos sería imposible decir de antemano cuál será el número de palabras sugeridas por la memo -
ria ni en qué orden aparecerán. Un término dado es como el centro de una constelación, el
punto donde convergen otros términos coordinados cuya suma es indefinida.

14 Este último caso es raro y puede pasar por anormal, pues el espíritu descarta naturalmente las asocia-
ciones capaces de turbar la inteligencia del discurso; pero su existencia está probada por una categoría
inferior de juegos de palabras que reposa en las confusiones absurdas que pueden resultar de la homoni-
mia pura y simple, como cuando se dice en francés: “Les musiciens produisent les sons et les grainetiers
les vendent” [o cuando el niño sorprendido en viña ajena suplica para evitar el castigo: “No me pegue
usted, que tengo la barriga llena de granos”]. Este caso debe distinguirse bien del otro en que una asocia-
ción, aunque sea fortuita, se pueda apoyar en un contacto de ideas (cfr. francés ergot : ergoter, alem. blau :
durchbläuen, 'moler a palos', [esp. señor : señero, migaja : miaja (*medalia), terror : aterrar]; se trata aquí de
una interpretación nueva de uno de los términos de la pareja; éstos son casos de etimología popular; el
hecho es interesante para la evolución semántica, pero desde el punto de vista sincrónico cae simple-
mente en la categoría enseigner : enseignement, arriba mencionados. (B. y S.)
34

Sin embargo, de estos dos caracteres de la serie asociativa, orden indeterminado y núme-
ro indefinido, sólo el primero se cumple siempre; el segundo puede faltar. Es lo que ocurre en
un tipo característico de este género de agrupaciones, los paradigmas de la flexión. En latín, en
dominus, dominī, dominō, etc., tenemos ciertamente un grupo asociativo formado por un elemen-
to común, el tema nominal domin-; pero la serie no es indefinida como la de enseignement, chan-
gement, etc.; el número de casos es determinado; por el contrario, su sucesión no está ordenada
espacialmente, y si los gramáticos los agrupan de un modo y no de otro es por un acto pura-
mente arbitrario; para la conciencia de los sujetos hablantes el nominativo no es de modo al-
guno el primer caso de la declinación, y los términos podrán surgir, según la ocasión, en tal o
cual orden.
35

La semiótica de Charles Peirce


El pragmatismo y la perspectiva semiótica de
Charles Peirce
María Cecilia Pereira

Charles Peirce (1839-1914) fue un lógico, un epistemólogo y un gran divulgador de las


teorías científicas de su época. Numerosos investigadores lo ubican como uno de los padres del
pragmatismo norteamericano por sus aportes a la teoría del conocimiento, a la lógica y por su
teoría del significado.
Para el pragmatismo, el conocimiento se vincula con la experiencia. Ahora bien, la experien-
cia que esta perspectiva considera es más una apertura hacia el futuro que algo del pasado. Por
eso, el análisis de la experiencia no implica el cotejo con el inventario del patrimonio acumulado,
sino la previsión o anticipación de los desarrollos o la utilización posible de ese patrimonio. La pre-
visión de ese uso y la determinación de sus límites son las que definen el significado y, en última
instancia, la verdad misma, para el pragmatismo. En consecuencia, la verdad no es tal por ser cote -
jable con los datos de la experiencia pasada, sino por ser susceptible de un uso cualquiera en la ex -
periencia futura (Abbagnano, 1982:517). Así, una hipótesis científica –el descubrimiento del litio,
por ejemplo– accede al estatuto de un saber y, por lo tanto, de signo, sobre la base del conocimiento
de lo que serían los efectos de ese saber –las particularidades y las propiedades físicas y químicas
del litio– que permitirían reconocerlo y utilizarlo.
Como veremos en las reflexiones de sus cartas a Lady Welby, la experiencia humana
se organiza para Peirce en tres niveles que denomina: (a) “primeridad”, (b) “segundidad” y
(c) “terceridad”, y que corresponden, grosso modo, (a) a las cualidades sentidas, (b) a la
experiencia del esfuerzo, cuando una cosa actúa sobre otra y (c) a los signos (Ducrot y To-
dorov, 1972:114-16). Como la experiencia implica siempre una apertura hacia el futuro,
un postulado central de esta corriente de pensamiento es que el signo es una acción, el lu-
gar de una actividad de producción de nuevas significaciones. La posición pragmática so-
bre los signos podría ser pensada en un sentido amplio del modo siguiente: una idea emiti-
da o representada, algo percibido accede al estatuto de signo solo si su comprensión inclu-
ye todo lo que esa idea pueda devenir en la vida semiótica posterior. Desde las miradas ac-
tuales provenientes del campo cultural, que es el que nos interesa especialmente, conocer
un texto, una pintura, o cualquier otra cosa consistiría en estimar lo que serían potencial-
mente sus prolongaciones: sus lecturas, sus interpretaciones, su relación con otras pinturas,
con la música o con otros textos (Fisette, 1996: 36-37).
36

Para diferenciarse de otras corrientes del pragmatismo (la de James Schiller, por
ejemplo), Peirce prefirió designar a su filosofía como “pragmaticismo”. Como hemos se-
ñalado, Peirce era un científico y se interesaba por explicar el modo en que conocemos y
actuamos. De ahí que cualquier cosa, si comunica algo para alguien, es un signo: una pala-
bra, un texto, una imagen, un artefacto del mundo, una idea, incluso el hombre mismo es
un signo. Como veremos, un signo desencadena un proceso que implica una relación entre
tres elementos vinculados con los niveles de experiencia, tal como la concibe Peirce: el
“representamen” (algo que está presente) remite a un “objeto” (lo presenta de algún modo)
para alguien. El representamen es un “primero” que remite a un “segundo”, su objeto, pero
además desencadena otros signos equivalentes o más desarrollados (“tercero”). Ese tercer
elemento del signo, el “interpretante”, construye una representación de ese representamen
(Fisette, 1996:56-57). La naturaleza triádica del signo tal como lo concibe Peirce busca es-
pecialmente dar cuenta del conocimiento humano, no solo del conocimiento científico,
sino también del que proviene del sentido común, de las manifestaciones estéticas u otras,
y busca dar cuenta de las complejas relaciones que los signos establecen con lo real (Ma-
rafioti, 1998: 35).
Analizaremos su reflexión sobre los signos a partir de las lecturas de Roberto Marafioti,
de Victorino Zacceto y de fragmentos del propio Peirce. Luego incluimos una reflexión sobre
los íconos de Martine Joly que retoma la perspectiva de Peirce.

Bibliografía de referencia
ABBAGNANO, Nicolás (1982):“Pragmatismo y pragmaticismo”, Historia de la filosofía, vol
III, Barcelona, Hora.
DELLADALLE, Gérard (1990): Leer a Peirce hoy, Barcelona: Gedisa.
DUCROT, Osvald y Tzvtan TODOROV (1979): “Sémiotique”, Dictionnaire encyclopédique
des sciences du langage, París, Seuil.
FISETTE, Jean (1996): Pour une pragmatique de la signification, Québec, XYZ éditeur.
MARAFIOTI, Roberto (1998): “Charles Sanders Peirce ( 1839-1914): el signo y sus tricoto-
mías”, Recorridos semiológicos, Buenos Aires, EUDEBA.
ZECCHETTO, Victorino (2012): “Charles Sanders Peirce 1939/1914”, Seis semiólogos en
busca de un lector, Buenos Aires, La Crujía.
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Charles Sanders Peirce (1839-1914):


el signo y sus tricotomías
Roberto Marafioti (comp.)
Recorridos semiológicos. Signos, enunciación y argumentación,
Buenos Aires, Eudeba, 1998 (fragmento)

“Siempre que llegamos a conocer un hecho es porque se nos resiste.”

Dos datos pueden extraerse de esta afirmación de Peirce: el primero es que le interesa
reflexionar sobre el conocimiento; el segundo es que afirma, por la existencia misma del cono-
cimiento, la prioridad de lo real. Enigma, problema u obstáculo, la realidad es aquello con que
los seres humanos se enfrentan. Aquello (“hecho”) que aparece como obstáculo. Sería la segun-
didad, o experiencia del mundo lo que hace que se deba responder, a su vez, con la propia re-
sistencia. Si, por ejemplo, nos tropezamos con una piedra, ese tropezarse, ese encontrarse con
un hecho, segundidad en tanto encuentro, nos hará reconocer su dureza, primeridad, en tanto
cualidad específica de ese obstáculo (que puede formar parte, no obstante, de lo específico de
otros objetos). Pero tanto el reconocimiento de la cualidad o primeridad del objeto (hecho que
vivimos como resistencia) o segundidad, por el encuentro, sólo pueden conocerse una vez esta-
blecida la relación (entre el obstáculo y su cualidad que lo hace resistente-dureza en este caso).
La relación es la terceridad. Cualidad, hecho, ley son las primeras denominaciones de la semio -
sis o relación sígnica inherente a todo tipo de conocimiento (no sólo científico y racional sino
vulgar) que le preocupaba a Peirce.
El Diccionario... de Ducrot y Todorov ubica históricamente el término semiótica y sinteti-
za los aportes fundamentales de Peirce en la constitución contemporánea de una ciencia de los
signos.

La semiótica. Historia
La semiótica (o semiología) es la ciencia de los signos. Como los signos verbales siempre
representaron un papel muy importante, la reflexión sobre los signos se confundió durante
mucho tiempo con la reflexión sobre el lenguaje. Hay una teoría semiótica implícita en las es-
peculaciones lingüísticas que la Antigüedad nos ha legado: tanto en China como en la India, en
Grecia como en Roma. Los modistas de la Edad Media también formulan ideas sobre el lenguaje
que tienen un alcance semiótico. Pero sólo con Locke surgirá el nombre mismo de “semiótica”.
Durante todo este primer período, la semiótica no se distingue de la teoría general –o de la filo-
sofía– del lenguaje.
La semiótica llega a ser una disciplina independiente con la obra del filósofo norteameri -
cano Charles Sanders Peirce (1839-1914). Para él, es un marco de referencia que incluye todo
otro estudio: “Nunca me ha sido posible emprender un estudio –sea cual fuere su ámbito: las
matemáticas, la moral, la metafísica, la gravitación, la termodinámica, la óptica, la química, la
anatomía comparada, la astronomía, los hombres y las mujeres, el whist, la psicología, la fonéti-
38

ca, la economía, la historia de las ciencias, el vino, la metrología– sin concebirlo como un estu-
dio semiótico”. De allí que los textos semióticos de Peirce sean tan variados como los objetos
enumerados.
Nunca dejó una obra coherente que resumiera las grandes líneas de su doctrina. Esto ha
provocado durante mucho tiempo y aún hoy cierto desconocimiento de sus doctrinas, tanto
más difíciles de captar puesto que cambiaron de año en año.
La primera originalidad del sistema de Peirce consiste en su definición del signo. He aquí
una de sus formulaciones:

“Un Signo o Representamen, es un Primero que mantiene con un Segundo, llamado su Objeto,
tan verdadera relación triádica que es capaz de determinar un Tercero, llamado su Inter-
pretante, para que éste asuma la misma relación triádica con respecto al llamado Objeto que
la existente entre el Signo y el Objeto" .

Para comprender esta definición debe recordarse que toda la experiencia humana se or-
ganiza, para Peirce, en tres niveles que él llama la primeridad, la segundidad y la terceridad y
que corresponden, en líneas muy generales, a las cualidades sentidas, a la experiencia del es -
fuerzo y a los signos. A su vez, el signo es una de esas relaciones de tres términos: lo que provo-
ca el proceso de eslabonamiento, su objeto y el efecto que el signo produce, es decir, el inter -
pretante. En una acepción vasta, el interpretante es pues el sentido del signo: en una acepción
más estrecha, es la relación paradigmática entre un signo y otro; así, el interpretante es siempre
un signo que tendrá su interpretante, hasta el infinito en el caso de los signos “perfectos”.
Podríamos ilustrar este proceso de conversión entre el signo y el interpretante mediante
las relaciones que mantiene una palabra con los términos, que en el diccionario podrá formu-
larse, pero que siempre estará compuesta de palabras. “El signo no es un signo si no puede tra-
ducirse en otro signo en el cual se desarrolla con mayor plenitud.”
Es preciso subrayar que esta concepción es ajena a todo psicologismo: la conversión del
signo en interpretante(s) se produce en el sistema de signos no en el espíritu de los usuarios
(por consiguiente, no deben tomarse en cuenta algunas fórmulas de Peirce, como él mismo lo
sugiere, por lo demás: “He agregado ‘sobre una persona’ como para echarle un hueso al perro,
porque desespero de hacer entender mi propia concepción, que es más vasta”).
El segundo aspecto notable de la actividad semiótica de Peirce es su clasificación de las
variedades de signos. Ya hemos advertido que la cifra tres representa aquí un papel fundamen-
tal (como el dos en Saussure); el número total de variedades que Peirce distingue es de sesenta
y seis. Algunas de sus distinciones son hoy corrientes, como, por ejemplo, la de signo-tipo y
signo-ocurrencia (type y token, o legisign y sinsing).
Otra distinción conocida; pero con frecuencia mal interpretada, es la de ícono, índice y
símbolo. Esos tres niveles del signo todavía corresponden a la gradación primeridad, segundi-
dad, terceridad, y se definen de la siguiente manera: “Defino un ícono como un signo determi-
nado por su objeto dinámico en virtud de su naturaleza interna. Defino un índice como un signo
determinado por su objeto dinámico en virtud de la relación real que mantiene con él. Defino
un símbolo como un signo determinado por su objeto dinámico solamente en el sentido en que
será interpretado”. El símbolo se refiere a algo por la fuerza de una ley: es, por ejemplo, el caso
de las palabras de la lengua. El índice es un signo que se encuentra en contigüidad con el objeto
denotado, por ejemplo, la aparición de un síntoma de enfermedad, el descenso del barómetro,
la veleta que indica la dirección del viento, el ademán de señalar. En la lengua, todo lo que pro-
viene de la deixis es un índice, palabras tales como yo, tú, aquí, ahora, etc. (son, pues, “símbo -
los indiciales”). Por fin, el ícono es lo que exhibe la misma cualidad, o la misma configuración
39

de cualidades, que el objeto denotado, por ejemplo, una mancha negra por el color negro; las
onomatopeyas; los diagramas que reproducen relaciones entre propiedades. Peirce esboza una
subdivisión de los íconos en imágenes, diagramas y metáforas. Pero es fácil ver que en ningún
caso pueda asimilarse (como suele hacerse, erróneamente) la relación de ícono a la de parecido
entre dos significados (en términos retóricos, el ícono es una sinécdoque, más que una metáfo -
ra: ¿puede decirse que la mancha negra se parece al color negro?). Es menos posible aun identi-
ficar la relación de índice con la contigüidad entre dos significados (en el índice, la contigüidad
existe entre el signo y el referente, no entre dos entidades de la misma naturaleza). Por lo de -
más, Peirce llama la atención contra tales identificaciones.
La primera publicación sistemática, en inglés, de los textos de Peirce se realizó recién en
1958. En castellano comenzó a conocérselo en 1974. Dada su fragmentariedad y el hecho de que
en diferentes etapas de su reflexión cambió la terminología, todavía se esté discutiendo y rein-
terpretando su sistema que denominó Gramática Especulativa, Lógica o Semiótica, según los
textos. A veces lo más claro, sin embargo, consiste en citar al mismo Peirce.
40

El signo según Peirce


Victorino Zecchetto (coord.)
Seis semiólogos en busca del lector.
Saussure/Peirce/Barthes/Greimas/Eco/Verón,
Buenos Aires, La Crujía, 2012 (fragmento)

Uno de los puntos más destacados de la semiótica de Peirce es su peculiar concepción del
signo. Las reflexiones que hace al respecto son bastante complejas, de modo que, para facilitar
su comprensión, nosotros nos esforzaremos en presentarlas de manera simplificada, pero sin
quitarles lo esencial.
Peirce aplica al signo la triada lógica que ya había utilizado para indagar el resto de la
realidad.

a. Los tres componentes del signo

La función del signo –afirma Peirce– consiste en ser “algo que está en lugar de otra cosa
bajo algún aspecto o capacidad. El signo es una representación por la cual alguien puede men-
talmente remitirse a un objeto. En este proceso se hacen presentes tres elementos formales de
la triada a modo de soportes y relacionados entre sí: el primero es el “representamen”, relacio-
nado con su “objeto” (lo segundo) y el tercero, que es el “interpretante”.
- El representamen es la representación de algo; o sea, es el signo como elemento inicial de
toda semiosis.
Siendo el representamen la expresión que muestra alguna cosa (la que aparece como sig-
no), casi siempre es fruto del artificio o de la arbitrariedad de quienes lo crean, como sucede
con las lenguas. Según Peirce, el representamen se dirige a alguien en forma de estímulo, como
lo que está “en lugar de otra cosa” para la formación de otro signo equivalente que será el in-
terpretante.
A veces, las propiedades expresivas del representamen son ambiguas y originan sentidos
e interpretaciones diversas.
En resumen, el representamen es simplemente el signo en sí mismo, tomado formalmente
en un proceso concreto de semiosis, pero no debemos considerarlo un objeto, sino una realidad
teórica y mental.
- El interpretante es lo que produce el representamen en la mente de la persona. En el fon-
do, es la idea del representamen, o sea, del signo mismo. Peirce dice que “un signo es un repre -
sentamen que tiene un interpretante mental”.1
Esto significa que el interpretante es la captación del significado en relación con su signifi-
cante; en definitiva, el interpretante es siempre otro signo y, por lo tanto, algo le agrega al ob-
jeto del primero. Y como dentro del modelo triádico la gestación semiósica es continua, el “in-
terpretante” puede estar constituido por un desarrollo de uno o más signos. Peirce distingue el

