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Manuel Atanasio Fuentes

(1820 - 1889)

¡Qué apuros!1

DE MANERA QUE, según el señor ministro de Relaciones Exteriores, estamos más divertidos que el diablo el día
de San Bartolomé, que, según antiguas tradiciones, sale de sus ardientes dominios para venir a la tierra a pescar
pecadores que no carguen rosarios.
Estamos en guerra, o en vísperas de tenerla, con los señores gringos, con los señores gabachos, con los señores
yankees, con los señores gachupines, con los señores maccaroni, y con los señores bolivianos y ecuatorianos y si
algunos negocios hubiéramos tenido con rusos y con polacos, chinos, griegos y prusianos, y moldavos y valacos,
moros, turcos y hawainianos, de seguro que tendríamos que ponernos hoy en guardia para salvarnos de tanto
enemigo. Pues señor, ello es que nos vamos a ver más apurados que la casta Susana en medio de las embestidas de
aquel par de famosos viejos que tenían en asedio su castidad. Pero, en fin, somos fuertes y ricos, y si el Congreso
concede facultades sin límites al Gobierno, la patria se salvará y ceñiremos laureles, derrotando a todos los ejérci-
tos y escuadras del mundo. ¡Bien! ¡Muy bien! Y hay quien nos llama Quijotes, y desfacedores de entuertos; y no
sabemos qué nombre dará quien así nos bautiza, al ministro de la gran cabeza,2 que quiere que lo autoricen para
levantar ejércitos y construir buques blindados y ponerse en aptitud de luchar no solo con legiones de hombres
sino con legiones de diablos. Ya se ve, un corresponsal del Comercio ha escrito que el ejército francés no sabe ni
marchar; que se compone de gente indisciplinada y borrachona, y si tales son las tropas acerca de las cuales nos
vienen con paparuchas3 de valor, moralidad y disciplina, ¿hágame usted patria, qué tales serán las demás? Supo-
niendo, pues, que el negocio apriete, no hay cuidado; con don José Gregorio de general en jefe de las fuerzas de
mar y tierra, y don José María4 de jefe de Estado Mayor General, recogeremos laureles para más de un millón de
coronas.
Lo cierto es que los imbéciles peruanos no tienen tanto miedo a los enemigos de afuera, como a los amigos de
adentro; y que más se asustan cuando oyen decir facultades extraordinarias que cuando les dicen:
¡Atención! ¡Atención!
¡Que se acerca Pinzón!
Supónganse ustedes a su humilde servidor el mismo día en que el ejecutivo ponga el “cúmplase” a la ley de sus
facultades. Supónganse ustedes piadosamente el partido que tomará el Murciélago. Recoger sus aletas ipso facto; ce-
rrar la puerta principal de la imprenta y dedicarse a imprimir silabarios, catones cristianos y novenas de todos los
santos y santas de todos los calendarios conocidos; porque desde el momento en que la libertad se albergue, con
cama y todo, en la casa del señor ministro de Relaciones Exteriores el que no viva con el credo en la boca, de fijote
que tendrá que ir a hacer examen de conciencia a la antigua capilla de la Inquisición, o que ir a respirar el aire im-
puro del ajeno cielo.5
Ya nos daría el señor Paz Soldán unas roscas que habíamos de chuparnos los dedos y de pasarnos la lengua por
los labios, de gusto y de placer. Lo cierto es que el tal señor ñatito tiene un olfatazo, como dice el semanero, que
huele hasta lo que no tiene olor. ¡Vaya un olfato de sabueso! Pero yo no sé por qué se me antoja creer que los

1 Apareció publicado en Los aletazos del Murciélago. París, 1866, pp. 228-231.
2 José Gregorio Paz Soldán (1808-1875) fue un importante abogado, jurista, diplomático, periodista y político peruano. Fue
ministro de Relaciones Exteriores por tres períodos (1845-1848,1853-1854,1862-1863).
3 paparuchas, cuentos o disparates que nadie puede tomar en consideración.
4 José María Samper (1828-1888), escritor y político liberal colombiano, que laboraba entonces como editor de El Comercio de

Lima. Es objeto de críticas muy severas por parte de Manuel Atanasio Fuentes
5 respirar el aire impuro del ajeno cielo, el exilio o destierro por causas políticas era un castigo muy habitual en esa época.
señores diputados se andarán con un poquito de tecla; porque ellos mismos tendrían, quizás, que llorar mañana los
resultados de su docilidad o complacencia.
Lo cierto es que el Señor Paz-Soldán tiene un tino y un acierto, que si se propone hacer que el Perú se convierta
en un baile de congos, no podía haber acertado mejor que solicitando que lo hagan dueño de vidas y haciendas, y
eso que ese señor es tan liberalote, y que siempre ha hecho la guerra a los dictadores y tiranos; que pertenece a la
escuela del Diccionario Republicano y que es uno de los admiradores del señor Samper, ¡y uno de los sostenedores del
periódico más liberal del mundo! ¡Ay libertad, libertad de mi corazón, como se juegan contigo tus amigos! Como
nosotros no creemos que los ingleses y los franceses ni todos nuestros enemigos nos quieren comer crudos, es
natural que por allí se levante una voz que nos llame: ¡desnaturalizados!, ¡hijos espurios de la patria!, ¡malos peru-
nos! y que como están tan acostumbrados a ver que no escribimos sino vendidos, afirmen, con toda la posible
convicción que recibimos subvenciones hasta de la China, para defender a los extranjeros, y eso que no ha faltado
quien dijese, antes, que en nuestro raquítico y mezquino corazón odiábamos a todo el que no hubiese nacido en el
Perú; pero digan lo uno o digan lo otro, nosotros nos reímos de todo, porque nuestra conciencia, que ni nos ca-
lumnia ni nos engaña, nos dice que no amamos a los extranjeros más que a nuestros compatriotas; que no aborre-
cemos a ningún hombre porque nació en tal o cual parte del globo, y que así como creemos que una nación debe
desaparecer del mundo antes que dejarse humillar y ultrajar por otra, así es preciso ser prudentes y no buscar tres
pies al gato por satisfacer ridículas vanidades.
Si todos los pueblos, con quienes se dice que estamos en malas relaciones, lo cual es muy honroso para nosotros,
manifiestan tendencias odiosas, exageradas e injustas, bueno está que se oponga a ellas todo género de resistencias;
si nos destruyen no habrán hecho gran cosa, porque no puede ser glorioso para las primeras potencias del mundo,
que se reúna una falange de gigantes para luchar contra un pigmeo; pero ¿no hay en el terreno de la justicia, de la
razón y de la concordia, medio alguno de llegar a un avenimiento con todos? ¿Por qué pretender adoptar medidas
altamente rigurosas contra los supuestos enemigos externos y contra los internos, que no existen? ¿Por qué tocar a
fuego, cuando ninguna chimenea echa humo? Vamos: el señor Paz-Soldán tiene unas cojosidades6 de muy mal gusto.
Todos los temores que nos quiere inspirar son alcachofas políticas.

6 cojosidades, eufemismo por no decir “cojudeces”.


Ricardo Palma
(1833-1919)

Una vida por una honra


Crónica de la época del decimoquinto virrey del Perú

I
Doña Claudia Orriamún era por los años de 1640 el más lindo pimpollo de esta ciudad de los reyes. Veinticua-
tro primaveras, sal de las salinas de Lima y un palmito angelical han sido siempre más de lo preciso para volver la
boca agua a los golosos. Era una limeña de aquellas que cuando miran parece que premian, y cuando sonríen pa-
rece que besan. Si a esto añadimos que el padre de la joven, al pasar a mejor vida en 1637, la había dejado bajo el
amparo de una tía sesentona y achacosa, legándole un decente caudal, bien podrá creérsenos, sin juramento previo
y como si lo testificaran gilitos descalzos, que no eran pocos los niños que andaban tras del trompo, hostigando a
la muchacha con palabras de almíbar, besos hipotéticos, serenatas, billetes y demás embolismos con los que, desde
que el mundo empezó a civilizarse, sabernos los del sexo feo dar guerra a las novicias y hasta a las catedráticas en
el ars amandi.
Parece que para Claudia no había sonado aún el cuarto de hora memorable en la vida de la mujer, pues a ninguno
de los galanes alentaba ni con la más inocente coquetería. Pero, como cuando menos se piensa salta la liebre, suce-
dió que la niña fue el Jueves Santo con su dueña y un paje a visitar estaciones, y del paseo a los templos volvió a
casa con el corazón perdido. Por sabido se calla que la tal alhaja debió encontrársela un buen mozo.
Así era en efecto. Claudia acertó a entrar en la iglesia de Santo Domingo, a tiempo y sazón que salía de ella el vi-
rrey con gran séquito de oidores, cabildantes y palaciegos, todos de veinticinco alfileres y cubiertos de relumbro-
nes. La joven, para mirar más despacio la lujosa comitiva, se apoyó en la famosa pila bautismal que, forrada en
plata, forma hoy el orgullo de la comunidad dominica; pues, como es auténtico, en la susodicha pila se cristianaron
todos los nacidos en Lima durante los primeros años de la fundación de la ciudad. Terminado el desfile, Claudia
iba a mojar en la pila la mano más pulida que han calzado guantecitos de medio punto, cuando la presentaron con
galantería extremada una ramita de verbena empapada en el agua bendita. Alzó ella los ojos, sus mejillas se tiñeron
de carmín y... ¡Dios la haya perdonado! se olvidó de hacer la cruz y santiguarse. ¡Cosas del demonio!
Había llegado el cuarto de hora para la pobrecita. Tenía por delante al más gallardo capitán de las tropas reales. El
militar la hizo un saludo cortesano, y aunque su boca permaneció muda, su mirada habló como un libro. La decla-
ración de amor quedaba hecha y la ramita de verbena en manos de Claudia. Por esos tiempos, a ningún desocu-
pado se le había ocurrido inventar el lenguaje de las flores, y éstas no tenían otra significación que aquella que la
voluntad estaba interesada en darla.
En las demás estaciones que recorrió Claudia, encontró siempre a respetuosa distancia al gentil capitán, y esta tan
delicada reserva acabó de cautivarla. Podía aplicarse a los recién flechados por Cupido esta conceptuosa seguidilla:
«No me mires, que miran
que nos miramos;
miremos la manera
de no mirarnos.
No nos miremos,
y cuando no nos
miren nos miraremos.»
Ella, para tranquilizar las alarmas de su pudibunda conciencia, podía decirse como la beata de cierta conseja:
«Conste, Señor, que yo no lo he buscado;
pero en tu casa santa lo he encontrado.»
D. Cristóbal Manrique de Lara era un joven hidalgo español, llegado al Perú junto con el marqués de Mancera y en
calidad de capitán de su escolta. Apalabrado para entrar en su familia, pues cuando regresase a España debía ca-
sarse con una sobrina de su excelencia, era nuestro oficial uno de los favoritos del virrey.
Bien se barrunta que tan luego como llegó el sábado y resucitó Cristo y las campanas repicaron gloria, varió de
táctica el galán, y estrechó el cerco de la fortaleza sin andarse con curvas ni paralelas. Como el bravo Córdova en
la batalla de Ayacucho, el capitancito se dijo: «¡Adelante! ¡Paso de vencedores!».
Y el ataque fue tan esforzado y decisivo, que Claudia entró en capitulaciones, y se declaró vencida y en total de-
rrota, que
«Es la mujer lo mismo
Que leña verde;
Resiste, gime y llora
Y al fin se enciende. »
Por supuesto, que el primer artículo, el sine qua non de las capitulaciones, pues como dice una copla:
«Hasta para ir al cielo
Se necesita
Una escalera grande
Y otra chiquita.»
Fue que debía recibir la bendición del cura tan pronto como llegasen de España ciertos papeles de familia que él se
encargaba de pedir por el primer galeón que zarpase para Cádiz. La promesa de matrimonio sirvió aquí de escale-
rita, que la gran escalera fue el mucho querer de la dama. Eso de largo noviazgo, y más si se ha aflojado prenda,
tiene tres pares de perendengues. El matrimonio ha de ser como el huevo frito: de la sartén a la boca.
Y corrían los meses, y los para ella anhelados pergaminos no llegaban, hasta que, aburrida, amenazó a D. Cristóbal
con dar una campanada que ni la de Mariangola;7 y lo estrechó tanto, que asustado el hidalgo se espontaneó con
su excelencia, y le pidió consejo salvador para su crítica situación.
La conversación que medió entre ambos no ha llegado a mi noticia ni a la de cronista alguno que yo sepa; pero lo
cierto es que, como consecuencia de ella, entre gallos y medianoche desapareció de Lima el galán, llevándose pro-
bablemente en la maleta el honor de doña Claudia.
II
Mientras D. Cristóbal va galopando y tragándose leguas por endiablados caminos, echaremos un párrafo de histo-
ria. El Excmo. Sr. D. Pedro de Toledo y Leyva, marqués de Mancera, señor de las Cinco Villas, comendador de
Esparragal en el orden y caballería de Alcántara y gentilhombre de cámara de su majestad, llegó a Lima para rele-
var al virrey conde de Chinchón en 18 de enero de 1639.
Las armas del de Leyva eran castillo de oro sobre campo de sinople,8 bordura de gules9 con trece estrellas de oro.
Las fantasías y la mala política de Felipe IV y de su valido el condeduque de Olivares se dejaban sentir hasta en
América. Por un lado los brasileños, apoyando la guerra entre Portugal y España, hacían aprestos bélicos contra el
Perú; y por otro, una fuerte escuadra holandesa, armada por Guillermo de Nassau y al mando de Enrique Breant,
amenazaba apoderarse de Valdivia y Valparaíso. El marqués de Mancera tomó enérgicas y acertadas medidas para
mantener a raya a los vecinos, que desde entonces, sea de paso dicho, miraban el Paraguay con ojos de codicia; y
aunque los corsarios abandonaron la empresa por desavenencias que entre ellos surgieron y por no haber obte-
nido, como lo esperaban, la alianza con los araucanos, el prudente virrey no sólo amuralló y fortificó el antiguo

