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Testículos sagrados

Fabio Lozano Uribe

NOVELA
The pain of war cannot exceed the woe of aftermath.

The Battle of Evermore


Led Zeppelin-
Mi General Padrenuestro tenía la extraña creencia de que los muertos hay que
cogerlos a patadas; “¡para espantarles el alma!” gritaba, al tiempo que escupía una
flema gruesa como aceite de tractomula. Era desconfiado, podía tratarse de cuerpos
picados a punta de machete o hechos papilla por ráfagas de ametralladora y de igual
forma eran golpeados por sus hombres hasta dejarlos vacíos, sin ningún pedazo de
ánima aferrado a las entrañas de este mundo y con ganas de evadir la justicia divina;
cuando le quedaban dudas, porque los ceños no perdían su rictus fatídico o las
livideces de la piel no cambiaban al azul encostrado propio de los cadáveres, les
mandaba echar gasolina y los prendía, él mismo, con la llama de soplete que usaba
para encender sus mentolados Paquistán, que se fumaba hasta la más improbable
combustión, después de cortarles el filtro con una cuchilla de afeitar rectangular de
esas, de doble filo y muescas en las esquinas, que se usaban antes. El suyo, era un
encendedor de mecha, plateado, de los que se consiguen en Sanandresito y cada vez
que compraba uno nuevo le inventaba una historia diferente; me acuerdo, todavía, del
que le perteneció a Mussolini y que “utilizaba para encender sus discursos” comentario,
éste, que pronunciaba con tono socarrón y levantando la ceja derecha. Dichas purgas
de despojos –por ponerlo de alguna manera– podían parecerle, al observador casual,
como si estuviera sucediendo una masacre a manos de la autoridad, por lo que,
primero, se retiraba a todos los civiles del perímetro.

Ministro de Guerra, Defensa e Inteligencia, como aún se llama la cartera; General de


Nueve Soles, según lucían sus charreteras; Comandante Militar de las Fuerzas
Terrestres, Aéreas y Marítimas de la Nación, por sus títulos castrenses; condecorado
con las órdenes de Payandé, Claraval, Insignares del Monte, Lanceros de la Boca del

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Jarro y Portones; Comisionado Mayor para la Paz –cargo que sólo pudo ejercer con la
condición de que vistiera de civil–; y usufructuario de la Dispensa Presidencial,
otorgada por el finado Presidente Henríquez Arepuela, de no estar obligado a asistir a
los consejos de ministros, ni siquiera, como dice un aparte de la resolución “(…) así
estemos en Estado de Sitio, guerra interna o externa, acaecida por causa propia o
ajena, reconocida o no, por las leyes nacionales o internacionales”. Lo que ésta
también estipulaba, en letra menuda y al margen, es que mi General Padrenuestro
estaba obligado a caminar un paso atrás del Presidente de la República y a tratar con
reverencia a la Primera Dama; esas eran las únicas exigencias emanadas del Concilio
Parlamentario –entre una larga y aburrida enumeración taxativa de delicadezas
subalternas– y como tal, no obedecía a ninguna de las dos: no sólo caminaba más
rápido que el primer mandatario, sino casi al frente, haciéndolo trastabillar, a veces y a
su consorte le ponía la mano en la espalda, como apurándola, ejerciendo una notoria
preocupación por su seguridad, antes que por los acartonados y odiosos protocolos de
Palacio.

Vivió con tres mujeres al tiempo: una prostituta, una cantante de rancheras y la dueña
de una carnicería “que eran la misma cosa” dirían sus detractores, a sabiendas de a
cuál de las tres ocupaciones se referían; y hasta donde pudo, les fue fiel. Mi General
Padrenuestro tuvo una hija con cada una y las cuidaba más que a la familia
presidencial, cuyos miembros gozaban –y gozan en la actualidad– de una alcurnia, a
término fijo, suscrita a una corte variopinta de avivatos y conchudos, entre los que
nunca se ha logrado distinguir, muy bien, a los infiltrados de los visitantes, ni a los
espías de quienes hacen el aseo; por lo que la eficiencia de los esquemas para
protegerla siempre ha sido, para no ir más lejos: precaria. La guardia presidencial,
llamada Guardia de Corps desde el siglo XVIII y por influencia de la barbarie
napoleónica, consta –aún hoy– de unos quinientos efectivos de diversas pelambres y
procedencias, nombrados para cumplir algunos de los favores adquiridos –durante las
elecciones, principalmente– con los mendigantes políticos afiliados al partido
victorioso; basta, para engrosar sus filas, tener una tarjeta militar vigente, que en
nuestro país se puede sacar sin prestar el servicio obligatorio –con sólo tener pie plano,
estrabismo o várices en los testículos– razón por la cual, muchos de sus integrantes, no
saben ni abrir una navaja. En cambio, la protección de mi General Padrenuestro estaba
conformada por mil trescientos cincuenta y cinco milicianos de combate expertos en
antiextorsión, secuestro y guerrilla urbana, asignados por la Oseta (Oficina de
Seguridad Estatal) estrictamente divididos por tres y cada grupo a cargo de un área