1 Col. Papers 2.274, ES 148; de Semiótica, Ed. Einaudi, op. cit.


41

“interpretante inmediato” del “interpretante dinámico”, según la función que desempeña en


el proceso de la semiosis.
El “interpretante inmediato” es aquel que corresponde al significado del signo, a lo que
él representa; mientras que el “interpretante dinámico” es el efecto que el interpretante pro-
duce en la mente del sujeto, es la cadena de repercusiones en la mente del sujeto. Pongamos
este ejemplo: si le digo a un amigo: “Gané la lotería”, el interpretante inmediato es la idea que
él se hace en ese instante de la expresión “ganar la lotería”; en cambio, el interpretante diná-
mico es el efecto que produce la frase que escucha. Ese efecto son otras ideas o signos, tales
como “¡Qué suerte la tuya!”, “Yo nunca me saco nada”, “¿No estará mintiendo?”.
No hay que imaginar al interpretante como una persona que lee el signo, sino que se tra-
ta únicamente de la repercusión de dicho signo en la mente. La noción de interpretante, según
Peirce, encuadra perfectamente con la actividad mental del ser humano, donde todo pensa-
miento no es sino la representación de otro: “El significado de una representación no puede ser
sino otra representación”.
- El objeto es aquello a lo que alude el representamen y –dice Peirce–: “Este signo está en
lugar de algo: su objeto”. Debemos entonces, entender por objeto la denotación formal del sig-
no en relación con los otros componentes del mismo. A este objeto, Peirce lo denomina “objeto
inmediato” porque está dentro de la semiosis: debe distinguirse del “objeto dinámico” o “de -
signatum”, que está fuera del signo y es el que sostiene el contenido del representamen: “Debe -
mos distinguir el Objeto Inmediato, que es el Objeto tal como es representado por el signo mis -
mo, y cuyo Ser es, entonces, dependiente de la Representación de él en el Signo; y, por otra
parte, el Objeto Dinámico, que es la Realidad que, por algún medio, arbitra la forma de deter -
minar el Signo a su Representación”.
Esta “realidad que arbitra” no forzosamente debe ser sólo el referente al estilo saussu -
reano, sino que puede incluir otros significantes conocidos por nuestra mente y que ya forman
parte del bagaje cognoscitivo, engrosando de esta manera el espesor del “objeto”.
Sin embargo, no debemos pensar que el Objeto Dinámico sea fuente de conocimiento. No
puede serlo, porque la realidad en cuanto tal no dice nada a nuestra mente si ésta no posee ya
algunos otros signos de donde recabar otros conocimientos.
La tríada del signo se puede graficar con un triángulo:

Objeto

Representamen Interpretante

Pongamos un ejemplo: tomemos el signo de un caballo (figura o palabra): el representa-


men corresponde a ese primer signo percibido por alguien; el objeto es el animal aludido; el in-
terpretante es la relación mental que establece el sujeto entre el representamen y su objeto, o
sea, otra idea del signo.
Un conocido texto de Peirce describe la tríada de la siguiente manera:
“Un representamen es el sujeto de una relación triádica con un segundo llamado
su objeto, para un tercero llamado su interpretante. Esta relación triádica es tal
que el representamen determina a su interpretante a establecer la misma relación
triádica con el mismo objeto para algún interpretante.
42

Un signo, o representamen, es cualquier cosa que existe para alguien en lugar de


otra cosa, sea cual fuere su acepción o ámbito. El signo va dirigido a alguien y crea
en la mente de esta persona otro signo equivalente, o quizás más desarrollado. El
signo que se crea lo llamamos interpretante del primer signo. Este signo existe por
alguna razón, el propio objeto. Tiene sentido por ese objeto, no en todas sus acep-
ciones, sino enfocado a una clase de idea particular a la que alguna vez me he refe-
rido como el terreno de la representación.” 2

Recordemos que, para Peirce, los tres elementos de la tríada del signo no son entes inde -
pendientes, sino que se trata de relaciones o funciones para explicar la realidad viva de cada se-
miosis. Esto tiene sus consecuencias en toda la cadena semiótica. En efecto, la función de inter-
pretante en un determinado signo puede cambiar de valencia y convertirse en representamen de
otro signo en otra semiosis. Puede suceder que a un signo, por ejemplo, la foto de un deportis-
ta, se le cambie de valor sígnico con la intención de usarla para denotar otra cosa.
Notemos, además, que estos tres aspectos son “lógicos o formales”; solo existen en la
mente del sujeto en el momento concreto de percibir el signo. La distinción o separación de
cada momento es meramente mental, porque en la práctica la tríada no se puede separar:
constituye un mismo proceso.
Podemos darnos cuenta, entonces, que el signo –según Peirce– es ante todo una catego-
ría mental, es decir, una idea mediante la cual evocamos un objeto, con la finalidad de
aprehender el mundo o de comunicarnos. En este juego se produce la “semiosis”, que es un
proceso de inferencia propio de cualquier persona. La semiótica es la teoría de la práctica se -
miótica; de allí que el “signo” constituya el núcleo de ese estudio teórico.
Para concluir, digamos que de esta idea de signo se desprende también el concepto de se-
miosis infinita. En efecto, según Peirce, el interpretante de un signo refleja siempre los hábitos
mentales de la persona que entra en contacto con el representamen o, dicho de otra forma, tra-
duce las reacciones del individuo ante la provocación y el estímulo del signo, denotando sus
comportamientos y experiencias. Se alude aquí a la necesaria relación que existe entre la re -
cepción del signo y los hábitos culturales de los perceptores, sus experiencias previas de los ob-
jetos y de las cosas del mundo. Los individuos, en el momento de leer un signo, lo interpretan a
partir de lo que ya tienen formado en su mente, es decir, las ideas, las valoraciones sociales, las
visiones de la realidad y los prejuicios que, por cultura, costumbres o tradición poseen de ante -
mano. A partir de allí se van generando nuevas configuraciones. Es este proceso el que da lugar
a una “semiosis infinita", es decir, a una continua sucesión de producción de signos mediante
la cual los sujetos van pensando la verdad de las cosas y del mundo. La acción del conocimiento
humano, cuya base es la actividad sígnica, nos coloca dentro de una cadena sin fin de mediacio-
nes que nos remiten de signo en signo, entrelazando un lenguaje con otro, arrastrándonos en
la corriente de una semiosis tumultuosa en el río llamado “cultura”. Como afirma un estudioso:

“Puesto que tanto el objeto como el interpretante de cualquier signo son forzosa-
mente también signos, no es de sorprender que Peirce afirmara que todo este uni-
verso esté sembrado de signos, y se pegunta si no estará compuesto exclusivamen-
te de signos”.3
Es a partir de aquí que se genera la semiosis infinita. Leamos estas citas de Peirce:

2 lbidem, n° 228.
3 Sebeok, Thomas, en AA.VV.: El signo de los tres, Ed. Lumen, Barcelona, España. 1989, p. 29.
43

La semiótica

“La lógica, en sentido general, es sólo otro nombre de la semiótica (semiotiké), la


doctrina cuasi-necesaria, o formal, de los signos. Al describir la doctrina como
‘cuasi-necesaria’ o formal, quiero decir que observamos los caracteres de los sig-
nos y a partir de tal observación, por un proceso que no objetaré sea llamado Abs -
tracción, somos llevados a aseveraciones, en extremo falibles, y por ende en cierto
sentido innecesarias, concernientes a lo que deben ser los caracteres de todos los
signos usados por una inteligencia científica, es decir por una inteligencia capaz de
aprender a través de la experiencia.” (227)

Representamen, interpretante, objeto

“Un signo, o representamen, es algo que, para alguien, representa o se refiere a


algo en algún aspecto o carácter. Se dirige a alguien, esto es, crea en la mente de
esa persona un signo equivalente, o tal vez, un signo aún más desarrollado. Este
signo creado es lo que yo llamo el interpretante del primer signo. El signo está en
lugar de algo, su objeto. Está en lugar de ese objeto no en todos los aspectos, sino
sólo con referencia a una suerte de idea, que a veces he llamado el fundamento del
representamen. (…)
La palabra Signo será usada para denotar un Objeto perceptible, o solamente ima-
ginable, o aun inimaginable en un cierto sentido. (…) Un signo puede tener más de
un Objeto.” (228)

“Para que algo sea un signo, debe “representar’, como solemos decir, a otra cosa,
llamada su Objeto, aunque la condición de que el Signo debe ser distinto de su Ob -
jeto es, tal vez, arbitraria.” (230)

“El Signo puede solamente representar al Objeto y aludir a él. No puede dar cono-
cimiento o reconocimiento del Objeto. Esto es lo que se intenta definir en este tra -
bajo por Objeto de un Signo, vale decir: Objeto es aquello acerca de lo cual el signo
presupone un conocimiento para que sea posible proveer alguna información adi-
cional sobre el mismo.” (231).4

b. La clasificación del signo


En la tríada del signo es posible ver también el reflejo de la división triádica fundamental
que citamos arriba: el representamen, siendo el punto de arranque de la semiosis, remite a la
primeridad; el objeto a la segundidad y el interpretante a la terceridad. Desde aquí y enlazando
estas categorías con cada elemento del signo, es posible obtener su división según la siguiente
expresión triádica:

4 Peirce, Charles S., La Ciencia... op. cit.


44

Primeridad Secundidad Terceridad


Representamen Cualisigno Sinsigno Legisigno
Objeto Ícono Índice Símbolo
Interpretante Rema Dicisigno Argumento

Se trata de una división del signo que toma en cuenta su triple relación: consigo mismo,
con el objeto al cual alude y con el interpretante.

División del signo en relación con sí mismo, es decir, con el Representamen


- Cualisigno: es el signo en su aspecto de cualidad (por ej., el “color” del caballo, el tono de
voz de un discurso o poesía, el estilo de un grafismo, etc.). Es lo general del signo, pero que le
permite subsistir en cuanto tal, sin ser todavía la totalidad del signo.
- Sinsigno: es la presencia concreta del signo (por ej., la presencia del color del caballo en
este signo L concreto). Es lo particular del signo.
- Legisigno: es la norma o modelo sobre el cual se construye un sinsigno (por ej., lo que es -
tablece el diccionario para la definición semántica de la palabra “caballo").
U. Eco explica con un ejemplo esta división:

“Un billete de banco es un sinsigno cuyo legisigno establece su equivalencia con


una cantidad exacta de oro: pero a partir del momento en que la réplica se estudia
como provista de características cualisígnicas (la filigrana, la numeración), tam-
bién en un cualisigno y, por lo tanto, irreproducible como tal. Se objetará que el
oro es cualisigno a causa de su rareza, y en cambio el billete se ha convencionaliza-
do como dotado de valor, por arbitrio legisígnico; pero es que también el billete es
cualisigno a causa de su rareza, y también el oro se ha convencionalizado como pa-
rámetro de valor de una manera arbitraria (podría llegar a ser abandonado como
patrón, y sustituido por el uranio).” 5

División del signo en relación con su Objeto


Esta es una de las clasificaciones más conocidas de Peirce y que ha suscitado también no
pocos debates teóricos. Según el objeto al cual se dirige, Peirce distingue tres clases de signos:
- Ícono: es el signo que se relaciona con su objeto por razones de semejanza: “... relación
de razón entre el signo y la cosa significada”. Para Peirce, el ícono es una imagen mental, o sea,
de un representamen que representa su objeto, al cual se le parece. El ícono de la palabra “frío”
es la imagen que se forma en nuestra mente y que se asemeja a nuestra experiencia del frío.
Pero también es un ícono un cuadro de paisaje, una fotografía o un diagrama.
- Índice: es el signo que conecta directamente con su objeto: las huellas de un caballo so-
bre el camino, o bien, el pronombre “tú” para indicar la persona con la que se habla. El índice
es, pues, indicativo, y remite a alguna cosa para señalarla, como sucede con el mercurio de
un termómetro, que esté para señalar la temperatura o el humo para indicar la presencia del
fuego.
- Símbolo: es el signo simplemente arbitrario, como las palabras: ellas, en efecto, tienen
significado por una ley de convención arbitrariamente establecida.
La dificultad para comprender esta clasificación se disipa si recordamos una vez más
que, para Peirce, el signo es una entidad triádica y, por lo tanto, el icono, el índice y el símbolo
no son sino representámenes (signos con algún soporte) que se relacionan con el objeto desde
5 Eco, Umberto. Signo, Ed. Labor, Barcelona, España, 1994, p. 56.
45

diferentes puntos de vista. En cambio, en otra vertiente de problemas, es sobre todo el tema
del iconismo el que sigue provocando polémicas, ya que el pensamiento de Peirce no es del todo
claro al respecto.
Peirce dice que “el único modo de comunicar directamente una idea es por medio de un
ícono”, lo cual equivale a afirmar que todo ícono es una imagen mental, o sea, algo que existe en
el interior de la persona, a manera de imágenes, de esquemas, de formas y colores de las cosas. El
conocimiento humano –según Peirce– se genera siempre mediante una relación de signos, de
modo que también un ícono es un producto mental, construido mediante la relación de percep-
ciones sígnicas y operando con ellas. Es lógico, entonces, que él considere ícono no sólo una foto-
grafía, sino también una onomatopeya o un diagrama. Los diagramas son íconos, porque repre-
sentan una equivalencia proporcional, un espacio lógico, precisamente aquel que se forma en la
mente acerca del diagrama mismo. Como vemos, su concepción de iconismo es muy particular y
parece que, en el fondo, Peirce maneja dos conceptos de iconismo. El primero es el que se carac-
teriza por ser una percepción mental común a cualquier elaboración sígnica durante el proceso
de conocimiento humano: entonces, en rigor de lógica, según Peirce, el cuadro de un caballo no
es un ícono sino un índice que atrae nuestra atención sobre el animal allí representado, pero por
comodidad –afirma él– se suele extender también a la cosa representada.
Otro concepto más específico de ícono tiene que ver con aquel signo que genera en el in -
dividuo una imagen semejante a las cosas representadas. Sin embargo, lo que produce seme-
janza no es el objeto, sino la construcción sígnica convencional. Así, por ejemplo, el caballo del
cuadro se relaciona con su objeto no por una semejanza física entre la imagen y el animal, sino
por una “homología proporcional”, es decir, debido a la similitud de proporciones, en donde
cada punto de la figura está colocado en el mismo orden que corresponde al objeto representa-
do y cuya convención semiótica aceptamos.
46

Carta a Lady Welby


Charles Sanders Peirce
Traducción castellana de Ignacio Redondo, 2006 (fragmentos)