7 Mariangola, nombre que recibe la campana más grande de Lima.


8 sinople, color verde.
9 gules, rojo heráldico.
Callao, haciendo para su defensa fundir artillería en Lima, sino que dio a su hijo D. Antonio de Toledo el mando
de la flotilla conocida después por la de los siete viernes. Nació este mote de que cuando el hijo de su excelencia re-
gresó de Chiloé sin haber quemado pólvora, hizo constar en su relación de viaje que en viernes había zarpado del
Callao, arribado en viernes a Arica para tomar lenguas, llegado a Valdivia en viernes y salido en viernes, sofocado
en viernes un motín de marineros jugadores, libertado una de sus naves de naufragar en viernes, por fin, fondeado
en el Callao en viernes.
Como hemos referido en nuestros Anales de la Inquisición, los portugueses residentes en Lima eran casi todos acau-
dalados e inspiraban recelos de estar en connivencia con el Brasil para minar el poder español. El 1º de diciembre
de 1640 se había efectuado el levantamiento del Portugal. El Santo Oficio había penitenciado y aun consumido en
el brasero a muchos portugueses, convictos o no convictos de practicar la religión de Moisés.
En 1642 dispuso el virrey que los portugueses se presentasen en palacio con las armas que tuvieran y que saliesen
luego del país, disposición que también se comunicó a las autoridades del Río de la Plata. Se presentaron en Lima
más de seis mil; pero dícese que consiguieron la revocatoria de la orden de expulsión, mediante un crecido obse-
quio de dinero que hicieron al marqués. En el juicio de residencia que según costumbre se siguió a D. Pedro de
Toledo y Leyva, cuando en 1647 entregó el mando al conde de Salvatierra, figura esta acusación de cohecho. El
virrey fue absuelto de ella.
Los enemigos del marqués contaban que cuando más empeñado estaba en perseguir a los judíos portugueses, le
anunció un día su mayordomo que tres de ellos estaban en la antesala solicitando audiencia, y que el virrey con-
testó: «No quiero recibir a esos canallas que crucificaron a Nuestro Señor Jesucristo». El mayordomo le nombró
entonces a los solicitantes, que eran de los más acaudalados mercaderes de Lima, y dulcificándose el ánimo de su
excelencia, dijo: «¡Ah! Deja entrar a esos pobres diablos. Como hace tanto tiempo que pasó la muerte de Cristo,
¡quién sabe si no son más que exageraciones y calumnias las cosas que se refieren de los judíos!». Con este cuente-
cillo explican los maldicientes el general rumor de que el virrey había sido comprado por el oro de los portugueses.
Bajo el gobierno del marqués de Mancera quedó concluido el socavón mineral de Huancavelica; y en 1641 se in-
trodujo para desesperación de los litigantes el uso del papel sellado, con lo que el real tesoro alcanzó nuevos pro-
vechos.
Una erupción del Pichincha en 1645, que causó grandes estragos en Quito y casi destruyó Riobamba, y un espan-
toso temblor que en 1647 sepultó más de mil almas en Santiago de Chile, hicieron que los habitantes de Lima, te-
miendo la cólera celeste, dejasen de pensar en fiestas y devaneos para consagrarse por entero a la vida devota. El
sentimiento cristiano se exaltó hasta el fanatismo, y raro era el día en que no cruzara por las calles de Lima una
procesión de penitencia. A los soldados se les impuso la obligación de asistir a los sermones del padre Alloza, y en
tan luctuosos tiempos vivían en predicamento de santidad y reputados por facedores de milagros el mercedario
Urraca, el jesuita Castillo, el dominico Juan Masías y el agustino Vadillo. A santo por comunidad, para que nin-
guna tuviese que envidiarse.
Este virrey fue el que en 1645 restauró con gran ceremonia el mármol que infama la memoria del maestre de
campo Francisco de Carbajal.
III
Gobernaba la imperial villa de Potosí, como su decimoctavo corregidor, el general D. Juan Vázquez de Acuña, de
la orden de Calatrava, cuando a principios de 1642 se lo presentó el capitán D. Cristóbal Manrique de Lara con
pliegos en que el virrey le confería el mando de milicias que se organizaban para guarnición del Tucumán, y a la
vez recomendaba mucho a la particular estimación de su señoría.
Era esta una de las épocas de auge para el mineral pues el bando de los vicuñas había celebrado una especie de ar-
misticio con la parcialidad contraria y la gente no pensaba sino en desentrañar plata para gastarla sin medida. Tal
era la opulencia, que la dote que llevaban al matrimonio las hijas de minero rara vez bajaba de medio milloncejo, y
lecho nupcial hubo al que el suegro hizo poner barandilla de oro macizo. Si aquello no era lujo, que venga Creso y
lo diga.10
Tenemos a la vista muchos e irrefutables documentos que revelan que la riqueza sacada del cerro de Potosí desde
1545, fecha del descubrimiento de las vetas argentíferas, hasta 31 de diciembre de 1800, fue de tres mil cuatrocien-
tos millones de pesos fuertes, y un pico que ni el de un alcatraz, y que ya lo querría este sacristán para cigarros y
guantes. Y no hay que tomarlo a fábula, porque los comprobantes se hallan en toda regla y sin error de suma o
pluma.
Sólo una mina conocemos que haya producido más plata que todas las de Potosí. Esa mina se llama el Purgatorio.
Desde que la iglesia inventó o descubrió el Purgatorio, fabricó también un arcón sin fondo y que nunca ha de lle-
narse, para echar en él las limosnas de los fieles por misas, indulgencias, responsos y demás golosinas de que tanto
se pagan las ánimas benditas.
El juego, las vanidosas competencias, los galanteos y desafíos formaban la vida habitual de los mineros; y D. Cris-
tóbal, que llevaba el pasaporte de su nobleza y marcial apostura, se vio pronto rodeado de obsequiosos amigos que
lo arrastraron a esa existencia de disipación y locura constante. En Potosí se vivía hoy por hoy, y nadie se cuidaba
del mañana.
Hallábase una noche nuestro capitán en uno de los más afamados garitos, cuando entró un joven y tomó asiento
cerca de él. La fortuna no sonreía en esa ocasión a D. Cristóbal, que perdió hasta la última moneda que llevaba en
la escarcela.11
El desconocido, que no había arriesgado un real a la partida, parece que esperaba tal emergencia; pues sin proferir
una palabra le alargó su bolsa. Hallábase ésta bien provista, y entre las mallas relucía el oro.
–Gracias, caballero -dijo el capitán aceptando la bolsa y contando las cincuenta onzas que ella contenía.
Con este refuerzo se lanzó el furioso jugador tras el desquite; pero el hombre no estaba en vena, y cuando hubo
perdido toda la suma, se volvió hacia el desconocido:
–Y ahora, señor caballero, pues tal merced me ha hecho, dígame, si es servido, donde está su posada para devol-
verle su generoso préstamo.
–Pasado mañana, al alba, espero al hidalgo en la plaza del Regocijo.
–Allí estaré -contestó el capitán, no sin sorprenderse por lo inconveniente de la hora fijada.
Y el desconocido se embozó la capa, y salió del garito sin estrechar la mano que D. Cristóbal le tendía.
IV
Hacía un frío siberiano capaz de entumecer al mismísimo rey del fuego, y los primeros rayos del sol doraban las
crestas del empinado cerro, cuando D. Cristóbal, envuelto en su capa, llegó a la solitaria plaza del Regocijo, donde
ya lo esperaba su acreedor.
–Huélgome de la exactitud, señor capitán.
–Jáctome de ser cumplido, siempre que se trata de pagar deudas.
–¿Y eslo también el Sr. D. Cristóbal para hacer honor a su palabra empeñada? -preguntó el desconocido dando a
su acento el tono de impertinente ironía.
–Si otro que vuesamerced, a quien estoy obligado, se permitiese dudarlo, buena hoja llevo al cinto, que ella y no la
lengua diera cabal respuesta.
–Pues ahórrese palabras el hidalgo sin hidalguía, y empuñe.

10 Creso, rey de Lidia, fue derrotado y hecho prisionero por Ciro y se presume que poseía muchas riquezas.
11 escarcela, bolsillo.
Y el desconocido desenvainó rápidamente su espada y dio con ella un planazo a D. Cristóbal antes de que éste
hubiera alcanzado a ponerse en guardia. El capitán arremetió furioso a su adversario que paraba las estocadas con
destreza y sangre fría. El combate duraba ya algunos minutos, y D. Cristóbal, ciego de coraje, olvidaba la defensa,
cuidando sólo de no flaquear en el ataque; pero de pronto su antagonista le hizo saltar el acero, y viéndolo desar-
mado, le hundió la espada en el pecho, gritándole:
–¡Tu vida por mi honra! Claudia te mata.
V
El poeta Juan Sobrino que, a imitación de Peralta en su Lima fundada, escribió en verso la historia de Potosí, trae
una ligera alusión a este suceso.
Bartolomé Martínez Vela en su curiosa Crónica potosina12 dice: «En este mismo año de 1642, doña Claudia
Orriamún mató con un golpe de alfanje a D. Cristóbal Manrique de Lara, caballero de los reinos de España, por-
que la sedujo con varias promesas y la dejó burlada. Fue presa doña Claudia, y sacándola a degollar, la quitaron los
criollos con muchas muertes y heridas de los que se opusieron; y metiéndola en la iglesia mayor, de allí la pasaron
a Lima. Ya en el año anterior había sucedido aquella batalla tan celebrada de los poetas de Potosí y cantada por sus
calles, en la cual salieron al campo doña Juana y doña Lucía Morales, doncellas nobles, de la una parte, y de la otra
D. Pedro y D. Graciano González, hermanos, como también lo eran ellas. Diéronse la batalla en cuatro feroces
caballos con lanzas y escudos, donde fueron muertos miserablemente D. Graciano y D. Pedro, quizá por la mucha
razón que asistía a las contrarias, pues era caso de honra».
Que las damas potosinas eran muy quisquillosas en cuanto con la negra honrilla se relacionase, quiero acabar de
comprobarlo copiando de otro autor el siguiente relato: «Aconteció en 1663 que riñendo en un templo doña Mag-
dalena Téllez, viuda rica, con doña Ana Rosen, el marido de esta, llamado D. Juan Salas de Varea, dio una bofe-
tada a doña Magdalena, la cual contrajo a poco matrimonio con el contador D. Pedro Arechua, vizcaíno, bajo la
condición de que la vengaría del agravio. Arechua fue aplazando su compromiso y acabó por negarse a cumplirlo,
lo cual ofendió a doña Magdalena hasta el punto de resolverse una noche a asesinar a su marido; y agrega un cro-
nista que todavía tuvo ánimo para arrancarle el corazón. Ella fue encarcelada y sufrió la pena de garrote, a pesar de
los ruegos del obispo Villarroel, que fueron rechazados por la audiencia de Chuquisaca, lo mismo que la oferta de
doscientos mil pesos que los vecinos de Potosí hicieron para salvarle la vida.
¡Zambomba con las mujercitas de Potosí!
Concluyamos con doña Claudia.
En Lima el virrey no creyó conveniente alborotar el cotarro, y mandó echar tierra sobre el proceso. Motivos de
conciencia tendría el señor marqués para proceder así.
Claudia tomó el velo en el monasterio de Santa Clara, y fue su padrino de hábito el arzobispo D. Pedro Villagó-
mez, sobrino de Santo Toribio.
Por fortuna, su ejemplo y el de las hermanitas Morales no fue contagioso; pues si las hijas de Eva hubieran dado
en la flor de desafiar a los pícaros que, después de engatusarlas, salen con paro medio, fijamente que se quedaba este
mundo despoblado de varones.

12 Historia de la Villa Imperial de Potosí de Bartolomé Arzáns de Orsúa y Vela (1676-1736).


Ricardo Palma
EL ALACRÁN DE FRAY GÓMEZ
(A Casimiro Prieto Valdez)

Principio principiando;
principiar quiero,
por ver si principiando
principiar puedo.

