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Jorge Núñez Sánchez

DE PATRIA CRIOLLA
A
REPÚBLICA OLiGÁRQUICA

2015
@ Jorge Núñez Sánchez
De patria criolla a República oligárquica

ISBN: 978-9978-62-816-4

Diseño y diagramación: César E. Salazar O.


Corrección: Flor de Té Chiriboga
Portada: Santiago Ávila

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Quito–Ecuador
Jorge Núñez Sánchez

DE PATRIA CRIOLLA
A
REPÚBLICA OLiGÁRQUICA
INTRODUCCIÓN

E
ste libro es una suma de reflexiones sobre dos temas
que por largo tiempo me han preocupado: el origen de
la nación ecuatoriana y su Estado nacional, y las carac-
terísticas del poder oligárquico en el Ecuador.
Son dos temas vinculados, que captaron mi atención desde las
aulas universitarias, donde algunos inteligentes maestros nos in-
culcaron a sus discípulos el interés por el conocimiento de nuestro
ser nacional y el fervor por todos los temas vinculados a ello. Pero
esos profesores también nos pusieron en alerta sobre la presencia
histórica de una cerrada estructura de poder formada por relativa-
mente pocas familias, quienes habían tenido la habilidad de con-
trolar todos los recursos económicos fundamentales y manejar a
su antojo el poder político desde la fundación de la república.
Fue así como la cuestión nacional y la acción oligárquica cap-
taron mi atención y se convirtieron luego en dos temas de mi
permanente interés intelectual. Desde entonces he continuado re-
flexionando sobre la evolución que tuvo entre nosotros la idea de
Patria, devenida luego en idea de Nación, así como sobre las ca-
racterísticas con que surgió el Estado nacional ecuatoriano. Igual-
mente he seguido estudiando el poder oligárquico, esa estructura
de poder que gravita como una gran telaraña sobre la vida de la
nación y a la que he buscado analizar desde diversas perspectivas.
Por contraste también me he empeñado en entender la acción po-
lítica de los pueblos y grupos oprimidos, aunque debo reconocer
que no lo hecho con toda la intensidad que el tema exigía.
Lo antes señalado explica esta colección de textos es-
critos en diversa época, en los que se podrán hallar datos
reiterados e incluso conceptos recurrentes, propios de una

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reflexión siempre presente y siempre inacabada. Vienen a su-
marse a otras reflexiones mías sobre estos temas, publicadas
en diversas obras.
Este libro es una recopilación de algunos trabajos escritos en-
tre 1999 y 2011. Al final de cada uno de ellos se indica el momen-
to y la circunstancia en la que fue elaborado o publicado.

El autor.
La idea de la patria criolla

A
lo largo del siglo XVIII se produjo uno de los fenóme-
nos más interesantes de la historia ecuatoriana, cual
fue el desarrollo y consolidación de una inicial iden-
tidad nacional, bajo la forma de una emergente “conciencia de
Patria criolla”, pese a la presencia de sociedades regionales poco
comunicadas entre sí y mutuamente recelosas.
A partir de entonces, empezó a desarrollarse entre los criollos
una “conciencia geográfica” respecto del territorio de su país, que
alcanzó su más alta expresión en los trabajos del sabio Pedro Vi-
cente Maldonado, quien recorrió el territorio quiteño y elaboró la
primera carta geográfica moderna de la Audiencia de Quito, me-
reciendo por ello el ingreso a la Academia de Ciencias, de París, y
la Real Sociedad Científica, de Londres. Al estudiar y determinar
la base física del país, Maldonado sentó las bases para un “au-
to-reconocimiento nacional” y para una reflexión generalizada
sobre el destino quiteño.
Un segundo momento en el desarrollo de la ideología crio-
lla se produjo a fines del siglo XVIII, cuando el padre Juan de
Velasco, uno de los jesuitas expulsos, concluyó su trascendental
Historia del Reino de Quito, que marcó un hito en la forma-
ción de la “conciencia histórica” quiteña y vino a sumarse a la
“conciencia geográfica” aportada por Maldonado. Mirando a su
país con los ansiosos ojos del ausente y la aguzada conciencia
del desterrado, y por otra parte empeñado en demostrar que el
mundo americano no era una invención de Europa sino un mun-
do en sí, con una naturaleza espléndida y una cultura particular,
Velasco reconstruyó el panorama de la historia quiteña a partir
de la rica mitología preincásica, planteando la idea del fabuloso
Reino de Quito, “tierra del sol y del oro” que a su turno había
atraído el interés y la codicia de los incas y de los conquistadores

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españoles. De este modo, a partir de esa mezcla de realismo his-
tórico y realismo mágico, nacía en la élite quiteña una matinal
“conciencia criolla”, que históricamente sería nuestra primera
forma de conciencia nacional.
Un tercer hito en el desarrollo de esa original ideología crio-
lla fue sin duda la “conciencia económica” aportada por Miguel
Gijón y León, primer conde de Casa Gijón, un ilustrado quiteño
que fuera colaborador del rey Carlos III y amigo de los enciclo-
pedistas franceses. Reflexionando a la luz de su propia experien-
cia de productor agropecuario y comerciante intercolonial, este
pensador liberal estableció la viabilidad de lograr un desarrollo
económico armónico y combinado en las diversas regiones de la
Presidencia de Quito, que debía complementarse con un sistema
de libre comercio en el ámbito del imperio español, superando
el anticuado sistema monopolista mantenido desde el siglo XVI,
cambio que en su opinión redundaría en un mayor enriquecimien-
to de la metrópoli y sus posesiones ultramarinas.
Y el cuarto y definitivo hito ideológico fue la “conciencia po-
lítica” aportada por el sabio mestizo Eugenio Espejo, quien mez-
cló las ideas de Maldonado, Velasco y Gijón con las suyas pro-
pias, para formular una teoría patriótica en la que la imagen de la
“Patria Española” se difuminaba y era reemplazada por la figura
de la “Patria Quiteña”. Pero la imagen de la “Patria Quiteña”
era mostrada por Espejo con los tintes oscuros de la dominación
colonial y el abandono, virtualmente muerta en manos del explo-
tador extranjero. Por eso proclamó, esperanzado: ¡Un día resu-
citará la patria! y atribuyó la tarea de revitalizarla a los jóvenes
estudiantes quiteños, confiando en que “en ellos renacer(í)an las
costumbres, las letras y ese fuego de amor patriótico, que consti-
tuye la esencia moral del cuerpo político”.
Finalmente, la proclama patriótica se complementó con
una proclama política, en la que la idea romántica de “Patria”
era completada con el concepto sociológico de “Nación”. Así
nació, pues, la idea de la “Nación Quiteña”, entidad a la que
el Precursor atribuyó la tarea esencial de identificar y defender
sus particulares intereses, como medio para alcanzar su propia
grandeza.

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El pensamiento de Espejo, en el que latía ya un espíritu de
emancipación, fue la savia nutricia que alimentó a sus discípulos
intelectuales, a través de la matinal logia “Escuela de la Concor-
dia” y de la Sociedad Patriótica de Amigos del País, cuyo perió-
dico Primicias de la Cultura de Quito se convirtió en vehículo
de esas lecciones de patriotismo. Por lo mismo, se puede afirmar
que el pensamiento de Espejo animó los primeros esfuerzos de
independencia quiteña, iniciados tres lustros después por sus dis-
cípulos Juan Pío Montúfar, Manuel Rodríguez de Quiroga, Juan
de Dios Morales y otros.

Una independencia por etapas y por regiones

Las contradicciones socio económicas existentes entre las socie-


dades regionales quiteñas dieron lugar, a fines del siglo XVIII, a
la consolidación de uno de los fenómenos culturales más notables
del Quito colonial, el cual habría de proyectarse vigorosamente
hacia el futuro y terminaría por convertirse en uno de los ele-
mentos ideológicos negativos del ser nacional. Nos referimos al
regionalismo, que estaba alimentado por los prejuicios mutuos
que se profesaban los pobladores de las diferentes regiones.
Antes que una actitud frente a los “otros”, es decir, ante las
demás regiones, el regionalismo implicaba una actitud mental
de la sociedad regional respecto de sí misma, por la cual cada
región pretendía vivir autárquicamente y con independencia
de las demás. Obviamente, se trataba de una pretensión absur-
da, pues las mismas realidades de la economía quiteña (falta
de minas, necesidad de atraer moneda desde el exterior, etc)
imponían una creciente comunicación e intercambio entre las
regiones quiteñas y una estrecha vinculación del país con el
mercado colonial, especialmente con las regiones norperuana
y neogranadina, hacia las que se orientaban las exportaciones
de bienes primarios o manufacturas. De este modo, se daba la
curiosa circunstancia de un país crecientemente atravesado por
vínculos de comercio pero aislado por diferencias culturales y
animosidades políticas.

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Esas diferencias socio-culturales que enfrentaban a las re-
giones quiteñas, que en buena medida estaban causadas por el
desigual desarrollo económico regional, provocaban competen-
cia y conflicto entre las élites locales y dificultaban la unificación
política de los diferentes núcleos regionales de la clase criolla.
En consecuencia, impedían la formación de una élite integrada
y de un proyecto político nacional. Por el contrario, cada élite
regional estaba imbuida de un localismo estrecho y competitivo,
que frustraba la ejecución de cualquier proyecto de gran alcance,
que pudiera cumplir una función integradora de todo el territorio
quiteño.
Desde luego, hubo esfuerzos por superar el espíritu regiona-
lista y ensayar una temprana “visión nacional”, pero terminaron
por estrellarse contra la muralla de intereses divergentes de las
diferentes regiones, que se habían acrecentado con las reformas
borbónicas, que estimularon el desarrollo de las regiones agro-ex-
portadoras y deprimieron la economía de las regiones manufac-
tureras. Entonces, de un modo casi natural, la élite de la región
capitalina, que había sido la más afectada por esas reformas, asu-
mió por sí y ante sí la representación del país ante los poderes co-
loniales y abanderizó los primeros esfuerzos de promoción de los
intereses quiteños. Fue ella la que estimuló el proyecto del presi-
dente Carondelet, para elevar a Quito a la categoría de Capitanía
General y liberarlo de la doble dependencia de Santafé y Lima.
Y, tras la frustración de ese proyecto, fue ella la que maduró el
proyecto de autonomía o “emancipación limitada” que animó a la
insurgencia de 1809, presidida por la “Junta Soberana de Quito”.
Quito fue el primer país hispanoamericano en iniciar la lucha
por la independencia y eso determinó, en buena medida, que los
primeros insurgentes carecieran de un proyecto único y fluctuaran
entre una opción monárquica y otra republicana. Luego, tras la
masacre de la élite patriota capitalina efectuada por los realistas
(agosto de 1810), el proceso se radicalizó, con lo que se abrió
paso la opción republicana, que tuvo su mayor expresión en la
“Constitución del Estado de Quito”, aprobada en 1812 por un
Congreso Constituyente de diputados de los barrios de la ciu-
dad y de las ocho provincias de su distrito (“Congreso de los

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pueblos libres de la Presidencia”). Proclamaba la soberanía popu-
lar y la independencia política del Estado quiteño, aunque abierta
ésta a una posible confederación de Estados hispanoamericanos;
instituía un gobierno “popular y representativo”, con tres poderes
independientes y garantizaba a los ciudadanos la inviolabilidad
de sus derechos civiles y políticos, de su religión y de su fuero
civil. Empero, en la práctica, dicho estatuto legal tuvo poquísimo
tiempo de vigencia, en razón de la derrota militar que los patriotas
sufrieron ese mismo año a manos del “pacificador” Toribio Mon-
tes, lo que dio paso a la restauración del poder colonial.
Mientras la élite capitalina luchaba por la emancipación y veía
morir a sus mejores cuadros, las élites regionales de Cuenca, Gua-
yaquil y Pasto –satisfechas con los beneficios del libre comercio–
colaboraban con el poder colonial en la represión de los insurgen-
tes de 1809–1812. Fue solo ocho años más tarde que Guayaquil y
Cuenca optaron por la independencia, como medio de liberarse de
las extorsiones que el Consulado de Lima había impuesto al libre
comercio de cacao y cascarilla. El 9 de octubre de 1820, la élite
del puerto, liderada por la logia “Estrella de Guayaquil”, procla-
mó su independencia y dictó un Reglamento de Gobierno liberal,
que consagraba el libre comercio, la libertad de imprenta y las
garantías individuales, y suprimía la Inquisición. Poco después,
la Junta legislativa dictó un Reglamento Constitucional que, en lo
sustancial, proclamaba que la provincia de Guayaquil era “libre e
independiente”, pero estaba “en entera libertad para unirse a la
grande asociación que le convenga de las que se han de formar
en la América del Sur.” Proclamaba también que la religión del
país era la católica y su gobierno era electivo, consagraba la plena
libertad de comercio y el respeto a las garantías ciudadanas, e
instituía un gobierno tripartito de elección popular y un sistema
de administración municipal.
En 3 de noviembre de 1820, la élite de la Sierra Sur se adhería
a la independencia y proclamaba la efímera “República de Cuen-
ca”, aplastada al poco tiempo por las fuerzas realistas. Por su par-
te, la región de Pasto, bajo la influencia de un clero fanáticamente
realista, siguió siendo fiel al Rey y combatió a todas las fuerzas
emancipadoras hasta 1823.

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En medio de esa marea regionalista, la integración nacional se
sostuvo gracias a la acción unificadora de la Junta de Gobierno de
Guayaquil, que organizó un ejército y abrió una campaña militar
para liberar al resto del país quiteño. Fortalecido con la ayuda
de tropas colombianas y peruano-chilenas, y bajo el mando del
general Sucre, ese ejército culminó la liberación del país en la
batalla de Pichincha (24 de mayo de 1822). Poco después llegó a
Quito el Libertador Simón Bolívar, quien de inmediato captó la
existencia de ese galopante regionalismo y escribió al vicepresi-
dente Santander: “Quito, Cuenca, Pasto y Guayaquil son cuatro
potencias enemigas unas de otras, todas queriéndose dominar y
sin tener fuerza ni para poderse sustentar, porque las pasiones
interiores despedazan su propio seno.”1
Quito y Cuenca se adhirieron de inmediato a la República de
Colombia y Guayaquil lo hizo algo después, tras una disputa de
influencias entre los dos grandes libertadores sudamericanos, Bo-
lívar y San Martín. En síntesis, todas las regiones quiteñas, salvo
la de Pasto, aceptaron sin mayor dificultad el sistema republicano
y la incorporación a Colombia.
Para esta república, que se proclamaba heredera del antiguo Vi-
rreinato de Nueva Granada, no había discusión posible acerca de
la pertenencia territorial de la antigua Audiencia de Quito, pero la
incorporación del país quiteño a esa república resintió gravemente
a la élite del Perú, país que había iniciado en el siglo XVIII un
proceso de expansión hacia el Norte y que ambicionaba poseer el
puerto y provincia de Guayaquil, sobre los que por un tiempo logró
ejercer autoridad comercial y militar, pero no administrativa, judi-
cial ni religiosa. En el futuro, eso se habría de convertir en un punto
de fricción entre las nuevas Repúblicas de Colombia y del Perú.

El Estado Colombiano.

En la corta vida de la República de Colombia afloraron ya todas


las experiencias políticas fundamentales de nuestra posterior vida
republicana: la búsqueda de una democracia institucionalizada, el

1 Bolívar a Santander, Quito, 26 de septiembre de 1822.

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recurso dictatorial clásico, de tipo romano, y la dictadura militar
caudillista, que luego se convertiría en típica del siglo XIX lati-
noamericano.
En cuanto al esfuerzo por crear una institucionalidad de-
mocrática, Colombia bien puede inscribirse entre los principa-
les ejemplos de la historia universal. Desde el primer momento,
hubo por parte de los representantes al Congreso Constituyente
un esfuerzo cabal por crear instituciones democráticas firmes, que
respondieran tanto a las ideas del liberalismo europeo como a las
realidades concretas del país. Mas la tarea no era fácil, pues había
que inventar, casi de la nada y en medio de una terrible guerra de
liberación nacional, un modelo republicano de Estado y un siste-
ma democrático de gobierno. Recordemos que en aquel momento
de la historia (hacia 1815–1820), casi no había repúblicas en el
mundo. La República Francesa había sucumbido ante el imperio
de Napoleón, primero, y la restauración monárquica, después, y
también habían sucumbido las “repúblicas dependientes” creadas
por Napoleón en el resto de Europa. Tan sólo en América exis-
tían dos repúblicas, los Estados Unidos y Haití, de las cuales la
primera era una república democrática en las formas y esclavista
en los hechos, y la segunda una república autoritaria, dirigida por
caudillos militares. Algunos de nuestros fundadores, cansados de
estudiar los ejemplos griego y romano de la antigüedad, volvie-
ron los ojos hacia el ejemplo contemporáneo de los Estados Uni-
dos, tratando de copiar su modelo institucional. Pero esto también
constituía un error, pues pretendía ignorar las diversas realida-
des sociales y las distintas experiencias históricas de los pueblos
norteamericano e hispanoamericano. Entonces, Simón Bolívar
afirmó que la propia realidad social era “el código que debemos
consultar y no el de Washington!”
Pese a las dificultades y tropiezos propios de tal circunstancia
histórica, los diputados colombianos lograron articular un Esta-
tuto Fundamental y más tarde redactaron y aprobaron la Cons-
titución de Cúcuta, texto político en el que se fijaban las líneas
maestras de la futura vida republicana: el carácter y organización
del Estado, los derechos y deberes de los ciudadanos, el siste-
ma de representación electoral, la jurisdicción y competencia de

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magistrados y jueces, etc. Adicionalmente, Bolívar y los repre-
sentantes más avanzados propusieron la eliminación de las lacras
sociales heredadas de la Colonia: la esclavitud de los negros, el
trabajo personal y el tributo de los indios; empero, la mayoría de
diputados, vinculados al poder terrateniente, redujeron el proyec-
to de manumisión a una simple “libertad de vientres” y, luego
de eliminar el tributo indígena, buscaron restablecerlo, aduciendo
que no había otro rubro equivalente de ingresos para el fisco.
Ya en los hechos, el Estado colombiano se esforzó por orga-
nizar la administración pública central y el nuevo régimen sec-
cional, incluido el régimen municipal. También buscó dar vida
práctica a los derechos ciudadanos y sentar bases sólidas para el
sistema democrático. Partiendo de la teoría bolivariana de que
“era necesario educar al pueblo soberano con el mismo afán con
que las monarquías educaban a los príncipes, sus futuros sobe-
ranos”, el Estado dictó avanzadas leyes educativas y multiplicó
rápidamente el número de escuelas de primeras letras, colegios,
universidades y escuelas náuticas. Empero, el punto débil de la
nueva república estuvo en el campo de la economía, donde la
política ultraliberal del vicepresidente Santander (que gobernaba
el país mientras Bolívar se hallaba en el Perú) impuso un régimen
de libre comercio absoluto, que benefició a las zonas costeras de
Colombia –las cuales eran agro-exportadoras de cacao, añil y ta-
baco– pero perjudicó gravemente a las zonas interiores, como la
Sierra quiteña, que eran agrícolas y manufactureras.
A la recesión económica causada por la guerra se sumaron
otros elementos, tales como el agobiante peso de la deuda exte-
rior contratada para la emancipación, la corrupción del régimen
santanderista, donde altos personajes festinaron los nuevos em-
préstitos extranjeros, y el sostenimiento de un gran ejército sobre
las armas, a causa de la campaña del Perú y las amenazas de re-
conquista colonial planteadas por la Santa Alianza.
Esas y otras razones determinaron que entre las élites regiona-
les de la antigua Audiencia de Quito, llamada ahora “Distrito
Sur de Colombia”, disminuyera el antiguo entusiasmo colom-
bianista, especialmente cuando empezaron a aplicarse las le-
yes republicanas que afectaban a la antigua estructura colonial.

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Eso fue especialmente notorio en las zonas interiores del país,
donde la aristocracia terrateniente se opuso a la aplicación de re-
formas sociales tales como la “libertad de vientres” y la supresión
del tributos de indios. Y a ello se sumó luego la resistencia de
las sociedades regionales de la Sierra a la política económica del
vicepresidente Santander, que arruinaba a la producción nacio-
nal. Fue así como la élite del Quito central encabezó la crítica al
librecambismo y la promoción del proteccionismo, mientras que
las élites de la Costa (Guayaquil) y la Sierra Sur (Cuenca y Loja)
buscaban defender la pervivencia de sus vínculos sociales e in-
tercambios económicos con el norte del Perú, amenazados por el
reordenamiento político republicano y la delimitación fronteriza
de los nuevos Estados.
Es que el nuevo orden liberal traía consigo muchos cambios,
que en buena medida alteraban la vida y las formas de relación
social de las gentes. Eso era particularmente notorio en las regio-
nes de frontera, donde el antiguo y leve lindero administrativo
colonial, cruzado con facilidad por los súbditos de un mismo Rey,
empezaba a ser sustituido por una nueva frontera, que dividía y
segregaba a las gentes y familias al asignarles distinta ciudadanía,
y les imponía nuevas aduanas, reclutas militares forzosas y redo-
bladas exacciones económicas.
Algo similar, pero de distinto signo, ocurría con los nuevos
mecanismos de movilidad y promoción social creados por la
guerra y consolidados por la república. En una sociedad aris-
tocrática como la de la Sierra quiteña, donde durante siglos los
mecanismos de ascenso social habían sido mínimos, la llega-
da del orden republicano los multiplicó, permitiendo la eleva-
ción de gentes del común y el surgimiento de nuevos grupos de
poder. El nuevo ejército nacional fue el primer canal abierto a
la movilidad de los sectores marginados del sistema colonial.
Blancos pobres, mestizos, negros e indios subieron socialmen-
te gracias a su participación en las luchas de independencia y
al sistema de ascensos militares, llegando en algunos casos a
ocupar altas funciones públicas, ante los ojos asombrados de las
antiguas élites coloniales, que de inmediato empezaron a clamar
contra la “pardocracia”.

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Finalmente, la crisis económica estimuló la afloración de
una crisis política. Creció la oposición entre el poder militar,
representado por los grandes oficiales y caudillos de la guerra
de independencia, y el poder civil, integrado por las autoridades
electas y la burocracia organizada por el gobierno de Santander
y formada por hijos de las buenas familias. También aumentó
la desconfianza de los distritos periféricos de Colombia (Vene-
zuela y Quito) hacia el gobierno central de Bogotá. Al fin, va-
rias municipalidades venezolanas proclamaron al general José
Antonio Páez como “Jefe civil y militar” del Departamento y
desconocieron la autoridad del gobierno central (30 de abril de
1826), lo que era un paso inicial hacia la total segregación de
ese país y la disolución de Colombia, donde empezaban a aflorar
variados intereses localistas de peligrosa proyección; con todo,
ambos bandos solicitaron la intervención del Libertador, a quien
una variedad de grandes y pequeños intereses habían retenido en
el Perú después de lograda su independencia.
Bolívar volvió a su país en medio de sucesivos pronuncia-
mientos populares que proclamaban su dictadura, pero él la rehu-
só. Con gran esfuerzo logró aplacar en algo la crisis, pero final-
mente fue envuelto por ésta, por lo que convocó a un Congreso
extraordinario para que la resolviera. Al fin, ante el fracaso del
Congreso y su autodisolución, asumió en 1828 todos los poderes
de Estado, atendiendo a los cientos de actas populares que le exi-
gían tal decisión.
La dictadura de Bolívar fue del tipo romano clásico, pues res-
pondió a un “estado de necesidad” y buscó solucionar una grave
emergencia política nacional. Y eso queda probado plenamente
por los términos del amplio “Decreto Orgánico” con que el Liber-
tador asumió el poder supremo de la república, el cual era un ver-
dadero estatuto político de emergencia. Por él se creaba un Con-
sejo de Estado que supliera al poder legislativo, se consagraba la
independencia del poder judicial, se garantizaban las libertades
personal, de opinión, de imprenta y de industria, y los derechos de
propiedad y de petición, y finalmente se fijaba un término para el
gobierno dictatorial, señalando el 2 de enero de 1830 como fecha
de reunión de un nuevo Congreso Constituyente.

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El carácter superior de esa dictadura también fue probado por
los hechos. El Libertador se empeñó en reformar la administra-
ción pública y reorientar la política fiscal. Entre otras cosas, me-
joró las juntas de manumisión, buscando aumentar sus fondos y
acelerar la extinción de la esclavitud. Aumentó y disciplinó las
tropas del ejército, para enfrentar la amenaza española que venía
desde Cuba. Reorganizó las aduanas de la república, “convencido
de los fraudes que se cometen cada día por parte de los comer-
ciantes” y en busca de mejorar los ingresos fiscales.2 Por fin, en
un acto de grandeza moral, no ejerció persecución ninguna contra
sus enemigos políticos y conmutó la pena de muerte a quienes
atentaron contra su vida.
Respecto del Distrito Surcolombiano, la dictadura de Bolívar
arregló unos problemas y agravó otros. Así, restableció el tributo
de indios y dictó decretos para proteger la industria manufacture-
ra, atendiendo las recomendaciones de la Junta Superior de Qui-
to; ello le garantizó el sostenido respaldo de la élite del andino
Departamento del Ecuador, pero no logró disipar la resistencia de
los liberales comerciantes de Guayaquil, que recelaban tanto de
la dictadura bolivariana como de esa política proteccionista que
ella promovía. Al fin, las élites regionales de los Departamentos
de Guayaquil y el Azuay (Cuenca) se embarcaron en un proyecto
separatista, que apuntaba a segregar el Distrito Sur de Colombia
y conformar la “República del Ecuador”. Contaban para ello con
el respaldo del gobierno peruano, cuyo Jefe de Estado, el mariscal
José de Lamar, era nativo de Cuenca y estaba emparentado con
poderosas familias de Guayaquil.
Es en ese marco que debe entenderse la invasión militar pe-
ruana al territorio de Colombia (1828-1829), que las élites quite-
ñas del Azuay y Guayaquil veían como una “liberación del yugo
colombiano” y que los liberales neogranadinos (y sus amigos de
la diplomacia norteamericana) apreciaban como una valiosa ayu-
da exterior para liquidar la dictadura de Bolívar. Pero el proyecto
fracasó en el plano militar, puesto que las aguerridas tropas co-
lombianas, bajo el mando del mariscal Sucre y el general Flores,

2 Gaceta de Colombia: 14-IX-28, 21-IX-28.

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derrotaron en la Batalla de Tarqui a las mayores fuerzas peruanas
dirigidas por Lamar. Este, que según el plan debía convertirse
en fundador y presidente de la nueva “República del Ecuador”,
terminó vencido por los colombianos, derrocado del poder por
los generales peruanos y desterrado a Costa Rica, donde murió
más tarde.
No terminó ahí la disputa política por el control del antiguo
país de Quito. Tras la renuncia de Bolívar a la dictadura, se perfiló
como su sucesor en la presidencia de Colombia el mariscal Sucre,
que en 1830 fue electo Presidente del Congreso. Eso amenazó
los planes secesionistas del general Juan José Flores, un militar
de origen venezolano casado con una rica heredera de la oligar-
quía terrateniente quiteña. Al fin, Sucre fue asesinado en el cami-
no de Bogotá a Quito, lo cual garantizó la disolución de la Gran
Colombia y dejó vía libre al proyecto de Flores. De inmediato,
éste convocó al Congreso Constituyente de Riobamba, donde 21
representantes de las oligarquías regionales quiteñas acordaron
fundar el “Estado del Ecuador”, aunque manteniendo un vínculo
federal con la Nueva Granada y Venezuela.

El Estado del Ecuador independiente

El nuevo Estado fue fundado sobre una base estructural y concep-


tual claramente oligárquica, por la cual unas pocas familias, que
detentaban ya una suma de poder económico, influencia social y
superioridad cultural, aspiraban a controlar y manejar el poder
político de la nueva república, con exclusión del resto de la socie-
dad. La suya era una “república criolla”, o sea, una versión ac-
tualizada de la antigua “república de los españoles” existente en
la Colonia. Eso conllevaba una abierta exclusión de la población
no blanca, es decir, de los indios, de los negros y de los mestizos.
El 14 de agosto de ese año se reunió en Riobamba el Congreso
Constituyente que fundó el Estado del Ecuador, sustituyendo el
nombre histórico del país (Quito) por uno geográfico (Ecuador);
esa absurda decisión estuvo motivada por el regionalismo de los
diputados costeños y azuayos, que no deseaban que el nombre de

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la capital del distrito central lo fuera también del país. Fue desig-
nado Presidente del Estado el general Juan José Flores y vicepre-
sidente el doctor José Joaquín Olmedo, gran hacendado liberal
costeño, quien después fue reemplazado por Modesto Larrea, el
más rico hacendado de Quito. Los 21 diputados de esa asamblea
representaban a las oligarquías regionales de los Departamentos
de Quito, Guayaquil y Cuenca. Pasto no estuvo presente en esa
reunión, pero luego envió diputados al Congreso ecuatoriano.
La Constitución de 1830 estableció que el nuevo Estado era
“popular, representativo, alternativo y responsable”; declaró ecua-
torianos a los hijos del país y a los colombianos avecindados en
él, y señaló a la religión católica como la oficial del Estado. Pese
a la proclamada “igualdad de los ciudadanos ante la ley”, se creó
un sistema electoral restringido, por el que eran considerados ciu-
dadanos únicamente los habitantes mayores de edad, que supieran
leer y escribir y poseyeran bienes avaluados en 300 pesos o más, o
quienes tuviesen una “profesión o industria útil, sin sujeción a otro,
como sirviente doméstico o jornalero”, los cuales sólo podían ser
electores si gozaran de una renta anual de 200 pesos.
Si nos atenemos a los límites de participación política impues-
tos por esa Constitución, el naciente Ecuador debió ser práctica-
mente una “república sin ciudadanos”, puesto que solo podían ser
tales los propietarios que supieran leer y escribir y poseyeran bie-
nes de buen valor, o los profesionales o industriales independientes,
siempre que gozaran de una buena renta anual, y sólo podían ser
diputados quienes tuvieran una gran propiedad o una gran renta
anual, a la vez que el requisito fundamental para ser Presidente era
ser uno de los propietarios más ricos del país. De este modo, queda-
ban excluidos de la ciudadanía los pobres, los jornaleros y peones,
los sirvientes domésticos, los trabajadores con bajos salarios, los
artesanos, los indígenas y los iletrados en general, es decir, una
masa equivalente a más del 95 por ciento de la población.
La segunda Constitución (1835) mantuvo ese requerimiento
censitario e inclusive lo agravó, al señalar que para ser senador,
vicepresidente o presidente se requería poseer “una propiedad
raíz valor libre de ocho mil pesos, o una renta de mil”. La ter-
cera Constitución (1843) elevó todavía más las exigencias sobre

21
riqueza para las distintas categorías políticas y creó una nueva, la
de elector secundario, para lo cual se requería poseer “una propie-
dad raíz, valor libre de dos mil pesos o una renta de doscientos,
proveniente de empleo o profesión lucrativa.” Las Constituciones
de 1845, 1850 y 1852 mantuvieron iguales o parecidas exigencias
de riqueza para ser ciudadano, legislador o gobernante. Recién en
la Constitución de 1861 se suprimió el requisito de riqueza para
ser ciudadano, aunque se lo mantuvo para ser legislador o gober-
nante, al igual que en las Constituciones de 1869 y 1878. Y sólo
fue en 1883 cuando se eliminó del todo la exigencia de ser rico
para ser legislador o gobernante.
Como podemos ver, durante más de medio siglo se fijó como
disposición constitucional el criterio de que solo los ricos podían
ser ciudadanos de pleno derecho y participar en la vida política
del país. Pero los pobres también existían y tenían expectativas
políticas, que, al no tener canales legalizados de expresión, se ma-
nifestaban a través de revueltas, motines y montoneras populares,
o mediante la participación en las guerras civiles.
En síntesis, durante ese periodo de nuestra historia tuvimos
una “república para ricos” –es decir, para minorías– donde la
enorme mayoría de habitantes del país no eran ciudadanos, pero
fueron adquiriendo una inicial conciencia política a pesar de la
voluntad excluyente del sistema. Y este fue precisamente otro de
los cambios fundamentales ocurridos en el siglo XIX: la adquisi-
ción de una inicial conciencia política por parte del pueblo, pero
no tanto porque la república la hubiese promovido, como era su
obligación, sino sobre todo por el propio descubrimiento de las
masas, alcanzado a contrapelo del sistema y en oposición a las
acciones de la oligarquía gobernante. En verdad esa conciencia
popular no alcanzó mayor nivel y, por lo mismo, no le permitió
al pueblo comprender toda la complejidad del sistema político
republicano, pero al menos le ayudó a tomar conciencia de su
marginación social y política, y le facilitó en buena medida la
identificación de sus amigos y enemigos.
A su vez, para ser elegido, el requisito básico era ser un rico
terrateniente y poseer: los Diputados una propiedad raíz de 4 mil
pesos, y el Presidente y Vicepresidente una propiedad raíz de 30

22
mil pesos. Se impuso, de este modo, un régimen oligárquico, en
el que las grandes familias terratenientes conservaron y aun acre-
centaron su antiguo poder social y económico, y compartieron
el poder político con una camarilla militar de origen extranjero.
El sistema terrateniente se fortaleció en este período mediante el
despojo de las tierras indígenas de comunidad. Casi todas las le-
yes civiles coloniales siguieron vigentes y también pervivieron
instituciones como la esclavitud, el concertaje y el tributo de in-
dios. Se endureció el trato hacia los peones indios que fugaran de
las haciendas.
Comparativamente hablando, si la República de Colombia ha-
bía sido un frustrado intento de constituir un Estado Nacional, la
República del Ecuador fue desde sus inicios un logrado proyecto
de Estado Oligárquico, en donde una alianza de oligarquías regio-
nales tomó el poder y lo manejó monopólicamente, para impedir
que accedieran a él los sectores sociales subordinados o margi-
nados del sistema. Mas era una alianza inestable, en razón de los
contradictorios intereses que motivaban a cada élite regional, se-
gún cual fuera su base productiva. La Sierra, agrícola y manu-
facturera, con una producción orientada básicamente al mercado
interno, abogaba por una política económica proteccionista y una
política social conservadora, que radicara la mano de obra en la
región y mantuviera las antiguas relaciones sociales de produc-
ción. La Costa, agroexportadora y mercantil, con baja demogra-
fía y creciente necesidad de mano de obra, favorecía una política
económica librecambista y ciertas reformas sociales que liberaran
y facilitaran la movilidad de la mano de obra desde las haciendas
y hacia las plantaciones: liberación de los esclavos, supresión del
tributo de indios y del concertaje.
Desde otro punto de vista, el Ecuador naciente no fue –ni lle-
gó a ser en todo el siglo XIX– un espacio integrado bajo la auto-
ridad del Estado nacional, sino que se mantuvo como un territorio
disperso, ocupado por pueblos de distinta cultura y constituido
por áreas de antiguo poblamiento colonial (la Sierra y la faja li-
toral), áreas de nuevo poblamiento (la Costa central) y áreas no
integradas a la autoridad estatal, generalmente pobladas por sel-
vícolas (la Amazonía y la Costa interior). En tal circunstancia, los

23
límites territoriales eran más bien líneas imaginarias o referencias
históricas, constantes en antiguas cédulas coloniales o en nuevos
tratados suscritos con los países limítrofes, antes que una reali-
dad tangible y comprobable, que delimitara un territorio ocupado
efectivamente y reconocible con facilidad, o al menos con razo-
nable certeza.
Inclusive en el territorio bajo claro dominio estatal existían
sociedades regionales diversas, vinculadas entre sí por la geo-
grafía y por cierta dependencia económica mutua, pero distan-
ciadas por su diversa cultura (andina en la Sierra y caribeña en
la Costa) y enfrentadas por sus intereses económicos y ambicio-
nes políticas.
Ese vigor de las sociedades regionales, aún manifiesto en la
vida ecuatoriana, sería ya desde entonces la causa principal de la
debilidad del Estado. Las grandes y desintegradas regiones ecua-
torianas actuaban en todo momento como una suerte de países
confederados, aunque formalmente se trataba de Departamentos
de un Estado unitario. Y sus capitales (Quito, Guayaquil y Cuen-
ca) siguieron actuando como centros autónomos, creando con ello
una suerte de conflicto perpetuo y un evidente vacío de poder, del
que los países vecinos buscaron aprovecharse de la peor manera.
En rigor, en la población del naciente Ecuador no existía para
esta época un sentimiento ni una conciencia nacional, salvo en
reducidos círculos intelectuales. Y el Estado que concebían las
élites era un simple aparato para el ejercicio de la dominación so-
cial. Por lo mismo no debe extrañarnos que, a pocos años de fun-
dado el Estado ecuatoriano, el mismo presidente Flores anduviese
ya en planes para la creación de un Imperio de los Andes, con un
príncipe extranjero a la cabeza, entidad que debía estar integrada
por Ecuador, Perú y Bolivia, y convertirse en una especie de San-
ta Alianza sudamericana, para defender el statu quo y combatir a
las revoluciones en el área.
El general Juan José Flores gobernó al Ecuador o influyó en
sus destinos durante quince años, gracias a una alianza del poder
terrateniente nativo y el poder militar extranjero. Durante esos
primeros 15 años, Ecuador sufrió cuatro guerras civiles y dos
conflictos internacionales, y tuvo tres gobiernos centrales y dos

24
regionales. Y se mantuvieron latentes dos tendencias anexionis-
tas: una en Guayaquil, que deseaba la unión al Perú, y otra en
Quito, que buscaba y aun llegó a proclamar la unión a Nueva
Granada.
En el interregno, Flores compartió el poder con un caudillo
rival, el guayaquileño Vicente Rocafuerte, quien gobernó primero
como Jefe Supremo y luego como Presidente Constitucional, tras
ser legitimado su poder por la Asamblea Constituyente de 1835.
(Se inventó, así, uno de los más socorridos mecanismos políticos
del Ecuador: la zaga “Golpe de Estado/Asamblea Constituyente/
Consagración constitucional del dictador”). Como garantía de
la devolución del poder, el general Flores fue nombrado Jefe del
Ejército.
Rocafuerte era un liberal teórico y práctico. Hizo un gobier-
no duro y autoritario, pero honesto y civilizador. Persiguió y
aun fusiló sin juicio a algunos revolucionarios, pero fomentó la
educación pública como nunca se había hecho hasta entonces,
garantizó la libertad de imprenta, intentó arreglar la deuda inter-
na y buscó disminuir los aranceles aduaneros para estimular el
comercio, aunque el contrabando era tan poderoso que los mis-
mos comerciantes se opusieron a tal proyecto. Además, decretó
la abolición del inicuo tributo de indios en el Departamento de
Guayaquil y suprimió en todo el país las doctrinas parroquia-
les de haciendas, supervivencia de las encomiendas coloniales,
hábilmente mantenidas por el clero para proveerse de mano de
obra gratuita. En ejercicio del “Patronato Estatal”, refrenó los
abusos políticos del clero y secularizó algunos colegios religio-
sos. En síntesis, su gobierno fue un ejercicio de “despotismo
ilustrado”, que buscó una modernización general de la so­ciedad
ecuatoriana.
Esos dos gobiernos iniciales marcaron la huella de lo que se-
ría el Ecuador durante el resto del siglo XIX: un país carcomido
por el cáncer regionalista, una sociedad atrapada en la estructura
socio­económica heredada de la Colonia y un Estado Nacional in-
acabado, en cuyo interior se enfrentaban intermitentemente las
fuerzas conservadoras del sistema pos­t colonial y las fuerzas que
pretendían reformarlo.

25
La República Oligárquica y sus conflictos políticos.

En general, durante la primera mitad del siglo XIX, la instaura-


ción y existencia del sistema republicano fue un hecho político
que influyó poco en la estructura socio–económica heredada de
la Colonia. Esta siguió asentada en el sistema hacienda y en
las relaciones serviles de trabajo impuestas a los campesinos
por los hacendados, quienes manejaban su propio sistema de
justicia privada, que incluía el uso de cárceles, cepos y penas
de azotes. Las oligarquías regionales –expresión mayor de ese
poder terrateniente local– fueron el factor político decisivo en
el nuevo Estado. Manejaban el poder municipal a su antojo y de
sus alianzas o enemistades surgían la paz o las guerras civiles.
Los tres Departamentos originales –Quito, Guayaquil y Cuen-
ca– se dividieron en provincias, pero siguieron existiendo de he-
cho como núcleos de poder regional, que disputaban el control
del Estado central. Los recurrentes conflictos del período res-
pondieron precisamente a esas disputas regionales, que eran a la
vez enfrentamientos ideológicos entre los conservadores protec-
cionistas de la Sierra y los liberales librecambistas de la Costa.
Después de cada crisis, una nueva Asamblea Constituyente dic-
taba otra Constitución (generalmente similar a la anterior) y en
la mayoría de los casos legalizaba el poder de facto alcanzado
por el gobernante de turno, que de dictador pasaba a convertirse
en presidente constitucional.
Las sucesivas Constituciones repitieron y aun mejoraron las
solemnes declaraciones de libertad e igualdad de los ciudadanos
ante la ley, reglamentaron la separación e independencia de los
tres poderes del Estado y en algunos casos llegaron inclusive a
proclamar su preocupación por los indios y otros sectores mar-
ginados del país. Pero siguieron manteniendo la principal limi-
tación legal para su participación electoral, que era la de que el
elector supiera leer y escribir, cosa que evidentemente ignoraban
casi todos ellos. Además, en la práctica, eran los terratenientes o
jefes militares quienes manejaban el sistema político a través de
un mecanismo caudillista, mediante la actividad de pequeños pro-

26
pietarios, comerciantes locales y paniaguados a su servicio, que
actuaban como correas de transmisión de la voluntad oligárquica.
El sistema fiscal reflejaba cabalmente la estructura social, pues
los únicos que pagaban impuestos personales eran los indios, sien-
do también rubros de ingresos estatales los impuestos aduaneros,
ingresos de estancos, diezmos, papel sellado y otros. Productos es-
tancados eran el aguardiente, la sal, el tabaco y la pólvora. El cobro
de impuestos era rematado por el Estado a particulares, quienes se
encargaban de su cobro y la represión a los deudores. Los mayores
ingresos provenían del tributo de indios y las aduanas.3
Toda esa compleja situación exigía un cambio que estimulara
la economía y dinamizara la vida social, y finalmente ese cambio
vino de la mano de la única fuerza social capaz de realizarlo: el
ejército nacional. Surgido de la raíz popular y aparecido en el
tiempo como la primera institución republicana, la milicia era el
elemento más dinámico y progresista del Estado nacional y el
único con una mentalidad realmente republicana, mientras que en
el conjunto de la sociedad civil seguían prevaleciendo las ideas y
valores de la antigua sociedad colonial.
Esa afirmación del Ejército como primera institución pú-
blica permitió también la consolidación de los militares como
categoría socio-profesional, rompiendo parcialmente la estruc-
tura aristocrática heredada de la Colonia y creando una avan-
zada de la llamada “clase media”. Y dado el hecho de que el
país vivía anarquizado a causa de las luchas por la hegemonía
política entre las diversas oligarquías regionales, los líderes del
naciente ejército nacional asumieron en 1851 la representación
de los intereses generales de la nación y los particulares de la
incipiente burguesía. El principal de ellos, general José María
Urbina, sostuvo que “diga lo que diga la exageración dema-
gógica, la fuerza armada es la base del poder público, y mu-

3 En 1831 los ingresos del Estado eran de cerca de 388 mil pesos. De ello se
egresaban 200 mil pesos para sueldos del ejército, 12 mil pesos para sueldos del
presidente y el resto para el pago de los ministros y empleados públicos, y para
inversiones directas del Jefe de Estado. El presupuesto del ejército lo consumía
la alta oficialidad –casi toda extranjera– por lo que la tropa impaga y hambrienta
efectuaba alzamientos y cometía actos de pillaje contra las ciudades.

27
cho más en los pueblos incipientes, donde no hay aún hábitos
arraigados de obediencia a la ley, donde faltan costumbres re-
publicanas, y donde la democracia necesita todavía que hacer
conquistas” .4
Más tarde, ese líder del militarismo nacional proclamó: “El
elemento democrático es ya entre nosotros una realidad impo-
nente, que rechazará en lo sucesivo todo poder usurpador, toda
tendencia oligárquica, toda pretensión extranjera, y esto hace
presagiar un próspero porvenir para la República.”
Vista esa ideología que alentaba en los líderes del naciente
militarismo nacional, no debe extrañarnos que éstos se lanzaran
luego a la realización de una audaz reforma político–social, ten-
diente a eliminar los más notorios rezagos del sistema colonial,
que eran la esclavitud de los negros y el tributo de indios, con el
agregado de que la mayoría de los negros libertos pasaron a inte-
grar la tropa del ejército urbinista.
Ese régimen militar nacionalista se enfrentó también con la
Iglesia, que actuaba como brazo ideológico del poder terrate-
niente. Dispuso la expulsión de los jesuitas, lo que provocó la ira
conservadora, y refrenó con habilidad los nuevos intentos de Flo-
res por invadir el país. Ejército fuerte y bien pagado, honestidad
fiscal, pago de la deuda interna y construcción de vías y puentes
completaron la labor de este gobierno.
En 1856 sucedió legalmente a Urbina su camarada y amigo el
general Francisco Robles, quien siguió la política social de aquel,
decretando la abolición del tributo de indios. Además, buscó pro-
mover el poblamiento del territorio amazónico y el pago de la
deuda externa. Para ello negoció con los acreedores ingleses y
firmó el convenio Icaza-Pritchett, por el que se les entregaba 2
millones de cuadras cuadradas en el Oriente y 620 mil cuadras en
la Costa, para que fueran trabajadas por colonos ingleses, bajo la
soberanía ecuatoriana. Ello provocó protestas del Perú, que recla-
maba como suyos esos territorios, y finalmente causó la invasión
peruana de 1859.

4 Mensaje del Presidente de la República al Congreso Nacional. Quito, a 15 de


septiembre de 1854.

28
La invasión aprovechó el proceso de descomposición política
que vivía el país, donde todos los poderes regionales se habían
alzado contra el gobierno reformista de Robles y constituido go-
biernos seccionales beligerantes. Así, en cierto momento llega-
ron a existir, paralelamente al gobierno nacional, el gobierno del
pentavirato presidido por Gabriel García Moreno en Quito y la
Sierra norte, el gobierno del vicepresidente Jerónimo Carrión en
Cuenca, el gobierno federal de Manuel Carrión Pinzano en Loja
y el gobierno militar de Guillermo Franco en Guayaquil, con al-
gunos de los cuales el gobierno peruano de Castilla jugaba a su
voluntad. Y a todo eso se agregó un intento de polonización del
Ecuador por Colombia y Perú (Convenio Mosquera-Zelaya).
La crisis de 1859-60 reveló cuan débiles eran las bases de sus-
tentación del Estado ecuatoriano en comparación con las vigoro-
sas estructuras regionales. Desde su fundación, en 1830, se habían
enfrentado una Costa agro-exportadora y proclive al librecambio
con una Sierra agro-manufacturera y apegada al proteccionismo.
Pero para evitar la secesión del país, las élites regionales habían
establecido un sistema de iguales cuotas de representación para
las tres regiones históricas y, sobre esa base, habían logrado man-
tener un “equilibrio conflictivo”, teniendo a Quito como capital
del país, a Guayaquil como puerto único y a Cuenca como poder
regional dirimente. Desde luego, no hubo una negociación pa-
cífica de la organización estatal, sino un debate armado, donde
los contendientes conquistaron derechos o hicieron concesiones
mediante amenazas o negociaciones de fuerza.
Esas enfrentadas oligarquías regionales aún veían al país con
una óptica semi-colonial y lo concebían como un simple territo-
rio, dividido en grandes haciendas y poblado por peones indios,
negros o mestizos. La misma idea básica de nación –es decir, de
una comunidad unida por lazos históricos y culturales– no había
florecido plenamente en esos grupos de poder. Y conceptos polí-
ticos tales como “ciudadanía”, “igualdad de derechos”, “demo-
cracia”, “libertad de conciencia” y “poder público” eran vistos
con recelo y considerados subversivos, puesto que se oponían a
unas prácticas coloniales que ellos buscaban mantener: exclusión
social y extorsión económica del indio, marginación y explotación

29
del mestizo, esclavitud del negro, sometimiento total de los peo-
nes al sistema hacienda, monopolio ideológico de la Iglesia, into-
lerancia religiosa y uso del poder político para beneficio privado.
Así se explica que, enfrentadas al reformismo social del mili-
tarismo nacional, esas oligarquías hayan buscado anexarse a los
países próximos o, en su defecto, convertir al país en un protec-
torado francés, convencidos –igual que los conservadores mexi-
canos– de que solo un nuevo régimen colonial podía garantizar el
orden y el progreso.

(Artículo publicado en: “Relatos de Nación.


La construcción de las identidades nacionales
en el mundo hispánico”,
Francisco Colom González editor,
Ediciones de la Biblioteca Valenciana,
Valencia, España, 2003.)

30
Los mayorazgos quiteños

U
no de los más curiosos fenómenos sociológicos es el
de que en todos los troncos familiares hay ramas ricas
y ramas pobres, lo que comúnmente suele ser atribui-
do a las veleidades de la fortuna, a la buena o mala suerte de las
gentes o a las distintas capacidades de los diversos familiares.
Mucho de esto existe, sin duda, en esa diferenciación económica.
Pero en ocasiones, y especialmente en el caso de las “grandes
familias” hispanoamericanas, ese fenómeno tiene lejanas raíces
históricas y se deriva de una práctica social de la época colonial:
el mayorazgo.
¿Qué era o en qué consistía el mayorazgo? Era una institución
de derecho civil que tenía por objeto perpetuar en una familia la
propiedad de ciertos bienes, de modo de mantener sin menosca-
bo la base económica del linaje. Por ella, el conjunto de bienes
vinculados al mayorazgo era heredado íntegramente por el hijo
primogénito, o en todo caso el varón mayor, con lo cual quedaba
a salvo de un posible reparto entre los varios herederos.
Cabe aclarar que el mayorazgo no era la forma universal de
herencia en la época colonial, ya que, por el contrario, la legis-
lación civil española reconocía el derecho de todos los herede-
ros legítimos para beneficiarse equitativamente de los bienes del
causante. Tampoco era una institución jurídica de uso general, a
la que cualquier familia tuviera acceso. Se trataba, en esencia, de
una institución jurídica típicamente feudal, que estaba destinada
a preservar el poder económico, la influencia social y las prerro-
gativas políticas de los grandes linajes aristocráticos, y a evitar
que las propiedades de esas familias se dividieran y subdividieran
hasta el infinito, por motivos de herencia, y causaran la desapari-
ción de uno de los más importantes referentes de la feudalidad: el
feudo, la hacienda, el señorío territorial.

31
Por lo expuesto, el mayorazgo era una institución excepcio-
nal, a la que sólo tenían acceso las grandes familias aristocráticas,
y eso, siempre que poseyesen una base económica sólida, saneada
y suficiente como para sostener las obligaciones propias de tal
entidad legal. Tan excepcional era el mayorazgo que, para cons-
tituirlo, hacía falta Cédula Real y expresa confirmación posterior
de la Corona, que de este modo se aseguraba que se beneficiaran
de tal institución legal únicamente las familias que fueran, a la
vez, de gran riqueza y de gran alcurnia, todo ello “para mayor
brillo de la monarquía”.
El mayorazgo fue una de las instituciones feudales europeas
transplantadas a América y sirvió como acicate para la acción de
los conquistadores españoles. Tan temprano como en 1573, entre
los privilegios concedidos a los colonizadores de Indias por las
ordenanzas de Felipe II, figuró el de que “el poblador principal”
pudiera fundar mayorazgo sobre todos los bienes adquiridos en el
nuevo mundo.
Una docena de años más tarde, una Real Cédula de 21 de abril
de 1585 dispuso que “siempre que algún vecino de Indias qui-
siere ocurrir a sacar facultad Real para instituir Mayorazgo de
los bienes y hazienda que tuviere”, debía acompañar su petitorio
con un expediente testimonial practicado en la Audiencia donde
residía, en la cual se probase la cantidad y valor de los bienes que
se pretendía vincular y el número de hijos del solicitante, además
de hacerse constar la opinión del Tribunal de la Audiencia sobre
la conveniencia o no de autorizar tal mayorazgo.
Puesto que el trámite de fundación de un mayorazgo era su-
mamente lento y engorroso, la Corona, siempre necesitada de
fondos, dispuso por Real Cédula de 27 de marzo de 1631 un
sistema de abreviación del procedimiento, que, de paso, le ga-
rantizaba la consecución de mayores recursos. Consistió en una
autorización para que el Virrey del Perú recibiese directamente
las solicitudes de autorización para instituir mayorazgos “y en
su vista concertase con cada uno la cantidad con que hubiese
de servir por la merced que pretendiese, y sin resolver nada lo
remitiese a dicho Consejo, donde se resolvería lo conveniente”.
Por otra Cédula, de 28 de marzo de 1652, esta disposición se

32
mandó aplicar también al Virrey de Nueva España (México),
en su jurisdicción, y luego se hizo extensiva a otras autoridades
coloniales.
A fines del siglo XVII, la Corona facultó a las audiencias de
Indias para que, en circunstancias excepcionales, pudiesen per-
mitir a los titulares de mayorazgos que vendieran o prendaran
alguno de los bienes vinculados, siempre que ello fuera necesario
“para atender a la reposición de las Casas y Haciendas que hu-
biesen padecido ruina, y justificando antes no tener otros bienes
con qué repararlas”.
Alrededor de un siglo más tarde, el 8 de septiembre de 1796,
el rey Carlos IV dictó una Real Cédula por la que se exigía que el
aspirante a fundar mayorazgo aportase a la Corona, y precisamen-
te al fondo de los Vales Reales, el equivalente al quince por ciento
del valor total de los bienes destinados a vincularse “aunque sea
por vía de agregación o mejora de tercio y quinto”.

Los mayorazgos quiteños

En la Audiencia de Quito, como en otras zonas de Hispanoamé-


rica, se constituyeron numerosos mayorazgos por parte de fami-
lias de la aristocracia criolla, generalmente descendientes de los
primitivos conquistadores y encomenderos españoles. Este fue el
caso de don Juan de Ormaza, a quien el Rey, por Real Cédula del
6 de abril de 1738, facultó para fundar mayorazgo. Por otra parte,
todos los títulos de Castilla existentes en Quito (marquesados,
condados, etc,) estaban respaldados legalmente por un mayoraz-
go, que garantizaba su preeminencia social y supervivencia en el
tiempo. Fue por ello que don Pedro Xavier Sánchez de Orellana,
segundo Marqués de Solanda, constituyó mayorazgo en 1740, au-
torizado por Real Cédula de 22 de enero de dicho año, expedida
por el rey Felipe V. Trece años después hizo otro tanto un primo
suyo, don Clemente Sánchez de Orellana, Marqués de Villa Ore-
llana, quien fue autorizado a constituir mayorazgo por Real Cédula
de 27 de abril de 1753, expedida por el rey FernandoVI. En 1751,
poco antes que don Clemente constituyera su mayorazgo, hizo lo

33
propio don Antonio Flores, Marqués de Miraflores, al amparo de
la Real Cédula de 24 de noviembre otorgada por el rey Fernando
VI. Algunos años más tarde, constituyó mayorazgo don Juan Pío
Montúfar y Frasso, primer Marqués de Selva Alegre, autorizado
por Real Cédula de 24 de noviembre de 1759, expedida por el rey
Carlos III.
Pero las familias de la nobleza titulada no fueron las únicas
que acudieron a este recurso de consolidación legal de su poder;
también lo hicieron algunas otras familias nobles de menor sig-
nificación, que deseaban asegurar la preeminencia de sus linajes.
Tal el caso de la familia riobambeña Vallejo, cuyo “pater fami-
lias” a mediados del siglo XVIII, don Miguel Vallejo Peñafiel,
constituyó un mayorazgo autorizado por Real Cédula de 2 de
marzo de 1761, otorgada por el rey Carlos III.
La motivación de constituir mayorazgo, ya lo hemos dicho,
estaba siempre en el ánimo de consagrar la grandeza y preemi-
nencia del linaje. Don Pedro Xavier Sánchez dijo en su petición al
Rey que lo hacía “deseando que se conserven, y no se destruhian
los vienes que tiene adquiridos”. Don Clemente Sánchez consig-
nó que quería “dar lustre a su casa”. Más explícito, don Miguel
Vallejo, hizo su petición “considerando la decadencia que pade-
cen los vienes libres con su enajenación, y división, y la pobreza
a que suelen reducirse los poseedores, con desestimación de las
personas y olvido del lustre de las familias”. Todo un gran señor,
don Juan Pío Montúfar y Frasso, Presidente de Quito, se limitó a
consignar los particulares servicios que había hecho al Rey y a so-
licitarle “sea servido de concederme su Real licencia para fundar
mayorazgo de cuarenta mil pesos de principal”.
Uno de los problemas que planteaba la creación de un mayo-
razgo era la situación en que quedaban lo demás hijos de la fami-
lia. Eso se resolvía legalmente mediante el mandato regio de que
“se den a los demás hijos alimentos competentes”, lo que obliga-
ba al hijo mayor a proveer a sus hermanos de recursos suficientes
para llevar una vida digna. Por otra parte, buscando aliviar al ma-
yorazgo de estas obligaciones, se acostumbraba enrumbar a los
otros hijos varones hacia la carrera eclesiástica o una profesión
liberal, como la jurisprudencia. En cuanto a las hijas mujeres, se

34
hacía casar a una o, a lo más, dos de ellas, para no erosionar al
mayorazgo con el pago de dotes matrimoniales, y a las demás se
las ingresaba a un convento para señoritas distinguidas.
Una de las características de esta institución era que los bie-
nes del mayorazgo estaban vinculados a él de modo perpetuo y
no se podían embargar ni enajenar de ningún modo, porque, como
rezaba la autorización regia, “de allí en adelante los bienes de que
le hiciereis y fundareis sean havidos y tenidos por de mayorazgo,
in alienables e indivisibles, para que por causa alguna, que sea,
o ser pueda, necesaria, voluntaria, lucratiba, onerosa, obra pía,
dote, ni donación proterupcial, no se puedan vender, dar, donar,
trocar, cambiar o empeñar, acensuar ni enagenar por las perso-
nas en quienes fundareis el referido mayorazgo, ni por los demás
llamados que en cualquiera manera succedieren en ellos aora, ni
en adelante en tiempo alguno para siempre jamás”. Adicional-
mente, por el mismo mandato real, estos bienes conservaban su
carácter de intocables aunque sus titulares “cometieren quales-
quiera delitos o crímenes por los que deban perder sus bienes o
parte de ellos, así por sentencia o disposición de derecho,... ex-
cepto si (tal delito) fuese el de eregía, crimen Lese Maiestatis o el
pecado nefando”. Así, pues, salvo que los herederos cometiesen
crímenes de herejía, atentados contra el Rey u homosexualidad,
los bienes del mayorazgo estaban a salvo de toda acción civil,
penal o inquisitorial.
Ciertamente, como puede verse, los mayorazgos estaban regi-
dos por un sistema legal absolutamente excepcional, que se asen-
taba en el poder absoluto del monarca y, gracias a la fuerza de
su mandato, inclusive iba en contra de la misma legislación civil
relativa a las herencias, la que era expresamente abrogada por el
monarca para cada caso. Así, era común que una Real Facultad
expresara:
“Todo lo cual quiero y mando que así se haga y cumpla no
obstante la ley que dice que el que tuviere hijos o hijas lexítimas
solamente pueda mandar por su Alma, el quinto de sus bienes y
mejorar a uno de sus hijos o tercios en el tercio de ellos, y las
otras leyes que dicen que el padre ni la madre no puedan pribar
a sus hijos, ni nietos, de las lexítimas que les pertenecen de sus

35
bienes, ni ponerles condición ni grabamen alguno, salvo si los
exheredaren por las causas en derecho prebenidas. Y asimismo
sin embargo de quales quiera leyes, fueros y derechos, usos, cos-
tumbres y pragmáticas de estos mis Reinos y Señoríos, generales
o especiales, hechas en cortes o fuera de ellas, que en contrario
de esto sean o ser puedan, pues haviendo aquí por insertar e in-
corporadas las dichas leyes, quiero por esta mi carta dispensar
con todas y cada una de ellas, y las abrogo y derogo, ceso y anulo
y doy por ninguna y de ningún valor, dejándolas en su fuerza y
vigor para en adelante”.
Fue precisamente ese carácter de privilegio perpetuo lo que
levantó una creciente oposición a los mayorazgos, a partir del
mismo siglo XVIII. En efecto, mientras nuestros terratenientes
criollos andaban recién comprando títulos y fundando mayoraz-
gos, los políticos ilustrados españoles desarrollaban una creciente
presión contra las vinculaciones perpetuas, a las que acusaban
de favorecer el ocio y parasitismo de la aristocracia, de limitar la
libre transmisión de la propiedad y de atentar contra el desarrollo
económico del país. Un destacado político de la “Ilustración”, el
Conde de Campomanes, atacó en su “Tratado de la regalía de
la amortización” (1765) a la práctica abusiva de la amortización
territorial, una de cuyas manifestaciones era el mayorazgo, por-
que la consideraba el más grave mal que afectaba a la agricultura
española,
Treinta años más tarde, otro destacado político ilustrado, don
Gaspar Melchor de Jovellanos, sostuvo en su “Informe sobre la
ley agraria” (1795) que las vinculaciones perpetuas impedían el
incremento de la productividad agraria, contribuían a mantener a
España retrasada del resto de Europa y eran la institución “más
repugnante a los principios de una sabia y justa legislación”.
Este progresista ministro del Rey sostenía que la herencia, ins-
titución creada por las sociedades organizadas en Estado, había
dado lugar a que en España se permitiera el privilegio de “testar
fuera de una sucesión”, lo que constituía un atentado contra los
principios mismos de la sucesión hereditaria. “Ciertamente que
conceder a un ciudadano el derecho de transmitir su fortuna a
una serie infinita de poseedores; abandonar las modificaciones

36
de esta transmisión a su sola voluntad, no sólo con independencia
de los sucesores, sino también de las leyes; quitar para siempre
a su propiedad la comunicabilidad y la transmisibilidad, que son
sus dotes más preciosas; librar la conservación de las familias
sobre la dotación de un individuo en cada generación y a costa
de la pobreza de todos los demás, y atribuir esa dotación a la
casualidad del nacimiento, prescindiendo del mérito y la virtud,
son cosas no sólo repugnantes a los dictámenes de la razón y a
los sentimientos de la naturaleza, sino también a los principios
del pacto social y a las máximas generales de la legislación y la
política”, concluía diciendo Jovellanos.
Similares razones fueron las que llevaron a nuestros políti-
cos republicanos a suprimir los mayorazgos mediante una expre-
sa disposición de la Constitución de 1835, que rezaba así: “Art.
100.- Es prohibida la fundación de mayorazgos, y toda clase de
vinculaciones, y el que haya en el Estado bienes raices que no
sean de libre enajenación”. Esa misma prohibición, expresada de
varios modos, fue incluida en casi todas las posteriores Constitu-
ciones ecuatorianas, eliminándose de este modo la institución del
mayorazgo, tanto en la letra de la ley como en la práctica social.
Empero, su vigencia durante varios siglos había marcado ya con
caracteres indelebles a nuestra sociedad, dejando como legado
la convivencia de ramas opulentas y pobres en cualquier familia
proveniente de la aristocracia colonial.