Milford, Pennsylvannia
12 de octubre de 1904
Mi querida Lady Welby:
No ha pasado un solo día desde que recibí su última carta en el que no haya lamentado
las circunstancias que me impidieron escribir ese mismo día la carta que estaba intentando es -
cribirle, no sin haberme prometido a mí mismo que eso debería estar hecho pronto. […]
Pero quería escribirle acerca de los signos, que en su opinión y en la mía son cuestio-
nes de gran consideración. Creo que más en mi caso que en el suyo. Puesto que en mi caso,
el más alto grado de realidad sólo se alcanza por medio de signos, esto es, mediante ideas
tales como las de Verdad, Justicia y el resto. Suena paradójico, pero cuando le haya expli-
cado mi teoría de los signos en su totalidad lo parecerá menos. Creo que hoy le explicaré
los esbozos de mi clasificación de los signos.
Usted sabe que apruebo especialmente la invención de palabras nuevas para nuevas
ideas. No sé si el estudio que llamo Ideoscopia puede considerarse una idea nueva, pero la
palabra Fenomenología se usa en un sentido muy diferente. La Ideoscopia consiste en la
descripción y clasificación de las ideas que pertenecen a la experiencia ordinaria, o que
surgen de modo natural en conexión con la vida ordinaria, sin considerar su validez o inva-
lidez o su psicología. En la búsqueda de este estudio, después de tan sólo tres o cuatro años
de investigación, fui conducido tiempo atrás (1867), a clasificar todas las ideas en las tres
clases de Primeridad, Segundidad y Terceridad. Esta especie de clasificación es tan des-
agradable para mí como lo es para cualquiera, y durante años me esforcé por menospre-
ciarla y refutarla; pero hace tiempo que me ha conquistado por completo. Tan desagradable
como es atribuir tal significado a los números, y sobre todo, a una tríada, es no obstante tan
desagradable como verdadero. Las ideas de Primeridad, Segundidad y Terceridad son sufi-
cientemente simples. Dando al ser el más amplio sentido posible como para incluir tanto
ideas como cosas, e ideas que imaginamos tener así como ideas que realmente tenemos,
definiría la Primeridad, la Segundidad y la Terceridad como sigue:
La Primeridad es el modo de ser de aquello que es como es, positivamente y sin referen -
cia a ninguna otra cosa.
La Segundidad es el modo de ser de aquello que es como es, con respecto a una segunda
cosa pero con independencia de toda tercera.
La Terceridad es el modo de ser de aquello que es como es, en la medida en que pone en
mutua relación a una segunda cosa con una tercera.
[…] Las ideas típicas de primeridad son cualidades de sentimiento, o meras aparien-
cias. El color escarlata de sus libreas reales, la cualidad misma, independientemente de que
sea percibida o recordada, es un ejemplo; con lo que no quiero decir que usted deba imagi-
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nar que no la percibe o la recuerde, sino que debe discriminar aquello con que la cualidad
puede estar conectada en la percepción o en el recuerdo, pero que no pertenece a la cuali-
dad misma. Por ejemplo, cuando usted la recuerda, se dice que su idea es borrosa, y cuan-
do está ante sus ojos, que es vívida. Pero la oscuridad o la vivacidad no pertenecen a su
idea de la cualidad. Podrían hacerlo, sin duda, si las consideráramos simplemente como un
sentimiento; pero cuando usted piensa en la vivacidad no la considera desde ese punto de
vista. Piensa en ella como un grado de perturbación de su conciencia. La cualidad de rojo
no es pensada como perteneciente a usted, o como vinculada a los uniformes. Es simple-
mente una posibilidad cualitativa peculiar con independencia de cualquier otra cosa. Si us-
ted pregunta a un minerólogo qué es la dureza, le dirá que es lo que se predica de un cuer-
po que no se puede rayar con un cuchillo. Pero una persona simple pensará en la dureza
como una posibilidad positiva simple cuya realización hace que un cuerpo sea como un pe-
dernal. Esa idea de dureza es una idea de Primeridad. La impresión total sin analizar que
produce cualquier complejo, no pensado como hecho efectivo, sino simplemente como
cualidad, como una posibilidad de aparición positiva simple, es una idea de Primeridad.
[…]
El tipo de una idea de Segundidad es la experiencia del esfuerzo, prescindida de la
idea de un propósito. Se puede decir que no hay tal experiencia, que siempre hay un propó-
sito a la vista en cuanto se piensa en un esfuerzo. Esto puede estar sujeto a duda, pues en el
esfuerzo continuado enseguida apartamos la atención del propósito. Sin embargo, me abs-
tengo de la psicología, que nada tiene que ver con la ideoscopia. […] La experiencia del
esfuerzo no existe sin la experiencia de la resistencia. El esfuerzo sólo es esfuerzo en virtud
de su oponerse a otra cosa; y no se introduce ningún tercer elemento. Advierta que hablo
de la experiencia, no del sentimiento, del esfuerzo. Imagínese a sí misma, sentada sola en
la noche sobre la cesta de un globo, muy lejos del suelo y disfrutando de la calma absoluta
y el sosiego. De pronto, el punzante alarido de un silbato humeante le golpea, y continúa
durante un buen tiempo. La impresión de la quietud era una idea de Primeridad, una cuali-
dad de sentimiento. El penetrante silbido no le permite pensar o hacer otra cosa que sufrir.
Así que eso también es absolutamente simple. Otra Primeridad. Pero la ruptura del silencio
por el ruido fue una experiencia. La persona, en su inactividad, se identifica a sí misma con
el estado de sentimiento precedente, y el nuevo sentimiento que viene a su pesar es el no-
ego. Tiene una consciencia de dos caras, de un ego y un no-ego. Esa consciencia de la ac-
ción de un nuevo sentimiento al aniquilar el antiguo sentimiento es lo que yo llamo una ex-
periencia. Generalmente, la experiencia es lo que el decurso de los acontecimientos me ha
obligado a pensar.[…] De manera general, se puede decir que la segundidad genuina con-
siste en una cosa que actúa sobre otra -acción bruta. Digo bruta, porque en cuanto aparece
la idea de una ley o razón, aparece la idea de Terceridad. Cuando una piedra cae al suelo, la
ley de la gravitación no actúa haciéndola caer. La ley de la gravitación es el juez que, sobre
el banquillo, puede dictaminar la ley hasta el Día del Juicio; pero a menos que el brazo
fuerte de la ley, el brutal alguacil, haga la ley efectiva, no sirve para nada. La caída efectiva
de la piedra es puramente el darse la piedra y la tierra a un mismo tiempo. Se trata de un
caso de reacción. Y por tanto, de existencia, que es el modo de ser de lo que reacciona con
otras cosas. Pero hay también acción sin reacción. Tal es la acción del antecedente sobre el
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consecuente. Es una cuestión difícil si la idea de esta determinación unilateral es una pura
idea de segundidad o si implica terceridad. […]
Llego ahora a la Terceridad. Para mí, que he considerado durante cuarenta años la
cuestión desde todos los puntos de vista que pude encontrar, la inadecuación de la Segundi-
dad para cubrir todo lo que hay en nuestras mentes es tan evidente que apenas sé cómo co-
menzar a persuadir de ello a cualquier persona que no esté ya de antemano convencida. Sin
embargo, veo un gran número de pensadores que están intentando construir un sistema sin
colocar en él ninguna terceridad. Entre ellos se encuentran algunos de mis mejores amigos,
quienes se confiesan en deuda conmigo por sus ideas aunque nunca aprendieron la lección
principal. Muy bien. Es altamente conveniente que la Segundidad deba buscarse en su fon-
do auténtico. Sólo así se puede comprender la necesidad e irreductibilidad de la terceridad,
aunque para aquel que posea el entendimiento capaz de comprenderlo es suficiente decir
que no se obtiene una ramificación de una línea de colocar una línea al final de otra. […]
En su forma genuina, la Terceridad es la relación triádica existente entre un signo, su obje-
to y el pensamiento interpretante –él mismo un signo– considerado como lo que constituye
su modo de ser un signo. Un signo [o representamen] media entre el signo interpretante y
su objeto. Tomando el signo en su sentido más amplio, su interpretante no es necesaria-
mente un signo. Cualquier concepto es un signo, por supuesto. Ockham, Hobbes y Leibniz
ya lo han dicho suficientemente. Pero podemos tomar un signo en un sentido tan amplio
que su interpretante no sea un pensamiento, sino una acción o experiencia, o podemos in-
cluso extender el significado de signo de tal manera que su interpretante sea una mera cua-
lidad de sentimiento. Un Tercero es algo que pone a un Primero en relación con un Segun-
do. Un signo es un tipo de Tercero. ¿Cómo lo caracterizaremos? ¿Diremos que un Signo
pone a un Segundo, su Objeto, en una relación cognitiva con un Tercero? ¿Que un Signo
pone a un Segundo en la misma relación con un primero en la que él mismo está con res-
pecto a ese Primero? Si insistimos en la conciencia, debemos decir lo que queremos decir
con conciencia de un objeto. ¿Diremos que nos referimos al Sentimiento? ¿Diremos que
queremos decir asociación, o Hábito? Estas son, en su superficie, distinciones psicológicas
que particularmente evitaré. ¿Cuál es la diferencia esencial entre un signo que se comunica
a una mente y uno que no se comunica de ese modo? Si el problema fuese simplemente lo
que entendemos realmente por signo ésta se resolvería pronto. Pero esa no es la cuestión.
Estamos en la misma situación de un zoólogo que quiere saber cuál debería ser el significa-
do de “pez” para hacer de los peces una de las grandes clases de vertebrados. Me parece
que la función esencial de un signo es hacer eficientes relaciones ineficientes –no para po-
nerlas en acción, sino para establecer un hábito o regla general por medio de la cual actua-
rán cuando sea oportuno–. De acuerdo a la doctrina física, nunca pasa nada excepto las
continuas velocidades rectilíneas con las aceleraciones que acompañan a las diferentes po-
siciones relativas de las partículas. Todas las demás relaciones, de las que conocemos tan-
tas, son ineficientes. De algún modo, el conocimiento las hace eficientes; y un signo es
algo por lo que conocemos algo más. Con la excepción del conocimiento, en el instante
presente, de los contenidos de conciencia en ese instante (la existencia de cuyo conoci-
miento está abierta a duda), todo nuestro pensamiento y conocimiento se da en signos. Por
consiguiente un signo [o representamen] es un objeto que por un lado está en relación con
su objeto y por el otro con un interpretante, de tal modo que pone al interpretante en una
49

relación con el objeto que se corresponde con su propia relación con el objeto. Podría decir
"similar a la suya propia", ya que una correspondencia consiste en una similitud; pero tal
vez correspondencia es más adecuado.
Ahora estoy preparado para ofrecer mi división de los signos, tan pronto como haya se-
ñalado que un signo tiene dos objetos, su objeto tal y como está representado [objeto inmedia-
to], y su objeto en sí mismo [objeto dinámico]. […] Ahora, los signos se pueden dividir en fun-
ción de su propia naturaleza material, en función de sus relaciones con sus objetos y en fun -
ción de la relación con sus interpretantes. […]
Con respecto a las relaciones con sus objetos dinámicos, divido los signos en Iconos, Índi -
ces y Símbolos (una división que di en 1867). Defino un Ícono como un signo que está determi -
nado por su objeto dinámico en virtud de su propia naturaleza interna. […] Una visión, ―o el
sentimiento que despierta una pieza de música considerada como aquello que representa lo
que pretendía el compositor. Puede ser […] un diagrama individual; pongamos, una curva de
distribución de errores. Defino un Índice como un signo determinado por su objeto dinámico
en virtud de su estar en una relación real con éste. Por ejemplo, un nombre propio; tal es la
aparición de un síntoma de una enfermedad. […] Defino el Símbolo como un signo que está de-
terminado por su objeto dinámico sólo en virtud de que será interpretado de esa manera. Por
lo tanto, depende, o bien de una convención, o bien de un hábito, o bien de una disposición na -
tural de su interpretante, o del campo de su interpretante (aquel del cual el interpretante es
una determinación).
50

La ciencia de la semiótica
Charles Sanders Peirce
Buenos Aires, Nueva visión, 1974 (fragmentos)

228. Un signo, o representamen, es algo que, para alguien, representa o se refiere a algo
en algún aspecto o carácter. Se dirige a alguien, esto es, crea en la mente de esa persona un sig-
no equivalente, o, tal vez, un signo aún más desarrollado. Este signo creado es lo que yo llamo
el interpretante del primer signo. El signo está en lugar de algo, su objeto. Está en lugar de ese
objeto, no en todos los aspectos, sino sólo con referencia a una suerte de idea, que a veces he
llamado el fundamento del representamen. "Idea" debe entenderse aquí en cierto sentido pla -
tónico, muy familiar en el habla cotidiana; quiero decir, en el mismo sentido en que decimos
que un hombre capta la idea de otro hombre, en que decimos que cuando un hombre recuerda
lo que estaba pensando anteriormente, recuerda la misma idea, y en que, cuando el hombre
continúa pensando en algo, aun cuando sea por un décimo de segundo, en la medida en que el
pensamiento concuerda consigo mismo durante ese lapso, o sea, continúa teniendo un conteni-
do similar, es "la misma idea", y no es, en cada instante del intervalo, una idea nueva.
229. Como consecuencia del hecho de estar cada representamen relacionado con tres co-
sas, el fundamento, el objeto y el interpretante, la ciencia de la semiótica tiene tres ramas. La
primera es […] la gramática pura. Tiene por cometido determinar qué es lo que debe ser cierto
del representamen usado por toda inteligencia científica para que pueda encarnar algún signi-
ficado. La segunda rama es la lógica propiamente dicha. Es la ciencia de lo que es cuasi-neces-
ariamente verdadero de los representámenes de cualquier inteligencia científica para que pue-
dan ser válidos para algún objeto, esto es, para que puedan ser ciertos. […] La tercera rama, la
llamaré retórica pura, imitando la modalidad de Kant de conservar viejas asociaciones de pala -
bras al buscar la nomenclatura para las concepciones nuevas. Su cometido consiste en determi-
nar las leyes mediante las cuales, en cualquier inteligencia científica, un signo da nacimiento a
otro signo y, especialmente, un pensamiento da nacimiento a otro pensamiento.

Una tricotomía de los signos


243. Los signos son divisibles según tres tricotomías: primero, según que el signo en sí
mismo sea una mera cualidad, un existente real o una ley general; segundo, según que la rela-
ción del signo con su objeto consista en que el signo tenga algún carácter en sí mismo, o en al -
guna relación existencia con ese objeto o en su relación con un interpretante; y tercero, según
que su Interpretante lo represente como un signo de posibilidad, como un signo de hecho o
como un signo de razón.

Una segunda tricotomía de los signos


247. Conforme con la segunda tricotomía, un Signo puede ser llamado ícono, índice o
símbolo.
Un Ícono es un signo que se refiere al Objeto al que denota meramente en virtud de ca-
racteres que le son propios, y que posee igualmente exista o no exista tal Objeto. Es verdad que,
a menos que haya realmente un Objeto tal, el ícono no actúa como signo; pero esto no guarda
51

relación alguna con su carácter como signo. Cualquier cosa, sea lo que fuere, cualidad, indivi -
duo existente o ley, es un ícono de alguna otra cosa, en la medida en que es como esa cosa y en
que es usada como signo de ella.
248. Un índice es un signo que se refiere al Objeto que denota en virtud de ser realmente
afectado por aquel Objeto. […] En la medida en que el índice es afectado por el Objeto, tiene,
necesariamente, alguna Cualidad en común con el Objeto, y es en relación con ella como se re-
fiere al Objeto. En consecuencia, un índice implica alguna suerte de Ícono, aunque un ícono
muy especial; y no es el mero parecido con su Objeto, aun en aquellos aspectos que lo convier -
ten en signo, sino que se trata de la efectiva modificación del signo por el Objeto.
249. Un Símbolo es un signo que se refiere al Objeto que denota en virtud de una ley,
usualmente una asociación de ideas generales que operan de modo tal que son la causa de que
el Símbolo se interprete como referido a dicho Objeto. En consecuencia, el Símbolo es, en sí
mismo, un tipo general o ley. […] En carácter de tal, actúa a través de una Réplica. No sólo es
general en sí mismo; también el Objeto al que se refiere es de naturaleza general. Ahora bien,
aquello que es general tiene su ser en las instancias que habrá de determinar. En consecuencia,
debe necesariamente haber instancias existentes de lo que el Símbolo denota, aunque acá ha-
bremos de entender por "existente", existente en el universo posiblemente imaginario al cual
el Símbolo se refiere. […]

Representar
273. Estar en lugar de otro, es decir, estar en tal relación con otro que, para ciertos pro-
pósitos, se sea tratado por ciertas mentes como si se fuera ese otro. Consecuentemente, un vo-
cero, un diputado, un apoderado, un agente, un vicario, un diagrama, un síntoma, un tablero,
una descripción, un concepto, una premisa, un testimonio, todos representan alguna otra cosa,
de diversas maneras, para mentes que así los consideran. Cuando se desea distinguir entre
aquello que representa y el acto o relación de representar, lo primero puede ser llamado el "re -
presentamen" y lo segundo la "representación". […]

Signo
303. Cualquier cosa que determina a otra cosa (su interpretante) a referirse a un objeto al
cual ella también se refiere (su objeto) de la misma manera, deviniendo el interpretante a su
vez un signo, y así sucesivamente ad infinitum.
304. Un signo es o bien un ícono, o un índice, o un símbolo. Un ícono es un signo que po -
seería el carácter que lo vuelve significativo, aun cuando su objeto no tuviera existencia; tal
como un trazo de lápiz en un papel que representa una línea geométrica. Un índice es un signo
que perdería al instante el carácter que hace de él un signo si su objeto fuera suprimido, pero
que no perdería tal carácter si no hubiera interpretante. Tal es, por ejemplo, un pedazo de tie-
rra que muestra el agujero de una bala como signo de un disparo; porque sin el disparo no ha-
bría habido agujero; pero hay un agujero ahí, independientemente de que a alguien se le ocu-
rra o no atribuirlo a un disparo. Un símbolo es un signo que perdería el carácter que lo con -
vierte en un signo si no hubiera interpretante. Es tal cualquier emisión de habla que significa
lo que significa sólo en virtud de poder ser entendida como poseedora de esa determinada sig -
nificación. […]

Índice
305. Un signo, o representación, que se refiere a su objeto no tanto a causa de cualquier
similitud o analogía con él, ni porque esté asociado con los caracteres generales que dicho ob-
jeto pueda tener, como porque está en conexión dinámica (incluyendo la conexión espacial]
52

con el objeto individual, por una parte, y con los sentidos o la memoria de la persona para
quien sirve como signo, por la otra. Ninguna aseveración fáctica puede hacerse sin recurrir a
algún signo que sirva como índice. Si A le dice a B "Hay un incendio", B preguntará "¿Dónde?",
como consecuencia de lo cual A deberá forzosamente recurrir a un índice, aun cuando sólo
quiera referirse a algún lugar no definido del universo real, pasado y futuro. De lo contrario,
s61o habrá expresado que hay una idea tal como la de incendio, la cual no daría ninguna infor -
mación, porque, salvo que ya fuera conocida, la palabra "incendio" sería ininteligible. Si A se-
ñala con su dedo el fuego, el dedo se conecta dinámicamente con el incendio, tanto como si una
alarma de incendio automática lo hubiera dirigido indicando dicha dirección; y, al mismo tiem-
po, promueve que los ojos de B se vuelvan a esa dirección, que su atención se concentre en el
incendio y que su entendimiento reconozca que se ha dado respuesta a su pregunta. Si, en cam-
bio, la respuesta de A hubiera sido "A mil metros de acá, más o menos", la palabra "acá" es un
índice, dado que tiene exactamente la misma fuerza que si hubiera señalado un punto preciso
del terreno entre A y E. Más aún: la palabra "metros", aunque representa a un objeto de clase
general, es indirectamente indicial, dado que las varas métricas en sí mismas son signos de una
norma oficial […]. Las letras de uso común en álgebra que no presentan peculiaridades son
índices. También lo son las letras A, B, C, etcétera, asignadas a una figura geométrica. Los
abogados y otros profesionales que se ven en la necesidad de expresar algún asunto compli -
cado con total precisión, recurren a letras para distinguir a los entes individuales. Las letras,
cuando son usadas así, no son sino versiones mejoradas de los pronombres relativos. Mien -
tras que los pronombres demostrativos y personales son, tal como se los usa generalmente,
"índices genuinos", los pronombres relativos son "índices degenerados", dado que, aunque
en forma accidental e indirecta puedan referirse a cosas existentes, ellos en realidad se refie -
ren en forma directa, y sólo necesitan referirse a las imágenes mentales que las palabras pre -
cedentes hayan creado.
306. Los índices pueden ser distinguidos de otros signos, o representaciones, por tres ras-
gos característicos: primero, que carecen de todo parecido significativo con su objeto; segundo,
que se refieren a entes individuales, unidades individuales, conjuntos unitarios de unidades o
continuidades individuales; tercero, que dirigen la atención a sus objetos por una compulsión
ciega. Pero sería harto difícil, si no imposible, mencionar un índice que fuera absolutamente
puro, o hallar algún signo absolutamente desprovisto de cualidad indicial. Desde el punto de
vista psicológico, la acción de los índices depende de asociaciones por contigüidad, y no de aso -
ciaciones por parecido o de operaciones intelectuales.