In diebus illis,13 digo, cuando yo era muchacho, oía con frecuencia a las viejas exclamar, ponderando el mérito
y precio de una alhaja: «¡Esto vale tanto como el alacrán de fray Gómez!».14
Tengo una chica remate de lo bueno, flor de la gracia y espumita de la sal, con unos ojos más pícaros y trapi-
sondistas que un par de escribanos:
...Chica
que se parece
al lucero del alba
cuando amanece.
Al cual pimpollo he bautizado, en mi paternal chochera, con el mote de alacrancito de fray Gómez. Y explicar el
dicho de las viejas y el sentido del piropo con que agasajo a mi Angélica, es lo que me propongo, amigo y cama-
rada Prieto, en esta tradición.
El sastre paga deudas con puntadas; y yo no tengo otra manera de satisfacer la literaria que con usted he con-
traído que dedicándole estos cuatro palotes.
I
Éste era un lego contemporáneo de don Juan de la Pipirindica, el de la valiente pica, y de San Francisco So-
lano; el cual lego desempeñaba en Lima en el convento de los padres seráficos las funciones de refitolero15 en la
enfermería u hospital de los devotos frailes. El pueblo lo llamaba fray Gómez, y fray Gómez lo llaman las crónicas
conventuales, y la tradición lo conoce por fray Gómez. Creo que hasta en el expediente que para su beatificación y
canonización existe en Roma, no se le da otro nombre.
Fray Gómez hizo en mi tierra milagros a mantas, sin darse cuenta de ellos y como quien no quiere la cosa.
Era de suyo milagrero como aquel que hablaba en prosa sin sospecharlo.
Sucedió que un día iba el lego por el puente, cuando un caballo desbocado arrojó sobre las losas al jinete. El
infeliz quedó patitieso, con la cabeza hecha una criba y arrojando sangre por boca y narices.
-¡Se descalabró, se descalabró! -gritaba la gente-. ¡Que vayan el San Lázaro por el santo óleo!
Y todo era bullicio y alharaca.

13 In diebus illis, en aquellos tiempos.


14 El personaje de fray Gómez es quizás el más universal de los que salieron de la pluma de Ricardo Palma. No tiene ningún
fundamento histórico. San Francisco Solano fue un santo franciscano que vivió en Lima en esa época y se destacó por su cari-
dad y desprendimiento.
15 refitolero, encargado del refectorio, es decir, el que se ocupa de llevar la comida a los enfermos. Por lo que era lego, es decir,

que no había seguido estudios universitarios. La orden seráfica es la orden franciscana.


Fray Gómez acercose pausadamente al que yacía en tierra, púsole sobre la boca el cordón de su hábito,
echole tres bendiciones, y sin más médico ni más botica, el descalabrado se levantó tan fresco como si golpe no
hubiera recibido.
-¡Milagro, milagro! ¡Viva Fray Gómez! -exclamaron los infinitos espectadores, y en su entusiasmo intentaron
llevar en triunfo al lego. Éste, para sustraerse a la popular ovación, echó a correr camino de su convento y se ence-
rró en su celda.
La crónica franciscana cuenta esto último de manera distinta. Dice que fray Gómez, para escapar de sus
aplaudidores, se elevó en los aires y voló desde el puente hasta la torre de su convento. Yo ni lo niego ni lo afirmo.
Puede que sí, y puede que no. Tratándose de maravillas, no gasto tinta en defenderlas ni en refutarlas.
Aquel día estaba fray Gómez en vena de hacer milagros; pues cuando salió de su celda se encaminó a la en-
fermería, donde encontró a san Francisco Solano acostado sobre una tarima, víctima de una furiosa jaqueca. Pul-
solo el lego, y le dijo:
-Su paternidad está muy débil, y haría bien en tomar algún alimento.
-Hermano -contestó el santo-, no tengo apetito.
-Haga un esfuerzo, reverendo padre, y pase siquiera un bocado.
Y tanto insistió el refitolero, que el enfermo, por libertarse de exigencias que picaban ya en majadería, ideó
pedirle lo que hasta para el virrey habría sido imposible conseguir, por no ser la estación propicia pana satisfacer el
antojo.
-Pues mire, hermanito, solo comería con gusto un par de pejerreyes.
Fray Gómez metió la mano derecha dentro de la manga izquierda, y sacó un par de pejerreyes tan fresquitos
que parecían acabados de salir del mar.
-Aquí los tiene su paternidad, y que en salud se le conviertan. Voy a guisarlos.
Y ello es que con los benditos pejerreyes quedó san Francisco curado como por ensalmo.
Me parece que estos dos milagritos, de que incidentalmente me he ocupado, no son paja picada. Dejo en mi
tintero otros muchos de nuestro lego, porque no me he propuesto relatar su vida y milagros.
Sin embargo, apuntaré, para satisfacer curiosidades exigentes, que sobre la puerta de la primera celda del pe-
queño claustro que hasta hoy sirve de enfermería, hay un lienzo pintado al óleo representando estos dos milagros,
con la siguiente inscripción:
«El venerable fray Gómez. Nació en Extremadura en 1560. Vistió el há-
bito en Chuquisaca en 1580. Vino a Lima en 1581. Enfermero fue cuarenta
años, ejercitando todas las virtudes, dotado de favores y dones celestiales. Fue
su vida un continuado milagro. Falleció en 2 de mayo de 1631, con fama de
santidad. En el año siguiente se colocó el cadáver en la capilla de Aránzazu, y
en 13 de octubre de 1810 se pasó, bajo del altar mayor, a la bóveda a donde
son sepultados los padres del convento. Presenció la traslación de los restos el
señor doctor don Bartolomé María de las Heras. Se restauró este venerable re-
trato en 30 de noviembre de 1882 por M. Zamudio».
II
Estaba una mañana fray Gómez en su celda entregado a la meditación, cuando dieron a la puerta unos dis-
cretos golpecitos, y una voz de quejumbroso timbre dijo:
-Deo gratias... ¡Alabado sea el Señor!...
-Por siempre jamás, amén. Entre, hermanito -contestó fray Gómez.
Y penetró en la humildísima celda un individuo algo desarrapado, vera efigies16 del hombre a quien acongojan
pobrezas; pero en cuyo rostro se dejaba adivinar la proverbial honradez del castellano viejo.
Todo el mobiliario de la celda se componía de cuatro sillones de vaqueta, una mesa mugrienta y una tarima
sin colchón, sábanas ni abrigo, y con una piedra por cabezal o almohada.
-Tome asiento, hermano, y dígame sin rodeos lo que por acá le trae -dijo fray Gómez.
-Es el caso, padre, que yo soy hombre de bien a carta cabal...
-Se le conoce y que persevere deseo, que así merecerá en esta vida terrena la paz de la conciencia, y en la otra
la bienaventuranza.
-Y es el caso que soy buhonero,17 que vivo cargado de familia y que mi comercio no cunde por falta de me-
dios, que no por holgazanería y escasez de industria en mí.
-Me alegro, hermano, que a quien honradamente trabaja Dios le acude.
-Pero es el caso, padre, que hasta ahora Dios se me hace el sordo, y en acorrerme tarda...
-No desespere, hermano, no desespere.
-Pues es el caso que a muchas puertas he llegado en demanda de habilitación por quinientos duros, y todas
las he encontrado con cerrojo y cerrojillo. Y es el caso que anoche, en mis cavilaciones, yo mismo me dije a mí
mismo: «¡Ea!, Jeromo, buen ánimo y vete a pedirle el dinero a fray Gómez; que si él lo quiere, mendicante y pobre
como es, medio encontrará para sacarte del apuro». Y es el caso que aquí estoy porque he venido, y a su paterni-
dad le pido y ruego que me preste esa puchuela por seis meses, seguro que no será por mí por quien se diga:
En el mundo hay devotos
de ciertos santos:
la gratitud les dura
lo que el milagro;
que un beneficio
da siempre vida a ingratos
desconocidos.
-¿Cómo ha podido imaginarse, hijo, que en esta triste celda encontrará ese caudal?
-Es el caso, padre, que no acertaría a responderle; pero tengo fe en que no me dejará ir desconsolado.
-La fe lo salvará, hermano. Espere un momento.

Y paseando los ojos por las desnudas y blanqueadas paredes de la celda, vio un alacrán que caminaba tran-
quilamente sobre el marco de la ventana. Fray Gómez arrancó una página de un libro viejo, dirigiose a la ventana,
cogió con delicadeza a la sabandija, la envolvió en el papel, y tornándose hacia el castellano viejo le dijo:
-Tome, buen hombre, y empeine esta alhajita; no olvide, sí, devolvérmela dentro de seis meses.

16 vera efigies, retrato verdadero.


17 buhonero, vendedor ambulante.
El buhonero se deshizo en frases de agradecimiento, se despidió de fray Gómez, y más que de prisa se enca-
minó a la tienda de un usurero.
La joya era espléndida, verdadera alhaja de reina morisca, por decir lo menos. Era un prendedor figurando un
alacrán. El cuerpo lo formaba una magnífica esmeralda engarzada sobre oro, y la cabeza un grueso brillante con
dos rubíes por ojos.
El usurero, que era hombre conocedor, vio la alhaja con codicia, y ofreció al necesitado adelantarle dos mil
duros por ella; pero nuestro español se empeñó en no aceptar otro préstamo que el de quinientos duros por seis
meses, y con un interés judaico, se entiende. Extendiéronse y firmáronse los documentos o papeletas de estilo,
acariciando el agiotista18 la esperanza de que a la postre el dueño de la prenda acudiría por más dinero, que con el
recargo de intereses lo convertiría en propietario de joya tan valiosa por su mérito intrínseco y artístico.
Y con este capitalito fuele tan prósperamente en su comercio, que a la terminación del plazo pudo desempe-
ñar la prenda, y envuelta en el mismo papel en que la recibiera, se la devolvió a fray Gómez.
Este tomó el alacrán, lo puso sobre el alféizar de la ventana, le echó una bendición, y dijo:
-Animalito de Dios, sigue tu camino.
Y el alacrán echó a andar libremente por las paredes de la celda.
Y vieja, pelleja,
aquí dio fin la conseja.

18 agiotista, prestamista.
Ricardo Dávalos y Lissón
(1852-1877)

El Señor del borriquito

Pasaron ya las épocas de las procesiones en Semana Santa, para no volver jamás, y hoy figuran en el panteón de las
tradiciones, las famosísimas del jueves y del viernes santo, en que la aristocracia toda de Lima se daba cita, para
hacer ostentoso alarde de devoción.
La Virgen de los Dolores no recorre ya las calles sino los extramuros de la ciudad, por los barrios del Cercado; el
paso de la Cena se exhibe solo en el presbiterio de los templos, delante del Monumento; y la tan celebrada proce-
sión de la Minerva; en vano intentó hace poco volver a salir de la Veracruz. El culto se encierra en las iglesias.
Pueden mantenerse todavía a la altura de su prestigio, aunque no con la tradicional fama, las procesiones de Santa
Rosa, las Mercedes, los Milagros, Cuasimodo y Corpus; per fuera de ellas, todas las otras van, años hace, de capa
caída, y están destinadas a desparecer como han desaparecido tantas ya.
Sin embargo, aún queda una entre las muchas que en estos santos días animarán la población, y es la del Domingo
de Ramos, que conmemora la entrada triunfal de Cristo a Jerusalén, en víspera de su pasión, cuando el pueblo sa-
lió a recibirlo con palmas y ramos, cantándole cánticos de bienvenida. La iglesia reverencia a Jesús en este día bajo
la advocación de "el Señor del Triunfo", pero el pueblo le llama "el Señor del Borriquito", y como en materia de
nombres la voluntad del pueblo es ley, la procesión de Ramos se llama la procesión del borriquito.
La denominación no es muy exacta en Lima ni podía serlo, porque en la capital no ha de suceder lo que en los
pueblos, donde "la burra" de la procesión y el adjunto pollino, en ella es de rigor, no andan "en efigie" sino que
verdaderamente son de carne y hueso, y en aquella montan al Señor; pero en habiendo borrico, sea vivo o sea en
estampa, el pueblo no exige más para darle su denominación.
Es de presumir que en otros tiempos la procesión del Señor del Borriquito tuviera muchos devotos, que acudirían
a acompañarlo en su peregrinación; pero lo que es en estos días, su número ha disminuido en mucho, pero sobre
todo en calidad.
Por andar, sin embargo, no se queda, pues saliendo del Baratillo (humilde choza con pretensiones de capilla, que
solo como recuerdo histórico se puede conservar) a las cuatro de la tarde no vuelve a él hasta las diez de la noche
o más. Los barrios de su predilección son los del otro lado del río, y apenas si sube el puente de los Desamparados
para pasar por el Palacio Arzobispal cuando se vuelve otra vez.
Este hecho determina la concurrencia que a ella asiste; toda la chinería de la calle Nueva, de punta en blanco con la
cabeza llena de jazmines; la negrería de los Tivolies y las alamedas, llevando terciado el blanco pañolón de vapor;
la gente de medio pelo de toda la ciudad, forman la comitiva principal. Los mataperros armados en pandillas, ha-
cen torería y media, procediendo a la procesión, y aún no se han divisado las numerosas palmas que en ella vienen,
cuando la mataperrada anuncia su aproximación; por detrás los malambinos19 y demás cuerdas de abajo del puente,
arman unas de echar a correr; y por último la gente brava se toma la dirección y cuatro cuadras antes de que llegue
la imagen, obliga a los transeúntes a quitarse el sombrero empleando para ello las palabas más groseras y hasta las
vías de hecho, haciendo las piedras el gasto, no pocas veces.