37
El criollo, el prócer y las limitaciones
de la primera independencia

1.- El Poder Metropolitano y los Poderes Locales.

E
l dominio español sobre América empezó a descala-
brarse en el tercio final del siglo XVIII. Hasta entonces,
una España atrasada y mercantilista se había limitado
a extraer metales preciosos de las llamadas Indias y a sostener un
cada vez más enclenque monopolio comercial, afectado tanto por
el creciente contrabando inglés y holandés, cuanto por el notable
desarrollo de la agricultura, la artesanía y la manufactura hispano-
americanas. Incapaz de proveer a sus colonias de todos los bienes
que estas necesitaban, se había convertido en una metrópoli inter-
mediaria, que llevaba productos americanos para revenderlos a
los países capitalistas de Europa, a los cuales, por otra parte, com-
praba mercancías para revenderlas en sus dominios americanos.
Obviamente, esa situación resultaba insostenible a largo pla-
zo, pues los factores productivos y consumidores de ambos lados
del Atlántico resintieron crecientemente el papel de esa potencia
intermediaria y buscaron relacionarse en forma directa. La pira-
tería, el contrabando, los “merchant adventurers” y los “asientos
de comercio” ingleses fueron mecanismos que apuntaban en ese
sentido. De otro lado, esa creciente necesidad de mercancías in-
dustriales (textiles, herramientas, armas, quincallería, loza, lico-
res y otros) determinó que en Hispanoamérica se desarrollase una
formidable artesanía y una importante industria manufacturera,
capaz de proveer mercancías al pueblo llano, que no estaba en
capacidad de adquirir bienes importados de alto precio. Para solo
citar un ejemplo, señalemos que los obrajeros de Quito proveían
de textiles baratos a toda la costa del Pacífico, desde Chile hasta

39
Guatemala, mientras que los “tineros” y licoreros del Perú pro-
veían de jabón y aguardiente de uvas al mismo mercado y los
productores de Chile lo abastecían de vinos y trigo. Y agregue-
mos que todos esos bienes y muchos otros (sal, azúcares, tintes,
maderas) eran transportados y comercializados por navieros qui-
teños y peruanos, mediante barcos, barcazas y chatas construidos
en los astilleros de la misma región.
El desarrollo de esas y otras actividades productivas y mer-
cantiles trajo consigo la emergencia de una vigorosa burguesía
criolla en las colonias españolas de América. Dueña de tierras,
capitales y negocios, esa burguesía buscó reconocimiento so-
cial y por ello adquirió títulos nobiliarios de alto precio, que la
Corona española vendía para financiar sus actividades. Pero,
por otra parte, esa burguesía criolla también buscó participar
en el poder político, para lo cual compró plazas administrativas
de regidores, alcaldes, gobernadores e inclusive de presiden-
tes de Audiencia. Por esos y otros medios, la clase criolla fue
consolidando, desde la base, su presencia en el sistema político
colonial.
Inquieta ante aquel panorama de creciente independencia eco-
nómica de sus colonias y, a la vez, consciente de su atraso con
relación a las potencias europeas rivales, España se empeñó en la
segunda mitad del siglo XVIII en sentar bases para su propio pro-
yecto de industrialización, para lo cual se propuso reconquistar
económicamente a Hispanoamérica y convertirla en un espacio
de respaldo a la anhelada industria española. Los medios desarro-
llados para ejecutar ese proyecto político fueron un conjunto de
medidas de política administrativa y fiscal, que forman lo que se
conoce como “Reformas borbónicas”.
El objeto básico de esas reformas era desarrollar y modernizar
la economía española a costa de las colonias. España debía ser la
fábrica y el almacén general del imperio. Las colonias debían ser
los apéndices proveedores de materias primas para esa fábrica y
los obligados compradores de las mercancías de ese almacén. Ese
objetivo fue expresado, de distinta manera por dos virreyes espa-
ñoles de aquel tiempo. Gil de Taboada, virrey del Perú, sostuvo
en 1778:

40
“La seguridad de las Américas se ha de medir por la depen-
dencia en que se hallen de la metrópoli, y esta dependencia está
fundada en los consumos. El día en que contengan en sí todo lo
necesario, su dependencia sería voluntaria”.1
Y el conde de Revillagigedo, virrey de México, instruyó a su
sucesor en el mismo sentido: “No debe perderse de vista de que
esto es una colonia, que debe depender de su matriz, la España,
...lo cual cesaría en el momento en que no se necesitase aquí de
las manufacturas europeas y sus frutos”.2
Para adelantar ese plan de reconquista económica, España
sustituyó a los antiguos y corruptos Corregidores con los Inten-
dentes–Gobernadores, poderosos funcionarios de nuevo cuño,
controlados directamente desde la metrópoli. Además, envió a
sus colonias un grupo de duros y ambiciosos funcionarios supe-
riores (Visitadores, Presidentes) cuya misión era sistematizar y
endurecer el saqueo colonial.
Un buen ejemplo, que nos permite apreciar el fenómeno ge-
neral, es el del país quiteño, a donde llegó en 1778 uno de esos
“reconquistadores” españoles, que lo fue el Presidente-Visitador
José García de León y Pizarro, quien gobernó esta Audiencia has-
ta 1784. Durante siete años y con una implacable eficiencia, Piza-
rro reorganizó la administración quiteña, fortaleció los antiguos
monopolios estatales y creó otros nuevos, sistematizó la venta de
cargos públicos y el remate (“composición”) de tierras realengas,
cobró inexorablemente las viejas deudas e impuestos adeudados
a la Corona, y reglamentó muchos aspectos de la vida pública.
A consecuencia de ello, crecieron significativamente los in-
gresos obtenidos para las Cajas Reales en el pobre y devastado
país de Quito, cuyas producción textil había sido arruinada por
la apertura comercial española y la llegada masiva de textiles in-
gleses a la zona del Pacífico Sur. El anterior gobernante de Qui-
to, José Diguja, había remitido a España, en once años, un total
de setecientos trece mil pesos. Pizarro remitió, en apenas cuatro
años, un millón diecisiete mil pesos, lo que equivalía a un incre-
mento de casi el 400 por ciento anual en las recaudaciones.
1 Cit. por Jaime Eyzaguirre: “Ideario y ruta de la emancipación chilena”, Santiago,
1957, p. 61.
2 Cit. por Catalina Sierra: “El nacimiento de México”, México, 1960, p. 132.

41
Al concluir el mandato de Pizarro, la población quiteña era
más pobre que antes, algunos elementos usados en su vida co-
tidiana (sal, azúcares, aguardiente, tabaco, naipes) se hallaban
ahora estancados y tenían mayor precio, y muchas familias de la
aristocracia criolla resbalaban por la pendiente de la ruina.
En adelante, siguió aplicándose con tremenda eficiencia el
odiado sistema de estancos reales, que afectaba duramente tanto
a productores como a consumidores, aunque generaba notables
beneficios al fisco. Pero también continuó latente la resistencia
popular, que motivó en 1781 el estallido del levantamiento comu-
nero de Pasto, en el norte de la Audiencia de Quito, movimiento
que abarcó a todo el territorio de esa sociedad regional: Pasto, los
Pastos, Tumaco, Izcuandé y Barbacoas. Ese levantamiento, que
se produjo en seguidilla del movimiento de los comuneros del
Socorro, en el centro de la Nueva Granada, empezó a gestarse en
el distrito hacia 1778, con motivo de la prohibición de cultivar
tabaco fuera de las zonas predeterminadas por las autoridades,3
la implantación del estanco de aguardientes, la imposición del
nuevo impuesto, destinado a financiar a la Armada de Barlovento,
y la elevación del porcentaje pagado por concepto de alcabala,
con lo cual, “la economía de los pequeños productores, de por sí
menguada, se estrechaba más”.4
El motín se inició el 21 de junio, día en que el comisionado
Peredo publicó por su cuenta un bando anunciando la implanta-
ción del estanco de tabaco, aguardientes y naipes, y se prolongó
hasta el siguiente día, con el saldo de edificios incendiados y va-
rios muertos, entre ellos el comisionado. La violencia y magnitud
del levantamiento fue tal que el virrey Flores se vio en el caso
de dar pie atrás en la aplicación de las nuevas medidas fiscales,
3 La medida, aplicada a partir de ese año en todo el territorio de la Nueva Granada,
estaba destinada a seleccionar las mejores zonas productivas con el fin de producir
tabaco de óptima calidad, capaz de competir en el mercado internacional con el
tabaco estadounidense de Virginia, que a partir de la independencia norteamericana
(1776) había comenzado a conquistar los mercados tradicionales del tabaco
neogranadino. Juan Friede: “El movimiento comunero como etapa hacia la
independencia”, p. 108.
4 Gerardo León Guerrero: “Análisis socio-económico de Pasto a fines del período
colonial”, incl. en Alvaro Yie Polo (comp.): “Pasto, 450 años de historia y cultura”,
Coed. del IADAP-Nariño y la Universidad de Nariño, Pasto, 1988, p. 158.

42
anunciando públicamente la reimplantación de los antiguos pre-
cios del tabaco y el aguardiente, la supresión del cobro del nuevo
impuesto y la rebaja de la alcabala a su antiguo nivel del 2 por
ciento.
En el ámbito político, las reformas borbónicas agravaron la ya
antigua oposición entre criollos y chapetones. Si los nuevos es-
tancos del aguardiente, tabaco, naipes y sal afectaron al conjunto
de la población americana y produjeron estallidos populares, la
destrucción de obrajes y cultivos competitivos con España (viñe-
dos, olivares, morera), aplicada con diverso rigor en las diferentes
zonas americanas, afectó todavía más directamente a la emergen-
te burguesía criolla, que se vio privada de negocios lucrativos y
desarrollados con esfuerzo.

El Criollo y su Patria Americana

Descendiente de los conquistadores y primeros colonos españo-


les, el criollo o “español americano” fue un producto natural del
hecho colonial, pero fue también un fenómeno antropológico par-
ticular, que se proyectó vigorosamente hacia el campo social y
político.
La misma palabra “criollo” surgió en el mundo colonial ame-
ricano para designar el fenómeno del mestizaje. Fue una traduc-
ción española de la palabra “créole”, que inventaron los franceses
de Haití para nombrar a los mulares, animales nacidos del cruce o
mestizaje de asnos y caballos.5 Y el término tuvo tanta suerte que
pronto se empezó a usar por los españoles y franceses para designar
también a las demás especies naturales híbridas o mestizas, fuera
que se tratase de animales, plantas o gentes. Desde el Caribe, este
término se difundió por la América Española y vino a ser usado
para designar a los colonos descendientes de los conquistadores
ibéricos, quienes se autodenominaban “españoles americanos”,
pero a quienes el chapetón llamaba despectivamente “criollos”.
5 Del mismo origen zoológico es el término español “mulo”, que derivó luego en la
palabra “mulato”, usada en el Caribe para designar a las gentes mestizas de blanco
y negro.

43
¿Cuán mestizos eran, en verdad, los criollos hispanoamerica-
nos? Resulta evidente que algunos de ellos, que eran descendientes
de los conquistadores europeos –que vinieron a América sin sus es-
posas– tenían entre sus antepasados a nativos americanos, pero no
es menos cierto que otros criollos, que descendían de colonos blan-
cos llegados en los siglos XVII y XVIII, habían conservado su pu-
reza racial gracias a una cerrada endogamia. En todo caso, habían
ciertas realidades inobjetables que unificaban a todos los criollos,
cualquiera fuese su condición biológica, y eran su obvio mestizaje
cultural, su similar condición de propietarios y sus comunes aspira-
ciones políticas, todas las cuales los diferenciaban inequívocamen-
te de sus odiados rivales “chapetones” o “gachupines”.
A propósito del mestizaje cultural, cabe mencionar que este
fenómeno existía ya en la Hispanoamérica colonial, aunque su
existencia no hubiese sido admitida en la teoría ni en la prác-
tica, puesto que la única forma de mestizaje reconocida enton-
ces era la de la sangre, que no interesaba tanto como fenómeno
biológico, sino como forma de clasificación social o segregación
racial. Lo cierto es que para la mentalidad colonial el mestizo
era un ser esencialmente impuro, indigno, manchado por el signo
de la bastardía y la permanente sospecha de la infidelidad, que
por lo mismo era legalmente marginado del acceso a títulos no-
biliarios, mercedes reales e inclusive cargos públicos, reservados
en exclusividad para españoles peninsulares o americanos, que
probasen tener “pureza de sangre”, descender de “cristianos vie-
jos” y haber prestado destacados servicios a la Corona. Pero el
mestizaje cultural, que era el resultado de la mezcla y mutua es-
timulación de culturas contrapuestas, era más difícil de marginar,
aunque estaba también presente en la vida social de la Colonia y
contribuía a marcar las humanas diferencias entre chapetones y
criollos. Así, por ejemplo, mientras los peninsulares consumían
preferentemente vestidos y alimentos europeos, los criollos ves-
tían en público como españoles, pero en su vida privada o en las
labores del campo usaban prendas de origen y elaboración indí-
gena, tales como el poncho, el zamarro o el chullo; a su vez, en la
alimentación mostraban regularmente predilección por los frutos
y viandas nativas, aunque sin excluir los propios de Europa.

44
Como resultado de ese amplio y complejo fenómeno de mis-
cigenación producido en los dos primeros siglos coloniales, para
comienzos del siglo XVIII el panorama social se había vuelto
sumamente complejo. En vez de los grupos étnicos iniciales del
proceso colonial –indios americanos, blancos europeos y negros
africanos– existían ahora muchos otros grupos o estratos socia-
les, todos los cuales (salvo los altos funcionarios coloniales o los
esclavos recién traídos de África) eran ya nativos de América,
independientemente de sus orígenes étnicos. Entre esos nuevos
grupos destacaban los criollos (blancos, pero culturalmente mes-
tizos) y los mestizos biológicos o mestizos del común, resultantes
de la mezcla de colonos europeos con indígenas americanos o
negros procedentes de África.
Empero, existía una circunstancia que permitía marcar las di-
ferencias sociales entre los criollos y los mestizos del común, y
era su pertenencia a un clan familiar determinado y su consecuen-
te ubicación en esa estratificada sociedad. Esa circunstancia era
que el criollo, cualesquiera que fuesen sus circunstancias perso-
nales, pertenecía a la élite social y figuraba entre los beneficiarios
del colonialismo, mientras que el mestizo común se ubicaba en
los estratos sociales inferiores y hacía esfuerzos por no figurar
entre las víctimas del sistema.

Los orígenes de la conciencia criolla

Para la ciencia histórica resulta necesario establecer es en qué


momento el grupo social criollo tomó conciencia de su ser, vale
decir, de su particularidad histórica y antropológica dentro del
sistema colonial. Un ejercicio útil a este fin es definir su “afirma-
ción diferencial” respecto de los demás españoles presentes en
el sistema colonial, y otro, establecer su posible contradicción o
enfrentamiento con ellos.
En cuanto a la afirmación diferencial, estimamos que su pri-
mera manifestación se produjo a la hora de solicitar mercedes
reales, ocasión en que los hijos de conquistadores solían recal-
car los servicios de sus padres a la Corona española y mostrarse

45
como dueños de un derecho preferente a la preeminencia social y
a los beneficios políticos. Eso ocurrió al momento de redactarse
cada una de las “Relaciones de méritos y circunstancias” de los
personajes de la nobleza criolla, destinadas a respaldar el pedido
de empleos públicos o a tramitar la constitución de mayorazgos.
Mientras sus semejantes peninsulares acostumbraban empeñar-
se en probar su condición de cristianos viejos y la participación
de sus ancestros en las guerras emprendidas por la Corona, los
criollos ponían el acento en citar los hechos de conquista y los
esfuerzos descubridores de nuevas tierras realizados por sus ante-
pasados en América.
Esa sostenida identificación con la conquista y colonización
de las tierras del Nuevo Continente, terminó por crear en los crio-
llos un sentido de pertenencia, por el cual comenzaron mirando a
América como un espacio histórico que les fuera legado por sus
abuelos y terminaron mirándose a sí mismos como seres propios
del Nuevo Mundo. De este modo, la mentalidad guerrera del en-
comendero, al estilo de Gonzalo Pizarro o Pedro de Puelles, que
afirmaba la propiedad del suelo en el derecho de conquista ejerci-
do por su espada, cedió paso, un siglo más tarde, a la mentalidad
posesoria del hacendado colonial, que veía a la tierra americana
como su feudo, y terminó dando lugar a la emergente mentalidad
patriótica del criollo, que se reivindicaba dueño de esa tierra en
tanto que hijo de ella.
Ese cambio de mentalidad respecto a las relaciones de perte-
nencia produjo también un cambio de perspectiva en la visión del
mundo circundante. Si el español vio la tierra americana como
“suelo” conquistado y el hacendado colonial la vio como “feudo”
de su propiedad, el criollo del siglo XVIII la vio como un “país”,
su país, y se empeñó en conocer, estudiar y describir en todos sus
aspectos ese país de su pertenencia. Así se explica que la “iden-
tidad geográfica” del criollo se haya desarrollado antes que nin-
guna otra forma de identidad patriótica y haya sido el necesario
punto de partida en el proceso de conformación ideológica de la
“Patria criolla”, antecedente, a su vez, de la formación de una
futura conciencia nacional.

46
En esencia, esa misma idea de que América era la “patria
del criollo” implicaba ya una insurgencia ideológica frente a
España, pues conllevaba una implícita negación de la “patria
española”, hasta entonces vista como la única patria posible y
deseable para los llamados “españoles americanos”. Es más,
durante dos siglos los hijos de los conquistadores se habían em-
peñado en ser españoles y probar su condición de tales, pero,
a partir del siglo XVIII, los criollos del Nuevo Mundo se em-
peñaron crecientemente en resaltar los elementos diferencia-
les que los distinguían como americanos o más precisamente
como “quiteños”, “mexicanos” o “chilenos”. Obviamente, ese
no fue un fácil proceso de diferenciación, pues la mayoría de
ellos mantuvo en realidad una conciencia dual, por la que unas
veces se sentían más españoles y otras, más americanos. Así,
por ejemplo, frente a los avances portugueses en el Amazonas,
el criollo del país de Quito se sentía español y aun se alistaba
para la lucha, pero frente al “chapetón” o ante el embate de las
reformas borbónicas, que buscaban subordinarlo todavía más,
se sentía orgullosamente “quiteño”.
El mismo caso de Quito sirve para analizar la evolución his-
tórica de esa matinal conciencia patriótica criolla, que comen-
zó por el reconocimiento geográfico de su propio país. Entre
varios quiteños del siglo XVIII, destacó en ese esfuerzo el sa-
bio Pedro Vicente Maldonado, descendiente de una acaudalada
familia criolla y formado en las Universidades locales de San
Gregorio (jesuita) y Santo Tomás (dominica). Movido por el
afán de conocer y describir su país, Maldonado recorrió todas
las regiones de éste, anotando y dibujando cada detalle geográ-
fico, midiendo altitudes y temperaturas o analizando vientos y
pluviosidad. Esto le permitió realizar una descripción científica
del territorio quiteño, en especial de su historia natural, topo-
grafía, orografía e hidrografía, todo lo cual condensó en varios
planos y descripciones geográficas, estudios sobre construcción
de canales y modos de fomentar el comercio y la industria, y
finalmente en la elaboración de la primera carta geográfica del
país quiteño, dibujada por él mismo e impresa en París entre
1746 y 1747.

47
Además, con la actitud propia de un Ilustrado, no quiso limitar
su labor al estudio científico de la geografía de su país, sino que
buscó una aplicación práctica para esa suma de conocimientos,
que se concretó en un avanzado proyecto de desarrollo territorial,
mediante la colonización de la costa noroccidental y la apertura
de un camino que facilitase el flujo comercial entre la sierra cen-
tral quiteña y la costa de Esmeraldas, como parte de una nueva
ruta de comercio hacia Panamá, que vinculara a Quito, de modo
directo y pronto, con las rutas de comercio hacia Europa y Asia
(Filipinas).
Luego buscó demostrar a la Corona española la viabilidad de
su proyecto y las grandes ventajas que de él derivarían para la
economía quiteña y los intereses metropolitanos, y al fin logró
obtener del Rey de España el nombramiento de Gobernador de
Atacames, con la Real autorización para construir el camino de
Esmeraldas, también llamado desde entonces “camino de Mal-
donado” o “ruta de Maldonado”. Gastando su peculio personal
y utilizando sus propios trabajadores, avanzó en la construcción
de la trocha a través de la selva, afirmándola mediante un sistema
de base empalizada y erigiendo poblaciones a cada cinco leguas,
para asegurar ayuda a los viajeros y mantenimiento constante de
esa vía, que en caso contrario sería devorada por la selva.
La llegada a Quito de la Misión Geodésica Franco-Española
(1736) vino a apuntalar definitivamente esa emergente conciencia
geográfica del criollismo quiteño. Sus miembros, y en especial
Carlos María de La Condamine, estimularon el espíritu investiga-
tivo de aquellos quiteños que habían encendido el “fuego sagra-
do” de la ciencia y afianzaron en ellos ese naciente espíritu de auto
reconocimiento nacional, punto de partida para la construcción de
una nueva conciencia política. La Condamine, sorprendido con la
labor investigativa de Maldonado, que en buena medida era un
científico autodidacta, se empeñó en llevarlo a Europa, vincularlo
a las sociedades científicas europeas y difundir sus trabajos. Fue
así como este sabio geógrafo se embarcó para España, donde fue
recibido por el rey Felipe V, quien lo designó “Gentilhombre de
la Real Cámara”. Viajó luego a París, donde imprimió su carta
geográfica de Quito y fue designado miembro correspondiente de

48
la Academia de Ciencias de Francia. Más tarde siguió a Suiza y
los Países Bajos, antes de llegar a Inglaterra, donde fue nombrado
individuo de número de la Real Sociedad Científica de Londres,
falleciendo sorpresivamente el 17 de noviembre de 1748, en vís-
peras de su incorporación a esa academia científica.
Con todo lo significativas que fueron sus obras tangibles, el
aporte más notable que hizo Maldonado a su país fue el desa-
rrollo de una conciencia geográfica, que a su vez dio sustento a
la naciente mentalidad patriótica. Desde una perspectiva crono-
lógica, a la formación de esa conciencia geográfica seguirían el
desarrollo de una conciencia económica, la emergencia de una
inicial conciencia política, la búsqueda de una conciencia histó-
rica y, finalmente, la consolidación de una acabada conciencia
patriótica.
Cada uno de esos nuevos peldaños en el ascenso de la con-
ciencia social estaría marcado por la presencia de uno o varios
personajes de la ilustración quiteña. La conciencia económica,
surgiría de los estudios de Miguel Gijón y León (1717-1794), un
comerciante y viajero quiteño que ejerció inicialmente sus nego-
cios entre el Perú y la Nueva Granada y luego se lanzó a negociar
cascarillas entre América y España, extrayendo de todo ello expe-
riencias y teorías que expuso en la Sociedad de Amigos del País,
de Madrid, y en memoriales al Rey de España, que pesaron en la
decisión del rey Carlos III de promulgar el “Reglamento para el
Comercio Libre de España e Indias” (1778) por el que se facilitó
la exportación de productos primarios americanos hacia la Penín-
sula. La conciencia política tendría una primera culminación en la
obra de Juan Romualdo Navarro, un ilustrado que fuera oidor en
Quito y Santa Fe y redactara, hacia 1761-1763, un libro titulado
Idea del Reyno de Quito, en el que reflejaba el cabal conocimien-
to que los criollos quiteños tenían de los problemas, recursos y
realidades de su país, revelando, así, que también se hallaban en
capacidad de gobernarlo. La conciencia histórica alcanzaría su
madurez con la Historia del Reino de Quito en la América Meri-
dional, del jesuita Juan de Velasco (1727-1792), que reivindicó a
las altas culturas indígenas precolombinas como el origen cierto
de la historia de su país, negando así el carácter fundacional de

49
la presencia española. Y la conciencia patriótica culminaría con
la obra intelectual y la acción política del doctor Eugenio Espejo
(1747-1795), el sabio mestizo que fuera precursor de la indepen-
dencia quiteña y muriera víctima de la represión colonial, no sin
antes haber corroído al sistema con obras literarias, denuncias y
acciones de agitación política.
De modo natural, esa creciente toma de conciencia apunta-
ba hacia el horizonte de la independencia nacional, pues, como
dijera Espejo, “no puede llamarse adulta ni sabia una nación
que no defienda sus verdaderos intereses y no se entregue apa-
sionadamente a la promoción de sí misma, esto es, del Estado y
la sociedad.” Por lo mismo, no resultó extraño que la temprana
lucha de Quito por su autonomía política estuviera dirigida por
los discípulos de Espejo y los herederos de Maldonado, desta-
cando entre ellos Nicolás de la Peña Maldonado, nieto del sabio
geógrafo y afamado por su radicalismo, que lo hizo ser conocido
como “el Robespierre quiteño”.

Los Proyectos de los Próceres

El proyecto emancipador fue concebido desde sus inicios como


una tarea conjunta de toda Hispanoamérica. Desde los primeros
gritos de independencia y las primeras Juntas americanas, los
próceres se plantearon como su horizonte la liberación de todas
las provincias españolas de América. Así lo hicieron los revolu-
cionarios quiteños del 10 de agosto de 1809, cuando instituye-
ron una Junta Soberana con “los representantes las provincias
sujetas actualmente a esta gobernación y las que se unan volun-
tariamente a ella en lo sucesivo…”. Similares actitudes mostra-
ron los insurgentes de otras latitudes americanas, que actuaban
sobre la concreta realidad local, pero hablaban casi siempre en
nombre de toda Hispanoamérica, tanto al referirse a los agravios
coloniales cuanto al plantear sus aspiraciones de autonomía o
emancipación.
La reivindicación de esa común identidad hispanoamerica-
na llevó, de modo natural, a una lucha conjunta por la indepen-

50
dencia y también a la búsqueda de formas de unidad política
entre los diversos países de Hispanoamérica. Por eso, cuando
San Martín y los argentinos llevaban su lucha de liberación a
Chile, Perú o Quito, no lo hacían como una incursión en tierra
ajena, sino como una acción liberadora de pueblos hermanos en
la común tierra americana. De igual modo podemos entender
la lucha de Bolívar y los próceres colombianos, que hicieron
una campaña de liberación desde las orillas del Caribe hasta
la cima del Potosí, siguiendo aquella proclama de Bolívar que
expresaba: “Para nosotros, la Patria es América, nuestros ene-
migos los españoles y nuestra consigna la independencia y la
libertad”. En similares términos se expresaría Manuela Sáenz,
la coronela de la libertad y madre política de la independencia
de Bolivia, al decir: “Mi Patria es el continente de la América.
He nacido bajo la línea del Ecuador.”
Mas hay que precisar que nuestros próceres no concibieron a
la independencia sólo como un empeño de liberación nacional,
sino también como un esfuerzo de liberación social, que se orien-
taba a la eliminación de las lacras sociales heredadas del colo-
nialismo, a la creación de un fuerte Estado Nacional, de carácter
liberal, asentado en modernas formas de soberanía y ciudadanía,
y, en muchos casos, en ideas de reforma religiosa, que sometieran
al poder eclesiástico bajo el poder soberano de la nación. Pode-
mos afirmar que, mutatis mutandis, su programa de acción incluía
estos objetivos:

1. Eliminación de la esclavitud de los negros y la servidumbre


personal de los indígenas.
2. Eliminación de títulos nobiliarios, mayorazgos y otros privi-
legios aristocráticos, o de cualquier forma de superioridad so-
cial que no tuviera base en el mérito personal y el trabajo.
3. Consagración jurídica de la libertad de conciencia y de la to-
lerancia religiosa.
4. Abolición de los monopolios coloniales, comerciales e indus-
triales.
5. Abolición de la Inquisición y prohibición de que los clérigos
se inmiscuyeran en política.

51
6. Secularización del Estado, nacionalización de los bienes de
manos muertas y supresión de los privilegios eclesiásticos.
7. Entrega de tierra en propiedad a los campesinos.
8. Establecimiento de una educación pública, laica y gratuita,
para la formación moral e intelectual de los ciudadanos.

En verdad, todo ese audaz y renovador ideario había sido ex-


puesto ya por el liberalismo español de las últimas décadas del
siglo XVIII o fue planteado por los diputados de las Cortes de Cá-
diz, tras ser gestado en las logias masónicas. De ahí que los líderes
de la independencia hispanoamericana, formados en ese ideario,
se empeñaron en llevar adelante una amplia y profunda reforma
de sus sociedades nacionales, que abarcase prácticamente todos
los espacios de la vida social, desde la organización política del
Estado hasta las relaciones con la Iglesia y desde los sistemas de
propiedad hasta los planes y métodos educativos. Es más: a través
del establecimiento de nuevas logias en los territorios liberados,
promovieron la concientización de la élite político-militar de la
independencia y difundieron esas ideas de progreso social en los
sectores más avanzados de la población. De esta manera, otros di-
rigentes del proceso de independencia y organización republicana
adhirieron a ese ideario, convirtiéndose en activos propulsores de
la reforma.
En el caso de la República de Colombia, eso fue lo que ocurrió
en esa primera etapa republicana con líderes civiles y militares
de la talla de Antonio José de Sucre, Francisco de Paula Santan-
der, José Manuel Restrepo, Pedro Gual, José María del Castillo,
Vicente Azuero, José Rafael Revenga, José Fernández Madrid,
José de Villamil, Francisco María Roca, Francisco de Marcos,
Francisco de Paula Lavayen, Lorenzo de Garaicoa, León Febres
Cordero, Luis Urdaneta, Miguel Letamendi, José de Antepara y
José María Sáenz, entre muchos otros.
Desde luego, ese plan de reformas fue resistido por la vieja
estructura social y en especial por la Iglesia, que fungía como úni-
ca heredera superviviente del sistema colonial. Durante los tres
siglos de vida colonial, ella había sido parte sustantiva del anda-
miaje de poder y sus funciones traspasaban largamente el campo

52
estrictamente religioso para alcanzar otros ámbitos propios de la
autoridad pública, tales como el juzgamiento de delitos, cobro de
tributos, manejo de la educación y colonización de territorios.
En verdad, ese enorme poder empezó a ser recortado por el
mismo Estado Monárquico, que, ya en la época del despotismo
ilustrado, impuso el Patronato Regio sobre la Iglesia y exigió la
sumisión de ésta al poder real. Luego, al producirse la guerra de
independencia, las jerarquías eclesiásticas y el alto clero optaron
mayoritariamente por la defensa de la monarquía y del sistema
colonial, aunque buena parte del bajo clero, más próximo a los
sectores populares, plegó a la causa patriótica. Ello produjo gra-
ves enfrentamientos entre los jerarcas de la Iglesia y los líderes
militares del bando patriota, devenidos gobernantes del Estado
Republicano.
En gran medida, fueron esos conflictos los que determina-
ron la imposición del patronato estatal sobre la Iglesia, como una
reivindicación de los atributos que antes tuviera el Estado espa-
ñol. Además, con esta medida el Estado republicano buscaba de-
mostrar su soberanía absoluta y marcar su hegemonía sobre cual-
quier otra institución existente en el país. De este modo, cuando
el Obispo de Mérida, Venezuela, monseñor Lasso de la Vega, se
resistió en 1824 a ciertas disposiciones del senado colombiano, el
Congreso de Colombia emitió la Ley del 28 de julio del mismo
año, sobre derechos patronales, que rezaba:

“Art. 1º: La República de Colombia debe continuar en el ejer-


cicio del derecho de Patronato que los Reyes de España tuvieron
en las Iglesias metropolitanas, catedrales y parroquiales de esta
parte de América.
Art. 2º: Es un deber de la República de Colombia y su Gobier-
no, sostener este derecho y reclamar de la Silla Apostólica que
en nada se varíe ni innove, y el Poder Ejecutivo, bajo este princi-
pio, celebrará con Su Santidad un Concordato que asegure para
siempre irrevocablemente esta prerrogativa de la República”.

En uso de sus atribuciones de patrono eclesiástico, el gobierno


colombiano eliminó por decreto ejecutivo a las Comisarías de la

53
Inquisición existentes en el país y prohibió la censura eclesiástica
a la publicación o importación de libros. Más tarde, obedeciendo
los mandatos del Congreso de Cúcuta, el gobierno colombiano
tomó otras medidas de reforma eclesiástica: decretó la supresión
de conventos con menos de diez religiosos; amplió el patronato
estatal sobre la Iglesia; fijó en veinticinco años la edad mínima
para profesar como religiosos; suspendió el nombramiento de
prebendas eclesiásticas vacantes, en beneficio del erario nacional;
liberó del pago del diezmo eclesiástico a los nuevos cultivos y
plantaciones del país, y reguló el cobro de derechos eclesiásticos,
en busca de eliminar abusos contra la ciudadanía.
Obviamente, la Iglesia católica resistió por muchos medios a
la soberanía del poder republicano, apoyada por los partidos con-
servadores o aristocráticos, produciéndose en algunos países del
área graves enfrentamientos políticos, conflictos armados y un
clima de inestabilidad, que cubrieron prácticamente todo el siglo
XIX hispanoamericano. La Reforma y sus agitaciones abarcaron
prácticamente a toda Hispanoamérica, aunque tuvo diversas ca-
racterísticas en cada país. Fue temprana y casi inocua en Bolivia,
donde el mariscal Sucre, primer presidente de la nación, la aplicó
de entrada, como parte sustancial del nuevo sistema republicano.
Y fue tardía en Ecuador, donde triunfó recién en 1895, tras una
dura guerra civil. Pero tuvo su mayor escenario en México, donde
debió enfrentar una dura resistencia conservadora, que culminó
con la “Guerra de Reforma” (1857-1861), la segunda interven-
ción francesa (1862–1867) y el triunfo final de los liberales de
Benito Juárez.
En general, cada idea básica del ideario liberal y el sistema
republicano chocaba con poderosos intereses oligárquicos que
resistían su aplicación. La idea de que todos los hombres eran
iguales ante la ley chocaba con el mantenimiento de la escla-
vitud de los negros y la servidumbre indígena. La idea de que
la soberanía republicana radicaba en el pueblo chocaba con los
usos excluyentes de la aristocracia criolla, empeñada en mandar
sin contrapeso alguno. La idea de que cada ciudadano del país
debía participar en la vida política, a través del voto, era negada
por el sistema de voto censitario, por el que votaban sólo los

54
propietarios y podían ser candidatos únicamente los más ricos
de ellos. La idea de que la economía fiscal debía asentarse en
el aporte de todos los ciudadanos según su capacidad, chocaba
con la vigencia del tributo indígena y la cerrada oposición de los
propietarios a pagar impuestos sobre su renta personal. La idea
de que la fuerza armada del Estado debía estar constituida por un
ejército ciudadano, reclutado a base de la conscripción personal,
era denegada por la vieja práctica de reclutar sólo a los pobres,
mediante métodos de fuerza. La idea de que el Estado tenía como
meta básica prestar servicios públicos a la ciudadanía era negada
por el hecho de que el Estado no brindaba ni garantizaba prácti-
camente ningún servicio público, salvo quizá alguno menor en el
campo educativo.
Por el contrario, bajo el peso de la vieja estructura socio–
económica y el impulso retrógrado de la Iglesia post–colonial,
muchos de cuyos miembros todavía añoraban la figura del Rey,
el Estado republicano pasó en muchos países a ser manejado por
la aristocracia terrateniente, que restableció las formas políticas
coloniales, sólo que sustituyó la autoridad despótica del monarca
por un presidencialismo igualmente despótico, que en la práctica
era una especie de “dictadura constitucional”. De este modo, el
Estado republicano devino rápidamente una temible estructura
político–militar, montada para ejecutar tareas que garantizaran
el viejo orden y el nuevo afianzamiento del sistema oligárquico.
Y sus tareas dejaron de ser aquellas que habían sido definidas
por los teóricos del pensamiento liberal (Rousseau, Locke, Mon-
tesquieu, Jefferson, Jovellanos, Campomanes) y los líderes de la
independencia (Bolívar, San Martín, Carrera, O’Higgins, Hidal-
go, Morelos) y pasaron a ser esas otras que reclamaba el poder
terrateniente:

1. Cobrar impuestos exclusivamente a los más pobres, y en es-


pecial a los indios, incluso adelantando o duplicando el cobro
cuando lo exigían las urgencias del Estado;
2. Dividir o sacar a remate las tierras de las comunidades indíge-
nas, bajo el criterio de “hacer propietarios a los indios, para
estimular su libre iniciativa individual”;

55
3. Subastar los ejidos y dehesas (tierras comunales) de las ciuda-
des, para obtener fondos para los gastos públicos;
4. Reclutar “a soga” a los hombres pobres, para llevarlos a las
guerras civiles o a los conflictos de frontera, y requisar fre-
cuentemente los animales y alimentos de las gentes del pue-
blo, para mantener a las tropas en campaña;
5. Garantizar mano de obra para las haciendas, mediante el arbi-
trio de perseguir y apresar a los pobres sin ocupación, según
los duros términos de las leyes contra la vagancia;
6. Imponer a los pueblos y comunidades reiteradas obligaciones
de trabajo personal o contribución económica para la cons-
trucción de obras públicas;
7. Mantener los antiguos estancos coloniales (tabaco, aguardien-
tes, pólvora) y crear otros nuevos (sal, papel sellado), persi-
guiendo activamente a los pequeños cultivadores de tabaco y
caña, y a muchos pequeños comerciantes.
8. Montar un sistema de gobernadores y jefes políticos que man-
tuvieran a raya toda inquietud social o manejaran la incipiente
opinión pública en favor del grupo o camarilla gobernante;
9. Reprimir brutalmente toda protesta popular, levantamiento in-
dígena o manifestación de descontento social frente a los abu-
sos, incumplimientos o imposiciones arbitrarias del Gobierno
o sus autoridades subalternas; y,
10. Perseguir con saña a toda forma de oposición política o ideoló-
gica, apresando, confinando, desterrando o incluso fusilando a
los jefes del bando opositor o a los ideólogos de la disidencia.

Las Repúblicas Oligárquicas

Instituidas las repúblicas hispanoamericanas, el colonialismo es-


pañol fue sustituido por el colonialismo interno de las oligarquías
criollas. Mientras los descendientes de España ejercían el poder
y redactaban solemnes Constituciones liberales, indios, negros
y mestizos siguieron siendo la fuerza bruta que cavaba minas,
cultivaba haciendas y plantaciones, construía caminos, levanta-
ba iglesias y edificios públicos. Los indios, legalmente tan libres

56
como antes, tenían el deber adicional de sostener al fisco con sus
tributos, aunque estaban oficialmente marginados del derecho al
voto. Los negros, que lucharan en la vanguardia de los ejércitos
de la independencia y recibieran por ello ofertas de libertad, fue-
ron luego burlados en sus aspiraciones y sometidos otra vez al
yugo de la esclavitud o de la servidumbre. Y los mestizos pasaron
a convertirse en capataces del sistema y comparsa de las jugadas
políticas de los grandes señores. Desde luego, todos ellos esta-
ban obligados a participar como carne de cañón en las reiteradas
guerras civiles desatadas por caudillos regionales o clanes oli-
gárquicos ambiciosos de mando, o en las guerras internacionales
declaradas por esas mismas fuerzas del poder.
La vida pública y privada fue reorganizada al gusto de los
nuevos amos del poder. Tras la etapa heroica de la guerra de inde-
pendencia, en la que algunos hombres de humilde origen alcanza-
ron por su bravura altos puestos en la milicia, todo indio o negro
que careciera de amo u oficio conocido, o que anduviera libre-
mente por calles y caminos, fue perseguido como delincuente, al
amparo de las famosas “leyes contra la vagancia” que se dictaron
en todos los países hispanoamericanos. De este modo, el sistema
hacienda buscó radicar dentro de sus límites a la fuerza de trabajo
y en esta tarea no se diferenciaron mucho los regímenes liberales
de los conservadores.
La república oligárquica fue adoptada como modelo de Esta-
do en todo el continente, tanto en el norte anglosajón como en el
sur iberoamericano. En todos los países, sus Constituciones con-
tenían solemnes declaraciones acerca de los derechos del hombre
y del ciudadano, pero en todos ellos existían también sistemas
electorales censitarios, que otorgaban el voto únicamente a quie-
nes tuvieran una propiedad o una profesión liberal, supieran leer y
escribir y no trabajaran en relación de dependencia. Por este me-
dio, fueron marginados de la vida política los indios, los negros y
los mestizos, que precisamente por causa del sistema eran pobres,
ignorantes y dependientes.
En Hispanoamérica, el indio, persona supuestamente libre,
siguió sometido a la triple exacción del patrón, del Estado y de
la Iglesia, por medio de una combinación perversa: lo poco que

57
le pagaba el hacendado se lo quitaban el cura y el cobrador de
impuestos, con lo cual estaba obligado a seguir trabajando en la
hacienda para poder seguir pagando al cura y al gobierno. Hay
más: por acaso el peón fuese a huir de la hacienda en busca de
otro patrono, el hacendado buscaba endeudarlo crecientemente,
para mantenerlo bajo el yugo de la ley, que establecía la prisión
por deudas. En ciertos países, las deudas eran inclusive heredita-
rias, con lo cual la servidumbre indígena terminaba siendo seme-
jante, en los hechos, a la esclavitud negra.
La política republicana frente al indio tuvo diversos matices,
según las realidades imperantes en cada país. En aquellos paí-
ses donde la comunidad indígena era fuerte y controlaba ejidos
y tierras comunales, la política oligárquica se orientó al despojo
de esas tierras, que pasaron a integrar los grandes latifundios de
la clase criolla, y al sometimiento del indio de comunidad, con-
vertido en peón de hacienda. En otros países, donde los indios no
asimilados controlaban todavía importantes territorios, el Estado
republicano se empeñó en la eliminación física de esos indios,
siguiendo el modelo norteamericano. Eso fue lo que sucedió, por
ejemplo, en Argentina y Chile, donde el ejército de la indepen-
dencia fue usado luego para cazar indios pampeanos o mapuches.
El negro, por su parte, vio burladas las promesas de manumi-
sión que le hicieran los líderes de la independencia. En la Gran
Colombia, el Libertador Simón Bolívar decretó la libertad de los
esclavos, pero el Congreso, dominado por los propietarios crio-
llos, revisó el asunto en 1821 y lo redujo a una simple “libertad
de vientres”, por la cual los hijos de esclavos nacían libres, pero
sus padres seguían en la esclavitud; además, los hijos libertos de-
bían prestar servicios personales al amo hasta su mayoría de edad,
como pago por su manutención.
No era muy diferente la situación de los mestizos. Despre-
ciados por los blancos y recelados por los indios y negros, los
“ladinos” constituían una suerte de parias acomodaticios, útiles
para cumplir cualquier tarea servil o para ejecutar los trabajos
sucios que requería el sistema. Ellos constituyeron la base so-
cial de los ejércitos republicanos, de las policías rurales, del
estamento de capataces y mayordomos de las haciendas; carne

58
de cañón para las guerras civiles o conflictos internacionales,
ellos fueron también los encargados de apresar indios y negros
prófugos o de aplastar levantamientos populares. Pero, por otra
parte, ellos formaron también las filas del artesanado urbano, esa
masa levantisca de las ciudades que se alzaba periódicamente
contra las tiranías y más tarde llegó a constituir la base social de
la naciente clase obrera latinoamericana.
Ese panorama solo empezó a cambiar las fuerzas liberales
abrieron las puertas de América Latina al progreso social y a la
modernidad capitalista. Los pensadores liberales de vanguardia,
inspirados en una originaria conciencia nacional y deseosos de
construir una sociedad abierta, donde los hombres valieran por su
mérito y no por su nacimiento o color, se empeñaron en eliminar
de sus países los rezagos coloniales, entre los cuales figuraban
notoriamente la servidumbre del indio y la esclavitud del negro.
Empero, los gobiernos liberales no siempre se guiaron por el
pensamiento de su vanguardia ideológica, sino más bien por rea-
lidades políticas o concretos intereses de la estructura social. En
ese contexto, para el liberalismo latinoamericano del siglo XIX,
la supresión de la esclavitud de los negros fue un logro más fá-
cil de realizar que la eliminación de la servidumbre indígena. La
campaña de Inglaterra contra el comercio negrero y la generali-
zación de las leyes de “libertad de vientres” en América Latina
irían mermando, en la práctica, la capacidad de reproducción del
régimen esclavista en los países de la región. De otra parte, algu-
nos caudillos liberales, como el ecuatoriano Urbina, hallarían en
la manumisión de los esclavos un provechoso mecanismo para
el fortalecimiento de sus fuerzas militares, enfrentadas en inter-
mitente guerra civil a las fuerzas conservadoras. Fuese por estas
o por otras razones, lo cierto es que hacia el tercio final del siglo
XIX la esclavitud había sido abolida legalmente en muchos paí-
ses o fue desapareciendo de hecho con la muerte de los últimos
esclavos.
Más compleja les resultó a los líderes liberales la resolución de
la cuestión indígena. De una parte, estaban la fuerza e influencia
que poseía el sistema-hacienda en la mayoría de países del conti-
nente, sistema que no sólo se sostenía en la hacienda tradicional

59
y en la propiedad territorial eclesiástica, sino también en la plan-
tación de nueva data, vinculada al mercado exterior. En términos
políticos, esto significaba que la hacienda, como modelo de pro-
ducción servil y de control de la mano de obra indígena, interesa-
ba tanto a los antiguos hacendados conservadores y a la Iglesia,
como a los nuevos plantadores liberales. Así, pues, liberar al indio
de la dominación servil implicaba afectar de muerte al sistema
hacienda y golpear los intereses de toda la clase dominante, y los
liberales no estaban dispuestos a llegar tan lejos, fuese porque su
debilidad política no lo permitía o porque su misma ideología les
refrenaba en su avance reformista, ante el temor de afectar los
sacrosantos intereses de la propiedad privada.
De esta manera se explica que unos líderes reformistas tan
avanzados como el mexicano Benito Juárez (él mismo, un indio
zapoteca), el guatemalteco Justo Rufino Barrios o el ecuatoriano
Eloy Alfaro se hayan enfrentado valientemente a la Iglesia, a los
ejércitos conservadores y aun a las fuerzas intervencionistas ex-
tranjeras, pero no se hayan atrevido a reformar el sistema-hacien-
da y a liberar al indio de su condición servil.

(Artículo publicado en: “América Latina,


los próximos 200 años”,
Mario Campaña editor, CECAL–Guaraguao,
ISBN: 978-84-938479-1-3,
Barcelona, 2010).

60
El poder oligárquico
de la independencia a la república

P
ara la oligarquía criolla el proceso de independencia,
iniciado el 10 de agosto de 1809, significó la oportuni-
dad histórica de acceder al control del poder político y
convertirse en una clase en sí y para sí, dueña de su destino y ca-
paz de imponer su hegemonía sobre todo el territorio y la pobla-
ción quiteños. Empero, para la conquista de esa plenitud consti-
tutiva, debió enfrentar sus propias contradicciones y oposiciones
internas, además de una serie de traumáticos cambios sociales y
políticos, impuestos por la guerra.
Las primeras contradicciones políticas inter-oligárquicas se
manifestaron ya en el primer período de las luchas por la inde-
pendencia (1809-1812), cuando entre las fuerzas insurgentes del
Quito central volvieron a aflorar los dos bandos irreconciliables
de fines de la época colonial, el “sanchista” y el “montufarista”,
liderados por don Joaquín Sánchez de Orellana y Chiriboga, mar-
qués de Villa Orellana, y don Juan Pío Montúfar y Larrea, mar-
qués de Selva Alegre, respectivamente. Es verdad que estos ban-
dos estaban divididos por distintas concepciones políticas respec-
to al carácter y métodos de la insurgencia, y que los “sanchistas”,
más amigos de la plebe y partidarios de una total independencia
de España, mostraban una actitud más radical, tanto en los méto-
dos como en los fines de la lucha;1 pero no es menos cierto que
1 Como se ha expresado antes, estos clanes estuvieron enfrentados desde la época del
presidente Muñoz de Guzmán (1791). Por lo demás, este tipo de confrontaciones
fue general en toda Hispanoamérica durante las guerras de independencia, como lo
demuestran las oposiciones de distinto signo entre Bolívar y el marqués de Toro, o
entre Bolívar y los generales Piar y Mariño, en Venezuela; los conflictos entre los
“regentistas” de García de Toledo y los “igualitaristas” de los Gutiérrez de Piñeres,
en Cartagena; la sangrienta oposición entre “proletarios y propietarios” que marcó
la independencia mexicana y que tuvo por líderes a Hidalgo y Morelos, en el bando
popular, y a Iturbide, en el bando aristocrático; o, en fin, las luchas fratricidas que
enfrentaron a “carrerinos” y “o’higginistas” en Chile.

61
ese temprano conflicto dentro del bando criollo estaba insuflado
de viejas rivalidades familiares y nuevas ambiciones clánicas,
todo lo cual contribuyó a desconcertar y desmovilizar a muchos
partidarios de la independencia, a debilitar el esfuerzo de guerra
y a propiciar el triunfo de las fuerzas españolas y la restauración
colonialista de 1812-1822.
De otro lado, tanto la primera campaña de independencia
como la represión que siguió a su derrota produjeron el desca-
bezamiento de la élite capitalina, gran parte de cuyos miembros
murieron, huyeron o fueron apresados y desterrados por los ven-
cedores, mientras que otros se acomodaron hábilmente a la nueva
situación y pasaron –o volvieron– a colaborar con las autoridades
coloniales.
Circunstancias políticas, familiares y de otro tipo determina-
ron la distinta actitud que asumieron, frente a la revolución de
independencia, los diversos clanes del centro quiteño. Y si bien la
mayoría de estos optó por alguna forma de insurgencia –dentro de
un abanico de posiciones políticas, que iban desde un americanis-
mo moderado hasta un republicanismo radical–, también hubo los
que optaron por una abierta fidelidad a la Corona y a la metrópoli,
destacándose entre estos últimos los de los Calistos, los Larreas-
Jijones, los Chiribogas, los Artetas y los Dávalos, algunos de cu-
yos miembros perecieron o sufrieron persecuciones a causa de su
fidelidad al Rey. En recompensa, la Corona les otorgó mercedes
reales una vez que fue restaurado el poder colonial.
Seguramente el caso más ilustrativo de lo dicho es el de los
Calistos. Al estallar la revolución de independencia, un antiguo
regidor del cabildo, don Pedro Calisto, encabezaría junto con su
familia el bando de los fieles al Rey, muriendo él y su hijo, Nicolás
Calisto y Borja, a manos de los revolucionarios. El Rey pagó la
fidelidad de esta familia concediendo una pensión vitalicia de mil
pesos anuales a la hija de don Pedro, doña Teresa Calisto y Borja,
y el título de Marqués de Fiel Pérez de Calisto a su esposo, don
Pedro Pérez Muñoz.2 A su vez, don Carlos Calisto y Borja, hijo
del patriarca difunto, fue nombrado regidor del Cabildo de Quito
y candidatizado por el presidente de Quito a la Intendencia de
2 AGI, Quito, Ls.250-260.

62
Trujillo o la Contaduría mayor del Tribunal de Cuentas de Lima,
mientras que un nieto del mismo, el doctor José María Arteta y
Calisto, fue también nombrado regidor del Cabildo de Quito y
fiscal de la Universidad de Santo Tomás, además de lo cual se le
declaró expedito para ejercer la abogacía, al mismo tiempo que
se les suspendía el libre ejercicio profesional a varios letrados
insurgentes.
Cosa similar ocurrió con la familia Larrea-Jijón, uno de cuyos
miembros fue agraciado con el Marquesado de San José.3 Al so-
licitar al Rey el otorgamiento del marquesado a don Manuel de
Larrea y Jijón, el presidente Montes destacó que aquel poseía “las
prendas que forman a un hombre de bien, esto es el desinterés, el
juicio, la probidad, la firme y constante adhesión a la Metrópoli
con un entendimiento claro e ilustrado, y las cualidades de un na-
cimiento distinguido, y de una fortuna considerable que sabe au-
mentar con sus tareas”. Destacó también el hecho de que Larrea
y su madre, doña Antonia Jijón, habían donado un total de 6.500
pesos para vestuario de las tropas españolas, desde 1808.
En cuanto a los demás líderes fidelistas del centro quiteño,
don Martín Chiriboga fue confirmado y mantenido largo tiem-
po como Corregidor de Riobamba, y don Fernando Dávalos y
González, alcalde de primer voto de Riobamba, recibió prebendas
y honores oficiales.4
3 Montes al rey; Quito, diciembre 7 de 1813. AGI, Quito, L.256. El título le fue
concedido a Larrea por real cédula de 25 de abril de 1815, con la denominación
de Marqués de San José. (AGI, Quito, L.383) Entre tanto, ocurría en Quito el
llamado “motín de Frómista” -provocado por un jefe militar español que se
oponía a la política pacificadora del presidente Montes- a causa del cual fueron
detenidos algunos líderes de la nobleza criolla, entre ellos don Manuel de Larrea
y Jijón (Junio 28 de 1815), al que finalmente se le permitió pasar a su casa “para
restablecerse de una gonorrea virulenta de la cual recién se ha curado”. (AGI,
Quito, L.269-2 )
4 En 1817, el presidente Ramírez elevó representación al rey, exponiendo los
altos servicios de don Fernando Dávalos a la Corona, entre ellos: haber aportado
1.500 pesos al general Aymerich y levantado 10 compañías para reforzar el
ejército; haber sido comandante de la villa de Riobamba y pacificado varias
provincias yendo en comisión (Riobamba, Cuenca y Guaranda); no haber
jurado la constitución española, etc. Complementariamente, Ramírez apoyaba
la petición de Dávalos de que se le concediese la administración de correos de
Quito o algún corregimiento que vacare, y algún distintivo que le recordase “el
premio de su lealtad”. (6 de febrero de 1817. AGI, Quito, L.390.)

63
Con ocasión de la guerra, hubo también el bando de los opor-
tunistas políticos, que oscilaron entre la revolución y el fidelismo,
buscando colocarse siempre junto a los vencedores. Entre ellos
cabría mencionar a gentes como los doctores José Javier Ascásubi,
José Fernández Salvador, Francisco Javier Salazar y Víctor Félix
de San Miguel, que en 1809 fueran designados miembros del
Senado revolucionario y pasaron luego, durante el nuevo gobier-
no colonialista del presidente Toribio Montes, a ser corregidor de
Otavalo, corregidor interino de Riobamba, asesor interino de la
presidencia de Quito y abogado confirmado en el ejercicio, res-
pectivamente. En el caso de los doctores José Fernández Salvador
y Francisco Javier Salazar, el Pacificador Montes los rehabilitó,
en 1812, por cuanto ellos, en su opinión, habían “mostrado ha-
berse implicado por el terror de los revolucionarios, pero sin que
hubiesen desprendido de sus corazones la lealtad al soberano”.5
Mas la suerte de varios de ellos cambió al llegar al poder el pre-
sidente Ramírez, enemigo de Montes: Ascásubi fue destituido y
perseguido por las autoridades españolas, en razón de que una
real orden ordenaba desterrarlo a España por ser un insurgen-
te peligroso,6 mientras que Fernández Salvador y Salazar fueron
suspendidos del ejercicio del foro y de su misma profesión de
abogados, por haber participado en los sucesos de 1809,7 aunque
años más tarde, y tras un largo proceso jurídico, el Consejo reco-
mendó se les levantase esas sanciones por no constar que fuesen
subversivos ni revolucionarios sino gentes fieles al Rey y a la
Metrópoli.8
Finalmente, es necesario hacer constar a los financistas for-
zosos de ambos bandos en esa primera campaña de independen-

5 Montes al Ministro Universal de Indias, octubre 7 de 1815. Por la misma época,


llegó a Quito el nuevo auditor de guerra y asesor general de la Presidencia, León
Pereda de Sarabia, quien a poco se quejó al Ministro Universal de Indias de que
Salazar le había creado problemas en su posesión, con el único fin de seguir
detentando interinamente el cargo referido. (AGI, Quito, L.258).
6 Ramírez al rey, 21 de enero de 1818. AGI, Quito, L.260. Mientras Valdivieso se
hallaba “prófugo y escondido en los montes”, su esposa, doña Mariana Matheu,
enfermó gravemente y murió, dejando 6 pequeños hijos. (AGI, Quito, L.386).
7 Lo resolvió la Audiencia de Quito, en su sede de “Cuenca del Perú”, el 14 de
noviembre de 1815. (AGI, Quito, L.275).
8 Ibíd.

64
cia, entre los cuales cobraron notoriedad don Martín de Icaza y
Caparroso, líder del Gran Cacao guayaquileño, quien respaldó
financieramente a las fuerzas colonialistas con una donación de 9
mil 400 pesos y un préstamo de 65 mil, y don Mariano Guillermo
Valdivieso,9 quién otorgó un préstamo de 80 mil pesos a los insur-
gentes y luego bregó largamente para que le fueran pagados por el
gobierno colonialista restaurado, que, con toda razón, argumen-
taba que no podía pagar una deuda contraída por sus enemigos y
precisamente para hacerles la guerra a los españoles. Finalmente,
a comienzos de 1818, don Mariano Guillermo Valdivieso fue cap-
turado y desterrado a España por el presidente Ramírez –junto a
don Juan Pío Montúfar y Larrea, Marqués de Selva Alegre, y a
don Francisco Rodríguez Soto, maestrescuela de la catedral de
Quito– por ser considerado un líder insurgente.10
En síntesis, la insurgencia de 1809-12 fue una empresa polí-
tica del centro quiteño, resistida, como se ha demostrado, por las
demás sociedades regionales. Pero la crisis general del sistema
español en América y la afloración de múltiples contradicciones
intercoloniales, llevaron finalmente a que otra sociedad regional,
la de Guayaquil, insurgiera en 1820, sin que Quito, reprimida
y empobrecida, pudiera ayudar en el esfuerzo. Cuenca plegó a
Guayaquil forzada por las circunstancias y Pasto se mantuvo fiel
al Rey, más allá del triunfo final de las armas republicanas.
La integración del territorio de la Audiencia de Quito a la
República de Colombia –proclamada masivamente por Quito,
apoyada por la mayor parte de Guayaquil, respaldada por Cuenca
y combatida ferozmente por Pasto– agudizó esas contradiccio-
nes regionalistas. Más tarde, por una serie de opuestas razones,
el gobierno colombiano resultó insatisfactorio para todas las oli-
garquías regionales del Distrito Surcolombiano. Pasto, reiterada-
mente insubordinada contra el poder republicano, fue dos veces
“pacificada” a sangre y fuego. Quito protestó airadamente contra

9 Ramírez al rey, 21 de enero de 1818. AGI, Quito,L.260.


10 En realidad, el grueso del financiamiento de la revolución se sostuvo con donativos
voluntarios y con catorce arrobas de oro que las fuerzas quiteñas tomaron en Pasto,
mientras que, del lado colonialista, la represión fue financiada principalmente con
fondos de las Cajas Reales de Guayaquil, Cuenca, Lima, Popayán y Bogotá.