Símbolo
307. Un Signo (como se vio) que está constituido como signo mera o fundamentalmente
por el hecho de que es usado y entendido como tal, sea por el hábito natural o nacido por con -
vención, y con prescindencia de los motivos que originalmente llevaron a su selección.
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La imagen y la teoría semiótica


Martine Joly
Introducción al análisis de la imagen, Buenos Aires, La Marca, 2012
(fragmentos)

La imagen como signo


En lo que concierne a la imagen, Peirce la hace entrar en su tipología del signo como una
subcategoría del ícono. En efecto, si considera que el ícono corresponde a la clase de signos
cuyo significante [representamen] tiene una relación analógica con lo que representa, también
considera que se pueden distinguir distintos tipos de analogía y, entonces, distintos tipos de
ícono, que son la imagen propiamente dicha, el diagrama y la metáfora.
La categoría de la imagen se asemeja, entonces, a los íconos que mantienen una relación
de analogía cualitativa entre el significante [representamen] y el referente [objeto dinámico].
Un dibujo, una foto, una pintura figurativa retoman las cualidades formales de su referente:
formas, colores, proporciones, que permiten reconocerlo.
El diagrama, a su vez, utiliza una analogía relacional, interna al objeto; así, el organigra-
ma de una sociedad representa su organización jerárquica, el plano de un motor representa la
interacción de las distintas piezas, mientras que la fotografía sería la imagen de ello.
Finalmente, la metáfora sería un ícono que trabaja a partir de un paralelismo cualitativo.
Recordemos que la metáfora es una figura retórica. En la época en la que Peirce trabajaba, aún
se consideraba que la retórica no concernía sino a un tratamiento particular de la lengua. Lue-
go se descubrió que la retórica era general y que sus mecanismos podían concernir a todo tipo
de lenguaje, verbal o no. Pero en eso también Peirce es un pionero al considerar que los hechos
de la lengua, para él en principio “símbolos”, utilizan sin embargo procesos generalizables, de
los cuales algunos, según él, competen a la categoría de ícono. Recordemos que en el ejemplo
de metáfora que dimos anteriormente, el término “león”, explícitamente formulado, ponía im-
plícitamente en paralelo (comparaba) las cualidades del león (fuerza y nobleza) con las de Víc -
tor Hugo.1
Si recapitulamos entonces la definición teórica de imagen, según Peirce, constatamos
que no corresponde a todos los tipos de íconos, que sólo es visual, pero que se corresponde
bien con la imagen visual que debatirán los teóricos cuando hablen de signo icónico. La imagen
no es lo importante del ícono, pero toda ella es un signo icónico, al igual que el diagrama y la
metáfora.
Aunque la imagen sea solo visual, está claro que, cuando se quiso estudiar el lenguaje de
la imagen y apareció la semiología de la imagen, hacia mediados de este siglo, esta semiología
se dedicó esencialmente al estudio de los mensajes visuales. La imagen se convirtió, entonces,
en sinónimo de “representación visual”. La pregunta inaugural de Barthes, “¿Cómo les llega el
1 La “imagen”, en la lengua, podríamos decir que es el nombre común que se le da a la metáfora. (…)
Lo que sabemos de la metáfora verbal, o del hablar por medio de “imágenes”, es que consiste en em -
plear una palabra por otra dada su relación analógica o comparativa. Cuando Juliette Drouet le escri -
be a Víctor Hugo: “Eres mi león soberbio y generoso”, no significa que efectivamente sea un león
sino que ella le atribuye, por comparación, cualidades de nobleza y prestancia del león, rey de los
animales.
54

sentido a las imágenes?”2 correspondería a la pregunta: “¿Los mensajes visuales utilizan un


lenguaje específico”? “Si es así, ¿cuál es, de qué unidades se constituye, en qué se diferencia del
lenguaje verbal?, etcétera”. Esta reducción a lo visual no por ello simplificó las cosas, y rápida-
mente se percibió que incluso una imagen fija y única, que podía constituir un mensaje mínimo
en relación con la imagen en secuencia, fija y sobre todo animada (donde la semiología del cine
mostrará toda su complejidad), constituía un mensaje muy complejo. El objetivo de esta obra es
precisamente recordar algunos de sus grandes principios de funcionamiento.
El primer gran principio para retener es, sin duda, para nosotros, que eso que llamamos
“imagen” es heterogéneo. Es decir que se asemeja y coordina en el seno de un marco (de un lí -
mite), distintas categorías de signos; “imágenes” en el sentido teórico del término (signos icó-
nicos, analógicos), pero también signos plásticos: colores, formas, composición interna, textu-
ra, y la mayor parte del tiempo también signos lingüísticos, del lenguaje verbal. Es su relación,
su interacción lo que produce el sentido que aprendimos de manera más o menos consciente a
descifrar y que una observación más sistemática nos ayudará a comprender mejor.
Antes de abordar este tipo de observación, hace falta reexaminar eso que algunos instru-
mentos de la teoría semiótica que hemos evocado nos permiten discernir acerca del uso múlti-
ple y aparentemente babélico del término imagen.

Cómo ayuda la teoría a comprender el uso de la palabra “imagen”


El punto común entre las distintas significaciones de la palabra “imagen” (imágenes vi -
suales / imágenes mentales / imágenes virtuales) parece ser ante todo la analogía. Material o
inmaterial, visual o no, natural o fabricada, una “imagen” es, antes que nada, algo que se ase -
meja a otra cosa.
Incluso cuando se trata de una imagen mental y no concreta, hasta el criterio de seme-
janza la define: ya sea que se asemeje a la visión natural de las cosas (el sueño, la fantasía) o
que se construya a partir de un paralelismo cualitativo (metáfora verbal, imagen de sí, imagen
concreta).
La primera consecuencia de esta observación es constatar que ese denominador común
que es la analogía, o la semejanza, ya de entrada ubica a la imagen en la categoría de las repre -
sentaciones. Si se asemeja, es que no es la cosa misma; su función es, entonces, la de evocar, la
de significar otra cosa que ella misma utilizando el proceso de la semejanza. Si la imagen se
percibe como representación, esto quiere decir que la imagen se percibe como signo.
Segunda consecuencia: se percibe como signo analógico. La semejanza es su principio de
funcionamiento. Antes de seguir preguntándonos acerca del proceso de semejanza, podemos
en efecto constatar que el problema de la imagen es el mismo que el de la semejanza, que las
dudas que suscita surgen precisamente de las variaciones de la semejanza: la imagen puede
volverse peligrosa tanto por exceso como por defecto de semejanza. Una gran semejanza pro-
vocaría la confusión entre la imagen y lo representado. Muy poca semejanza, una ilegibilidad
molesta e inútil.
Vemos, entonces, que la teoría semiótica, que propone considerar la imagen como ícono,
es decir como signo analógico, está de acuerdo con su uso y puede permitirnos comprenderlo
mejor.
Si la imagen se percibe como un signo, como representación analógica, podemos sin em-
bargo notar entonces una distinción mayor entre los distintos tipos de imágenes: existen las
imágenes fabricadas y las imágenes como registro. Se trata de una distinción fundamental.
2 Barthes, Roland; “Rhétorique de l’image” en Communications, N 4, Seuil, 1964.
55

Imitación / huella / convención


Las imágenes fabricadas imitan más o menos correctamente un modelo o, como en el
caso de las imágenes científicas de síntesis, lo proponen. Su mayor capacidad es, entonces, la
de imitar con tanta perfección que puedan volverse “virtuales” y dar incluso una ilusión de
realidad no obstante sin serlo. Resultan, así, perfectos “análogos” de lo real. Íconos perfectos.
Las imágenes como registro a menudo se asemejan a lo que representan. La fotografía, el
video, el cine se consideran imágenes perfectamente semejantes, íconos puros, tanto más fia-
bles en cuanto son registros hechos a partir de ondas emitidas por las cosas mismas.
Lo que distingue a estas imágenes de las imágenes fabricadas es que son huellas. En teo-
ría, entonces, son índices antes de ser íconos. Su fuerza viene de aquí. Hemos visto, en particu -
lar en lo que se refiere a la imaginería científica, que estas imágenes-huella abundan. Aunque
en la mayoría de los casos son identificables para el que no es un especialista, extraen su poder
de convicción a partir de su aspecto indicatorio y ya no de su carácter icónico. La semejanza
deja paso al indicio. En este caso, la opacidad otorga entonces a la imagen la fuerza de la cosa
misma y provoca el olvido de su carácter representativo. Y ya veremos que es este olvido (mu -
cho más que una semejanza excesiva) lo que más incita a la confusión entre imagen y cosa.

En efecto, no hay que olvidar que, si toda imagen es representación, esto implica que ne-
cesariamente utiliza reglas de construcción. Si estas representaciones llegan a comprenderlas
otros que los que las inventaron es porque hay en ellas un mínimo de convención sociocultu-
ral; dicho de otra forma, porque le deben una gran parte de su significación a su aspecto de
símbolo, según la definición de Peirce. Al estudiar esta circulación de la imagen entre semejan -
za, huella y convención, es decir, entre ícono, índice y símbolo, la teoría semiótica nos permite
comprender no sólo la complejidad sino también la fuerza de la comunicación a través de la
imagen. […]
56

La Lingüística de la
enunciación
La perspectiva de la Lingüística de la enunciación
María Cecilia Pereira

Émile Benveniste (1902-1976) es considerado el fundador de la Lingüística de la enuncia-


ción, una perspectiva surgida en los años 60 como respuesta una serie de interrogantes sobre el
sentido y el uso del lenguaje que no se habían planteado desde el estructuralismo. El proyecto
semiológico de Saussure, es decir, la creación de una ciencia dedicada a estudiar “la vida de los
signos en el seno de la vida social”, dio lugar en Francia a una corriente que llevó el mandato
saussureano hasta sus últimas consecuencias. Así, tomando la lingüística como modelo de la se-
miología, y a la lengua como modelo de sistema semiológico, el estructuralismo se propuso re-
construir los sistemas abstractos y generales subyacentes a las diversas manifestaciones del in-
consciente (en el psicoanálisis), de la cultura (en la antropología), de las estructuras sociales
(en la sociología), de los procesos históricos (en la historiografía), etc.
En el ámbito de la lingüística, el estructuralismo permitió realizar grandes aportes en el
campo de la lingüística histórica –o diacrónica-, del análisis léxico, de la morfología y la fonolo -
gía. Sin embargo, al tiempo que el estructuralismo avanzaba en un camino de abstracción pro-
gresiva que se interesaba por el sistema de la lengua en sí independientemente de su uso, otros
investigadores se interrogaban por los rasgos del sistema lingüístico que hacen a la producción
de sentidos en el discurso. Es en este punto donde Benveniste hace un primer aporte: logra dis-
tinguir en la lengua dos modos de significancia. En primer lugar, la significancia semiótica, que
es la que adquieren los signos en el sistema. Este modo de significancia fue el estudiado por de
Saussure y consiste en una significancia cerrada, cuyas unidades significantes son binarias, se
oponen unas a otras en el seno del sistema y requieren ser reconocidas por el conjunto de
miembros de la comunidad lingüística. Ahora bien, la lengua posee, además de la significancia
semiótica que comparte con otros sistemas como el de las señales de tránsito o el de los tres
colores del semáforo, una significancia engendrada por el discurso en la cual el sentido de las
unidades se actualiza en el seno del enunciado producido. Este modo de significancia denomi -
nado semántico, que también es propio de los lenguajes artísticos, no opera por el reconoci-
miento de los signos sino por la comprensión de la significación de cada enunciado nuevo. La
lengua, concluye Benveniste, es el único sistema que posee esta doble significancia semiótica y
57

semántica, y la lingüística de la enunciación es la que debe proveer las categorías para estu -
diarla.
Julia Kristeva destaca en el prólogo a la edición de los últimos cursos dictados por Benve-
niste en el Collège de France (1968-1969) los ejes de su reflexión y los rasgos de la doble signifi-
cancia de la lengua:

La búsqueda del sentido en su especificidad lingüística es lo que dirige el discurso so-


bre la lengua en las últimas lecciones [de Benveniste].[…]
El [estudio del] sentido ha sido dejado “fuera de la lingüística” (PLG II, 1967, p. 216):
o bien se lo ha “separado”, por considerarlo sospechoso de ser demasiado subjeti-
vo, huidizo, indescriptible como forma lingüística; o bien se lo ha reducido a sus
invariantes estructurales morfosintácticas, “distribucionales” dentro de un “cor-
pus dado”. Según Benveniste, al contrario, “significar” constituye un principio in-
terno del lenguaje. Con esta “idea nueva”, subraya, “hemos sido impulsados hacia
una problemática mayor, que involucra la lingüística y más allá de ella”. Si algunos
precursores (John Locke, Saussure y Charles Sander Peirce) demostraron que “vi-
vimos en un universo de signos” entre los cuales los de la lengua son los primeros,
seguidos de los signos de escritura, […] Benveniste busca mostrar cómo el aparato
formal de la lengua hace posible no solamente nombrar los objetos y las situaciones,
sino sobre todo “generar” discursos con significaciones originales […]
Desde un principio, Benveniste propone una lingüística general que se aleje tanto
de la lingüística estructural como de la gramática generativa que dominaban el
paisaje lingüístico de la época, y avanza hacia una lingüística del discurso. […] Enta-
blando una discusión con Saussure y su concepción de los elementos distintivos
del sistema lingüístico que son los signos, Benveniste propone dos tipos en la sig-
nificancia del lenguaje: “lo” semiótico y “lo” semántico.
Lo “semiótico” (de semeion, o signo, caracterizado por su lazo “arbitrario” – resulta-
do de una convención social- entre el “significante” y el “significado”) es un senti -
do clausurado, genérico, binario, intralingüístico, sistematizante e institucional
que se define por una relación de “paradigma” y de “sustitución”. Lo “semántico”
se expresa en la frase que articula el “significado” del signo o el “intento” [la in -
tención]. […] Se define por la relación de “conexión”, o de “sintagma”, donde el
“signo” (lo semiótico) deviene en palabra [mot] por la “actividad del locutor”. Este
pone en acción la lengua en una situación de discurso dirigido por la “primera per-
sona” (yo) a la “segunda persona” (tú, vos), situando la “tercera persona”(él) fuera
del discurso.”
(Kristeva, “Preface”, en: Benveniste, E. Dernières leçons, Seuil/Gallimard, 2012: 19-
20. Adap.)

La preocupación por la naturaleza significante de la lengua y por dar cuenta de estas


nuevas dimensiones de la lingüística general lleva a Benveniste a poner el foco en la enuncia-
ción, entendida como “puesta en funcionamiento de la lengua por un acto individual de utili-
zación”. Este es el segundo aporte que destacamos de Benveniste: el lenguaje no se reduce a un
instrumento neutro que permite a los hablantes transmitir información. Ese “acto individual
de uso” de la lengua le permite al hombre comunicar su subjetividad. La enunciación es una ac -
tividad realizada entre dos protagonistas –el enunciador y el enunciatario– por medio de la
cual el enunciador se sitúa en relación con el enunciatario, y se posiciona respecto del mundo y
los enunciados anteriores. Por eso, los signos no son pensados como portadores de un sentido
58

independiente de su empleo en la enunciación, sino que los signos en los enunciados dan cuen -
ta de los rasgos de la enunciación misma. Benveniste se interesa en estudiar los esquemas inva -
riantes generales presentes en una multiplicidad de actos de enunciación que exhiben la subje -
tividad.
En síntesis, la Lingüística de la enunciación profundiza en tres aspectos que no habían
sido considerados hasta ese momento: el de la semantización de la lengua (la significancia se -
mántica); el propio de la realización verbal o gráfica de la lengua ( y las complejas relaciones
entre el enunciado y la enunciación) y el que consiste en estudiar el cuadro formal de las cate-
gorías de la lengua que se actualizan en la enunciación (y que Benveniste desarrolla como un
“aparato formal” distintivo del lenguaje humano que permite la constitución de la subjetivi-
dad) (Bres, 2013).
En esta parte unidad, leeremos fragmentos de los trabajos de Benveniste dedicados a ex-
plicar, primero, la compleja naturaleza significante de la lengua y, luego, la subjetividad propia
del lenguaje que se manifiesta en las huellas en el enunciado de la actividad del sujeto de la
enunciación. El estudio de estas huellas permite describir y explicar el modo en que se repre-
senta en los enunciados el propio enunciador, su enunciatario, el tema, el espacio y el tiempo.
Finalmente, nos detendremos en desarrollos posteriores que sistematizan los aportes de Ben-
veniste referidos a la deixis personal, las actitudes de locución y las modalidades.