19 Del barrio limeño conocido como Malambo, donde habitaban un buen número de población afroperuana.
De aquí que la gente decente que no puede disponer de un balcón, se limitan tan solo a ver la procesión en la
plaza de armas, y allí todos, pero en particular las viejas y los niños se dan el gustazo de ver a Zaqueo, parte inte-
grante de la función.
Zaqueo, según la tradición, fue un hombrecillo de los de codo a la mano, que sin ser enano ni contrahecho, por
bajo del brazo le pasaba a los demás. Con lo cual no sería muy amigo de funciones y fiestas públicas y aún es fama
de que en Jerusalén no había hombre más casero que él.
Pero la entrada del Mesías era algo que salía de los límites de lo ordinario, era algo piramidal, y cuando no quedaba
un títere con cabeza que no saliera a su encuentro, Zaqueo no podía resignarse a permanecer en casa.
Salió pues a ver la entrada del Redentor y el infeliz, que ni aun de vista le conocía, se empinaba y se estiraba por
ver algo, sin que desgraciadamente sus miradas pudieran llegar más arriba de las espaldas de los que sin mira-
miento ni consideración, le apretaban y apachurraban.
Zaqueo, sin embargo, no cedía: tenía el presentimiento que había de ver al que deseaba y un alma habría dado por
conseguirlo. De repente se le ocurrió la idea feliz: detrás de él se hallaba esbelta y erguida una flexible palmera que
con sus palmas parecía decirle: mira qué buen balcón.
No se lo dijo por segunda vez: de un salto se instaló sobre las cabezas de los vecinos y cuando estos buscaron al
atrevido, ya él como quien sube por palo ensebado, llegaba casi a la copa del árbol.
Allí se instaló a tiempo porque la comitiva llegaba ya casi bajo él: vio al Cristo, y al mirarle, fue tan grande su entu-
siasmo que arrancó cuantas palmas pudo para dejarlas caer sobre él y de pura alegría, tanto hizo que por poco da
con su cuerpo en tierra.
Entonces Jesús levantó la cara y mirándole le dijo: "Zaqueo, baja y sígueme."
Cual quedaría el enanito, figúreselo el alma piadosa: verse llamado por el Mesías, delante de todo el pueblo, y no
como quiera, sino por su nombre a secas, sin un don por delante, ni un apellido por detrás; y luego aquello de sí-
gueme, es como decir: tengo que hablarte. Era bastante para enloquecer a un gigante, cuando más a él. Así es que
se dejó caer del árbol, que por poco no se descalabra, y se incorporó en la comitiva entre los apóstoles, como
quien dice entre los ministros de un presidente constitucional.
Desde aquel día Zaqueo figura en la representación de la entrada triunfal de Cristo a Jerusalén, y es una especie de
enseñanza viva al pueblo en la que parece que se dijera: miren ustedes qué gentío habría en esta fiesta, cuando
hasta en los árboles como hoy en los faroles de gas se subía la gente.
Pero el Zaqueo de Lima, esto es, el Zaqueo que sale en las andas que sacan al Señor del Triunfo en Lima, tiene
una particularidad especial, de donde tal vez depende su principal mérito, cual es la de que viste en cada año con
un traje diferente, y por lo común, con sujeción a la moda.
La gente se desvive por ver el vestido de Zaqueo y no está contenta hasta que satisface su curiosidad.
Su elegancia sin embargo le ha ocasionado al infeliz molestias y sinsabores, que en la vida se vio libre. Y es que
Zaqueo, como todo lo popular, tiene sus puntas y ribetes de malicia muy pronunciados, y en muchas ocasiones, en
vez de hacer meramente de dandy, se la ha querido dar de satírico y burlesco, ocasionando risa unas veces, pero
atrayendo la indignación pública en otras.
Cuando el vistoso camisón llamado garibaldi estuvo tan en moda entre las niñas, Zaqueo salió con uno rojo, bor-
dado en blanco, que no había más que ver. Ellas se pusieron coloraditas y sufrieron las bromas que les daban, pero
las beatas pusieron el grito en el Cielo y preguntaron excitadas cómo se había consentido en que Zaqueo llevara
un vestido inventado por el mayor enemigo del Papa.20
La cosa no pasó a mayores, mas no así en otras veces.

20 Porque Garibaldi había incorporado con su ejército los Estados Pontificios a Italia.
Recién se estableció el sistema de policía de celadores, llevaban estos unos cuellos de hule negro, tan grandes que
el pueblo dio en llamarles los corbatones.
El mal nombre se habría perdido, si los celadores no hubieran hecho caso, pero cometieron la torpeza de incomo-
darse y originaron infinidad de grescas cuyo resultado fue que iba a chirona todo aquel que osaba decir corbatón.
El mismo año Zaqueo salió de celador de policía pintiparado, y no hizo más que salir cuando mil voces prorrum-
pieron a una "Zaqueo de corbatón".
Los "corbatones" aguantaron al principio, pero conforme la hilaridad crecía, así se iban calentando ellos, y al fin
hubo la madre y morena.
Pero en dos ocasiones distintas ha sido cuando Zaqueo se ha visto de los hombres más apurado.
Fue la una cuando la guerra con España,21 en la que en los días de más excitación tuvo la desgraciada ocurrencia
de vestirse de marino español. Recibido con murmullos de desaprobación, el descontento crecía cada instante
más. En la plaza fue ya incontenible: principiaron los silbos, volaron algunas piedras por el aire, y la autoridad ecle-
siástica mandó bajar a Zaqueo del árbol y refugiarlo en Palacio.
Fue la otra cuando quiso salir vestido de bombero. Eran recién fundadas las compañías y había todavía en ellas
ciertas diferencias. Zaqueo salió de bombero peruano: los bomberos franceses e italianos festejaron la ocurrencia,
los peruanos se dieron por aludidos, hubo choques parciales con el consiguiente alboroto general, y tomando
parte el pueblo, se incomodó con Zaqueo, arrojándole una de piedras que vino al suelo. Lo recogieron los perua-
nos, le quisieron arrancar el vestido causante de las bullas y los otros lo defendían, hasta que al fin la policía inter-
vino y Zaqueo fue a la cárcel para resguardo suyo.
No por eso ha guardado la moderación en estos últimos tiempos. Salió un año el primero de la Guardia Nacional,
vestido de cachimbo,22 pero los cachupines23 se rieron y maldito el caso que nadie le hizo.
En otras épocas no sucedía así: los carolinos24 se ponían hechos pepián cuando salía con su uniforme, y en una
ocasión que quiso salir de toribiano,25 lo supo el arzobispo y mandó terminantemente se vistiera de etiqueta, o de
otro modo no habría procesión. Los carolinos no pudieron sacarse el clavo.
Contemplado el Señor, visto Zaqueo, mirada la concurrencia y comprado el correspondiente pan de dulce de rigor
en estos días, las buenas gentes se retiran, mientras la demás expedición continúa la correría.
A las diez o más concluye ésta, llegando tan molido y cansado cada hijo de vecino que parece derrengado a palos,
y luego se llenan las pastelerías y heladerías, después de lo cual se va cada cual a su casa, no sin que antes diga al-
gún chusco de los que vienen muertos de cansados: "Qué inconsiderado es el Señor: como él va a burro se echa a
andar, sin tener en cuenta a los que vamos a pie".

Marzo, 1875.26

21 Por los años 1864-1867.


22 cachimbo, recluta.
23 cachupines, españoles americanos.
24 carolinos, los estudiantes del colegio de San Carlos, que se creó luego de quedar disuelta la Compañía de Jesús, en el último

tercio del siglo XVIII.


25 salir de toribiano, con uniforme de los alumnos del Seminario de Santo Toribio.
26 Publicado en Lima antaño (1852-1877). Lima, Librería e Imprenta Gil, 1913, pp. 119-129.
Alfredo Bryce Echenique