65
la política económica liberal de Santander. Guayaquil y Cuenca
asumieron, entretanto, los proyectos secesionistas del mariscal
José de Lamar y Cortázar –emparentado con poderosas familias
terratenientes de ambas regiones–11 , quien intentaba segregar el
sur colombiano y fundar la República del Ecuador.12
Mientras los poderes regionales se agitaban en busca de una
imposible hegemonía, la oligarquía de la Sierra central, siguien-
do con su antigua y exitosa política de “cooptación de sectores
emergentes”, lograba establecer sólidas alianzas matrimoniales
con el naciente poder militar republicano. Las más famosas de
ellas fueron las que unieron al mariscal Antonio José de Sucre con
Mariana Carcelén, marquesa de Solanda y de Villarrocha, y al ge-
neral Juan José Flores con Josefina Jijón y Vivanco, de la familia
de los condes de Casa Jijón y marqueses de San José.
Tras el oportuno asesinato de Sucre, Flores, que fungía de Jefe
Superior del Distrito, halló vía libre para su propio proyecto sece-
sionista. El 13 de mayo de 1830, una Asamblea de Notables qui-
teños proclamó la creación del Estado del Ecuador y le encargó el
mando del nuevo país.
Pocos meses más tarde se reunió en Riobamba una Asamblea
Constituyente, formada por 21 notables de las diversas regiones,
que redactó la primera Constitución del país y nombró a Flores
como su primer Presidente; Vicepresidente fue nombrado el in-
signe poeta José Joaquín Olmedo, destacado miembro del “Gran
Cacao” guayaquileño.
La Constitución de 1830 fue la consagración jurídica del
predominio oligárquico. Al establecer como requisito electoral

11 El gran mariscal Lamar, cuencano de nacimiento, era hijo de don Marcos de Lamar,
un eficiente funcionario real que llegó a Guayaquil en 1763 y luego pasó a Cuenca,
enviado por el Virrey de Santa Fe, con el encargo de “arreglar las Cajas Reales”, y
que por sus méritos fue nombrado finalmente Contador Mayor de Cuentas de Santa
Fe. (AGI, Quito, L.378-A) Por su madre (hija de don José de Cortázar, último
Corregidor de Guayaquil y hermana de José Ignacio Cortázar, que fuera obispo
de Cuenca), estaba emparentado con los Santisteban y Lavayen, de Guayaquil, y
los Borreros, de Cuenca. Una hermana suya fue madre de los generales Antonio
y Francisco Elizalde Lamar. A su vez, el Mariscal estaba casado con Josefina
Rocafuerte, hermana de Vicente Rocafuerte.
12 Jaramillo Alvarado, Pío, “El Gran Mariscal Lamar”, Ediciones del Municipio de
Cuenca, Cuenca, 1972, pp. 120-125.

66
la tenencia de una significativa “propiedad raíz”, la oligarquía
consagró la marginación jurídica de los comerciantes que no
poseyesen bienes raíces de alto valor, es decir, que no fuesen pa-
ralelamente terratenientes. A su vez, al exigir que los electores
no propietarios poseyesen elevadas rentas propias, producidas
por una profesión liberal, que no trabajasen en relación de de-
pendencia, y que supiesen leer y escribir, marginó de un pluma-
zo a todos los trabajadores del campo y la ciudad, incluídos los
artesanos.13
En razón de esas disposiciones, apenas unas 5 mil personas
–de una población total de alrededor de 500 mil habitantes– po-
dían ser electores: de estas, apenas unas mil estaban en condi-
ciones de ser elegidas a las altas funciones públicas (senadores,
diputados, etc.), y sobraban los dedos de una mano para contar el
número de los posibles candidatos presidenciales. La oligarquía
del naciente Ecuador, que entre 1822 y 1830 había logrado capear
los esfuerzos reformadores de los líderes más radicales de la inde-
pendencia, se dedicó luego, tanto en los hechos como en el dere-
cho, a consagrar un cambio superficial, que garantizase que nada
cambiaría en la profundidad. Así, tras las formas republicanas, se
ocultaba la persistencia de las viejas instituciones coloniales: la
esclavitud, el concertaje, el tributo de indios, etc.
Un fenómeno característico de los nuevos tiempos fue el es-
fuerzo de los distintos clanes oligárquicos por hacerse con el con-
trol del poder estatal, en busca de acrecentar su riqueza y reforzar
su preeminencia; otro, el acelerado crecimiento de las haciendas a
costa de los resguardos indígenas y las tierras baldías. Un decreto
de Flores, de 1835, dispuso el remate de las tierras de comunidad,
con el supuesto fin de financiar la educación indígena. Otros de-
cretos impusieron al pueblo el pago de tributos extraordinarios.
Las continuas protestas populares fueron aplastadas sangrienta-
mente por el ejército.

13 Para ser ciudadano se requería tener “propiedad raíz, valor libre de 300 pesos,
o ejercer alguna profesión o industria útil, sin sujeción a otro, como sirviente
doméstico o jornalero”. Para ser Diputado, se requería una propiedad de 4.000
pesos o una renta de 500. Para ser Presidente, se requería poseer una propiedad raíz
de 30.000 pesos.

67
Por otra parte, en medio de múltiples contradicciones, se
ensayaron diversos mecanismos de equilibrio entre los poderes
regionales. Uno fue el de representación igualitaria para cada
Departamento, sin considerar su población. Otro fue la sucesión
regional en el poder. Pero las contradicciones sociales y ambi-
ciones personales desbordaron todo marco de orden institucio-
nalizado. A falta de hegemonía de alguno de los poderes regio-
nales, la crisis se volvió intermitente y produjo dos guerras civi-
les –la “Guerra de los chiguaguas” (1833-35) y la “Revolución
Marcista” (1845)– y una guerra internacional con la Nueva
Granada, estimulada por el separatismo de Pasto, cuya oligarquía
regional optó por la anexión al país vecino.
El latifundio cobró tal importancia que se convirtió en escena-
rio del drama político. Los pronunciamientos, asonadas y guerras
civiles se efectuaban en las haciendas de sus protagonistas oligár-
quicos. Los nombres de muchas de ellas pasaron a la historia, junto
con los hechos que ocurrieron en su suelo: combates de “La Elvira”
(hacienda de Flores), acuerdos de “La Florida” (hacienda de los
Elizalde), convenio de “La Virginia” (hacienda de Olmedo), etc.
Tras la revolución nacionalista de 1845, que expulsó del país al
general Flores y a la camarilla militar de origen extranjero que lo
rodeaba, el poder gubernamental pasó a ser controlado por la oli-
garquía guayaquileña, que rápidamente llegó a un entendimiento de
clase con sus similares de la Sierra. La posterior radicalización de
ese proceso y las reformas liberales ensayadas por los gobiernos de
Urbina y Robles provocaron una generalizada reacción de las oli-
garquías regionales, que sumió nuevamente al país en la anarquía.
En el marco de esas luchas inter-oligárquicas, que exacerba-
ron el federalismo hasta casi provocar la disolución del país,14
surgió el “Garcianismo”, suerte de ensayo bonapartista, enfocado
a la integración de una “clase dominante nacional” y a la consoli-
dación del Estado Oligárquico, en el que el poder gubernamental
buscó dirimir las diferencias al interior de la clase dominante.

14 En aquella coyuntura llegaron a existir varios Gobiernos paralelos: Un triunvirato


en Quito, un gobierno Federal en Loja y un Jefe Supremo en Guayaquil, además
del Gobierno Constitucional de Robles. El golfo de Guayaquil y parte de la Costa
se hallaban invadidos por fuerzas peruanas.

68
Para entonces, los clanes oligárquicos más dinámicos y
modernos se caracterizaban ya por una gran flexibilidad social,
dentro de los límites propios de su cultura de clase y al ritmo
de su lógica de acumulación de poder. Además de su recono-
cida habilidad para cooptar a los más destacados miembros de
los sectores emergentes, empezaron a desplegar una hábil po-
lítica de alianzas matrimoniales con poderosos clanes de otras
regiones.
Este dio como resultado el surgimiento de clanes oligár-
quicos inter-regionales de incalculable poder económico, cuya
preeminencia social e influencia política llegaron a desbordar
los límites tradicionales de las oligarquías regionales, a las que
pertenecían sus partes. Estos “super-clanes” devinieron, pues,
los primeros núcleos de poder oligárquico “nacional” y las más
avanzadas formas de integración que alcanzó para entonces la
clase dominante.
El más importante de ellos se constituyó a mediados del siglo
XIX, por la doble alianza matrimonial del clan quiteño de los
Flores Jijón —hijos del primer Presidente del país, general Juan
José Flores— con el clan guayaquileño de los Caamaño.
Era la alianza de dos clanes muy dinámicos, que poseían in-
tereses comerciales y manufactureros de antigua data y vínculos
más recientes con la banca y con el capital internacional. En
cuanto a la propiedad de la tierra, cada uno poseía, entre sus
propiedades, uno de los dos latifundios más grandes del país: los
Flores Jijón, la hacienda La Elvira, “un inmenso territorio, que
se extiende desde las nieves del Chimborazo hasta las junglas
húmedas que corresponden a las vertientes del Guayas..., com-
prendiendo montañas y ríos”15 y cuya extensión, jamás medida,
se calculaba era de quinientas a seiscientas millas cuadradas.
Los Caamaño, por su parte, eran propietarios del fundo cacao-
tero Tenguel, de 50 mil hectáreas de extensión, ubicado en la
provincia de Los Ríos.
A ese eje de poder, formado por esta alianza clánica inter-re-
gional, se agregarían nuevas alianzas menores, que ampliarían
15 MacKenzie, Andrew, “Las Aventuras de Archer Harman”, Nueva York, 1901,
(trad. de C.A. Salazar), p. 103.

69
progresivamente el espectro de la inflencia social y el poder
político de este superclan. Baste citar una de ellas: la alianza
Caamaño-Stagg, que vinculó a dos poderosas familias del Gran
Cacao guayaquileño (ambas de terratenientes-comerciantes), que
figurarían entre los accionistas fundadores del primer banco na-
cional –el Banco del Ecuador (1868)– de la Empresa de Luz y
Fuerza Eléctrica y de otras grandes empresas guayaquileñas crea-
das por la época, y entre los primeros poseedores de ingenios azu-
careros.16
Si en el plano económico ampliaban enormemente su poder
por la vinculación de empresas y fortunas, en el plano político los
“superclanes” resultaban imbatibles.
El primero de ellos en constituirse y acceder al poder políti-
co fue el García Moreno-Ascásubi, formado gracias a la alian-
za matrimonial de Gabriel García Moreno y Rosa Ascásubi y
Matheu, que vinculó a una de las más poderosas familias del
primer “Gran Cacao” guayaquileño, los García Moreno-Gómez
Cornejo, con dos antiguas casas oligárquicas quiteñas, de ricos
terratenientes y héroes de la independencia, que ostentaban títu-
los de la más alta nobleza castellana y también la aureola de la
heroicidad republicana.
Para cuando se produjo esta alianza oligárquica (1846), un
hermano de la novia, Manuel, fungía ya como Vicepresidente de
la República; tres años después, este era electo Presidente interi-
no del país. Entretanto, otro hermano, Roberto, iniciaba una ca-
rrera política que lo llevaría a ser ministro de varios gobiernos.
Paralelamente, su cuñado Gabriel García Moreno era nombrado,
sucesivamente: gobernador de Guayaqil, comisario de guerra,
alcalde de Quito, rector de la Universidad Central, senador por
Pichincha, miembro del gobierno provisional, director supremo
de la guerra y, finalmente, Jefe Supremo del país, función que al-
ternó con la de Presidente de la República prácticamente duran-
te 15 años. Se instauró, así, el ya mencionado “Garcianismo”,
régimen que arbitró las disputas entre las diversas oligarquías
16 Chiriboga, Manuel, “Jornaleros y Gran Propietarios en 135 años de Exportación
Cacaotera (1790-1925)”, Ediciones del Consejo Provincial de Pichincha, Quito,
1980, pp. 308-313.

70
regionales y distribuyó cuotas de poder a los clanes que le eran
adictos en cada una de ellas.17
En cuanto al superclan Flores Jijón-Caamaño, cabe anotar que
se alió a su similar que estaba en el poder, pese a los odios y ri-
validades políticas preexistentes entre sus líderes. Obviamente, la
alianza estuvo inspirada en la promoción de sus comunes intere-
ses de clase y facilitada por la entrega que García Moreno hizo al
general Flores de una importante cuota de poder: la jefatura del
Ejército para éste, una embajada para su hijo Antonio y el recono-
cimiento y pago de los compromisos estatales adeudados desde el
“Convenio de La Virginia”.
En el marco de esa alianza, esta agrupación estuvo a punto de
tener un segundo Presidente de la República en 1865, con José
María Caamaño, consuegro del ex presidente Flores,18 y otra vez
en 1875, con Antonio Flores Jijón.19 Lo tuvo, por fin, en 1883, con
el hijo de aquel y yerno de éste, José María Plácido Caamaño.20
Se inició así el denominado “Período Progresista” (1883-1895),
durante el cual este grupo oligárquico tuvo un tercer presidente,
en la persona de Antonio Flores Jijón, y gobernó luego a través
de un aliado (Luis Cordero), derrocado por la revolución liberal
de 1895.
Bajo la bandera de un “liberalismo católico”, que aunaba a “li-
berales moderados” y “conservadores no terroristas”, la capacidad
17 “Los partidarios de García Moreno se encontraron, por lo general, entre los
miembros de la aristocracia quiteña y de las altas clases de Guayaquil, Riobamba
y Cuenca. La influencia de la familia Ascásubi era muy grande, y los parientes y
amigos de ella fueron casi siempre del Presidente: Alcázares, algunos Bustamantes,
Leones, Chiribogas, Aguirres, Ponces, Fernández Salvador, etc. En Guayaquil
contaba con los Caamaño, Santiestevan, Noboas, Morenos, Icazas... En Cuenca
con los Vegas, Dávilas y al principio con los Borreros y los Malos.” Robalino
Dávila, Luis: “Orígenes del Ecuador de Hoy: García Moreno”, Talleres Gráficos
Nacionales, 1948, p. 399.
18 Ayala, Enrique: “Lucha política y origen de los partidos en el Ecuador”, Ediciones
de la Universidad Católica, Quito, 1978, p. 176.
19 Mera, Juan León: “La Dictadura y la Restauración”, Corporación Editora Nacional,
1982, pp. 57-58.
20 “Caamaño (era) hombre nuevo, activo, emprendedor, valeroso, con sólidos
entronques en Guayaquil y Quito. ...Se citaba que pudo domar a los feroces peones
de Tenguel, la célebre hacienda de cacao que había administrado con éxito”.
Robalino Dávila, Luis: “Orígenes del Ecuador de Hoy: Diez Años de Civilismo”,
Ed. Cajica, Puebla, México, 1968, p. 83.

71
de movilización clientelar de este grupo de poder –al que sus ene-
migos denominaban “La Argolla”– llegó a ser tan grande que Flores
Jijón fue candidatizado y electo Presidente “in absentia”, mientras
desempeñaba la embajada del Ecuador en Francia.

El remozamiento oligárquico

El impetuoso desarrollo de la economía agroexportadora ecuato-


riana, desde mediados del siglo XIX, trajo consigo varias impor-
tantes transformaciones en la estructura económica y social del
país.
El auge de la exportación cacaotera promovió una rápida am-
pliación de la frontera agrícola y un paralelo crecimiento de las
plantaciones productoras, dio lugar a una creciente acumulación
de capital en la zona costera e impulsó la creación de los primeros
bancos e industrias nacionales. El Estado ecuatoriano, que hasta
entonces tenía como su principal fuente de ingresos el colonial
“tributo de indios” –al que por pudor ideológico los gobiernos re-
publicanos habían rebautizado como “contribución voluntaria”,
aunque seguía siendo una exacción forzosa– pasó a tener su prin-
cipal fuente de ingresos en las aduanas, cuyo rendimiento superó
rápidamente al de otros rubros fiscales.
Esta bonanza cacaotera, casi siempre afectada por la inter-
mitencia de guerras civiles, guerras internacionales, asonadas
militares y montoneras, permitió sin embargo que el Estado em-
prendiera en el desarrollo de una importante infraestructura vial
y algunas otras obras públicas de magnitud. Además, atrajo a un
buen número de comerciantes extranjeros, que establecieron sus
negocios en el puerto.
Inevitablemente, esa bonanza produjo cambios notables en la
estructura de la clase dominante, al punto que podemos afirmar
que propició un hondo remozamiento oligárquico, más notable en
unas regiones que en otras.
Las características más notables de ese proceso de acumula-
ción originaria fueron las siguientes:

72
1. La oligarquía guayaquileña cobró renovado vigor y utilizó va-
riados mecanismos, lícitos e ilícitos, para multiplicar el núme-
ro y tamaño de sus propiedades, a costa de tierras baldías o de
comunidades indígenas.

Además, hubo cambios notables en la organización interna de


esta oligarquía regional, especialmente en las tres últimas déca-
das del siglo XIX: familias otrora poderosas, como los Luzarraga,
Carbo, Icaza, Pareja, Vítores y Novoa, vinieron a menos y sus
propiedades pasaron –por venta, quiebra o abandono– a manos de
clanes ascendentes, como los Aspiazu, Seminario, Puga, Morla,
Sotomayor, Wright y Baquerizo.
La familia Aspiazu poseía hacia 1883 un total de 16 propie-
dades cacaoteras, avaluadas en 420.000 sucres. Con alrededor de
tres millones de árboles de cacao, el patriarca del clan, don Pedro
Aspiazu, producía el 4% del total nacional, en un momento en
que el Ecuador era el primer exportador mundial de la “pepa de
oro”.21 Veinte años más tarde, gracias a variados mecanismos de
acrecentamiento –alianzas matrimoniales, usura, compra, ocupa-
ción de tierras indígenas– el patrimonio de esta familia era de 59
haciendas, que abarcaban más de 150.000 hectáreas y contenían
alrededor de 4’700.000 árboles de cacao, es decir, aproximada-
mente el 8% del total plantado en el país.
Otra notable familia cacaotera, la de los Seminario, denomi-
nados los “reyes del cacao”, poseía hacia 1884 un total de 14
haciendas, cuyo valor duplicaba al de las 16 propiedades de los
Aspiazu y cuyo tamaño excedía de las 100.000 hectáreas. “Las
propiedades de los Seminario eran tan extensas que se podía
navegar varios días sobre el río Caracol, sin abandonar las
tierras Seminario”.22
Por otra parte, la oligarquía creció horizontalmente. A las tra-
dicionales familias que la conformaban se agregaron otras, de
nuevos ricos que emergían en el ámbito del comercio. Algunas de
esas familias —como las de Lisímaco Guzmán, Leonardo Stagg,
etc.— fueron cooptadas por el Gran Cacao mediante alianzas
21 Chiriboga, Manuel, op. cit., p. 138.
22 Chiriboga, op. cit., p. 154.

73
matrimoniales; otras, a través de vínculos y asociaciones econó-
micas. Otras familias más, de nueva riqueza y sin vínculos apa-
rentes con la oligarquía, adquirieron de todos modos plantacio-
nes cacaoteras, en busca de compartir el poder y prestigio que
daba “la hacienda”. Este parece haber sido el caso de numerosos
comerciantes extranjeros, como Kruger, Madinyá, Carmigniani,
Rosales, Díaz Granados, Lynch y otros.

2. La gran riqueza cacaotera produjo también sustanciales cam-


bios de comportamiento económico en la oligarquía costeña
que, en conjunto, se volvió más audaz, emprendedora y ambi-
ciosa. A la larga, ello derivó también en una creciente diversi-
ficación económica al interior de la propia clase regional.

Muchos oligarcas cacaoteros continuaron apegados a la sola


función de terratenientes, pero los más activos y modernizantes
pasaron al negocio de la exportación, primero, y a otras activi-
dades económicas, después. Así, para la última década del siglo
XIX, algunos de ellos eran ya prósperos comerciantes, banqueros,
industriales y hombres públicos, y tenían vínculos significativos
con empresas extranjeras.
Las más poderosas familias cacaoteras se asociaron al ca-
pital extranjero y fundaron empresas internacionales, con
sede en Europa, para el manejo de sus negocios: Plantagen
Clementina (Durán-Ballén), Cacao Plantagen Gesellschaft Puga
Aktiengesellschaft (Puga), Caamaño Tenguel Estate Limited
(Caamaño), Deustche Ecuador Cacao Plantagen (Seminario),
Aspiazu Estate Limited (Aspiazu).
Este impulso empresarial del Gran Cacao ha llevado a un es-
tudioso del fenómeno, como Manuel Chiriboga, a considerarlo
como el germen de “una nueva clase social”.23 Ciertamente, la
transformación de la cúpula de esta oligarquía regional fue de tal
magnitud que la diferenció sustancialmente de su propia base, y
aún más de sus similares de la Sierra, apegadas todavía al siste-
ma hacienda tradicional, recelosas de la irrupción creciente del

23 Chiriboga, op. cit., 151.

74
capital y la tecnología extranjeros. Pero no es menos cierto que el
Gran Cacao jamás dejó de tener a la hacienda como su base esen-
cial de sustentación, al punto que, sin la posesión de esas gigan-
tescas propiedades, no hubiera podido surgir esa diversificación
económica ni sustentarse el tinglado empresarial, la preeminencia
social y la influencia política que poseía este grupo de poder. El
Gran Cacao era, antes y después de todo, un sector de la clase
terrateniente.
Es más: aún uno de los “mecanismos de modernidad” in-
troducidos en las plantaciones, como fue la monetización del
salario, tuvo en la práctica un carácter tramposo, típicamente
oligárquicos: la “moneda” que se usaba era emitida por los pro-
pios hacendados y no tenía valor preciso: decía “vale un día de
trabajo” o “vale un jornal de trabajo”. Es decir, tras la aparien-
cia monetaria se ocultaban los mismos mecanismos de coacción
extraeconómica del antiguo “concertaje” colonial, destinados,
igual que antes, a radicar forzosamente la mano de obra y evitar
su libre circulación.
Empero, lo dicho plantea un interrogante: si no surgió una
nueva clase, vale decir, una burguesía comercial y financiera,
¿qué fue lo que sucedió con la clase dominante guayaquileña a
partir del auge cacaotero?
En nuestra opinión, a partir del período 1880-1900, la oligar-
quía guayaquileña inició un tránsito histórico hacia su transfor-
mación cualitativa: una mutación de oligarquía terrateniente ha-
cia oligarquía burguesa. durante ese lento tránsito, que culminó
recién al iniciarse la segunda mitad del siglo XX, serían progresi-
vamente eliminados los rasgos precapitalistas de esa sociedad re-
gional, que para 1970 todavía mostraba una doble faz: un espacio
urbano plenamente capitalista, con gran desarrollo comercial y
financiero y cierto empuje industrial, y un espacio rural en el que
todavía convivían modernas empresas agrícolas y latifundios con
aparceros, peones, tiendas de raya y fichas de salario.
Surgió, pues, una burguesía, pero no era una “nueva clase” en
términos sociales, sino una misma y remozada oligarquía, en la
que antiguos clanes cumplían nuevas funciones económicas, pero
al viejo estilo.

75
Seguía prevaleciendo en ellos el espíritu de renta antes que
el de producción. Y seguían practicando sus viejos usos socia-
les, aunque adecuándolos a las nuevas circunstancias: Ejercían
su tradicional endogamia, pero la abrían con más frecuencia que
antes, para cooptar a las familias de nuevos ricos que emergían
a su alrededor. Recurrían a los mecanismos clientelares para su
quehacer político, pero –por vía del Partido Liberal– su acción
dejó de ser regional y se volvió nacional; además, el centro de
toma de decisiones dejó de ser la hacienda y pasó a ser el club
(concretamente, el “Club de La Unión”). Utilizaban el poder del
Estado para promover su enriquecimiento privado, pero este ya
no se lograba únicamente por la apropiación directa de fondos
públicos –que seguía practicándose con éxito– sino también me-
diante contratos de privilegio, devaluaciones monetarias y reor-
denamientos arancelarios.
Era, por lo demás, una burguesía oligárquica que nacía estre-
chamente vinculada al capital extranjero y en creciente dependen-
cia de éste, por cuanto era el único factor capaz de facilitarle la
tecnología ferroviaria, indispensable para extender sus tentáculos
comerciales y bancarios hacia el interior del país.

3. Mareada por el auge cacaotero e incapaz de invertir produc-


tivamente los enormes recursos que llegaban a sus manos, la
oligarquía guayaquileña adquirió un espíritu mundano y de-
rrochador.24

Muchas familias del “Gran Cacao” emprendieron reiterados


viajes a Francia y otras terminaron radicándose en París. Antonio
Puga recordaba haber viajado por lo menos veinte veces a París,
entre 1880 y 1920. “Allí su familia había arrendado una gran
mansión, donde residían los jóvenes Puga, mientras se educaban.
El jefe de familia, Aurelio Puga, iba y venía entre el Ecuador
y París”.25 Ocho de los veintidós nietos de don Pedro Aspiazu

24 Ver al respecto: Amín Samir: “El desarrollo desigual”, cit. por Agustín Cueva, “El
desarrollo del capitalismo en América Latina”, Siglo XXI Editores, México, 1980,
p. 86.
25 Chiriboga, op. cit., p. 212.

76
nacieron en París y otros tres, guayaquileños de nacimiento, se ra-
dicaron finalmente en Francia. Cuatro de los seis hermanos Durán
Ballén tenían cónyuges extranjeros. Tres de los seis hijos de don
Miguel Seminario nacieron en París y uno estaba radicado en esa
misma ciudad.26

4. Buena parte de la riqueza generada por la producción cacaote-


ra se destinaba a la manutención de propietarios absentistas o
sus familiares. Según Víctor Emilio Estrada, uno de los prime-
ros estudiosos de la economía ecuatoriana, entre 1910 y 1913
salió del país un monto de 19’600.000 sucres por concepto de
remisión de rentas a propietarios absentistas, residentes en su
mayor parte en París.27 Era una suma mayor al monto pagado
en ese mismo período por servicio de la deuda externa, que
alcanzó los 19’163.000 sucres.

Si a esto se agrega la cantidad de recursos, provenientes de


la exportación cacaotera, que simplemente no ingresaban al país
sino a cuentas privadas que los ausentistas mantenían en el exte-
rior, podemos tener una clara idea de la erosión sistemática que
esa opulenta vida parisina del “Gran Cacao” significó para la
economía ecuatoriana. Además, esa vida de ocio placentero tam-
bién contagió a familias oligárquicas del interior, que, aunque con
menos recursos, promovieron la radicación parcial de sus fami-
lias en el extranjero.

5. Por fin, cabe referirnos a la endogamia de la oligarquía ca-


caotera, menos rígida que la de sus antecesores coloniales
pero no menos eficiente como mecanismo de solidaridad y
seguridad clasista. Un mecanismo que estimulaba el mono-
polio e impedía el desarrollo de cualquier forma cabal de
competencia y, por tanto, de un verdadero mercado comer-
cial y financiero. Un buen ejemplo de esto se dio durante
la Primera Guerra Mundial, cuando las empresas alemanas
de los Puga, Seminario y Durán Ballén fueron puestas en la
26 Chiriboga, op. cit., p. 212.
27 Estrada Emilio: “Balance Económico”, 1924, p. 60.

77
“lista negra” de los aliados y se hallaron imposibilitadas de
comerciar con Inglaterra, Francia y los Estados Unidos. De
inmediato, Lautaro Aspiazu tomó a su cargo la administra-
ción de las plantaciones de aquellas familias, que burlaron
así el boicot aliado y se salvaron de una segura quiebra.28

6. La significativa acumulación que trajo consigo el segundo


auge cacaotero (1860-1910) produjo, a nivel nacional, una
creciente desigualdad entre la oligarquía guayaquileña y sus
similares de la Sierra centro-norte, del Azuay y de Loja.

Para tener una idea de esas diferencias, mencionemos que


una sola familia del Gran Cacao poseía mayor cantidad de tierras
productivas y obtenía mayores utilidades anuales que cualquier
oligarquía regional serrana en conjunto. Además, la creciente di-
versificación económica les garantizaba nuevas fuentes de rique-
za, que fortalecían su poderío clásico, en particular, y el poderío
regional, en su conjunto.
Empero, hasta la última década del siglo XIX, ello no se refle-
jó en una paralela distribución del poder estatal, que siguió siendo
detentado mayoritariamente por las oligarquías regionales de la
Sierra, mediante el antiguo mecanismo de sucesión regional en el
mando. Y el sistema electoral –que se había ido democratizando
desde 1845, gracias a la lucha política de los sectores liberales–
favorecía en la práctica a las oligarquías serranas, en razón de la
hegemonía que detentaban sobre la región más poblada del país.
Obviamente, esto fue motivo de nuevas contradicciones in-
ter-oligárquicas, tan graves como las del período 1840-1860, con
el agregado de que ahora los guayaquileños tenían un proyecto his-
tórico: querían controlar directamente y en exclusividad el poder
gubernamental y, desde él, transformar el Estado ecuatoriano, para
convertirlo en instrumento de su hegemonía, y abrir el interior del
país a la influencia de sus negocios. El liberalismo, devenido entre
1860 y 1890 en utopía de cenáculos intelectuales y montoneras po-
pulares fue asumido como ideología de clase por oligarquía porteña.
28 Un descendiente de esa unión endogámica, el banquero Jaime Aspiazu Seminario,
es actualmente Director del Frente Radical Alfarista.

78
7. Otro motivo de diversificación inter-oligárquica fue, sin duda,
la detentación del poder estatal, tanto en su nivel central
(Presidencia de la República, Ministerios) como regional (go-
bernaciones provinciales).

Siguiendo una antigua tradición de clase, los clanes oligár-


quicos adueñados del poder del Estado lo utilizaban ampliamente
para su enriquecimiento y el acrecentamiento de su prestigio so-
cial y político. Ello, naturalmente, provocaba la envidia y/o re-
sistencia de sus similares fuera del mando, que denunciaban y
combatían la corrupción imperante, aunque, una vez llegados al
poder, actuaban del mismo modo que sus antecesores.
Particularmente notorios fueron estos fenómenos durante el
período del “Progresismo”. El affaire de la “venta de la bande-
ra”, ejecutado por el Gobernador del Guayas y ex Presidente
de la República Plácido Caamaño, durante el Gobierno de Luis
Cordero, desprestigió políticamente a los clanes serranos y cos-
teños integrantes de “La Argolla”, contra los que se movilizaron,
desde diferentes posiciones ideológicas, otros clanes marginados
del poder.29
En la Sierra, la oposición la encabezó el clan de los Ponce
-descendiente de los primeros encomenderos quiteños, de tan des-
tacada participación política en el pasado, y el futuro ecuatoria-
no30 e incluyó a los Salazar y Mera, todos prominentes garcianos
desplazados por el “Progresismo”. En Guayaquil, lo hicieron los
Aspiazu, Seminario, Baquerizo Moreno,31 Morla, Durán Ballén,
Avilés, Robles,32, Urbina33 y Estrada.34

29 Se usó el pabellón nacional para un turbio negocio de venta de un barco de guerra


chileno al Japón.
30 Un descendiente suyo, Camilo Ponce Enríquez, fue Presidente de la República
entre 1956 y 1960. Un hijo de éste, Camilo Ponce Gangotena, ha sido Director del
Partido Social Cristiano (1984) y hoy es Diputado Nacional.
31 Alfredo Baquerizo Moreno fue Presidente en 1916-1920.
32 Ignacio Robles fue Jefe Supremo encargado en 1895.
33 Francisco Urbina Jado, hijo del ex presidente Urbina (1851-1856), era el
todopoderoso Gerente del Banco Comercial y Agrícola y la cabeza visible de la
célebre “bancocracia”.
34 Emilio Estrada, revolucionario y empresario de éxito, fue Presidente en 1911.

79
Esa oposición culminó en el pronunciamiento guayaquileño
del 5 de junio de 1895, en el que participó activamente Camilo
Ponce y Ortiz, en representación de los clanes opositores de la
Sierra. Los actores de ese alzamiento oligárquico pretendían un
cambio de figuras en el mando y algunas reformas políticas. Pero
los sectores populares del puerto (artesanos y trabajadores “ca-
cahueros”) y las montoneras campesinas impusieron a su líder,
Eloy Alfaro, como Jefe Supremo, y dieron al alzamiento una
orientación revolucionaria. Se inició así la Revolución Liberal,
sin duda la más profunda transformación social y política de la
historia ecuatoriana.

8. La Revolución Liberal permitió a la oligarquía burguesa de la


Costa acceder al control político del Estado y, a través de este,
efectuar una serie de reformas económicas e institucionales,
útiles al desarrollo de su proyecto histórico.

Fueron expropiadas las tierras de la Iglesia, para entonces uno


de los mayores terratenientes del país y ciertamente el único po-
der financiero existente en la Sierra. Esta sola reforma produjo
ingentes beneficios a la banca guayaquileña, qe se abrió paso, sin
oposición posible, en las zonas interiores del país.
Paralelamente, se suprimió la prisión por deudas, con lo que
se facilitó la migración de la mano de obra, desde las haciendas
serranas hacia las plantaciones del litoral. empero, no hubo una
supresión radical de la más servil forma de trabajo que subsistía
en el país, el “concertaje”, –que tantas críticas y denuncias pro-
vocara entre los pensadores liberales–35 y no la hubo precisamen-
te porque la oligarquía guayaquileña utilizaba también peones
conciertos en sus plantaciones cacaoteras.
Por fin, con la construcción del ferrocarril trasandino, la oli-
garquía porteña logró abrir a la influencia de sus negocios la re-
gión interandina, facilitar el “enganche” y movilización de traba-
jadores, obtener alimentos más baratos que los importados, etc.36
35 Uno de los más destacados, Abelardo Moncayo, escribió una vigorosa denuncia:
“El concertaje de indios”.
36 Hasta comienzos de este siglo, Guayaquil importaba harina y granos de California
y ganado del Perú.

80
Los más importantes logros de la Revolución Liberal se al-
canzaron en el ámbito político-ideológico: Separación total entre
la Iglesia y el Estado. Implantación de la educación laica, el ma-
trimonio civil y el divorcio. Fundación de colegios públicos y de
Normales para la formación de maestros. Creación del Colegio
Militar, destinado a la profesionalización del Ejército. Creación
de escuelas nocturnas para obreros. incorporación de la mujer al
servicio público (educación, correos, etc.)
Se ejecutó, pues, una avanzada reforma política y social, que
secularizó al Estado, democratizó la sociedad civil y abrió el país
a los vientos de la modernidad. Pero no se trató de una “revolución
democrático-burguesa” –como muchos han querido entender–,
en la que una moderna burguesía hubiese vencido a una antigua
clase feudal. Fue, más que nada, una guerra civil entre fracciones
oligárquicas, en la cual los sectores más modernos y avanzados
(política y económicamente) de la oligarquía lograron imponerse
y adquirir hegemonía sobre los más atrasados y retardatarios, con
el fin último de someterlos a su proyecto político.
Así se explica que la revolución no haya expropiado a las oli-
garquías de la Sierra y que sólo lo haya hecho con la Iglesia.
Por lo demás, buena parte de los bienes eclesiásticos expropiados
(“bienes de manos muertas”) no pasaron a manos del Estado
sino que se quedaron, por diversos mecanismos, en manos de los
ejecutantes de la expropiación o de los falsos compradores encar-
gados de protegerlos de ella.
De igual modo se explica el énfasis puesto en la reforma polí-
tico-ideológica, que pareciera mostrar que el único enemigo cier-
to de la revolución fue la Iglesia Católica.
En verdad, detrás de la revolución existían contradictorias
fuerzas sociales, que compartían ciertos objetivos políticos in-
mediatos (el primero de ellos, arrebatar el poder político a las
oligarquías serranas) pero no un proyecto histórico común. Eso
se evidenció al término del gobierno liberal, presidido por el ge-
neral Leonidas Plaza (1905). Mientras el ala “machetera” del li-
beralismo –pequeños y medianos propietarios montubios, peones
alzados en armas– propugnaba una radicalización del proceso
revolucionario, el ala “moderada” –la oligarquía guayaquileña,

81
el sector ‘placista” del ejército– auspiciaba una política de “paz
y orden”, que, en la práctica, significaba una aproximación cada
vez mayor a los conservadores, vale decir, a las oligarquías del
interior. (Para entonces, la oligarquía quiteña había enredado en
sus galas y cooptado por vía de matrimonio a algunos destacados
líderes liberales, tales como el coronel Olmedo Alfaro Paredes,
hijo de don Eloy, y el general Leonidas Plaza Gutiérrez).37
Al fin, los dos bandos liberales se enfrentaron en una decisi-
va guerra civil (1911-1912), que terminó con la derrota y apre-
samiento de Alfaro y los líderes del radicalismo. Poco después,
éstos eran masacrados y se iniciaba un período de reconciliación
y absoluta hegemonía oligárquica.

(Artículo escrito para el libro:


“Ecuador, de la colonia a la república”,
Jorge Núñez Sánchez,
Ediciones de la Biblioteca Nacional de Venezuela,
Casa de Nuestra América ‘José Martí’,
Caracas, 2011).

37 Andrew MacKenzie, periodista norteamericano que visitó el Ecuador, escribió


en 1901: “El general Plaza ha convertido a los liberales en conservadores y a
los conservadores en liberales”. Un hijo del general, Galo Plaza Lasso, fue
Presidente de la República entre 1948 y 1952, y otro, José María, fue candidato
a la Vicepresidencia de la República, en binomio con Raúl Clemente Huerta, en
1956.

82
Las alianzas matrimoniales y la política

E
s común hallar en los libros de historia referencias a
“alianzas matrimoniales” que habrían cambiado el cur-
so de ciertos acontecimientos históricos, aproximando
a pueblos recelosos entre sí o convirtiendo en aliados a grupos
sociales que hasta la víspera se combatieran encarnizadamente
como enemigos.
En la historia que nos es más próxima, un buen ejemplo de
ello puede ser el matrimonio del inca Huayna-Cápac con la prin-
cesa quiteña Paccha, que permitió al incario superar la dura re-
sistencia que los shyris mantuvieron por largos años contra la
expansión peruana. Otro ejemplo es el matrimonio de los reyes
católicos Fernando de Aragón e Isabel de Castilla, gracias al cual
los dos mayores reinos cristianos del norte español constituyeron
una alianza militar, en lo que era un paso indispensable para po-
der vencer a los califatos moros del sur de España. Otro ejemplo
más, el matrimonio de hecho de Hernán Cortés con doña María
“la Malinche”, que facilitó al conquistador español la tarea de
someter y dominar a los pueblos del antiguo México.
Desde luego, las alianzas matrimoniales estaban sometidas a
los vaivenes políticos propios de toda alianza y podían correr di-
versa suerte. A veces, pese a la solidez definitiva de la alianza, se
producían conflictos alrededor de la preeminencia gubernativa de
los esposos, como en el caso de los Reyes Católicos, en el cual
los súbditos castellanos sostenían que ambos Reyes tenían igua-
les potestades, tesis finalmente popularizada en el famoso dicho:
Tanto monta, monta tanto/ Isabel como Fernando...
Otras veces, la alianza no sobrevivía a la muerte de uno de los
contrayentes, como sucedió con la alianza inca-shyri, que, tras el
fallecimiento de Huayna-Cápac, fue sustituida por la feroz gue-
rra civil entre Huáscar y Atahualpa. En fin, en otras ocasiones la

83
alianza política era afectada por la ruptura del matrimonio que la
originó, como ocurrió tras el repudio y ejecución de la estéril reina
Catalina de Aragón, tía de Felipe II de España, por parte de su es-
poso Enrique VIII de Inglaterra, hecho que alimentó una de las más
enconadas rivalidades nacionales y religiosas de la historia euro-
pea, que en cierto modo se ha proyectado inclusive hasta nuestros
días, a través del conflicto político-religioso de Irlanda del Norte.
Pero, ¿en dónde ha radicado la importancia de este vínculo,
para que se haya convertido en todos los pueblos y en todos los
tiempos en un mecanismo político trascendental?
En esencia, una alianza matrimonial es un parentesco con-
traído por casamiento, vínculo al que la etnología contemporá-
nea considera más importante que la filiación para comprender
y explicar los sistemas de parentesco en general (Lévi-Strauss).
Mas ocurre que ese vínculo, que en un primer momento es solo
un “parentesco político” entre los esposos, se convierte a través
de los hijos en un “parentesco sanguíneo”, pues los descendien-
tes de ella son ya consanguíneos de una y otra familia, propios
de uno y otro bando, y esto da a la alianza una estabilidad y
solidez definitivas.
Así, pues, ha sido esa capacidad de mezclar sangres e inter-
cambiar genes lo que ha dado a la alianza matrimonial una impor-
tancia singular en la historia y la ha convertido en un mecanismo
de alta política, destinado tanto a resolver conflictos y salvar difi-
cultades como a unir fuerzas y sumar fortunas familiares para la
toma del poder.
Precisamente la historia de América Latina es un campo muy
rico para el estudio de la alianza matrimonial como mecanismo
de acción política, puesto que su uso reiterado la ha convertido ya
en un elemento histórico de nuestra vida pública.
Si los pueblos precolombinos la habían utilizado ya con éxi-
to para formar alianzas o suavizar conquistas, los conquistadores
españoles hallarían en ella una solución siempre a mano para re-
solver conflictos intestinos o consagrar su dominación sobre los
pueblos indios. En cuanto a los arreglos de paz entre españoles,
quizá el más acabado ejemplo fue el matrimonio de Vasco Núñez
de Balboa con doña María de Peñalosa, hija de su archienemigo

84
el gobernador Pedrarias Dávila. En cuanto a las alianzas matri-
moniales entre conquistadores y conquistados, respondieron casi
siempre a estrategias paralelas, unas de dominación y otras de
supervivencia; de una parte, el europeo buscaba domeñar la re-
sistencia indígena y consagrar su presencia dominante a través de
una vinculación, de hecho o de derecho, con la nobleza indígena;
de otra, la élite indígena buscaba apaciguar la violencia del con-
quistador o, en su defecto, vincularse al vencedor para preservar
sus privilegios.
En la conquista del Perú, por este mecanismo se formaron va-
rios “matrimonios de hecho” entre conquistadores y mujeres in-
dias, que legalmente no pasaron el umbral del concubinato aunque
en su momento recibieran el visto bueno de los grupos sociales
implicados y aun de los curas que iban con la hueste conquistado-
ra. Una opinión autorizada, como la de Ortiz de la Tabla, sostiene
que estos enlaces eran realizados “más como vía de asegurar y
perpetuar las fundaciones realizadas que como forma de alianza
con los pueblos conquistados”, es decir que se habría tratado sim-
plemente de alianzas oportunistas del conquistador, encaminadas
a lograr el sometimiento más pronto y fácil de los indígenas, “por
lo que no había necesidad de reforzar o sellar dichas alianzas
una vez conseguida esta finalidad”.1 Así se explicaría el hecho de
que los grandes capitanes de la conquista (Hernán Cortés, Pedro
de Alvarado, Hernando de Soto) hubiesen despreciado luego a
sus mujeres indias para desposar a hijas de importantes familias
peninsulares, entablando así nuevas y definitivas alianzas matri-
moniales con linajes de la aristocracia castellana. A su vez, como
consecuencia de ello, se iniciaría una política de marginación so-
cial y legal a los hijos mestizos habidos entre españoles e indios,
que terminaría por marcar al mestizaje con el signo infamante de
la ilegitimidad.
Más allá de las grandes alianzas antes referidas, en las que el
yugo matrimonial buscaba trascender el ámbito doméstico para pro-
yectarse como un vínculo entre pueblos o naciones, el caso más fre-
cuente ha sido en nuestra historia el de la “alianza inter–familiar”,

1 Javier Ortiz de la Tabla: “Si quieres casar toma tu par”,

85
a través del cual los linajes o familias coaligados se empeñaban en
aunar y potenciar sus recursos, casi siempre con muy precisas miras
de búsqueda de promoción social y preeminencia política.
Las primeras manifestaciones de este fenómeno se dieron pre-
cisamente en la inicial etapa colonial, cuando los beneméritos de
la conquista devinieron encomenderos y terminaron por constituir
una poderosa élite local, que buscó perpetuar sus privilegios tanto
por medios político–militares (como la fracasada “Rebelión de
los Encomenderos”) cuanto a través de usos sociales tales como
la endogamia y el matrimonio de conveniencia. La implantación
de estos usos sociales, originarios de la sociedad feudal españo-
la, determinaron que el círculo de posibilidad matrimonial fuera
cerrándose cada vez más, de modo que eliminó progresivamente
a todo pretendiente mestizo o español de baja condición social,
quedando como únicos matrimonios posibles aquellos celebrados
entre miembros de la élite encomendera.
A lo largo del tiempo, esta práctica endogámica fue emparen-
tando a grupos de familias de la élite encomendera local. Ortiz de
la Tabla ha demostrado en sus estudios sobre los encomenderos de
Quito que “a lo largo del XVI emparentaron los Carrera-Londoño–
Paz Maldonado/ Carrera-Vargas Carvajal-Arellano/ Londoño-
Calderón-Sandoval-López de Galarza-Castro Guzmán/ Núñez de
Bonilla-Bastidas-Fonte-Guerrero-Vera Mendoza/ Fonte-Pérez de
Zúñiga-Esquivel/ Bastidas-López de Galarza-Bonilla-López de
Gamboa. Si... se observa que ya en los siglos XVIII y XIX de
estas familias descienden los Pérez Guerrero, Donoso, Cevallos,
Barnuevo, Lasso de la Vega, Villacís, Maldonado, Borja, Checa,
Tinajero, de la Peña, Larrea, Marqueses de Maenza, de Solanda,
de Lises, de San José y de Selvalegre, los Condes de Selvaflorida,
del Real Agrado y de Casa Gijón, (la élite aristocrática de la na-
ciente república), se comprueba una vez más la continuidad social
del grupo de encomenderos metamorfoseados en obrajeros, ha-
cendados, altos burócratas y magistrados, caballeros de órdenes
nobiliarias y títulos del Reino”.2

2 Ortiz de la Tabla, id., pp. 162-63. Ver también del mismo autor “Los encomenderos
de Quito”, en especial el apéndice de árboles genealógicos.

86
Las alianzas familiares en el
Ecuador republicano

A
dentrándonos ya en el período republicano, el estudio
de esta forma de vínculo familiar resulta extremada-
mente importante en el Ecuador, donde a través de
los siglos se han producido frecuentes enfrentamientos sociales
(familiares, étnicos, políticos o regionales) que requerían de este
mecanismo de mediación y pacificación de las rivalidades. Por
otra parte, el propio carácter de nuestra estructura social (consti-
tuida por sociedades regionales aisladas, presididas internamente
por poderosos clanes familiares) determinó la existencia natural
de poderes locales o regionales y volvió casi imposible la consti-
tución de poderes nacionales, es decir, de fuerzas sociales capaces
de hegemonizar el poder político en el país. En fin, eso explica
dos grandes y reiterados fenómenos políticos de nuestra histo-
ria: por una parte, la persistencia de los “caciquismos” locales
o regionales, aunque sea que nuevos “caciques” sustituyan a los
viejos; por otra, la permanente necesidad de alianzas políticas in-
ter–regionales, sin las cuales parece imposible hasta hoy levantar
ninguna candidatura presidencial viable y peor aún gobernar con
un razonable respaldo político.
Vistas las cosas en esta perspectiva, no debe extrañarnos que
la alianza matrimonial haya estado presente en la política ecuato-
riana desde inicios de la república.
En efecto, ya en el período de la Gran Colombia se forma-
ron las primeras alianzas matrimoniales, que se dieron entre el
poder militar surgido de la independencia y el poder económi-
co-social de la aristocracia terrateniente. Los más claros ejemplos
de ello fueron el matrimonio del general Juan José Flores con
doña Josefina Jijón y Vivanco, la rica heredera de la familia de los
Condes de Casa Jijón, y el matrimonio del mariscal Antonio José

87
de Sucre con doña Mariana Carcelén y Larrea, heredera de los
títulos y bienes de los marquesados de Solanda y de Villarrocha.
Considerando el poder resultante de cada una de esas alian-
zas matrimoniales, era lógico que los titulares de ellas (Sucre y
Flores) fueran los únicos posibles líderes políticos del Distrito
Sur colombiano. También fue lógico que entre ellos surgiera
una natural rivalidad. Y, finalmente, fue lógico que el mayor
beneficiario del asesinato de Sucre fuese Flores, quien así pudo
convertirse en el fundador y primer presidente del Estado del
Ecuador.
A continuación, el clan oligárquico Flores-Jijón –que se había
vuelto ducho en el manejo de la alianza matrimonial como me-
canismo político– promovió nuevos pactos familiares que acre-
centaran su poder. Así, durante el período garciano, los Flores
lograron romper el aislamiento en que los tenía inicialmente
Gabriel García Moreno, casando a Virginia Flores Jijón con Juan
Pablo García Moreno, hermano del gran tirano, y gracias a este
pacto de familia lograron acceder nuevamente a importantes es-
pacios de poder: el general Flores fue designado General en Jefe
del Ejército y un hijo suyo, Antonio, fue nombrado embajador en
Europa y encargado de las negociaciones de la deuda externa.
Otro muy fructífero pacto de los Flores fue el realizado con el
clan costeño de los Caamaños, propietarios del gigantesco fundo
cacaotero Tenguel y otras grandes propiedades agrícolas.3 Esta
alianza se concretó en dos matrimonios paralelos, uno de ellos
el de Reinaldo Flores Jijón –futuro general de la República y lí-
der del bando conservador– y Ana Caamaño y Gómez Cornejo.
Sobre esa ampliada base familiar se levantó el proyecto político
del denominado “Progresismo”, que elevó a la Presidencia de la

3 A comienzos del siglo XIX, la más grande hacienda del Ecuador era el fundo “La
Elvira”, formado por el general Juan José Flores mediante compras, ocupaciones
forzosas de tierras baldías o despojos a comunidades campesinas; sus linderos
iban desde los páramos del Chimborazo hasta la provincia del Guayas. A fines
del siglo, “la más grande y valiosa hacienda del Ecuador” era “Tenguel”; tenía en
producción unos cuatro millones de árboles de cacao y un millón de árboles de
caucho, y cosechaba alrededor de veinte mil quintales anuales de cacao. Así, pues,
esta alianza matrimonial integró a las más poderosas familias terratenientes del
Ecuador.

88
República a dos nuevos miembros de este clan oligárquico: José
María Plácido Caamaño y Gómez Cornejo, hermano de la nue-
ra del general Juan José Flores, y Antonio Flores Jijón, hijo del
mismo General. Como anécdota podemos agregar que Antonio
Flores fue elegido Presidente de la República mientras estaba
en Francia, y por acción directa de su pariente Caamaño, lo que
muestra tanto el enorme poder de esa alianza familiar como el
primitivismo del sistema electoral que existía entonces en nuestro
país, en el que la hegemonía oligárquica y el clientelismo volvían
innecesaria la presencia misma del candidato oficial.
Durante el mismo siglo XIX, otra alianza matrimonial hecha
con miras políticas fue sin duda la de Gabriel García Moreno con
Rosa Ascásubi y Matheu, que vinculó a la poderosa familia ca-
caotera guayaquileña de los García Gómez con el afamado linaje
quiteño de los Ascásubi, de poderosos terratenientes y héroes de
la independencia. Ello permitió que García Moreno tuviera el só-
lido respaldo de la Iglesia y de las oligarquías regionales de Quito
y Guayaquil en la guerra civil de 1859-60, y que pudiera levantar
casi sin contrapeso un formidable sistema de poder, que presidió
durante quince años.
Más moderna pero no menos eficiente fue la alianza matri-
monial entre el general Leonidas Plaza Gutiérrez y doña Avelina
Lasso, que vinculó al poder militar surgido de la revolución libe-
ral con la clase terrateniente serrana, y que permitió el acceso al
poder del mismo general Plaza y, tiempo después, de su hijo Galo
Plaza Lasso, así como la candidatura de otro de sus hijos, José
María, a la Vicepresidencia de la República.
Siguiendo los usos socio-políticos de la familia, un hijo de
José María Plaza, el actual diputado Leonidas Plaza Sommers,
intentaría en los años ochentas establecer una alianza matrimonial
con el poderoso clan guayaquileño de los Febres Cordero, me-
diante su matrimonio con Liliana Febres–Cordero Cordovez, hija
del ex–presidente León Febres Cordero Rivadeneira. Mas  esta
unión se rompió al poco tiempo, cuando Plaza fue acusado por su
suegro de haberle perjudicado, lo que precipitó el rompimiento de
la pareja y la frustración de este nuevo ensayo de alianza matri-
monial inter-oligárquica.

89
Otra familia que se ha destacado por la práctica regular de
alianzas familiares inter–regionales es la de los Cordovez.
Llegados al Ecuador desde Colombia a comienzos del siglo pa-
sado, los Cordovez entablaron negocios con el general Juan José
Flores, entonces gobernante del país, a quien adquirieron parte
del fundo “La Elvira”. Asentados originalmente en Riobamba,
vencieron la dura resistencia que les hizo la oligarquía local, me-
diante alianzas matrimoniales con los principales clanes fami-
liares riobambeños, siendo quizá la más importante la realizada
con los Chiribogas. Se extendieron posteriormente a Guayaquil y
establecieron alianzas matrimoniales con poderosas familias te-
rratenientes de la región costera, tales como los Durán-Ballenes y
los Febres-Corderos (que a su vez emparentaron entre sí). Un re-
sultado visible de esa política de alianzas ha sido la promoción de
los Cordoveces a los más altos niveles del poder político y econó-
mico. Fausto Cordovez Chiriboga ocupó reiteradamente carteras
ministeriales en la segunda mitad de este siglo, del mismo modo
que sus parientes Domingo Cordovez, Ministro de Finanzas con
el presidente Febres Cordero (casado, a su vez, con Eugenia
Cordovez), y Diego Cordovez, Ministro de Relaciones Exteriores
con el presidente Borja. En la culminación de ese ascenso polí-
tico familiar, Sixto Durán-Ballén Cordovez fue Presidente de la
República en el período 1992–1996.

De la “alianza familiar” a la “argolla”

Pero una alianza matrimonial no solo tenía consecuencias direc-


tas e inmediatas para las familias implicadas en la misma, sino
que contribuía a crear un “entorno endogámico” o amplio marco
socio–familiar, en el que se producían nuevos matrimonios que
consolidaban, ampliaban y dinamizaban esa alianza entre clanes
oligárquicos. En el caso de la citada alianza familiar entre los
Flores Jijón y los Caamaños, tuvieron lugar posteriormente otros
matrimonios cruzados, uno de los cuales fue el de Manuel Jijón
Larrea con su prima Dolores Caamaño y Almada; un hijo de esta
pareja fue el hombre de ciencia Jacinto Jijón y Caamaño, futuro

90
líder del Partido Conservador, quien casó por su parte con su pri-
ma María Luisa Flores Caamaño, engendrando a Manuel Jijón–
Caamaño y Flores, en cuya filiación se repiten varias veces los
apellidos Jijón, Flores y Caamaño; cabe precisar que este último
fue también director del Partido Conservador.
Más tarde esta alianza inter-oligárquica se enriqueció con el in-
greso de nuevos clanes asociados, mediante el matrimonio de las
hijas y nietas del general Juan José Flores con ricos empresarios y
comerciantes de Guayaquil y Quito. Así, un aporte clave para ella
fue la integración del clan de los Stagg, ricos comerciantes guaya-
quileños, cuyo padre, Leonardo Stagg, contrajo nupcias con Amalia
Flores Jijón. A su hora, un hijo de este matrimonio, Leonardo Stagg
Flores, casó en primeras nupcias con Francisca Caamaño, hermana
de José María Plácido, y en segundas nupcias con otra Francisca
Caamaño, prima hermana del mismo. Entre tanto, otro hijo de la
pareja, Enrique Stagg Flores, casó con Elena Obarrio, hija del rico
comerciante guayaquileño Gabriel Obarrio. También fue importan-
te para la alianza el matrimonio de Matilde Flores, nieta del fun-
dador del Estado ecuatoriano, con Vicente González Baso, hijo del
rico empresario conservador Aníbal González.
En el plano antropológico y sociológico, nada tendría de
particular una serie de matrimonios entre familias influyentes,
si no fuera porque estas prácticas llevan regularmente a la cons-
titución de amplias y poderosas redes sociales, cuya influencia
se vuelve incontrastable en la vida social y política. Vinculando
y sumando los poderes particulares de sus miembros, esas redes
pasan a controlar progresivamente todos los recursos y proce-
sos económicos fundamentales, todos los espacios significati-
vos de la vida social y todos los mecanismos claves de la acción
política, hasta convertirse en una fuerza irrefrenable, de cuyo
arbitrio pasan a depender los negocios públicos y privados más
importantes.
Eso fue precisamente lo que ocurrió en el Ecuador hacia las
últimas décadas del siglo XIX, cuando las prácticas endogámi-
cas de las oligarquías regionales, unidas al sistema de alianzas
matrimoniales inter–regionales, terminaron por tejer una inmensa
telaraña oligárquica sobre la vida nacional. Un inteligente viajero

91
francés que llegó al Ecuador en 1880, Carlos Wiener, detectó este
fenómeno a poco de llegar a Guayaquil, lo que lo llevó a consig-
nar en sus memorias de viaje la observación de que en la alta so-
ciedad porteña “los vínculos de parentesco ... unen a la mayoría
de las familias como las mallas de una sola red”.4
En el plano político, la acción de esta red oligárquica produ-
jo como uno de sus primeros resultados la conformación de “La
Argolla”, entidad de triste recordación, a través de la cual sus cla-
nes dirigentes manejaron a su antojo el gobierno del país durante
un largo período y cometieron innumerables tropelías contra los
intereses nacionales.
Por suerte para el país, el poder de “La Argolla” no alcan-
zó a ser absoluto, precisamente por el carácter limitado y exclu-
yente de su red social, que había dejado fuera de su círculo de
poder a otros importantes clanes oligárquicos costeños y serra-
nos. Obviamente, tal circunstancia produjo la animadversión y
enemistad de los clanes marginados, tanto más cuanto que estos
habían rivalizado con aquellos desde décadas antes, cuando unos
y otros compartieran tareas de poder bajo el liderazgo supremo de
Gabriel García Moreno.
El liderazgo de la oposición política a “La Argolla” fue asu-
mido por un clan oligárquico rival, el de los Ponce quiteños, que
a su fuerza de poderosos terratenientes unían la aureola aristo-
crática de ser descendientes de conquistadores españoles y en-
comenderos coloniales. Si bien el lider político de este clan era
Camilo Ponce y Ortiz, le correspondió a uno de sus miembros
más jóvenes y capaces, el doctor Nicolás Clemente Ponce, la ta-
rea de hacer la disección moral y política de “La Argolla”, siendo
precisamente él quien la bautizó con tan significativo nombre, en
una publicación que hiciera el 18 de julio de 1892.
Utilizando un método de inspiración socrática, Ponce formu-
ló a través de su folleto una serie de setenta preguntas, destina-
das expresamente a establecer la existencia de “La Argolla”, su
presencia dominante en el manejo del Estado ecuatoriano y su
4 Carlos Wiener, “Un francés en Guayaquil”, en: “El Ecuador visto por los
extranjeros”, estudio y selecciones de Humberto Toscano, Biblioteca Ecuatoriana
Mínima, Ed. Cajica, México, 1960, p. 463.

92
dolosa intervención en el contrato ferrocarrilero que el gobierno
del Ecuador negociaba por entonces con la compañía europea del
Conde d’ Oksza. De este modo, sin formular afirmaciones sino
preguntas precisas y concatenadas, Ponce estableció todos los
vínculos de parentesco existentes entre las familias que por en-
tonces participaban en el gobierno del país (Flores Jijón, Stagg,
Caamaño, Obarrio, González), vinculadas mediante una serie de
calculadas alianzas matrimoniales. En la misma forma, denunció
a la opinión pública las formas de corrupción oficial que el clan
Flores Jijón había ejercitado desde la época de García Moreno,
especialmente en la negociación de la deuda externa, habiendo
merecido por ello la censura y sanción del gran dictador, conoci-
do por su espíritu incorruptible.
Pero quizá el aspecto más estremecedor de su denuncia fue
el análisis de la serie de atracos cometidos contra el erario nacio-
nal por las familias de “La Argolla” luego de la época garciana:
manejo irregular de las Aduanas en el gobierno de Veintemilla;
encubrimiento del dinero usurpado por Veintemilla al Banco del
Ecuador; empréstito doloso de los señores Stagg y Caamaño al
gobierno del Ecuador, durante el gobierno de su familiar José
María Plácido Caamaño; negocios turbios con la Compañía del
Ferrocarril del Sur y despojo a su propietario Marco J. Kelly;
operaciones dolosas de la Compañía de Ferrocarril y Obras
Públicas de Guayaquil; tratativas malintencionadas y reiteradas
en las negociaciones de la deuda inglesa y los proyectos ferro-
carrileros, a través de testaferros extranjeros; robo de materiales
de la imprenta nacional para montar un periódico privado de la
gran familia; desacato del presidente Antonio Flores a las reso-
luciones del Consejo de Estado, con miras a favorecer a sus so-
cios extranjeros, y acusaciones infundadas contra este órgano de
control; enriquecimiento ilícito de las familias gobernantes, etc.
Cabe agregar que la publicación de N. Clemente Ponce vino
a reforzar ciertas denuncias hechas previamente contra el go-
bierno de Antonio Flores Jijón por el tío del denunciante, el Dr.
Camilo Ponce y Ortiz, ex ministro y ex consejero de Estado,
en el folleto titulado “El Contrato d’ Oksza ante el Consejo de
Estado”.