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geográfica específica: su casa, su finca y su oficina. Los que sobrábamos, Blas –un
hombre de toda su confianza– y yo, Lugarte, éramos sus más cercanos colaboradores;
y no porque nos necesitara para capear los peligros propios de su investidura, sino
porque Blas era útil como chofer, descuartizador y práctico desaparecedor de
evidencias y yo como su biógrafo. Nunca se supo nuestros verdaderos nombres, yo me
quedé Lugarte desde el día en que me dijo: “Chino, usted va a ser mi lugarteniente
vitalicio, a cargo de escribir mi vida” y a Blas, no se le podía llamar de otra manera
porque estaba más averiado que el mismísimo Blas de Lezo, héroe que perdió
luchando para la Corona Española un ojo, un brazo y una pierna. Asesino y especialista
en conseguir cualquier cosa que se le pidiera, por vital o inútil que pareciera, Blas
aunque tenía ambos ojos, un párpado le colgaba; aunque tenía ambos brazos, le
faltaban ambos pulgares; aunque tenía ambas piernas, cojeaba y caminaba moviendo
sus brazos descomunales hacia adelante, como remando en el aire. Yo lo hubiera
llamado el Engendro de Nuestra Señora de París pero, realmente, no estaba dentro de
mis funciones la de ponerle apodos a nadie.

Mi General Padrenuestro era, también –más por capricho, que por necesidad– el Jefe
de Policía de la ciudad de Bogotá y su influencia se extendía a las ciudades capitales e
intermedias de los diecisiete municipios que conforman nuestro país: a ese oficio
dedicaba la mayor parte de su tiempo. “¡La guerra se gana es en la calle!” exclamaba
con frecuencia y nada de raro tenía verlo metido, a las cinco de la mañana, en las ollas
más inmundas y peligrosas cogiendo drogadictos a bolillo y torturando a quienes
pudieran tener cualquier información significativa sobre bandas criminales. Había
prohibido, desde tiempo atrás, hacer la distinción entre guerrilleros, paramilitares y
narcotraficantes, a los que él consideraba: delincuentes, a secas. Una noche, vigilando
un puesto de cocinol y peleándole al frío con sorbos de aguardiente, me dijo: “Sólo hay
dos tipos de personas: las que nacen limpias y las que nacen poposeadas; los primeros
podemos cagarla y salir siempre inmaculados pero, los segundos, pueden limpiarse,
restregarse la piel y el alma con ácido muriático y sacarse, con la punta de un palillo, el
mugre de las uñas pero, el olor: siempre los delatará” y siguió hablando de los hombres
y de las mujeres que sólo pueden ocultarse entre la carroña o en las perfumerías.
Personas éstas –si bien entendí– que si miras lo suficiente, sin parpadear y bajo las
luces de los interrogatorios, verás que lo que les sale del cuello y que se les ve, entre los
cachetes, no es una boca sino un hueco en forma de roscón estriado, sin dientes que,
entre la leve hinchazón de sus latidos, procura articular palabras que terminan
salpicando a sus interlocutores. Pensé que hasta ahí llegaba el aleccionamiento pero, a

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la media hora, tomó otro sorbo a pico de botella debajo de la ruana y carraspeó “con
todo y eso, Lugarte, no se le olvide, que el que escarbe, lo suficiente, siempre
encontrará algo de mierda entre su propio ombligo”.