Antes de la cita con los Linares


A Mercedes y Antonio, siempre

—No, no, doctor psiquiatra, usted no me logra entender, no se trata de eso, doctor psiquiatra; se trata más bien de
insomnios, de sueños raros... rarísimos...
—Pesadillas...
—No me interrumpa, doctor psiquiatra; se trata de los rarísimos pero no de pesadillas; las pesadillas dan miedo y
yo no tengo miedo, bueno sí, un poco de miedo pero más bien antes de acostarme y mientras me duermo, des-
pués vienen los sueños, esos que usted llama pesadillas, doctor psiquiatra, pero ya le digo que no son pesadillas
porque no me asustan, son más bien graciosos, sí, eso exactamente: Sueños graciosos, doctor psiquiatra...
—Sebastián, no me llames doctor psiquiatra; es casi como si me llamaras señor míster Juan Luna; llámame doctor,
llámame Juan si te acomoda más...
—Sí, doctor psiquiatra, son unos sueños realmente graciosos, la más vieja de mis tías en calzones, mi abuelita en
patinete, y esta noche usted cagando, seguramente, doctor psiquiatra... no puedo prescindir de la palabra psiquia-
tra, doctor... psiquiatra... ya lo estoy viendo, ya está usted cag...
—Vamos, vamos, Sebastián. Un poco de orden en las ideas; un poco de control; al grano; venga la historia desde
atrás. desde el comienzo del viaje...
—Sí, doctor psiquiatra... «cagando».
—Ya te lo había dicho: Un café no es lugar apropiado para una consulta: A cada rato volteas a mirar a los que en-
tran, debió ser en mi consultorio...
—No, no, no— nada en el consultorio; no hay que tomar este asunto tan en serio; entiéndame: Una cita con el
psiquiatra en su consultorio y tengo miedo a la que le dije; aquí en el café todo parece menos importante, aquí no
puede usted cerrar las persianas ni hacerme recostar en un sofá, aquí entre cafecito y cafecito, doctor psiquiatra,
porque si usted no me quita esto, doctor psiquiatra, perdóneme, no puedo dejar de llamarlo así, si usted no me
quita esto, es mejor que lo siga viendo cagar, perdóneme... pero es así y todo es así, el otro día, por ejemplo, he
aquí un sueño de los graciosos, el otro día un ejército enorme iba a invadir un país, no sé cuál, podría ser cual-
quiera, y justo antes de llegar todos se pusieron a montar en patinete, como mi abuelita, y a tirarse baldazos de
agua como en carnaval, y después arrancó, en el sueño, el carnaval de Río hasta que me desperté casi contento...
Lo único malo es que aún eran las cinco de la mañana... Como ve, no llegan a ser pesadillas o qué sé yo...
—Un poco de orden, Sebastián. Empieza desde que saliste de París.
Había terminado de arreglar su maleta tres días del viaje porque era precavido, maniático y metódico. Había al-
quilado su cuarto del barrio latino durante verano porque era un estudiante más bien pobre. Había decidido pasar
el verano en España porque allá tenía amigos, porque que veneraba al Quijote y porque quería ver vez también
por todo lo que allá le iba a pasar.
Le había alquilado su cuarto a un español que venía a preparar una tesis durante el verano. El español llegó dos
días antes de lo acordado y tuvieron que dormir juntos. Conversaron. Como el español no lo conocía muy bien
aún, le habló de cosas superficiales, sin mayor importancia; o tal vez no:
—Si dices que has perdido seis kilos, ya verás como los recuperas; allá se come bien y barato.
—Odio los trenes. No veo la hora de estar en Barcelona.
—¡Hombre!, un viaje en tren en esta época puede ser muy entretenido. Ya verás: O te toca viajar con algunas sue-
cas o alemanas y en ese caso, como tú hablas español, nada fácil que sacar provecho de la situación; o de lo
contrario te encontrarás con obreros españoles que regresan a sus vacaciones y entonces pan, vino, chorizo, tran-
sistores, una semijuerga que te acorta el viaje; no hay pierde.
El español no lo acompañó a tomar ese maldito tren. Sebastián detestaba los trenes y se había levantado tempraní-
simo para encontrar su asiento reservado de segunda, para que nadie se le sentara en su sitio, y porque, maniático,
él estaba seguro de que el conductor del tren lo odiaba y que para fastidiarlo partiría, sólo ese día, antes de lo esta-
blecido por el horario. Fue el primero en subir al tren. E1 primero en ubicar su asiento, en acomodar su equipaje.
Como al cabo de tres minutos el vagón continuaba vacío, Sebastián se puso de pie y salió a comprobar que en ese
tren no hubiese ningún otro vagón con el mismo número ni, ya de regreso a su coche, ningún otro asiento con su
número. Esto último lo hizo corriendo, porque temía que ya alguien se hubiese sentado en su sitio y entonces te-
nía que tener tiempo para ir a buscar al hombre de la compañía, uno nunca sabe con quién tendrá que pelear, para
que éste desalojara al usurpante. Desocupado. Su asiento continuaba desocupado y Sebastián lo insultó por no
estar al lado de la ventana, por estar al centro y por eso de que ahora, como en el cine, nadie sabrá jamás en cuál
de los dos brazos le tocaría apoyar el codo y eso podría ser causa de odios en el compartimiento. Pero tal vez no
porque ya no tardaban en llegar dos obreros andaluces, con él tres hombres, con el vino, el chorizo y los transisto-
res, y luego las tres suecas, tres contra tres, con sus piernas largas, sus cabelleras rubias, listas a morir de insolación
en alguna playa de Málaga. Él empezaría hablando de Ingmar Bergman, los españoles invitando vino, todos habla-
rían a los diez minutos pero media hora después él ya sólo hablaría con la muchacha sueca con que se iba a casar,
ya no volveré más a mi patria, con que se iba a instalar para siempre en Estocolmo, y que era incompatible con la
dulce chiquilla vasca que lo haría radicarse en Guipúzcoa, un caserío en el monte y poemas poemas poemas, tan
incompatible con los ojos negros inmensos enamorados de Soledad, la guapa andaluza que lo llevó a los toros, tan
incompatible con, que lo adoró mientras el Viti les brindaba el toro, tan incompatible con, triunfal Santiago Martín
El Viti... Todo, todo le iba a suceder, pero antes, antes, porque después, después volvería a estudiar a París.
Las cinco sacaron el rosario y empezaron a rezar. Las cinco. No bien partió el tren, las cinco sacaron el rosario y
empezaron a rezar. Él no tenía un revolver para matarlas y además no lograba odiarlas. Iban limpísimas las cinco
monjitas y lo habían saludado al entrar al compartimento. Entonces el viaje empezó a durar ocho horas hasta la
frontera; sesenta minutos cada hora hasta la frontera; ocho mil horas hasta la frontera y las cinco monjitas viajarían
inmóviles hasta la frontera y él cómo haría para no orinar hasta la frontera porque tenía a una limpiecita entre él y
la puerta y no le podía decir «madre, por favor, quiero ir al baño», mientras ella a lo mejor estaba rezando por él.
Tampoco podía apoyar los codos; tampoco podía leer su libro, cómo iba a leer al marqués de Sade ese que traía en
el bolsillo delante de ellas, cómo iba a decirle a la que había puesto su maleta encima de la suya: «Madre, por favor,
¿podría sacar su maleta de encima de la mía? Quisiera buscar un libro que tengo allí adentro». Se sentía tan malo,
tan infernal entre las monjitas. «Madrecita regáleme una estampita», pensó, y en ese instante se le vino a la cabeza
esa imagen tan absurda, las monjitas contando frijoles negros, luego otra, las monjitas en patinete hasta la frontera,
y entonces como que se sacudió para despejar su mente de tales ideas y para ver si algo líquido se movía en sus
riñones y comprobar si ya tenía ganas de orinar para empezar a aguantarse hasta la frontera.
—Y cuando me quedé dormido, doctor psiquiatra, no debe haber sido más de media hora, doctor psiquiatra, estoy
seguro, tome nota, porque esa fue la primera vez que soñé cosas raras, esos sueños graciosos: las monjitas en pati-
nete, en batalla campal, arrojándose frijoles en la cara. Creo que hasta me desperté porque me cayó un frijolazo en
el ojo.
—¿Estás seguro de que esa fue la primera vez, Sebastián?
—Sí, sí, seguro, completamente seguro. Y la segunda vez fue mientras dormitaba en esa banca en Irún, esperando
el tren para Barcelona. Llovía a cántaros y se me mojaron los pies; por eso cogí ese maldito resfriado. Maldita llu-
via.
—¿Y las religiosas?
—Las monjitas tomaron otro tren con dirección a Madrid. Yo las ayudé a cargar y a subir sus maletas; si supiera
usted cómo me lo agradecieron; cuando me despedí de ellas pensé que podría llorar, en fin, que podrían llenár-
seme los ojos de lágrimas; se fueron con sus rosarios... limpísimas... Si viera usted la meada que pegué en Irún...
—¿Los sueños de Irún fueron los mismos que los del tren?
—Sí, doctor psiquiatra, exactos, ninguna diferencia, sólo que al fin yo las ayudé a cargar sus patinetes hasta el otro
tren. En el tren a Barcelona también soñé lo mismo en principio, pero esa vez también estaban las suecas y los
obreros andaluces y no nos atrevíamos a hablarles porque uno no le mete letra a una sueca delante de una monja
que está rezando el rosario...
Llegó a Barcelona en la noche del veintisiete de julio y llovía. Bajó del tren y al ver en su reloj que eran las once de
la noche, se convenció de que tendría que dormir en la calle. Al salir de la estación, empezaron a aparecer ante sus
ojos los letreros que anunciaban las pensiones, los hostales, los albergues. Se dijo: «No hay habitación para usted»,
en la puerta de cuatro pensiones, pero se arrojó valientemente sobre la escalera que conducía a la quinta pensión
que encontró. Perdió y volvió a encontrar su pasaporte antes de entrar, y luego avanzó hasta una especie de mos-
trador donde un recepcionista lo podría estar confundiendo con un contrabandista. Quería, de rodillas, un cuarto
para varios días porque en Barcelona se iba a encontrar con los Linares, porque estaba muy resfriado y porque te-
nía que dormir bien esa noche. El recepcionista le contó que él era el propietario de esa pensión, el dueño de to-
dos los cuartos de esa pensión, de todas las mesas del comedor de esa pensión y después le dijo que no había nada
para él, que sólo había un cuarto con dos camas para dos personas. Sebastian inició la más grande requisitoria con-
tra todas las pensiones del mundo: a el que era un estudiante extranjero, a él que estaba enfermo, resfriado, can-
sado de tanto viajar, a él que tenía su pasaporte en regla (lo perdió y lo volvió a encontrar), a él que venía en busca
de descanso, de sol y del Quijote, se le recibía con lluvia y se le obligaba a dormir en la intemperie. «Calma, calma,
señor», dijo el propietario-recepcionista, «no se desespere, déjeme terminar: voy a llamar a otra pensión y le voy a
conseguir un cuarto».
Pero alguien estaba subiendo la escalera; unos pasos en la escalera, fuertes, optimistas, definitivos, impidieron que
el propietario-recepcionista marcara el número de la otra pensión en el teléfono, y desviaron la mirada de Sebas-
tián hacia la puerta de la recepción. Ahí se había detenido y ellos casi lo aplauden porque representaba todas las
virtudes de la juventud mundial. Estaba sano, sanísimo, y cuando se sonrió, Sebastián leyó claramente en las letras
que se dibujaban en cada uno de sus dientes: «Me los lavo todos los días; tres veces al día». Llevaba puestos unos
botines inmensos, una llanta de tractor por suelas, en donde Sebastián sólo lograría meter los pies mediante falsas
caricias y engaños y despidiéndose de ellos para siempre. Llevaba, además, colgada a la espalda, una enorme mo-
chila verde oliva, y estaba dispuesto, si alguien se lo pedía, a sacar de adentro una casa de campo y a armarla en el
comedor de la pensión (o donde fuera) en exactamente tres minutos y medio. Tenía menos de veinticuatro años y
vestía pantalón corto y camisa militar. Era rubio y colorado y sus piernas, cubiertas de vellos rubios y enroscados,
podrían causarle un complejo de inferioridad por superioridad.
Hizo una venia y habló: «Haben Sie ein Zimmer?». El propietario-recepcionista sonrió burlonamente y dijo:
«Nein». Pero entonces Sebastian decidió que el dios Tor y él podían tomar el cuarto de dos camas por esa noche.
Fue una gran idea porque el propietario-recepcionista aceptó y les pidió que mostraran sus documentos y llenaran
estos papelitos de reglamento. Sebastián no encontraba su lápiz, pero Tor, sonriente, sacó dos, obligándolo a in-
ventar su cara de confraternidad y a decidirse, en monólogo interior, a mostrarle en el mapa que Tor sacaría de la
casa de campo que traía en la mochila, dónde exactamente quedaba su país, a lo mejor le interesaba y mañana se
iba caminando hasta allá.
Se llamaba Sigfrido, no Tor, y Sebastián, ya con pulmonía, le entregó su mano para que se la hiciera añicos, obli-
gándolo a cargar su maleta con la mano izquierda y a seguirlo mientras desfilaba enorme hasta la habitación bas-
tante buena, con ducha y todo. Sebastián estornudó tres veces mientras se ponía el pijama y, cuando al cabo de
unos minutos, vio a Tor desnudo meterse a la ducha fría, luego lo escuchó cantar y dar porrazos, no sabía bien si
en la pared o en su pecho vikingo, decidió cubrirse bien con la frazada porque esa noche se iba a morir de pulmo-
nía. «Tara-la-la-la-la-la-la; trra-la-la-la-la-lala-la; Jijoanito Panano, Jijoanito Panano...»
—Estoy seguro, doctor psiquiatra, de que venía de dar la vuelta al mundo con la mochila en la espalda y los zapa-
tones esos que eran un peligro para la seguridad, para los pies públicos. Y todavía podía cantar con una voz de
coro de la armada rusa y bañarse en agua fría, sólo teníamos agua fría y no hubo la menor variación en el tono de
voz cuando abrió el caño; nada, absolutamente nada: Siguió cantando como si nada y yo ahí muriéndome de frío y
pulmonía en la cama...
—Sebastián, yo creo que exageras un poco; cómo va a ser posible que un simple resfriado se convierta en pulmo-
nía en cosa de minutos; te sentías mal, cansado, deprimido...
—A eso voy, doctor psiquiatra; a eso iba hace un rato cuando lo empecé a ver a usted cag...
—Ya te di je que había sido un error tener la cita en un café; constantemente volteas a mirar a la gente que entra...
—No, doctor psiquiatra; no es eso; los sacudones que doy con la cabeza hacia todos lados son para borrármelo a
usted de la mente cag...
—Escucha, Sebastián...
—Escuche usted, doctor psiquiatra, y no se amargue si lo veo en esa postura porque si usted no es capaz de com-