93
Respondió a las denuncias de los Ponces el ex presidente
Antonio Flores Jijón, que acababa de dejar el mando, mediante
un folleto titulado “Nuevo reto a mis calumniadores”, publicado
en agosto de 1892, en el que buscaba vindicarse de las acusacio-
nes de corrupción hechas en su contra. Ello dio lugar a que N.
Clemente Ponce le endilgara nuevas y más contundentes acusa-
ciones en su libro La Argolla y el ‘Nuevo Reto’ del Dr. Antonio
Flores, en el que precisó:
“LA ARGOLLA no se propuso examinar la conducta del Dr.
Flores respecto a la deuda. Fue su intento averiguar si todos los
famosos contratos celebrados durante las dos últimas adminis-
traciones, la del Sr. Caamaño y la del Sr. Flores, con gran menos-
cabo de los intereses nacionales y sumo provecho de los nego-
ciantes, han sido, en verdad, ajustados entre hermanos, entre tíos
y sobrinos; más claro, si han sido negocios de la familia dentro
de cuyo círculo se han efectuado, obrando unos de sus miembros
en representación del Estado que presidían y otros en gerencia de
las operaciones de ella... Fue su intento suministrar a la Nación
de manera sencilla, precisa y determinada, sin rodeos, sin co-
mentarios, sin declamaciones, los datos que ha menester para
conocer su situación y darse cuenta de ella; acabar por fin de
convencerse ... si el fin de los gobiernos es la felicidad común o
el exclusivo aprovechamiento del círculo imperante, si el Tesoro
público es para satisfacción de las públicas necesidades o está
destinado a pasar, por mano de quienes lo administran, de las
cajas fiscales a las férreas de la familia excelentísima”.
¿Qué había sucedido? ¿Cómo se había llegado al caso de que
prominentes miembros de la oligarquía ecuatoriana denunciaran
públicamente los atracos y negociados, viejos y nuevos, de otras
familias oligárquicas del país?
Todo parece demostrar que, además de las razones sociales
antes expuestas, había estallado por entonces un grave conflicto
en el seno del sector conservador, entre dos bandos que se dispu-
taban el control del sistema político creado por el garcianismo;
de ahí las reiteradas apelaciones de unos y otros a la memoria de
Gabriel García Moreno, señalado como ejemplo político y moral
a seguir por los gobernantes.

94
Frente al poderoso bando de “La Argolla” presidido por los
clanes Flores-Jijón y Caamaño, que había gobernado sin contra-
peso durante ocho años y seguía en el poder por medio de uno
de sus aliados, el honorable político cuencano Luis Cordero, es
evidente que se empezaba a constituir un nuevo bando político de
la oligárquía, tras el liderazgo de la poderosa familia quiteña de
los Ponces.
No hay duda de que también existía un ingrediente ético fun-
damental en todo este conflicto político, pues quedó demostrado
que el clan de los Ponces se había opuesto por todos los medios a
los negociados del bando rival y que tuvo el valor de denunciarlos
al país, en nombre de principios de estricta moral pública. Pero
no es menos cierto que entre estos dos bandos se había trabado
desde tiempo atrás una disputa por el control político del país, en
la que los Ponces representaban a un conservadorismo a ultranza,
identificado más con el estilo político de García Moreno, mien-
tras que los Jijones propugnaban un conservadorismo remozado,
al que también se conocía en el país como “liberalismo católico
o progresismo”.
Las denuncias de los Ponces estremecieron a la opinión públi-
ca nacional y dieron razón a los opositores radicales del gobier-
no, que, con Eloy Alfaro a la cabeza, habían venido denunciando
desde tiempo atrás la corrupción imperante en el régimen oligár-
quico. Por eso, cuando el ex presidente Caamaño consumó un
nuevo y más grave negociado, al efectuar la denominada “venta
de la bandera”, quedaron sentadas las bases para el estallido de
la generalizada revuelta popular de fines de 1894 y comienzos de
1895, situación que las grandes familias del bando oligárquico
“no contaminado” (Ponce, Sáenz, Dávalos, Gallegos, Arízaga,
Borrero, Morla, Aspiazu, Seminario, Monroy, Noboa, Durán-
Ballén, Robles, Urbina, Carbo, García, Baquerizo) trataron de
canalizar en su beneficio político, mediante varias posibles fór-
mulas de recambio: Asamblea Constituyente, elecciones anticipa-
das o encargo del poder a uno de los jefes del clan guayaquileño
de los Morlas, aliados de los Ponces. Así se explica que en las
conversaciones previas al estallido de la Revolución Liberal, que
se dieron en Guayaquil entre los líderes del bando oligárquico

95
opositor, hayan participado activamente Camilo Ponce y Ortiz y
Rafael María Arízaga, en calidad de representantes de la oposi-
ción quiteña y cuencana, respectivamente.
Por suerte para el país, el pueblo impuso entonces una salida
revolucionaria, al proclamar el 3 y 4 de junio de 1895 la jefatu-
ra suprema del “Viejo Luchador” e iniciar la gesta histórica de
“La Alfarada”, aunque ello no pudo evitar que algunas de esas
familias lograsen incrustarse en el naciente gobierno revoluciona-
rio, ni que Alfaro, al llegar a Guayaquil, se hallase con un equipo
de colaboradores impuesto por el Gran Cacao. Esto explica, en
parte, los conflictos internos que sufrió el bloque revolucionario
una vez alcanzado el poder, que se expresaron en una creciente
animosidad entre radicales y liberales durante los gobiernos de
Alfaro y Plaza. Explica también la solapada persecución efec-
tuada por el presidente Lizardo García contra el general Alfaro,
que trajo como consecuencia la triunfante insurrección alfarista
de 1906. Y explica finalmente la concertada acción de todas las
oligarquías regionales en la guerra civil de 1911-12 y en el conse-
cuente asesinato de Alfaro y sus tenientes, que puso fin al ciclo de
liberalismo revolucionario.

(Artículo inédito,
escrito el 26 de febrero de 2005)

96
El despojo agrario

C
ada vez que se pone en marcha un proyecto de Refor-
ma Agraria, la oligarquía y sus voceros se inflaman
de furia. Y no es para menos. Unas pocas familias de
la oligarquía, que constituyen el 2 por ciento de la población,
son dueñas de la mitad de las tierras laborables del país. En el
otro extremo están los campesinos, que son el 64 por ciento de
los propietarios, pero apenas poseen el 6 por ciento de las tierras
agrícolas.
Tan escandaloso acaparamiento de tierras es el resultado de
quinientos años de despojo sistemático a los campesinos indíge-
nas y mestizos, y también del apoderamiento ilegal de tierras del
Estado, otrora llamadas “baldías”, por parte de los terratenientes.
Este proceso de despojo y apoderamiento de tierras está en
el centro de la historia ecuatoriana y es uno de los ejes que per-
miten estudiarla. Comenzó cuando los conquistadores españoles,
y sus descendientes, despojaron progresivamente a los indios de
las tierras bajas de los valles en donde vivían y los empujaron a
vivir en las laderas. Hubo casos en que, para facilitar ese despojo,
los conquistadores se casaron con princesas indígenas e hijas de
caciques. Pero ese apoderamiento asustó a los reyes de España,
que dictaron leyes para refrenarlo y garantizar la propiedad de las
comunidades indígenas.
A comienzos del siglo XVIII, en la Costa había un limitado
número de familias propietarias de fundos, cuyas tierras se ubi-
caban en las proximidades de los pueblos o en las vegas fluviales
próximas a ellos. Su producción estaba dedicada fundamental-
mente al consumo local e incluía alimentos tales como plátanos,
frutas tropicales, arroz, caña de azúcar, maíz, café, yucas, camo-
tes, maní, ajonjolí, aves de corral, ganado vacuno y porcino; pero
registraba también algunos productos destinados principalmente

97
a la venta a otras regiones: tabaco, algodón, índigo, pita y cabuya.
Un renglón importante fue, ya desde el siglo XVI, la extracción
de maderas para construcción civil o naval, destinadas al uso lo-
cal o a la exportación al Perú.
La falta de mano de obra y de incentivos para la agricultura
mantuvieron estancada la producción regional prácticamente hasta
comienzos del cuarto final del siglo XVIII, cuando una conjunción
de factores políticos y económicos estimularía la producción agrí-
cola y la migración de mano de obra serrana hacia la Costa, dando
lugar a una rápida expansión de la frontera agrícola en la cuenca
baja del Guayas, a partir de las vegas de los ríos navegables.
Uno de esos factores fue indudablemente la aplicación de las
reformas borbónicas en el hasta entonces aislado y marginal país
quiteño, siendo su principal artífice el Visitador José García de
León y Pizarro (1778-1784), que contó para ello con la eficaz
colaboración de un grupo de activos y duros funcionarios colo-
niales, entre los que sobresalía su hermano Ramón, designado por
la Corona Gobernador de Guayaquil.
Esas reformas apuntaban a convertir a Hispanoamérica en
proveedora de materias primas para una planeada industrializa-
ción de la Metrópoli, que, a su vez, debía proveer a sus colonias
de los bienes elaborados que éstas necesitasen. Fue en este marco
que el visitador Pizarro dispuso la creación de los reales estancos
de aguardiente y tabaco, para sostener los cuales buscó estimular
los correspondientes cultivos agrícolas en la provincia de Gua-
yaquil. “Inicialmente se ordenó que las únicas zonas en que se
permitía el cultivo del tabaco eran las orillas de los ríos Daule y
Balzar”.1 Y la principal medida de estímulo fue precisamente la
asignación de tierras vírgenes a los pobladores locales o migran-
tes “que se presenciaren, no permitiendo les lleven cosa alguna
de arrendamiento por ahora, por contemplarse ser tierras bal-
días y realengas”.2

1 Cit. por María Luisa Laviana, “Guayaquil en el siglo XVIII”, Escuela de Estudios
Hispanoamericanos, Sevilla, 1987, p. 119.
2 José García de León y Pizarro, “Instrucción y ordenanza que se ha de observar en
el cultivo de tabacos... Guayaquil, 1 de abril de 1778; AGI, Quito, L. 239. Cit. por
Laviana en id.

98
Esta medida permitió el poblamiento e incorporación pro-
ductiva de zonas antes olvidadas del interior provincial, pero
también desató una fiebre de apropiación de tierras, en la que
llevaron la iniciativa los antiguos hacendados y las autoridades
políticas de la región, que buscaron apoderarse de grandes exten-
siones de tierras baldías e inclusive de tierras ya cultivadas por
pequeños campesinos, a los que despojaban de sus posesiones
por medio de la violencia o por vía de compra de sus huertas.
Surgió, así, el mecanismo de apropiación llamado “redención
de cultivos”, que duraría hasta el último cuarto del siglo XX, y
por el cual los hacendados costeños compraban (“redimían”) los
cultivos hechos por los pequeños campesinos en tierras baldías
más o menos próximas a su propiedad, tierras que luego mostra-
ban como su legítima posesión y sobre las que pedían título de
propiedad, mediante “composición” (pago al Rey), en la Colo-
nia, o a través de juicio posesorio, en la República. Es más, la
“redención” de cultivos algo lejanos a las haciendas implicaba
necesariamente la apropiación de todo el territorio intermedio
por parte de los hacendados, que de esta manera iban constitu-
yendo enormes latifundios a costa de las tierras estatales y del
trabajo de los pequeños campesinos sin tierras.
Gracias al empleo de esos métodos u otros similares, hacia
1780-1790 figuraban entre los mayores latifundistas y planta-
dores de cacao las siguientes autoridades o sus familiares: el
capitán José Julián del Campo, abanderado del Batallón de Mi-
licias Disciplinadas, con 50 mil árboles; el capitán Francisco de
Garaicoa, Procurador del Cabildo y Capitán de Maestranza, en
1777, y además Administrador de la Renta de Tabacos desde
1778, con 50 mil árboles; el Alguacil Mayor don José Gorostiza
y su hermano Silvestre, con 92.310 árboles; don Francisco Tre-
jo, Procurador del Cabildo de Guayaquil en 1775, con 10 mil ár-
boles; don Josef Avilés, padre de dos oficiales de milicias (Fco.
Xavier y Sebastián), con 5 mil árboles; el Teniente Coronel de
Milicias y Alcalde Ordinario de Guayaquil don Ignacio Noboa;
el Alférez Real y Capitán don Joaquín Pareja; el Asesor del Ca-
bildo don Domingo Espantoso, y el Capitán de Milicias Juan
Antonio Rocafuerte, cuñado del coronel Jacinto Bejarano, jefe

99
del Regimiento de Milicias Disciplinadas de Guayaquil en 1790.
Por otra parte, al producirse la constitución de grandes lati-
fundios en la región interior guayaquileña, se produjo también la
ocupación “de facto” de grandes extensiones de tierras indígenas,
que formalmente eran de propiedad real, ocupación que se produ-
jo pese a que la Corona había declarado la ilegitimidad de ese tipo
de posesión por Reales Cédulas del 15 de octubre de 1754. Inclu-
sive hay pruebas de que ciertas autoridades vinculadas al sector
terrateniente idearon una forma para despojar “legalmente” de
sus tierras a los indios de la costa húmeda; consistió en revivir la
antigua práctica colonial de “reducciones”, para recoger en pue-
blos a los indios que vivían en las vegas fértiles de los ríos, con
lo cual, al paso que se les despojaba de sus tierras, se los podía
controlar más eficazmente y explotar como mano de obra barata.
Ese fue el caso de los indios que vivían a orillas del río Babahoyo
“desde Samborondón de abajo hasta el de arriba y la boca de
Baba”, respecto de quienes el Procurador del Cabildo de Guaya-
quil, Francisco Trejo, propuso en 1775 que fueran “obligados a
reducirse al pueblo, donde sean civilizados.”3
Cabe aclarar que quien planteó originalmente la práctica de
las “reducciones” para controlar a la población india, negra y
mestiza de la zona fue el ingeniero y funcionario colonial Fran-
cisco Requena, que en su “Descripción...” de 1774 precisó que
en el área interior guayaquileña había “17 pueblos de indios y
diferentes haciendas y casas extendidas por las campañas y a las
orillas de los ríos, que se pudiera con ellas formar otras muchas
poblaciones.”4 Consecuentemente, recomendó el establecimiento
de pueblos, con jueces civiles y curas, en varios sectores de la pro-
vincia (Samborondón, Las Ventanas, Ojiva, Puebloviejo) donde
habitaban “muchos delincuentes, los más por raptos y muertes,
los esclavos cimarrones que quieren ser libres a costa de abando-
nar la religión y vivir en despoblado, y los indios que no quieren
3 “Expediente de creación del pueblo de Samborondón, 1775–1776.” Archivo
Histórico Nacional de Colombia, Miscelánea, tomo 22, folios 6–12, citas folios 6
y 9v. Citado por Laviana, “Guayaquil...”, p. 19.
4 Francisco Requena y Herrera, “Descripción histórica y geográfica de la Provincia de
Guayaquil, en el Virreinato de Santa Fe”, (1774)., en Ponce Leiva, “Relaciones...” ,
p. 510.

100
pagar tributo, no sólo de esta provincia, sino también de la de
Quito y Río de las Esmeraldas.”5 La idea, retomada hábilmente
por Trejo y otros nuevos terratenientes, terminó por crear efecti-
vamente esas reducciones y despojar a los indios de sus tierras de
cultivo, aunque esto último no había sido propuesto por Requena,
quien más bien planteaba la necesidad de entregar tierras a los
indios en las orillas de los ríos, para asentarlos en la zona.
En resumen, a consecuencia de esas prácticas de “reducción”
y otros métodos usados para despojarlos de sus tierras, la pobla-
ción indígena del área, integrada fundamentalmente por indios
tsáchilas o “colorados”, fue ahuyentada de su hábitat original y
progresivamente desplazada hacia las zonas interiores de la cuen-
ca del Guayas, en dirección a los declives de la Cordillera Occi-
dental. Cuando Requena visitó el área de Palenque, en la década
de los setentas, halló que los indios que vivían “más retirados en
este partido, por las cabeceras de su río”, acudían al pueblo del
Pasaje, pero que “los indios colorados (ubicados) entre los cura-
tos de Palenque y Sichos (Sigchos), que hay cerca de 25 leguas,
carecen como si no estuvieran conquistados de los socorros que
necesitan para conservarse reducidos a nuestra santa fe, disper-
sos por las montañas y abandonados a la infidelidad...”6
Esa fuga masiva de los indios de la costa húmeda hacia los
bosques más profundos nos plantea, a su vez, un interrogante:
¿con qué mano de obra se efectuó en la Costa guayaquileña ese
formidable proceso de ampliación de la frontera agrícola, consti-
tución del latifundio y desarrollo de la economía de plantación?
La verdad es que la población de la región comenzó a tener un
rápido incremento en el tercio final del siglo XVIII, a consecuen-
cia de una lenta pero sostenida recuperación demográfica de la
población costeña y la llegada de mano de obra proveniente de la
Sierra central, donde la crisis obrajera había producido una fuerte
desocupación de trabajadores indígenas, quienes, bajo la presión
del tributo, migraban a las tierras calientes del litoral en busca de
fuentes de trabajo. Finalmente, hubo en el período una migración
complementaria proveniente del Norte del Perú. Ese crecimiento
5 Ibíd., p. 535.
6 Requena, id., p. 555.

101
vegetativo de la población local mestiza y blanca, unido a esos
flujos migratorios descritos, produjo un incremento sustantivo de
la mano de obra y facilitó la ampliación de la frontera agrícola
regional y la constitución del latifundio en el litoral.
En cuanto a este último fenómeno, un ejemplo característico
resulta ser la formación original de la gran hacienda Tenguel (que
en el futuro se convertiría en un símbolo del poder terrateniente
costeño) por parte de don Vicente Severo del Castillo, regidor
del cabildo de Guayaquil, y de su entenado Silvestre Gorostiza,
amigo y protegido del gobernador Pizarro y de su hermano, el
Presidente de Quito. Abusando de su influencia política y social,
éstos procedieron a apoderarse de una gran extensión de tierras
realengas hacia 1780, con el ánimo de dedicarlas a la plantación
de cacao. En su afán de enriquecimiento ilícito, el regidor Del
Castillo ni siquiera trepidó en apoderarse de tierras de propiedad
del cabildo, por lo que entró en pleito judicial con el cuerpo cole-
giado del que formaba parte.
Siete años más tarde, en su calidad de Teniente de Goberna-
dor del distrito de Balao y Tenguel, Gorostiza informaba al gober-
nador de Guayaquil, Ramón García de León y Pizarro, sobre los
cultivos de cacao existentes en su jurisdicción, diciendo: “Don
Josef Briceño tiene sembrados 6.000 árboles. He sembrado y es-
toy cultivando 32.310. He cultivado, y descubierto dentro de mis
propios linderos, en tres huertos, 60.000 árboles”.7 Precisamen-
te la mención que hacía el autor de haber “descubierto dentro de
sus linderos” varios huertos de cacao, parece revelar el despojo
violento que él había hecho a los posesionarios y sembradores
originales de aquellas tierras.
Obviamente, esas formas de despojo y ocupación violenta
de las tierras cultivables de la región no hubiesen podido pros-
perar de no contar con la tácita complicidad de las mismas au-
toridades coloniales, tales como el gobernador Ramón Pizarro,
que desde años atrás fingía ignorar lo que estaba ocurriendo
en los campos de la provincia y más bien abogaba ante sus
superiores por una fácil y rápida “composición de tierras” a

7 Informe de Gorostiza a Pizarro, el 10 de diciembre de 1787. AGI, Quito, L. 329.

102
favor de los ocupantes ilegales, como un medio de impulsar la
producción y afianzar las reformas implantadas en la Audiencia
de Quito por su hermano, el visitador Pizarro. En un informe al
virrey, Ramón Pizarro decía estar preocupado por el “despojo
de tierras que unos desmontan y otros laboran por denuncia de
ser realengas”;8 sin embargo, pese a reconocer que de ello re-
sultaban “gravísimos prejuicios a aquellos naturales”, proponía
como remedio “que se les obligue (a los ocupantes ilegales) a
dar por una vez tres mil pesos y se les confirme en la posesión
que tenga cada uno y se repartan las restantes (tierras indíge-
nas).”9 Desde luego, no resulta extraña esa conducta colusoria
del gobernador Pizarro con estos usurpadores de tierras, si se
considera que entre sus fiadores para ocupar el cargo que os-
tentaba figuraron precisamente algunos de los “nuevos terrate-
nientes” guayaquileños, que habían constituido latifundios me-
diante el despojo a indios y pequeños plantadores de la zona: el
capitán don Juan Antonio Rocafuerte y Antolí y don Silvestre
Gorostiza y Villamar.
Para completar el ejemplo, precisemos que Gorostiza, buscan-
do pagar menos por la correspondiente composición, declaró que
las tierras que ocupaba en Tenguel eran “manglares, pantanos,
tembladeras y lomas”, cuando en realidad se trataba de “feraces
tierras planas, que ya están llenas de cacahuales”, al tenor de la
denuncia elevada a las autoridades por don Nicolás Gómez Cor-
nejo, otro propietario de la región.10
Tal proceso de apoderamiento de las tierras llamadas baldías
se aceleró cuando los terratenientes criollos, nietos de los con-
quistadores, fundaron una república hecha a su medida y se lan-
zaron al despojo de las tierras que aún quedaban en manos de
las comunidades indígenas. Así, de la noche a la mañana, sur-
gieron gigantescas haciendas, formadas mediante el despojo y
la violencia. Una de ellas fue el latifundio “La Elvira”, de pro-
piedad del general Juan José Flores, que iba desde los páramos

8 El Gobernador Pizarro al Virrey de Santa Fe. Guayaquil, 18 de septiembre de


1780. AGI, Quito, L. 378-A.
9 Ibíd..
10 Denuncia de Nicolás Gómez Cornejo; AGI, Quito, L. 263.

103
del Chimborazo hasta la actual provincia de Los Ríos. Otra fue
“Tenguel”, la hacienda de los Caamaño, que ocupaba gran parte
de la cuenca del Guayas.
Ese proceso de acumulación se reflejó también en la políti-
ca. Flores fue el primer Presidente del Ecuador, en 1830, y el
tuerto Caamaño lo fue en 1884, siendo sucedido en el cargo por
el hijo de Flores, en 1888. Los Flores mandaban en Quito y los
Caamaños en Guayaquil. Pero ambas familias, los Flores y los
Caamaños, estaban vinculadas por varios matrimonios entre sus
hijos, con lo cual esa alianza familiar mandaba en todo el país, en
asocio con otras familias terratenientes. Y siguieron mandando
hasta 1895, cuando Eloy Alfaro y sus montoneros irrumpieron en
la vida nacional y rompieron esa argolla oligárquica.
En el ámbito de la propiedad agraria, la República resultó to-
davía más injusta que la Colonia. Despojados de sus tierras, in-
dios y mestizos fueron sometidos al peonazgo y al “concertaje”,
mientras el país se llenaba de haciendas y la Iglesia se convertía
en el primer terrateniente del Ecuador.

El Concertaje

No podría entenderse la existencia y desarrollo del sistema


latifundista sin comprender los mecanismos de obtención y fi-
jación de la mano de obra. Y entre ellos destaca el “concertaje”,
que fue quizá el método de vinculación laboral más extendido
en el campo ecuatoriano hasta mediados del siglo XX. Surgió a
fines del siglo XVIII, cuando la Corona española dispuso que,
en sustitución de la mita, los trabajadores indígenas pudieran
“concertar” libremente su trabajo con quien quisiese contratar-
los. Pero esa apertura al trabajo libre fue convertida por los ha-
cendados en una nueva forma de sojuzgamiento personal de los
trabajadores.
Indios o mestizos analfabetos eran “concertados” verbal-
mente por los amos y pasaban a integrarse al sistema hacienda
en condición de semi–esclavitud. Otras veces, los hacendados
iban a las cárceles, pagaban las multas de quienes estaban de-

104
tenidos por deudas, peleas o “vagancia”, y se los llevaban a
la hacienda, convertidos ya en deudores de la misma. Allá los
esperaba un sistema perfectamente aceitado de endeudamiento,
donde el pobre trabajador debía recurrir frecuentemente, para
sustentarse, a adelantos de pago en dinero o especie (“supli-
dos” o “socorros”), que eran anotados en el famoso “Libro de
cuentas” de la hacienda. En él también se anotaban sus jornales
ganados: tanto por día entero trabajado, tanto por medio día. Si
llovía por la tarde, se le pagaba solo medio día. Si lo mandaban
a un viaje, no se le pagaba jornal. Los domingos no se contabi-
lizaban, porque eran días de misa y descanso. En cambio, se le
contabilizaban todos los pagos y adelantos hechos, así como las
“faltas” del trabajador: “estuvo enfermo”, “estuvo borracho”,
”hizo rodar una vaca”, ”se robó una gallina”.
Como si ello no bastara, ese endeudamiento era enriquecido
por la labor eclesiástica, que convertía a los peones, por un día al
año, en felices “priostes” de alguna fiesta religiosa, para lo cual
debían pagar estipendios al cura y dar de comer y beber a los
asistentes. Todo ello se financiaba con suplidos, que engordaban
la deuda del pobre concierto, quien finalmente gastaba más de
lo que ganaba y quedaba enredado para siempre en la maraña de
las cuentas de la hacienda, esclavizado y sin fuga posible. Si, de
todos modos, intentaba fugar, se montaba de inmediato una per-
secución para capturarlo y el costo de ella se cargaba a su infeliz
rubro de deudas. Y además era sometido al cepo, donde permane-
cía atado de pies y cabeza por varios días.
He visto esos “Libros de cuentas”, verdaderos monumentos
a la infamia y a la estulticia. También los vio el gran pensador
liberal Abelardo Moncayo, autor de un formidable estudio de de-
nuncia titulado “El concertaje de indios”.11 Y hace unas pocas
décadas los vio el científico alemán Udo Oberem, que redactó un
revelador estudio sobre el tema, mostrando todos los matices de
esa bárbara institución oligárquica.12

11 Moncayo, Abelardo: “El concertaje de indios”, en Pensamiento agrario ecuatoriano.


Quito, BCE-CEN, 1986.
12 Oberem, Udo: “Conciertos y huasipungueros en Ecuador”, Sarance, Nº 6, Instituto
Otavaleño de Antropología, 1978.

105
Pero el concertaje no existía solo en la Sierra, sino también
en la Costa, aunque en algunas grandes propiedades del litoral se
disfrazaba de salario pagado en moneda. En este último caso, el
trabajador llegaba a la hacienda atraído por el pago en moneda
metálica, que le era cancelado diariamente, por día o medio día de
trabajo. Solo después descubría que esa moneda no era la del país,
sino una propia del hacendado, que solo servía para comprar en
las “tiendas de raya” de la misma hacienda, donde las cosas va-
lían más. Si intentaba fugar, descubría que las monedas ahorradas
no las recibía nadie fuera de la propiedad. Y si se rebelaba iba a
parar al cepo o, peor aún, a la “lagartera”, una poza con lagartos
hecha para eliminar a los peones insurrectos.

Del “Progresismo” a la Revolución Alfarista

Lo expuesto explica que la lucha contra el concertaje fuera una de


las motivaciones de la Revolución Liberal y de su grito de “Tierra
y libertad”. Como es conocido, esa revolución se inició en el agro
costeño, en forma de montoneras, en la segunda mitad del siglo
XIX. Y surgió precisamente porque los pequeños propietarios mon-
tubios buscaban resistir la expansión territorial de las haciendas del
“Gran Cacao”, que se adueñaron primero de las vegas de los ríos y
luego fueron avanzando tierra adentro, mediante los ya conocidos
mecanismos de “redención de sembríos” y “cercas que caminan”.
El primero consistía en comprar a los campesinos los árboles
de cacao que ellos habían sembrado en tierras de desmonte y que
se hallaban a punto de producir, con lo cual el comprador de los
árboles se quedaba con la tierra en que estos se hallaban asenta-
dos. Así, comprando una arboleda de cacao por acá y otra por allá,
los grandes hacendados terminaban adueñándose de las tierras de
toda una región, bajo la tolerancia cómplice de las autoridades. Y
esas compras se complementaban con el progresivo “caminar” de
las cercas que linderaban las haciendas, que hoy estaban en esta
loma y al año siguiente en la loma de más allá.
Esos mecanismos de despojo fueron parte fundamental de la
expansión cacaotera, que trajo el segundo auge de este producto

106
en el tercio final del siglo XIX. Pero frente a esa expansión se
alzó la resistencia de los pequeños y medianos propietarios mon-
tubios, que temían perder sus propiedades, y también la de los
peones conciertos de las grandes haciendas, que eran una suerte
de esclavos modernos. De ahí salieron las montoneras alfaristas,
que estremecieron el campo costeño y fueron reprimidas a sangre
y fuego por el ejército que comandaba el general Reinaldo Flores,
otro hijo del “fundador”.
Al fin, el triunfo de la Revolución Liberal encumbró a esos
“coroneles macheteros”, antiguos jefes montoneros que se con-
virtieron en generales del nuevo ejército nacional (Manuel An-
tonio Franco, Flavio Alfaro, Pedro J. Montero, Manuel Serrano)
junto a combatientes liberales que venían de luchar en Centroa-
mérica (Eloy Alfaro, Leonidas Plaza, Plutarco Bowen) y milita-
res profesionales adictos al liberalismo (Fco. Hipólito Moncayo,
Julio Andrade, Ulpiano Páez, Julio Román). Pero la Revolución
también fortaleció el poder de la oligarquía cacaotera y de la ban-
cocracia porteña, estrechamente emparentadas, que frenaron los
ímpetus de cambio social y se convirtieron en los principales be-
neficiarios del nuevo régimen.
Mientras el radical Alfaro denunciaba al Congreso Nacional
las brutalidades del concertaje y las terribles condiciones de vida
de los campesinos costeños, los diputados liberales se hacían de
los oídos sordos y la oligarquía cacaotera vivía a sus anchas en
Europa, donde derrochaba dinero a manos llenas.
En su Mensaje a la Convención Nacional de 1896–1897, Al-
faro había dejado constancia de esa reivindicación de libertad de
los campesinos pobres de la Costa y de los indígenas de la Sierra,
que luchaban contra el concertaje. Dijo entonces:

“Tenemos en las provincias del Litoral una clase de gente


campesina, conocida con el nombre de peones conciertos; escla-
vos disimulados, cuya desgraciada condición entraña una ame-
naza para la tranquilidad pública, el día que un nuevo Espartaco
se pusiera a la cabeza de ellos para reivindicar su libertad.
En el curso de la campaña del año anterior, recibí muchas
insinuaciones de soldados que eran peones, en el sentido que es-

107
peraban de mí, un decreto que los redimiera de su condición de
esclavos. Recuerdo la impresión que me causó en la batalla de
“Gatazo” un soldado que se me acercó para decirme, enaltecido
por ardor bélico, poco más o menos estas palabras: “Mi Gene-
ral, voy a pelear mi libertad; después del triunfo me dará una
papeleta, para no ser más concierto.” –Creo que ese valeroso
soldado sucumbió en el combate, porque no se me presentó al
día siguiente como se lo recomendé, para atenderlo en su justo
reclamo.
He tenido el propósito de reunir en Guayaquil a los dueños de
haciendas para que excogiten los medios de llegar a un resultado
satisfactorio tanto para el patrón como para el infeliz concierto.
La solución del problema no es tan difícil como a primera
vista aparece. Hablando sobre el particular con un inteligente
administrador de una gran hacienda, me dijo: que a sus peones
les había perdonado las deudas bajo la condición de que, por el
jornal que les pagara otro, le darían la preferencia, y que desde
entonces, por agradecimiento, tenía los brazos necesarios para
sus labores agrícolas.
Este punto es digno de vuestra atención, pues más vale preve-
nir el mal que remediarlo.
La raza indígena, la oriunda y dueña del territorio antes de
la conquista española, continúa también en su mayor parte so-
metida a la más oprobiosa esclavitud, a título de peones. Triste
y bochornoso me es declararlo; los benéficos rayos del sol de la
Independencia, no han penetrado en las chozas de esos infelices,
convertidos en parias por obra de la codicia que ha atropellado
a la moral cristiana.
A título de peones conciertos, los indios son siervos perpetuos
de sus llamados patrones. Y como no solo son culpables los que
esclavizan sino también los que sancionamos con la indiferencia,
ese delito de lesa humanidad, contra una clase desvalida, cada
uno de nosotros cargue con la parte de responsabilidad que le
corresponde y ponga el hombro a la reparación que reclama la
propia conciencia de personas racionales y honradas.
Por un decreto se ha exonerado ya a la clase indígena de
ciertas contribuciones.

108
A vuestra sabiduría toca conciliar el derecho a la libertad que
tiene esa clase desvalida, con el apoyo que requiere la agricul-
tura y servicio doméstico, pues si no debemos consentir la escla-
vitud, tampoco debemos tolerar la vagancia, ni menos que falte
a los patrones la protección debida en contratos humanitarios y
honrados con los peones y jornaleros.”13

El Congreso de mayoría liberal no tomó ninguna medida con-


tra el “concertaje”, ni impulsó otras medidas de reforma social
planteadas por “el Viejo Luchador”. Ahí empezó el divorcio entre
los radicales de Alfaro y los liberales de la vieja guardia, vincula-
dos a la oligarquía porteña. Un divorcio que llevaría a la persecu-
ción de Alfaro durante el gobierno de Lizardo García y motivaría
la segunda revolución alfarista, en enero de 1906, que dio paso
al segundo gobierno alfarista, que fue el periodo más avanzado
de esa transformación. Más tarde, esa ruptura provocaría la san-
grienta guerra civil de 1911-1912 y luego el asesinato de Alfaro y
los líderes radicales.
Hemos señalado antes que fueron los ideólogos liberales,
como Abelardo Moncayo, los primeros en denunciar la barbarie
del concertaje. Agregamos ahora que esta institución empezó a
ser erosionada por la nueva legislación liberal sobre el trabajo.
Así, en la Constitución de 1906 se estableció, entre las garantías
individuales y políticas del artículo 26, las del numeral 5º, que
expresaba: “(El Estado garantiza a los ecuatorianos) La liber-
tad personal. Prohíbese el reclutamiento; así como la prisión por
deudas, salvo los casos previstos por la ley.”
En la práctica, aunque constitucionalmente se prohibía la pri-
sión por deudas, algún legislador interesado en lo contrario intro-
dujo esa frase final de “salvo los casos previstos por la ley”, que
terminó por anular el sentido original de tal disposición y mantu-
vo por algún tiempo más ese mecanismo coercitivo del concerta-
je. Con ello, aquel leguleyo burló el espíritu protectivo de aquella
Constitución respecto de la población indígena, explicitado en el

13 Tomado de Alejandro Noboa, Recopilación de Mensajes, t. 5, Guayaquil, Imprenta


de El Tiempo, 1908, pp. 207-231 y 233-236.

109
artículo 128 constitucional, que decía: “Los Poderes Públicos de-
ben protección a la raza india, en orden a su mejoramiento en la
vida social; y tomarán especialmente las medidas más eficaces y
conducentes para impedir los abusos del concertaje.”
Fue solo una década más tarde que los liberales progresistas
retomaron el tema de la abolición del concertaje. En 1915, el se-
nador por Loja doctor Agustín Cueva Sanz preparó un proyecto
de decreto que reglamentaba el trabajo de los jornaleros, suprimía
la prisión por deudas, garantizaba la salud de los trabajadores y
establecía una tutela oficial sobre el trabajo femenino e infantil.
“Lamentablemente no pudo conseguir su aprobación por la acti-
tud hostil que encontró en los parlamentarios terratenientes y por
la tenaz oposición de la “Sociedad Nacional de Agricultores”,
que lo combatió hasta por la prensa.”14 Finalmente, en 1918, el
diputado Víctor Manuel Peñaherrera logró la abolición legal de la
prisión por deudas y ello fue posible gracias a que los terratenien-
tes del litoral necesitaban brazos para sus plantaciones y exigían
libre circulación de la mano de obra.

La Nacionalización de los Bienes de Manos Muertas

Desde tiempos coloniales, un actor principalísimo en el drama


del despojo agrario fue el poder eclesiástico. Mediante asignacio-
nes directas de la Corona o a través de variados mecanismos de
donación (legados, capellanías, dotes religiosas) por parte de los
fieles, la Iglesia acrecentó rápidamente sus bienes inmuebles y
sus recursos económicos. También ejercitó variados sistemas de
exacción económica, mediante coacción moral a enfermos, mo-
ribundos o viudos ricos, de los que obtenía legados y donaciones
inspirados en el temor a la muerte y a las penas del infierno.15 Por
14 Rodolfo Pérez Pimentel, “Diccionario Biográfico Ecuatoriano”, Tomo XIII, pág.
135.
15 Todavía a mediados del siglo XX, la Iglesia ecuatoriana y las comunidades
religiosas practicaban con éxito este tipo de exacciones. Al respecto, un ejemplo
verdaderamente patético fue el de la afortunada dama quiteña doña María Augusta
Urrutia Barba, a quien los jesuitas sometieron durante años a un estrecho y
tremendo cerco moral, con el objeto de lograr que les legara todos sus bienes

110
todos estos medios, la Iglesia se enriqueció de un modo gigantes-
co, convirtiéndose en el primer terrateniente de la Audiencia de
Quito y, más tarde, de la República del Ecuador.
La idea de la nacionalización de los bienes de manos muertas
fue planteada ya por los liberales españoles del siglo XVIII y dis-
cutida a fondo en las Cortes Constitucionales de Cádiz, en 1812.
En esencia, se consideraba que eran bienes obtenidos ilícitamente
por la Iglesia y que, adicionalmente, no entraban al mercado de
bienes raíces, perjudicando de este modo al desarrollo de la eco-
nomía nacional.
Sobre esos argumentos del liberalismo europeo, los liberales
hispanoamericanos nacionalizaron los bienes eclesiásticos en va-
rios países, siendo el primero de ellos el mariscal Sucre, en su
calidad de Presidente de Bolivia. Los radicales ecuatorianos hi-
cieron lo propio en 1908, durante el segundo gobierno de Eloy
Alfaro, asignando esos bienes fueron a la recién creada Benefi-
cencia Pública, que debía usarlos para el sostenimiento de casas
de protección de menores, hospitales y asilos de ancianos. Por
muebles e inmuebles. Ella había enviudado en 1931 de su esposo Alfredo Escudero
Eguiguren, a quien conociera en París y con quien se casara una década antes, sin
tener descendencia. A partir de entonces, esta dama se dedicó a las obras sociales y
de caridad, en beneficio de sus conciudadanos más necesitados. Fue entonces que
la Compañía de Jesús envió desde Roma al jesuita Eduardo Vásquez Dodero, con
el fin declarado de que “actuara como su confesor y director espiritual”, aunque,
en verdad, tenía la misión de controlar su voluntad para inclinarla en beneficio
de los intereses terrenales de la Compañía. Según se conoce, Vásquez Dodero
dependía exclusivamente del “Papa Negro”, es decir, el General de la Orden, y
se dio modos para ahuyentar o eliminar del entorno de la señora Urrutia a todas
las personas que pudieran interferir con sus acciones. Entre ellas estuvieron varias
gentes del servicio doméstico e inclusive el Secretario Particular que la señora
Urrutia contrató en los años setentas, en un último acto de voluntad independiente,
para que le ayudase a manejar sus asuntos personales. Como resultado de ese
calculado procedimiento de despojo, los bienes de esta rica propietaria pasaron
en su totalidad a la Compañía de Jesús, mediante la creación de obras sociales a
ser manejadas por los jesuitas (como el Plan de Vivienda Solanda o la Fundación
Mariana de Jesús) o por medio de donaciones directas. Por este medio, esta orden
religiosa se convirtió en propietaria de varios inmuebles valiosos en el centro de
Quito, de algunas propiedades rurales de gran valor y de grandes extensiones de
tierras urbanas en el sur y norte de la capital ecuatoriana. Doña María Augusta
Urrutia falleció el 5 de diciembre de 1987 y sus restos fueron sepultados en la
Iglesia de la Compañía de Jesús, en Quito. (Datos proporcionados al autor por un
protagonista de esa historia.)

111
desgracia, una vez desaparecidos de la escena política Alfaro y
los radicales, muchos de esos bienes no llegaron a manos del Es-
tado sino que se quedaron, mediante triquiñuelas legales o por
simple apoderamiento forzado, en manos de jefes militares o al-
tos funcionarios del régimen liberal, que de este modo pasaron a
convertirse en nuevos terratenientes y defensores del viejo siste-
ma de dominación.
Un fenómeno particular en este proceso de despojo agrario
ejercitado por la Iglesia fue el desvío de los legados particulares
hechos con fines de beneficencia. En efecto, en muchos lugares
del país hubo gentes, de diversa condición social, que legaron sus
bienes para obras de beneficencia. Hubo quienes dispusieron que
el producto de sus bienes se destinara al sostenimiento de hospi-
tales, a la educación de niños y/o niñas, a la ayuda a los pobres y
a otros fines similares. Hubo otros que mandaron que sus tierras
se destinaran a ser cultivadas gratuitamente por las familias po-
bres, que carecieran de tierra para producir sus alimentos. Empe-
ro, ante la ineficiencia o dejadez de las autoridades nacionales o
municipales, esos bienes pasaron a ser manejados interesadamen-
te por la Iglesia y sus personeros, en algunos casos por mandato
de las mismas autoridades del Estado y, en otros, por la simple
imposición de la voluntad eclesiástica. Un caso que ejemplifica
lo afirmado fue el manejo del legado hecho a fines del siglo XVI-
II por doña Juana María Platzaert, una rica propietaria cacaotera
guayaquileña. El legado estaba formado por alhajas, dinero, casas
y plantaciones de cacao y tuvo como objetivo específico la crea-
ción de un monasterio de monjas carmelitas, que se encargara de
la educación de las niñas en el puerto. Pero los jesuitas, a quienes
se encargó el manejo de este legado, desviaron sus fondos hacia
la creación de un Colegio Seminario para hombres.16
A partir de la Revolución Liberal, se volvieron frecuentes los
procesos de reivindicación de esos bienes por parte del Estado
laico, que buscaba ponerlos al servicio de la beneficencia pública.
Un ejemplo de ello fue el caso del fundo Pedibuela, sobre el cual
16 Citado por Jenny Londoño, “Entre la sumisión y la resistencia: las mujeres en la
Real Audiencia de Quito”, Abya Yala, 1997, p. 223. El Testamento de doña Juana
María Platzaert en AGI, Quito, leg. 321.

112
su propietario, señor Antonio Estebes Mora, en testamento otor-
gado el 20 de diciembre de l870, hizo dos asignaciones, una de
las cuales decía así:

“Declaro que la Hacienda de Pedibuela dejo como legado


perpetuo para los pobres de las provincias de Pichincha y de Im-
babura, de los de la clase más decente y menesterosa, clasifi-
cados por los Ilustrísimos Señores Arzobispos y Obispos de las
mencionadas provincias y por uno de los miembros de ambas
Municipalidades; dando a cada uno de ellos desde diez hasta
veinte y cinco pesos en un sólo día de cada año”.

En busca de cumplir con la voluntad del testador, el Estado


tomó a su cargo la administración de ese fundo, a través de au-
toridades municipales, pero el presidente Gabriel García Moreno
dispuso, por Decreto Ejecutivo del 28 de abril de 1871, que la ad-
ministración de la Hacienda Pedibuela fuera asignada a la “Casa
de Huérfanos” de Quito. Más tarde, ante el reclamo del Dr. Luis
Felipe Lara, Diputado de Imbabura a la Convención Nacional, el
gobierno adjudicó la mitad de los frutos de esa hacienda para el
sostenimiento del “Instituto de Huérfanos de Imbabura”. Pos-
teriormente, por presión de la autoridad eclesiástica, el gobierno
entregó la administración de ese fundo a la Iglesia, que lo mane-
jó como un bien de su propiedad. Finalmente, la señora Matilde
Mora, familiar del testador, demandó en 1928 que el Supremo
Gobierno dejase sin efecto esas asignaciones testamentarias, toda
vez que no se habían llenado los objetos que las motivaron.
Esto motivó al Procurador General del Estado a reivindicar
ese legado perpetuo, señalando que la Beneficencia Pública, re-
presentada al momento por la Junta de Asistencia Pública, podía
tomar a su cargo el referido fundo y revertir la administración
confiada a la autoridad eclesiástica, que no era más que una mera
administradora designada por la autoridad civil.
En general, no es menos cierto que menudearon en el país los
casos en que la Iglesia, o las comunidades religiosas, simplemen-
te se declararon posesionarias legítimas de ese tipo de bienes, o
tramitaron en su favor una prescripción adquisitiva de dominio,

113
para luego venderlos, perjudicando así a los legítimos beneficia-
rios del legado. Un caso típico de esos turbios manejos eclesiásti-
cos fue el de las tierras legadas por la cacica María Juana Chari-
guamán, de Chapacoto, provincia de Bolívar, para beneficiar con
su uso a los pobres que no poseyeran tierras de cultivo. La Iglesia,
convertida en responsable del manejo de ese legado, creó para
ello una “Cofradía Religiosa”, que en verdad servía para ocultar
un boyante negocio de arrendamiento de esas tierras. Finalmente,
hacia 1970, el obispo Cándido Rada vendió esa propiedad de uso
comunal como si fuera de propiedad de la curia de Guaranda,
pese a la protesta de los pequeños campesinos que habían sido
arrendatarios y cultivadores de tales tierras.

Los desmanes de la “Bancocracia”

Eliminados del poder los radicales alfaristas e inaugurada la


“Época de la bancocracia”, el despojo agrario se aceleró. En
la Sierra, muchas de las haciendas de la Iglesia o las comuni-
dades religiosas, que por la “Ley de Manos Muertas” dictada
por Alfaro debían pasar a manos del Estado, para financiar a la
Beneficencia Pública, se quedaron en manos del general Plaza
o de otros colaboradores del placismo. Esa fue la base econó-
mica sobre la que se levantó la “nueva clase” de terratenientes
liberales, que más adelante terminó mezclándose social y políti-
camente con la vieja clase de terratenientes conservadores. Eso
lo notó en la misma época un agudo observador extranjero, el
periodista norteamericano William McKenzie, que anotó en sus
memorias de viaje: “El general Plaza es un hombre muy hábil.
Él ha hecho conservadores a los liberales y liberales a los con-
servadores.”
Mientras se remozaba la oligarquía serrana, la oligarquía del
puerto se lanzó sobre las tierras comunales de la península de
Santa Elena con una voracidad sin límites. Las protestas de los
comuneros fueron acalladas por la fuerza o mediante argucias
legales. Los oligarcas invasores estimaban que no había razón
válida que se opusiera a sus deseos. ¿Que los comuneros tenían

114
cédulas del Rey que les otorgaban esas tierras? Pues una repúbli-
ca liberal e independiente no iba a obedecer papeles coloniales.
Así que, en su opinión y la de los jueces, ahí no había indios ni
comunas, sino cholos de la península y tierras baldías.
Establecido el marco legal, el despojo tuvo vía libre, y se efec-
tuó mediante compras fraudulentas a los comuneros. Por ejemplo,
un señor de Guayaquil, llamado Gustavo von Buchwald, se afi-
cionó de unos terrenos áridos del recinto Zapotal, de propiedad
del comunero Leandro Teodorico Mateo, quien a su vez los había
comprado a la comunera Isabel Villón. Von Buchwald los adqui-
rió a precio irrisorio en 1924, porque el vendedor no sabía que
bajo esas tierras había yacimientos petroleros.17
Esos terrenos y otros de la región, considerados baldíos,
eran ambicionados por la empresa norteamericana Internacio-
nal Petroleum Company (IPC), que había intentado poseerlos
mediante arrendamiento a la Municipalidad de Santa Elena.
Para esto, la municipalidad había solicitado previamente al
Congreso Nacional la donación de esos “terrenos baldíos”, que
le fue concedida mediante decreto legislativo de 2 de septiem-
bre de 1922.
Para entonces, la legislación ecuatoriana no diferenciaba de-
bidamente los derechos correspondientes a la propiedad del suelo
y la propiedad del subsuelo, pese a la disposición contenida en el
“Decreto de Minería”, dictado en 1829 por el Libertador Simón
Bolívar, que establecía el principio general de que “las minas de
cualquiera clase, corresponden a la república”.
De pronto, alguien del gobierno descubrió el juego de los mu-
nícipes con la IPC y decidió anular esa donación, para entregar
esas tierras en arrendamiento a un testaferro, que era Enrique von
Buchwald, hermano del comprador de Zapotal. El arrendamiento,
efectuado el 12 de junio de 1923, abarcaba un territorio de 5.000
hectáreas de terrenos petrolíferos y no dejaba a favor del Estado
otro beneficio que el cobro de mil sucres anuales por derechos
superficiarios.18
17 Jorge Núñez y Jenny Londoño, “Historia de la Procuraduría General del Estado”,
Trama Editores, Quito, 2008, pp. 24–25.
18 Ibíd.

115
Solo habían pasado quince días de la firma de ese contrato, cuan-
do el supuesto beneficiario cedió el arrendamiento de esos terrenos
a la IPC, mediante escritura pública celebrada ante el escribano Sr.
Juan Antonio Moreira, el 27 de junio de 1923. Poco tiempo des-
pués, su hermano Gustavo revendió a la IPC los terrenos que había
comprado en Zapotal. De este modo, la IPC terminó convirtiéndose
en dueña de la mitad de esos terrenos petrolíferos y arrendataria de
la otra mitad, y los dos avispados hermanos guayaquileños, junto a
sus socios del gobierno, se forraron de dinero.19
Pero la historia no terminó ahí. En los años siguientes el asun-
to se complicó, pues la IPC se negó a pagar al Estado los mise-
rables mil sucres fijados como arrendamiento y el gobierno de la
Revolución Juliana tuvo que actuar con energía para cobrarlos.
De otra parte, el Procurador General, doctor Cabeza de Vaca, rei-
vindicó la propiedad del Estado sobre esos terrenos, pese a la
adjudicación hecha antes a la Municipalidad de Santa Elena, y,
dada la trascendencia del asunto y considerando que se hallaban
en juego cuantiosos intereses del Estado, exigió que la decisión
definitiva fuera dada por la Corte Suprema de Justicia, de acuerdo
con el Art. 29 de la Ley de Hidrocarburos.20

El Ardid de la “Colonización”…

La época de la bancocracia fue fértil en ardides jurídicos para des-


pojar al Estado de sus tierras y recursos, en beneficio de oligarcas
nacionales y/o compañías extranjeras. Uno de esos ardides fue el
de la “colonización de tierras orientales”, supuestamente con afán
de que fueran pobladas por colonos nacionales y extranjeros, que
las cultivasen y creasen allí una “colonia agrícola”, que fuera
centro de desarrollo económico y social de la región.
El nuevo proyecto de despojo apuntaba al objetivo de apo-
derarse de diez mil hectáreas de tierras orientales, de propiedad
del Estado y las comunidades indígenas, supuestamente para en-
tregarlas a cincuenta familias, entre ecuatorianas y colombianas.
19 Ibíd.
20 Ibíd.

116
Para el efecto, el 11 de abril de 1923 se celebró un contrato entre
los señores Ricardo y Alfredo Fernández Salvador, que actuaban
como empresarios de colonización, y el Estado ecuatoriano, re-
presentado por el Gobernador de la provincia de Napo–Pastaza,
don Emilio Pallares Arteta.21
Este contrato fue la culminación de un asunto muy trabajado
previamente, por abogados especialistas en “letra colorada”, cuyo
primer paso había sido la emision de un Decreto Legislativo, de
8 de octubre de 1821, por el que se le concedieron al Poder Eje-
cutivo facultades especiales para celebrar contratos de coloniza-
ción al tenor de unas bases previamente fijadas, la primera de las
cuales decía: “El Gobierno del Ecuador cederá al contratista o
contratistas, en propiedad, diez mil hectáreas de terrenos baldíos
situados en la Provincia Napo-Pastaza para que en ellas esta-
blezca o establezcan una colonia agrícola compuesta, por lo me-
nos, de cincuenta familias entre ecuatorianas y colombianas”.22
Luego, en uso de esas facultades especiales, el Presidente de
la República, doctor José Luis Tamayo (el mismo que ordenó la
masacre obrera del 15 de noviembre de 1922), dictó el Acuerdo
Ejecutivo Nº 20, del 9 de abril de 1822, por el que delegó al Go-
bernador de Napo-Pastaza, don Emilio Pallares Arteta, para que
suscribiera el contrato de colonización.
Más allá de las formas evasivas y sospechosas que implicaba
esa delegación de delegación, se trataba de un contrato realmente
leonino. Por ejemplo, en la cláusula sexta señalaba que, si lle-
gaban menos colonos, los empresarios devolverían las tierras en
proporción, y, si aumentaba su número, el Estado les entregaría
nuevas tierras. En buen romance, esto significaba que los señores
Fernández Salvador podían apoderarse prácticamente de toda la
región amazónica del país, si conseguían llevar allá un número
suficiente de colonos. Otra muestra del despojo al Estado radica-
ba en que los empresarios recibían 200 hectáreas por cada familia
de colonos, pero entregaban a ésta únicamente 11, reservándose
para sí las 189 hectáreas restantes.23
21 Id., p. 28.
22 Ibíd.
23 Ibíd.

117
Para comenzar la ejecución del contrato, el Gobierno entregó
a los empresarios, en propiedad, “diez mil hectáreas de terrenos
baldíos” en esa provincia, en una zona que se extendía “desde la
Quebrada del Gavilán, afluente del alto Amazonas y sub afluente
del Napo, hasta la de Zatayaen”.24
Lo más curioso de todo era que esas tierras se hallaban cerca
del camino que construía la petrolera “Leonard Exploration Co.”
Dicho esto ya podemos suponer cual era el verdadero motivo de
esa supuesta concesión agrícola, que era en verdad una entrega
camuflada de tierras ricas en petróleo. Y esto fue comprobado
tres años más tarde, el 13 de agosto de 1926, cuando los empresa-
rios Fernández Salvador cedieron sus derechos de propiedad a la
empresa extranjera “Oriental Development Co.”, pero no por las
diez mil hectáreas que les había concesionado el Estado, sino en
una extensión de 21.428 hectáreas. Es más, no hay constancia de
que ellos hayan traído los colonos ofrecidos, pero sí de que recla-
maban una “concesión ilimitada”, que, según los interesados, les
permitía seguir ampliando su posesión.
Dura pelea tuvieron que dar los gobiernos de la Revolución
Juliana para frenar los abusos y ambiciones desaforadas de esos
contratistas y sus sucesores gringos, que aspiraban a apoderarse
legalmente de todo el Oriente y sus ricos yacimientos petrolífe-
ros. También en este caso, lideró esa lucha defensiva de los inte-
reses nacionales el primer Procurador General del Estado, doctor
Manuel Cabeza de Vaca, notable jurista y ex Rector de la Univer-
sidad Central del Ecuador.

… Y el ardid del pago de la Deuda Externa

Este mismo Procurador General analizó también otro caso escan-


daloso de despojo territorial hecho al Estado ecuatoriano, éste por
parte de la “Ecuador Land Company”, empresa inglesa que reci-
bió del poder público la entrega de 240 mil hectáreas en las zonas
de Atacames y El Pailón, en la provincia de Esmeraldas, como

24 Id., p. 28.

118
pago de bonos de la antigua “Deuda Inglesa”. El análisis lo hizo
atendiendo a un oficio del 7 de noviembre de 1928 que le enviara
el Presidente de la Asamblea Nacional, quien deseaba conocer “si
la expresada Compañía, en vista de los referidos contratos y más
antecedentes, se (encontraba) obligada a compensaciones para
con el Gobierno del Ecuador y si estuvo facultada para arrendar
a terceros los terrenos cedidos”.
En un largo y sostenido estudio jurídico, Cabeza de Vaca de-
mostró que, en su momento, hubo “la falta de verdadera y válida
adjudicación de las tierras baldías, por la inexistencia del adju-
dicatario. Relativamente a la persona del adjudicante, esto es, el
Gobierno del Ecuador, ocurre también una observación decisiva
que destruye en las mencionadas tentativas de adjudicación aun
la apariencia de legalidad (y es la de que) los Ministros de Es-
tado, señores Bustamante y Noboa, que intervinieron en repre-
sentación de la Nación Ecuatoriana, al otorgar las escrituras,
actuaron fuera de la órbita de sus atribuciones legales, en lo que
cumplía a la ejecución de su mandato.”
También demostró que, “antes del convenio Espinel–Mocatta
(que legalizó esa entrega de tierras por bonos de la deuda) los
bonos de la deuda diferida no valían un solo centavo en el mer-
cado y después del arreglo se cotizaron apenas al 4% de su valor
nominal”, lo que, en buen romance, significaba que el Ecuador
“vendió por 2.400 libras esterlinas (que es lo que costaban esos
bonos de la deuda en el mercado) una extensión de tierras ava-
luada en 300 mil libras.”
Como si no bastaran esas acciones ministeriales, propias de
un acto de corrupción y traición a la Patria, el Procurador esta-
bleció que la empresa beneficiaria no entregó jamás los bonos
redimidos por la entrega de tierras, y que además se apoderó de
40 mil hectáreas más de lo que le hubiera correspondido, de ser
válida esa ilícita negociación.
Finalmente, concluyó que todo lo actuado en la negociación,
entrega y uso de esas tierras había sido nulo, de nulidad absoluta,
tanto por la nulidad del contrato original, cuanto por la nulidad
de la escritura de entrega de tierras, y finalmente por la falta de
inscripción de tal escritura. Y agregó que hubo en todo tiempo

119
“la falta de títulos legítimos por parte de los tenedores de bonos
provisionales o sus sucesores en el derecho” y que los adjudi-
catarios de esas tierras no habían “realizado ninguna obra seria
de colonización en las regiones descritas”, con lo cual tampoco
se había cumplido el objeto de la adjudicación. Por lo expuesto,
concluyó en la necesidad de que el Estado reivindicara su pro-
piedad sobre esas tierras entregadas a la “Ecuador Land Com-
pany” y/o entrara en una negociación destinada “a reconocer o
ceder los derechos que le correspondan en la antedicha región,
en términos que concilien el honor y la dignidad nacionales, las
aspiraciones del pueblo ecuatoriano acerca del desarrollo de sus
riquezas y las inmanentes atribuciones de la soberanía.”

(Artículo publicado en “Tierra urgente”.


Fco. Hidalgo y Michael Laforgue editores, Coed.
OXFAM-SIPAE-Ediciones La Tierra, Quito, 2011.)

120
Las voces de las etnias americanas
y el despertar de la población negra

E
n 1992, al cumplirse el Quinto Centenario de la llegada
de Colón a tierras americanas, estalló en todo el conti-
nente un generalizado clamor de los pueblos indígenas
contra la situación de opresión y marginalidad en la que viven.
Para la mayoría de los periodistas y observadores superficiales,
se trataba de una reacción coyuntural de los pueblos indios fren-
te a sus problemas contemporáneos. Hubo quienes, con absoluta
banalidad, creyeron ver en ello una simple expresión de anti his-
panismo, provocada por las luces y fanfarrias de la celebración
oficial española. En fin, no faltaron los defensores del sistema,
que atribuyeron las protestas indígenas a un “remanente ideológi-
co del recién fenecido comunismo”.
En verdad, algo de todo eso había en el ambiente, pero la mo-
tivación fundamental estaba más atrás y más adentro, y parecía
escapar a la mirada de aquellos observadores de la coyuntura.
Me refiero al pensamiento milenarista de los pueblos indios, un
fenómeno poco estudiado por la historia de la ideas y que por
su trascendencia merece una mayor atención tanto de la historia
cuanto de la filosofía.
Una aproximación al tema nos lleva inevitablemente al plan-
teamiento de varias inquietudes iniciales: ¿Existe realmente el
pensamiento milenarista indígena? ¿Cómo se expresa? ¿Cuáles
son sus alcances y perspectivas?
Comencemos por precisar que el pensamiento milenarista es
común a muchos pueblos y culturas de la tierra. En esencia, se
expresa por medio de corrientes de ideas que describen, o a tra-
vés de doctrinas que anuncian, la llegada de una era de felicidad
y perfección. Es, pues, una utopía movilizadora, que remueve
la conciencia colectiva y llama a la acción en nombre de un

121
“retorno al pasado feliz”, a la época anterior a la presencia y
dominación del “Mal”.
Un pensamiento social de este tipo lo tuvo el pueblo judío y se
expresó en forma de profecías, tales como las de Isaías acerca del
“Reinado universal de Jehová” y el “Nacimiento y reinado del
Mesías”, era en la cual desaparecería la guerra, las naciones vi-
virían en paz, florecerían los desiertos, “los redimidos de Jehová
tendrán gozo y alegría perpetuos, y huirán la tristeza y el gemi-
do”. Lo hallamos en la cultura judeo–cristiana, expresado como
la promesa del libro del Apocalipsis, de que finalmente habría un
“millenium” en el que las fuerzas del Mal desaparecerían de la
faz de la tierra y Cristo impondría su reino de amor y paz sobre
todas las naciones. Lo encontramos también en la cultura cristia-
na medieval y sus utopías de la Ciudad de Dios (“Civitas Dei”) o
la Ciudad Ideal (Campanella), donde reinarían la fraternidad, la
justicia y la equidad entre los hombres.
Golpeados por la violencia de la conquista y la opresión del
dominio colonial, los indios americanos desarrollaron temprana-
mente su propio pensamiento milenarista, su propia profecía de
un futuro feliz, como un medio de resistencia espiritual frente
al avasallamiento total que pretendía imponerles el conquista-
dor. Surgieron así nuevas formas de religiosidad indígena, que
el dominador bautizó con el prejuiciado nombre de “idolatrías”.
Generalmente eran expresiones culturales clandestinas, aun-
que en ocasiones llegaron a manifestarse como activas ideas de
resistencia contra los conquistadores, como ocurrió en el siglo
XVI con la idolatría de Martín Ocelótl, en la Nueva España, y la
Guerra del Mixtón, en la Nueva Galicia.
Empero, la más cabal expresión de esa cultura de la resisten-
cia fue el movimiento peruano del Taqui Ongo, que surgió hacia
1560 y que en poco tiempo llegó a tener miles de seguidores.
Traducido como “canto o danza de la enfermedad”, era una
ceremonia de ritualización de la tragedia indígena, en la cual
unos shamanes viajeros, que iban de pueblo en pueblo, entra-
ban públicamente en trance, hablaban con la voz de los viejos
dioses caídos y anunciaban el advenimiento de una era feliz,
que comenzaría con la expulsión de los españoles y de su dios

122
blanco. Y todo ello ocurría en medio de un frenesí de cantos y
bailes de la multitud, que celebraba así la esperanza de su futura
liberación.
De modo muy semejante a las profecías judaicas, las prédicas
de los sacerdotes del Taqui Ongo contenían también anatemas te-
rribles contra los indios que rindiesen culto al dios cristiano, a los
cuales se amenazaba con que el día de la venganza de las “hua-
cas” (dioses indios) los traidores quedarían condenados a vagar
por el mundo con la cabeza para abajo y los pies hacia arriba, o
que se convertirían en animales, antes de ser tragados por el mar
junto con los españoles. En consecuencia, para limpiar sus culpas
se les exigía que volviesen a adorar a las huacas y homenajear a
los chamanes, que se despojasen de los nombres y costumbres
de los cristianos y que se purificasen por medio del ayuno y la
abstinencia sexual.
En los siglos posteriores, el pensamiento milenarista indígena
siguió latente y aun se alimentó de las prédicas proféticas y mi-
lenaristas del cristianismo, en un curioso ejemplo de sincretismo
cultural, por el cual el dominado utilizaba en su defensa las propias
razones del dominador. Tal lo ocurrido en la Sierra quiteña hacia
1797, cuando los indios de la región, afectados por un terrible ca-
taclismo geológico, en el que se juntaron erupciones volcánicas y
terremotos, se rebelaron contra los españoles y proclamaron que la
“Pachamama” (su Madre Tierra) y los volcanes (sus dioses tute-
lares) se violentaban para expresar su ira contra los españoles, que
habían avasallado a los indios y hollado sus valles y montañas. “Se
alzaron los indios en el primer instante, publicando entre sí que
los que los volcanes de Tungurahua, de donde procedió el estra-
go, habían dado aquellas tierras a sus antepasados y, adorando a
aquellos volcanes como si fueran dioses, trataron de eliminar a los
españoles que se habían escapado de la ruina general,” informaba
a Madrid un angustiado Presidente de Quito.25
Hubo más: los indios, en una clara expresión de su milenaris-
mo, sincretizado ya con la religión católica, proclamaron enton-
ces que se habían cumplido los tres siglos de dominio que el Papa
25 Informe del Presidente de la Audiencia, Luis Muñoz de Guzmán, al ministro
Llaguno. Quito, 20 de febrero de 1797. AGI, S. Quito, L. 250.