Bibliografía
BRES, Jacques (2013): “Énonciation et dialogisme: un couple improbable?”. En: Dufaye, Lionel et
Gournay, Lucie (éds). Benveniste après un demisiècle. Regards sur l'énonciation aujourd´hui,
París, Ophrys.
KRISTEVA, Julia (2012): “Preface”. En: Benveniste, E. Dernières leçons, París, Seuil/Gallimard.
MAINGUENEAU, Dominique (1999): L´énonciation en linguistique française. París, Hachette.
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Semiología de la lengua1
Émile Benveniste
Problemas de lingüística general II, capítulo 3, Buenos Aires, Siglo XXI,
1999 (fragmentos)

La semiología tendrá mucho que hacer sólo para ver dónde acaba su dominio.
Ferdinand de Saussure2

Desde que aquellos dos genios antitéticos que fueron Peirce y Saussure concibieron,
desconociéndose por completo y más o menos al mismo tiempo,3 la posibilidad de una
ciencia de los signos, y laboraron para instaurarla, surgió un gran problema, que aún no ha
recibido forma precisa y ni siquiera ha sido planteado con claridad, en la confusión que im-
pera en este campo: ¿cuál es el puesto de la lengua entre los sistemas de signos?
Peirce, volviendo con la forma semeiotic a la denominación σημειωτική que John
Locke aplicaba a una ciencia de los signos y de las significaciones a partir de la lógica con-
cebida, por su parte, como ciencia del lenguaje, se dedicó toda la vida a la elaboración de
este concepto. Una masa enorme de notas atestigua su esfuerzo obstinado de analizar en el
marco semiótico las nociones lógicas, matemáticas, físicas, y hasta psicológicas y religio-
sas. Llevada adelante durante una vida entera, esta reflexión se construyó un aparato cada
vez más completo de definiciones destinadas a distribuir la totalidad de lo real, de lo con-
cebido y de lo vivido en los diferentes órdenes de signos. Para construir esta “álgebra uni-
versal de las relaciones”, Peirce estableció una división triple de los signos en íconos, indi-
cios y símbolos, que es punto más o menos lo que se conserva hoy en día de la inmensa ar-
quitectura lógica que subtiende.
Por lo que concierne a la lengua, Peirce no formula nada preciso ni especifico. Para
él la lengua está en todas partes y en ninguna. Jamás se interesó en el funcionamiento de la
lengua, si es que llegó a prestarle atención. Para él la lengua se reduce a las palabras, que
son por cierto signos, pero no participan de una categoría distinta o siquiera de una especie
constante. Las palabras pertenecen, en su mayoría, a los “símbolos”; algunas son “indi-
cios”, por ejemplo los pronombres demostrativos, y a este título son clasificadas con los
gestos correspondientes, así el gesto de señalar. Así que Peirce no tiene para nada en cuenta
el hecho de que semejante gesto sea universalmente comprendido, en tanto que el demos-
trativo forma parte de un sistema particular de signos orales, la lengua, y de un sistema par-
ticular de lengua, el idioma. Además, la misma palabra puede aparecer en distintas varieda-
des de “signo”: como qualisign, como sinsign, como legisign. No se ve, pues, cuál sería la
utilidad operativa de semejantes distinciones ni en qué ayudarían al lingüista a construir la
semiología de la lengua como sistema. La dificultad que impide toda aplicación particular
1 Semiotica, La Haya, Mouton & Co., I (1969), 1, pp. 1-12, y 2, pp. 127-135. Hemos suprimido algunas no -
tas al pie de la versión original.
2 Nota manuscrita publicada en los Cahiers Ferdinand de Saussure, 15 (1957), p. 19.
3 Charles S. Peirce (1839-1914); Ferdinand de Saussure (1857-1913).
60

de los conceptos peircianos, fuera de la tripartición bien conocida, pero que no deja de ser
un marco demasiado general, es que en definitiva el signo es puesto en la base del universo
entero, y que funciona a la vez como principio de definición para cada elemento y como
principio de explicación para todo conjunto, abstracto o concreto. El hombre entero es un
signo, su pensamiento es un signo, su emoción es un signo. Pero a fin de cuentas estos sig -
nos, ¿de qué podrían ser signos que no fuera signo? ¿Daremos con el punto fijo donde
amarrar la primera relación de signo? El edificio semiótico que construye Peirce no puede
incluirse a sí mismo en su definición. Para que la noción de signo no quede abolida en esta
multiplicación al infinito, es preciso que en algún sitio admita el universo una diferencia
entre el signo y lo significado. Hace falta, pues, que todo signo sea tomado y comprendido
en un sistema de signos. Ahí está la condición de la significancia. Se seguirá, contra Peir-
ce, que todos los signos no pueden funcionar idénticamente ni participar de un sistema úni-
co. Habrá que constituir varios sistemas de signos, y entre esos sistemas explicitar una rela-
ción de diferencia y de analogía.
Es aquí donde Saussure se presenta, de plano, tanto en la metodología como en la
práctica, en el polo opuesto de Peirce. En Saussure la reflexión procede a partir de la len-
gua y la toma como objeto exclusivo. La lengua es considerada en sí misma, a la lingüísti-
ca se le asigna una triple tarea: 1) describir en sincronía y diacronía todas las lenguas cono-
cidas; 2) deslindar las leyes generales que actúan en las lenguas; 3) delimitarse y definirse
a sí misma.4 […]
[En la última tarea] reside la condición previa a todo otro itinerario activo y cogniti-
vo de la lingüística, y lejos de estar en el mismo plano que las otras dos y de suponerlas
cumplidas, esta tercera tarea –“delimitarse y definirse a sí misma”–, da a la lingüística la
misión de trascenderlas hasta el punto de suspender su consumación por medio de su con-
sumación propia. Ahí está la gran novedad del programa saussuriano. La lectura del Cours
confirma fácilmente que para Saussure una lingüística sólo es posible con esta condición:
conocerse al fin descubriendo su objeto.
Todo procede entonces de esta pregunta: “¿Cuál es el objeto a la vez íntegro y con-
creto de la lingüística?”,5 y la primera misión aspira a echar por tierra todas las respuestas
anteriores: “de cualquier lado que se mire la cuestión, en ninguna parte se nos ofrece entero
el objeto de la lingüística”.6 Desbrozado así el terreno, Saussure plantea la primera exigen-
cia metódica: hay que separar la lengua del lenguaje. ¿Por qué? Meditemos las pocas lí-
neas en donde se deslizan, furtivos, los conceptos esenciales:

Tomado en su conjunto, el lenguaje es multiforme y heteróclito; a caballo en dife -


rentes dominios, a la vez físico, fisiológico y psíquico, pertenece además al domi-
nio individual y al dominio social, no se deja clasificar en ninguna de las categorías
de los hechos humanos, porque no se sabe cómo desembrollar su unidad.
La lengua, por el contrario, es una totalidad en sí y un principio de clasifica -
ción. En cuanto le damos el primer lugar entre los hechos de lenguaje, in-

4 F. de Saussure, Cours de linguistique générale (abreviado C. L .G.), 4ª ed., p. 216.


5 C. L. G., p. 23 (trad. de A. Alonso).
6 C. L. G., p. 24.
61

troducimos un orden natural en un conjunto que no se presta a ninguna


otra clasificación.7

La preocupación de Saussure es descubrir el principio de unidad que domina la mul-


tiplicidad de los aspectos con que nos aparece el lenguaje. Sólo este principio permitirá
clasificar los hechos de lenguaje entre los hechos humanos. La reducción del lenguaje a la
lengua satisface esta doble condición: permite plantear la lengua como principio de unidad
y, a la vez, encontrar el lugar de la lengua entre los hechos humanos. Principio de la uni-
dad, principio de clasificación –aquí están introducidos los dos conceptos que por su parte
introducirán la semiología.
Uno y otro son necesarios para fundar la lingüística como ciencia: no se concebiría una
ciencia incierta acerca de su objeto, indecisa sobre su pertenencia. Pero mucho más allá de este
cuidado de rigor está en juego el estatuto propio del conjunto de los hechos humanos.
Tampoco aquí se ha notado bastante la novedad del camino saussuriano. No es cosa de
decidir si la lingüística está más cerca de la psicología o de la sociología, ni de hallarle un lugar
en el seno de las disciplinas existentes. El problema es planteado en otro nivel, y en términos
que crean sus propios conceptos.
La lingüística forma parte de una ciencia que no existe todavía, que se ocupará de los
demás sistemas del mismo orden en el conjunto de los hechos humanos, la semiología.
Hay que citar la página que enuncia y sitúa esta relación:

La lengua es un sistema de signos que expresan ideas, y por eso comparable a la es -


critura, al alfabeto de los sordomudos, a los ritos simbólicos, a las formas de cor-
tesía, a las señales militares, etc. Sólo que es el más importante de todos esos siste-
mas.
Se puede, pues, concebir una ciencia que estudie la vida de los signos en el seno
de la vida social. Tal ciencia seria parte de la psicología social, y por consi-
guiente de la psicología general. Nosotros la llamaremos semiología (del
griego sēmeîon ‘signo'). Ella nos enseñará en qué consisten los signos y cuá-
les son las leyes que los gobiernan. Puesto que todavía no existe, no se pue-
de decir qué es lo que ella será; pero tiene derecho a la exigencia, y su lugar
está determinado de antemano. La lingüística no es más que una parte de
esta ciencia general. Las leyes que la semiología descubra serán aplicables a
la lingüística, y así es como la lingüística se encontrará ligada a un dominio
bien definido en el conjunto de los hechos humanos.
Al psicólogo toca determinar el puesto exacto de la semiología; 8 es tarea del
lingüista definir qué es lo que hace de la lengua un sistema especial en el
conjunto de los hechos semiológicos. Más adelante volveremos sobre la
cuestión; aquí sólo nos fijamos en esto: si por vez primera hemos podido
asignar a la lingüística un puesto entre las ciencias es por haberla incluido en
la semiología.9

7 C. L. G., p. 25.
8 Aquí Saussure remite a Ad. Naville, Classification des sciences, 2ª ed., p. 104.
9 C. L. G., pp. 33-34.
62

Del largo comentario que pediría esta página, lo principal quedará implicado en la
discusión que emprendemos más adelante. Nos quedaremos nada más, a fin de realzarlos,
con los caracteres primordiales de la semiología, tal como Saussure la concibe, tal, por lo
demás, como la había reconocido mucho antes de traerla a cuento en su enseñanza.10
La lengua se presenta en todos sus aspectos como una dualidad: institución social, es
puesta a funcionar por el individuo; discurso continuo, se compone de unidades fijas. ¿Es
la lengua su unidad y el principio de su funcionamiento? Su carácter consiste en “un siste-
ma de signos en el que sólo es esencial la unión del sentido y la imagen acústica, y donde
las dos partes del signo son igualmente psíquicas”.11 ¿Dónde halla la lengua su unidad y el
principio de su funcionamiento? En su carácter semiótico. Por él se define su naturaleza,
por él también se integra a un conjunto de sistemas del mismo carácter.
Para Saussure, a diferencia de Peirce, el signo es ante todo una noción lingüística,
que más ampliamente se extiende a ciertos órdenes de hechos humanos y sociales. A eso se
circunscribe su dominio. Pero este dominio comprende, a más de la lengua, sistemas ho-
mólogos al de ella. Saussure cita algunos. Todos tienen la característica de ser sistemas de
signos. La lengua es sólo el más importante de esos sistemas. ¿El más importante vistas las
cosas desde dónde? ¿Sencillamente por ocupar más lugar en la vida social que no importa
cuál otro sistema? Nada permite decidir.
El pensamiento de Saussure, muy afirmativo a propósito de la relación entre la len-
gua y los sistemas de signos, es menos claro acerca de la relación entre la lingüística y la
semiología, ciencia de los sistemas de signos. El destino de la lingüística será vincularse a
la semiología, que a su vez formará una parte de la psicología social y, por consiguiente, de
la psicología general. Pero hay que esperar que la semiología, ciencia que estudia “la vida
de los signos en el seno de la vida social”, esté constituida para que averigüemos “en qué
consisten los signos y cuáles son las leyes que los gobiernan”. Saussure encomienda pues a
la ciencia futura la tarea de definir el signo mismo. Con todo, elabora para la lingüística el
instrumento de su semiología propia, el signo lingüístico: “Para nosotros... el problema lin-
güístico es primordialmente semiológico, y en este hecho importante cobran significación
nuestros razonamientos.”12
Lo que vincula la lingüística a la semiología es el principio, puesto en el centro de
la lingüística, de que el signo lingüístico es “arbitrario”. De manera general, el objeto
principal de la semiología será “el conjunto de sistemas fundados en lo arbitrario del sig -
no”.13 En consecuencia, en el conjunto de los sistemas de expresión, la superioridad toca
a la lingüística:

Se puede, pues, decir, que los signos enteramente arbitrarios son los que
mejor realizan el ideal del procedimiento semiológico; por eso la lengua, el
más complejo y el más extendido de los sistemas de expresión, es también
el más característico de todos; en este sentido la lingüística, puede erigirse

10 La noción y el término estaban ya en una nota manuscrita de Saussure publicada por R. Godel, Sour-
ces manuscrites, p. 46, y que data de 1894 (cf. p. 37).
11 C. L. G., p. 32.
12 C. L. G., pp. 34-35.
13 C. L. G., p. 100.
63

en el modelo general de toda semiología, aunque la lengua no sea más que


un sistema particular.14

Así, sin dejar de formular netamente la idea de que la lingüística tiene una relación nece-
saria con la semiología, Saussure se abstiene de definir la naturaleza de esta relación, de no ser
a través del principio de la “arbitrariedad del signo” que gobernaría el conjunto de los sistemas
de expresión y ante todo de la lengua. La semiología como ciencia de los signos no pasa de ser
en Saussure una visión prospectiva, que en sus rasgos más precisos es modelada según la lin-
güística.
En cuanto a los sistemas que, con la lengua, participan de la semiología, Saussure se
limita a citar de pasada algunos, sin siquiera agotar la lista, ya que no adelanta ningún cri-
terio delimitativo: la escritura, el alfabeto de los sordomudos, los ritos simbólicos, las for-
mas de cortesía, las señales militares, etc.15
Por otro lado, habla de considerar los ritos, las costumbres, etc., como signos. 16 Vol-
viendo a este gran problema en el punto en que Saussure lo dejó, desearíamos insistir ante
todo en la necesidad de un esfuerzo previo de clasificación, si se quiere promover el análi-
sis y afianzar los fundamentos de la semiología.
Nada diremos aquí de la escritura; reservamos para un examen particular ese proble-
ma difícil. Los ritos simbólicos, las formas de cortesía, ¿son sistemas autónomos? ¿De ve-
ras es posible ponerlos en el mismo plano que la lengua? Sólo mantienen una relación se-
miológica por mediación de un discurso el “mito” que acompaña al “rito”; el “protocolo”
que rige las formas de cortesía. Estos signos, para nacer y establecerse como sistema, supo-
nen la lengua, que los produce e interpreta. De modo que son de un orden distinto, en una
jerarquía por definir. Se entrevé ya que, no menos que los sistemas de signos, las relacio-
nes entre dichos sistemas constituirán el objeto de la semiología.
Es tiempo de abandonar las generalidades y de abordar por fin el problema central de la
semiología, el estatuto de la lengua entre los sistemas de signos. Nada podrá ser asegurado en
teoría mientras no se haya aclarado la noción y el valor del signo en los conjuntos donde ya se
le puede estudiar. Opinamos que este examen debe comenzar por los sistemas no lingüísticos.