prender que un resfriado puede transformarse en pulmonía en un segundo por culpa de un tipo como Tor, enton-
ces es mejor que lo vea siempre cagando, doctor psiquiatra...
—...
—¿No comprende, usted? ¿No se da cuenta de que venía de dar la vuelta al mundo como si nada? ¿No se lo ima-
gina usted con la casa de campo en la espalda y luego desnudo y colorado bajo la ducha fría, preparándose para
dormir sin pastillas y sin problemas las horas necesarias para partir a dar otra vuelta al mundo?
—¿Cómo acabó todo eso, Sebastian?
—Fue terrible, doctor; fue una noche terrible; se durmió inmediatamente y estoy seguro de que no roncó por cor-
tesía; yo me pasé horas esperando que empezara a roncar, pero nada: No empezó nunca; dormía como un niño
mientras yo empapaba todo con el sudor y clamaba por un termómetro; nunca he sudado tanto en mi vida y
¡cómo me ardía la garganta! Empecé a atragantarme las tabletas esas de penicilina; me envenené por tomarme to-
das las que había en el frasco. Fue terrible, doctor psiquiatra, Tor se levantó al alba para afeitarse, lavarse los dien-
tes y partir a dar otra vuelta al mundo; a pie, doctor psiquiatra, las vueltas al mundo las daba a pie, no hacía bulla
para no despertarme y yo todavía no me había dormido; ya no sudaba, pero ahora todo estaba mojado y frío en la
cama y ya me empezaban las náuseas de tanta penicilina. Tor era perfecto, doctor psiquiatra, estaba sanísimo, y yo
no sé para qué me moví: Se dio cuenta de que no dormía y momentos antes de partir se acercó a mi cama a despe-
dirse, dijo cosas en alemán y yo debí ponerle mi cara de náuseas y confraternidad cuando saqué el brazo húmedo
de abajo de la frazada y se lo entregué para que se lo llevara a dar la vuelta al mundo, me ahorcó la mano, doctor
psiquiatra...
—¿No lograste dormir después que se marchó?
—Sí, doctor psiquiatra, sí logré dormir pero sólo un rato y fue suficiente para que empezaran nuevamente los sue-
ños graciosos; fue increíble porque hasta soñé con las palabras necesarias para que el asunto fuera cómico; sí, sí, la
palabra holocausto; soñé que el propietario-recepcionista y yo ofrecíamos un holocausto a Tor, allí, en la entrada
de la pensión, los dos con el carnerito, y el otro dale que dale con su «Haben Sie ein Zimmer» y después empezó a
regalarme tabletas de penicilina que sacó de un bolsillo numerado de su camisa...
Era domingo y faltaban dos días para el día de la cita. Sebastián fue al comedor y desayunó sin ganas. Había vomi-
tado varias veces, pero era mejor empezar el día desayunando, como todo el mundo, y así sentirse también como
todo el mundo. Necesitaba sentirse como todo el mundo. Era un día de sol y por la tarde iría a toros. Por el mo-
mento se paseaba cerca del mar y se acercaba al puerto. Se sentía aliviado. Sentía que la penicilina lo había salvado
de un fuerte resfrío y que vomitar lo había salvado de la penicilina. Se sentía bien. Optimista. Caminaba hacia el
puerto y empezaba a gozar de una atmósfera pacífica y tranquila y que el sol lograba alegrar. Sonreía al pensar en
el Sigfrido que él había llamado Tor y se lo imaginaba feliz caminando por los caminos de España. En el puerto se
unió a un grupo de personas y con ellas caminó hasta llegar al pie de los dos barcos de guerra. Eran dos barcos de
guerra norteamericanos y estaban anclados ahí, delante de él. Sebastián los contemplaba. No sabía qué tipo de bar-
cos eran, pero los llamó «destroyers» porque esos cañones podrían destruir lo que les diera la gana. La gente hacía
cola; subía y visitaba los «destroyers» mientras los marinos se paseaban por la cubierta y, desde abajo, Sebastián los
veía empequeñecidos; entonces decidió marcharse para que los marinos que lo estaban mirando no lo vieran a él
empequeñecido. Eran unos barcos enormes y Sebastián ya se estaba olvidando de ellos, pero entonces vio la cara-
bela.
Ahí estaba, nuevecita, impecable, flotando, anclada, trescientos metros más acá de los «destroyers», no a cualquiera
le pasa, la carabela, y Sebastián dejó de comprender. Quiso, pero ya no pudo sentirse como después del desayuno
y ahora se le enfriaban las manos. Ya no se estaba paseando como todo el mundo por Barcelona y ahora sí que ya
no se explicaba bien qué diablos pasaba con todo, tal vez no él sino la realidad tenía la culpa, presentía una teoría,
sería cojonudo explicársela a un psiquiatra, una contribución al entendimiento, pero no: nada con la que te dije,
nada de «recuéstese allí, jovencito», nada con las persianas del consultorio.
Su carabela seguía flotando como un barco de juguete en una tina, pero inmensa, de verdad y muy bien charolada.
Sebastián se escapó, se fue cien metros más allá hasta las «golondrinas». Así les llamaban y eran unos barquitos
blancos que se llevaban, cada media hora, a los turistas a darse un paseo no muy lejos del puerto. Ahí mismo ven-
dían los boletos; podía subir y esperar que partiera el próximo; podía sentarse y esperar en la cafetería. No compró
un boleto; prefirió meterse a la cafetería y poner algún orden a todo aquello que le hubiera gustado decirle a un
psiquiatra, a cualquiera.
No pudo, el pobre, porque al sentarse en su mesa se le vino a la cabeza eso de los niveles. Recién lo captó cuando
se le acercó el hombre obligándolo a reconocer que tenía los zapatos sucios, él no hubiera querido que se aga-
chara, yo me los limpio, pero estaban sucios y el hombre seguía a su lado, listo para empezar a molestarse y él dijo
sí con la cabeza y con el dedo y para terminar y ahora el hombre ya estaba en cuclillas y ya todo lo de los pies y los
marineros de los «destroyers» arriba, sobre los taburetes, delante del mostrador, pidiendo y bebiendo más cerveza.
«Yo también quiero una cerveza», dijo, cuando lo atendieron. El mozo también estaba a otro nivel.
Después pensaba que el lustrabotas no tenía una cara. Tenía cara pero no tenía una cara, y cuando se inclinaba
para comprobar sólo le veía el pelo planchado, luchando por llenarse de rulos y una frente como cualquier otra;
nunca la cara; no tenía una cara porque también cuando se deshacía en perfecciones y dominios lanzando la esco-
billa, plaf plaf, como suaves bofetadas, de palma a palma de la mano, cada vez más rápido, lustrando, puliendo,
sacando brillo con maña, técnica, destreza, casi un arte, un artista, pero no, no porque no era importante, era sólo
plaf plaf, arrodillado, y los barquitos, «golondrinas», continuaban partiendo, cada media hora, llenos de turistas, a
dar una vuelta, un paseo, no muy lejos del puerto, por el mar.
El lustrabotas le dijo que el zapato tenía una rajadura, él ya lo sabía y no miró; entonces el hombre sin cara le dijo
que no era profunda y que se la había salvado, le había salvado el zapato, el par de zapatos; entonces él miró y ahí
estaba siempre la rajadura, sólo que ahora además brillaba, obligándolo a apartar la mirada y agradecer, a agradecer
infinitamente, a encender el cigarrillo, a beber el enorme trago de cerveza, a mirar al mostrador, a volver a pensar
en niveles, a hablar de su adorado zapato, le había costado un dineral, obligándolo a pensar ya en la propina, qué le
dijo el español sobre las propinas, qué piensan los Linares sobre los lustrabotas, cuántas monedas tenía, plaf plaf
plaf, como suaves bofetadas, casi caricias, que es la generosidad.
Todavía por la tarde, fue a los toros.
—La peor corrida del mundo, doctor psiquiatra; no se imagina usted; fue la peor corrida del mundo, con lluvia y
todo. Puro marinero americano, puro turista; sólo unos cuantos españoles y todos furiosos; todos mandando al
cacho a los toreros, pero desistieron, doctor psiquiatra, desistieron y empezaron a tomarlo todo a la broma, doctor
psiquiatra; burlas, insultos, carcajadas, almohadonazos; sólo la pobre sueca sufría, la pobre no resistía la sangre de
los toros, se tapaba la cara, veía cogidas por todos lados, lloraba, era para casarse con ella, doctor psiquiatra, pero
lloraba sobre el hombro de su novio, doctor psiquiatra, desaparecía en el cuello de un grandazo como Tor, doctor
psiquiatra, un grandazo como Tor aunque este no estaba tan sano...
—¿Y tuviste más sueños, Sebastián?
—Ya no tantos, doctor psiquiatra, ya no tantos; sólo soñé con la corrida: Era extraño porque el grandazo de la
sueca era y no era Tor al mismo tiempo... Sí, sí, doctor psiquiatra, era y no era porque después yo vi a Tor llegando
a una pensión en Egipto y preguntando «Haben Sie ein Zimmer?», aunque eso debió haber sido más tarde, en
realidad no recuerdo bien, sólo recuerdo que yo me asusté mucho porque la plaza empezó a balancearse lenta-
mente, se balanceaba como si estuviera flotando y sólo se me quitó el miedo cuando descubrí que las graderías
habían adquirido el ritmo de las mandíbulas de los marineros: Eran norteamericanos, doctor psiquiatra, y estaban
mascando chicle... Parecían contentos...
No le gustaba jugar a las cartas; no sabía jugar solitario, pero cree que puede hablar de lo que siente un jugador de
solitario; cree, por lo que hizo esa mañana, un día antes de la cita con los Linares.
Desayunó como todo el mundo en la pensión, a las nueve de la mañana. Después se sentó en la recepción, con-
versó con el propietario-recepcionista, evitó los paseos junto al mar y fumó hasta las once de la mañana. Una idea
se apoderó entonces de Sebastián: por qué no haberse equivocado en el día de la cita; se habían citado el martes
treinta de julio, a la una de la tarde, pero se habían citado con más de un mes de anticipación, y con tanto tiempo
de por medio, cualquiera se equivoca en un día. Además le preocupaba no conocer Barcelona; ¿y si se equivocaba
de camino y llegaba después de la hora?, ¿y si se perdía y llegaba muy atrasado?, ¿y si ellos se cansaban de espe-
rarlo y decidían marcharse? Bajó corriendo la escalera de la pensión y se volcó a la calle en busca del Café Termi-
nus, esquina del Paseo de Gracia y la calle Aragón. Y ahora caminaba desdoblando ese maldito plano de la ciudad
que se le pegaba al cuerpo y se le metía entre las piernas con el viento. «Por aquí a la derecha, por aquí a la iz-
quierda», se decía, y sentía como si ya lo estuvieran esperando en ese maldito café al que nunca llegara. El sol, el
calor, el viento, la enormidad del plano que se desdoblaba con dificultad, que nunca jamás se volvería a doblar co-
rrectamente, que podía estar equivocado, ser anticuado... No, no; parado en esa esquina, la más calurosa del
mundo, sin un heladero a la vista, no, el ya nunca más volvería a ver a los Linares.
Y después no pudo preguntarle al policía ése porque el propietario-recepcionista se había quedado con su pasa-
porte, su único documento de identidad, ¿y si había vencido ya su certificado de vacuna?, a ese otro sí podía pre-
guntarle: peatón, transeúnte, hágame el favor, señor, y luego lo odió cuando le dijo que el Terminus estaba allá, en
la próxima esquina, y él comprobó que faltaba aún una hora para la cita, además la cita era mañana.
Realmente ese mozo del Terminus tenía paciencia, no le preguntaba qué deseaba, aunque no debía seguirlo con la
mirada. ¿Qué podía estar haciendo ese señor? ¿Por qué se sentó primero en el interior y después en la te-
rraza? ¿Por qué se trasladó del lado izquierdo de la terraza, al lado derecho? ¿Qué busca ese señor? ¿Está
loco? ¿Por qué no cesa de mirarme? Me va a volver loco; ¿no se le ocurre comprender? Y así Sebastián estudiaba
todas las posibilidades, se ubicaba en todos los ángulos, estudiaba todos los accesos al café, para que no se le esca-
paran los Linares. Escogería la mejor mesa, aquella desde donde se dominaban ambas calles, desde donde se do-
minaban todas las entradas al café. La dejaría señalada y mañana vendría, con horas de anticipación, a esperar a los
Linares. Pero ahora también los esperó bastante, por si acaso.
La noche antes de la cita también soñó, pero era diferente. Por la mañana se despertó muy temprano, pero se des-
pertó alegre y desayunó sintiéndose mejor que todo el mundo. También caminó hasta el Café Terminus, pero
ahora ya conocía el camino y no traía el plano de la ciudad. Llevó ropa ligera y anteojos de sol, pero el sol estaba
agradable y no quemaba demasiado. Una vez en el café, encontró su mesa vacía y el mozo ya no lo miraba deses-
perantemente; se limitó a traerle la cerveza que él pidió, y luego lo dejó en paz con el cuaderno y el lápiz que había
traído para escribir, porque aún faltaban horas para la hora de la cita. Y escribía; escribía velozmente, y durante las
primeras dos horas sólo levantaba la cabeza cada diez minutos, para ver si ya llegaban los Linares; luego ya sólo
faltaba una hora, y entonces levantaba la cabeza cada cinco minutos, cada tres, cada dos minutos porque ya no
tardaban en llegar, pero escribía siempre, escribía y levantaba la cabeza, escribía y miraba... un mes.
—Dices que eran unos sueños diferentes, Sebastián...
—Sí, doctor, completamente diferentes; eran unos sueños alegres, ahí estaban todos mis amigos, todos me habla-
ban, los Linares llegaban constantemente, no se cansaban de llegar, llegaban y llegaban; eran unos sueños precio-
sos y si usted me fuera a dar pastillas, yo sólo quisiera pastillas contra los otros sueños, para estos sueños nada,
doctor, nada para estos sueños de los amigos y de los Linares llegando...
¿Cuál de los dos está más bronceado? ¿Él o ella? ¿Cuál lleva los anteojos para el sol? ¿Quién sonríe más? Maldito
camión que no los deja atravesar. Y el semáforo todavía. Ponte de pie para abrazarlos. No derrames la cerveza. No
manches el cuento. No patees la mesa. Luz verde. Cuál de los dos está más bronceado. A quién el primer abrazo.
Las sonrisas. Los Linares. Las primeras preguntas. Los primeros comentarios a las primeras respuestas.
—¡Hombre!, ¡Sebastián!, pero si estás estupendo.
—Sí, sí. Y ustedes ¡bronceadísimos! Ya hace más de un mes.
—¡Hombre!, mes y medio bajo el sol; ya es bastante. ¿Y no ves lo guapa que se ha puesto ella?
—Y ahora, Sebastián, a Gerona con nosotros.
—¿Tres cervezas?
—Sí, sí. Asiento, asiento.
—¿Y esto qué es, Sebastián?
—Ah, un cuento; me puse a escribir mientras los esperaba; tendrán que soplárselo.
—¡Vamos!, ¡vamos!, ¡arranca!
—No, ahora no; tendría que corregirlo.
—¿Y el título?
—Aún no lo sé; había pensado llamarlo Doctor psiquiatra, pero dadas las circunstancias, creo que le voy a poner
Antes de la cita, con ustedes, con los Linares.
París, 1967
Julio Ramón Ribeyro
(1929 - 1994)