123
había dado a España sobre América y que era llegada la hora de
que los españoles abandonaran esta tierra y los indios recobraran
su libertad. Sumamente preocupado con tal situación, el presi-
dente Muñoz de Guzmán puso en estado de máxima alerta a las
fuerzas militares coloniales, cuidando, según sus palabras, “de
no dejar a este pueblo sin el freno de la tropa, por lo que en el
día me hallo vigilante de la conducta de los indios de los pueblos
arruinados, que según los partes de los respectivos corregidores
me aseguran haberse insolentado y que profieren no deber ya
pagar tributos...”26
Mientras la tierra americana sufría estos trastornos geológicos
y sociales, en Europa se expresaba otra forma de pensamiento, la
razón ilustrada, para proclamar por boca de Francisco de Miranda
y Juan Pablo Vizcardo la necesidad de poner fin al dominio colo-
nial de España sobre América. Pero no sólo cambiaba la forma de
pensamiento que inspiraba esas diferentes proclamas (pensamiento
mítico, en los indios; pensamiento ilustrado, en los criollos), sino
también el sentido profundo de ellas. Así, mientras los indios recla-
maban la restitución histórica de su mundo, usurpado por los con-
quistadores europeos, Vizcardo proclamaba en su famosa “Carta
a los españoles americanos” el derecho preferencial de los des-
cendientes de los conquistadores a ejercer señorío sobre América,
derivado del “mayor y mejor derecho” de sus antecesores ibéricos
para “adueñarse enteramente del fruto de su arrojo y gozar de su
felicidad.” De este modo quedó planteada una contradicción his-
tórica que todavía no ha sido resuelta: la de los criollos contra los
indios, por el derecho a la posesión de las tierras americanas.
Ruindad de la historia, el pensamiento de los criollos fue con-
densado en innumerables escritos, libros y periódicos, mientras
que el pensamiento de los indios quedó condensado únicamente
en su oralidad y no trascendió a la palabra escrita, precisamente
porque el colonialismo se había encargado de privarles o limitar-
les el acceso a la escritura, como una forma de dejarlos al margen
de la crónica histórica. Por eso la dificultad de recoger en su futu-
ro (nuestro presente) las voces de las etnias americanas, esas vo-

26 Ibíd.

124
ces que relataron la primera historia, que describieron los horro-
res del colonialismo, que a lo largo de tres siglos convocaron a la
lucha por la recuperación de su libertad. Cuando más, esas voces
perviven –mutiladas, distorsionadas, deformadas– en los teme-
rosos informes de las autoridades coloniales, en las acusaciones
judiciales del dominador o en las memorias de los represores. Y
sin embargo contienen tanto empuje histórico y tanta pasión vital
que aún nos estremecen con sus denuncias del oprobio, con su
ansia de libertad, con la fuerza de sus sueños colectivos.
Son bellos sueños, bellas utopías. Sueñan con un mundo justo
y pacífico, donde la violencia y la injusticia hayan desaparecido,
para dar paso a un nuevo orden de equidad y paz. Sueñan también
con un mundo honesto y moralmente limpio, donde haya sido
eliminada toda forma de corrupción inspirada en la avaricia o en
la ambición descontrolada de riqueza, donde el hombre vuelva a
valer más que el oro y florezca la generosidad mutua. Para llegar
a ese mundo nuevo, los autores de esos sueños han definido un
tríptico moral a practicar en todo tiempo: “Ama shua, ama quilla,
ama llulla”: no robarás, no mentirás, no serás ocioso.

* * *

¿Qué pasaba, entretanto, con los negros americanos?


Pese a ser víctimas del colonialismo, al igual que los indios,
los negros debieron enfrentar una situación diferente. Arrancados
de su mundo nativo por la brutalidad de los traficantes de carne
humana, trasladados a un mundo que no conocían y al principio
ni siquiera entendían, aherrojados con grillos y cadenas para do-
meñar su natural instinto de libertad, vendidos como bestias y
maltratados en toda forma por sus amos, los negros de origen
africano ocuparon en las sociedades coloniales americanas el úl-
timo lugar en la escala social, un lugar que estaba a medio camino
entre la humanidad y la animalidad: la esclavitud.
Ríos de tinta se han hecho correr en disquisiciones sobre el
origen de esta bárbara institución creada por los hombres. En el
caso de la esclavitud de los negros, hay quienes con ligereza la
atribuyen al buen padre Las Casas, quien, en una de sus cartas y

125
memoriales escritos al Rey en defensa de los indios, recomendó
que se trajeran negros del África para que trabajasen en las tie-
rras cálidas de América. Pero los actuales estudios historiográfi-
cos han revelado que la esclavitud de los africanos, tanto blancos
como negros, surgió de las guerras y conflictos marítimos entre la
Europa cristiana y el África musulmana, y era ya una institución
arraigada en el sur de España y Portugal cuando Colón arribó a
América. De lo cual podemos concluir que fray Bartolomé no
inventó la esclavitud sino que, a lo más, buscó aprovecharla en
beneficio de sus defendidos.
Para el colonialista, el negro era simplemente un esclavo, una
especie de bestia con forma humana “creada por Dios para servir
a sus amos blancos”. Pero para sí mismo era un ser humano victi-
mizado por la violencia de sus opresores, un ser con sentimientos,
lengua, dioses y sueños propios, que ansiaba constantemente la
libertad. No es de extrañar, pues, que en la historia del colonialis-
mo europeo en América se hallen como elementos estructurales
de las diversas sociedades tanto la esclavitud cuanto la resistencia
esclava, expresada en protestas, robos y delitos de sangre contra
los amos y capataces, así como en fugas, levantamientos o forma-
ción de palenques y quilombos de negros prófugos.
También son testimonios de esa resistencia las formas de re-
presión institucionalizadas por el sistema colonial contra la resis-
tencia esclava, expresadas en leyes y mandatos legales, que deta-
llaban y categorizaban tanto los posibles delitos de los esclavos
cuanto las penas y castigos que debían merecer por ellos. En la
culminación de ese proceso de institucionalización de la repre-
sión se dictaron los famosos “Códigos Negros”, que buscaban
normar todos los aspectos de la esclavitud en América Latina.
De ellos, el más opresivo fue quizá el Code Noir promulgado en
1685 para las colonias francesas del Caribe, que daba al esclavo
la categoría de un bien mueble sin ningún derecho personal, esta-
blecía durísimas penas para los esclavos fugitivos y daba al amo
un ilimitado derecho de castigo; inclusive negaba a los esclavos
el derecho al culto religioso, aunque obligaba a los amos a bau-
tizarlos. En cuanto al ámbito español, el Código Negro carolino
de 1784 era también bastante riguroso: disponía duros castigos

126
contra los negros rebeldes o cimarrones, prohibía a los esclavos
tener un peculio superior a la cuarta parte de su propio valor, así
como efectuar legados a sus familiares; también impedía que los
esclavos comprasen su libertad, sosteniendo que el dinero reuni-
do por estos era generalmente fruto de robos o de prostitución.
Empero, más allá de esa brutal realidad socio-jurídica consa-
grada por el sistema colonial, supervivía otra realidad, no menos
significativa: era el espacio de la conciencia social de los escla-
vos, que se percibían a sí mismos como unos seres humanos opri-
midos por la violencia, degradados por la injusticia del mundo y
la sevicia de sus amos, y merecedores de mejor trato, en tanto que
“seres racionales e hijos de Dios”.
Así, un esclavo quiteño de fines del siglo XVIII, Mariano
Chiriboga, pidió a las autoridades que le cambiaran de amo, pues
bajo el que tenía, que era don Maximiliano Coronel, canónigo de
la catedral, había “padecido los mayores maltratos y tormentos
que pudiera una criatura humana que, si no hubiera sido por haber
concertado la gran misericordia de Dios, ya hubiera pasado de
esta presente vida a otra”.27
Otros dos esclavos, Claudio Delgado y Bonifacio Isidro
Carvajal, denunciaron por la misma época la brutalidad con que
eran tratados los negros en las minas de oro de Barbacoas (ac-
tual Colombia), en especial “... la impía crueldad del capitán y
apoderado Honorio Estupiñán ... y con este motivo no cabe ex-
plicación de la sevicia que hemos tolerado aun cuando por tinta
corriera la sangre de nuestras venas”.28 Delgado denunciaba, por
su parte, la terrible situación de su esposa, que se hallaba “con-
valeciente de un novenario de azotes a ciento, tarde cinco, hasta
dejarla inhábil, tanto que al curarle iba echando trozos de carne
por las partes verendas”. La razón de la crueldad del capataz era,
según el denunciante, que éste buscaba constantemente “violen-
tar a las mujeres, que si éstas condescienden lo pasan bien, de lo
contrario beben estos tragos de la muerte”.29

27 Cit. por Bernard Lavallé, “El cuestionamiento de la esclavitud en Quito colonial”,


Colección Todo es Historia, Nº 8, Universidad Estatal de Bolívar, Quito, 1996, p. 58.
28 Id., p. 62.
29 Id., p. 63.

127
Además de esas voces testimoniales del dolor humano, en los
archivos existen también valiosas pruebas de esa conciencia de
humanidad que poseían los esclavos y que les impelía a luchar
por todos los medios a su alcance para liberarse de la esclavitud
o, al menos, evitar los maltratos y alcanzar algún resquicio de
libertad personal.
Juliana Villacís, una negra quiteña, escribía en 1801: “Los
esclavos somos las personas más miserables y penosas, pero ra-
cionales y de la especie humana, cuya servidumbre es contra na-
turaleza...”.
Y el esclavo Francisco Carillo argumentaba, por la misma
época: “No nos falta otra cosa sino es quitarnos esta color more-
na oscura e infeliz, pero en la que sea alma racional y sensitiva,
tiene igual el amo como el siervo”.

* * *

Vista esa conciencia de humanidad que poseían los esclavos,


no debe extrañarnos que lucharan por todos los medios en busca
de su libertad: fugando de las haciendas y plantaciones, matando
a sus amos o capataces, buscando cambiar de amo, comprando
su libertad con sus ahorros, litigando en busca de manumisión o
rebelándose masivamente contra el sistema. De ahí que la historia
de nuestro continente esté poblada de rebeliones, motines y alza-
mientos de esclavos. En general, se trataba de revueltas espontá-
neas, efectuadas por unos pocos esclavos, pero algunos de esos
movimientos implicaron a grandes grupos de trabajadores negros,
se efectuaron con una cuidadosa preparación previa y estuvieron
motivados por concepciones religiosas de carácter milenarista,
según las cuales los dioses africanos vendrían finalmente a liberar
a sus hijos de la tiranía de los esclavistas cristianos. Hubo tam-
bién casos de rebeliones o movimientos de cimarronaje efectua-
dos conjuntamente por negros prófugos e indios alzados.
Casi siempre, esas rebeliones de esclavos terminaron aplas-
tadas brutalmente por los amos y las autoridades; sin embargo,
algunas de ellas tuvieron éxito temporal y su ejemplo produ-
jo ecos en otras regiones. Una de estas fue la de los esclavos

128
musulmanes brasileños, que se alzaron entre 1808 y 1835 en
la región brasileña de Bahía y fundaron la “República de los
Palmares”, sostenida durante años en medio de una constante y
a ratos triunfal guerra contra las autoridades coloniales.
La única rebelión esclava que triunfó en América fue la de los
esclavos haitianos, que, inspirados en el culto vudú, aprovecha-
ron la crisis colonial producida por la Revolución Francesa para
insurreccionarse en 1791 contra sus amos blancos. Luego de va-
rios años de lucha, tomó el control del movimiento el jefe revolu-
cionario Toussaint Louverture, bajo cuyo liderazgo el ejército de
esclavos venció a todos sus enemigos locales y también derrotó a
los ejércitos expedicionarios enviados por España e Inglaterra. En
1801, una Asamblea Central convocada por Toussaint decretó la
“Constitución de la colonia de Santo Domingo”, por la cual Haití
y sus islas adyacentes reconocían el predominio francés, pero tam-
bién hacían suyo el espíritu libertario de la Revolución Francesa,
consagrado en la “Declaración de Derechos del Hombre y del
Ciudadano”. En consecuencia, esa Constitución proclamaba:

“Art. 3. En este territorio no podrá haber esclavos.


La servidumbre ha sido abolida para siempre. Todos los
hombres nacen, viven y mueren libres y franceses.
Art. 4. Todo hombre, cualquiera sea su color, puede ser
admitido en cualquier empleo.
Art. 5. No hay otra distinción que la de la virtud y el
talento, ni otra superioridad que la otorgada por la ley
en el ejercicio de la función pública. La ley es igual para
todos, tanto cuando castiga como cuando protege.”

Forzada por la insurrección de los esclavos haitianos, la


Asamblea Nacional francesa declaró abolida la esclavitud en las
colonias. Pero poco después, en 1802, Napoleón Bonaparte anu-
ló la abolición y envió hacia el Caribe un gran ejército colonial,
encargado de restablecer la esclavitud en las colonias francesas.
En el caso de Haití, Toussaint fue apresado por los franceses,
pero los esclavos insurrectos resistieron exitosamente; tras dos
años de guerra, derrotaron al ejército colonial y consolidaron

129
definitivamente su libertad. En enero de 1804, bajo la jefatura de
Dessalines, fue proclamada la independencia haitiana y creada la
primera república independiente de América, que fuera también
la primera república negra del mundo. En la proclama de inde-
pendencia, Dessalines afirmaba:
“... Hemos osado ser libres, osemos serlo por noso-
tros mismos y para nosotros mismos. ... Juremos ante el
universo entero, ante la posteridad, ante nosotros mismos,
renunciar para siempre a Francia, y morir antes que vivir
bajo su dominación. ... Prestad entonces juramento de vi-
vir libres e independientes, y de preferir la muerte a todo
lo que pueda volveros al yugo.”

Unos años más tarde, sería precisamente el gobierno haitia-


no del presidente Pétion quien proveería de armas y recursos a
la empresa libertadora de Simón Bolívar, poniendo como única
condición que el futuro Libertador de Sudamérica decretara la
manumisión de los esclavos de Venezuela.
Hasta donde pudo, Bolívar hizo honor a ese compromiso.
* * *

La historia humana tiene una inevitable carga de tragedia, al


punto que a veces el conocimiento del pasado es un ejercicio in-
grato, pero inevitable e indispensable para vivir conscientemente
nuestro destino, porque no hay experiencia ninguna en el cerebro
humano que no esté construida sobre la memoria individual o co-
lectiva.
Esa carga de tragedia es especialmente agobiante cuando se
trata de construir una historia alternativa a partir de memorias
colectivas vinculadas al sufrimiento, a la opresión o a la margi-
nación. Ha escrito Czelsaw Milosz: “Uno recuerda lo que duele:
los judíos recuerdan, los polacos recuerdan”. Podríamos añadir:
“los indios y los negros de América recuerdan”. Y explicar que
no recuerdan su pasado por un ejercicio de victimismo o un pru-
rito de revancha, sino por una irrefrenable necesidad de entender
su oprobioso presente y de rescatar sus raíces originales, su iden-
tidad como pueblos.

130
En general, no es posible reconstruir a cabalidad la memoria
histórica, puesto que no nos es dado recuperar todos los testi-
monios del pasado. Pero esta realidad se agrava cuando se trata
de pueblos marginados de la historia, privados por el opresor de
todo acceso a los recursos de la cultura escrita. Por ello, la ver-
dadera historia de los indios y los negros americanos está hecha
de testimonios aislados, palabras sueltas, sueños inconclusos.
Son materiales insuficientes para reconstruir una memoria total,
cabal y completa de esos pueblos, pero ellos bastan para lograr
dos fines fundamentales de la historia: hacer luz sobre el pasado
de una parte de la humanidad, ocultado intencionalmente por los
opresores, y ayudar a los pueblos indios, negros y mestizos en el
esfuerzo de reconstrucción de su memoria y recuperación de su
antigua dignidad.
Y siempre que se trata de temas históricos, aparece por delan-
te la vieja exigencia de la “objetividad”, que la derecha entiende
como una camisa de fuerza puesta a la ciencia para evitar que ésta
vaya más allá de lo que está escrito en los documentos, más allá
de lo que los escribas del sistema de dominación consideraron
digno de ser registrado como testimonio de su tiempo. Por este
medio, tomando a la objetividad como escudo, se trata de impedir
que la historia sea una ciencia plenamente desarrollada –es decir,
una ciencia reflexiva, capaz de teorizar sobre la realidad pasada
y presente– y se busca que siga siendo la pequeña ciencia de los
archivistas, los paleógrafos y los transcriptores, para la cual lo
escrito en el documento es la única verdad posible. ¿Y qué pasa
con lo no escrito o lo apenas sugerido? ¿Y cómo reconstruir la
historia de esos sectores marginales, que estaban –y aún están– al
margen de la escritura? ¿Y dónde queda la historia de los pueblos
de cultura oral?
Hace una cuarentena de años, saliendo al paso de los guardia-
nes de la “objetividad histórica”, el historiador argentino Dardo
Cúneo escribió:

“La objetividad comienza por no desconocer, ni des-


contar, ningún elemento de la realidad en vigencia, en be-
ligerancia, y requiere el coraje de entender los problemas

131
desde su raíz, reconocerlos en todas sus dimensiones, in-
terpretarlos en sus contradicciones y extraer de ellas los
significados esenciales que hacen a la continuidad histó-
rica de una comunidad, de un pueblo, de una nación; ob-
jetividad que no aísla pasados con respecto al presente, ni
a éste con relación a aquellos.”

La ciencia histórica, a diferencia de los dogmas religiosos,


está hecha de incertidumbres, búsquedas tentativas y pasos de
aproximación. El historiador, como cualquier científico, acepta el
error y la duda como elementos inevitables de su trabajo investi-
gativo, por lo cual camina con pasos inseguros en busca de la ver-
dad. Y esto lo diferencia del predicador, que cree ser dueño de una
verdad y afirma que ésta le ha sido revelada. Así, pues, el estudio
de la Historia nos permite conocer el pasado y encontrar claves de
comprensión del presente, pero también nos ayuda a descubrir las
rutas del conocimiento, a comprender las dificultades que hay en
ellas y a identificar los métodos necesarios para superarlas.
De otra parte, y supuesto que la historia general se hace de
historias parciales, uno de los grandes progresos del saber his-
tórico ha sido la relativamente reciente preocupación por grupos
humanos que antes estaban excluidos: las mujeres, los pobres, los
trabajadores, los esclavos. Lo cual prueba, una vez más, que no se
avanza poniendo límites al conocimiento sino haciéndole ganar, a
la vez, extensión y profundidad.
Y tras estas necesarias reflexiones, volvemos de nuevo al tema
que nos ocupa.

* * *

Fueron los indios y los negros, víctimas principales del colo-


nialismo, quienes lucharon primero por la libertad en tierras de
América. Y esto los diferenció de la generalidad de los criollos,
que hablaban en teoría de la libertad, pero en la práctica sólo que-
rían la emancipación: hijos adultos de España, buscaban inde-
pendizarse de su madre patria, para mejor explotar a sus siervos
indios y esclavos negros.

132
Con todo lo brutal que fue el colonialismo externo, tuvo lí-
mites en su brutalidad. Las Leyes de Indias buscaron garantizar
algunos derechos de los nativos americanos, a partir de la con-
sideración de que eran vasallos libres del Rey de España. Y los
Códigos Negros españoles hicieron otro tanto respecto de los es-
clavos de origen africano, bajo la óptica cristiana de que también
eran hijos de Dios. Pero las nacientes oligarquías criollas, en-
gendradas en la misma matriz colonial, no tuvieron límites en su
brutalidad respecto a indios, negros y grupos sociales derivados
de estos. Usando y abusando de las leyes, o violándolas flagran-
temente cuando convenía a sus intereses, ellas esclavizaron a los
indios en minas, haciendas, obrajes y batanes, provocando con
ello sucesivos levantamientos y rebeliones de sus víctimas. De
este modo el indio, supuesto vasallo libre del Rey, terminó por ser
más esclavo que el negro y en muchos sentidos fue peor tratado
que éste. Es que el esclavo valía cientos de pesos y era preciso
cuidarlo bien para proteger la inversión hecha en él, mientras que
el indio era “res nullius”, cosa de nadie, y no importaba si llegaba
a morir por exceso de trabajo o de maltratos. Obviamente, recor-
dar esta diferenciación de tratos no apunta a ignorar la extrema
crueldad con que los esclavos eran tratados cuando delinquían,
huían o se rebelaban contra sus amos, mereciendo por ello azo-
tainas, apaleamientos, mutilaciones y hasta condenas de muerte.
Esa brutalidad oligárquica explica, en lo fundamental, la re-
sistencia de muchos pueblos y regiones americanos a la indepen-
dencia gestionada por los propietarios criollos y el paralelo apo-
yo brindado a las autoridades coloniales. Los llaneros negros y
pardos de Venezuela y los indios de Pasto son quizá los mayores
ejemplos de esa resistencia popular, hecha al grito de: ¡Viva el rey
y mueran los blancos!

* * *

Hijo de América tanto como de España, pero heredero del


sistema de dominación creado por los europeos, el criollo sería
el protagonista principal de la historia latinoamericana del siglo
XIX. Empero, sería injusto dejar de precisar que entre los criollos

133
hubo propietarios oligárquicos ambiciosos, que actuaron como
factores y beneficiarios del sistema, pero también gentes de ele-
vada estatura moral, que se preocuparon de los problemas socia-
les existentes en sus países e hicieron suyas las reivindicaciones
humanas de indios y negros.
A comienzos del siglo XIX, hallamos varios ejemplos de crio-
llos progresistas, que abogaron por la liberación social de indios y
negros como primer paso de una necesaria renovación social, que
en última instancia apuntaba a la conformación de una sociedad
democrática.
Quizá el primero de ellos fue el padre de la independencia de
México, don Miguel Hidalgo y Costilla, quien el 5 de diciem-
bre de 1810 expidió en Guadalajara su célebre “Bando sobre tie-
rras”, por el que dispuso que concluyesen los tramposos arrien-
dos de tierras comunitarias indígenas hechas por los hacendados
y que “se entreguen a los referidos naturales las tierras para su
cultivo, sin que para lo sucesivo puedan arrendarse, pues es mi
voluntad –decía– que su goce sea únicamente de los naturales de
sus respectivos pueblos.” Adicionalmente, al día siguiente pro-
mulgó un “Bando sobre esclavos y tributos”, en el que hacía las
siguientes declaraciones:

“Primera: Que todos los dueños de esclavos de-


berán darles la libertad en el término de diez días, so
pena de muerte, que se les aplicará por transgresión
de este artículo. Segunda: Que cese para lo sucesivo
la contribución de tributos, respecto de las castas que
lo pagaban, y toda exacción que a los indios se les
exigía. ...”

Dos años más tarde, el guayaquileño José Joaquín Olmedo,


diputado a las Cortes de Cádiz, denunció minuciosamente todo el
horror de la mita y otras formas de servidumbre indígena, califi-
cándolas como “bárbaras herencias de la conquista y gobierno
feudal, fomento de la pereza y del orgullo de los nobles y enno-
blecidos, y esclavitud de los naturales paliada con el nombre de
protección.”

134
Siguiendo con su descarnado análisis, Olmedo agregaba más
adelante: “Es admirable que haya habido en algún tiempo razo-
nes que aconsejen esta práctica de servidumbre y de muerte; pero
es más admirable que haya habido reyes que la manden, leyes
que la protejan y pueblos que la sufran.”
Poniendo el dedo en la llaga del colonialismo, denunciaba:
“Los indios son condenados a esas horribles y famosas fatigas
sin otra culpa que la avaricia ajena, sin otro crimen que su hu-
mildad y su mansedumbre”, para concluir afirmando que “la jus-
ticia, la humanidad la política aconsejan y mandan imperiosa-
mente la abolición de la mita y de toda servidumbre personal de
los indios, y la derogación de todas las leyes mitales.”30
Poco más tarde, el 12 de marzo de 1813, la Asamblea
Constituyente de las Provincias Unidas del Río de la Plata san-
cionó el histórico decreto de supresión de la servidumbre, origi-
nalmente expedido por la Junta Provincial Gubernativa el 1º de
septiembre de 1811 y por tanto declaró

“derogada la mita, las encomiendas, el yanaconazgo y


el servicio personal de los indios bajo todo respecto y sin
exceptuar aun el que prestan a las iglesias y sus párrocos
o ministros, siendo la voluntad de esta soberana corpo-
ración el que del mismo modo se les haya y tenga a los
mencionados indios de todas las Provincias Unidas por
hombres perfectamente libres, y en igualdad de derechos
a todos los demás ciudadanos que las pueblan, debiendo
imprimirse y publicarse este soberano decreto en todos
los pueblos de las mencionadas Provincias, traduciéndose
al efecto fielmente en los idiomas guaraní, quechua y ay-
mará, para la común inteligencia”.

* * *

Una vez conformadas las repúblicas hispanoamericanas, el


colonialismo español fue sustituido por el colonialismo interno

30 Discurso del diputado J. J. Olmedo en las Cortes de Cádiz sobre la abolición de las
mitas; 12 de octubre de 1812.

135
de las oligarquías criollas. Mientras los descendientes de España
ejercían el poder y redactaban solemnes constituciones liberales,
indios y negros siguieron siendo la fuerza esclava que cavaba mi-
nas, cultivaba haciendas y plantaciones, construía caminos, le-
vantaba iglesias y edificios públicos. Los indios, legalmente tan
libres como antes, tenían el deber adicional de sostener al fisco
con sus tributos, aunque estaban oficialmente marginados del
derecho al voto. Los negros, que lucharan en la vanguardia de
los ejércitos de la independencia y recibieran por ello ofertas de
libertad, fueron luego burlados en sus aspiraciones y sometidos
otra vez al yugo de la esclavitud o de la servidumbre. Eso sí, unos
y otros estaban obligados a participar como carne de cañón en
las reiteradas guerras civiles desatadas por caudillos regionales o
clanes oligárquicos ambiciosos de mando, o en las guerras inter-
nacionales declaradas por esas mismas fuerzas del poder.
Las oligarquías criollas reorganizaron a su gusto la vida públi-
ca y privada. Tras la etapa heroica de la guerra de independencia,
en la que algunos hombres de humilde origen alcanzaron por su
bravura altos puestos en la milicia, todo indio o negro que care-
ciera de amo u oficio conocido, o que anduviera libremente por
calles y caminos, fue perseguido como delincuente, al amparo de
las “leyes contra la vagancia” que se dictaron en todos los paí-
ses hispanoamericanos. De este modo, el sistema hacienda buscó
radicar dentro de sus límites a la fuerza de trabajo y en esta tarea
no se diferenciaron mucho los regímenes liberales de los conser-
vadores.
La república oligárquica fue el modelo de Estado que se gene-
ralizó en el continente, tanto en el norte anglosajón como en el sur
iberoamericano. En todos los países, las Constituciones contenían
solemnes declaraciones acerca de los derechos del hombre y del
ciudadano, pero en todos ellos existían también sistemas elec-
torales censitarios, que otorgaban el voto únicamente a quienes
tuvieran una propiedad o una profesión liberal, supieran leer y
escribir y no trabajaran en relación de dependencia. Por este me-
dio, fueron marginados de la vida política los indios, los negros y
los mestizos, que precisamente por causa del sistema eran pobres,
ignorantes y dependientes.

136
El indio, supuestamente libre, siguió sometido a la triple exac-
ción del patrón, del Estado y de la Iglesia, por medio de una com-
binación perversa y perfecta: lo poco que le pagaba el hacendado
se lo quitaban el cura y el cobrador de impuestos, con lo cual es-
taba obligado a seguir trabajando en la hacienda para poder seguir
pagando al cura y al gobierno. Hay más: por acaso el peón fuese
a huir de la hacienda en busca de otro patrono, el hacendado bus-
caba endeudarlo crecientemente, para mantenerlo bajo el yugo de
la ley, que establecía la prisión por deudas. En ciertos países, las
deudas eran inclusive hereditarias, con lo cual la servidumbre in-
dígena terminaba siendo semejante, en los hechos, a la esclavitud
negra.
El negro, por su parte, vio burladas las promesas de manumi-
sión que le hicieran los líderes de la independencia. En la Gran
Colombia, el Libertador Simón Bolívar decretó la libertad de los
esclavos, pero el Congreso, dominado por los propietarios crio-
llos, revisó el asunto en 1821 y lo redujo a una simple “libertad
de vientres”, por la cual los hijos de esclavos nacían libres, pero
sus padres seguían en la esclavitud; además, los hijos libertos de-
bían prestar servicios personales al amo hasta su mayoría de edad,
como pago por su manutención.
No era muy diferente la situación de los mestizos. Despreciados
por los blancos y recelados por los indios y negros, los “ladinos”
constituían una suerte de parias acomodaticios, útiles para cum-
plir cualquier tarea servil o para ejecutar los trabajos sucios que
requería el sistema. Ellos constituyeron la base social de los ejér-
citos republicanos, de las policías rurales, del estamento de ca-
pataces y mayordomos de las haciendas; carne de cañón para las
guerras civiles o conflictos internacionales, ellos fueron también
los encargados de apresar indios y negros prófugos o de aplas-
tar levantamientos populares. Pero, por otra parte, ellos formaron
también las filas del artesanado urbano, esa masa levantisca de las
ciudades que se alzaba periódicamente contra las tiranías y más
tarde llegó a constituir la base social de la naciente clase obrera
latinoamericana.

* * *

137
En general, fueron las fuerzas liberales quienes abrieron las
puertas de nuestra América al progreso social y a la modernidad
capitalista. Los pensadores liberales de vanguardia, inspirados en
una originaria conciencia nacional y deseosos de construir una
sociedad abierta, donde los hombres valieran por su mérito y no
por su nacimiento o color, se empeñaron en eliminar de nuestros
países los rezagos coloniales, entre los cuales figuraban notoria-
mente la servidumbre del indio y la esclavitud del negro.
Empero, los gobiernos liberales no siempre se guiaron por el
pensamiento de su vanguardia ideológica, sino más bien por rea-
lidades políticas o concretos intereses de la estructura social. En
ese contexto, para el liberalismo latinoamericano del siglo XIX,
la supresión de la esclavitud de los negros fue un logro más fá-
cil de realizar que la eliminación de la servidumbre indígena. La
campaña de Inglaterra contra el comercio negrero y la generali-
zación de las leyes de “libertad de vientres” en América Latina
irían mermando, en la práctica, la capacidad de reproducción del
régimen esclavista en los países de la región. De otra parte, algu-
nos caudillos liberales, como el ecuatoriano Urbina, hallarían en
la manumisión de los esclavos un provechoso mecanismo para
el fortalecimiento de sus fuerzas militares, enfrentadas en inter-
mitente guerra civil a las fuerzas conservadoras. Fuese por estas
o por otras razones, lo cierto es que hacia el tercio final del siglo
XIX la esclavitud había sido abolida legalmente en muchos paí-
ses o fue desapareciendo de hecho con la muerte de los últimos
esclavos.
Más compleja les resultó a los líderes liberales la resolución
de la cuestión indígena. De una parte, estaban la fuerza e influen-
cia que poseía el sistema-hacienda en la mayoría de países del
subcontinente, sistema que no sólo se sostenía en la hacienda tra-
dicional y en la propiedad territorial eclesiástica, sino también en
la plantación de nueva data, vinculada al mercado exterior. En
términos políticos, esto significaba que la hacienda, como modelo
de producción servil y de control de la mano de obra indígena,
interesaba tanto a los antiguos hacendados conservadores y a la
Iglesia como a los nuevos plantadores liberales. Así, pues, liberar
al indio de la dominación servil implicaba afectar de muerte al

138
sistema hacienda y golpear los intereses de toda la clase dominan-
te, y los liberales no estaban dispuestos a llegar tan lejos, fuese
porque su debilidad política no lo permitía o porque su misma
ideología les refrenaba en su avance reformista, ante el temor de
afectar los sacrosantos intereses de la propiedad privada.
De esta manera se explica que unos líderes reformistas tan
avanzados como el mexicano Benito Juárez (él mismo, un indio
zapoteca), el guatemalteco Justo Rufino Barrios o el ecuatoriano
Eloy Alfaro se hayan enfrentado valientemente a la Iglesia, a los
ejércitos conservadores y aun a las fuerzas intervencionistas ex-
tranjeras, pero no se hayan atrevido a reformar el sistema-hacien-
da y a liberar al indio de su condición servil.
Sin embargo, en honor a la verdad, debemos destacar que
Alfaro no se limitó a soslayar la presencia del problema indígena
sino que lo denunció y aun avanzó algunos pasos hacia su solu-
ción. Como líder de la revolución liberal de 1895, en cuyo triunfo
los indios tuvieron un papel protagónico, Alfaro liberó a éstos de
la contribución personal (nombre que en la república había toma-
do el colonial “tributos de indios”) y otras gabelas fiscales, así
como del trabajo obligatorio en obras públicas. Además, dispu-
so la creación de escuelas especiales para la educación indígena
y mandó que las autoridades civiles y militares los tratasen con
respeto y los protegiesen de todo abuso. Este líder radical inclu-
sive llegó a denunciar el problema de la servidumbre indígena
y campesina en su mensaje a la Convención Nacional de 1896,
diciendo:

“La raza indígena, la oriunda y dueña del territorio


antes de la conquista española, continúa también en su
mayor parte sometida a la más oprobiosa esclavitud, a
título de peones. Triste y bochornoso me es declararlo;
los benéficos rayos del sol de la independencia, no han
penetrado en las chozas de estos infelices, convertidos en
parias por obra de la codicia...
A título de peones conciertos, los indios son siervos
perpetuos de sus llamados patrones.

139
...No sólo son culpables los que esclavizan sino tam-
bién los que sancionamos con la indiferencia ese delito de
lesa humanidad, contra una clase desvalida...
(También) tenemos en las provincias del Litoral una
clase de gente campesina conocida con el nombre de peo-
nes conciertos; esclavos disimulados, cuya desgraciada
condición entraña una amenaza para la tranquilidad pú-
blica, el día en que un nuevo Espartaco se pusiera a la
cabeza de ellos para reivindicar su libertad....”

Lamentablemente, la solución que Alfaro propuso para el


problema de la servidumbre indígena y campesina revela esos ya
planteados límites ideológicos que tuvo el liberalismo latinoame-
ricano: tratando de no atacar al dogma de la propiedad privada,
el Viejo Luchador ¡planteó la necesidad de que se reuniera un
Congreso Nacional de Hacendados, que le recomendara las me-
didas a tomar para la liquidación del concertaje...!
En síntesis, la reforma liberal fue desigual en los distintos paí-
ses del continente: temprana en unos y tardía en otros, o profunda
en éstos y superficial en aquellos, pero en su conjunto marcó un
punto de ruptura definitiva con el pasado colonial y post-colonial.
En muchos casos, la reforma no alcanzó a cumplir su programa
de cambios sociales y hubo necesidad de nuevas revoluciones
para liberar definitivamente a la fuerza de trabajo de sus viejas
ataduras serviles o semiserviles y dar paso al imperio del trabajo
asalariado.
Empero, nada de esto se hubiera alcanzado de no ser por la
lucha de los pueblos americanos y de su antigua conciencia de
humanidad, que todavía sostienen y empujan el sueño de una
América liberada del racismo, de la opresión y de la desigualdad.

(Publicado en “El pensamiento social y político


iberoamericano del siglo XIX”, tomo 22 de la
‘Enciclopedia Iberoamericana de Filosofía’,
Edición de Arturo Andrés Roig,
Editorial Trotta/CSIC, Madrid, 2000.)

140
“Tres procesos de emancipación
en la historia hispanoamericana”

Las luchas anticoloniales de hispanoamérica

E
n el continente americano se produjeron las primeras
revoluciones anticoloniales del mundo moderno, de
las cuales alcanzaron su culminación tres, que fueron
la independencia de los Estados Unidos (1775–1783), la inde-
pendencia de Haití (1790–1804) y la independencia de Hispa-
noamérica (1809–1824). Hubo un cuarto proceso anticolonial,
que cronológicamente fue el más antiguo y sostenido de todos,
pero que por diversas razones no alcanzó entonces su culmina-
ción y ha persistido hasta nuestros días como un proyecto polí-
tico pendiente de resolución; nos referimos a la lucha de resis-
tencia y liberación de los pueblos indígenas, que se inició en los
mismos de la colonización española y que ha persistido hasta
hoy, con diversas expresiones y modalidades, en varios lugares
de nuestro continente, particularmente en Chiapas (México), en
el área andina (Colombia, Ecuador, Perú y Bolivia), en la Ama-
zonia brasileña y en Gulumapu, el histórico territorio mapuche
del sur de Chile.
Con el triunfo de esas revoluciones mencionadas al comienzo
se inició un proceso de descolonización que constituye uno de
los mayores signos de progreso de la humanidad contemporánea,
que aún no ha terminado, como nos lo recuerdan las múltiples
colonias todavía existentes en el mundo, disfrazadas como bases
militares (Guantánamo, Diego García, Islas Guam), como “Re-
giones ultraperiféricas de la Unión Europea” (las islas Malvi-
nas, la Guayana Francesa, Ceuta y Melilla) o como “Estado Libre
Asociado a los Estados Unidos” (Puerto Rico).

141
Esas tres revoluciones anticoloniales dieron luz a 18 nuevas
naciones independientes, liberaron del dominio extranjero a mi-
llones de personas, rompieron los antiguos monopolios comercia-
les y crearon las bases para el surgimiento de un mercado mun-
dial. También encarnizaron y dieron vida concreta a principios
políticos, derechos humanos y libertades civiles hasta entonces
solo esbozadas en el papel, tales como la soberanía popular, la
división de poderes, la libertad personal, la igualdad jurídica de
los ciudadanos, la libertad de imprenta, etc.
Además, esas revoluciones anticoloniales de América, junto
con la revolución burguesa de Francia, de 1789, integraron el ci-
clo de transformaciones liberales de Occidente, que validó ante el
mundo entero el modelo político democrático–republicano, que
hasta entonces solo había existido como aspiración en las obras
de los teóricos del liberalismo, como Locke y Montesquieu.
Pero si resulta del todo meritorio ese impulso anticolonialista,
lo que ya no resulta tan glorioso es el horizonte político interno que
delineó la mayoría de esas revoluciones anticoloniales, pues, salvo
el caso de Haití, esos procesos fueron progresistas hacia afuera,
pero extremadamente conservadores hacia adentro. Dicho de otro
modo, buscaban que los nuevos países se liberaran del dominio
colonial metropolitano, pero paralelamente se proponían mantener
indemne la estructura social interna y, en algunos casos, incluso
buscaron preservar hasta donde fuera posible la estructura política
preexistente. Por eso, hemos optado por definirlas como “revolu-
ciones conservadoras”, ya que tenían elementos de ruptura política
propios de una revolución, tales como la insurgencia armada con-
tra el poder colonial extranjero y la destrucción o violenta sustitu-
ción del viejo sistema político, pero su fin último era, en la mayoría
de los casos, la preservación de la antigua estructura social interna
o, al menos, de los elementos fundamentales de ella.

Las luchas de liberación de los pueblos negros

Son conocidas las diferencias históricas y culturales que hubo en-


tre los sistemas coloniales hispánico, luso, anglosajón y francés
desarrollados en América. Uno de los elementos diferenciales fue

142
la relación de esos sistemas con los pueblos indígenas preexis-
tentes, especialmente a partir de la mayor o menor resistencia
que ellos mostraron frente a los conquistadores europeos y, sobre
todo, a las posibilidades de explotación laboral que su presencia
ofrecía.
Allí donde la población indígena era sedentaria y numerosa,
como en Mesoamérica y Sudamérica andina, la explotación mi-
nera y agropecuaria se basó en la explotación de la mano de obra
nativa, fundamentalmente a través del sistema de trabajo obliga-
torio y gratuito, también llamado “mita”. Pero donde la población
indígena no podía ser explotada sistemáticamente, porque era es-
casa, o nómada, o fieramente resistente –como ocurriera en las is-
las y costas del Caribe, o en las llanuras de América del Norte– la
explotación colonial se basó en el trabajo esclavo.
Millones de seres humanos de piel oscura, sometidos a la bru-
talidad de la mita o a la barbarie de la esclavitud, gemían bajo el
látigo de implacables capataces y sostenían con su trabajo esa
primera expansión capitalista mundial, es decir, eso que Adam
Smith llamara “la riqueza de las naciones”. De otra parte, esas
mismas gentes trabajadoras constituían la inmensa mayoría de la
población en cada una de las regiones americanas, lo que contras-
taba con la realmente mínima presencia numérica de los colonos
blancos de cualquier origen.
Empero, esa población blanca americana, hija de los procesos
de colonización y heredera directa de los beneficios coloniales,
poseía la riqueza y la cultura necesarias para emprender, desde
fines del siglo XVIII, en los primeros proyectos de descoloniza-
ción. Esos proyectos vinieron acompañados de grandes ideas li-
berales. La famosa “Declaración de Derechos de Virginia”, texto
esencial de la revolución norteamericana, sostuvo en su primer
artículo que “todos los hombres son por naturaleza igualmente
libres e independientes, y tienen ciertos derechos inherentes, de
los cuales, cuando entran en un estado de sociedad, no pueden
ser privados o postergados; expresamente, el gozo de la vida y la
libertad, junto a los medios para adquirir y poseer propiedades,
y la búsqueda y obtención de la felicidad y la seguridad.” Tam-
bién dispuso, por su artículo 9, “que no se impongan, ni se dicten

143
castigos crueles o anormales” y, recalcó, en su artículo 16, “que
es deber mutuo de todos el practicar la indulgencia, el amor y la
caridad cristianas.”
Pero todas esas bellas teorías y solemnes declaraciones igno-
raban o soslayaban expresamente la presencia de los casi 4 mi-
llones de esclavos que existían para entonces en Norteamérica,
formando parte de una masa laboral esclava que era de unos 7
millones en todo el continente americano.1 Y es conocido el he-
cho de que, antes de aprobar y disponer la publicación de la “De-
claración de Independencia”, el Congreso de los Estados Unidos
alteró sustancialmente el texto preparado por el “Comité de los
cinco” (Adams, Franklin, Jefferson, Livingston y Sherman) y eli-
minó en forma vergonzante todo lo relativo al comercio de es-
clavos. Así, ignorando oficialmente esa realidad social, la nueva
república pudo seguir gloriándose de los altos principios liberales
que la inspiraban, a la vez que sus plantadores seguían benefi-
ciándose con la explotación de la esclavitud y sus tratantes de
esclavos seguían enriqueciéndose con ese negocio vil.
La Revolución Haitiana, iniciada en 1791 como un eco caribe-
ño de la Revolución Francesa, vino a replantear en toda América
el problema de la esclavitud. Tras varios años de lucha, el movi-
miento revolucionario pasó a ser dirigido por Toussaint Louver-
ture, bajo cuyo liderazgo el ejército de antiguos esclavos venció a
sus enemigos locales y derrotó a los ejércitos expedicionarios en-
viados por España e Inglaterra. Un par de años después, en 1801,
una Asamblea Central convocada por Louverture aprobó y emi-
tió la “Constitución de la colonia de Santo Domingo”, por la cual
Haití y sus islas adyacentes reconocían la soberanía de Francia,
pero reivindicaban también el espíritu libertario de la Revolución
Francesa, consagrado en la “Declaración de Derechos del Hombre
y del Ciudadano”. En consecuencia, esa Constitución proclamaba:

“Art. 3. En este territorio no podrá haber esclavos.


La servidumbre ha sido abolida para siempre. Todos los
hombres nacen, viven y mueren libres y franceses.

1 Eric Hobsbawm Industria e Imperio, Barcelona, Editorial Crítica, 2001, p. 48.

144
Art. 4. Todo hombre, cualquiera sea su color, puede ser
admitido en cualquier empleo.
Art. 5. No hay otra distinción que la de la virtud y el
talento, ni otra superioridad que la otorgada por la ley
en el ejercicio de la función pública. La ley es igual para
todos, tanto cuando castiga como cuando protege.”

Obligada por la exitosa insurrección de los esclavos haitianos,


la Asamblea Nacional francesa declaró abolida la esclavitud en
las colonias. Pero poco después, en 1802, Napoleón Bonaparte
anuló la abolición y envió hacia el Caribe un gran ejército colo-
nial, encargado de restablecer la esclavitud en los dominios de
Francia. Toussaint fue apresado por los franceses, pero los hai-
tianos resistieron exitosamente y, luego de dos años de guerra,
derrotaron al ejército colonial y consolidaron definitivamente su
libertad. En enero de 1804, bajo la jefatura de Dessalines, fue
proclamada la independencia haitiana. La proclama de indepen-
dencia decía:

“... Hemos osado ser libres, osemos serlo por noso-


tros mismos y para nosotros mismos. ... Juremos ante el
universo entero, ante la posteridad, ante nosotros mismos,
renunciar para siempre a Francia, y morir antes que vivir
bajo su dominación. ... Prestad entonces juramento de vi-
vir libres e independientes, y de preferir la muerte a todo
lo que pueda volveros al yugo.”

Al consagrar la eliminación de esa lacra social en la teoría y


en la práctica, el pueblo haitiano rebasó el límite de una “guerra
de independencia” contra Francia y alcanzó el de una “guerra de
liberación social y nacional”, efectuando en una de las más radi-
cales transformaciones de la historia universal, que dio lugar al
nacimiento de la segunda república independiente de América, la
primera república negra del mundo y la primera república antico-
lonialista de la historia.
Años después, el gobierno haitiano del presidente Pétion pro-
veería de armas y recursos a la empresa libertadora de Simón

145
Bolívar, exigiendo como condición única que el futuro Liberta-
dor de Sudamérica decretara la manumisión de los esclavos de
Venezuela.
Inevitablemente, las acciones revolucionarias de Haití pro-
vocaron una creciente inquietud social y política en el Caribe y
todavía más allá de ese espacio geográfico. El ejemplo de ese
pequeño país, donde los esclavos se habían rebelado contra sus
amos e instaurado una democracia social, a la par que derrotaban
militarmente a una de las mayores potencias militares de la época,
estremeció a los esclavistas de todas partes y a los colonialistas
de todos los idiomas, que se apresuraron a tomar medidas para
evitar la expansión del fuego revolucionario. Los Estados Unidos
decretaron el bloqueo comercial de Haití, en un anticipo de lo que
un siglo y medio después harían contra otra isla revolucionaria
del Caribe, la de Cuba, por similares razones. A su vez, las auto-
ridades españolas prohibieron en sus colonias la introducción de
negros esclavos provenientes de las colonias francesas, porque
temían que viniesen contagiados con el virus de la revolución.
Y cosa igual hicieron en sus colonias los ingleses, holandeses y
portugueses, basados en similares motivaciones.
El área del Caribe albergaba por aquella época una pobla-
ción esclava de aproximadamente 1’200.000 personas, de las
cuales más de 600.000 radicaban en las posesiones francesas,
unas 300.000 en las posesiones británicas y sobre 200.000 en las
posesiones españolas insulares (Cuba, Puerto Rico, Santo Do-
mingo) y de Tierra Firme (Venezuela y Nueva Granada). Con-
siderando la tradicional rebeldía de la población esclava, que en
ese mismo siglo XVIII había protagonizado levantamientos en
casi todos los territorios de la región, resultaba lógico esperar
el estallido de nuevas sublevaciones en el área. De ahí que el
ejemplo haitiano, que quitaba el sueño a los poderosos propieta-
rios coloniales, se convirtió en una irrefrenable esperanza para
los esclavos de todo el continente, que empezaron a enarbolar
y proclamar “la ley de los franceses” en todos los estallidos
de simpatía que se produjeron en otras colonias de la región
antillana: Martinica, Tobago, Santa Lucía, casi todas las islas
británicas, Curazao y Venezuela.

146
Nuevos motivos de inquietud surgieron para el criollismo del
norte sudamericano con el movimiento subversivo venezolano de
Gual y España -cuyo programa inspirado en los principios de la
Gran Revolución, contemplaba la abolición de la esclavitud- y
sobre todo con la conspiración del mulato Chirino, testigo de la
Revolución Haitiana, que planeaba un masivo levantamiento de
pardos contra la oligarquía mantuana de Venezuela. Ello avivó
todavía más el temor de las clases propietarias de América Latina,
que tomaron medidas para evitar el eventual estallido de rebelio-
nes esclavas en su jurisdicción y asumieron una actitud política
abiertamente conservadora.

Los indios frente a la independencia

Si brutal era la situación de los esclavos negros, no lo era menos


la de los indígenas americanos, sometidos a la más oprobiosa ser-
vidumbre. Aunque legalmente eran vasallos libres del Rey de Es-
paña, al que debían pagar tributos, desde los días de la conquista
tenían también encima la carga del trabajo personal gratuito, de-
rivado de la encomienda, que transformó la “mita”, sabia costum-
bre indígena de trabajo obligatorio en beneficio de la comunidad,
en un brutal mecanismo de expolio colonial, definido fielmente
por el criollo guayaquileño José Joaquín Olmedo, en sus dos me-
morables “Discursos sobre las mitas de América” ante las Cortes
de Cádiz (1812). Dijo en el primero de ellos:

“Desde los principios del descubrimiento se introdujo


la costumbre de encomendar un cierto número de indios a
los descubridores, pacificadores y pobladores de América,
con el pretexto de que los defendieran, protegieran, ense-
ñasen y civilizasen… De esta costumbre nacieron males
y abusos tantos y tan graves, que no pueden referirse sin
indignación y sin enternecimiento.  ... De aquí provinieron
los repartimientos de indios para todo, que se conocen con
el nombre de mitas, así como a las que las sirven de mi-
tayos.  Repartimientos de indios para fábricas u obrajes;

147
repartimiento para las minas, labranza de tierras y cría
de ganados; repartimiento para abrir y componer cami-
nos y asistir en las posadas a los viajeros; repartimientos
para las postas y para todos los servicios públicos, parti-
culares y aun domésticos, y  hasta repartimiento de indios 
para que llevasen en sus hombros a grandes distancias
y a grandes jornadas cargas y equipajes, como si fuesen
animales o bestias domesticadas....”

Además de las leyes mitales, la explotación indiscriminada


y brutal de los indígenas estaba garantizada por la misma lógica
de la economía colonial, que determinaba que los siervos indios
fuesen tratados peor que los esclavos negros, pese a encontrarse
teóricamente en mejor condición legal que estos. Y es que un es-
clavo valía mucho dinero y su amo lo cuidaba para proteger su
inversión, mientras que el indio, en teoría vasallo libre del Rey, no
era propiedad de nadie y, según esa lógica perversa, no importaba
que muriese por causa de la sobreexplotación laboral en minas, ha-
ciendas u obrajes.
Explotado doble y paralelamente, tanto por la Corona y sus
corregidores, como por los hacendados, mineros u obrajeros crio-
llos, el indio halló en el alzamiento tumultuario la única salida a su
miserable condición. Así se entiende la frecuencia y virulencia de
esos alzamientos de gentes famélicas y desesperadas, que en sus
estallidos de protesta cometían los más feroces actos de violencia,
aunque no mayores a los que los beneficiarios del sistema colonial
cometían a su vez contra ellos. Los indígenas, tratados como bestias
domésticas por sus amos, reaccionaban de tiempo en tiempo con la
ferocidad de unas bestias salvajes. Pero no eran bestias, ni mucho
menos. Eran seres humanos que tenían plena conciencia de su hu-
manidad y también de la crueldad e injusticia con que eran tratados
por el sistema colonial y, en particular, por los propietarios criollos.
Lo demuestran las abundantes quejas, denuncias, reclamos, pedi-
dos y ruegos que elevaban a las autoridades, que llenan anaqueles
enteros de nuestros archivos nacionales o de los archivos colonia-
les españoles. Ahí hay abundante material para escribir numerosos
tomos de una real “Historia universal de la infamia”, seguramente
más dramática que la obra imaginativa de Jorge Luis Borges.

148
Los nativos americanos se sabían víctimas de la violencia
conquistadora y de la opresión colonial, y ansiaban reconquistar
de nuevo un horizonte de libertad. Por eso desarrollaron su propio
pensamiento milenarista y su particular profecía de un futuro fe-
liz, que fueron mecanismos de resistencia espiritual frente al ava-
sallamiento mental que buscaba imponerles el conquistador. Una
expresión temprana de ello fue el movimiento del Taqui Ongo,
surgida en la zona andina del Perú hacia 1560, ceremonia de de-
nuncia de la tragedia indígena y también de preparación para el
advenimiento de una era feliz, que aseguraban se iniciaría con
la expulsión de los blancos y del dios español. Y una expresión
tardía de lo mismo fue el amotinamiento de los nativos del centro
quiteño tras el terrible terremoto de 1797, a los gritos de que la
Pachamama, su Madre Tierra, y sus montañas tutelares se habían
violentado, para manifestar su ira contra los españoles y exigirles
que se marcharan de América, devolviendo a los indios sus tierras
y su libertad, puesto que ya se habían cumplido los tres siglos de
dominio que el Papa les diera sobre este continente. Igualmente,
proclamaron que ya no debían pagar tributos al Rey ni hacer tra-
bajos para hacendados y obrajeros.2
Esa ideología de resistencia implicaba también una sorpren-
dente conciencia política. Lo muestra hasta la saciedad el movi-
miento de Túpac Amaru, que entre 1780 y 1781 proclamó parale-
lamente la eliminación de los tributos y la servidumbre indígena,
y la eliminación de la esclavitud de los negros, en busca de crear
un frente común de los explotados para resistir a los abusos de la
dominación colonial. Cosa similar puede decirse del movimiento
de los comuneros del Socorro, que estalló en 1781 en la Nueva
Granada y fue también un acto de resistencia al dominio colonial.
Una tropa entre mestiza e indígena, de más de 20.000 hombres,
cercó al poder y lo obligó a firmas las “Capitulaciones de Zipa-
quirá”, por las que se abrogaban los impuestos y estancos y se
reconocían los derechos indígenas sobre la tierra. Su líder, José
Antonio Galán, llegó a proclamar el fin del colonialismo español:
“Se acabó la esclavitud”, dijo.

2 Los testimonios del asunto en AGI, S. Quito, L. 250.

149
Los varios proyectos emancipadores

Lo expuesto nos lleva a sostener que, para comienzos del siglo


XIX, en Hispanoamérica estaban planteados de hecho varios
proyectos de emancipación: uno, el de los siervos indígenas, que
buscaban liberarse del dominio europeo y recuperar América para
los americanos nativos; otro, el de los esclavos negros, que as-
piraban a la liquidación de la esclavitud y el otorgamiento de la
libertad personal para todos; y otro más, el de los criollos o espa-
ñoles americanos, que ansiaban independizarse de España, para
mejor controlar estos países, culminar su constitución clasista y
continuar con el dominio sobre indios, negros y mestizos.
Eran proyectos distintos, desiguales e inclusive opuestos de
modo radical. Obviamente, el más avanzado era el de los criollos,
que durante largo tiempo habían ido construyendo una identidad
propia, enfrentada a los funcionarios “chapetones” o “gachupi-
nes” por el control del poder en las colonias españolas.
Poseedores de florecientes plantaciones cultivadas con tra-
bajo esclavo o de grandes latifundios beneficiados por el tra-
bajo indígena servil, y muchos de ellos poseedores de títulos
nobiliarios, los criollos constituían –según la precisa definición
de Severo Martínez Peláez–3 una “clase dominante a medias”,
que tenía en sus manos el poder económico, la influencia so-
cial y los mecanismos culturales de las colonias españolas, pero
que únicamente participaba de las migajas del poder político y
nunca por su propio derecho, sino mediante el pago de jugo-
sos donativos a la Corona. Por lo mismo, ellos deseaban una
emancipación de España que les entregase el control del poder
político en sus países y los convirtiese en miembros de una clase
dominante con plenos derechos. Pero, desde luego, no estaba en
el horizonte de sus aspiraciones políticas la realización de una
revolución social que, como la francesa, repartiera la tierra a los
campesinos pobres, liquidara los derechos feudales y arrasara
legal y físicamente con la nobleza. Lo que querían, en definitiva,
no era transformar esencialmente a la sociedad colonial, sino

3 Martínez Peláez, “La Patria del Criollo”, EDUCA, San José, 1983.

150
mantenerla para su exclusivo provecho, cortando de un tajo la
dependencia frente a la Metrópoli y asumiendo el tan anhelado
poder político.
Por el contrario, los planes emancipadores de indios y negros,
pese a su aparente primitivismo, apuntaban a una transformación
profunda de la estructura socio–económica desarrollada durante
los tres siglos coloniales. Los indios, en tanto que dueños origina-
les del continente, y los negros, convertidos por la historia en una
suerte de nueva etnia americana, aspiraban a una emancipación
personal que los liberara de la servidumbre y la esclavitud, res-
pectivamente, y que les diera dominio efectivo sobre la tierra que
cultivaban con su esfuerzo. Los reiterados motines indígenas, los
alzamientos de resistencia a las reformas borbónicas, las subleva-
ciones de esclavos y el cimarronaje tienen que ser vistos en esta
perspectiva general, dentro de esa común búsqueda de Libertad,
Tierra y Soberanía, y no como fenómenos aislados o eventos his-
tóricos inconexos, ocurridos aquí o allá por causas particulares.
Porque con esos levantamientos ocurre lo mismo que con la gripe
porcina: aunque se manifiesta por acá o por allá en casos aislados,
revela un fenómeno de igual origen y similar efecto. Pero nuestra
historiografía, afectada por un incurable positivismo y empeñada
en la descripción de fenómenos particulares, ha renunciado en
gran medida al análisis de esos fenómenos generales, que fueran
protagonizados por pueblos iletrados y gentes humildes, que en
general no dejaron documentos ni testimonios escritos, pero que
sabían perfectamente lo que querían e identificaban bastante bien
a sus enemigos.
Quienes si entendieron la generalidad y peligrosidad de esos
fenómenos fueron las autoridades metropolitanas, que, desde su
lejana atalaya europea, planificaron formas de refrenar esos pro-
yectos étnicos de liberación. El principal de ellos fue la consti-
tución de un sistema continental de Milicias Disciplinadas, que
sirviera al mismo tiempo para enfrentar las amenazas militares
externas, planteadas por otras potencias y especialmente por In-
glaterra, y también las amenazas internas, representadas por las
sublevaciones indígenas y las rebeliones de esclavos. Ese sistema
estaba concebido para que lo financiaran y sostuvieran en gran

151
medida los propietarios que formaban la oligarquía criolla, que
eran el sector social más amenazado por los ataques extranjeros y
sublevaciones étnicas, y quienes recibirían a cambio las jefaturas
de los nuevos cuerpos militares. La implantación de ese sistema
se inició precisamente en el Caribe, zona de mayor amenaza ex-
tranjera y de gran conflictividad social, con la promulgación del
“Reglamento de Milicias de Cuba”, redactado por el mariscal de
campo Alejandro O’Reilly en 1764.
En la zona andina, esas milicias fueron empleadas con efi-
cacia para aplastar o desanimar levantamientos indígenas. Así
ocurrió p. e. en la Audiencia de Quito, donde esas milicias repri-
mieron sangrientamente a los nativos sublevados del centro del
país (Guamote y Columbe), que en número de 30 mil protago-
nizaron en 1803 un nuevo levantamiento contra el sistema colo-
nial, proclamando “que se maten a los mestizos y españoles” y
enfrentándose con armas primitivas a las tropas milicianas diri-
gidas por el Corregidor Javier Montúfar, hijo del II Marqués de
Selva Alegre, las que luego efectuaron una sanguinaria represión
contra los alzados.
Estos fenómenos relatados exigen que este bicentenario no
sea solo ocasión para rememorar las luchas anticoloniales de los
criollos, sino también las luchas anticoloniales de los indígenas
y negros que ansiaban su liberación, así sea que estas últimas no
hayan tenido los alcances políticos, la continuidad histórica y el
éxito que tuvieron las primeras. Porque la historia, como ciencia,
no puede limitarse a hablar de causas triunfantes y de vencedores;
debe también interesarse por lo otro, por lo que no triunfó o triun-
fó a medias, y por los otros, por los derrotados y especialmente
por las víctimas, cuyas luchas fueron también parte del drama co-
lectivo y en muchos casos, como en el de los indígenas y negros,
siguen siendo un asunto no resuelto y un problema pendiente de
nuestras sociedades nacionales.
Esta tiene que ser la ocasión para que revisemos también al-
gunos crasos errores de nuestro oficio. Me refiero a que nuestras
historiografías nacionales del XIX, y también las de XX, no qui-
sieron o no pudieron reconocer la existencia de otro movimiento
de emancipación que no fuera el de los criollos. Embebidas de pa-

152
triotismo y nacionalismo, se ocuparon más de apuntalar la cons-
trucción ideológica de los Estados nacionales que de estudiar lo
sucedido en aquel importantísimo periodo, que va del tercio final
del siglo XVIII al tercio inicial del siglo XIX. Y por esas mismas
razones, clasificaron a los movimientos de liberación nacional de
los indígenas y a los movimientos de liberación social de los es-
clavos negros bajo la denominación de “movimientos precursores
de la independencia”.
Hay que corregir esa plana porque está mal escrita, equívo-
camente escrita. Y es que insurrecciones indígenas como las de
Túpac Amaru y Túpac Katari en Perú, Jacinto Canek en Yucatán,
o Julián Quito en la Audiencia de Quito, no fueron el preludio ni
el anticipo de las luchas criollas por la independencia, sino algo
radicalmente distinto y en muchos sentidos opuesto al proyecto
criollo. Esas luchas fueron parte de un dilatado plan de liberación
nacional indígena, que en diversos momentos tuvo una formida-
ble influencia social y estremeció al sistema colonial entero, pero
que fracasó por ser intermitente e inconexo y sobre todo por ca-
recer de actualización histórica y no reconocer, en general, las
nuevas exigencias de la realidad social americana.
Similar cosa puede decirse de las rebeliones negras de aquel
periodo, como la del mulato Chirino en Venezuela, en el sentido
de que buscaban la liberación social de los esclavos y apuntaban
contra los amos blancos, es decir, contra los esclavistas criollos, y
no a favor de los planes de estos.