II
El papel del signo es representar, ocupar el puesto de otra cosa, evocándola a título
de sustituto. Toda definición más precisa, que distinguiría en particular diversas variedades
de signos, supone una reflexión sobre el principio de una ciencia de los signos, de una se-
miología, y un esfuerzo de elaborarla. La más mínima atención a nuestro comportamiento,
a las condiciones de la vida intelectual y social, de la vida de relación, de los nexos de pro-
ducción y de intercambio, nos muestra que utilizamos a la vez y a cada instante varios sis-
temas de signos: primero los signos del lenguaje, que son aquellos cuya adquisición empie-
za antes, al iniciarse la vida consciente; los signos de la escritura; los “signos de cortesía”,
de reconocimiento, de adhesión, en todas sus variedades y jerarquías; los signos regulado-
res de los movimientos de vehículos; los “signos exteriores” que indican condiciones so-
ciales; los “signos monetarios”, valores e índices de la vida económica; los signos de los
14 C. L. G., p. 101.
15 Antes, p. 51.
16 C. L. G., p. 35.
64

cultos, ritos, creencias; los signos del arte en sus variedades (música, imágenes; reproduc-
ciones plásticas) –en una palabra, y sin ir más allá de la verificación empírica, está claro
que nuestra vida entera está presa en redes de signos que nos condicionan al punto de que
no podría suprimirse una sola sin poner en peligro el equilibrio de la sociedad y del indivi-
duo. Estos signos parecen engendrarse y multiplicarse en virtud de una necesidad interna,
que en apariencia responde también a una necesidad de nuestra organización mental. Entre
tantas y tan diversas maneras que tienen de configurarse los signos, ¿qué principio introdu-
cir que ordene las relaciones y delimite los conjuntos?
El carácter común a todos los sistemas y el criterio de su pertenencia a la semiología
es su propiedad de significar o significancia, y su composición en unidades de significan-
cia o signos. Es cosa ahora de describir sus caracteres distintivos.
[…]
Dos sistemas pueden tener un mismo signo en común sin que resulte sinonimia ni redun-
dancia, o sea que la identidad sustancial de un signo no cuenta, sólo su diferencia funcional. El
rojo del sistema binario de señales de tránsito no tiene nada en común con el rojo de la bande-
ra tricolor, ni el blanco de ésta con el blanco del luto en China. El valor de un signo se define
solamente en el sistema que lo integra. No hay signo transistemático.
Los sistemas de signos ¿son entonces otros tantos mundos cerrados, sin que haya en-
tre ellos más que un nexo de coexistencia acaso fortuito? Formularemos una exigencia me-
tódica más. Es preciso que la relación planteada entre sistemas semióticos sea por su parte
de naturaleza semiótica. Sera determinada ante todo por la acción de un mismo medio cul-
tural, que de una manera o de otra produce y nutre todos los sistemas que le son propios.
He aquí otro nexo externo, que no implica necesariamente una relación de coherencia entre
los sistemas particulares. Hay otra condición: se trata de determinar si un sistema semiótico
dado puede ser interpretado por sí mismo o si necesita recibir su interpretación de otro sis-
tema. La relación semiótica entre sistema interpretante y sistema interpretado. Es la que
poseemos en gran escala entre los signos de la lengua y los de la sociedad: los signos de la
sociedad pueden ser íntegramente interpretados por los de la lengua, no a la inversa. De
suerte que la lengua será el interpretante de la sociedad. 17 En pequeña escala podrá consi-
derarse el alfabeto gráfico como el interpretante del Morse o el Braille, en virtud de la ma-
yor extensión de su dominio de validez, y pese al hecho de que todos sean mutuamente
convertibles.
[…]
Es tiempo de enunciar las condiciones mínimas de una comparación entre sistemas
de órdenes diferentes. Todo sistema semiótico que descanse en signos tiene por fuerza que
incluir: 1) un repertorio finito de signos, 2) reglas de disposición que gobiernan sus figu-
ras, 3) independientemente de la naturaleza y del número de los discursos que el sistema
permita producir. Ninguna de las artes plásticas consideradas en su conjunto parece repro-
ducir semejante modelo. Cuando mucho pudiera encontrarse alguna aproximación en la
obra de tal o cual artista; entonces no se trataría de condiciones generales y constantes, sino
de una característica individual, lo cual una vez más nos alejaría de la lengua.
Se diría que la noción de unidad reside en el centro de la problemática que nos ocu-
pa y que ninguna teoría seria pudiera constituirse olvidando o esquivando la cuestión de la
unidad, pues todo sistema significante debe definirse por su modo de significación. De
17 Este punto será desarrollado en otra parte.
65

modo que un sistema así debe designar las unidades que hace intervenir para producir el
“sentido” y especificar la naturaleza del “sentido” producido.
Se plantean entonces dos cuestiones:
1) ¿Pueden reducirse a unidades todos los sistemas semióticos?
2) Estas unidades, en los sistemas donde existen, ¿son signos? La unidad y el signo de-
ben ser tenidos por características distintas. El signo es necesariamente una unidad, pero la
unidad puede no ser un signo. Cuando menos de esto estamos seguros: la lengua está hecha
de unidades y esas unidades son signos. ¿Qué pasa con los demás sistemas semiológicos?
Consideramos primero el funcionamiento de los sistemas llamados artísticos, los de la
imagen y del sonido, prescindiendo deliberadamente de su función estética. La “lengua” musi-
cal consiste en combinaciones y sucesiones de sonidos, diversamente articulados; la unidad
elemental, el sonido, no es un signo; cada sonido es identificable en la estructura escalar de la
que depende, ninguno está provisto de significancia. He aquí el ejemplo típico de unidades que
no son signos, que no designan, por ser solamente los grados de una escala cuya extensión es
fijada arbitrariamente. Estamos ante un principio discriminador: los sistemas fundados en uni-
dades se reparten entre sistemas de unidades significantes y sistemas de unidades no signifi-
cantes. En la primera categoría pondremos la lengua; en la segunda, la música.
En las artes de la figuración (pintura, dibujo, escultura) de imágenes fijas o móviles, es la
existencia misma de unidades lo que se torna tema de discusión. ¿De qué naturaleza serían? Si
se trata de colores, se reconoce que componen también una escala cuyos peldaños principales
están identificados por sus nombres. Son designados, no designan; no remiten a nada, no su-
gieren nada de manera unívoca. El artista los escoge, los amalgama, los dispone a su gusto en el
lienzo, y es sólo en la composición donde se organizan y adquieren, técnicamente hablando,
una “significación”, por la selección y la disposición. El artista crea así su propia semiótica: ins -
tituye sus oposiciones en rasgos que él mismo hace significantes en su orden. De suerte que no
recibe un repertorio de signos, reconocidos tales, y tampoco establece ninguno. El color, un
material, trae consigo una variedad ilimitada de matices que pasan uno a otro y ninguno de los
cuales hallará equivalencia con el “signo” lingüístico.
En cuanto a las artes de la figura, ya participan de otro nivel, el de la representación,
donde rasgo, color, movimiento, se combinan y entran en conjuntos gobernados por necesida-
des propias. Son sistemas distintos, de gran complejidad, donde la definición del signo no se
precisará sino con el desenvolvimiento de una semiología todavía indecisa.
Las relaciones significantes del “lenguaje” artístico hay que descubrirlas dentro de
una composición. El arte no es nunca aquí más que una obra de arte particular, donde el ar-
tista instaura libremente oposiciones y valores con los que juega con plena soberanía, sin
tener “respuesta” que esperar, ni contradicción que eliminar, sino solamente una visión que
expresar, según criterios, conscientes o no, de los que la composición entera da testimonio
y se convierte en manifestación.
O sea que se pueden distinguir los sistemas en que la significancia está impresa por
el autor en la obra y los sistemas donde la significancia es expresada por los elementos pri-
meros en estado aislado, independientemente de los enlaces que puedan contraer. En los
primeros, la significancia se desprende de las relaciones que organizan un mundo cerrado,
en los segundos, es inherente a los signos mismos. La significancia del arte no remite nun-
ca, pues, a una convención idénticamente heredada entre copartícipes.18 Cada vez hay que
18 Mieczyslaw Wallis, “Mediaeval Art as a Language”, Actes du 5e Congrés International d’Esthétique
(Amsterdam, 1964), p. 427, n.: “La notion de champ sémantique et son application a la théorie de
l’Art”, Sciences de l'art, núm. especial (1966), pp. 3 ss., hace útiles observaciones acerca de los signos
66

descubrir sus términos, que son ilimitados en número, imprevisibles en naturaleza, y así
por reinventar en cada obra –en una palabra, ineptos para fijarse en una institución. La sig-
nificancia de la lengua, por el contrario, es la significancia misma, que funda la posibilidad
de todo intercambio y de toda comunicación, y desde ahí de toda cultura.
No deja de ser válido, pues, con algunas metáforas de por medio, asimilar la ejecu-
ción de una composición musical a la producción de un enunciado de lengua; podrá hablar-
se de un “discurso” musical, que se analiza en “frases” separadas por “pausas” o “silen-
cios”, señaladas por “motivos” reconocibles. También se podrá, en las artes de la figura-
ción, buscar los principios de una morfología y de una sintaxis. 19 Cuando menos, una cosa
es segura: ninguna semiología del sonido, del color, de la imagen, se formulará en sonidos,
en colores, en imágenes. Toda semiología de un sistema lingüístico tiene que recurrir a la
mediación de la lengua, y así no puede existir más que por la semiología de la lengua y en
ella. El que la lengua sea aquí instrumento y no objeto de análisis, no altera nada de la si-
tuación, que gobierna todas las relaciones semióticas; la lengua es el interpretante de todos
los demás sistemas, lingüísticos y no lingüísticos.
[…]
La lengua nos ofrece el único modelo de un sistema que sea semiótico a la vez en su es-
tructura formal y en su funcionamiento:
1) Se manifiesta por la enunciación, que alude a una situación dada; hablar es siempre
hablar de.
2) Consiste formalmente en unidades distintas, cada una de las cuales es un signo.
3) Es producida y recibida en los mismos valores de referencia entre todos los miembros
de una comunidad.
4) Es la única actualización de la comunicación intersubjetiva.
Por estar razones, la lengua es la organización semiótica por excelencia. Da la idea
de lo que es una función de signo, y es la única que ofrece la fórmula ejemplar de ello. De
ahí procede que ella sola pueda conferir –y lo hace en efecto– a otros conjuntos la calidad
de sistemas significantes informándolos de la relación de signo. Hay pues un modelado se-
miótico que la lengua ejerce y del que no se concibe que su principio resida en otra pacte
que no sea la lengua. La naturaleza de la lengua, su función representativa, su poder diná-
mico, su papel en la vida de relación, hacen de ella la gran matriz semiótica, la estructura,
modeladora de la que las otras estructuras reproducen los rasgos y el modo de acción.
icónicos, especialmente en el arte medieval: discierne en él un “vocabulario” y reglas de “sintaxis”.
Es verdad que puede reconocerse en la escultura medieval cierto repertorio icónico que corresponde
a ciertos temas religiosos, a ciertas enseñanzas teológicas o morales. Pero son mensajes convencio -
nales, producidos en una topología igualmente, convencional donde las figuras ocupan puestos sim-
bólicos, conformes a representaciones familiares. Por lo demás, las escenas figuradas son la trasposi-
ción icónica de relatos o parábolas; reproducen una verbalización inicial. El verdadero problema se-
miológico, que no ha sido planteado, que sepamos, seria el buscar cómo se efectúa esta trasposición
de una enunciación verbal a una representación icónica, cuáles son las correspondencias posibles
entre un sistema y otro y en qué medida esta confrontación podría ser perseguida hasta la determi -
nación de correspondencias entre signos distintos.
19 La posibilidad de extender las categorías semiológicas a las técnicas de la imagen, y particularmente
al cine, es debatida de manera instructiva por Chr. Metz, Essais sur la signification au Cinéma (París,
1968), pp. 66s, 84 ss., 95s. J. L. Scheffer, Scénographie d’un tubleau (París, 1969), inaugura una “lectura”
semiológica de la obra pintada y propone un análisis suyo análogo al de un “texto”. Estas indagacio -
nes muestran ya el despertar de una reflexión original sobre los campos y las categorías de la semio -
logía no lingüística.
67

¿A qué se debe esta propiedad? ¿Puede discernirse por qué la lengua es el interpre-
tante de todo sistema significante? ¿Es sencillamente por ser el sistema más común, el que
tiene el campo más vasto, la mayor frecuencia de empleo y –en la práctica– la mayor efica-
cia? Muy a la inversa: esta situación privilegiada de la lengua en el orden pragmático es
una consecuencia, no una causa, de su preeminencia como sistema significante, y de esta
preeminencia puede dar razón un principio semiológico sólo. Lo descubriremos adquirien-
do conciencia del hecho de que la lengua significa de una manera específica y que no es
sino suya, de una manera que no reproduce ningún otro sistema. Esta investida de una do-
ble significancia. He aquí propiamente un modelo sin análogo. La lengua combina dos
modos distintos de significancia, que llamamos el modo semiótico por una parte, el modo
semántico por otra.
Lo semiótico designa el modo de significancia que es propio del signo lingüístico y
que lo constituye como unidad. Por medio del análisis pueden ser consideradas por separa-
do las dos caras del signo, pero por lo que hace a la significancia, unidad es y unidad que-
da. La única cuestión que suscita un signo para ser reconocido es la de su existencia, y ésta
se decide con un sí o un no: árbol - canción - lavar - nervio - amarillo - sobre, y no *ármol
- *panción - *bavar - *nertio - *amafillo - *sibre. Más allá, es comparado para delimitarlo,
sea con significantes parcialmente parecidos: casa : masa, o casa : cosa, o casa : cara, sea
con significados vecinos: casa : choza, o casa : vivienda. Todo el estudio semiótico, en
sentido estricto, consistirá en identificar las unidades, en describir las marcar distintivas y
en descubrir criterios cada vez más sutiles de la distintividad. De esta suerte cada signo
afirmará con creciente claridad su significancia propia en el seno de una constelación o en-
tre el conjunto de los signos. Tomado en sí mismo, el signo es pura identidad para sí, pura
alteridad para todo lo demás, base significante de la lengua, material necesario de la enun-
ciación. Existe cuando es reconocido como significante por el conjunto de los miembros de
la comunidad lingüística, y evoca para cada quien, a grandes rasgos, las mismas asociacio-
nes y las mismas oposiciones. Tal es el dominio y el criterio de la semiótica.
Con lo semántico entramos en el modo específico de significancia que es engendrado
por el discurso. Los problemas que se plantean aquí son función de la lengua como pro-
ductora de mensajes. Ahora, el mensaje no se reduce a una sucesión de unidades por identi-
ficar separadamente; no es una suma de signos la que produce el sentido, es, por el contra-
rio, el sentido, concebido globalmente, el que se realiza y se divide en “signos” particula-
res, que son las palabras. En segundo lugar, lo semántico carga por necesidad con el
conjunto de los referentes, en tanto que lo semiótico está, por principio, separado y es
independiente de toda deferencia. El orden semántico se identifica con el mundo de la
enunciación y el universo del discurso.
El hecho de que se trata, por cierto, de dos órdenes distintos de nociones y de dos
universos conceptuales, es algo que se puede mostrar también mediante la diferencia en el
criterio de validez que requieren el uno y el otro. Lo semiótico (el signo) debe ser recono-
cido; lo semántico (el discurso) debe ser comprendido. La diferencia entre reconocer y
comprender remite a dos facultades mentales distintas: la de percibir la identidad entre lo
anterior y lo actual, por una parte, y la de percibir la significación de un enunciado nuevo,
por otra. En las formas patológicas del lenguaje, es frecuente la disociación de las dos fa-
cultades.
68

La lengua es el único sistema cuya significancia se articula, así, en dos dimensiones.


Los demás sistemas tienen una significancia unidimensional: o semiótica (gestos de cor-
tesía; mudrās), sin semántica; o semántica (expresiones artísticas), sin semiótica. El privi-
legio de la lengua es portar al mismo tiempo la significancia de los signos y la significancia
de la enunciación. De ahí proviene su poder mayor, el de crear un nuevo nivel de enuncia-
ción, donde se vuelve posible decir cosas significantes acerca de la significancia. Es en esta
facultad metalingüística donde encontramos el origen de la relación de interpretancia mer-
ced a la cual la lengua engloba los otros sistemas.
Cuando Saussure definió la lengua como sistema de signos, echó el fundamento de la
semiología lingüística. Pero vemos ahora que si el signo corresponde en efecto a las unida-
des significantes de la lengua, no puede erigírselo en principio único de la lengua en su
funcionamiento discursivo. Saussure no ignoró la frase, pero es patente que le creaba una
grave dificultad y la remitió al “habla”,20 lo cual no resuelve nada; es cosa precisamente de
saber si es posible pasar del signo al “habla”, y cómo. En realidad el mundo del signo es
cerrado. Del signo a la frase no hay transición ni por sintagmación ni de otra manera. Los
separa un hiato. Hay pues que admitir que la lengua comprende dos dominios distintos,
cada uno de los cuales requiere su propio aparato conceptual. Para el que llamamos semió-
tico, la teoría saussureana del signo lingüístico servirá de base para la investigación. El do-
minio semántico, en cambio, debe ser reconocido como separado. Tendrá necesidad de un
aparato nuevo de conceptos y definiciones.
La semiología de la lengua ha sido atascada, paradójicamente, por el instrumento mismo
que la creó: el signo. No podía apartarse la idea del signo lingüístico sin suprimir el carácter
más importante de la lengua; tampoco se podía extenderla al discurso entero sin contradecir
su definición como unidad mínima.
En conclusión, hay que superar la noción saussureana del signo como principio único,
del que dependerían a la vez la estructura y el funcionamiento de la lengua. Dicha superación
se lograra por dos caminos:
En el análisis intralingüístico, abriendo una nueva dimensión de significancia, la del dis -
curso, que llamamos semántica, en adelante distinta de la que está ligada al signo, y que será
semiótica.
En el análisis translingüístico de los textos, de las obras, merced a la elaboración de una
metasemántica que será construida sobre la semántica de la enunciación.
Sera una semiología de “segunda generación”, cuyos instrumentos y método podrán
concurrir asimismo al desenvolvimiento de las otras ramas de la semiología general.

20 Cf. C. L. G., pp. 148, 172, y las observaciones dc R. Godel, Current Trends in Linguistics, III, Theoretícal
Foundatíons, 1966, pp. 490ss.
69

Materiales para el análisis


Lecturas complementarias
Los siguientes textos abordan temas como el cine, la indumentaria, la realidad virtual o
la pintura desde perspectivas diversas. Las preguntas que figuran a continuación de cada texto
le proponen el desafío de pensar el modo en que algunos de sus planteos podrían ser interpre-
tados desde la perspectiva estructuralista de Ferdinand de Saussure y desde el abordaje de
Peirce de los signos.

Texto 1.
Sexe, Néstor (2007): Casos de comunicación y cosas
de diseño, Buenos Aires, Paidós, pp.49-51 (adaptación)

Objetos modernos
El traje y el jean son objetos-pretextos para señalar dos aspectos de la modernidad.
Con frecuencia se define la modernidad como un conjunto de valores, entre los cuales se
citan la secularización de la sociedad (pérdida de influencia de las confesiones religiosas y sus
instituciones), las formas de poder republicano y la racionalidad administrativa. La moderni-
dad ubica al hombre en el centro de la escena y le asigna dos virtudes: la razón y la voluntad.
Caracterizaremos al traje como un indumento moderno. El traje es moderno porque
representa, como veremos, cierto conjunto de valores que corresponden a esta etapa.
La modernidad también cree y apuesta al progreso. La expectativa de cambio, la per-
cepción dinámica de la secuencia espacio-temporal, la búsqueda de una actualización per-
manente son rasgos que la caracterizan. El jean con su dinámica de fabricación y de uso es
otro objeto que representa los valores de la modernidad.