Alienación
(Cuento edificante seguido de breve colofón)27

A PESAR DE ser zambo y de llamarse López, quería parecerse cada vez menos a un zaguero de Alianza Lima y
cada vez más a un rubio de Filadelfia. La vida se encargó de enseñarle que si quería triunfar en una ciudad colonial
más valía saltar las etapas intermediarias y ser antes que un blanquito de acá un gringo de allá. Toda su tarea en los
años que lo conocí consistió en deslopizarse y deszambarse lo más pronto posible y en americanizarse antes de
que le cayera el huaico y lo convirtiera para siempre, digamos, en un portero de banco o en un chofer de colectivo.
Tuvo que empezar por matar al peruano que había en él y por coger algo de cada gringo que conoció. Con el bo-
tín se compuso una nueva persona, un ser hecho de retazos, que no era ni zambo ni gringo, el resultado de un
cruce contranatura, algo que su vehemencia hizo derivar, para su desgracia, de sueño rosado a pesadilla infernal.
Pero no anticipemos. Precisemos que se llamaba Roberto, que años después se le conoció por Boby, pero que en
los últimos documentos oficiales figura con el nombre de Bob. En su ascensión vertiginosa hacia la nada fue per-
diendo en cada etapa una sílaba de su nombre.
Todo empezó la tarde en que un grupo de blanquiñosos jugábamos con una pelota en la plaza Bolognesi. Era la
época de las vacaciones escolares y los muchachos que vivíamos en los chalets vecinos, hombres y mujeres, nos
reuníamos allí para hacer algo con esas interminables tardes de verano. Roberto iba también a la plaza, a pesar de
estudiar en un colegio fiscal y de no vivir en chalet sino en el último callejón que quedaba en el barrio. Iba a ver
jugar a las muchachas y a ser saludado por algún blanquito que lo había visto crecer en esas calles y sabía que era
hijo de la lavandera.
Pero en realidad, como todos nosotros, iba para ver a Queca. Todos estábamos enamorados de Queca, que ya lle-
vaba dos años siendo elegida reina en las representaciones de fin de curso. Queca no estudiaba con las monjas ale-
manas del Santa Úrsula, ni con las norteamericanas del Villa María, sino con las españolas de la Reparación, pero
eso nos tenía sin cuidado, así como que su padre fuera un empleadito que iba a trabajar en ómnibus o que su casa
tuviera un solo piso y geranios en lugar de rosas. Lo que contaba entonces era su tez capulí, sus ojos verdes, su
melena castaña, su manera de correr, de reír, de saltar y sus invencibles piernas, siempre descubiertas y doradas y
que con el tiempo serían legendarias.
Roberto iba sólo a verla jugar, pues ni los mozos que venían de otros barrios de Miraflores y más tarde de San Isi-
dro y de Barranco lograban atraer su atención. Peluca Rodríguez se lanzó una vez de la rama más alta de un ficus,
Lucas de Tramontana vino en una reluciente moto que tenía ocho faros, el chancho Gómez le rompió la nariz a
un heladero que se atrevió a silbarnos, Armando Wolff estrenó varios ternos de lanilla y hasta se puso corbata de
mariposa. Pero no obtuvieron el menor favor de Queca. Queca no le hacía caso a nadie, le gustaba conversar con
todos, correr, brincar, reír, jugar al vóleibol y dejar al anochecer a esa banda de adolescentes sumidos en profundas
tristezas sexuales que sólo la mano caritativa, entre las sábanas blancas, consolaba.
Fue una fatídica bola la que alguien arrojó esa tarde y que Queca no llegó a alcanzar y que rodó hacia la banca
donde Roberto, solitario, observaba. ¡Era la ocasión que esperaba desde hacía tanto tiempo! De un salto aterrizó
en el césped, gateó entre los macizos de flores, saltó el seto de granadilla, metió los pies en una acequia y atrapó la
pelota que estaba a punto de terminar en las ruedas de un auto. Pero cuando se la alcanzaba, Queca, que estiraba

27 Apareció publicado en 1977 en La palabra del mudo. Cuentos 1952-1977, tomo III. Lima: Milla Batres Editorial, 1977.
ya las manos, pareció cambiar de lente, observar algo que nunca había mirado, un ser retaco, oscuro, bembudo y
de pelo ensortijado, algo que tampoco le era desconocido, que había tal vez visto como veía todos los días las ban-
cas o los ficus, y entonces se apartó aterrorizada.
Roberto no olvidó nunca la frase que pronunció Queca al alejarse a la carrera: “Yo no juego con zambos”. Estas
cinco palabras decidieron su vida.
Todo hombre que sufre se vuelve observador y Roberto siguió yendo a la plaza en los años siguientes, pero su mi-
rada había perdido toda inocencia. Ya no era el reflejo del mundo sino el órgano vigilante que cala, elige, califica.
Queca había ido creciendo, sus carreras se hicieron más moderadas, sus faldas se alargaron, sus saltos perdieron en
impudicia y su trato con la pandilla se volvió más distante y selectivo. Todo eso lo notamos nosotros, pero Ro-
berto vio algo más: que Queca tendía a descartar de su atención a los más trigueños, a través de sucesivas compa-
raciones, hasta que no se fijó más que en Chalo Sander, el chico de la banda que tenía el pelo más claro, el cutis
sonrosado y que estudiaba además en un colegio de curas norteamericanos. Cuando sus piernas estuvieron más
triunfales y torneadas que nunca ya sólo hablaba con Chalo Sander y la primera vez que se fue con él de la mano
hasta el malecón comprendimos que nuestra deidad había dejado de pertenecernos y que ya no nos quedaba otro
recurso que ser como el coro de la tragedia griega, presente y visible, pero alejado irremisiblemente de los dioses.
Desdeñados, despechados, nos reuníamos después de los juegos en una esquina, donde fumábamos nuestros pri-
meros cigarrillos, nos acariciábamos con arrogancia el bozo incipiente y comentábamos lo irremediable. A veces
entrábamos a la pulpería del chino Manuel y nos tomábamos una cerveza. Roberto nos seguía como una sombra,
desde el umbral nos escrutaba con su mirada, sin perder nada de nuestro parloteo, le decíamos a veces hola
zambo, tómate un trago y él siempre no, gracias, será para otra ocasión, pero a pesar de estar lejos y de sonreír sa-
bíamos que compartía a su manera nuestro abandono.
Y fue Chalo Sander naturalmente quien llevó a Queca a la fiesta de promoción cuando terminó el colegio. Desde
temprano nos dimos cita en la pulpería, bebimos un poco más de la cuenta, urdimos planes insensatos, se habló de
un rapto, de un cargamontón. Pero todo se fue en palabras. A las ocho de la noche estábamos frente al ranchito
de los geranios, resignados a ser testigos de nuestra destitución. Chalo llegó en el carro de su papá, con un elegante
smoking blanco y salió al poco rato acompañado de una Queca de vestido largo y peinado alto, en la que apenas
reconocimos a la compañera de nuestros juegos. Queca ni nos miró, sonreía apretando en sus manos una carterita
de raso. Visión fugaz, la última, pues ya nada sería como antes, moría en ese momento toda ilusión y por ello
mismo no olvidaríamos nunca esa imagen, que clausuró para siempre una etapa de nuestra juventud.
Casi todos desertaron la plaza, unos porque preparaban el ingreso a la universidad, otros porque se fueron a otros
barrios en busca de una imposible réplica de Queca. Sólo Roberto, que ya trabajaba como repartidor de una paste-
lería, recalaba al anochecer en la plaza, donde otros niños y niñas cogían el relevo de la pandilla anterior y repetían
nuestros juegos con el candor de quien cree haberlos inventado. En su banca solitaria registraba distraídamente el
trajín, pero de reojo, seguía mirando hacia la casa de Queca. Así pudo comprobar antes que nadie que Chalo había
sido sólo un episodio en la vida de Queca, una especie de ensayo general que la preparó para la llegada del original,
del cual Chalo había sido la copia: Billy Mulligan, hijo de un funcionario del consulado de Estados Unidos.
Billy era pecoso, pelirrojo, usaba camisas floreadas, tenía los pies enormes, reía con estridencia, el sol en lugar de
dorarlo lo despellejaba, pero venía a ver a Queca en su carro y no en el de su papá. No se sabe dónde lo conoció
Queca ni cómo vino a parar allí, pero cada vez se le fue viendo más, hasta que sólo se le vio a él, sus raquetas de
tenis, sus anteojos ahumados, sus cámaras de fotos, a medida que la figura de Chalo se fue opacando, empequeñe-
ciendo y espaciando y terminó por desaparecer. Del grupo al tipo y del tipo al individuo, Queca había al fin empu-
ñado su carta. Sólo Mulligan sería quien la llevaría al altar, con todas las de la ley, como sucedió después y tendría
derecho a acariciar esos muslos con los que tanto, durante años, tan inútilmente soñamos.

Las decepciones, en general, nadie las aguanta, se echan al saco del olvido, se tergiversan sus causas, se convierten
en motivo de irrisión y hasta en tema de composición literaria. Así el chancho Gómez se fue a estudiar a Londres,
Peluca Rodríguez escribió un soneto realmente cojudo, Armando Wolff concluyó que Queca era una huachafa y
Lucas de Tramontana se jactaba mentirosamente de habérsela pachamanqueado varias veces en el malecón. Fue
solo Roberto el que sacó de todo esto una enseñanza veraz y tajante: o Mulligan o nada. ¿De qué le valía ser un
blanquito más si había tantos blanquitos fanfarrones, desesperados, indolentes y vencidos? Había un estado supe-
rior, habitado por seres que planeaban sin macularse sobre la ciudad gris y a quienes se cedía sin peleas los mejores
frutos de la tierra. El problema estaba en cómo llegar a ser un Mulligan siendo un zambo. Pero el sufrimiento
aguza también el ingenio, cuando no mata, y Roberto se había librado a un largo escrutinio y trazado un plan de
acción.
Antes que nada, había que deszambarse. El asunto del pelo no le fue muy difícil: se lo tiñó con agua oxigenada y
se lo hizo planchar. Para el color de la piel ensayó almidón, polvo de arroz y talco de botica hasta lograr el compo-
nente ideal. Pero un zambo teñido y empolvado sigue siendo un zambo. Le faltaba saber cómo se vestían, qué de-
cían, cómo caminaban, lo que pensaban, quiénes eran en definitiva los gringos.
Lo vimos entonces merodear, en sus horas libres, por lugares aparentemente incoherentes, pero que tenían algo en
común: los frecuentaban los gringos. Unos lo vieron parado en la puerta del Country Club, otros a la salida del
colegio Santa María, Lucas de Tramontana juraba haber distinguido su cara tras el seto del campo de golf, alguien
le sorprendió en el aeropuerto tratando de cargarle la maleta a un turista, no faltaron quienes lo encontraron
deambulando por los pasillos de la embajada norteamericana.
Esta etapa de su plan le fue preciosa. Por lo pronto confirmó que los gringos se distinguían por una manera espe-
cial de vestir que él calificó, a su manera, de deportiva, confortable y poco convencional. Fue por ello uno de los
primeros en descubrir las ventajas del blue-jeans, el aire vaquero y varonil de las anchas correas de cuero rematadas
por gruesas hebillas, la comodidad de los zapatos de lona blanca y suela de jebe, el encanto colegial que daban las
gorritas de lona con visera, la frescura de las camisas de manga corta a flores o anchas rayas verticales, la variedad
de casacas de nylon cerradas sobre el pecho con una cremallera o el sello pandillero, provocativo y despreocupado
que se desprendía de las camisetas blancas con el emblema de una universidad norteamericana.
Todas estas prendas no se vendían en ningún almacén, había que encargarlas a Estados Unidos, lo que estaba
fuera de su alcance. Pero a fuerza de indagar descubrió los remates domésticos. Había familias de gringos que de-
bían regresar a su país y vendían todo lo que tenían, previo anuncio en los periódicos. Roberto se constituyó antes
que nadie en esas casas y logró así hacerse de un guardarropa en el que invirtió todo el fruto de su trabajo y de sus
privaciones.
Pelo planchado y teñido, blue-jeans y camisa vistosa, Roberto estaba ya a punto de convertirse en Boby.

Todo esto le trajo problemas. En el callejón, decía su madre cuando venía a casa, le habían quitado el saludo al
pretencioso. Cuando más le hacían bromas o lo silbaban como a un marica. Jamás daba un centavo para la co-
mida, se pasaba horas ante el espejo, todo se lo gastaba en trapos. Su padre, añadía la negra, podía haber sido un
blanco roñoso que se esfumó como Fumanchú al año de conocerla, pero no tenía vergüenza de salir con ella ni de
ser pilotín de barco.
Entre nosotros, el primero en ficharlo fue Peluca Rodríguez, quien había encargado un blue-jeans a un purser28 de la
Braniff.29 Cuando le llegó se lo puso para lucirlo, salió a la plaza y se encontró de sopetón con Roberto que llevaba
uno igual. Durante días no hizo sino maldecir al zambo, dijo que le había malogrado la película, que seguramente
lo había estado espiando para copiarlo, ya había notado que compraba cigarrillos Lucky y que se peinaba con un
mechón sobre la frente.

28 purser, sobrecargo.
29 Braniff, aerolínea norteamericana que funcionó hasta 1982.
Pero lo peor fue en su trabajo. Cahuide Morales, el dueño de la pastelería, era un mestizo huatón, ceñudo y regio-
nalista, que adoraba los chicharrones y los valses criollos y se había rajado el alma durante veinte años para montar
ese negocio. Nada lo reventaba más que no ser lo que uno era. Cholo o blanco era lo de menos, lo importante era
la mosca, el agua, el molido, conocía miles de palabras para designar la plata. Cuando vio que su empleado se había
teñido el pelo aguantó una arruga más en la frente, al notar que se empolvaba se tragó un carajo que estuvo a
punto de indigestarlo, pero cuando vino a trabajar disfrazado de gringo le salió la mezcla de papá, de policía, de
machote y de curaca que había en él y lo llevó del pescuezo a la trastienda: la pastelería Morales Hermanos era una
firma seria, había que aceptar las normas de la casa, ya había pasado por alto lo del maquillaje, pero si no venía con
mameluco como los demás repartidores lo iba a sacar de allí de una patada en el culo.
Roberto estaba demasiado embalado para dar marcha atrás y prefirió la patada.