El proyecto criollo de emancipación

El proyecto emancipador de los criollos se construyó sobre ese


agitado mar de fondo de las luchas étnicas de liberación y en gran
medida en oposición a ellas. Frente a los indios que se reclama-
ban dueños naturales de América y ansiaban expulsar a todos los
españoles, retrotrayendo la historia a tres siglos atrás, los españo-
les americanos reivindicaron los “derechos de conquista” hereda-
dos de sus padres para reclamar la posesión del nuevo continente.
En su “Carta a los españoles americanos”, el peruano Juan Pablo

153
Vizcardo y Guzmán proclamaba el derecho preferencial de los
descendientes de los conquistadores a ejercer señorío sobre Amé-
rica, derivado del “mayor y mejor derecho” de sus antecesores
ibéricos para “adueñarse enteramente del fruto de su arrojo y
gozar de su felicidad.” De este modo quedó planteada una con-
tradicción histórica que todavía no ha sido resuelta del todo, entre
los criollos y los indígenas, por el derecho a la posesión de las
tierras americanas. ¿No es eso, en gran medida, lo que hoy mis-
mo enfocan las contemporáneas “leyes de reforma agraria”, que
enfrentan a los hacendados, herederos del sistema colonial, y a
los indígenas de muchos países, todavía oprimidos y marginados?
Pero volvamos a dos siglos atrás, para decir que sobre ese
panorama de emancipaciones cruzadas, el naciente proyecto crio-
llo se proyectaba en una amplia gama de posiciones ideológicas,
incluso contradictorias, desde aquellas de los radicales, que pro-
pugnaban por la liberación de los esclavos, el reparto de tierras a
los campesinos, la eliminación del tributo indígena y el estableci-
miento de un sistema republicano de gobierno, hasta las posicio-
nes de los monárquicos conservadores, que aspiraban a sustituir a
la Corona española por las testas coronadas de unos señores crio-
llos. Los mexicanos Hidalgo e Iturbide serían, en un mismo país,
buena muestra de la existencia de estas encontradas posiciones.
Don Miguel Hidalgo y Costilla, considerado el padre de la in-
dependencia de México, expidió en Guadalajara, el 5 de diciem-
bre de 1810, su célebre “Bando sobre tierras”, por el que dispuso
que concluyesen los tramposos arriendos de tierras comunitarias
indígenas hechas por los hacendados y que “se entreguen a los
referidos naturales las tierras para su cultivo, sin que para lo suce-
sivo puedan arrendarse, pues es mi voluntad –decía– que su goce
sea únicamente de los naturales de sus respectivos pueblos.” Adi-
cionalmente, al día siguiente promulgó un “Bando sobre esclavos
y tributos”, en el que hacía las siguientes declaraciones:

“Primera: Que todos los dueños de esclavos de-


berán darles la libertad en el término de diez días, so
pena de muerte, que se les aplicará por transgresión de
este artículo.

154
Segunda: Que cese para lo sucesivo la contribución
de tributos, respecto de las castas que lo pagaban, y toda
exacción que a los indios se les exigía. ...”

Hidalgo resultó ser el catalizador que facilitó la reacción so-


cial que se venía incubando, en un país donde la oligarquía criolla
poseía los dos tercios de las tierras cultivadas y los indios ape-
nas un tercio.4 Un ejército de seis mil indios, que luego fue de
ochenta mil indios, se lanzó a luchar contra todos los españoles,
tanto peninsulares como criollos, asaltando y saqueando hacien-
das, y matando autoridades y propietarios, en una explosión so-
cial que no era parte del programa criollo de emancipación na-
cional, como ha querido verlo la historia oficial, sino un acto más
de ese gigantesco, intermitente e inconexo esfuerzo de liberación
de los indígenas americanos. Así lo entendió el obispo electo de
Michoacán, Manuel Abad y Queipo, cuando dijo en su edicto de
8 de octubre de 1810:

“…El cura Hidalgo y sus secuaces intentan persua-


dir y persuaden á los indios que son los dueños y señores
de la tierra, de la cual los despojaron los españoles por
conquista, y que por el mismo medio ellos la restituirán
á los mismos indios: en esta parte, el proyecto del cura
Hidalgo constituye una causa particular de guerra civil,
de anarquía y destrucción, asimismo eficiente y necesaria
entre los indios, castas y españoles, que componen todos
los hijos del país.”

Claro está que la clase criolla, de la que Abad y Queipo era


uno de los intelectuales más lúcidos, trataba de enmascarar el
fenómeno social de la insurrección indígena como un acto de
supuesta maldad o perversidad personal del cura Hidalgo, cuya
prédica no hizo sino avivar los rescoldos de un fuego encendido
desde antes.

4 Obispo Manuel Abad y Queipo, Edicto contra el cura Hidalgo, 8 de octubre de


1810.

155
Con todo, ansiosa de castigar a don Miguel y refrenar la in-
clinación de muchos curas de pueblo a favor de los indígenas
insurrectos, la Iglesia Católica emitió un Decreto de Excomunión
Mayor contra el cura Hidalgo que es una verdadera lección de
odio y venganza:

“Por la autoridad de Dios todopoderoso, del Padre,


Hijo y Espíritu Santo; y de los santos cánones y de la in-
maculada Virgen María… y de las virtudes celestiales, án-
geles, arcángeles, tronos, dominios, papas, querubines y
serafines y de todos los santos patriarcas y profetas; y de
los apóstoles y evangelistas, lo excomulgamos y lo anate-
matizamos y lo secuestramos de los umbrales de la iglesia
de Dios Omnipotente, para que pueda ser atormentado
por eternos y tremendos sufrimientos. Que el Hijo, quien
sufrió por nosotros, lo maldiga; que el Espíritu Santo, que
nos fue dado en nuestro bautismo, lo maldiga. Que la San-
ta Cruz a la cual ascendió Cristo por nuestra salvación,
lo maldiga. Que la santa y eterna Virgen María, madre de
Dios, lo maldiga. Que todos los ángeles y arcángeles, y
todos los ejércitos celestiales, lo maldigan. … Ojalá que el
Cristo de la Santa Virgen lo condene. Ojalá que todos los
santos desde el principio del mundo y de todas las edades
lo condenen. Ojalá que los cielos y la tierra y todas las
cosas que hay en ellos, lo condenen. Que sea condenado
donde quiera que esté, en la casa o en el campo; en los
caminos y en las veredas; en las selvas o en el agua, o aún
en la iglesia. Que sea maldito en el vivir y en el morir; en
el comer y en el beber; en el ayuno o en la sed; en el dor-
mitar y en el dormir; en la vigilia y andando; estando de
pie o sentado; acostado o andando; mingiendo o cacando
y en todas las sangrías. Que sea maldito interior y exte-
riormente. Que sea maldito en su pelo. Que sea maldito
en su cerebro. Que sea maldito en la corona de su cabeza
y en sus sienes, y en su frente y sus oídos; y en sus cejas y
en sus mejillas; en sus quijadas y en sus narices; y en sus
dientes anteriores y en sus molares; en sus labios y en su

156
garganta; y en sus hombros y en sus muñecas, en sus bra-
zos, en sus manos y en sus dedos. Que sea condenado en
su pecho, en su corazón y en todas las vísceras de su cuer-
po. Que sea condenado en sus venas; en sus músculos, en
sus caderas, en sus piernas, pies y uñas de los pies. Que
sea maldito en todas las junturas y articulaciones de su
cuerpo. Que desde la parte superior de su cabeza, hasta la
planta de los pies, no haya nada bueno en él. Que el Hijo
de Dios Viviente con toda la gloria de su majestad, lo mal-
diga; y que el cielo, con todos los poderes que hay en él,
se subleven contra él, lo maldigan y lo condenen. Amén.”



La revolución quiteña

Mirada en esta perspectiva, dentro de un proceso de emancipa-


ciones paralelas, la Revolución Quiteña de 1809–1812 puede ser
entendida mejor. Podemos ver de mejor modo esas contradiccio-
nes internas de la primera Junta Soberana de Quito, donde el líder
del bando radical, Juan de Dios Morales, era un antiguo amigo
de los indios, que desde tiempo atrás había propuesto medidas
políticas a favor de estos, y luego había ejercido como defensor
de pobres, y donde el ideólogo del bando conservador, el obispo
Cuero y Caicedo, recomendó al presidente Selva Alegre que diera
marcha atrás en la insurgencia y devolviera el poder al defenes-
trado Presidente de la Audiencia, Conde Ruiz de Castilla, pero
que previamente Morales fuera apresado, cargado con grillos de
hierro y encerrado en un calabozo, para evitar que radicalizara
más el proceso insurgente. Y así se hizo, en efecto. Tras fracasar
la primera Junta, Morales fue el único preso al que se cargó de
grillos y se mantuvo en prisión solitaria hasta su asesinato.
Esa nueva perspectiva nos ayuda a entender también el rece-
lo de los nativos frente a los insurgentes criollos, cuyos líderes
habían sido, apenas unos años antes, los grandes “matadores de
indios” que aplastaron el alzamiento de Julián Quito y Lorenza
Avimañay. La verdad es que tampoco los criollos convocaron el
apoyo de las masas indígenas, de las que recelaban precisamente

157
por ese abismo de odio y sangre que los dividía. En una carta de
Carlos Montúfar al Consejo de Regencia, se revelaba el miedo
que el Comisionado Regio y su clase tenían a los indios, al alertar
sobre

“las novedades que sucesivamente se suscitan por


todas partes y la necesidad que hay de conservar estas
provincias tranquilas y seguras, y las que componen el
gobierno de Popayán, comprendido en el vasto distrito,
amenazados de conmociones que ya se presienten de los
muchísimos indios, negros y castas procedentes de ellos.
Todas estas circunstancias reunidas exigen imperiosa-
mente poner un pie de fuerza viva que sostenga las obliga-
ciones y haga respetar los derechos, pues de lo contrario
se trastornará todo y no gobernará otra ley que la del más
fuerte…”5

Esa carta expresa bien el doble papel de los aristócratas crio-


llos quiteños en ese momento histórico: rebeldes e insurgentes
frente a España, y distantes y desconfiados (cuando no represi-
vos) frente a los indios, negros y castas. Salvedad hecha del ban-
do político “sanchista”, que abogó por una vinculación aunque
fuera tímida a los sectores populares urbanos, buscando atraerlos
con ciertas medidas de beneficio económico, en general la aristo-
cracia criolla se mantuvo alejada de los sectores populares y en
especial de la gran población campesina indígena. La única ex-
cepción a esa política general de los criollos se produjo en el cen-
tro quiteño, entre 1810 y 1811, cuando la segunda Junta promovió
la recluta de indios en las haciendas de la zona para formar con
ellos una tropa de 2.000 honderos y 1.200 lanceros, que reforzaría
el ejército que se preparaba para atacar Guaranda y Cuenca, den-
tro de la campaña para enfrentar el avance del nuevo Presidente
de Quito, jefe de escuadra Joaquín Molina.
Esa acción fue censurada en duros términos por otros sectores
criollos aliados de Molina, que temían que ello pudiera desatar
5 Montúfar al Consejo de Regencia, Quito, a 12 de octubre de 1810. Cit. por Alfredo
Ponce Ribadeneira, “Quito, 1809–1812”, Madrid, 1960, págs. 214–215.

158
una guerra social de imprevisibles consecuencias. Una muestra de
esto puede verse en el informe que presentara al Gobernador de
Guayaquil el coronel Jacinto Bejarano, rico comerciante criollo
de Guayaquil, luego de su gestión diplomática ante el Comisio-
nado Regio Carlos Montúfar, tendente a liberar al emisario gua-
yaquileño don Joaquín Villalba, que se hallaba detenido por los
quiteños. En ese documento, Bejarano consignó que había visto

“en los pueblos de la Provincia (de Quito) por donde


he transitado, que hay un fuego revolucionario difícil de
apagar. … Reina en todas partes un espíritu marcial y un
entusiasmo tan exaltado que les ha hecho caer en la im-
política de inflamar a los indios, y de formar un cuerpo de
1.200 naturales armados de lanzas y sables. Ellos pidie-
ron por jefe al Provisor (Manuel José) Caicedo. El día 20
de enero vi formarse en la plaza de la ciudad (de Quito)
625 de estos indios uniformados, que vinieron a presen-
tarse al Presidente Ruiz de Castilla; eran mandados por el
Provisor, que estaba vestido de abate, con un traje morado
y los tres cordones de coronel; el uniforme de ese Cuerpo
es el traje antiguo de los indios con una banda de seda
blanca.”6

Contra lo que pudiera creerse tras la lectura de esta cita, lo


cierto es que los insurgentes de Quito no fueron más allá en esa
política de reclutamiento de indios, que, por otra parte, se limitó
al ámbito territorial que estaba bajo su control directo, es decir, a
sus haciendas, y no ofreció a cambio del apoyo indígena más que
la liberación de los tributos de ese año y la supresión del uso del
papel sellado. Fue, pues, una política limitada tanto en sus alcan-
ces sociales como espaciales, que, naturalmente, también produ-
jo efectos limitados, pues resulta obvio que los indios del centro
quiteño no estaban dispuestos a pelear a muerte por una causa que
no era suya y en la cual se les ofrecía tan poca participación y tan
poca recompensa social.
6 Jacinto Bejarano al Gobernador de Guayaquil Francisco Gil de Taboada;
Guayaquil, 5 de febrero de 1811. AGI, Quito, leg. 262.

159
Buen ejemplo de lo afirmado es el patético desenlace de esa
campaña militar, que inicialmente fue exitosa y produjo los triun-
fos de Guaranda (31 de diciembre de 1810) y Paredones (febre-
ro de 1811), en buena medida gracias a la acción indígena, pero
que se desinfló inesperadamente tras este último triunfo, pues las
fuerzas quiteñas renunciaron a atacar Cuenca y se retiraron hacia
el norte porque los indios arrieros, reclutados para transportar el
parque y los bastimentos, habían huido durante la noche, junto
con los honderos y lanceros.
Vistas las cosas en un sentido amplio, la debilidad de los
criollos quiteños de la primera independencia radicó en esa in-
capacidad de convocar a los pueblos oprimidos, para formar un
frente unido anticolonial, cosa que sí la había propuesto e inten-
tado Túpac Amaru treinta años atrás. Pero esa incapacidad esta-
ba motivada, a su vez, por su falta de voluntad transformadora
del sistema colonial. Nietos de conquistadores y herederos de
sus privilegios, los criollos no querían otro cambio que no fuera
echar a los chapetones del poder político colonial. En todo lo
demás eran absolutamente conservadores y buscaban preservar
el viejo régimen.
Una vez sumidos en la guerra, los chapetones entendieron esa
debilidad del criollismo aristocrático y buscaron golpearlo en su
lado más débil, convocando a los sectores oprimidos a pelear con-
tra sus opresores, bajo las banderas del Rey. Eso fue lo que desató
la guerra social venezolana, liderada por José Tomás Boves, y
eso mismo fue lo que desató la guerra social quiteña, desarrolla-
da entre 1810 y 1812 en la Sierra norte y particularmente en la
provincia de Pasto y los distritos mineros de Barbacoas, Tumaco
e Izcuandé, guerra que tuvo entre sus líderes a Benito Boves, so-
brino de José Tomás, y sobre todo al coronel indígena Agustín
Agualongo.
Esa guerra se inició a partir de la convocatoria hecha a indios
y negros por el gobernador de Pasto, el coronel español Miguel
Tacón, cuando se sintió desbordado por las fuerzas insurgentes
que venían del sur (Quito) y del norte (Cali). Entonces, Tacón
armó a los indios de Pasto y a los esclavos negros de la costa de
Barbacoas y el valle del Patía, y decretó liberación de tributos

160
y manumisión de la esclavitud a favor de quienes tomaran las
armas contra los propietarios criollos alzados contra el Rey. Eso
animó la resistencia social pastusa y patiana, que se extendió
hasta 1823.
La historia de esa guerra social ha sido ignorada y ocultada
por nuestra historiografía, que, cuando se ha referido a ella, ha
sido solo para mostrar la obstinada resistencia de los pastusos
y los triunfos militares de los libertadores, aunque ha ocultado
piadosamente las sucesivas derrotas de los jefes colombianos a
manos de un pueblo armado de palos, chuzos y lanzas, que su-
frió a cambio la desatada violencia del ejército republicano. En
general, tampoco se habla en nuestros libros de historia del vigor
y audacia de ese ejército indio de Agualongo, que, mientras Si-
món Bolívar se hallaba en Guayaquil, preparando la campaña de
liberación del Perú, avanzó arrolladoramente hasta Ibarra, con el
evidente respaldo de los indígenas de la Sierra norte. Si Bolívar
no hubiese retornado a rompe cinchas desde Guayaquil, al frente
de una fuerza de caballería, y no se hubiera lanzado audazmente
sobre las posiciones enemigas en la batalla de Ibarra, esa guerra
social pudo haberse extendido a toda la Sierra quiteña y quizá a
toda la Sierra andina.
Es aquí donde adquiere mayor relieve el papel del Libertador
Simón Bolívar en esa guerra de independencia, Más allá de su
indudable genio militar y político, y de su formidable tenacidad,
que lo hizo emprender sucesivas campañas de liberación sin ami-
lanarse por las derrotas, destacan su vocación democrática y su
comprensión política de los problemas sociales, cualidades que
lo elevaron por encima de los intereses clasistas del criollismo
y lo llevaron a buscar la instauración de una república abierta,
liberal y progresista, en la que tuvieran cabida todos los anhelos
de liberación social y nacional. Ese espíritu lo llevó inicialmente
a convocar a los llaneros venezolanos mediante varias reformas
importantes, tales como la entrega de libertad y tierras a los es-
clavos que participasen en la lucha anticolonial y fue eso lo que
le permitió quitar piso social a Boves y finalmente vencer a las
fuerzas realistas de Venezuela.

161
Más tarde esa vocación democrática suya quedaría plasmada
en el Discurso de Angostura, donde expresó: “Un gobierno repu-
blicano ha sido, es y debe ser el de Venezuela; sus bases deben
ser la soberanía del pueblo, la división de los poderes, la libertad
civil, la proscripción de la esclavitud, la abolición de la monar-
quía y de los privilegios.”
El tema de la esclavitud volvería una y otra vez a sus escritos.
En su Mensaje al Congreso de Bolivia, manifestó:

“Legisladores, la infracción de todas las leyes es la es-


clavitud. La ley que la conservara sería la más sacrílega.
... Mírese este delito por todos aspectos, y no me persuado
que haya un solo boliviano tan depravado que pretenda
legitimar la más insigne violación de la dignidad huma-
na. ¡Un hombre poseído por otro! ¡Un hombre propiedad!
¡Una imagen de Dios puesta al yugo como un bruto! ...
Transmitir, prorrogar, eternizar este crimen mezclado de
suplicios, es el ultraje más chocante.”

De otra parte, la vocación de reforma social de Bolívar se ex-


presaría reiteradamente en las medidas tomadas a favor de los in-
dios de la región andina. Él entendió que los mayores problemas
que enfrentaban los indígenas provenían de su condición servil,
impuesta por la mita, y de la usurpación de sus tierras por parte de
los blancos. En consecuencia, dictó medidas para suprimir esos
abusos, destacándose sus decretos de Cúcuta (mayo de 1820),
Trujillo, Curaca y Cusco (julio de 1825), tendientes a suprimir la
mita y toda forma de dominio servil, repartir tierras a los campe-
sinos, rescatar las tierras usurpadas a las comunidades indígenas
y elevar socialmente a los nativos por medio de la educación.

Hacia una emancipación definitiva de los pueblos oprimidos

Todo lo expuesto nos muestra que hoy es indispensable recuperar


la rica historia social imbricada en esas diversas luchas de inde-
pendencia, algunas de las cuales nos han legado tareas todavía

162
por cumplir, que son deudas históricas atrasadas 200 años en su
pago. Eso nos compromete, como historiadores y ciudadanos, a
varias tareas de suma importancia:
Primero, nos exige estudiar y entender la historia en toda su
rica complejidad de fenómenos, apartándonos de la simple y ses-
gada versión historiográfica oficial. Esto incluye borrar de nuestra
historia aquella página equívoca que habla de los “movimientos
precursores de la independencia”, que si los hubo fueron otros y
no estos esfuerzos de liberación nacional de indígenas, negros y
mestizos, fracasados entonces pero todavía vivos y presentes en
nuestra historia.
Segundo, nos impele a estudiar y caracterizar los fenómenos
supervivientes del proceso de independencia, que formaron parte
de su horizonte de ideas y aspiraciones sociales, pero que fueron
postergados por la creación de los Estados nacionales. Hace ya
varias décadas, Marc Bloch nos enseñó que la historia puede y
debe entenderse como la ciencia de los hombres en el tiempo, y
más tarde Fernand Braudel, a partir de la noción de duración, nos
invitó a estudiar el tiempo histórico a partir de la larga, la mediana
y la corta duración. Debemos retomar esos conceptos y desarro-
llarlos para entender en toda su importancia esa intermitente lu-
cha de liberación de nuestros pueblos oprimidos de entonces, que
hasta hoy siguen en similar empeño.
Y es que tanto esas luchas como sus objetivos han terminado
por conformar un fenómeno de larga duración, que no se ha ago-
tado ni agotará por el simple paso del tiempo, y que exige una
superación definitiva, que obviamente solo podrá darse mediante
un replanteamiento político de las relaciones de nuestros Estados
nacionales con esas nacionalidades originarias o transplantadas
para la explotación.
Cuando la emancipación criolla cumple ya su bicentenario,
las luchas de emancipación de indígenas y negros todavía están
en proceso en toda nuestra América. Esos pueblos luchan contra
los rezagos del viejo colonialismo español, tales como el racis-
mo y el paternalismo misionero. También contra las expresiones
del todavía actuante colonialismo interno, como el despojo de
tierras, la marginalidad social, la ignorancia, los bajos salarios.

163
Y ahora luchan también contra otro colonialismo que quiere so-
meterlos y arrasarlos: el neocolonialismo transnacional, ávido de
materias primas y ansioso de controlar los minerales, el agua y de-
más recursos naturales existentes en los territorios indígenas. Un
neocolonialismo que a veces se muestra con su verdadero rostro,
como en Colombia y Honduras, donde las tropas estadouniden-
ses han establecido enclaves militares para el control de América
Latina, pero que en otras ocasiones actúa a través de los propios
gobiernos locales, asociados con el capital extranjero para el sa-
queo de los recursos naturales nativos.

(Ponencia presentada al VIII Congreso Ecuatoriano


de Historia y VI Congreso Sudamericano de Historia,
Simposio “Las independencias.
Un enfoque mundial”,
Quito, julio 27-31 de 2009).

164
Masonería e Iglesia en la construcción
del Estado Nacional ecuatoriano

Introducción

L
a independencia fue el punto de partida de un complejo
proceso de reforma política y renovación cultural, cuyo
eje central fue la construcción del Estado republicano y
cuyo principal objetivo fue la secularización de la sociedad.
En esencia, ese proceso estuvo determinado por el mismo tipo
de Estado que escogieron los líderes de la emancipación. Al ha-
berse optado por un modelo “republicano y democrático”, cons-
truido a partir de las teorías liberales europeas y del ejemplo nor-
teamericano, resultó indispensable reivindicar la soberanía de la
República sobre todos los poderes fácticos heredados de la época
colonial y particularmente sobre la Iglesia. Esta institución había
compartido con el Estado colonial el ejercicio del poder, pero una
vez establecido el poder republicano resultaba un contrasentido
teórico y práctico el hecho de que ella continuara compartiendo
las tareas de gobierno. De ahí que se impusiera como objetivo
mayor la necesidad de separación de la Iglesia y el Estado.
Sin embargo, no resultó tarea fácil la de domeñar al poder
eclesiástico, respaldado por una Iglesia rica, poderosa e intole-
rante, que se veía a sí misma como orientadora indispensable de
la sociedad y no estaba dispuesta a ceder sus privilegios de origen
colonial.
Frente al poder eclesiástico se irguió entonces, como alter-
nativa ideológica, la Masonería, institución filosófica que había
tenido un rol fundamental en la preparación y ejecución de la
independencia americana. A través de sus logias e institucio-
nes paramasónicas, difundió un avanzado ideario republicano

165
y democrático, que ponía énfasis en la defensa de las libertades
vinculadas con la conciencia personal y en la consecución de un
Estado laico.
Obviamente, ello produjo una dilatada confrontación entre la
Masonería y la Iglesia, que se prolongó hasta comienzos del siglo
XX y que, por las condiciones del país, tomó inclusive un tinte
regionalista, puesto que en la práctica se enfrentaban una Costa
liberal y una Sierra conservadora. El desenlace de ese conflicto
se dio en la Revolución Liberal, cuando se cortaron finalmente
los lazos estatales con la Iglesia, se instituyó un Estado laico, se
nacionalizaron los bienes “de manos muertas” y se implantó un
sistema de educación pública, laica y gratuita.

Las primeras logias hispanoamericanas

La Masonería llegó a tierras hispanoamericanas en las últimas


décadas del siglo XVIII, junto con las ideas de la Ilustración, y
prontamente se convirtió en una avanzada del pensamiento libre,
ahí donde hasta entonces reinaba la intolerancia ideológica im-
puesta por la Iglesia y la acción persecutoria de la Inquisición
contra toda forma de pensamiento alternativo.
En el caso del Virreinato de la Nueva Granada, las primeras
logias nacieron vinculadas a la causa de la independencia, sien-
do la primera de ellas la fundada en Bogotá por el neogranadino
Antonio Nariño y el francés Luis de Rieux, llamada “El Arcano
Sublime de la Filantropía”,1 donde se iniciaron masones los qui-
teños Juan Pío Montúfar y Eugenio Espejo.2
En 1792, tras volver a su país natal, Espejo y Montúfar se
abocaron a la tarea de constituir la “Escuela de la Concordia”,
concebida como una sociedad secreta destinada al cultivo del
1 Antonio Cacua Prada, “Antonio Nariño y Eugenio Espejo, dos adelantados de la
libertad”, Ediciones del Archivo Histórico del Guayas, Guayaquil, 2000, p. 83.
Ver también Américo Carnicelli, "La Masonería en la independencia de América",
Bogotá, 1970.
2 Espejo llegó a Santafé de Bogotá en 1789, exiliado por orden del presidente Juan
José de Villalengua, y permaneció en la capital virreinal hasta 1792, en que pudo
regresar a Quito.

166
libre pensamiento y la promoción de las ideas de libertad, igual-
dad y fraternidad. Contaron para ello con la colaboración de otros
dos ilustrados quiteños, iniciados masones en el Oriente de Fran-
cia: Miguel de Gijón y León, Conde de Casa Gijón,3 y su so-
brino Joaquín Sánchez de Orellana, Marqués de Villa Orellana.4
Siguiendo el modelo de las sociedades patrióticas europeas, esos
iniciales masones quiteños impulsaron la formación de una orga-
nización pública, para promover ideas de progreso nacional. Se
gestó así la “Sociedad Patriótica de Amigos del País” de Quito,
“gestionada por la Escuela de la Concordia” y fundada en 1791.5
La extinción temprana de esta sociedad, por falta de la real
aprobación, fue seguida de la prisión y muerte del doctor Espejo
y del enjuiciamiento de Gijón por la Inquisición limeña, lo que
provocó la fuga de éste hacia Europa y finalmente su muerte
en la ruta de tránsito. Todo ello contribuyó para el ocaso tem-
prano de la “Escuela de la Concordia”, pero no impidió que

3 Manuel Gijón y León, primer conde de Casa Gijón, se inició masón en Francia,
junto con su amigo limeño Pablo de Olavide, uno de los grandes reformadores
liberales que colaboraran con Carlos III y Carlos IV en sus esfuerzos por modernizar
y desarrollar económicamente a España. Pensador liberal y empresario de éxito,
fue afamado en Europa por la modernidad de sus ideas económicas y su carácter
emprendedor. Fue amigo de Diderot y de los enciclopedistas. Sus “actividades
económicas y filantrópicas” le habían valido a Gijón, en 1776, ser admitido en
la “Sociedad Económica de Amigos del País” de Madrid, donde se convirtió
prontamente en “uno de los socios más activos, como demuestran las varias e
importantes memorias comunicadas a la Sociedad o leídas en Junta pública”.
(Marcelín Defourneaux: “Un ‘Ilustrado’ Quiteño, Don Manuel Gijón y León,
Primer Conde de Casa Gijón” (1717-1794)”, en Anuario de Estudios Americanos,
Nº XXIV, Ediciones de la Escuela de Estudios Hispanoamericanos, Sevilla, 1967).
Gijón fue perseguido en España por la Inquisición, precisamente a causa de sus
ideas, por lo que huyó a Francia, donde recibió la visita de su sobrino Jacinto
Sánchez de Orellana, marqués de Villa Orellana, a quien introdujo a su vez en la
masonería. Tras regresar a América, en 1786, Gijón fue nuevamente perseguido
por el Santo Oficio, por lo que emprendió huida a Europa, falleciendo trágicamente
durante el viaje.
4 Sánchez fue introducido en la masonería por su tío Miguel Gijón, durante su estadía
común en Francia, en 1780. Más tarde sería uno de los más radicales dirigentes
de la primera guerra de independencia, como líder del radical y republicano
bando “sanchista”, opuesto al más moderado bando de los Montúfares, llamado
“montufarista”.
5 Arturo Andrés Roig, "La Sociedad Patriótica de Amigos del País de Quito",
Colección Todo es Historia, Quito, 1996.

167
Juan Pío Montúfar organizase en Quito, hacia los últimos años
de aquel siglo, una logia masónica nombrada “Ley Natural”, que
tenía igualmente fines patrióticos. Sería precisamente esa logia el
núcleo espiritual en el que se gestaría el llamado “Primer grito de
la Independencia Americana”, en 1809, a consecuencia del cual
se constituyó la Junta Soberana de Quito, presidida por el mar-
qués de Selva Alegre, que era a la vez Venerable Maestro de la lo-
gia “Ley Natural”. La junta estaba integrada por otros destacados
miembros de esa logia, entre ellos Juan de Dios Morales, Manuel
Rodríguez de Quiroga, José Javier Ascásubi, José Fernández Sal-
vador y Víctor Félix de San Miguel.
Mientras esto sucedía en Quito, las Cortes de Cádiz (1811-13)
eran un escenario privilegiado para la difusión del pensamiento
liberal-masónico, puesto que una amplia mayoría de diputados
de ambos continentes participaba en las logias francmasónicas
y había abrevado en ellas el ideario liberal. Así, en la Logia “In-
tegridad Nº 7” de aquel puerto compartían ideas los diputados
españoles y americanos, destacando entre estos últimos los quite-
ños José Mejía Lequerica, Juan José Matheu y Herrera –conde de
Puñonrostro– y José Joaquín Olmedo.6
Para entonces, de modo paralelo a la masonería tradicional,
había surgido en Europa una masonería revolucionaria, organi-
zada por ciudadanos originarios de Hispanoamérica bajo autori-
zación del Supremo Consejo de la Masonería Primitiva de Fran-
cia. Nació así la “Logia Madre Hispanoamericana”, fundada por
Francisco de Miranda en París, en 1795, para promover la inde-
pendencia de la América española.

6 Mejía testificó en 1810 el matrimonio de Matheu con María Felipa Carondelet,


junto con el general Francisco Javier Castaños, tío de la novia. (Eric Beerman:
“XV Barón de Carondelet, Gobernador de la Luisiana y la Florida”, en Hidalguía,
Madrid, 1978, pp.12-13).
Rocafuerte se inició masón en París, en 1805, en la misma logia a la que
pertenecían Simón Bolívar, Carlos Montúfar, Fernando Toro Rodríguez y otros
jóvenes liberales hispanoamericanos, y su iniciación ocurrió por la misma época
en que Simón Bolívar fue elevado en ese taller al grado de Caballero Compañero.
Olmedo, por su parte, se inició en la Logia Integridad Nº 7 de Cádiz, en 1812, en
su época de diputado a las Cortes Constitucionales de Cádiz, siendo guiado en
ello por Mejía y Matheu. Pero luego se afilió paralelamente a la logia lautarina
“Caballeros Racionales”, por entonces radicada en Cádiz.

168
Esta Gran Logia convocó a todos “los hombres rebeldes de va-
rios países hispanoamericanos, que residían en Francia, y eran
conocidos por sus capacidades intelectuales y sus conexiones con
los lugares de donde provenían”.7 Tras analizar la situación de su
patria americana, ellos asumieron el papel de diputados represen-
tantes de sus países y firmaron el 22 de diciembre de 1797 un pac-
to de 18 puntos, como acta constitutiva de una agrupación externa
o pública denominada “Junta de diputados de villas y provincias
de la América Meridional”, de la cual fueron nombrados directo-
res principales Francisco de Miranda y Pablo de Olavide.8
En 1798, la “Logia Madre Hispanoamericana” se trasladó a
Londres y se constituyó como “Gran Logia Hispanoamericana”,
quedando integrada por tres logias operativas: “Lautaro” Nº 1,
“Caballeros Racionales” Nº 2 y “Unión Americana” Nº 3. Más
tarde se les sumó la logia “Caballeros Racionales” Nº 4, que,
según el testimonio del general peruano Rivadeneira, habría sido
fundada originalmente en Madrid por Pablo de Olavide, trasla-
dándose luego a Cádiz.9 Cada una de estas logias tenía una misión
específica: la “Lautaro” debía trabajar en las cuestiones referidas
a la costa atlántica sudamericana, la de los “Caballeros Racio-
nales” en los asuntos de la costa americana del Pacífico Sur, y
la “Unión Americana” en las cosas propias de la Nueva España
(México), América Central y las Antillas.
Luis Alberto Sánchez, afamado político e historiador peruano,
nos ha aportado algunos detalles adicionales acerca de la Gran
Logia Hispanoamericana: “Para el primer grado de iniciación en
ella era preciso jurar trabajar por la independencia de América;
y para el segundo, una profesión de fe democrática”.10

7 José María Antioqueño, “Actuación de la Francmasonería Primitiva en la


Emancipación de América Latina y la labor progresista de Francisco de Miranda”,
texto traducido del francés por S. Bradt, México,1950.
8 Miranda había sido introducido a la masonería por George Washington e iniciado
masón en una logia de Virginia.
9 “San Martín y la Masonería”, estudio de la logia simbólica “San Martín” Nº 384
de la República Argentina, compilado por Alberto Levy y publicado por la revista
internacional “El Heraldo Masónico” Nº 10, de abril de 1999.
10 Luis Alberto Sánchez, “Historia General de América”, Ercilla, Santiago, 1970,
novena edición, p. 557.

169
Entre los masones americanos iniciados en España se contaba
el entonces teniente coronel del ejército español José de San Mar-
tín, quien ingresó a comienzos de 1808 a la logia simbólica “In-
tegridad” Nº 7, de Cádiz, perteneciente al Gran Oriente Regional
de Sevilla. Cinco meses después, el 6 de mayo de 1808, recibía el
grado de maestro masón de manos del Venerable Maestro de esa
logia, general Francisco María Solano, Marqués del Socorro, que
por entonces fungía de Capitán General de Andalucía y Goberna-
dor Civil y Militar de Cádiz. Poco después, San Martín tomó con-
tacto con la logia hispanoamericana “Caballeros Racionales de
Cádiz” Nº 4, a través de la cual se vinculó con el proyecto eman-
cipador de Miranda.11 Integraban esa logia Bernardo O’Higgins,
José Manuel Carrera, Juan Martínez de Rosas, Gregorio Argome-
do, Juan Antonio Rojas, José de San Martín, José María Zapiola,
Carlos María Alvear. Bernardo Monteagudo y Mariano Moreno.
Iniciada la lucha por la independencia, la logia “Caballeros
Racionales” Nº 4 se trasladó a Buenos Aires, para coordinar la
guerra de independencia sudamericana. Luego se trasladó a Men-
doza, junto con el ejército de San Martín, y desde ahí coordinó la
campaña libertadora de los Andes. Más tarde, tras disolverse esta
logia a causa de las ambiciones de Alvear, San Martín fundó la
logia “Lautaro”, que avanzó con su ejército y que a su vez fundó
nuevas logias de igual nombre en las ciudades de su paso: Mendo-
za, Córdoba, Santa Fe y Santiago. Más tarde, la logia “Lautaro”
avanzó a Lima junto con San Martín y el Ejército Libertador del
Perú y desde ahí coadyuvó a la independencia del actual Ecuador.
Mientras esto sucedía en el Sur del continente, otra logia “lau-
tarina” había sido fundada en Guayaquil por José de Antepara,
siguiendo las instrucciones recibidas de Francisco de Miranda y
la Gran Logia Hispanoamericana.12 Esta nueva logia, nombrada
“Estrella de Guayaquil”, inició sus trabajos hacia 1810 e integró
en su seno a lo más brillante de la sociedad porteña, destacándose
los nombres de Francisco María Roca, Francisco Marcos, Fran-
cisco de Paula Lavayen, Lorenzo de Garaicoa, José de Villamil,
Rafael Jimena y Luis Fernando Vivero.
11 Levy, citado.
12 Antioqueño, citado.

170
Fue precisamente esta entidad la que preparó y llevó a cabo la
independencia del puerto quiteño, para lo cual formó con algunos
patriotas porteños, masones y no masones, una logia de ocasión
denominada “La fragua de Vulcano”. Contó para ello con la lle-
gada oportuna de tres oficiales venezolanos, también masones,
que habían pertenecido al batallón español “Numancia”, de guar-
nición en Lima: León Febres Cordero, Luis Urdaneta y Miguel
Letamendi.
Al triunfar el alzamiento se estableció una primera Junta de
Gobierno presidida por el teniente coronel Gregorio Escobedo,
pero las arbitrariedades de éste motivaron la reorganización de la
Junta, que pasó a ser integrada por el doctor José Joaquín Olme-
do, como presidente, el coronel Rafael Jimena y don Francisco
María Roca, siendo su secretario el doctor Francisco Marcos, to-
dos ellos miembros de la logia “Estrella de Guayaquil”.
El espíritu masónico que animaba a la Junta de Gobierno gua-
yaquileña quedó evidenciado en las primeras medidas gubernati-
vas que ésta tomó, las que apuntaban a conquistar tanto la inde-
pendencia política del país como la liberación espiritual de sus
ciudadanos: abolición de la Inquisición; implantación del libre
comercio con todas las naciones del mundo; establecimiento de
escuelas públicas en Guayaquil, Portoviejo, Daule y Santa Elena;
y establecimiento efectivo de la libertad de imprenta.

La masonería en la construcción del Estado Republicano

Vistos los hechos anotados en el capítulo precedente, resulta


evidente que la independencia hispanoamericana fue una causa
promovida y organizada por los masones criollos, quienes se pro-
pusieron la instauración de un sistema democrático-republicano
de gobierno en los países recién emancipados, de acuerdo con
las enseñanzas del Precursor Francisco de Miranda. Ese proyec-
to político de la “masonería lautarina” se planteó también otros
objetivos a tono con sus principios filosóficos y que fueron los
siguientes:

171
1. Eliminación de la esclavitud de los negros y la servidumbre
personal de los indígenas.
2. Eliminación de títulos nobiliarios, mayorazgos y otros privi-
legios aristocráticos, o de cualquier forma de superioridad so-
cial que no tuviera base en el mérito personal y el trabajo.
3. Consagración jurídica de la libertad de conciencia y de la to-
lerancia religiosa.
4. Abolición de los monopolios coloniales, comerciales e indus-
triales.
5. Abolición de la Inquisición y prohibición a los clérigos de
inmiscuirse en política.
6. Secularización del Estado, nacionalización de los bienes de
manos muertas y supresión de los privilegios eclesiásticos.
7. Entrega de tierra en propiedad a los campesinos.
8. Establecimiento de una educación pública, laica y gratuita,
para la formación moral e intelectual de los ciudadanos.

En el caso de la República de Colombia, ese ideario fue im-


pulsado por líderes civiles y militares de la talla de Simón Bolí-
var, Antonio José de Sucre, Francisco de Paula Santander, José
Manuel Restrepo, Pedro Gual, José María del Castillo, Vicente
Azuero, José Rafael Revenga, José Fernández Madrid, José de
Villamil, Francisco María Roca, Francisco de Marcos, Francisco
de Paula Lavayen, Lorenzo de Garaicoa, León Febres Cordero,
Luis Urdaneta, Miguel Letamendi, José de Antepara y José María
Sáenz, entre otros de una larga lista que incluía “incluso algunos
frailes católicos”.13

El conflicto Estado-Iglesia y el patronato estatal

El aparecimiento del Estado Republicano como una institución


nueva y poderosa, debía generar y generó choques con la otra gran
institución histórica de Hispanoamérica, que fungía como princi-
pal heredera del sistema colonial: la Iglesia. Durante tres siglos,
13 Martha Jeanet Sierra D., "Los masones en los libros y en la historia de Colombia",
Boletín de la Academia Colombiana de Historia, Nº 817, p. 424.

172
ésta había sido parte sustantiva del andamiaje de poder colonial
y sus funciones traspasaban largamente el campo estrictamente
religioso para alcanzar otros ámbitos propios de la autoridad pú-
blica, tales como el juzgamiento de delitos, el cobro de tributos, el
manejo de la educación y la colonización de territorios.
En verdad, ese enorme poder empezó a ser recortado por el
mismo Estado Monárquico, que, ya en la época del “despotismo
ilustrado”, impuso el Patronato Regio sobre la Iglesia y exigió la
sumisión de ésta al poder real, procediendo luego a la expulsión
de los jesuitas de sus dominios americanos y a la reforma de los
estudios universitarios.
Luego, al producirse la guerra de independencia, las jerar-
quías eclesiásticas y el alto clero optaron mayoritariamente por
la defensa de la monarquía y del sistema colonial, aunque buena
parte del bajo clero, más próximo a los sectores populares, plegó
a la causa patriótica. Ello produjo graves enfrentamientos entre
los jerarcas de la Iglesia y los líderes militares del bando patriota.
En gran medida, fueron esas experiencias las que determina-
ron la imposición del Patronato Estatal sobre la Iglesia, como una
reivindicación de los atributos que antes tuviera el Estado espa-
ñol y para marcar la absoluta soberanía y hegemonía del Estado
Republicano sobre cualquier otra institución existente en el país.
En uso de esas atribuciones, el gobierno grancolombiano eli-
minó por decreto ejecutivo a las Comisarías de la Inquisición
existentes en el país y prohibió la censura eclesiástica a la publi-
cación o circulación de libros. Más tarde decretó la supresión de
conventos menores; fijó en veinticinco años la edad mínima para
profesar como religiosos; suspendió el nombramiento de preben-
das eclesiásticas vacantes, en beneficio del erario nacional; liberó
del pago del diezmo eclesiástico a los nuevos cultivos y planta-
ciones del país, y reguló el cobro de derechos eclesiásticos, en
busca de eliminar abusos contra la ciudadanía.
Al disolverse la Gran Colombia, los masones continuaron con
la realización de ese ideario en los Estados surgidos de ella. Sirva
como ejemplo lo ocurrido con la manumisión de los esclavos en
la Nueva Granada, que fue suscrita por tres masones: el Presiden-
te de la República, general José Hilario López, el Presidente del

173
Senado, Juan Nepomuceno Azuero y el Presidente de la Cámara
de Representantes, José Caicedo Rojas, o lo ocurrido con la ma-
numisión en el Ecuador, suscrita también por dos masones: el Jefe
Supremo de la República, general José María Urbina y el Minis-
tro del Interior, doctor Francisco Marcos.
En el caso de la República del Ecuador, los masones ecuato-
rianos asumieron como su tarea fundamental la conformación y
afianzamiento institucional del Estado republicano.
No fue nada fácil esa labor en medio de la bruma ideológica
que rodeaba al naciente Ecuador y bajo cuya sombra la transición
del sistema colonial al republicano aparecía como una tarea pro-
pia de titanes, en razón del enorme peso social y político que se-
guía teniendo la estructura aristocrático-terrateniente, que resistía
a todos los esfuerzos de igualdad y reforma consagrados por la
nueva legislación republicana.
Por el contrario, bajo el peso de la vieja estructura socio-eco-
nómica y el impulso retrógrado de la Iglesia post-colonial, mu-
chos de cuyos miembros todavía añoraban el sistema monárquico
y la figura del Rey, el Estado ecuatoriano pasó a ser manejado por
la aristocracia terrateniente, la cual restableció en breve las for-
mas políticas coloniales, aunque sustituyendo la autoridad despó-
tica del monarca por un presidencialismo igualmente despótico,
que en la práctica era una especie de “dictadura constitucional.”
¿Cómo cambiar esos malos hábitos o abiertas perversiones
del sistema republicano? ¿Cómo romper esas camarillas gamo-
nalistas que actuaban como dueñas de vidas y haciendas? ¿Cómo
sentar las bases para la paulatina formación de una verdadera ciu-
dadanía, que fuera consciente de sus deberes y derechos y pudiera
contrapesar a esa estrecha telaraña formada por el poder terra-
teniente y el poder eclesiástico, que hacía sombra sobre la vida
de la república? ¿Cómo imponer la tolerancia a bandos políticos
intransigentes, o a un clero autoritario, fanático, bastante corrom-
pido y sumamente ignaro, que en muchos casos seguía clamando
contra la independencia y a favor del regreso del sistema colonial
y de la monarquía española?
Esas eran las inquietudes que angustiaban a los masones y
otros hombres ilustrados del naciente Ecuador. Ellos aspiraban a

174
consolidar una república igualitaria, justa, democrática y toleran-
te, donde los viejos fanatismos inquisitoriales de los curas y el es-
píritu aldeano de los hacendados fuera progresivamente sustituido
por una cultura liberal, tolerante y abierta al progreso nacional. Y
no era que esos masones del Ecuador decimonónico fueran ateos
o heréticos, y anduvieran empeñados en destruir a la religión ca-
tólica y a la Iglesia, como afirmaban sus enemigos conservadores
y el clero fanatizado. Todo muestra que, por el contrario, eran
sinceros cristianos y gentes de recta moral individual, pero que
reivindicaban el derecho de los creyentes a pensar con su propia
cabeza y a vincularse a Dios directamente, a través de sus propios
actos y reflexiones, y no mediante el simple e irreflexivo some-
timiento a los mandatos de la clerecía. En síntesis, se trataba de
que esos masones, políticamente liberales, tenían un alto concep-
to de la conciencia republicana y ponían los nuevos paradigmas
de “República”, “ciudadanía” y “patriotismo” por encima de las
ideas tradicionales de “Iglesia”, “feligresía” y “fe”.14
Obviamente, la Iglesia católica resistió por muchos medios a
la soberanía del poder republicano, que no sólo la sometió a su
patronato sino que, además, la privó del poder policial y penal
de que gozaba a través de la Inquisición, le negó la capacidad
de censurar previamente libros y escritos de todo género, y aun
tomó medidas para privarle del monopolio financiero de que ha-
bía gozado hasta entonces, al ser la única entidad prestamista que
financiaba negocios y empresas, gracias a la formidable acumu-
lación de capitales que constituía el cobro del diezmo, impuesto
eclesiástico autorizado por el Estado.
El conflicto político-religioso alrededor del Patronato Estatal
cubriría prácticamente todo el siglo XIX y comienzos del siglo
XX y, en sus diversas etapas, los masones ecuatorianos actuarían
siempre como defensores de la soberanía nacional y el interés
público, que hallaban simbolizados en esta institución jurídica.
14 A comienzos del siglo XX sostendría similares conceptos republicanos el gran
arzobispo historiador Federico González Suárez. Con ocasión de las invasiones
militares colombianas contra el Ecuador, organizadas por el fanático obispo de
Pasto fray Ezequiel Moreno Díaz, monseñor González Suárez prohibió a sus
feligreses cooperar con ellas, alertándoles que primero estaba la Patria y después
la Religión.

175
Así, el gobierno de Vicente Rocafuerte sostuvo con firmeza este
principio y se respaldó en él para sancionar los excesos políti-
cos de la Iglesia y para secularizar el antiguo colegio dominicano
San Fernando. Posteriormente, durante la Convención Nacional
de 1845 volvieron a plantearse varios debates alrededor de este
tema, actuando como defensor de los intereses eclesiásticos el
diputado y canónigo cuencano Villamagán15 y como defensor de
la soberanía republicana el doctor Pedro Moncayo, diputado por
Imbabura.16

Ética republicana y libertades públicas

Cuestión importante a reivindicar es que la Masonería, institución


fundamentalmente educativa, le dio a la política republicana un
horizonte ético y un cuerpo de principios ideológicos, superando
así el pobre nivel impuesto a ésta por los apetitos oligárquicos y
los intereses caudillistas, que sin esta acción masónica habrían
reinado sin oposición. En una república naciente, en la que no
existía realmente una opinión ciudadana, donde las mayorías
estaban sometidas al doble yugo del analfabetismo y la miseria,
donde lo mejor de la élite política fundacional había sido elimi-
nada en las guerras de independencia y donde, en consecuencia,
los únicos actores de la vida política eran el clero y las oligarquías
locales, se volvió urgente iniciar la educación del pueblo sobe-
rano, para que algún día éste pudiera reivindicar sus derechos y
conocer debidamente sus deberes.
La pauta básica la había dado el Libertador Simón Bolívar al
precisar que “un pueblo ignorante es un instrumento ciego de su
propia destrucción” y agregar que la República debía educar al
pueblo –su único soberano– “con el mismo cuidado que las mo-
narquías educaban a los príncipes.”

15 Este sacerdote fue uno de los pretendidos inquisidores de la prensa, a los que
reprendió y finalmente expulsó del país el presidente Rocafuerte, en 1835.
16 “Pensamiento de Pedro Moncayo”, Enrique Ayala Mora editor, Corporación
Editora Nacional, Quito, 1993, p. 115.

176
De ahí que la Masonería se preocupara por educar en sus tem-
plos a una nueva elite intelectual y política, que fuera capaz de
consolidar el proyecto republicano y de llevar a la práctica sus
ideales de Libertad, Igualdad y Fraternidad. Y como parte esen-
cial de esa tarea educativa, enseñó a sus adeptos el principio de
que el ejercicio del poder no era un lucro ni una prebenda, sino
un servicio público que debía ser ejercido con responsabilidad.
Buen ejemplo de ello fueron las admonitorias palabras con que
José Joaquín Olmedo, Presidente de la Convención Nacional de
1835, entregó la banda presidencial a su hermano masón Vicente
Rocafuerte, elegido Presidente de la República:

“El poder público no es una propiedad que se adquiere, no es


un fuero, no es un premio que la nación concede; es una carga
honrosa y grave, es una confianza grande y terrible que lleva
consigo grandes y terribles obligaciones...”

Otras enseñanzas inculcadas por la Masonería a sus adeptos,


siguiendo los preceptos de su antigua tradición educativa, fueron
las referidas a la tolerancia religiosa, la libertad de cultos y el li-
bre pensamiento. Empeñada en promover la fraternidad entre los
hombres, esta Orden había establecido desde hacía mucho tiempo
que uno de los principales motivos de enfrentamientos, conflic-
tos y guerras era la intolerancia religiosa, generada por la actitud
egoísta y absolutista de ciertas Iglesias, que se empeñaban (y por
desgracia todavía se empeñan) en imponer a los demás su parti-
cular visión del mundo. Por eso buscó sembrar en la sociedad la
virtud de la tolerancia, rechazando toda afirmación dogmática y
todo fanatismo, promoviendo el respeto a la opinión ajena y de-
fendiendo la libertad de expresión, todo ello con miras a estable-
cer una cultura de paz y entendimiento y a eliminar los prejuicios
de toda índole.
Fue por ello que la Masonería se enfrentó decididamente a
una Iglesia opulenta, intolerante y fundamentalista, que pretendía
continuar manteniendo su antigua hegemonía ideológica sobre la
sociedad y se oponía sistemáticamente a todo cambio que pro-
curase la modernización del país o que consagrase la libertad de
pensamiento.

177
Esa Iglesia decimonónica venía de ser uno de los beneficia-
rios fundamentales del sistema colonial. Sus propiedades rústi-
cas –obtenidas generalmente mediante coacción moral a los en-
fermos y moribundos– cubrían gran parte del territorio nacional,
al mismo tiempo que sus capitales, de parecido origen, financia-
ban a muchas haciendas y negocios de la oligarquía terrateniente.
También poseía un monopolio ideológico casi total, puesto que
abarcaba desde el control de la educación básica hasta las orienta-
ciones de la política. Organizada desde siglos atrás como el poder
espiritual del sistema colonial, la Iglesia se veía a sí misma como
el único e indispensable referente moral de los pueblos, a los que
concebía como masas inmaduras y peligrosas, siempre expuestas
a la degradación moral y a la anarquía política.17
Aquellas ideas acerca de la intrínseca superioridad moral de
la Iglesia y la peligrosidad potencial del pueblo, pueblan prácti-
camente todo el discurso eclesiástico del siglo XIX republicano,
que muy poco se diferencia de su similar colonial. Y ellas expli-
can en gran medida esa preocupación del clero por inmiscuirse en
todos los ámbitos de la vida republicana, donde nuevos actores
socio-políticos –tales como los caudillos militares, los pensadores
ilustrados o los líderes de la burguesía comercial– le disputaban
la orientación y control de las masas populares. Si a esto suma-
mos el deseo de defender sus grandes intereses terrenales (bienes,
rentas, diezmos, etc.), que ella creía amenazados por los poderes
republicanos, se explica todavía de mejor manera esa intromisión
general del clero en la política contingente, que lo llevó a buscar
el control de los resortes básicos del sistema electoral y aun a es-
timular la participación directa de sus miembros como candidatos
del bando conservador.
Para entender mejor esa obstinación anti-republicana de la
jerarquía religiosa del Ecuador de fines del siglo XIX, hay que
precisar que en su mayor parte estaba integrada por religiosos
extranjeros, provenientes de la Europa católica y formados en la
reaccionaria escuela de “las dos Majestades”, que enseñaba leal-
17 Acerca de las ideas políticas de la Iglesia ecuatoriana a fines del siglo XIX, ver:
Pedro Schumacher, "La Sociedad Civil Cristiana según la doctrina de la Iglesia
Romana", Imprenta del Clero, Quito, 1890, 2a. ed.,

178
tad al Rey y sumisión al Papa. Hay más, ninguno de estos últimos
provenía de un país republicano ni había vivido en una sociedad
democrática y, por lo mismo, concebían al republicanismo como
una herencia perversa de los protestantes norteamericanos y los
herejes franceses, a los cuales se sumarían luego los masones ita-
lianos de Garibaldi y Víctor Manuel de Saboya, quienes privaron
al Papa de sus dominios terrenales con el fin de unificar a Italia.
Así, pues, no debe extrañarnos que entre esos reaccionarios curas
y obispos extranjeros hubiera monárquicos trasnochados, como
el jesuita Le Gohuir, autor de un texto de Historia del Ecuador en
el que se abomina de la independencia de América, o el bárbaro
obispo de Portoviejo don Pedro Schumacher, quien, al finalizar el
siglo XIX, todavía vociferaba contra los Derechos del Hombre,
acusándolos de constituir un “código impío y ateo, cuya perversi-
dad se halla como condensada en la pretensión de que el hombre
y la humana voluntad sean la fuente única de todos los derechos”
y condenándolos por haber “atribuido al hombre el derecho de
manifestar y enseñar de viva voz o por la imprenta, todos los erro-
res y todas las impiedades, sin tomar en cuenta la autoridad de
Dios y de su Iglesia."18
Pero el espíritu reaccionario no sólo anidaba entre los curas y
prelados extranjeros, sino igualmente entre muchos de los religio-
sos ecuatorianos, algunos de los cuales no trepidaban en clamar
contra la democracia y a favor del despotismo. Se destacó entre
ellos el sacerdote cuencano Julio María Matovelle, un nostálgico
del garcianismo, quien escribió hacia 1880:

"La libertad nos fastidia, el despotismo nos hace falta: quien


quiera implantar entre nosotros un sistema verdaderamente repu-
blicano, será la burla de todos; será considerado como un idiota,
como un gobernante débil y apocado. Si nos dan la libertad, la
arrojamos al fango del libertinaje: nuestras tradiciones, nuestros
hábitos, nuestra poca cultura, nuestra falta de carácter, todo re-
clama la vara del despotismo."19

18 Id., pp. IV-V.


19 Julio María Matovelle, "El Catolicismo y la Libertad", s. f.

179
Frente a esa reaccionaria mentalidad eclesiástica, la Masone-
ría se irguió entonces como abanderada de las ideas que susten-
taban el poder republicano. Y para combatir los viejos concep-
tos políticos que abanderizaba la Iglesia (poder de origen divino,
necesidad de un orden estamental, intrínseca peligrosidad de las
masas), la Masonería levantó y popularizó ideas tales como el
“Contrato social” roussoniano, la soberanía popular, la organiza-
ción democrática del Estado y la igualdad de los ciudadanos ante
la ley. Es más, inspirándose en las ideas de Rousseau, argumentó
acerca de la intrínseca bondad del pueblo y de su capacidad de
autoregulación moral, con lo cual la idea religiosa del “monstruo
en calma” pasó a ser cotejada con el concepto liberal de “pueblo
soberano”.
Sobre tal piso conceptual, los masones del siglo XIX ejerci-
taron desde la prensa, el parlamento, las instancias municipales
o los foros académicos la crítica al viejo orden de ideas y reivin-
dicaron el derecho de los ciudadanos al libre pensamiento, a la
libertad de cultos, a la tolerancia religiosa y a la oposición civili-
zada frente a los abusos o excesos del poder.
Uno de los medios que los masones escogieron para ejercitar
y promover el derecho ciudadano a la libre expresión de las ideas
fue el uso de la imprenta, por lo cual promovieron la importación
de imprentas y la consagración legal de la libertad de expresión
del pensamiento, que comenzó con la emisión de un “Reglamento
de Imprenta” por la Junta de Gobierno de Guayaquil, en noviem-
bre de 1821. En abril de 1821 se importó la segunda imprenta al
país, por iniciativa de la Junta de Gobierno de Guayaquil, for-
mada enteramente por miembros de la logia “Estrella de Gua-
yaquil”. La tercera imprenta fue adquirida en 1826 por la Muni-
cipalidad de Guayaquil, con apoyo del gobierno colombiano. La
cuarta imprenta fue traída al país por Vicente Rocafuerte en 1833
e instalada en la isla Puná, durante la “Revolución de los Chi-
huahuas”, con el objeto de combatir a Flores. La quinta imprenta
llegó al país en 1839, por cuenta del doctor Luis Fernando Vivero,
siendo instalada también en Guayaquil. Y una sexta imprenta fue
instalada en Quito por la “Sociedad del Quiteño Libre”, expresión
pública de una logia masónica del mismo nombre que existía en

180
la capital desde la época colombiana y que integraba a jóvenes
profesionales, estudiantes y militares progresistas, preocupados
por analizar las grandes cuestiones de la humanidad así como los
importantes problemas de la nación.
Esas imprentas, traídas al país por iniciativa de los masones
ecuatorianos, fueron el punto de partida para la conquista de la
libertad de expresión en la República del Ecuador. Por medio de
ellas y de los varios periódicos que salieron de sus prensas, los
hombres de pensamiento libre ejercitaron sus dotes intelectuales
para promover el progreso nacional, defender los derechos ciuda-
danos y criticar altivamente los errores o abusos del poder.
Obviamente, tan vigorosa irrupción del pensamiento libre no
podía ser aceptada sin resistencia por los sectores tradicionalistas y
oscurantistas, que buscaron ocasión para intentar el silenciamien-
to de la prensa y el aplastamiento de la libertad de expresión. La
primera manifestación de ese largo conflicto fue la persecusión y
masacre de los masones de “El Quiteño Libre” por parte del corrup-
to y autoritario gobierno de Flores. Y luego vino el enfrentamiento
del gobierno de Rocafuerte con el Vicario de Cuenca y los clérigos
cuencanos, que en abril de 1835 habían dictado excomunión mayor
contra los redactores y lectores del periódico El Ecuatoriano del
Guayas, por haber criticado sus intromisiones en la política; ante
ello, Rocafuerte, en uso del Patronato Estatal, removió al vicario y
lo expulsó del país, al mismo tiempo que amonestó severamente a
los demás clérigos que habían atentado contra la libertad de prensa:
el célebre fraile Vicente Solano y el canónigo Andrés Villamagán.