El traje moderno
Cierta perspectiva de análisis de la modernidad contempla la tendencia cultural hacia
la secularización: el quiebre de la ley de Dios como único recurso de legitimidad y, por
consiguiente, la construcción de una mediación cultural reglamentada. De este modo, la
administración se articula entre leyes y base social productora. Esta organización da lugar a
la burocracia y, concretamente, a la subjetividad que se condensa en la noción de ciuda-
dano. En ese contexto, el traje moderno fue el indumento del personal administrativo de las
fábricas, de los profesionales liberales, de los oficinistas de la banca y de los profesores
que transmitían la nueva “razón”.
A partir del siglo XIX y principios del XX se alarga el pantalón y se estandarizan las me -
didas tal como las conocemos en la actualidad. La tradición de la moda inglesa, mucho más clá-
70

sica, consiste en mantener las hechuras desde hace décadas, mientras que los franceses y, so-
bre todo, los italianos van imponiendo nuevas formas. Los trajes más elegantes eran (y son) los
de colores como el negro, la gama del gris oscuro y azul marino o noche. Se utilizaban lanas de
gran pesaje, con tejidos muy tupidos, que se fueron reemplazando por una diversa oferta de te-
las más livianas (como el lino y mezclas de fibras poliéster-algodón y poliéster- viscosa).
El traje moderno se construyó como un dispositivo del hombre burocrático, un indu-
mento ordenador que guardaba cierta lógica de distribución de bolsillos. Podemos enume-
rar tres bolsillos exteriores y tres interiores del saco, de cuatro a seis en el pantalón y dos
en el chaleco. Se diseñaban entre doce y quince bolsillos - según el modelo-, cuyo uso se
justificaba como los “lugares” para lapiceras, llaves, monedas, pañuelos, cigarrillos, reloj,
etc. Los bolsillos llevan los instrumentos y dan una idea de la actividad del ciudadano. El
uso del traje supone cierta razón instrumental, que opera según un repertorio de maniobras
análogas a las del pescador con su chaleco especial: llevar la mano al bolsillo es una acción
“espontánea” hacia la utilización de su contenido. Por ejemplo, veces el ícono representati-
vo de caballeros en un baño público muestra a un hombre con la mano en el bolsillo de su
pantalón, y esta pose nunca fue interpretada como desgano.
El hombre de la producción también tiene su traje. Consiste en un conjunto de panta-
lón, camisa y campera corta de algodón. En telas cerradas y resistentes, la ropa de trabajo
mantuvo sus formas y sus colores beige, azul aviación y verde oliva, que son tradicionales.
Estos colores fueron siempre el signo de distinción de los rangos jerárquicos (capataces,
técnicos, encargados) según los códigos internos de cada empresa. Por su parte, el obrero
moderno utiliza el overol (over all: cubre todo): otro dispositivo de bolsillos para otros he-
rramientas modernas.
El traje es una representación de usos y valores de la modernidad. Pero, como puede ver -
se, durante más de cien años el traje masculino no ha cambiado mucho. La dinámica de cambio
solo se puso de manifiesto en el reemplazo de la sastrería personal “a medida” por la confec-
ción en serie.
El traje resiste, tal como lo moderno persiste en la palabra posmodernidad.

1.Analice la información paratextual para contextualizar el texto (autor, obra, fecha y lugar de publica -
ción, título del fragmento, subtítulos, etc). Caracterice a partir de esos datos y de la información que
pueda obtener de la web la perspectiva desde la que aborda su objeto de estudio el texto leído.

2.Tomando en cuenta el texto leído, caracterice el traje como ícono, como índice y como signo, de
acuerdo con la perspectiva de Perice.

3.Tomando en cuenta la noción de sistema de la perspectiva estructuralista, caracterice las relaciones


entre el traje y la ropa de trabajo descriptos en el texto leído.

4.Sexe afirma: “La modernidad también cree y apuesta al progreso. La expectativa de cambio, la per -
cepción dinámica de la secuencia espacio-temporal, la búsqueda de una actualización permanente son
rasgos que la caracterizan. El jean con su dinámica de fabricación y de uso es otro objeto que repre-
senta los valores de la modernidad.”. Desde su punto de vista, ¿qué rasgos del jean podrían funda-
mentar la afirmación de Sexe?
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Texto 2.
Román Gubern (1996): Del bisonte a la realidad virtual.
La escena y el laberinto, Barcelona, Anagrama, pp. 23-25

Iconismo en debate

El debate más prolongado y profundo acerca de la naturaleza de la imagen icónica se


ha centrado en dilucidar si se trata de una representación motivada , nacida de una voluntad
imitativa o analógica que pretende copiar las apariencias ópticas del mundo visible o, por el
contrario, si se trata de una representación enteramente arbitraria, producto de una conven-
ción social según la cual, en palabras de Nelson Goodman, “cualquier cosa puede representar
cualquier cosa” , como ocurre con los signos del lenguaje verbal. El más ilustre opositor de
las tesis convencionalistas de Goodman ha sido el historiador del arte E.H. Gombrich, cuyas
teorías nos parecen más razonables y convincentes. Gombrich nunca ha negado que las re-
presentaciones icónicas estén formalizadas con convenciones propias de cada cultura, de
cada época, de cada género y de cada escuela, pero de su estudio perspicaz de la historia del
arte (estudio que Goodman ignora olímpicamente) y de la observación del comportamiento
de los animales, deduce que la iconicidad no es una pura arbitrariedad social.
Especialmente interesantes resultas las investigaciones de los etólogos acerca de la
percepción animal, sobre todo las realizadas con señuelos (simulacros visuales de anima-
les), como las efectuadas por Niko Tinbergen. En efecto, los animales reaccionan ante si-
mulacros icónicos adecuados (la imagen de la madre, de la pareja sexual, o del enemigo) y
algunos posen eficaces mecanismos de camuflaje para engañar a sus depredadores con sus
cambios de imagen, simulando una roca o una rama y corroborando que la iconicidad no es
una convención humana arbitraria y artificial.
Los señuelos utilizados por los cazadores ,tanto como algunos espantapájaros campesi -
nos, confirman esta realidad de la naturaleza, que se ha sometido a prueba experimental por
parte de los etólogos, utilizando representaciones visuales progresivamente abstractas o sim-
plificadas de estímulos desencadenantes para cada especie, a fin de establecer, a través de sus
reacciones o ausencia de ellas, los umbrales de similitud o de iconicidad funcional para cada es-
pecie, más allá de los cuales el estímulo visual deja de activar el instinto del individuo por ha -
ber perdido su propiedad icónica para él.
Cuando postulamos que la imagen es una convención motivada (o una convención no en-
teramente arbitraria), afirmamos que los significados son universales, pero no así las conven-
ciones, por lo que son significados los que motivan las convenciones y no al revés. Es menester
afirmar, por lo tanto, que la imagen icónica es una convención plástica motivada (es decir,
una convención plástica no arbitraria), que combina en diferente grado el principio del iso -
morfismo perceptivo y ciertas aportaciones simbólicas del tipo intelectual propias de cada cul-
tura, que plasman propiedades de los sujetos representados.
72

1.Analice la información paratextual para contextualizar el texto (autor, obra, fecha y lugar de publica-
ción, título del fragmento, etc). Caracterice a partir de esos datos y de la información que pueda obte-
ner de la web la perspectiva desde la que aborda su objeto de estudio el texto leído.

2. ¿Cuál de las posiciones enfrentadas en el debate en torno del iconismo podría tomar el pensamiento
de Peirce sobre el ícono para fundamentar su punto de vista? Proponga un argumento en favor de esa
posición a partir de su lectura de Peirce.

Texto 3.
Román Gubern (1996): Del bisonte a la realidad virtual.
La escena y el laberinto, Barcelona: Anagrama

Frente a la escena
La progresiva difusión de la tecnología de la realidad virtual, irradiada desde los centros
de investigación informática de las sociedades posindustriales, ha coincidido con una creciente
colonización del imaginario mundial por parte de las culturas transnacionales hegemónicas,
que presionan para imponer una uniformización estética e ideológica planetaria. La rápida di-
fusión manos de laboratorios universitarios, gabinetes militares, industrias del entretenimien-
to y del espectáculo y talleres de cyberartistas, está iluminando con nueva luz, inesperadamen-
te, el sentido y la evolución de las imágenes a lo largo de la historia occidental, movida por su
aspiración hacia el ilusionismo referencial más perfecto posible. La difusión generalizada de la
realidad virtual podrá hacer que percibamos en el futuro nuestras representaciones icónicas
tradicionales- desde la pintura al fresco hasta la televisión- como imperfectos y poco satisfac-
torios artificios planos, tal como hoy suelen percibirse generalmente las pinturas de la era pre
perspectivista.
A la luz de esta evolución, se detecta sin mucho esfuerzo que la producción de imágenes
en Occidente ha estado dominada por una doble y divergente preocupación intelectual. Por
una parte, por la voluntad de perfeccionamiento cada vez mayor de su función mimética, por
la exaltación de la capacidad ostensiva de la imagen como copia fidelísima de las apariencias
ópticas del mundo visible, en una ambición que culmina en el hiperrealismo de la realidad vir-
tual. Esta ambición ha sido la del engaño a los sentidos y a la inteligencia, como ya avanzó Pla-
tón, pues quiere hacer creer al observador colocado ante la imagen que está en realidad ante
su referente y no ante su copia.
Pero en contraste con esta función de la imagen como doble ostensivo, como simulacro
y como imitación realista , nos encontramos también con otra tradición no extinguida de la
imagen críptica , como símbolo intelectual y como laberinto, una tradición hermética cultivada
por el simbolismo del arte paleocristiano, por los alquimistas, por las sociedades secretas y por
los códigos pictográficos de muchos profesionales actuales (arquitectos, ingenieros , geólogos ,
meteorólogos , etc.) que constituyen verdaderos sociolectos icónicos cerrados de estas nuevas
hermandades profesionales que han reemplazado, en parte a las sociedades secretas de antaño.
De manera que frente a la transparencia ostensiva e isomórfica de la imagen-escena
en la cultura de masas, se abriría un inmenso territorio ocupado por la imagen-laberinto,
por aquella que no dice lo que muestra o lo que aparenta, pues ha nacido de una voluntad
de ocultación, de conceptualidad o de criptosimbolismo. Y la hemos llamado imagen-labe-
73

rinto porque, a diferencia de la explicitud sensorial y simbólica de la escena, el laberinto


(del griego y del latín, laberinthus) es definido por el diccionario como “construcción lle-
na de rodeos y encrucijadas, donde era muy difícil orientarse”.
Para entender esta evolución resulta útil recordar la leyenda, recogida por Plinio el
Viejo en su Historia natural, acerca del invento del arte de la pintura. Según esta leyenda
fundacional, una doncella de Corinto trazó sobre una pared la silueta del rostro de su ama-
do, proyectada como sombra, para gozar de la ilusión de su presencia durante su ausencia
(este episodio, de fuerte impregnación mágica, sería inmortalizado por el pintor David
Allan en su lienzo The Origin of Painting en 1775). No habrá de extrañar, por tanto, que al-
gunas lenguas antiguas, como el latín, utilicen la misma palabra (imago) para designar la
imagen, la sombra y el alma. Ni que en griego Eidos signifique a la vez idea (como pro-
yecto o modelo) y apariencia (como imagen u objeto), convertida en el origen etimológico
del ídolo, idolatría, idolomanía y de las imágenes eidéticas. Y del gesto fundacional de la
doncella de Corinto derivaría la práctica de pintar lo ausente mediante su imagen virtual,
ya sea su reflejo (la imagen de los reyes en el espejo de Las Meninas de Velázquez), o su
sombra (en el primer término del lienzo Coming Events, de William Collins, de 1833). […]
El psicoanálisis se ha extendido acerca de la pulsión escópica, acerca de ese irresisti-
ble apetito de ver que es tan característico de la inteligencia humana y que, como toda fuer-
za biológica, sería contemplado con sospecha por todos los rigorismos religiosos, como
ejemplariza el castigo bíblico infligido a la mujer de Lot. Leonardo Da Vinci, que tanto nos
ha ayudado a entender la visión humana , expresó antes que Freud la naturaleza de esta
pulsión, al relatar su sueño entrando en una cueva oscura “al cabo de un momento-escribe
Leonardo- , dos sentimientos me invadieron: miedo y deseo , miedo de la gruta oscura y
amenazadora, deseo de ver si no contiene alguna maravilla extraordinaria” Este natural
apetito de ver, que cuando se ha convertido en excluyente ha dado origen a la patología del
voyerismo, mironismo, escopofilia, escopolangia o mixoscopia, ha sido a veces hiperboli-
zado poéticamente por algunos artistas , con claras connotaciones mágicas, como hace Go-
ddard con sus protagonistas de Les Carabiniers , quienes acumulan fotos, grabados y pos-
tales de todos los lugares del mundo para poseerlos vicariamente, en un acto que confunde
su glotonería óptica y su deseo de posesividad de todas las bellezas del mundo. Mientras en
la novela El Crimen del señor E. Karma, de Abe Kobe, un hombre absorbe con su mirada
un paisaje representado en una fotografía. En estos ejemplos nos hallamos, en realidad,
ante casos extremos de iconomanía, iconofilia o idolomanía, pues se trata de imágenes re-
presentadas sobre un soporte.
Pero el apetito visual humano posee todavía un grado más elevado de formalización
cognitiva, manifestada en la que podríamos denominar pulsión icónica, que hace que vea-
mos formas figurativas en los perfiles aleatorios de las nubes, en los puntos luminosos de
las constelaciones o en las manchas de las paredes. Confirmando esta conducta, la autori-
dad de Plinio el Viejo nos explica, de nuevo, que el rey Pirro poseía una piedra ágata en cu-
yos meandros aparecía sin que hubiera intervenido ningún artificio humano, Apolo con una
cítara y las nueve musas con sus atributos. La pulsión icónica revela la tendencia natural
del hombre a imponer orden y sentido a sus percepciones mediante proyecciones imagina-
rias, si bien tales orden y sentido aparecen ampliamente diversificados según el grupo cul-
tural al que pertenezca el sujeto preceptor y según la historia personal que se halla tras
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cada mirada. Basta con inventariar todas las interpretaciones icónicas que ha recibido el
conjunto sideral que nosotros identificamos como Osa Mayor (pero que en otras épocas o
culturas ha sido el Carro del rey Arturo, la Pata Delantera para los egipcios o el Jabalí para
los sirios). O analizar el aprovechamiento por el artista rupestre primitivo de las formas na-
turales en las paredes de las cuevas del paleolítico superior para construir la imagen de un
bisonte o un jabalí .Mientras que la litolatría, focalizada a veces hacia la adoración de pie-
dras de origen metorítico como enviadas por la divinidad, invitaba a generar a partir de sus
formas arbitrarias percepciones icónicas sacras en sus fieles adoradores. Y el propio Leo-
nardo observaría que cuando se arroja un trapo embebido de pintura contra una pared, se
forma en ella una mancha en la que puede descubrirse un hermoso paisaje. La pulsión icó-
nica surge de la necesidad de otorgar sentido a lo informe, de dotar de orden al desorden y
de semantizar los campos perceptivos aleatorios, imponiéndoles un sentido figurativo. La
aplicación clínica más conocida de este principio psicológico en la actualidad lo constitu-
ye el test proyectivo Rorschach, utilizado para el diagnóstico psicopatológico. Pero varios
siglos antes de que Hermann Rorschach desarollara en Zurich su famoso test, esta imperio-
sa facultad proyectiva era ya bien conocida por quienes, en el lejano Kyoto , erigieron el
Templo de los Mil Budas (Sanjugasendo), en el que el visitante es invitado a reconocer en-
tre las mil estatuas su doble búdico y a identificarse con él, operación que sólo puede efec-
tuarse con un ejercicio proyectivo muy refinado.

1. ¿Qué tipo de signos considera el texto “Frente a la escena”? ¿Desde qué punto de vista los ana -
liza?

2. ¿Qué diferencias se registran entre la “imagen mimética” y la “imagen laberinto”? Si conside -


ramos a las imágenes como signos, en el sentido de Peirce, ¿cuáles serían las relaciones entre el
representamen y el objeto dinámico en cada caso?

3.¿Qué funciones cognitivas le atribuye el autor a lo que denomina la “pulsión icónica”?


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Trabajos prácticos

1. Ferdinand de Saussure y el estructuralismo


Lea el texto que sigue y responda las preguntas que figuran a continuación.

La lengua; su definición

¿Cuál es el objeto a la vez íntegro y concreto de la lingüística?