Fueron interminables días de tristeza, mientras buscaba otro trabajo. Su ambición era entrar a la casa de un gringo
como mayordomo, jardinero, chofer o lo que fuese. Pero las puertas se le cerraban una tras otra. Algo había des-
cuidado en su estrategia y era el aprendizaje del inglés. Como no tenía recursos para entrar a una academia de len-
guas se consiguió un diccionario, que empezó a copiar aplicadamente en un cuaderno. Cuando llegó a la letra C
tiró el arpa, pues ese conocimiento puramente visual del inglés no lo llevaba a ninguna parte. Pero allí estaba el
cine, una escuela que además de enseñar divertía.
En la cazuela de los cines de estreno pasó tardes íntegras viendo en idioma original westerns y policiales. Las histo-
rias le importaban un comino, estaba sólo atento a la manera de hablar de los personajes. Las palabras que lograba
entender las apuntaba y las repetía hasta grabárselas para siempre. A fuerza de rever los films aprendió frases ente-
ras y hasta discursos. Frente al espejo de su cuarto era tan pronto el vaquero romántico haciéndole una irresistible
declaración de amor a la bailarina del bar, como el gánster feroz que pronunciaba sentencias lapidarias mientras
cosía a tiros a su adversario. El cine además alimentó en él ciertos equívocos que lo colmaron de ilusión. Así creyó
descubrir que tenía un ligero parecido con Alan Ladd, que en un western aparecía en blue-jeans y chaqueta a cuadros
rojos y negros. En realidad, sólo tenía en común la estatura y el mechón de pelo amarillo que se dejaba caer sobre
la frente. Pero vestido igual que el actor se vio diez veces seguidas la película y al término de ésta se quedaba pa-
rado en la puerta, esperando que salieran los espectadores y se dijeran, pero mira, qué curioso, ese tipo se parece a
Alan Ladd. Cosa que nadie dijo, naturalmente, pues la primera vez que lo vimos en esa pose nos reímos de él en
sus narices.
Su madre nos contó un día que al fin Roberto había encontrado un trabajo, no en casa de un gringo como quería,
pero tal vez algo mejor, en el club de Bowling de Miraflores. Servía en el bar de cinco de la tarde a doce de la no-
che. Las pocas veces que fuimos allí lo vimos reluciente y diligente. A los indígenas los atendía de una manera neu-
tra y francamente impecable, pero con los gringos era untuoso y servil. Bastaba que entrara uno para que ya estu-
viera a su lado, tomando nota de su pedido y segundos más tarde el cliente tenía delante su hot-dog y su coca-cola.
Se animaba además a lanzar palabras en inglés y como era respondido en la misma lengua fue incrementando su
vocabulario. Pronto contó con un buen repertorio de expresiones, que le permitieron granjearse la simpatía de los
gringos, felices de ver un criollo que los comprendiera. Como Roberto era muy difícil de pronunciar, fueron ellos
quienes decidieron llamarlo Boby.
Y fue con el nombre de Boby López que pudo al fin matricularse en el Instituto Peruano-Norteamericano. Quie-
nes entonces lo vieron dicen que fue el clásico chancón, el que nunca perdió una clase, ni dejó de hacer una tarea,
ni se privó de interrogar al profesor sobre un punto oscuro de gramática. Aparte de los blancones que por razones
profesionales seguían cursos allí, conoció a otros López, que desde otros horizontes y otros barrios, sin que hu-
biera mediado ningún acuerdo, alimentaban sus mismos sueños y llevaban vidas convergentes a la suya. Se hizo
amigo especialmente de José María Cabanillas, hijo de un sastre de Surquillo. Cabanillas tenía la misma ciega admi-
ración por los gringos y hacía años que había empezado a estrangular al zambo que había en él con resultados real-
mente vistosos. Tenía además la ventaja de ser más alto, menos oscuro que Boby y de parecerse no a Alan Ladd,
que después de todo era un actor segundón admirado por un grupito de niñas esnobs, sino al indestructible John
Wayne. Ambos formaron entonces una pareja inseparable. Aprobaron el año con las mejores notas y míster
Brown los puso como ejemplo al resto de los alumnos, hablando de “un franco deseo de superación”.

La pareja debía tener largas, amenísimas conversaciones. Se les veía siempre culoncitos, embutidos en sus blue-jeans
desteñidos, yendo de aquí para allá y hablando entre ellos en inglés. Pero también es cierto que la ciudad no los
tragaba, desarreglaban todas las cosas, ni parientes ni conocidos los podían pasar. Por ello alquilaron un cuarto en
un edificio del jirón Mogollón y se fueron a vivir juntos. Allí edificaron un reducto inviolable, que les permitió in-
terpolar lo extranjero en lo nativo y sentirse en un barrio californiano en esa ciudad brumosa. Cada cual contri-
buyó con lo que pudo, Boby con sus afiches y sus pósters y José María, que era aficionado a la música, con sus
discos de Frank Sinatra, Dean Martin y Tomy Dorsey. ¡Qué gringos eran mientras recostados en el sofá-cama, fu-
mando su Lucky, escuchaban The strangers in the night y miraban pegado al muro el puente sobre el río Hudson! Un
esfuerzo más y ¡hop! ya estaban caminando sobre el puente.
Para nosotros incluso era difícil viajar a Estados Unidos. Había que tener una beca o parientes allá o mucho di-
nero. Ni López ni Cabanillas estaban en ese caso. No vieron entonces otra salida que el salto de pulga, como ya lo
practicaban otros blanquiñosos, gracias al trabajo de purser en una compañía de aviación. Todos los años convoca-
ban a concurso y ambos se presentaron. Sabían más inglés que nadie, les encantaba servir, eran sacrificados e infa-
tigables, pero nadie los conocía, no tenían recomendación y era evidente, para los calificadores, que se trataba de
mulatos talqueados. Fueron desaprobados.

Dicen que Boby lloró y se mesó desesperadamente el cabello y que Cabanillas tentó un suicidio por salto al vacío
desde un modesto segundo piso. En su refugio de Mogollón pasaron los días más sombríos de su vida, la ciudad
que los albergaba terminó por convertirse en un trapo sucio a fuerza de cubrirla de insultos y reproches. Pero el
ánimo les volvió y nuevos planes surgieron. Puesto que nadie quería ver aquí con ellos, había que irse como fuese.
Y no quedaba otra vía que la del inmigrante disfrazado de turista.
Fue un año de duro trabajo en el cual fue necesario privarse de todo a fin de ahorrar para el pasaje y formar una
bolsa común que les permitiera defenderse en el extranjero. Así ambos pudieron al fin hacer maletas y abandonar
para siempre esa ciudad odiada, en la cual tanto habían sufrido y a la que no querían regresar así no quedara piedra
sobre piedra.
Todo lo que viene después es previsible y no hace falta mucha imaginación para completar esta parábola. En el
barrio dispusimos de informaciones directas: cartas de Boby a su mamá, noticias de viajeros y al final relato de un
testigo.
Por lo pronto Boby y José María se gastaron en un mes lo que pensaban les duraría un semestre. Se dieron cuenta
además que en Nueva York se habían dado cita todos los López y Cabanillas del mundo, asiáticos, árabes, aztecas,
africanos, ibéricos, mayas, chibchas, sicilianos, caribeños, musulmanes, quechuas, polinesios, esquimales, ejempla-
res de toda procedencia, lengua, raza y pigmentación y que tenían sólo en común el querer vivir como un yanqui,
después de haberle cedido su alma y haber intentado usurpar su apariencia. La ciudad los toleraba unos meses,
complacientemente, mientras absorbía sus dólares ahorrados. Luego, como por un tubo, los dirigía hacia el meca-
nismo de la expulsión.
A duras penas obtuvieron ambos una prórroga de sus visas, mientras trataban de encontrar un trabajo estable que
les permitiera quedarse, al par que las Quecas del lugar, y eran tantas, les pasaban por las narices, sin concederles
ni siquiera la atención ofuscada que nos despierta una cucaracha. La ropa se les gastó, la música de Frank Sinatra
les llegaba al huevo, la sola idea de tener por todo alimento que comerse un hot-dog, que en Lima era una gloria,
les daba náuseas. Del hotel barato pasaron al albergue católico y luego a la banca del parque público. Pronto cono-
cieron esa cosa blanca que caía del cielo, que los despintaba y que los hacía patinar como idiotas en veredas hela-
das y que era, por el color, una perfidia racista de la naturaleza.
Sólo había una solución. A miles de kilómetros de distancia, en un país llamado Corea, rubios estadounidenses
combatían contra unos horribles asiáticos. Estaba en juego la libertad de Occidente decían los diarios y lo repetían
los hombres de Estado en la televisión. ¡Pero era tan penoso enviar a los boys a ese lugar! Morían como ratas, de-
jando a pálidas madres desconsoladas en pequeñas granjas donde había un cuarto en el altillo lleno de viejos jugue-
tes. El que quisiera ir a pelear un año allí tenía todo garantizado a su regreso: nacionalidad, trabajo, seguro social,
integración, medallas. Por todo sitio existían centros de reclutamiento. A cada voluntario, el país le abría su cora-
zón.
Boby y José María se inscribieron para no ser expulsados. Y después de tres meses de entrenamiento en un cuartel
partieron en un avión enorme. La vida era una aventura maravillosa, el viaje fue inolvidable. Habiendo nacido en
un país mediocre, misérrimo y melancólico, haber conocido la ciudad más agitada del mundo, con miles de priva-
ciones, es verdad, pero ya eso había quedado atrás, ahora llevaban un uniforme verde, volaban sobre planicies, ma-
res y nevados, empuñaban armas devastadoras y se aproximaban, jóvenes aún colmados de promesas, al reino de
lo ignoto.

La lavandera María tiene cantidades de tarjetas postales con templos, mercados y calles exóticas, escritas con una
letra muy pequeña y aplicada. ¿Dónde quedará Seúl? Hay muchos anuncios y cabarets. Luego cartas del frente, que
nos enseñó cuando le vino el primer ataque y dejó de trabajar unos días. Gracias a estos documentos pudimos re-
construir bien que mal lo que pasó. Progresivamente, a través de sucesivos tanteos, Boby fue aproximándose a la
cita que había concertado desde que vino al mundo. Había que llegar a un paralelo y hacer frente a oleadas de sol-
dados amarillos que bajaban del polo como cancha. Para eso estaban los voluntarios, los indómitos vigías de Occi-
dente.
José María se salvó por milagro y enseñaba con orgullo el muñón de su brazo derecho cuando regresó a Lima, me-
ses después. Su patrulla había sido enviada a reconocer un arrozal, donde se suponía que había emboscada una
avanzadilla coreana. Boby no sufrió, dijo José María, la primera ráfaga le voló el casco y su cabeza fue a caer en
una acequia, con todo el pelo pintado revuelto hacia abajo. Él sólo perdió un brazo, pero estaba allí vivo, con-
tando estas historias, bebiendo su cerveza helada, desempolvado ya y zambo como nunca, viviendo holgadamente
de lo que le costó ser un mutilado.
La mamá de Roberto había sufrido entonces su segundo ataque, que la borró del mundo. No pudo leer así la carta
oficial en la que le decían que Bob López había muerto en acción de armas y tenía derecho a una citación honorí-
fica y a una prima para su familia. Nadie la pudo cobrar.

Colofón
¿Y Queca? Si Bob hubiera conocido su historia tal vez su vida habría cambiado o tal vez no, eso nadie lo sabe. Bi-
lly Mulligan la llevó a su país, como estaba convenido, a un pueblo de Kentucky donde su padre había montado
un negocio de carne de cerdo enlatada. Pasaron unos meses de infinita felicidad, en esa linda casa con amplia cal-
zada, verja, jardín y todos los aparatos eléctricos inventados por la industria humana, una casa en suma como las
que había en cien mil pueblos de ese país-continente. Hasta que a Billy le fue saliendo el irlandés que disimulaba su
educación puritana, al mismo tiempo que los ojos de Queca se agrandaron y adquirieron una tristeza limeña. Billy
fue llegando cada vez más tarde, se aficionó a las máquinas tragamonedas y a las carreras de auto, sus pies le cre-
cieron más y se llenaron de callos, le salió un lunar maligno en el pescuezo, los sábados se inflaba de bourbon en
el club Amigos de Kentucky, se enredó con una empleada de la fábrica, chocó dos veces el carro, su mirada se vol-
vió fija y aguachenta y terminó por darle de puñetazos a su mujer, a la linda, inolvidable Queca, en las madrugadas
de los domingos, mientras sonreía estúpidamente y la llamaba chola de mierda.
(París, 1975)

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