Oposición regional y conflicto ideológico

Para cuando el Estado del Ecuador inició su vida independiente,


la oposición regional, iniciada en tiempos de la Colonia, era ya un
elemento fundamental de su estructura socio–política, pues cada
una de las tres sociedades regionales (la de la Sierra Norte, presi-
dida por Quito; la de la Sierra Sur, por Cuenca, y la de la Costa,
por Guayaquil) tenía una diferente vocación productiva, una
diversa vinculación al mercado interior y exterior, y un distinto

181
proyecto político. En general la Sierra, esencialmente agroecua-
ria, manufacturera y artesanal, era económicamente proteccio-
nista y políticamente conservadora, mientras que la Costa, esen-
cialmente agroexportadora, era económicamente librecambista y
políticamente liberal.
Fortaleciendo esas tendencias políticas regionales, derivadas
de su estructura económica, estaban los elementos de la superes-
tructura ideológica y cultural. En la Sierra, el peso ideológico de
la Iglesia y la aristocracia terrateniente sustentaban una cultura
tradicionalista, reacia al cambio y a la innovación. Esos rasgos
eran también comunes a la Costa interior, donde el latifundismo
y la Iglesia tenían un peso significativo. Empero, la situación era
distinta en la que podríamos llamar “Costa portuaria” o “Cos-
ta capitalista” (Guayaquil y su área de influencia más inmedia-
ta), donde prevalecía una élite comercial abierta a los negocios e
ideas del mundo. Fue así que el puerto de Guayaquil y más tarde
el área costera de Manabí se convirtieron en terreno abonado para
la implantación y acción de la masonería, cuya ideología liberal
calzaba adecuadamente con el modo de pensar de estos enclaves
de modernidad que florecían en un país feudal.
Pero esa radicación de la masonería en la Costa capitalista
(que andaba enfrentada políticamente con la Sierra y controlaba
cada vez más a la Costa feudal) terminó por gestar entre los con-
servadores del interior y la Iglesia una engañosa sinonimia, según
la cual “Guayaquil”, “liberalismo” y “masonería” eran términos
similares, equivalentes o al menos próximos. A su vez, para los li-
berales costeños resultaban ser sinónimos los términos “serrano”,
“godo” (conservador) y “católico”.
Tales percepciones, que mucho tenían de prejuicios, se afian-
zaron a lo largo del siglo XIX con cada enfrentamiento político o
guerra civil, que inevitablemente tomaba un cariz regional. Esto
ha dejado la impresión de que cada gran fenómeno de aquel pe-
ríodo (la Revolución Marcista, el urbinismo, el garcianismo, la
dictadura de Veintimilla, la Guerra de la Restauración, las mon-
toneras alfaristas, la Revolución Liberal) constituyó no sólo un
enfrentamiento entre conservadores y liberales, sino también en-
tre la Sierra y la Costa y, además, entre la Iglesia y la Masonería.

182
Esa impresión es muy basta y equívoca, por lo que necesita
ser revisada y matizada. Para comenzar, no todos los costeños
eran liberales ni todos los serranos eran conservadores; lo prue-
ba el hecho de que el gran tirano conservador del siglo XIX fue
el guayaquileño Gabriel García Moreno, quien gobernó apoyado
por la Iglesia, los terratenientes de la Sierra y el “Gran Cacao”
de Guayaquil, al que se pertenecía. En cuanto a la circunstancia
particular de la masonería, es evidente que no todos los liberales
eran masones, aunque la Orden Masónica actuara como el centro
de irradiación de los principios liberales, y está probado que los
masones no sólo provenían de la Costa, aunque era en esta región
en donde mejor se habían dado las condiciones de tolerancia so-
cial y apertura ideológica necesarias para el funcionamiento de
las logias masónicas.
Estas necesarias precisiones nos ayudan a recuperar la pers-
pectiva sobre las reales motivaciones que alimentaron el largo
conflicto entre la Iglesia y la Masonería ecuatorianas durante el
siglo XIX. De una parte, estaban las motivaciones ideológicas
antes expuestas, que enfrentaban a una Iglesia poderosa y fun-
damentalista, defensora de la ideología colonial, con una Ma-
sonería pequeña pero activa, empeñada en educar a las nuevas
generaciones en un ideario de libertades públicas y privadas. De
otra parte estaban los intereses socio–económicos de la Iglesia y
el clero, hondamente imbricados con el sistema terrateniente, los
cuales chocaban constantemente con los equivalentes de la Ma-
sonería y los masones, estrechamente vinculados a los proyectos
e intereses de la emergente burguesía.
Consciente de su absoluta minoridad numérica y del fanatis-
mo religioso existente entre las masas populares, la Masonería
–siguiendo una práctica ya probada en otros países– se refugió en
el secreto para proteger la actividad de sus logias, hecho que fue
utilizado por la Iglesia para estigmatizarla como una organización
siniestra y peligrosa, que conspiraba contra la sociedad y manipu-
laba a su favor ciertos espacios del poder público. En respuesta, la
Masonería ecuatoriana creó instituciones para–masónicas abier-
tas al público y dedicadas al servicio social. Surgieron así la So-
ciedad Filantrópica del Guayas, entidad dedicada a la educación

183
y promoción popular, y los Cuerpos de Bomberos, destinados a
defender a las ciudades de la Costa contra el siempre latente pe-
ligro de los incendios. Ello permitió que esta Orden ampliara el
ámbito de su organización e influencia social, a la vez que pro-
yectara una imagen benéfica hacia la colectividad. Finalmente,
a través de la prensa los masones ejercieron una activa difusión
de sus ideas, paralelamente a la crítica de las lacras políticas y
sociales existentes.

Reforma liberal y reacción oligárquica

Volviendo al análisis de la acción política de la Masonería, preci-


semos que su otra tarea prioritaria fue la resolución de los grandes
problemas sociales heredados de la Colonia, tales como la escla-
vitud de los negros, el tributo de los indios y el concertaje que
oprimía a los trabajadores agrícolas.
Una vez más, el enfrentamiento de estas cuestiones conllevó
la necesidad de afectar a la estructura oligárquico-terrateniente,
de la que la Iglesia formaba parte fundamental, en calidad de
principal propietaria latifundista del país. De ahí que cada acto
de reforma social aplicado o propuesto por los reformadores li-
berales fuera resistido duramente por la clerecía y los miembros
del conservador Partido Nacional, que representaban los intereses
de la oligarquía terrateniente. Así ocurrió con los proyectos de
reforma social del gobierno de Rocafuerte, con la manumisión de
los esclavos decretada por Urbina y con la supresión del tributo
de indios dictada por Robles. Solo que, en este último caso, la
oligarquía terrateniente apeló al recurso de las armas y al federa-
lismo, desatando una guerra civil que casi produjo la liquidación
del Ecuador.
Cuando el país logró ser reunificado bajo el liderazgo de Ga-
briel García Moreno, se implantó un Estado Oligárquico en el que
la Iglesia y la aristocracia terrateniente instituyeron una suerte
de “teocracia” medieval, presidida por un tirano ilustrado, pero
implacable y cruel. En el ámbito de las libertades ciudadanas, fue
sin duda la época más sombría de la República, pues, a la par que

184
se efectuaban importantes obras públicas y se estimulaba el pro-
greso material del país, se conculcaban de hecho y de derecho las
libertades públicas que con tanto esfuerzo habían sido conquista-
das desde la independencia.
Por mandato constitucional, la Iglesia Católica fue reconoci-
da como religión oficial del Estado “con exclusión de cualquie-
ra otra”. La educación pública fue entregada enteramente a las
comunidades religiosas, en su mayoría traídas expresamente con
ese fin. Jugosas rentas nacionales fueron entregadas al clero. El
ejército fue puesto bajo el control ideológico de capellanes cas-
trenses, que tenían tanta autoridad como los jefes militares y aun
podían ordenar castigos contra oficiales o soldados que no asistie-
ran cumplidamente a los servicios religiosos. En fin, como culmi-
nación de ese proceso de degradación nacional, la República del
Ecuador fue consagrada oficialmente al Corazón de Jesús.
Cosa similar ocurrió en el campo de las relaciones internacio-
nales, donde los intereses de la nación fueron en buena medida re-
legados en beneficio de los intereses de la Iglesia. A través de un
Concordato con la Santa Sede, el Estado ecuatoriano renunció al
Patronato sobre la Iglesia –que la Santa Sede había reconocido de
hecho desde décadas anteriores– y su misma autoridad fue someti-
da al poder eclesiástico y a la autoridad de los pontífices romanos,
lo que equivalía a una virtual renuncia de la soberanía nacional.
En ese crucial momento de la historia nacional, cuando se ha-
bía impuesto en el Ecuador el imperio del fanatismo y se ejer-
citaba impunemente la violación de las libertades públicas, los
masones salieron en defensa de los intereses nacionales y de los
derechos ciudadanos. Uno de ellos fue el doctor Pedro Carbo,20
quien, actuando en representación del Concejo Municipal de
Guayaquil, denunció ante la opinión pública los absurdos, vicios
y atentados jurídicos que conllevaba el Concordato firmado con
la Santa Sede, instrumento que contenía disposiciones contrarias
a la soberanía nacional, atentatorias contra la Constitución del
Estado y peligrosas para la libertad y dignidad humanas.
20 Este destacado masón había sido Vicepresidente de la Convención Nacional de
1850, reunida en Quito, y era para entonces uno de los más prestigiosos dirigentes
del liberalismo ecuatoriano.

185
Quedó así evidenciada la abierta violación que el régimen
garciano había hecho de la Constitución y leyes del Ecuador. En-
tonces, en vez de rectificar lo actuado y reformar el Concordato
para ponerlo a tono con la Carta Magna, el déspota y sus áulicos
buscaron reformar la Carta Magna para ponerla a tono con los
sombríos términos del Concordato. Eso fue precisamente lo que
ocurrió en 1869, cuando García Moreno, tras haberse proclamado
dictador,21 convocó a una nueva Convención Nacional, que dictó
la tristemente famosa “Carta Negra”, llamada así por su siniestro
contenido, conculcatorio de las libertades ciudadanas. En ella se
impuso como primer requisito de ciudadanía el ser católico (art.
10). Igualmente, se estableció como causal de suspensión de los
derechos de ciudadanía el hecho de “pertenecer a las sociedades
prohibidas por la Iglesia” (art. 11), lo cual implicaba poner fuera
de ley a la Masonería y a cualquier otra organización filosófica,
política o religiosa que desagradara al clero o al poder.
Dos años después de aprobada la “Carta Negra”, fue promul-
gado un nuevo Código Penal, en el que se incluían disposiciones
y penas como éstas:

Art. 161: “La tentativa para abolir o variar en el Ecuador la


Religión Católica Apostólica Romana ... pena de muerte”.
Art. 162: “El que celebre actos públicos de un culto que no
sea el de la religión católica ... uno a tres años de reclusión e
igual tiempo de extrañamiento (destierro) concluida la primera
condena”.
Art. 170: “Los que desempeñaren mando o presidencia o hu-
bieren recibidos grados en una sociedad secreta de las que están
prohibidas por la Iglesia y los que prestaren para ellas las casas
que poseen, administran o habilitan ... uno a tres años de prisión
y el doble tiempo de extrañamiento. ... Los demás afiliados ... seis
meses”.22

21 Se dice que el tirano lo logró con ayuda del Nuncio Apostólico, monseñor Tavani,
quien habría coordinado el derrocamiento del presidente Javier Espinoza. Ver:
Oswaldo Albornoz Peralta, “Historia de la acción clerical en el Ecuador”, Editorial
Espejo, Quito, 1963, p. 118.
22 Citado por Albornoz, pp. 119-120.

186
Ese era el sombrío marco jurídico constitucional impuesto por
la tiranía garciana en su renombrada “República del Corazón de
Jesús” y por el cual muchos ecuatorianos fueron apresados, des-
terrados, torturados o fusilados, en algunos casos sin fórmula de
juicio, por el solo delito de expresar libremente sus opiniones o de
resistirse a las imposiciones ideológicas del régimen.
En cuanto a la particular saña con que el régimen garciano
persiguió a la masonería, sin duda ello obedeció a las presiones de
la Iglesia, pero también a la personal venganza del tirano contra
esta institución, a la que había querido ingresar en su juventud,
siendo rechazada su solicitud precisamente por el espíritu violen-
to e intolerante que desde entonces mostraba el candidato.23
A la sombra de esa tiranía institucionalizada y utilizando en
forma totalitaria su condición de religión oficial del Estado, la
Iglesia católica ecuatoriana cometió infinidad de abusos e intervi-
no abiertamente en la política nacional, para beneficiar sus intere-
ses institucionales y ayudar políticamente al denominado Partido
Nacional o Partido Garciano.
Entonces, cuando el país temblaba de pavor ante los desafue-
ros de la tiranía, la Masonería y los masones alzaron su voz en
defensa de las libertades ciudadanas. La voz más alta fue sin duda
la de Juan Montalvo, el notable autor de los Capítulos que se
le olvidaron a Cervantes, quien se enfrentó virilmente al tirano
y condenó sus abusos de poder por medio de formidables obras
de denuncia, como Las Catilinarias. Pero Montalvo no se quedó
en la retórica de denuncia y caricaturización de la dictadura gar-
ciana. Parte esencial de su obra estuvo enfocada a promover la
formación moral de la juventud, orientándola a la búsqueda de la
verdad, a la conquista de un horizonte espiritual laico y a un cabal
compromiso con los problemas de la sociedad.
La Iglesia, por su parte, siguió participando activamente
en la política nacional y manteniendo una actitud de absoluta

23 García Moreno solicitó ingreso a la masonería por la misma época en que se


mostraba como un liberal extremista y sostenía que el asesinato del general Juan
José Flores era la única manera de liberar al Ecuador de su tiranía. Más tarde,
siendo gobernante, García Moreno protegió a Flores y lo convirtió nuevamente en
Jefe del Ejército Nacional.

187
intransigencia e intolerancia ideológica. Y se llegó a dar el
caso de que el tristemente célebre obispo de Manabí, Pedro
Schumacher, un antiguo oficial del ejército prusiano, decretara
excomunión contra el doctor Felicísimo López, como represa-
lia contra este afamado médico y masón, que había derrotado
en las urnas al irascible prelado; mas el asunto se convirtió en
escándalo nacional cuando el Senado de la República, domina-
do por clérigos y legisladores conservadores, despojó a López
de su condición de senador, argumentando que su condición
de excomulgado le había privado de sus derechos de ciudada-
nía.24 Fue precisamente por estas actitudes totalitarias que los
liberales del siglo pasado bautizaron a los conservadores con
el calificativo de “terroristas”.

(Artículo publicado en Procesos,


Revista Ecuatoriana de Historia, Nº 19, 2003,
bajo el título “Fuerzas sociales e ideologías contrapuestas
en la construcción del Estado Nacional ecuatoriano”).

24 Una notable excepción fue la actitud del presbítero Federico González Suárez,
futuro Arzobispo de Quito, quien se retiró de la sesión para no ser cómplice de
tamaño despropósito.

188
Las transiciones del Siglo XIX

E
l siglo XIX fue sin duda el de las grandes rupturas y
enfrentamientos. Sucesivas crisis políticas, guerras ci-
viles, protestas y levantamientos populares marcaron a
ese siglo con el signo de la inestabilidad y el desconcierto. Vistas
las cosas desde hoy, resulta evidente que hubo una falta de hege-
monía política, precisamente porque no existían bases socio–cul-
turales para sustentar algún modelo de estabilidad. Por una parte
atizaban esa situación las vigorosas sociedad regionales hereda-
das de la Colonia, mutuamente recelosas y a veces abiertamente
enfrentadas por la hegemonía. Por otra parte lo hacían la vieja
aristocracia terrateniente y la emergente burguesía, que se pasa-
ron el siglo entero luchando a brazo partido por el control del
poder político.
Pero ese siglo no estuvo signado únicamente por aquella su-
cesión de conflictos político–sociales, sino también por la aflo-
ración de grandes rupturas y cambios en los demás espacios de
la vida social, algunos de los cuales trataremos de esbozar en las
siguientes páginas.

Del Estado monárquico al Estado republicano

En lo político, el cambio mayor fue sin duda el triunfo de la cau-


sa independentista y el nacimiento del Estado republicano, cuyo
cuerpo jurídico–político empezó a crecer a partir del Ejército pa-
triota, que fuera la primera institución históricamente constituida
en esta etapa. Ese hecho –el nacimiento del Estado republicano a
partir del Ejército– marcaría para siempre nuestra historia como
país independiente. En él se originará esa función tutelar, de auto-
ridad de última instancia, que las Fuerzas Armadas desarrollarán

189
a lo largo de los siglos XIX y XX y que mantendrán hasta hoy
respecto de la vida pública. Una función que no solo forma parte
de la mentalidad militar sino también de la mentalidad colectiva,
puesto que la sociedad civil ecuatoriana ha reconocido y convali-
dado esa tutela militar y todavía, en la actualidad, la invoca como
recurso supremo para la solución de sus conflictos políticos.1
Inevitablemente, el aparecimiento del Estado Nacional como
una institución nueva y poderosa, de carácter político–militar, de-
bía generar y generó choques con la otra gran institución histórica
del país, que fungía como única heredera del sistema colonial: la
Iglesia. Durante tres siglos, ésta había sido parte sustantiva del
andamiaje de poder colonial y sus funciones traspasaban larga-
mente el campo estrictamente religioso para alcanzar otros ám-
bitos propios de la autoridad pública: el juzgamiento de delitos,
el cobro de tributos, la educación y la colonización de territorios.
En verdad, ese enorme poder empezó a ser recortado por el
mismo Estado Monárquico, que, en la época del despotismo ilus-
trado, impuso el Patronato Regio sobre la Iglesia y exigió la su-
misión de ésta al poder real. “Desde el siglo XVIII, por influjo de
la dinastía francesa de los Borbones, los derechos patronales se
llegaron a interpretar y aplicar no como un privilegio pontificio,
sino como un atributo inherente a la corona.” 2 Precisamente en
uso de ese patronato, los reyes de la casa de Borbón expulsaron
a los jesuitas de sus dominios americanos y se apropiaron de sus
bienes, al tiempo que reivindicaban para el poder real algunas
atribuciones que hasta entonces habían estado en manos de la
Iglesia, tales como la fundación de universidades y el juzgamien-
to y sanción de ciertos delitos penales.
Luego, al producirse la guerra de independencia, las jerar-
quías eclesiásticas y el alto clero optaron mayoritariamente por
la defensa de la monarquía y del sistema colonial, aunque bue-
na parte del bajo clero, más próximo a los sectores populares,

1 Para no ir muy lejos en el tiempo, recuérdese que fue la sociedad civil quien clamó
por la intervención militar para poner fin al desgobierno de Bucaram (1997) y
luego de Mahuad (2000).
2 Juan A. Eguren S.I., “Bolívar frente al patronato republicano”, en Montalbán,
revista de la UCAB, Nº 2, Caracas, 1973, p. 715.

190
plegó a la causa patriótica. Ello produjo graves enfrentamientos
entre los jerarcas de la Iglesia y los líderes militares del ban-
do patriota. En el caso de nuestro país, fue durísimo el enfren-
tamiento del general Sucre, nombrado primer Intendente del
Departamento de Quito, con el obispo de la capital, Leonardo
Santander y Villavicencio, quien se resistió a acatar las dispo-
siciones políticas de la autoridad republicana, exasperando con
ello al manso y tolerante Sucre, que llegó a amenazar con tirar
por la ventana a ese obispo enemigo de la independencia.3 Por
su parte, Bolívar se burlaba de las autoridades religiosas de Bo-
gotá, que lo habían excomulgado antes de la batalla de Boyacá
y que luego del triunfo lo alabaron e hicieron entrar bajo palio
en la ciudad.
En gran medida, fueron esas experiencias las que determina-
ron la imposición del patronato estatal sobre la Iglesia, como una
reivindicación de los atributos que antes tuviera el Estado espa-
ñol. Además, con esta medida el Estado republicano buscaba de-
mostrar su soberanía absoluta y marcar su hegemonía sobre cual-
quier otra institución existente en el país. De este modo, cuando
el Obispo de Mérida, Venezuela, monseñor Lasso de la Vega, se
resistió en 1824 a ciertas disposiciones del senado colombiano, el
Congreso de Colombia emitió la Ley del 28 de julio del mismo
año, sobre derechos patronales, que rezaba:

“Art. 1º: La República de Colombia debe continuar en el ejer-


cicio del derecho de Patronato que los Reyes de España tuvieron
en las Iglesias metropolitanas, catedrales y parroquiales de esta
parte de América.
Art. 2º: Es un deber de la República de Colombia y su Go-
bierno, sostener este derecho y reclamar de la Silla Apostóli-
ca que en nada se varíe ni innove, y el Poder Ejecutivo, bajo
este principio, celebrará con Su Santidad un Concordato que
asegure para siempre irrevocablemente esta prerrogativa de la
República”.

3 Sobre el tema, ver en este mismo libro la nota 4 del artículo “Inicios de la educación
pública en el Ecuador”.

191
En uso de sus atribuciones de patrono eclesiástico, el gobierno
grancolombiano eliminó por decreto ejecutivo a las Comisarías
de la Inquisición existentes en el país y prohibió la censura ecle-
siástica a la publicación o importación de libros. Más tarde, obe-
deciendo los mandatos del Congreso de Cúcuta, el gobierno tomó
varias otras medidas de reforma eclesiástica: decretó la supresión
de conventos con menos de diez religiosos; amplió el patronato
estatal sobre la Iglesia; fijó en veinticinco años la edad mínima
para profesar como religiosos; suspendió el nombramiento de
prebendas eclesiásticas vacantes, en beneficio del erario nacional;
liberó del pago del diezmo eclesiástico a los nuevos cultivos y
plantaciones del país, y reguló el cobro de derechos eclesiásticos,
en busca de eliminar abusos contra la ciudadanía.
De otra parte, el Ejército, en su calidad de primera institución
republicana, se convirtió de modo casi natural en el supremo ár-
bitro de las disputas políticas entre oligarquías regionales, rei-
vindicando para sí un papel tutelar respecto de la vida pública. Y
fue precisamente el general José María Urbina, primer líder del
militarismo nacional, quien hizo la formulación teórica corres-
pondiente, al decir, en su mensaje presidencial al Congreso de
1854, que el Ejército era la base del poder público en países con
débil institucionalidad.4
Hay más: tanto para definir su propia identidad institucional
como para luchar con mayor eficiencia contra la Iglesia, su ins-
titución rival, la fuerza armada asumió una ideología liberal y, a
través de ella, se identificó con los emergentes sectores burgueses
del país, en especial con los comerciantes de la Costa. De este
modo, hasta la instauración del garcianismo, los ejes visibles del
enfrentamiento político fueron un Ejército liberal y una Iglesia
conservadora, tras los cuales se alineaban clases como la burgue-
sía comercial y la aristocracia terrateniente.
Una primera culminación de esa disputa entre el Ejército y la
Iglesia tuvo lugar en 1852, cuando la fuerza armada derrocó a un
presidente que ella mismo había instalado en el poder, don Diego
Noboa, por haber acogido en el país a los jesuitas expulsados por
4 La frase textual de Urbina en el artículo “Dictaduras y democracia en el Ecuador
del siglo XIX”, en este mismo libro.

192
el gobierno liberal de la Nueva Granada y haber reinsertado en
el escalafón militar a un gran número de militares floreanos. A
renglón seguido, el nuevo gobernante, general José María Urbina,
expulsó del país a los jesuitas, acusándolos de intervenir en asun-
tos de política interna.
No podríamos entender a cabalidad esa función política asu-
mida por el naciente Ejército nacional si no analizáramos su cons-
titución interna y el origen social de sus jefes y oficiales. Porque
la verdad es que el Ejército cumplió también, en aquel momento,
otra función trascendental: fue el primer canal abierto al ascenso
social de los sectores marginados del sistema colonial. Blancos
pobres, mestizos, negros e indios subieron socialmente gracias
a su participación en las luchas de independencia y al sistema
de ascensos militares, llegando en algunos casos a ocupar altas
funciones públicas, ante los ojos asombrados de las antiguas éli-
tes coloniales, que de inmediato empezaron a clamar contra la
“pardocracia”.
Pero ese ascenso social era imparable y no había fuerza capaz
de impedirlo. De ahí que algunos sectores aristocráticos prefirie-
ran cooptar y asimilar a algunos jefes militares jóvenes, a través
del sistema de alianzas matrimoniales. Ello permitió que la oli-
garquía controlara políticamente al poder militar surgido de la
independencia, mas también consolidó socialmente a esos secto-
res emergentes. Y gracias a esa transacción hubo quienes, como
Juan José Flores, llegaron a ocupar la silla presidencial, tras una
conveniente y oportuna alianza matrimonial con alguna heredera
de la oligarquía terrateniente.
En general, esa afirmación del Ejército como primera insti-
tución pública permitió también la consolidación de los milita-
res como categoría socio-profesional, rompiendo parcialmente
la estructura aristocrática heredada de la Colonia y creando una
avanzada de la llamada “clase media”. Esa situación había sido
facilitada en gran medida por el horror a la guerra que asumieron
las buenas familias criollas tras los cruentos combates indepen-
dentistas, en los que muchas de ellas quedaron descabezadas o
desmembradas. De ahí que las familias de propietarios blancos
se cuidaran de enviar sus hijos a la milicia, en razón de lo cual

193
ésta terminó siendo integrada por tropa indígena o negra –gene-
ralmente reclutada por la fuerza– y por oficiales mestizos o blan-
cos pobres, que buscaban en la vida militar el ascenso social que
difícilmente podían conseguir en la vida civil.

El Ejército. Los Ejércitos

Esa composición social del inicial Ejército determinó que esta


institución fuera, durante las primeras décadas de vida indepen-
diente, el único espacio social con una mentalidad realmente re-
publicana, mientras que en el conjunto de la sociedad civil se-
guían prevaleciendo las ideas y valores de la antigua sociedad
colonial. Pero no es menos cierto que ese espíritu fue distorsio-
nado por el floreanismo, cuyo mentor y jefe, el general Juan José
Flores, transformó al Ejército de la independencia en una especie
de guardia pretoriana, abusando de que la mayor parte de los je-
fes y oficiales eran venezolanos, como él mismo, o extranjeros
nacionalizados.
Por suerte, esa vocación republicana del inicial Ejército fue
recuperada con la Revolución Marcista, que insufló a la milicia
ecuatoriana de un espíritu nacionalista y antioligárquico, que la
llevó en enfrentarse con esa alianza de militares extranjeros y te-
rratenientes criollos que había establecido Juan José Flores. Del
propio Ejército floreano salieron los nuevos líderes nacionalistas
que pusieron fin a la hegemonía política de Flores y sus socios
oligárquicos. Uno de ellos, José María Urbina, proclamó en su
mensaje de Jefe Supremo a la Convención Nacional de 1852:

“A pesar de la época tempestuosa que ha atravesado la Re-


pública y a pesar de los peligros que hemos tenido que vencer,
podemos lisonjearnos del progreso moral y político de todas
las clases de la sociedad. El elemento democrático es ya entre
nosotros una realidad imponente, que rechazará en lo sucesi-
vo todo poder usurpador, toda tendencia oligárquica, toda pre-
tensión extranjera, y esto hace presagiar un próspero porvenir
para la República.

194
(...) El comportamiento del ejército nacional en la presente
crisis, ha sido en extremo recomendable. Ciudadanos armados
en defensa de una causa justa, han ostentado todas las virtudes
propias del soldado que combate por la libertad, y han soportado
todos los sacrificios y privaciones con la resignación de un ver-
dadero republicano, que no aspira a otra recompensa que la de
ver a su Patria libre. Valor, moderación, lealtad, civismo en todos
los jefes y oficiales; valor, subordinación, moral y sufrimiento en
la clase de tropa, tales son las principales cualidades que en-
noblecen nuestro ejército ... y nos responden que será en todos
los tiempos la salvaguardia más fiel de nuestra independencia y
libertad”.

Un análisis de esta proclama nos revela varios elementos del


mayor interés. Ante todo, el radical espíritu nacionalista que se
había desarrollado en la fuerza armada a partir del combate al
floreanismo. Luego, la temprana vocación antioligárquica que se
había gestado en las filas militares, y que en esencia orientaba sus
dardos contra la oligarquía terrateniente de la Sierra, aliada del
floreanismo. Pero los asuntos más interesantes expuestos en ella
son, sin duda, el concepto que el liderazgo marcista tenía de un
verdadero soldado republicano, al que definía como “un ciuda-
dano armado en defensa de una causa justa”, y los valores y vir-
tudes que la institución militar había definido para el mismo: va-
liente, moderado, honesto, leal, patriota y dispuesto al sacrificio.
Vista esa ideología que alentaba en los líderes del naciente
militarismo nacional, no debe extrañarnos que éstos se lanzaran
luego a la realización de una audaz reforma político–social, ten-
diente a eliminar los más notorios rezagos del sistema colonial,
que eran la esclavitud de los negros y el tributo de indios, con el
agregado de que la mayoría de los negros libertos pasaron a inte-
grar la tropa del Ejército urbinista. (Por su color, parecido al de
las sotanas de los curas, Urbina solía llamarles “mis canónigos”).
La reacción de la clase terrateniente fue desigual ante las
dos medidas. Toleraron a regañadientes la liberación de los es-
clavos, quizá porque en el país existían pocos de ellos y en
su mayor parte estaban destinados al servicio doméstico, pero

195
también porque, según el decreto de manumisión, el Estado
asumía y garantizaba el pago del valor de los libertos. Distinta
fue su reacción ante la supresión del tributo de indios. Y es
que el pago de este impuesto personal tenía una importancia
sustantiva para el sistema oligárquico. De una parte, constituía
junto con los impuestos aduaneros uno de los principales rubros
de ingresos del Estado, y su erradicación afirmaba la posibilidad
de que el gobierno buscase sustituir los ingresos perdidos con
la creación de un impuesto a la renta de los propietarios. De
otra parte, privaba a las haciendas y hacendados del principal
mecanismo de fijación y radicación de la mano de obra, puesto
que daba un golpe mortal al sistema de “concertaje”, asentado
en el endeudamiento sistemático de los trabajadores indígenas
para evitar su fuga. Esto explica la masiva reacción de los terra-
tenientes del país contra el gobierno liberal del general Francis-
co Robles, el “gemelo” de Urbina, y también evidencia una de
las principales motivaciones de la guerra civil de 1859-60, cuya
consecuencia mayor fue la implantación del duro régimen ga-
monalista y civilista presidido por Gabriel García Moreno, cuyo
sostén principal no fue el Ejército, sino la Iglesia.
El caudillo conservador comprendió que el Ejército, tal como
se hallaba integrado, era una fuerza social incontrolable. De ahí
que se empeñó en reestructurar totalmente la fuerza armada del
país. Los mandos fueron descabezados y la alta oficialidad ur-
binista fue separada del Ejército o tratada con brutal disciplina
(recuérdese la azotaina que sufrió el general negro Ayarza y que
provocó la muerte de este héroe de la independencia), al mis-
mo tiempo que eran incorporadas al servicio las tropas que en la
guerra civil habían constituido el Ejército conservador. Un nuevo
mando militar fue organizado con jefes y oficiales provenientes
de las familias de la oligarquía terrateniente: los Flores Jijón, Sa-
lazares y Veintimillas de Quito, los Vega Muñoz y Muñoz Vega
de Cuenca, los Chiriboga y Costales de Riobamba, etc. Los ca-
pellanes castrenses se encargaron de limpiar de ideología liberal
a los restos del antiguo Ejército. El resultado final fue un nuevo
Ejército nacional, de muy baja capacidad militar (fue derrotado en
todas sus campañas internacionales), pero de absoluta fidelidad

196
política al tirano y suma eficiencia para reprimir los alzamientos
populares, como la rebelión indígena del Chimborazo, liderada
por Fernando Daquilema.
Tras la etapa garciana (1860-1875) y la breve guerra civil de
1876, la fuerza armada volvería a ser reestructurada, incorporan-
do a ella tropas y oficiales liberales que apoyaron a Veintimilla
en su campaña hacia el poder. Y el ejército tornaría a asumir su
antiguo rol arbitral, aunque en forma atenuada. La dictadura del
general Veintemilla, en la que Urbina jugó un papel importante,
sería en cierto modo la continuidad del primer período de mili-
tarismo nacional, aunque sin la vocación reformista de éste. Por
eso, pese a que Veintemilla se proclamaba liberal, fue resistido
por el nuevo liberalismo, de corte radical, que Juan Montalvo ali-
mentaba con sus escritos y cuyo liderazgo fue asumido por un
audaz joven manabita llamado Eloy Alfaro.
Concluida la guerra de la Restauración (1883) con el derro-
camiento de Veintemilla, el Ejército volvió a ser reorganizado
por los conservadores y se convirtió en una eficaz maquinaria
represiva del régimen “Progresista” contra las montoneras libe-
rales, bajo el comando del general Reinaldo Flores Jijón, hijo
del expresidente Flores, y de otros destacados jefes militares
provenientes de la clase terrateniente y de las viejas familias ca-
tólicas: Antonio Vega Muñoz, Muñoz Vega, José María Sarasti,
Franciso Javier Salazar, etc.
Finalmente, tras la Revolución Liberal de 1895, surgiría un
nuevo Ejército Nacional, organizado a base de las tropas mon-
toneras triunfantes, mayoritariamente costeñas. Los antiguos je-
fes revolucionarios pasaron a integrar el Estado Mayor del nuevo
Ejército Liberal, al que Alfaro buscó profesionalizar mediante la
creación de escuelas y academias castrenses, contando con la ase-
soría de misiones militares extranjeras.
Vistos los hechos, resulta muy aventurado hablar del Ejército
ecuatoriano como una institución continua, estable y permanente.
Por el contrario, lo que vemos en el siglo XIX es una sucesión
de “ejércitos temporales”, que existen en tanto son capaces de
refrenar y controlar a las fuerzas político-sociales enemigas, pero
que, al concluir cada conflicto civil, son reestructurados por las

197
fuerzas vencedoras, que buscan poseer una milicia fiel, sumisa
y funcional a su proyecto político. De lo que se conoce, esas re-
estructuraciones no solían abarcar únicamente a los mandos y la
alta oficialidad, sino que regularmente incluían también a buena
parte de la antigua tropa, que era sustituida por tropa fiel al nuevo
caudillo. A consecuencia de ello, hubo sucesivamente en el Ecua-
dor del siglo XIX:

1.- El ejército “floreano” (1830–1845). Constituido con tropas


remanentes de la guerra de independencia, en buena medida
extranjeras, bajo el mando de jefes, oficiales y clases en su
mayor parte extranjeros.5
2.- El ejército “marcista” (1845–1850). Reconstituido con tropas
revolucionarias tras la derrota del floreanismo. Total renova-
ción de mandos, mediante el reemplazo de jefes y oficiales ex-
tranjeros por similares nacionales. Más tarde (1851), despido
de muchos jefes y oficiales marcistas y reincorporación de 52
oficiales floreanos.
3.- El ejército “urbinista” (1851–1860). Segunda reconstitución
del ejército “marcista”: incorporación de jefes y oficiales na-
cionales y absoluta eliminación de jefes y oficiales floreanos.
Creación de nuevos batallones, mediante la incorporación de
negros esclavos manumitidos por el gobierno (“tauras”).
4.- El ejército “garciano” (1859–1875). Constituido en medio
de la guerra civil. Tras el triunfo, total reorganización de la
fuerza armada. Eliminación de jefes y oficiales de tendencia
liberal, conservándose unos pocos por su profesionalismo.
Renovación de mandos, cuerpo de oficiales y tropa, con fuer-
zas conservadoras. Primer esfuerzo de profesionalización del
Ejército nacional, bajo estricto control del poder civil. Man-
dos absolutamente fieles al caudillo conservador (lo apoyan
en dos golpes de Estado). La estructura militar sobrevive, con
breves cambios, tras el asesinato del tirano.
5.- El ejército “veintemillista” (1876–1883). Reestructura par-
cial de la fuerza armada: incorporación de fuerzas liberales
5 Ver al respecto la cita 4 del artículo “Dictaduras y democracia en el Ecuador del
siglo XIX”.

198
que apoyaron a Veintemilla en su campaña hacia el poder. Se
destacan los “pupos” del Carchi, afamados por su fidelidad al
caudillo militar.
6.- El Ejército del “progresismo” (1883–1895). Nueva reestruc-
tura parcial de la milicia, a base de los mandos y tropas con-
servadoras que actuaron en la campaña de la “Restauración”.
Eliminación sistemática de los antiguos oficiales veintemillis-
tas y de toda oficialidad liberal.
7.- El Ejército “alfarista” (1895–1910). Vencido y dispersado el
Ejército conservador, organización de un nuevo Ejército na-
cional, con mandos, oficiales y tropas salidos de la revolución.
Profesionalización general de la fuerza armada, a través del
Colegio Militar, los cursos de Estado Mayor, la Escuela de
Clases, etc. Equipamiento y modernización general del Ejér-
cito. Tras la guerra civil inter–liberal de 1912, eliminación (fí-
sica o burocrática) de los jefes y altos oficiales alfaristas.

El cambio de las mentalidades

Pese a que fue importante el cambio habido en las instituciones a


raíz de la independencia, quizá el cambio más trascendente, por
lo profundo e irreversible, fue el que se produjo en las mentali-
dades sociales, tanto respecto de la vida en sociedad como de la
concepción misma de la política, que dejó de ser vista como un
eco de la voluntad divina para pasar a ser entendida como parte
fundamental de la actividad humana.
Hasta entonces, no habían existido “ciudadanos” sino “vasa-
llos del Rey”, y por lo mismo la palabra “política” significaba
únicamente administración de los hombres y de las cosas, tarea
que era ejercida –con más o menos acierto, con mayor o menor
honradez– por los funcionarios reales, que aplicaban la voluntad
del Rey, el cual por su parte –según la prédica de la Iglesia– cum-
plía con el “mandato de Dios”.
Las únicas acciones políticas parecidas a las de hoy eran las
gestiones y cabildeos de los bandos familiares y sus redes socia-
les, disputándose prebendas oficiales y espacios de influencia en

199
la administración colonial. Pero se trataba de acciones ilícitas,
que se efectuaban en contravención a la normativa legal vigente.
Es más, esos bandos políticos locales ni siquiera debían existir,
pues estaban expresamente prohibidos por la ley y oficialmente
eran negados por la autoridad. Pero la guerra de independencia,
primero, y la instauración de la república, después, cambiaron el
panorama social en este campo y abrieron la puerta a la acción
política, reconocida en las leyes como un ejercicio legítimo de los
ciudadanos y, en ciertos casos, aun como una obligación cívica
de éstos.
El cambio de mentalidades sociales fue traumático, en gran
medida. Todas las ideas y anhelos colectivos, y aun muchas opi-
niones y ambiciones personales que habían estado largamente re-
presadas, pudieron expresarse ahora en ejercicio del derecho de
opinión, consagrado en la ley. Claro está, eso no significaba que
todas las personas pudieran hacer uso de ese derecho. La mayo-
ría de ellas, por su ignorancia, estaba en la práctica al margen
del ejercicio de la libertad de opinión y, por tanto, al margen de
la política, que comienza precisamente con la posesión de una
opinión. Ello determinó que el ejercicio real de la política queda-
ra, de entrada, en manos de una minoría más o menos ilustrada,
constituida por quienes estaban en capacidad de ejercitar el dere-
cho de opinión. Pero ello determinó también otro asunto, todavía
más inquietante: que en aquella circunstancia histórica concreta
no hubiera ni pudiera haber la llamada “soberanía popular”, que
en teoría había sustituido a la soberanía de los Reyes y se había
constituido en la base del poder político republicano.
La cuestión era bastante simple: sin una cultura básica no ha-
bía opinión política, sin opinión política no había ciudadanía y
sin ciudadanía no había soberanía popular. Si siguiéramos con la
ecuación, concluiríamos que sin soberanía popular no podía ha-
ber república. Pero esto, que parece lógico en la teoría política, no
fue muy lógico en la realidad histórica, pues sabemos que efec-
tivamente se constituyeron Estados republicanos ahí donde antes
existieron colonias de España habitadas por vasallos del Rey.
Esto nos lleva directamente a interrogarnos: ¿qué tipo de re-
públicas fueron esas que se organizaron tras la independencia?

200
En nuestra opinión, se formaron “Repúblicas oligárquicas”,
donde una minoría culta, surgida básicamente de la clase terrate-
niente, expropió al pueblo el poder de decisión soberana y cons-
truyó un sistema político hecho a la medida de sus intereses. Para
ello, impuso un modelo electoral censitario, por el cual solo vo-
taban los propietarios y solo podían ser electos los más ricos de
ellos, según una escala que asociaba la importancia de la riqueza
que poseían a la importancia de la función a que aspiraban.
De otra parte, esas repúblicas, que surgieron históricamente
como una negación del colonialismo, mantuvieron vigentes los
mecanismos de dominación colonial sobre los pueblos indíge-
nas y la población negra. Por eso decimos que el “colonialismo
externo” fue sustituido por un “colonialismo interno”, similar
al que más tarde ejercitaran los colonos blancos en Sudáfrica y
Rhodesia.
Pero la respuesta al primer interrogante planteado nos lleva a
nuevos interrogantes: ¿en qué base asentaban su poder esas (re-
públicas) “Repúblicas oligárquicas”, si no lo hacían ciertamente
en la soberanía popular? ¿Y quién cubría el espacio de acción
política correspondiente a esa inexistente ciudadanía?

¿Una republica sin ciudadanos?

Si nos atenemos a los límites de participación política impuestos


por la Constitución de 1830, el naciente Ecuador debió ser prácti-
camente una “República sin ciudadanos”, puesto que solo podían
ser tales los propietarios que supieran leer y escribir, poseyeran
bienes avaluados en 300 pesos o más, o los profesionales o indus-
triales independientes; sólo podían ser electores quienes gozaran
de una renta anual de 200 pesos, y sólo podían ser diputados quie-
nes tuvieran una propiedad valorada en 4.000 pesos o una renta
anual de 500.
La segunda Constitución (1835) mantuvo esa situación e in-
clusive la agravó, al señalar que para ser senador, vicepresidente
o presidente se requería poseer “una propiedad raíz valor libre de
ocho mil pesos, o una renta de mil”.

201
La tercera Constitución (1843) elevó todavía más las exigen-
cias sobre riqueza para las distintas categorías políticas y creó una
nueva, la de elector secundario, para lo cual se requería poseer
“una propiedad raíz, valor libre de dos mil pesos o una renta de
doscientos, proveniente de empleo o profesión lucrativa.”
Las Constituciones de 1845, 1850 y 1852 mantuvieron iguales
o parecidas exigencias de riqueza para ser ciudadano, legislador o
gobernante. Recién en la Constitución de 1861 se suprimió el re-
quisito de riqueza para ser ciudadano, aunque se lo mantuvo para
ser legislador o gobernante, al igual que en las Constituciones de
1869 y 1878. Y sólo fue en 1883 cuando se eliminó del todo la
exigencia de ser rico para ser legislador o gobernante.
Como podemos ver, durante más de medio siglo se fijó como
disposición constitucional el criterio de que solo los ricos podían
ser ciudadanos de pleno derecho y participar en la vida política
del país. Pero los pobres también existían y tenían sin duda expec-
tativas políticas, las que, al no tener canales legalizados de expre-
sión, se manifestaban a través de revueltas, motines y montoneras
populares, o mediante la participación en las guerras civiles. Hay
un ejemplo que puede ilustrar nuestra afirmación: cuando el pre-
sidente Juan José Flores decretó en 1844 un nuevo impuesto de
tres pesos y medio para todos los pobladores adultos, el sistema
político lo aprobó, pero el pueblo lo rechazó masivamente al grito
de “Mueran los tres pesos” y armó motines en todo el país.
En síntesis, durante ese período de nuestra historia tuvimos
una “República para ricos” –es decir, para minorías– donde la
enorme mayoría de habitantes del país no eran ciudadanos, pero
fueron adquiriendo una inicial conciencia política a pesar de la
voluntad excluyente del sistema. Y hallo que este fue precisa-
mente otro de los cambios fundamentales ocurridos en el siglo
XIX: la adquisición de una inicial conciencia política por parte
del pueblo, pero no tanto porque la República la hubiese promo-
vido, como era su obligación, sino sobre todo por propio descu-
brimiento de las masas, dado a contrapelo del sistema y en opo-
sición a las acciones de la oligarquía gobernante. En verdad esa
conciencia popular no alcanzó mayor nivel y, por lo mismo, no
le permitió al pueblo comprender toda la complejidad del sistema

202
político republicano, pero al menos le ayudó a tomar conciencia
de su marginación social y política, y le facilitó en buena medida
la identificación de sus amigos y enemigos.
Bajo esas circunstancias, surgieron por primera vez en nues-
tra historia ciertas figuras emblemáticas de la vida republicana,
que por distintos medios lideraron u orientaron la acción polí-
tica de las masas populares: el caudillo, el cacique y el político
profesional.
El caudillo fue una herencia de las guerras de independencia y
más tarde de las guerras civiles que asolaron al país. En un país de
hacendados, peones analfabetos y artesanos, el jefe militar devino
inevitablemente jefe político y se proyectó como líder de alguna
causa o grupo social. Para ser caudillo se requerían algunas cua-
lidades particulares, entre las cuales: imagen de hombre vigoroso
y enérgico, probado valor personal, capacidad de comunicación
con la base social y disposición al esfuerzo y aun al sacrificio
personal por la causa. Pero no todo jefe militar tenía condiciones
de caudillo, como lo comprobaron muchos ilusos y aventureros.
En cambio hubo muchos civiles corajudos que se ganaron la con-
dición de caudillos por méritos de lucha, convirtiéndose en gene-
rales o coroneles “gritados” (aclamados por su tropa) y luego en
oficiales “graduados” (con grado reconocido por el Estado).
La otra figura emblemática del período fue la del cacique,
cuya figura surgió más bien de la estructura socio–económica. El
cacique era un personaje prominente de la región y generalmente
un gran hacendado, cuyo poder patronal se proyectaba como in-
fluencia política más allá de los límites de sus propiedades. Hay
caciques que, llegada la hora del combate, se convirtieron tam-
bién en caudillos, como Manuel Serrano (El Oro) o Carlos Con-
cha (Esmeraldas), pero la mayoría ejercieron su poder e influen-
cia de modo más silencioso y permanente que aquellos, mostrán-
dose a los ojos del país sólo cuando llegaban al Parlamento como
senadores o diputados de su provincia. Ellos y los curas fueron
las correas de transmisión del poder oligárquico, pero ellos, a di-
ferencia de éstos, fueron también correas de transmisión de las
inquietudes y aspiraciones de la base popular hacia las esferas del
poder. Así, el cacique cumplía una variada función: por un lado,

203
ostentaba la jefatura política local (similar a la de los “coroneles”
brasileños); por otro lado era una bisagra, que intermediaba entre
la base social y el poder nacional, como vocero de su región ante
el poder central e interesado representante de los grupos de poder
local ante las estructuras gubernativas del Estado.
La tercera figura de la vida pública fue la del político profe-
sional, quien provenía de las élites intelectuales y era casi siem-
pre abogado, lo que equivale a decir que era un hijo segundón
de familia aristocrática. Él era quien volvía legalmente viable al
Estado Republicano y le daba imagen ideológica a un sistema po-
lítico que, de otro modo, habría parecido una simple tiranía de los
poderosos sobre los débiles, o una prolongada disputa de poder
entre familias influyentes. Fue él quien redactó constituciones,
reformó leyes, animó las convenciones y congresos nacionales,
redactó periódicos de combate y ejerció las tareas de agitación y
conspiración política.

Ideología, cultura y arte

En un plazo relativamente breve, el proceso de independencia re-


creó todo el escenario histórico y por tanto el orden social y las
perspectivas de la política y de la cultura. Como efecto de aquel
proceso, cambió el antiguo sentido de “patria” y de pertenencia
nacional, por lo cual los habitantes del país optaron por consi-
derarse americanos, quiteños o ecuatorianos, en vez de españo-
les. Igualmente, cambiaron los actores fundamentales de la vida
social y política: los militares impusieron su autoridad, de jure
o de facto, y sustituyeron en la preeminencia social a los curas,
mientras que, en el campo de la política, los funcionarios chape-
tones fueron reemplazados en el protagonismo por los políticos
criollos.

De santos a héroes.- Los mencionados no fueron los únicos


cambios del período. Cuestión menos visible, pero de la mayor
significación, fue el trastrocamiento de los personajes simbólicos
de la historia y la historiografía, como efecto inmediato e inevita-

204
ble de la guerra. Y es que las guerras marcan a fuego la concien-
cia colectiva de los pueblos y recrean notablemente el imaginario
colectivo. De una parte, la muerte violenta e inesperada de seres
queridos, próximos o al menos conocidos por referencias, provo-
ca, más allá del dolor y de la tristeza, un sentimiento de solidari-
dad colectiva, que lleva a cada persona a reconocerse parte de una
gran familia social: patria, nación, región o partido. De otra parte,
la imaginación popular agranda, magnifica y distorsiona a su gus-
to y sabor los datos de la realidad. Así, las acciones militares se
convierten en hazañas, los vencedores se convierten en héroes y
los vencidos en mártires.
Nada debe extrañarnos, pues, que la larga y terrible guerra de
independencia haya producido héroes y mártires en abundancia y
que, como inevitable consecuencia ideológica, éstos hayan sus-
tituido a los santos en el renovado altar patriótico. Vistas así las
cosas, tampoco debe asombrarnos que de este fenómeno se hayan
derivado varias consecuencias culturales del mayor interés.
Una de ellas fue la relativamente pronta reorientación de la
percepción histórica y de los estudios sobre el pasado, área en
donde la novedosa crónica político–militar prácticamente deste-
rró a la crónica religiosa y la hagiografía.6 De este modo, una
vez concluida la lucha y asentado el poder republicano, cada país,
ciudad o núcleo intelectual buscaría escribir su “crónica heroica”,
lo cual era estimulado por la elite criolla, que de este modo bus-
caba justificar su presencia en el poder.
En el caso de la Gran Colombia y los países nacidos de ella,
una obra que sirvió de modelo a muchas otras fue la Historia
de la Revolución de Colombia, del doctor José Manuel Restrepo,
quien a sus dotes de historiador y geógrafo unía su condición de
Ministro del Interior y promotor de la educación pública. Ya en el
campo estrictamente ecuatoriano, obras de significación histórica
fueron la Reseña de los acontecimientos políticos y militares de
la Provincia de Guayaquil, escrita por el general José de Villa-
mil; el Viaje imaginario por las provincias limítrofes de Quito y
regreso a esta capital, de Manuel José Caicedo; los Recuerdos

6 Hagiografía: ciencia que estudia las vidas de los santos.

205
de la Revolución de Quito”, de Agustín Salazar y Lozano, y la
Historia de la Revolución de Octubre y campaña libertadora,
de Camilo Destruge.

La renovación de las artes.- El arte fue, junto con la historio-


grafía, uno de los escenarios más destacados del notable cambio
ideológico que se fue produciendo en el país, a consecuencia de la
irrupción de una mentalidad seglar y laica. También en este cam-
po fue la guerra de independencia la causa principal de las trans-
formaciones formales y conceptuales. Es que los pueblos querían
eternizar para la posteridad su gesta de liberación nacional y ello
podía lograrse mejor a través de los mecanismos de la historia
(crónicas, relatos, leyendas) o del arte (pinturas, esculturas, poe-
mas, canciones, joyas, medallas y condecoraciones).
En el caso del actual Ecuador, las primeras manifestaciones
del nuevo “arte heroico” se dieron en Quito, a consecuencia de
las resoluciones tomadas en el Cabildo Abierto celebrado el 29 de
mayo de 1822, cuatro días después de la batalla del Pichincha. En
aquella reunión la municipalidad, las autoridades religiosas, los
propietarios y comerciantes, los padres de familia y los notables
del país manifestaron su alegría por la independencia definitiva-
mente conquistada y resolvieron presentar su agradecimiento al
Ejército libertador, creando para el mismo una condecoración de
honor y disponiendo que se erigiese una pirámide conmemorativa
de la victoria de Pichincha, se instituyese una fiesta anual por la
independencia y se colocasen en su sala capitular los retratos de
Bolívar y Sucre.7
De esta manera se inició un fenómeno cultural de gran tras-
cendencia, por el cual prácticamente todas las municipalidades de
la República, y luego otras entidades públicas similares, como las

7 El Congreso de Colombia aprobó el acta quiteña y delegó al poder ejecutivo para


que aplicase las resoluciones de ésta, pero, por un error conceptual, dispuso que lo
hiciera exclusivamente en beneficio de las tropas que realizaron la campaña de Pasto,
que paradójicamente fueron las únicas que no llegaron a combatir en Pichincha. En
tal virtud, el Vicepresidente de la República, general Francisco de Paula Santander,
decretó el 10 de agosto de 1824 el otorgamiento de “la medalla votada por el pueblo
de Quito” a los jefes, oficiales y tropa que operaron desde Popayán a Quito, bajo las
órdenes del Libertador. Gaceta de Colombia, Nº 149, p. 2.

206
gobernaciones de provincia, buscaron engalanar sus salones con
los retratos de los héroes y grandes personajes de la nación. Así,
en el lugar donde ayer no más se exhibían los retratos de Jesucris-
to y de los santos, pasaron a colgarse los retratos de los héroes y
gobernantes del país, provocando con ello dos fenómenos ideo-
lógicos paralelos: en primer lugar, la aparición de un culto oficial
a los héroes de la Patria, vistos como símbolos de identidad na-
cional y ejemplo moral a seguir por las nuevas generaciones, y
luego, como consecuencia de esto, la iniciación de un proceso de
secularización artística, que llevó a muchos pintores y escultores
a especializarse en la elaboración de retratos, bustos, monumen-
tos y medallas de héroes y grandes personajes históricos. Buen
ejemplo de ello fueron Antonio Salas y su hijo Rafael, Luis Cade-
na, José Miguel Vélez y Juan Pablo Sanz.
Obviamente, siguieron haciéndose obras artísticas de temática
religiosa, pero el horizonte artístico republicano estaba dominado
cada vez más por la temática del arte heroico, que posteriormente,
por el mismo impulso nacionalista y la influencia del romanticis-
mo, sirvió de base al desarrollo de una temática naturalista, cen-
trada en el paisaje, las costumbres sociales y los tipos humanos
del pueblo.
Como se puede apreciar, el fenómeno de cambio iba más allá
de la temática y apuntaba a una renovación ideológica del arte y
los artistas. Hasta entonces, el arte había estado bajo la motiva-
ción, tutela y financiamiento de la Iglesia y sus entidades adicio-
nales (órdenes y hermandades religiosas, feligresía). Pero desde
entonces encontró nuevos motivos de inspiración, nuevos pode-
res tutelares y nueva clientela artística alrededor de las acciones
y entidades republicanas. Eso permitió que el arte y los artistas
pudieran liberarse de la tutela eclesiástica y ensayar la búsqueda
de una ideología más abierta y propicia a su creación intelectual.
Más tarde, ese fenómeno se expresó públicamente con la cons-
titución de la Escuela Democrática de Arte “Miguel de Santiago”,
el 31 de enero de 1852 y con 92 socios. Aunque la finalidad explí-
cita de la nueva entidad era mejorar la formación técnico–acadé-
mica de los artistas, en realidad su acción apuntaba a combatir el
viejo espíritu colonial superviviente y apuntalar el nuevo espíritu

207
republicano. Por eso su pensum de estudios abarcaba cuestiones
tan aparentemente desconectadas como “cultivar el arte del di-
bujo, la Constitución de la República y los principales elementos
de Derecho Público”.
Uno de los principales animadores de esta Escuela fue su vi-
cepresidente, el pintor, caricaturista, pianista y compositor Juan
Agustín Guerrero, quien fuera además un adalid de las ideas más
avanzadas de su tiempo. Y entre los alumnos de ese centro des-
tacaron Joaquín Pinto, Juan Manosalvas, Luis Cadena y Rafael
Troya, que culminaron aquel esfuerzo de renovación artística y
acabaron por nacionalizar el arte ecuatoriano, vinculándolo a las
realidades naturales y sociales del país.
Otro arte que conoció una reorientación al calor de la afir-
mación republicana fue el de la orfebrería. Durante la época co-
lonial, la labor de joyeros y plateros quiteños se había concen-
trado mayoritariamente en la producción de obras de carácter o
uso religioso, alcanzando justificada fama internacional. Pero las
exigencias cotidianas de la independencia y la república obliga-
ron a los orfebres a reorientar su trabajo hacia la elaboración de
condecoraciones e insignias militares, medallas de honor, meda-
llas conmemorativas y diversas joyas de obsequio para los hé-
roes, destacando entre estas últimas las espadas enjoyadas. Re-
cordemos, a modo de ejemplos, que el Congreso del Perú creó
una “Medalla del Libertador”, grabada con el busto del general
Bolívar y acuñada tanto en oro como en plata, para condecorar
a personalidades nacionales o extranjeras, y que igualmente re-
galó espadas con empuñadura de oro e incrustaciones de piedras
preciosas al Protector José de San Martín, al Libertador Simón
Bolívar y al Gran Mariscal de Ayacucho Antonio José de Sucre. Y
también que el Congreso Nacional del Ecuador regaló una espada
de este tipo al general Juan José Flores.

La arquitectura.- Otro ámbito artístico en el que se manifestó


el cambio cultural fue el de la arquitectura, donde se produjo un
abandono definitivo del barroco en favor del neoclásico, que fue
asumido oficialmente como el estilo arquitectónico republicano.
Es cierto que el neoclásico había empezado a cultivarse ya en el

208
país a fines de la Colonia, especialmente durante el gobierno de
Carondelet –quien encargó la construcción de la fachada lateral
de la catedral de Quito y la construcción del palacete que lleva su
nombre– pero no es menos cierto que es en el siglo XIX republi-
cano donde este estilo arquitectónico alcanza su plenitud, con la
construcción del Teatro Nacional Sucre, iniciado en 1880, por el
gobierno de Veintemilla, y concluido en 1888, durante el gobier-
no de Flores Jijón.