La cuestión es particularmente difícil; más tarde veremos por qué; limitémonos ahora a
hacer comprender esta dificultad.
Otras ciencias operan sobre objetos dados de antemano y que pueden considerarse luego
desde diferentes puntos de vista; en nuestro campo no ocurre eso. Alguien pronuncia la pala -
bra francesa nu: un observador superficial estaría tentado a ver en ella un objeto lingüístico
concreto, pero un examen más atento hará ver sucesivamente tres o cuatro cosas completa-
mente diferentes, según la manera en que se la considere: como sonido, como expresión de una
idea, como correspondiente del latín nüdum, etc. Lejos de preceder el objeto al punto de vista,
se diría que es el punto de vista quien crea el objeto, y además nada nos dice de antemano que
una de esas maneras de considerar el hecho en cuestión es anterior o superior a las otras.
Por otro lado, cualquiera que sea la que se adopte, el fenómeno lingüístico presenta per -
petuamente dos caras que se corresponden; además, cada una de ellas sólo vale gracias a la
otra. Por ejemplo:
1°. Las sílabas que se articulan son impresiones acústicas percibidas por el oído, pero los
sonidos no existirían sin los órganos vocales; así, una no existe más que por la correspondencia
de esos dos aspectos. Por tanto, no se puede reducir la lengua al sonido, ni separar el sonido de
la articulación bucal; y a la recíproca, no se pueden definir los movimientos de los órganos vo-
cales si se hace abstracción de la impresión acústica.
2°. Admitamos, sin embargo, que el sonido sea una cosa simple: ¿es él quien hace el len -
guaje? No, no es más que el instrumento del pensamiento y no existe por sí mismo. Surge ahí
una nueva y temible correspondencia: el sonido, unidad compleja acústico-vocal, forma a su
vez con la idea una unidad compleja, fisiológica y mental. Y esto no es todo aún.
3°. El lenguaje tiene un lado individual y un lado social, y no puede concebirse uno sin el
otro. Además:
4°. En cada instante implica a la vez un sistema establecido y una evolución; en cada mo -
mento, es una institución actual y un producto del pasado. A primera vista parece muy sencillo
distinguir entre este sistema y su historia, entre lo que es y lo que ha sido; en realidad, la rela-
ción que une esas dos cosas es tan estrecha que cuesta mucho separarlas.
¿Sería más sencilla la cuestión si consideráramos el fenómeno lingüístico en sus orí-
genes, si, por ejemplo, se comenzara estudiando el lenguaje de los niños? No, porque es una
idea completamente falsa creer que en materia de lenguaje el problema de los orígenes difiere
del problema de las condiciones permanentes; no hay manera, pues, de salir del círculo.
Así, sea el que fuere el lado desde el que se aborda la cuestión, en ninguna parte se ofrece
a nosotros el objeto íntegro de la lingüística; por todas partes volvemos a encontrar este dile-
ma: o bien nos aplicamos a un solo lado de cada problema, y entonces corremos el riesgo de no
percibir las dualidades señaladas más arriba, o bien, si estudiamos el lenguaje por varios lados
76

a la vez, el objeto de la lingüística se nos aparece como un amasijo confuso de cosas heterócli-
tas sin vínculo entre sí.
Procediendo de este modo se abre la puerta a varias ciencias -psicología, antropología,
gramática normativa, filología, etc.-, que nosotros separamos netamente de la lingüística, pero
que, aprovechando un método incorrecto, podrían reivindicar el lenguaje como uno de sus ob-
jetos.
A nuestro parecer no hay más que una solución a todas estas dificultades: hay que situarse
desde el primer momento en el terreno de la lengua y tomarla por norma de todas las demás manifesta -
ciones del lenguaje. En efecto, entre tantas dualidades sólo la lengua parece ser susceptible de
una definición autónoma y proporciona un punto de apoyo satisfactorio para el espíritu.
Pero, ¿qué es la lengua? Para nosotros, no se confunde con el lenguaje; no es más que
una parte determinada de él, cierto que esencial.
Es a la vez un producto social de la facultad del lenguaje y un conjunto de convenciones
necesarias, adoptadas por el cuerpo social para permitir el ejercicio de esta facultad en los in-
dividuos.
Tomado en su totalidad, el lenguaje es multiforme y heteróclito; a caballo de varios do-
minios, a la vez físico, fisiológico y psíquico, pertenece además al ámbito individual y al ámbito
social; no se deja clasificar en ninguna categoría de los hechos humanos, porque no se sabe
cómo sacar su unidad.
F. de Saussure (1916). Curso de lingüística general, Capítulo III “El objeto de la
lingüística”, España, Planeta Agostini, 1994, pp. 33-36.

1. ¿Cuál es la obra a la que pertenece el fragmento leído? ¿Tiene alguna información sobre esa obra y
sobre su autor? A partir de la lectura del texto y de la información sobre la obra, determine:

a. ¿Es una obra en la que el autor desarrolla un punto de vista propio sobre un tema o explica las
perspectivas que otros han desarrollado?

b. ¿Es un texto teórico en el que se proponen nuevos conceptos para abordar un problema o es un texto
de análisis de casos particulares a partir de teorías ya desarrolladas?

c. Al final del fragmento se ofrece la referencia bibliográfica de la obra: ¿qué información aporta?

2. ¿Cuál es el tema general que se trata en el texto? ¿El título del fragmento se relaciona con el tema
general que aborda? Explique esa relación.

3. ¿Qué problema relativo a la lingüística como disciplina científica plantea de Saussure en este texto?

4. ¿Qué noción propone para resolver el problema identificado?

5. En el fragmento leído se emplean formas verbales y pronombres de primera persona del plural. De-
termine en los siguientes casos, cuándo ese uso remite al enunciador y al enunciatario (yo + usted) y
cuándo remite al enunciador en tanto miembro de la comunidad científica. Justifique su respuesta.
77

Admitamos, sin embargo, que el sonido sea una cosa simple

Pero, ¿qué es la lengua? Para nosotros, no se confunde con el lenguaje; no es más


que una parte determinada de él, cierto que esencial.

6. Observe el uso de bastardillas y explique las funciones que desempeña esa marca gráfica en cada
caso.

7. En la primera parte del texto se concluye: “Lejos de preceder el objeto al punto de vista, se diría que
es el punto de vista quien crea el objeto, y además nada nos dice de antemano que una de esas mane -
ras de considerar el hecho en cuestión es anterior o superior a las otras.” ¿Cómo se fundamenta esta
conclusión en el texto?

8. En el texto se afirma: “el fenómeno lingüístico presenta perpetuamente dos caras que se correspon-
den”. ¿Cómo se justifica esa afirmación?

9. Defina, de acuerdo con el planteo de Ferdinand de Saussure, la noción de “lengua”.

10. Lea los siguientes fragmentos del Curso de Lingüística General y amplíe la definición anterior de
“lengua”:

Recapitulemos los caracteres de la lengua: 1° Es un objeto bien definido en el con-


junto heteróclito de los hechos de lenguaje. Se la puede localizar en la porción de -
terminada del circuito donde una imagen acústica viene a asociarse con un con-
cepto. La lengua es la parte social del lenguaje, exterior al individuo, que por sí
solo no puede ni crearla ni modificarla; no existe más que en virtud de una especie
de contrato establecido entre los miembros de la comunidad. Por otra parte, el in-
dividuo tiene necesidad de un aprendizaje para conocer su funcionamiento; el
niño se la va asimilando poco a poco. Hasta tal punto es la lengua una cosa distin -
ta, que un hombre privado del uso del habla conserva la lengua con tal que com-
prenda los signos vocales que oye. 2° La lengua, distinta del habla, es un objeto que
se puede estudiar separadamente. Ya no hablamos las lenguas muertas, pero pode-
mos muy bien asimilarnos su organismo lingüístico. La ciencia de la lengua no sólo
puede prescindir de otros elementos del lenguaje, sino que sólo es posible a condi-
ción de que esos otros elementos no se inmiscuyan. 3° Mientras que el lenguaje es
heterogéneo, la lengua así delimitada es de naturaleza homogénea: es un sistema
de signos en el que sólo es esencial la unión del sentido y de la imagen acústica, y
donde las dos partes del signo son igualmente psíquicas. (…)
La lengua es un sistema en donde todos los términos son solidarios y donde el va-
lor de cada uno no resulta más que de la presencia simultánea de los otros. (…)
Dentro de una misma lengua, todas las palabras que expresan ideas vecinas se li-
mitan recíprocamente: sinónimos como recelar, temer, tener miedo, no tienen va-
lor propio más que por su oposición; si recelar no existiera, todo su contenido iría
a sus concurrentes. (…)
El valor de los signos es puramente diferencial, definido no positivamente por su
contenido, sino negativamente por sus relaciones con los otros términos del siste-
ma. Su más exacta característica es la de ser lo que los otros no son.
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11. ¿Conoce cuáles son los rasgos característicos del estructuralismo? ¿Reconoce en el texto de de
Saussure algunos de ellos? ¿Cuáles? Enumérelos. Puede revisar algunos de los rasgos del estructura -
lismo en el siguiente fragmento:
Sabemos que la palabra estructura deriva del latín structura, derivado del verbo
struere, “construir”. Tiene, pues, inicialmente un sentido arquitectónico; designa
“la manera en la que está construido un edificio”. Pero desde el siglo XVII su uso se
fue ampliando cada vez más en una doble dirección: hacia el hombre, cuyo cuerpo
puede ser comparado con una construcción (coordinación de los órganos, por
ejemplo), y hacia sus obras, en particular, su lengua (coordinación de las palabras
en el discurso, composición del poema).
L. Bernot observa que, desde sus comienzos, “el término designa a la vez: a) un
conjunto, b) las partes de ese conjunto, c) las relaciones de esas partes entre sí”, lo
cual explica por qué ha seducido tan fácilmente a los “anatomistas” y a los “gra-
máticos” y, a partir de ellos, en el curso del siglo XIX, a “todos aquellos que se inte-
resaban por las ‘ciencias exactas’, las ciencias de la naturaleza y las del hombre”.
[...]
La noción de estructura podría, entonces, definirse así:
1. Sistema-ligado, de modo tal que el cambio producido en un elemento provoca
un cambio en los otros elementos.
2. El sistema (es lo que lo distingue) está “latente” en los objetos que lo componen–
de allí la expresión “modelo” empleada por los estructuralistas– y es justamente
porque se trata de un modelo que permite la predicción y hace inteligibles los he-
chos observados.
3. El concepto de estructura aparece como un concepto “sincrónico”. Sobre todo si
se remiten los distintos tipos de estructuras a estructuras mentales (o incluso a es -
tructuras culturales como “conciencias colectivas”).
Bastide, R., Lévi-Strauss, C., Lagache, D., Lefebvre, H. y otros, Sentidos y usos del tér-
mino estructura en las ciencias del hombre, Buenos Aires, Paidós, 1978, pp. 10 y 14.
Adaptación.

12. Exponga en un escrito para la comunidad académica (de alrededor de una carilla) el planteo central
del texto leído. Incluya en su exposición un marco en el que ubique al autor, la obra y la corriente teóri-
ca en la que este se inscribe. Destaque el problema que el autor se plantea en este texto y la respuesta
a la que arriba.

2. Los signos desde la perspectiva de Charles Peirce


2.1. Relacione los textos que ha leído sobre Perice y la carta a Lady Welvy con el siguiente fragmento
de La ciencia de la Semiótica de Peirce.

Los signos y sus objetos


La palabra Signo será usada para denotar un Objeto perceptible, o solamente ima-
ginable, o aun inimaginable en un cierto sentido. […]. Para que algo sea un Signo,
debe "representar", como solemos decir, a otra cosa, llamada su Objeto, aunque la
condición de que el Signo debe ser distinto de su Objeto es, tal vez, arbitraria, por -
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que, si extremamos la insistencia en ella, podríamos hacer por lo menos una ex-
cepción en el caso de un Signo que es parte de un Signo. […] Un Signo puede tener
más de un Objeto. […] Pero puede considerarse que el conjunto de Objetos consti -
tuye un único Objeto complejo. En lo sucesivo, y a menudo en otros futuros textos,
los Signos serán tratados como si cada uno tuviera únicamente un solo Objeto, a
fin de disminuir las dificultades del estudio.

2.2. Indique en qué parte del fragmento leído incorporaría los siguientes ejemplos:

A: Una cruz puede remir a la crucifcción histórica, a la religión….

B: Una imagen de una sirena o de un monstruo de mil cabezas

C.: Un cuadro dentro de un cuadro

2.3. Proponga una interpretación del siguiente texto tomando en cuenta las lecturas realizadas sobre la
semitótica de Peirce y su concepción de los signos.

Las ciudades y los signos

“Nadie sabe mejor que tú, sabio Kublai, que no se debe confundir nunca la ciu-
dad con las palabras que la describen.”

Al llegar a Lòhjos, la ciudad escrita, el viajero ha atravesado un océano seco con


restos fósiles de especies de moluscos y edificios confeccionados en roca volcánica,
algunos con formas de bivalvos, lo que ha generado la hipótesis descabellada de
que la ciudad, en sus bosquejos, era submarina e inverosímil.
Por calles, se detiene a contemplar suburbios bajos y mercados de trueque en pla-
zas que contrastan con la aridez y las expectativas. El viajero ha maquinado en el
desierto marino la fantasía de que una ciudad escrita había de ser un artificio que
sólo podía ser leído. La ansiedad por arribar le engendra finalmente la idea de que
la ciudad, a ciencia real, es un texto. La comprobación de todos sus miedos puede
acarrear, ya en Lòhjos, una certeza más apabullante: la ciudad no difiere de cual -
quier otra.
Su período fundacional se estipula en una serie de relatos míticos que se incrustan
crudamente en el inframundo pobre y estéril que habitaron las primeras familias,
como una metáfora de la cruda metonimia que supone. Historias de peregrinos nó-
mades, y un minotauro salvaje que corría libre por la salina. Cuentan que una mu-
jer alada los guió hasta arenas seguras que hacían prever sentidos ajenos al paisa-
je. Cuentan que los primeros años fueron arduos, que una tormenta de arena y pie-
dras destruyó el poblado y mató a los más ancianos y hubo que reescribir casi
todo. Cuentan que hay, en un valle fértil de ríos cristalinos, una ciudad idéntica y
original, de la que Lòhjos es impúdica copia. Pero hay quien se jacta de que Lòhjos,
sólo por eso, es por mucho superior.
La ciudad, en rigor, posee una entidad dual: a la ciudad con sus cimientos y cons-
trucciones y calles y negocios y parques y casas y ciudadanos, le acontecen la ma-
terialidad de una ciudad hipotética que el viajero, sin saberlo, trae consigo, y que
contrasta con las partes de la Lòhjos real. El resultado es una tercera Lòhjos, la
única visible, y cuyo registro es tan misterioso como beligerante: por sus calles, los
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elementos de una y de otra persisten en constante tensión y disputa de matices.


Así, con cada viajero, la Lòhjos invisible e idéntica para todos deviene en ciudades
cuyas características se pierden en interpretaciones, valoraciones, malentendidos
y supuestos. Los oriundos se quejan de que, con cada oleada turística, se hallan en
situación embarazosa de compartir un mismo espacio (y hasta un mismo cuerpo)
con seres desiguales que actúan de modo similar, piensan casi igual y, con el tiem -
po, suelen acentuar sus diferencias. Actualmente, se ven llegar hordas de extranje-
ros que ocupan las vidas de la Lòhjos escrita y perdurable.
Limitada a una geografía precisa y discreta, la ciudad es potencialmente infinita.
Me había intimado a mí mismo a no volver a Lóhjos desde mi última visita. Pero un
afán por calles tristes y mercados exóticos me indujo una vez más a armarme de
equipaje y atravesar el desierto que quizás nunca fue un mar como dicen, nomás
para ensalzar su pasado. Veo el pórtico enorme, tallado en marfil, que da la bien-
venida y se abre en suburbios. Casa por casa, las palabras son saqueadas brutal-
mente.
Italo Calvino, Las ciudades invisibles, Madrid, Siruela, 2007.

2.4. A continuación se presentan varias imágenes referidas a la película “Las alas del deseo” de Win
Wenders, cuya presentación puede ver en https://www.youtube.com/watch?v=13kPsa1j8I8. Identifique
en ellas los signos e indique el objeto y el interpretante de cada uno. Para ello, observe especialmente
los siguientes aspectos:

•Colores

•Gestos

•Posturas

•Miradas

•Encuadres

•Vestimenta

•Las relaciones entre los signos que integran el afiche

•El afiche como signo

¿Los afiches proponen distintas lecturas del film? ¿Cuáles?


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Imagen 1

Imagen 2

Imagen 3

Imagen 4
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5. Establezca las diferencias entre los signos seleccionados en las imágenes anteriores y los de las si -
guientes imágenes del film El ángel enamorado, basado en la misma novela de P. Hanke.

Imagen 5

6. Analice las siguientes fotografías de prensa de la marcha de la mujer del 8 de marzo de 2017. Consi -
dere:

•Colores

•Gestos

•Posturas

•Miradas

•Encuadres

•Vestimenta

•Los signos verbales

¿Qué representación del evento privilegia cada una?


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Imagen 6: La Nación. htp://www.lanacion.com.ar/1991224-las-mejores-fotos-de-la-marcha-de-las-mujeres

Imagen 7:Clarín. htp://www.clarin.com/revista-n/ideas/paro-mujeres-feminismos-ideologia_0_SyfmgOlsx.html


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Imagen 8: The Clinic. htps://www.theclinic.cl/2015/03/08/america-se-moviliza-para-pedir-avances-concretos-en-igualdad-


de-genero/

Imagen 9: Infobae. htp://www.infobae.com/fotos/2017/03/08/41-fotos-de-la-marcha-de-mujeres-a-plaza-de-mayo/


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Imagen 10:TN. htp://tn.com.ar/sociedad/la-marcha-de-las-mujeres-en-fotos_778080

Imagen 11: Página 12.


htps://www.pagina12.com.ar/diario/sociedad/3-205116-2012-10-08.html
86

Semiología
CBC
Ciudad Universitaria
Universidad de Buenos Aires
2017

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