Las letras.- Las letras reflejaron vivamente esa nueva vitalidad


de la cultura republicana. Ahí donde antes reinaba la literatura reli-
giosa (oratorias, catecismos, misales y otros), el ambiente se pobló
rápidamente de proclamas, anuncios y bandos militares, que antici-
paron la llegada de una “literatura cívica”, primero, y de una litera-
tura de combate, después. Hasta entonces, las apacibles ciudades del
país no habían conocido prensa alguna, salvo el legendario periódi-
co Primicias de la cultura de Quito, publicado por Espejo a fines del
siglo XVIII y de efímera existencia. De pronto empezaron a recibir
la prensa colombiana, principalmente el periódico oficial Gaceta de
Colombia, que se publicaba regularmente y en el que aparecían las
leyes, decretos y proclamas de los líderes de la independencia, así
como artículos de opinión y variadas noticias nacionales e interna-
cionales. Y ese contacto con la prensa informaba a los ciudadanos
lectores sobre la marcha de las armas y el gobierno de la República,
al tiempo que les demostraba también el poder implícito del nuevo
sistema político. Labor trascendental cumplió también la prensa re-
publicana del país quiteño, particularmente la de Guayaquil, donde
se fundaron desde 1821 varios notables papeles periódicos, como
“El Patriota de Guayaquil”, “El Republicano del Sur”, “El Chispe-
ro”, “La Aurora”, “La Miscelánea del Guayas”, “El Colombiano
del Guayas”, “El Garrote”, “El Ruiseñor”, “El Atleta de Guaya-
quil”, “El Atleta de la Libertad”, “El Colombiano” y varios otros.8
Y un buen ejemplo de los propósitos y alcances que tuvo esa nacien-
te prensa ecuatoriana lo tenemos en el “Prospecto de El Patriota de
Guayaquil”, que comenzaba manifestando:
8 Ver: José Antonio Gómez, “Los periódicos guayaquileños en la historia”, Archivo
Histórico del Guayas, 1998, 3 tomos.

209
“La Imprenta por la primera vez ha hecho su ensayo en este
bello país; y gracias a la Revolución, los guayaquileños de hoy en
adelante tienen la libertad y medio de publicar sus pensamientos.
No nos detendremos en ponderar las ventajas de la imprenta...,
pero sí observaremos, que los tiranos la han visto siempre con
horror, y han procurado sofocarla para oprimir más fácilmente a
los pueblos. Sin embargo, ella ha sido su azote en todas partes, y
las provincias de nuestra América, al proclamar su independen-
cia, han dado todas este primer paso hacia la libertad, porque
han creído con justicia que ésta no puede existir sin ilustración;
y que uno de los mayores bienes de la sociedad es el poder que
cada hombre tiene de manifestar libremente su opinión a sus
conciudadanos, comunicándose mutuamente sus conocimientos:
combatir los vicios o defectos de sus gobiernos y censurar y con-
tener la conducta de los malvados”. 9

Desde entonces, la prensa pasaría a convertirse en un elemento


fundamental de la política republicana y en un medio de orienta-
ción de la opinión ciudadana. No debe extrañarnos, pues, que los
antiguos poderes ideológicos se resintieran de la labor periodística
y trataran de controlarla mediante presiones, amenazas y sanciones
tales como la censura o la excomunión de redactores, editores y
lectores. Tampoco debe extrañarnos que las dictaduras y la Igle-
sia buscaran reiteradamente reimplantar la censura de prensa, para
contrarrestar críticas y acallar opiniones contrarias. En fin, ese ca-
rácter libérrimo de la mayoría de la prensa republicana le ganó el
derecho a convertirse en un espacio privilegiado del debate políti-
co, de la difusión literaria y de la intercomunicación social.
Junto con la prensa, floreció también en la naciente República
la creación literaria y particularmente la poesía épica, destinada a
exaltar las glorias de la Patria y los triunfos de sus campeones: Se
destacó en esta tarea, en el ámbito americano, nuestro gran prócer
y hombre de letras José Joaquín de Olmedo, quien plasmó en “La
victoria de Junín. Canto a Bolívar” un modelo a seguir por toda
Hispanoamérica.

9 Ibíd., TI, p. 40.

210
En las décadas siguientes concluyó el tránsito de la literatura
religiosa a la literatura cívica, que a su vez dio paso a la literatura
de combate y a la literatura romántica, signadas por el enfrenta-
miento ideológico entre liberales y conservadores. Dos grandes
escritores ambateños marcaron el desarrollo de cada una de estas
tendencias políticas: Juan Montalvo y Juan León Mera. Aguerri-
do, revolucionario y cosmopolita, Montalvo fue a la vez un gran
esteta del idioma y un gran insultador, que se atrevió a completar
la obra de Cervantes y también a desafiar a los grandes tiranos y
dictadores de su patria. Calmo, romántico y nacionalista, Mera
fue un enamorado de la cultura nacional y popular y al mismo
tiempo un activo político, que buscó estimular la evolución del
Estado Oligárquico hacia un pleno republicanismo.

La música.- Con la independencia llegaron las primeras ma-


nifestaciones de música militar, en forma de marchas, fanfarrias
y toques de clarín. Luego las bandas militares fueron incorporan-
do aires nacionales a su repertorio y se convirtieron en el primer
medio de difusión de la música local, gracias a las retretas públi-
cas que interpretaban en parques y plazas del país. El ilustrado y
terrible Gabriel García Moreno fundó el 28 de febrero de 1870
el primer Conservatorio Nacional, que por desgracia duró poco,
pero dejó huella profunda y, sobre todo, un ansia de mayor co-
nocimiento. Bajo la dirección pedagógica del maestro Antonio
Neumane y de un grupo de importantes músicos nacionales (Juan
Agustín Guerrero, Miguel Pérez, José Manuel Valdivieso, Felipe
Vizcaíno, Manuel Jurado, Manuel Jiménez, etc.), ahí se formaron
los primeros músicos de escuela que tuvo el Ecuador, que además
fueron los adelantados del nacionalismo musical ecuatoriano:
Aparicio Córdoba y Carlos Amable Ortiz.10
Más tarde, con la Revolución Liberal, se abrirá el segundo y
definitivo Conservatorio Nacional, creado por Alfaro el 26 de abril
de 1900. Un brillante grupo de profesores nacionales y extranjeros
será el núcleo del nuevo establecimiento, contándose entre ellos
los italianos Enrique Marconi, Pedro Traversari, Ulderico Marcelli
10 Ver al respecto: Pablo Guerrero Gutiérrez, “Músicos del Ecuador”, Corporación
Musicológica Ecuatoriana, Quito, 1995, p. 13.

211
y Domingo Brescia, y los ecuatorianos Sixto María Durán y Da-
vid Ramos.11 De las aulas de este establecimiento saldrá práctica-
mente toda la generación musical nacionalista, con Segundo Luis
Moreno Andrade y Francisco Salgado Ayala a la cabeza. Pero esa
es ya una historia del siglo XX.

Las inclinaciones de las élites.- Uno de los fenómenos más


significativos en este campo fue el surgimiento de una menta-
lidad afrancesada en las élites regionales criollas, en reemplazo
del antiguo hispanismo. Mas esto no se produjo únicamente por
causa de la independencia y el inevitable distanciamiento mental
de las élites republicanas con la antigua metrópoli colonial, sino
sobre todo por la emergencia de Francia (nación latina y católica)
como nueva potencia económica y cultural del mundo, hecho que
generaba simpatías políticas en todos los países hispanoamerica-
nos, que entonces empiezan a buscar una nueva definición para
sí mismos. José María Torres Caicedo propone desde París, en
1865, el nombre de América Latina, y la política francesa halla en
ese nombre un símbolo para su ansiada influencia neocolonial en
la América antes española.
Francia y lo francés llegan a estar de moda en todos los
órdenes. En la cultura, los escritores hispanoamericanos si-
guen las pautas y temáticas de sus colegas franceses y nuestros
países se llenan de novelas y novelitas románticas al estilo de
Chateubriand y de una poesía modernista influenciada por los
simbolistas franceses. En ese clima cultural, nuestras grandes
familias criollas enviaban a sus hijos a estudiar en París, de
donde muchos regresan convertidos en apologistas de la civili-
zación francesa y en donde otros se quedan para siempre. Así,
el Ecuador llegó a tener el curioso honor de ser el país natal de
Alfredo Gangotena, un poeta que escribió en francés y que, al
ser un perfecto “huairapamushca” (en quichua, “hijo del vien-
to”), nadie puede precisar si tuvo influencia en alguno de los
dos países, aunque la derecha ecuatoriana postmoderna inten-
ta hoy mismo rescatarlo como su símbolo. También estudió

11 Ibídem.

212
en Francia, en el Politécnico de París, nuestro terrible Gabriel
García Moreno, que luego intentaría afrancesar por vía conser-
vadora al Ecuador.
Desde luego, todo ello ocurría en medio de los conflictos ci-
viles que agitaban a nuestra América y en un momento en que
la estrella francesa se hallaba en el cenit, tanto por la gran fama
internacional de la cultura francesa como por el hecho concreto
de que Francia se había convertido en un gran importador de los
productos primarios de los países sudamericanos y un gran pro-
veedor de mercancías a éstos.

(Artículo del libro inédito:


“El Ecuador en el siglo XIX.
Cinco ensayos de interpretación”,
ganador del Premio Universidad Central en 2001).

213
Los orígenes de la bancocracia
ecuatoriana


Bancocracia” es un neologismo usado para definir un
tipo de organización social presidida por los banqueros,
quienes, valiéndose de su poder económico, llegan a mo-
nopolizar el poder político y a manejar a su antojo a los poderes
del Estado.
Frente a tal situación, cabe preguntarnos ¿cuál es la finalidad
última que persiguen la bancocracia y los bancócratas? Obvia-
mente, su objetivo mayor es la búsqueda de mayores beneficios
económicos para sus bancos, es decir, para ellos mismos, aunque
ello termine por perjudicar o incluso llevar a la quiebra a otros
sectores productivos y arruinar a la mayoría de la población.
En un régimen monárquico-aristocrático, como el que nos re-
gía en la época colonial, gobernaba el Rey con apoyo de la noble-
za, planteándose como objetivo teórico el beneficio de todos sus
vasallos.
En una democracia, como la que formalmente nos rige en la
actualidad, la única fuente legítima de poder es el propio pueblo,
que elige a sus gobernantes y los fiscaliza a través de sus diputa-
dos y de los medios de opinión pública.
Pero cada régimen tiene su deformación. En la monarquía, el
régimen se deforma cuando el Rey suprime los órganos de expre-
sión de su clase (las cortes o los consejos) o impone su voluntad
absolutista sobre el conjunto de la sociedad. (Lo primero lo hizo
Luis XVI en Francia al suprimir los “Estados Generales” y provo-
có la Revolución Francesa. Lo segundo lo hizo Fernando VII en
España, al romper la Constitución de 1812, con lo cual provocó el
alzamiento de los militares liberales y precipitó la independencia
de América).

215
De igual modo, la democracia se deforma cuando la volun-
tad popular es sustituida (como ha ocurrido tradicionalmente en
nuestro país) por la imposición de una oligarquía, dando paso a
un sistema político en el cual el poder es detentado de hecho por
un pequeño número de individuos o de familias, que gobiernan en
su propio interés y no en interés común, y que buscan perpetuar
por varios medios el estatus privilegiado de sus miembros.1
Llegados a este punto, resulta indispensable establecer las
diferencias existentes entre “oligarquía” y “élite”, dada la fre-
cuente confusión que hay en el empleo de los mismos en el
Ecuador de hoy, donde los medios de comunicación, deseosos
de hallar una definición para designar a los grupos dominantes
de la sociedad, han optado por utilizar con ligereza el término
“élite” o su plural “élites”. Según la ciencia social, el término
“elite” debe ser usado en el preciso sentido acuñado por Magnus
Morner: “Estrato más alto de la sociedad, que concentra poder,
economía y cultura”.
Pero ¿qué ocurre cuando ese “estrato más alto de la sociedad”
concentra en sus manos el poder político y la economía, pero no
posee, ni le interesa poseer, el poder de la cultura? Entonces, en
nuestra opinión, ese estrato no alcanza el nivel de “grupo diri-
gente” o “élite”, capaz de gobernar la sociedad y orientarla hacia
un horizonte de progreso general, y se queda –como ocurre en el
Ecuador actual– reducido simplemente al nivel de “grupo domi-
nante”, cuya influencia y poder económico le permiten imponerse
a los demás sectores sociales y explotarlos en su particular bene-
ficio, pero cuya incultura le impide volverse respetable ante el
conjunto social y asumir el liderazgo de éste.
Es por estas razones que nosotros preferimos seguir utili-
zando el término “oligarquía” para referirnos a este grupo do-
minante de la sociedad ecuatoriana, integrado por no más de
un centenar de familias y dividido en grupos regionales enfren-
tados entre sí a causa de sus ambiciones económicas y políti-
cas. Además, pese a su relativa imprecisión sociológica, este
término tiene una gran significación política y es perfectamente
1 Luis Marie Morfaux, “Diccionario de Ciencias Humanas”, Ed. Grijalbo, Barcelona,
1985.

216
entendible para la totalidad del pueblo ecuatoriano, que lo usa
cotidianamente para referirse al grupo social que lo domina y
explota inmisericordemente.
Finalmente, es necesario precisar el alcance de los términos
“bancocracia” y “plutocracia”, que utilizamos reiteradamente en
este trabajo. ¿Ellos son sinónimos de “oligarquía”?
En nuestra opinión, el régimen de la plutocracia2 se cons-
tituye cuando un sector oligárquico se impone a los demás de
su clase y privilegia sus intereses sobre los de otros sectores
propietarios. Cuando ese sector que impone su dominio está
constituído por banqueros, estamos frente a una “bancocracia”.
Así, pues, una plutocracia o una bancocracia son una especie de
“oligarquía dentro de la oligarquía”, un piso superior del poder
oligárquico.
Detallemos el asunto: es evidente que los banqueros for-
man parte de la oligarquía, junto a los terratenientes, comer-
ciantes y otros grupos propietarios, pero no es menos cierto
que, en circunstancias regulares, los banqueros deben compar-
tir el poder político y los beneficios económicos con los otros
grupos oligárquicos. En cambio, cuando las distorsiones po-
líticas y económicas llevan a la consolidación de una banco-
cracia, los banqueros manipulan la economía en su preferente
o exclusivo beneficio y utilizan el poder político para someter
a sus dictámenes a toda la población e inclusive a los otros
sectores propietarios. Surgen así los banqueros-industriales, los
banqueros-plantadores, los banqueros-comerciantes, los ban-
queros-aseguradores, que compiten deslealmente con los otros
empresarios del país, puesto que los créditos que se conceden a
sí mismos o que dan a sus allegados (los famosos “créditos vin-
culados”) tienen notables ventajas con relación a los créditos
que otorgan a sus competidores.
Este ejercicio económico tramposo termina por distorsionar
totalmente la economía de un país, concentrando el poder eco-
nómico en todavía menos personas que antes, dando lugar a la
2 “Plutocracia: régimen en el cual el poder es ejercido o está dominado de hecho por
los ricos, o, en la actualidad, por las grandes sociedades financieras, comerciales e
industriales.” Morfaux, op. cit.

217
formación de super-monopolios, eliminando toda forma de com-
petencia, llevando a la quiebra a empresas o grupos económicos
que no se pliegan a los caprichos de la bancocracia, etc.
Pero hay una consecuencia todavía peor, que se expresa en el
plano político y que consiste en la manipulación de los órganos
de control del Estado para evadir toda supervisión a los negocios
bancarios, con lo cual queda abonado el terreno para las grandes
estafas corporativas, a través de las cuales un grupo de delincuen-
tes de cuello blanco se alza con los ahorros de cientos de miles
de ciudadanos y con los capitales en giro de muchas empresas de
todo tamaño, para luego fugar del país, a vista y paciencia de las
autoridades.
Este es el asunto que pretendemos dilucidar en este artículo,
viendo a la bancocracia a través del lente de la historia.

Los orígenes de la bancocracia

Es un lugar común creer que la bancocracia ecuatoriana tuvo su


eclosión en las primeras décadas del siglo XX. Pero esta genera-
lidad no debe privarnos de una necesaria precisión y es el hecho
de que la bancocracia de comienzos de siglo fue un engendro de
la revolución liberal, que la cuidó y amamantó hasta que el mons-
truo acabó por devorar a su progenitora.
Desde cierto punto de vista, resultó inevitable que la banca
guayaquileña adquiriese un formidable influjo a la sombra de la
revolución del 95. Frente al formidable bloque de poder consti-
tuido por los terratenientes de la Sierra, la Iglesia y los artesanos
del interior, que había gobernado el país por largas décadas y se
aferraba al poder con una pasión desesperada, era indispensable
la constitución de un bloque revolucionario que integrara a los di-
versos grupos sociales interesados en un cambio político: los sec-
tores populares de la Costa, liderados por los llamados “generales
macheteros”,3 los sectores oligárquico-burgueses del litoral, lide-

3 Mencionamos a algunos de ellos: Pedro J. Montero, Flavio Alfaro, Manuel Antonio


Franco, Juan Miguel Triviño, Manuel Serrano, Nicanor y Rafael Arellano, Ulpiano
Páez, Carlos Concha.

218
rados por los barones del cacao y los banqueros de Guayaquil;4 y
la pequeña burguesía progresista de todo el país, representada por
los intelectuales radicalizados.5
Precisamente sería esa conjunción de fuerzas y capacidades, uni-
das por el peso de las circunstancias, lo que garantizaría el triunfo
revolucionario, donde se aunaron el empuje y el coraje del pueblo,
la influencia y poder económico de la burguesía liberal, y la inteli-
gencia, cultura y sagacidad política de la pequeña burguesía radical.
Pero ese bloque histórico estaría amenazado desde el comien-
zo por la prepotencia de la banca porteña y el “Gran Cacao”,
que se adelantaron a la llegada de Alfaro desde Costa Rica para
montar un aparato de gobierno que enrumbara a la naciente re-
volución por una línea favorable a sus intereses, aparato que el
caudillo tuvo que tolerar de no muy buena gana. De este modo, si
el pueblo había impuesto con sus pronunciamientos y manifesta-
ciones la jefatura suprema de Alfaro y una salida revolucionaria
a la crisis política del país, la banca guayaquileña y el “Gran Ca-
cao” impusieron su control sobre el naciente aparato de gobierno
y escalaron al poder como beneficiarios de una revolución que
hasta poco antes habían saboteado. Fue así que el principal bene-
ficiario de la revolución alfarista terminó siendo la burguesía ban-
cario-comercial de la Costa, que por este medio logró imponer su
indiscutida hegemonía en el país.
En el futuro, las sucesivas crisis internas de la revolución
vendrían a estar marcadas precisamente por los choques y fisu-
ras producidos entre las fuerzas del “bloque revolucionario” y las
nuevas alianzas organizadas por sus diversos miembros. Alfaro,
colocado en el cúspide de esa nueva estructura de poder, buscó
ligar a sus diversos elementos en una organización política que
uniera al viejo liberalismo de la burguesía, tramposo y lleno de
mañas, con el emergente radicalismo de los montoneros y la pe-

4 Entre otros, Ignacio Robles, Luis Felipe Carbo, Lizardo García, Francisco Urbina
Jado, José Luis Tamayo, Aurelio Noboa, Darío Morla, Homero Morla, Virgilio
Morla, Lautaro Aspiazu, Miguel Seminario, Clemente Ballén, Alfredo Baquerizo
Moreno, etc.
5 Se destacaban entre ellos José Peralta, Abelardo Moncayo, Roberto Andrade, Julio
Andrade, Emilio Arévalo, Manuel Benigno Cueva, Julio Román, Belisario Albán
Mestanza, Emilio María Terán, Luciano Coral, José de Lapierre.

219
queña burguesía urbana. En lo posterior, jugaría hasta su muerte
el papel de mediador entre las diversas facciones, en busca de
preservar el triunfo liberal y evitar el retorno de las fuerzas con-
servadoras al control del Estado.
Pero mientras Alfaro buscaba preservar los logros de la re-
volución, la emergente plutocracia liberal buscó copar los más
importantes espacios de poder y luego se empeñó en deshacer
el bloque revolucionario del 95 y eliminar al bando radical del
poder político. Paralelamente, propició la constitución de una
nueva alianza con los sectores terratenientes de la Sierra em-
barcados en el carro del liberalismo, y fundamentalmente con
aquellos vinculados por parentesco político al general Leonidas
Plaza Gutiérrez, segundo jefe del liberalismo.6 Fue así que Pla-
za, durante su presidencia (1901-1905), impulsó la formación
de ese nuevo “bloque girondino”, enfilado más contra el “alfa-
rismo jacobino” que contra la derecha conservadora. Con gran
agudeza, un observador extranjero de ese período, el periodista
norteamericano William MacKenzie, escribió en una crónica
publicada en el New York Times que “Plaza (había) tenido la
habilidad de volver liberales a los conservadores y conservado-
res a los liberales”. Así se explica también que Plaza, tras termi-
nar su mandato, haya propiciado la candidatura presidencial del
banquero guayaquileño Lizardo García, un liberal anti-alfarista,
que fue designado Presidente en el mismo estilo que Plaza, es
decir, bajo un sistema en el que más decidían las autoridades y
el Ejército que los mismos electores.
García era un típico representante de la plutocracia guayaqui-
leña y tenía como meta política la reimplantación del antiguo sis-
tema “progresista”, esto es, de una alianza oligárquica basada en
la co-participación de algunos grupos oligárquicos regionales. Se
posesionó del mando el 1º de septiembre de 1905 y entró rápida-
mente en conflicto con el radicalismo cuando buscó frenar la obra
del ferrocarril e intentó enjuiciar a Alfaro acusándolo de pecula-
do. Entonces los alfaristas se lanzaron a la revuelta el 1º de enero
de 1906 y reconquistaron el poder en una fulgurante campaña que
6 Plaza había contraído matrimonio con doña Avelina Lasso, una de las más ricas
herederas terratenientes de la Sierra central del país.

220
duró veinte días. El Ejército nacional, organizado y modernizado
por el Viejo Luchador, apoyó en su mayor parte el retorno de éste
al gobierno de la República.
Buscando restablecer en el menor plazo el orden institucio-
nal, Alfaro convocó una nueva Asamblea Constituyente (1906),
la que lo designó Presidente y dictó una avanzada Carta Política,
que consagró los principales logros de la reforma liberal. Pero
debió enfrentar durante su segundo gobierno la oposición com-
binada de los conservadores, el viejo liberalismo acomodaticio,
los militares placistas y hasta la burguesía bancaria-comercial
costeña.
Resulta explicable la resistencia que el radicalismo de Alfa-
ro encontraba en sus viejos y nuevos enemigos políticos. Pero
¿cómo puede explicarse que la burguesía, que había sido la prin-
cipal beneficiaria de la revolución alfarista, combatiera luego
al caudillo radical y aun promoviera su derrocamiento? Sim-
plemente porque ya había alcanzado sus principales objetivos,
cuales eran los de tener participación directa en el poder central
de la República, controlar la política económica y financiera del
Estado, poner bajo su influjo las aduanas del país y desplazar
políticamente a los bancos serranos. Por tanto, creía que no ne-
cesitaría más el respaldo de las masas populares para sostenerse
en el poder.
De otra parte, después de varios años de guerra civil y ensa-
yos de reforma social, la gran burguesía costeña quería llevar sus
negocios en paz y sin sobresaltos políticos, pero el continuado
radicalismo del viejo líder montonero afectaba el tranquilo goce
de sus nuevos privilegios. Por fin, no es menos cierto que la ban-
cocracia porteña se sentía afectada por la nueva política de pro-
tección industrial impulsada por el alfarismo, que buscaba limitar
la libre importación de ciertos productos y perjudicaba con ello a
sus negocios de comercio.
Alfaro hizo su segundo gobierno en un clima de feroz oposi-
ción política y de sucesivos levantamientos armados, incluido un
motín militar en Guayaquil, organizado por gente de Lizardo Gar-
cía, algunos de cuyos cabecillas fueron fusilados. El Viejo Lu-
chador perdió prestigio y proyectó la imagen de un duro dictador,

221
aunque la llegada del ferrocarril a Quito y su firme actitud ante
el Perú reavivaron por momentos su popularidad y relievaron su
dimensión de estadista.
Pese a ello hizo una serie de audaces reformas políticas, la
mayor de las cuales fue la nacionalización de los bienes raíces
de la Iglesia, que pasaron a sostener con sus rentas las nuevas
casas de beneficencia pública: hospitales, asilos de ancianos, etc.
Además creó escuelas nocturnas para artesanos, fundó la Escuela
de Bellas Artes, el Conservatorio Nacional de Música, la Escuela
Naval, la Escuela de Medicina Veterinaria y una Escuela Normal
para Mujeres. Becó a muchos jóvenes para que estudiasen nue-
vas técnicas en el exterior. Realizó obras sanitarias en Quito y
Guayaquil y, sobre todo, culminó la construcción del ferrocarril,
que entró en Quito el 25 de junio de 1908. Pero, una vez más, no
pudo salvar el escollo de la sucesión presidencial. Alfaro escogió
como candidato a Emilio Estrada –banquero y antiguo comba-
tiente montonero– pero luego, enterado de la mala salud de éste,
pretendió hacerlo renunciar a la candidatura, a lo que Estrada se
negó. Finalmente, la banca guayaquileña financió un golpe de Es-
tado que lo derrocó el 11 de agosto de 1911.
Como se temía, Estrada asumió el poder el 1º de septiembre de
1911 y falleció el 22 de diciembre, a causa de una afección cardía-
ca. Fue el comienzo del fin. Temiendo un golpe placista, los radi-
cales se lanzaron a la sublevación. Alfaro vino de Panamá para me-
diar en el conflicto, pero toda mediación resultó inútil. Estalló una
guerra civil brutal e incontenible, que desangró nuevamente al país
y concluyó con un montaje de la alianza oligárquica en el poder
para eliminar a los líderes del bando radical, que fueron asesinados,
arrastrados y quemados en una pira salvaje en enero de 1912.

La consolidación del poder bancario

Con el asesinato de Alfaro y sus tenientes concluyó la época de la


revolución y comenzó el reinado de ese grupo social que Alfredo
Pareja Diezcanseco –literato, historiador y banquero guayaquile-
ño– calificara como “la bancocracia liberal”.

222
Sin embargo, no concluyó la tragedia del liberalismo. Por el
contrario, ello abrió las puertas a nuevos episodios de sangre, que
se extendieron hasta 1916. El primero, la terrible disputa de po-
der que se entabló entre los generales Plaza y Andrade, que con-
cluyó con el misterioso asesinato de Andrade y el nuevo triunfo
electoral de Plaza, que asumió el mando en septiembre de 1912.
El segundo, la “revolución de Concha” en Esmeraldas, que tuvo
como objetivo declarado vengar la muerte de los Alfaros, y que
duró tres años.
En el campo de la economía, el país vivió durante esos años
un notable auge agroexportador. Gracias a las crecientes expor-
taciones de la “pepa de oro”, se amasaron enormes fortunas por
parte de las familias del Gran Cacao guayaquileño, cuya red so-
cial abarcaba la gran propiedad agrícola, los negocios de expor-
tación, la banca y el comercio importador. Transcribimos a este
propósito un ejemplo puesto por Andrés Guerrero:

“Lautaro Aspiazu, gran hacendado cacaotero, era vice-presi-


dente de la Junta General del Banco del Ecuador, vice-presidente
de la Compañía de Préstamos y Construcciones, ... pero también
lo encontramos de miembro del directorio de la Empresa de Ca-
rros Urbanos, en el consejo de administración de la Empresa Na-
cional de Teléfonos, como presidente del consejo de administra-
ción de la Empresa de Luz y Fuerza Guayaquil y, por último, en el
consejo de administración de la Compañía Nacional de Fósforos.
Se trata, sin duda, de uno de los capitalistas más poderosos, pero
no constituye una excepción.”7

Beneficiados con una riqueza que parecía no tener fin, los


más poderosos cacaoteros montaron empresas internacionales
con sede en Europa, destinadas al manejo de sus negocios en el
exterior. En algunos casos se trasladaron a vivir con sus familias
en ese continente, donde derrochaban dinero a manos llenas. Los
Puga tenían sus empresas de comercio en Alemania, pero residían
en París, donde mantenían una gran mansión, al igual que los Se-

7 Andrés Guerrero, “Los oligarcas del cacao”, Ed. El Conejo, Quito, 1994, p. 74.

223
minario, con los que estaban emparentados.8 Como ha reseñado
Manuel Chiriboga en su libro sobre el tema:

“Desde 1880 hasta 1920 Antonio Puga recuerda por lo


menos 20 viajes entre Guayaquil y París. ...El jefe de fami-
lia, Antonio Puga, iba y venía entre el Ecuador y París. De
los veinte y dos nietos de don Pedro Aspiazu, ocho habían
nacido en París, y otros tres, habiendo nacido en Guaya-
quil, se radicaron definitivamente en Francia... De los seis
hermanos Durán Ballén, cuatro se casaron con extranje-
ros: dos franceses, un sueco y un uruguayo. Los seis hijos
de don Miguel Enrique Seminario habían fijado su residen-
cia de la siguiente manera: Ezequiel (nacido en París) en
París, Manuel (nacido en París) en Guayaquil, Ernesto en
la hacienda, Miguel en Guayaquil, Isaac en la hacienda y
Carlos (nacido en París) en la hacienda”.9

Similares son las informaciones aportadas por los estudios de


Lois Crawford de Roberts:

“Buenaventura Burgos atendía personalmente sus haciendas


y su familia visitaba el Ecuador como él lo hacía con Francia.
Era conocido por reservar toda la cubierta (del barco) cuando
su mujer y sus hijos viajaban, a fin de que “ellos lo puedan ha-
cer con comodidad”. Los Guzmán eran exportadores y los seis
hermanos siguieron un sistema de rotación. Dos estaban siempre
en Francia y cuatro en Guayaquil. Los Seminario siguieron una
práctica similar. ...La familia Puga había arrendado una gran
mansión en el Sena... (que) funcionaba como una casa abierta
para todos los latinoamericanos... Para los Puga era un hábito
de entretenimiento... Tres carruajes con finos caballos servían al
8 De esa alianza matrimonial entre ambas familias, producida en el siglo XIX,
nacieron Ernesto, Enrique y Eduardo Seminario Puga, que se educaron en París y
volvieron a radicarse en Guayaquil. Más tarde, ya en el siglo XX, emparentarían
los Aspiazu y los Seminario, dando lugar al nacimiento de los Aspiazu-Seminario
(Jaime, Fernando).
9 Manuel Chiriboga, “Jornaleros y gran propietarios en 135 años de exportación
cacaotera (1790-1925)”, Ediciones del Consejo Provincial de Pichincha, Quito,
1980, p. 212.

224
hogar y a los invitados, llevando a los jóvenes diariamente al hi-
pódromo y a la abuela al almacén Bon Marché. Allí ella se senta-
ba en un gran ritual, mientras los empleados corrían a diferentes
partes del almacén para atenderla”.10
El costo de ese ocio oligárquico lo pagaban con su esfuerzo
los cientos de miles de trabajadores atados a las haciendas del
litoral por un sistema de endeudamiento perpetuo. Trabajadores
que ganaban 1 sucre diario si eran adultos o 0,40 si eran niños
mayores de diez años, y que recibían su salario en monedas de
la propia hacienda, que no valían nada fuera de ella y que sólo
servían para comprar en las “tiendas de raya” de la misma plan-
tación, donde todo era más caro. Trabajadores que vivían en las
peores condiciones de insalubridad y que morían regularmente de
disentería o paludismo.
Esos lujos del Gran Cacao también los pagaba el país, pues
el fruto de su riqueza natural y esfuerzo productivo no contribuía
a financiar su propio desarrollo, sino que se gastaba en impor-
taciones suntuarias, destinadas al consumo de las familias oli-
gárquicas, o iba a parar en el exterior, donde en buena medida
se esfumaba entre humaradas de tabaco, burbujas de champán y
risas de cabaret. En cuanto a esa fuga de capitales, el gran econo-
mista guayaquileño Víctor Emilio Estrada afirmó que entre 1900
y 1913 salieron del país, para financiar la dolce vita de los grandes
cacaoteros y sus familias, 19 millones 600 mil sucres, cantidad
que fue superior a todo el servicio de la deuda externa del país
en ese período.11 Algunos de esos propietarios ausentistas se em-
barcaron en Europa en las más locas aventuras financieras, tales
como comprar bonos rusos para la guerra de Crimea, invertir en
acciones del ferrocarril “Express Oriente”, etc. Digamos, a modo
de ejemplo, que la compañía Seminario Fréres, constituida en
Francia, quebró luego de una desastrosa inversión especulativa
con bonos para la guerra de los Balcanes.12
10 Lois Crawford de Roberts: “El Ecuador en la época cacaotera”, traducción y
edición de Rafael Quintero López, Ed. Universitaria, 1980, pp. 70-71.
11 Víctor Emilio Estrada, “Balance Económico”, 1924, p. 60.
12 Lois Johnson Weinman, “Ecuador and Cacao: Domestic Responses to the Boom-
Collapse Monoexport Cycle”, tesis doctoral, Universidad de California, Los
Angeles, 1970.

225
Al interior del Ecuador, esa plutocracia reinaba sin oposi-
ción posible. Los Gran Cacao detentaban el poder económico,
el poder político y el poder cultural. De su seno salían los Presi-
dentes de la República, los ministros de Estado, o los senadores,
diputados y gobernadores de las provincias de Guayas, Los Ríos
y El Oro. Y cuando no gobernaban por sí mismos, lo hacían a
través de sus parientes, socios o amigos.
Encabezando la plutocracia porteña estaba una institución
simbólica del poder del dinero: el Banco Comercial y Agrícola,
de Guayaquil, cuyo gerente era don Francisco Urbina Jado, hijo
del ex presidente José María Urbina. Era el banco mayor de la
oligarquía agroexportadora y figuraba como el más importante de
los cuatro bancos de emisión existentes en el país, es decir, de los
que se hallaban autorizados para emitir billetes con respaldo de
oro físico, en una proporción de dos a uno.
Su gran poder se había iniciado en 1910, cuando el gobierno
debió recurrir a un empréstito de este banco para financiar la mo-
vilización militar hacia la frontera sur, durante el cuasi conflicto
con el Perú. Luego, tras la muerte de los Alfaros, la influencia de
este banco llegó a ser incontrastable en la política ecuatoriana, al
punto que su gerente, Francisco Urbina Jado, ponía presidentes
y nombraba ministros de Estados en asocio con el general Plaza,
quien controlaba el Ejército y representaba a la oligarquía serra-
na. Como un socio menor de esa alianza figuraba la emergente
burguesía agro-industrial de la Costa, representada por el coronel
Enrique Valdez Concha, jefe de Estado Mayor del Ejército y pro-
pietario del ingenio Valdez.
La única dificultad que por entonces encontró la plutocracia
para gobernar en paz fue la mencionada “revolución de Concha”,
que junto con el gobierno buscó eliminar a cualquier costo. En
la práctica, sólo lograron encerrarla en los límites provinciales
de Esmeraldas, pues no pudieron aplastarla militarmente dada la
eficiencia de las tácticas guerrilleras usadas por los conchistas.
Por el contrario, los revolucionarios causaron terribles pérdidas
a los cuerpos militares gubernamentales, que en ciertos combates
fueron totalmente exterminados.

226
El gobierno de Plaza se vio obligado entonces a recurrir por
nuevos empréstitos a la floreciente banca guayaquileña, concreta-
mente al todopoderoso banco de los agroexportadores: el Banco
Comercial y Agrícola. Con este apoyo, más los reclutamientos de
hombres hechos por los ingenios azucareros de la región de Yagua-
chi, se pudo armar otra expedición militar a Esmeraldas, esta vez
bajo el mando del coronel Enrique Valdez Concha, sobrino del líder
revolucionario esmeraldeño. Previamente Valdez fue homenajeado
por los socios del Club de la Unión –el cenáculo de la oligarquía
porteña– y despedido en Guayaquil como un héroe, bajo la convic-
ción de que “a Carlos Concha sólo podía vencerlo otro Concha”.
Mas las tropas oficiales –formadas por pobres trabajadores zafreros
y cacaoteros, reclutados a la fuerza– fueron masacradas una vez
más por los guerrilleros, esta vez en la playa de Camarones, en don-
de un oficial montonero degolló a Valdez, diciéndole: “te envío al
infierno, donde no tendrás un tío Concha que te proteja”, en clara
alusión a la orden de protección impartida por su jefe.
Nuevos empréstitos, negociados en condiciones muy favo-
rables para la banca oligárquica, permitieron levantar trabajo-
samente un tercer ejército para la campaña de Esmeraldas. Fue
entonces que se produjo un suceso confuso, por el que un pe-
queño pelotón de soldados nacionales logró ingresar al puerto de
Esmeraldas, apresar a Concha –gravemente enfermo de cáncer– y
llevarlo hacia Guayaquil y luego a Quito, donde el prisionero ne-
goció un armisticio y lanzó una proclama de rendición ya durante
el gobierno de Alfredo Baquerizo Moreno.
La campaña de Esmeraldas significó un terrible desangre
para el país, en razón del elevado número de bajas que cau-
só. Pero en cambio resultó ser un fabuloso negocio financiero
para la nueva oligarquía en el poder, la cual descubrió que, si
no podía ganar prontamente la guerra, en cambio podía sacarle
un gran provecho económico, otorgando préstamos al gobierno
para sostener esa campaña militar, los que eran financiados me-
diante grandes emisiones de papel moneda sin respaldo, hechas
con el conocimiento de las autoridades. Esas emisiones se ha-
bían iniciado años atrás y eran superiores al monto de los présta-
mos hechos al gobierno, pero a partir de 1913 se convirtieron en

227
un planificado sistema de estafa al país por parte de este banco
y provocaron una tremenda inflación. De este modo, el sucre,
que en 1898 equivalía a un dólar, en 1911 se cotizaba a dos por
un dólar y en 1914 a 2,12 por dólar. Comentando esta situación,
escribió Alfredo Pareja Diezcanseco:

“Crecía la deuda del Estado, crecían sus gastos béli-


cos, aumentaba su presupuesto, continuaba el Banco Co-
mercial y Agrícola lanzando billetes a la circulación, pe-
ligraba nuestra moneda, subían los precios y el país cre-
yó encontrarse al borde de la bancarrota. Esta situación
produjo otra: la influencia política del banco acreedor del
Estado. Y un juego de intereses, ejercido por los grandes
poderes de la burguesía financiera, especialmente de la
Costa”.13

La verdad sea dicha, no toda la banca guayaquileña actuaba


de igual modo que el Comercial y Agrícola. El Banco del Ecua-
dor (banco de los importadores), que también era acreedor del
Estado, se preocupó más bien de ejecutar una acción anti-crisis,
recogiendo parte de sus billetes para provocar una contracción
del circulante y, por ende, una baja de la inflación. Fue así que
la circulación de billetes de este banco bajó de 3’838.947 sucres,
en 1913, a 1’544.380 sucres en 1917, mientras que la correspon-
diente al Banco Comercial y Agrícola subió en igual período de
4’321.173 sucres a 13’337.000 sucres.14
Regía entonces la libre convertibilidad y los bancos esta-
ban obligados por ley a cambiar por moneda de oro el papel
moneda que habían emitido, en caso de que alguien lo exigiera
así. Incluso los billetes de banco traían una leyenda que reza-
ba, por ejemplo: “El Banco Comercial y Agrícola pagará al
portador la cantidad de cinco sucres oro”.15 Pero tres de los

13 Alfredo Pareja Diezcanseco, “Ecuador. La república, de 1830 a nuestro días”,


Editorial Universitaria, Quito, 1979, p. 325.
14 Luis Alberto Carbo, “Historia Monetaria y Cambiaria del Ecuador”, Edcs. del
Banco Central del Ecuador, Quito, 1978, p. 90.
15 El Ecuador había abandonado en 1898 el sistema de respaldo bimetálico
de su moneda, basado tanto en el oro como en la plata, y asumido el régimen

228
cuatro bancos emisores de papel moneda no estaban en condi-
ciones de canjear sus billetes por oro físico, como lo muestra
el siguiente cuadro,16 elaborado con información cortada al 31
de diciembre de 1914:

CUADRO Nº 4
------------------------------------------------------------------------------
Banco Oro en bóveda Billetes en circulación
-------------------------------------------------------------------------------------
Banco del Ecuador 2.479.943 2.438.835
Banco Comercial y Agrícola 1.178.633 6.217.598
Banco del Pichincha 1.010.322 1.848.753
Banco del Azuay 203.235 391.921
------------------------------------------------------------------------------
En aquella circunstancia, ante la galopante inflación desatada
en el país, los tenedores de papel moneda empezaron a exigir a
los bancos privados que éste fuera cambiado por oro. A ello se
agregaron los efectos de la Primera Guerra Mundial, puesto que
muchos países europeos suspendieron de hecho y de derecho sus
pagos en oro, lo que amenazaba con vaciar las reservas metálicas
de los países dependientes.
Acosados por el fantasma que ellos mismos habían creado,
y por las amenazas económicas que venían del exterior, los ban-
cos desencajados pidieron auxilio al gobierno, su gobierno, quien
acudió en socorro de sus amigos y salvó a ciertos bancos técnica-
mente quebrados mediante la emisión de la célebre “Ley Mora-
toria”, de 30 de agosto de 1914, que los exoneró de la obligación
de canjear el papel moneda por oro metálico. De este modo, se
encubrió y legalizó oficialmente la estafa hecha al país por Urbina
Jado y se garantizó la continuación del fraude.
Citamos otra vez a Pareja Diezcanseco, en razón de su idonei-
dad para juzgar el asunto:

monometálico de Patrón Oro, que dejaba únicamente a este metal como respaldo
físico de su sistema monetario.
16 Fuente: Luis Alberto Carbo, “Historia Monetaria y Cambiaria del Ecuador”, pp.
80-81.

229
“Como quiera que haya sido, la inconvertibilidad ayu-
dó al Banco Comercial y Agrícola, puesto que, de haberse
producido el pánico, no hubiera podido canjear sus billetes
emitidos por oro. La situación general del país no era tan
mala, sin embargo. Pruébalo el hecho de que el Banco del
Ecuador no se acogió a la facultad de la moratoria, sino
que continuó canjeando sus billetes por metal, por lo que
su moneda papel tuvo premio”.17

Obviamente, ello produjo la reacción de los banqueros píca-


ros, que acusaron al gerente del Banco del Ecuador, don Eduardo
M. Arosemena, de provocar la quiebra de los demás bancos con
su política de canje monetario. Pero Arosemena, empeñado en un
saneamiento de la economía nacional, “enunció y sostuvo el prin-
cipio económico de que su institución bancaria debería disminuir
su circulación de billetes en vista del creciente aumento en la
circulación de los billetes del Banco Comercial y Agrícola, a fin
de que el total de todos los billetes en circulación no aumentara
demasiado, ya que era este total el que influye más directamente
en la situación económica del país”.18
Urbina Jado movió cielos y tierra para frenar el canje que
efectuaba Arosemena, al que en la prensa se acusaba de violar
la Ley Moratoria y de propiciar la depreciación de los billetes de
los otros bancos. El caso llegó inclusive al Congreso Nacional,
donde la Comisión de Hacienda del Senado preparó un proyecto
de ley para sancionar con multas el tipo de canje que efectuaba el
Banco del Ecuador. Por suerte, una mayoría de senadores votó en
contra de ese proyecto, argumentando, como lo hizo el senador
Villagómez, que “la Ley Moratoria no prohíbe a los bancos que
cambien sus billetes por oro, sino que únicamente los autoriza a
no cambiarlos por oro. ...Y la renuncia jamás pudo ni debió ser
prohibida, pues habría sido convertir a los billetes con fianza en
billetes de circulación forzosa”.19

17 Pareja, op. cit., p. 327.


18 Carbo, op. cit., 76.
19 Cit. por Carbo, pp. 74-75.

230
Vistas las cosas en perspectiva histórica, la Ley Moratoria no
sólo consagró un perjuicio ya consumado contra el público, sino
que tuvo una nocividad adicional: no contempló ninguna medida
de control para frenar los desafueros de la banca, con lo cual dejó
abierta la puerta para la reiteración de éstos, pese a que en su
artículo 4 decía: “Prohíbese a los Bancos hagan nuevas emisio-
nes mientras dure la suspensión del cambio. El Poder Ejecutivo
vigilará, de la manera más eficaz, el cumplimiento de esta dispo-
sición”. En la práctica, las emisiones sin respaldo crecieron en los
años siguientes, bajo el amparo del mismo gobierno encargado de
vigilarlas, que era también el principal beneficiario de los créditos
de la banca privada. De este modo, el maridaje entre el Estado
Oligárquico y la Banca Oligárquica terminó por consolidarse de-
finitivamente, pues la suerte de ambos actores estaba vinculada
estrechamente.
Un notable historiador guayaquileño, Francisco Huerta Ren-
dón, escribió a propósito de esto:

“Nadie podía negar el peligro de las emisiones (irredimible


moneda) o la obligada interferencia de Francisco Urbina Jado
en la política del país, pero no había duda de que Urbina Jado
controlaba eso perfectamente, aun cuando esto ha sido silencia-
do por ciertos escritores regionales”.20

Siempre en honor a la verdad, hay que precisar que la gran


estafa de las emisiones sin respaldo no fue el único motivo de la
dura crisis económica de los años veinte, pero sí uno de los fun-
damentales, junto a la grave caída de las exportaciones cacaoteras
–por efecto de la Primera Guerra Mundial, que nos privó del mer-
cado europeo– y una paralela ruina de la producción de cacao, a
consecuencia de un descuidado manejo de cultivos, que propició
la aparición de plagas fungosas en las plantaciones de la Costa.
Coincidentemente, se dio el caso de que las potencias euro-
peas habían sembrado cacao en sus colonias africanas y la pro-
ducción de estas plantaciones había empezado a llegar al mercado
del Viejo Mundo. En fin, se sumaron otros fenómenos, tales como

20 Francisco Huerta Rendón, “Historia del Ecuador”, Guayaquil, 1967, p. 293.

231
que la sobredemanda de cacao provocada al inicio de la guerra
mundial decreció al comenzar la llamada “guerra de trincheras”.
Todo ello contribuyó, en suma, a la caída de nuestras exportacio-
nes cacaoteras y a la aceleración de la crisis económica.

El reinado de la bancocracia

En el plano político y social, la “Ley Moratoria” fue un hito im-


portante de nuestra historia, pues marcó la indiscutida hegemonía
alcanzada por la nueva oligarquía financiera de Guayaquil, a la
que el país bautizó acertadamente como “bancocracia”.
Como hemos dicho antes, luego del triunfo de la Revolución
Liberal esa “bancocracia” había ido controlando paulatinamen-
te, a través del crédito, los mecanismos económicos fundamen-
tales del Ecuador: agricultura de plantación, comercio exterior
y agro-industria. A partir de 1914-1915, pasó a monopolizar
también el sistema político y el Banco Comercial y Agrícola
se convirtió en el gran elector de candidatos a la Presidencia
de la República y a las curules parlamentarias, a los que el go-
bierno, por su parte, garantizaba el triunfo electoral a través del
consabido método del fraude. Así fueron electos los presiden-
tes Alfredo Baquerizo Moreno (1916-1920), uno de los propie-
tarios del Banco del Ecuador; José Luis Tamayo (1920-1924),
abogado del Banco Comercial y Agrícola, y Gonzalo Córdova
(1924-1925), representante común del todopoderoso banco de
Urbina Jado y del grupo oligárquico del general Plaza. Todos
ellos contaron con el respaldo de sumisas mayorías legislativas,
que capitaneaba el senador Enrique Baquerizo Moreno, uno de
los jefes de la bancocracia.
El único gobierno de significación en este período fue el de
Alfredo Baquerizo Moreno, un destacado intelectual, que desa-
rrolló una gestión de reconciliación nacional muy bien recibida
por el país. Pero hacia los últimos años de este gobierno se preci-
pitó desde el horizonte exterior el negro nubarrón de la crisis. A
partir de 1917 se produjo un drástico descenso en los volúmenes
de exportación cacaotera. Y a la baja de los volúmenes de ex-

232
portación cacaotera se sumó la caída de precios provocada en la
bolsa de Nueva York –nuevo mercado de nuestro producto– por
la gran deflación de la postguerra: el cacao descendió de 26,75
centavos de dólar por libra en marzo de 1920, a 12 centavos de
dólar por libra en diciembre del mismo año, y a 5,75 centavos de
dólar por libra en febrero de 1921. Es decir, en apenas 11 meses,
se redujeron los ingresos del Ecuador por exportación de cacao a
una quinta parte, considerando sólo los precios y sin referencia al
descenso de volúmenes, en circunstancias de haber representado
el cacao el 74% de las exportaciones totales del país durante la
década anterior.21
Durante el gobierno de José Luis Tamayo el régimen plu-
tocrático alcanzó los más altos niveles de corrupción y antipo-
pularidad. La inflación causada por las emisiones sin respaldo,
al socaire de la Ley Moratoria, llegó a niveles escandalosos.
La producción exportable no lograba recuperarse y el sucre se
depreció tanto que llegó a cotizarse a cinco por dólar, lo que
equivalía a una devaluación del 150 por ciento con relación a su
cotización de 1911. El pueblo, víctima principal de la política
expoliadora de la “bancocracia”, sufría el embate conjunto de
la inflación, la desocupación y el hambre, por lo que empezó a
protestar masivamente y a organizarse para la defensa de sus
derechos.
A comienzos de noviembre de 1922 comenzaron en Guaya-
quil las agitaciones obreras, que culminaron con una gran huelga
de trabajadores que paralizó al puerto. Rápidamente las masas
tomaron el control de la ciudad, con apoyo de sectores burgueses
antimonopólicos, y sus organismos dirigentes empezaron a ac-
tuar como un poder paralelo al del Estado. Mas la plutocracia no
estaba dispuesta a permitir que continuara tal situación, que era
un reto a su autoridad y devaluaba aún más su imagen política.
Así que usó las tropas del Ejército y la policía para masacrar a los
huelguistas (15 de noviembre). Luego, los cadáveres de los cien-
tos de huelguistas asesinados fueron echados al río, abriéndoles el
vientre para evitar que reflotaran.
21 Patricio Martínez y Jorge Núñez, “Historia de la República del Ecuador”, Ed.
Brasiliense, Sao Paulo, Brasil, 1990.

233
Tras ese bautismo de sangre de la clase trabajadora ecuatoria-
na, el régimen plutocrático desataría una represión general contra
toda protesta social. Así, al año siguiente, las tropas masacrarían a
los campesinos huelguistas de la hacienda Leyto, en la provincia
del Tungurahua.
En septiembre de 1924 accedió a la Presidencia Gonzalo S.
Córdova, quien compitiera antes con Tamayo como candidato po-
pular de oposición, pero que, finalmente, terminaría siendo can-
didato de consenso de Urbina Jado y el general Plaza, luego de
prometer plena cooperación con la bancocracia.22
Durante su breve gobierno, la descomposición del régimen
liberal llegó a su clímax. De otra parte, una seria enfermedad
afectó al presidente Córdova y lo obligó a encargar el mando al
Presidente del Senado, Alberto Guerrero Martínez. Pero el es-
cándalo mayor seguía siendo la emisión de dinero sin respaldo,
ejecutada por la banca oligárquica en asocio con el gobierno
oligárquico. En los años que siguieron a la promulgación de la
tristemente célebre Ley Moratoria, el Banco Comercial y Agrí-
cola había emitido una cantidad aproximada a los ocho y medio
millones de sucres, que equivalía al 34% de todo el circulante
que existía en el país, lo cual agravó todavía más la inflación.
Para mediados de 1925, el monto total de papel moneda emitido
por este banco alcanzaba los 25 millones 790 mil sucres, aun-
que legalmente no podía haber sido mayor a 7 millones 432 mil
sucres, que era el doble de su reserva en oro. Pero en honor a la
verdad hay que decir que la deuda del gobierno para con el Ban-
co Comercial y Agrícola era, para ese mismo momento, de casi
27 millones de sucres, es decir, mayor a la emisión de dinero sin
respaldo hecha por ese banco.
¿Qué había sucedido? ¿Cómo se explica que la estrecha vin-
culación entre el Banco Comercial y Agrícola y los gobiernos
puestos por él mismo, hayan terminado por producir semejante
situación de endeudamiento interno? ¿Quién pagaba, en última
instancia, esa gigantesca emisión inorgánica de dinero? ¿Cuáles
fueron las víctimas de esa enorme estafa?

22 Oscar Efrén Reyes, “Breve Historia General del Ecuador”, T II, pp. 254-261.

234
Las explicaciones, por demás obvias, son las siguientes:

1) El maridaje entre bancocracia y poder político fue crecien-


do durante el período 1912-1925, hasta convertirse en to-
tal y absoluto, al punto de vincular para siempre el destino
de ambos cónyuges.
2) Francisco Urbina Jado, utilizando su enorme poder, mar-
ginó crecientemente a los demás bancos privados de los
negocios con el gobierno y del ejercicio del poder político,
hasta que convirtió de hecho al BCA en un “Banco del
Estado”, con todos los privilegios y riesgos que ello con-
llevaba.
3) Esa gigantesca emisión inorgánica de dinero la pagó en
última instancia el pueblo ecuatoriano, que, con salarios
cada vez más míseros, debió comprar mercancías impor-
tadas cada vez más caras, y pagar impuestos cada vez más
altos por servicios públicos cada vez más deteriorados.
4) Al final, cuando el BCA cayó víctima de sus propias am-
biciones y manipulaciones, y fue ordenada su liquidación
por un nuevo régimen político, también se unieron a las
víctimas los pequeños accionistas de la entidad, que per-
dieron la totalidad de sus aportes. (¡Cualquier parecido
con la realidad actual no tiene nada de coincidencia!)

La circunstancia por la que atravesaba el país no podía ser


más trágica: una economía carcomida por la inflación y arruinada
por la imprevisión y el derroche de una oligarquía rapaz; un siste-
ma político manejado por hombres de paja de la bancocracia; un
ejército desmoralizado por la desastrosa campaña de Esmeraldas
y manchado con la masacre de trabajadores de 1922, y, bajo el
peso de todo ello, un pueblo sumido en la miseria y la desespera-
ción, que se hallaba próximo a un estallido revolucionario.
Al fin, la parte no contaminada del Ejército decidió concluir
con tal situación: la noche del 9 de julio de 1925, una “Liga de
Militares Jóvenes” comunicaba al presidente Córdova su destitu-
ción, al tiempo que otras comisiones militares apresaban al pode-
roso gerente del Banco Comercial y Agrícola, Francisco Urbina

235
Jado, y al general Leonidas Plaza Gutiérrez, cabezas visibles del
régimen plutocrático. Se iniciaba así la denominada “Revolución
Juliana”, experimento militar nacionalista que puso fin al régimen
de la bancocracia y dio inicio a un proceso de modernización y
fortalecimiento del Estado ecuatoriano.

Hoy, como ayer...

Ha dicho el intelectual guayaquileño Patricio Martínez Jaime que


los historiadores somos como los espiritistas, pues invocamos a
los fantasmas del pasado en nombre de los fantasmas del presente.
De ahí que esta remembranza del poder y acciones del Gran
Cacao y la bancocracia de comienzos del siglo no sean gratuitas,
sino que constituyan una aproximación a la comprensión del pre-
sente desde las lecciones del pasado.
Y buena falta nos hace este ejercicio intelectual. Porque hoy,
como ayer, el país ha sido llevado a una horrenda crisis econó-
mica por los manejos corruptos de la bancocracia. Porque hoy,
como ayer, un contubernio oligárquico controla el poder político
y todo lo que depende de éste. Porque hoy, como ayer, la Repúbli-
ca ha descubierto con estupor que el sistema electoral ha dejado
de asentarse en la voluntad popular, para pasar a depender de la
chequera de los banqueros. Porque hoy, como ayer, el pueblo se
debate en medio de la miseria, mientras gordos y pícaros banque-
ros gozan impunemente, en el exterior, del dinero perjudicado a
sus ingenuos clientes.
Llegados a este punto y enfrentados al escándalo surgido a
propósito de la entrega de más de tres millones de dólares por
parte de Fernando Aspiazu al candidato Jamil Mahuad, a solicitud
de éste, cabe formular algunas preguntas insoslayables:
¿A quién pidió ayuda financiera el candidato Jamil Mahuad:
al banquero Fernando Aspiazu, entonces todavía reputado como
persona honorable, o al gerente de EMELEC, empresa que des-
de hace muchos años mantiene una grave confrontación legal
con el Estado ecuatoriano, al que adeuda más de 500 millones
de dólares?

236
¿A cambio de qué entregó Aspiazu esa ayuda de más de tres
millones de dólares? ¿A cambio de algo general e impreciso, como
adquirir notable influencia en el futuro gobierno para beneficiar
a sus negocios? ¿A cambio de algo concreto y tangible, como p.
e. un compromiso para otorgar una nueva concesión eléctrica a
EMELEC? Y si la cosa fue tan sutil como dicen los interesados
(“Yo entregué ese ayuda a un candidato que me parecía bueno
para el país”. “Yo recibí esa ayuda de un banquero que entonces
parecía respetable”) y tan grande cantidad de dinero fue entre-
gada gratis et amore, cabe de todos modos inquirir: ¿no pensó
Jamil Mahuad en los compromisos políticos y legales que podía
conllevar, para él y para el país, una ayuda de esa magnitud? ¿fue
entonces tan ingenuo que creyó que un banquero podía entregar
más de tres millones de dólares sólo por amor a la democracia?
¿fue entonces tan cándido que creyó que, de llegar a la Presiden-
cia de la República, podría pagar esa deuda con algunas cenas en
el Palacio de Carondelet? ¿o los ingenuos y cándidos somos no-
sotros, los ecuatorianos, que hemos llegado a convencernos de las
probables malas intenciones de Aspiazu, el dador, pero todavía
admitimos la supuesta ingenuidad de Mahuad, el receptor?
Obviamente, el problema va más allá de este acto de financia-
miento electoral. Este suceso aislado ha contribuido a mostrar-
nos el enorme poder económico y político alcanzado por la nueva
bancocracia ecuatoriana en las últimas décadas, que ha tenido
como uno de sus mecanismos de acción el secreto financiamiento
de las campañas electorales. Y lo que en este campo han hecho
Aspiazu y otros banqueros es reeditar ese perverso mecanismo de
“control del poder político por mano ajena”, en el que Francisco
Urbina Jado fuera el primer experto nacional. Crearon, de este
modo, un escenario propicio para la reproducción ilimitada e in-
controlada de sus intereses, en el que el Estado hacía el papel de
ciego, mudo y obsecuente cómplice de los desafueros de la banca.
Ahora, gracias a esta ventana trasera abierta por Aspiazu con
su denuncia, podemos asomarnos a la trastienda de la política
ecuatoriana y entender muchas cosas. Entender por qué el gobier-
no de Sixto Durán Ballén dictó esa bárbara “Ley de Instituciones
Financieras”, que permitió el crecimiento desbocado de los prés-

237
tamos vinculados y propició la monopolización de la economía
nacional por la bancocracia. Entender por qué este mismo go-
bernante tuvo como Superintendente de Compañías a Gustavo
Ortega Trujillo, copropietario del luego quebrado Banco Con-
tinental, y por qué designó para otras altas funciones públicas a
personajes surgidos de la bancocracia.23 Entender por qué aquel
gobierno no enjuició oportunamente a los dueños del menciona-
do banco, y les permitió fugarse tranquilamente del país, para ir
a gozar de las playas de Miami. Entender por qué el gobierno de
Bucaram benefició largamente al Grupo Isaías, entregándoles el
control de algunos sectores claves del Estado y permitiéndoles
inclusive utilizar gratuitamente las instalaciones de EMETEL
para tender las redes de la empresa TV Cable. Comprender por
qué Jamil Mahuad designó embajador en México a Medardo
Cevallos Balda, dueño del hoy quebrado banco BANCOMEX y
nombró Presidenta de la Junta Monetaria, Ministra de Gobierno y
Ministra de Finanzas, sucesivamente, a Ana Lucía Armijos, quien
para 1998 se hallaba sub júdice , acusada de haber entregado ile-
galmente fondos estatales para cubrir la quiebra dolosa del Banco
Continental. Entender las razones que movieron al actual gobier-
no a entregar alegremente alrededor de mil millones de dólares
al Grupo Isaías, para tapar la quiebra del Filanbanco, aunque ello
pusiera luego al país en la condición de pordiosero internacional.
Comprender, finalmente, por qué el gobierno de Mahuad decre-
tó el feriado bancario, que, según afirma Andrés Vallejo, se hizo
“para impedir el cierre del Banco del Progreso”, y comprender
también los motivos de la consiguiente congelación de depósitos,
que tanto daño ha causado a la economía nacional.
Reflexionar colectivamente sobre estos asuntos, e insistir en
las preguntas formuladas en este artículo, quizá podrá ayudarnos
a alcanzar algún día la transparencia que tanto anhelamos para la
vida pública ecuatoriana.

(Artículo publicado en: “Bancos y banqueros.


De Urbina Jado a Aspiazu”, Jorge Núñez Sánchez editor,
El Conejo, Quito, 1999).
23 Ver el cuadro Nº 5.

238
Índice:
La idea de la patria criolla 9
Los mayorasgos quiteños 31
El criollo, el prócer y las limitaciones de la primera
independencia 39
El prócer oligárquico de la independencia de la república 61
Las alianzas matrimoniales y la política 83
Las alianzas familiares en el Ecuador republicano 87
El despojo agrario 97
Las voces de las etnias americanas y el despertar
de la población negra 121
“Tres procesos de emancipación en la historia
hispanoamericana” 141
Masonería e Iglesia en la construcción del Estado
Nacional Ecuatoriano 165
Las transiciones de Siglo XIX 189
Los orígenes de la bancocracia ecuatoriana 215
De patria criolla a República oligárquica,

de Jorge Núñez Sánchez

se terminó de imprimir en Quito en


el mes de agosto de 2015,
en la Editorial Pedro Jorge Vera
de la Casa de la Cultura Ecuatoriana Benjamín Carrión.

Presidente: Raúl Pérez Torres


Director de Publicaciones: Patricio Herrera Crespo

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