He pensado –con recurrencia– que los seres humanos gastamos demasiadas


energías en excusar nuestras falencias y en tratar de darle un sentido superior a
nuestras mezquindades. La culpa judeo-cristiana nos corroe por dentro, por eso
buscamos recursos –inauditos, por decir lo menos– para justificar nuestros actos. Mi
General Padrenuestro era otra cosa: no se arrepentía de nada, no se compadecía de
nadie, no conocía la piedad, nunca pidió perdón y jamás se arrodilló ante dios, ni ante
dignidad alguna. Hace como veinte años, durante un operativo para decomisar un
cargamento de cuarenta mil hornos microondas para surtir laboratorios de cocaína,
entramos a un complejo habitacional por los lados de Usme. Allanamos más de
quinientos apartamentos, encontramos droga, municiones, más de la mitad de los
aparatos pero a ninguno de los cabecillas. Mi General Padrenuestro, no estaba
dispuesto a retirarse hasta no encontrarlos a todos, pero cedió a un incontrolable
ataque de diarrea en el primer excusado que encontró, producido por desayunar un
chunchullo demasiado amarillo. Sudaba frío, por eso no sintió, en el momento, el cañón
ajeno en las sienes; pero escuchó la voz que le gritaba “te me arrodillás, ya mismo,
malparido”. Grave error, para apuntar un arma no se puede estar ni tan lejos ni tan cerca
de la víctima; además, mi General Padrenuestro cagaba en cuclillas, no sentado, por lo
que de un salto inmovilizó al sedicioso. “Sólo me arrodillo para culiar” le respondió,
mientras le cortaba el cuello con la cuchilla, que llevaba siempre en el bolsillo de la
camisa y que era la misma que utilizaba para cortar el filtro de sus mentolados. Con los
pantalones abajo mandó traer a la esposa del ejecutado; la verdad es que sus
subalternos tomaron a la primera mujer que encontraron y se la llevaron al baño. La
tomó por detrás, mientras le decía “abre bien las piernas, cabrona, que vas a sentir
como si se te viniera un tren encima” y arrodillado, le metió su verga que más parecía
una lengua de diablo, hasta que vació el contenido de su hombría entre su sexo, abierto
a la fuerza y frente a la cabeza, que había quedado como una lechona después de
almuerzo, de su atacante fortuito; para terminar hizo que ella le limpiara, con sus
calzones blancos, recién arrancados, el culo.

Mi General Padrenuestro nunca me autorizó a tomar apuntes, ni a hacer grabación


alguna de audio o de video. “¡Use la memoria Lugarte, use la memoria!” exclamaba, a
menudo, sobre todo en medio de situaciones importantes de recordar porque eran

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cruciales para dimensionar su vida: ya fuera por trascendentales en el trabajo de hilar el
tejido de los acontecimientos, por especialmente sanguinarias o porque demostraban,
a cabalidad, la clase de porquerías que han construido nuestra mal llamada:
democracia. Alguna noche de desvarío se me ocurrió iniciar un diario y esconderlo en
los entrepaños del techo del baño. A la mañana siguiente, mi General Padrenuestro me
miró a los ojos y me dijo “y ni se le ocurra llevar notas escondidas, por ahí, Lugarte, si no
quiere que Blas le pinte corazoncitos con sus tripas”. Santo remedio, la memoria sería
mi única fuente de información y era bueno agudizarla con empeño porque
desafortunadamente personas cercanas, como el mismo Blas, por ejemplo, no
supieron muchas veces lo que estaba sucediendo. En consecuencia, mi General
Padrenuestro a cada rato me ponía a prueba con preguntas capciosas: “¿Qué
desayuné el martes de la semana pasada?”, “¿qué fue lo último que cantó tal o cual
torturado antes de morir?”, “¿cómo se llamaba la puta tocancipeña que me arañó la
espalda?”, “¿quién me puso la condecoración de los Héroes Caídos de
Quebradanegra?”, “¿cuáles son los segundos apellidos de las madres de mis hijas?”
Así, poco a poco, empecé a darme cuenta de que mi labor era muy importante para él y
que confiaba ciegamente en que yo, no sólo lo sobreviviera, sino que tuviera el tiempo y
las “güevas” –como lo expresó en más momentos de los necesarios– para escribir la
verdad sobre su azarosa y condecorada existencia. Lo único que sólo me dijo una vez,
con un énfasis imposible de olvidar, fue: “Lugarte, usted empieza a escribir el día de mi
muerte, ni un día antes, ni un día después y no quiero que diga que su General
Padrenuestro era un ángel bajado del cielo. Al contrario, cuente toda la podredumbre
que me ha tocado vivir, con pelos y señales, no omita un solo chorro de sangre, ni una
tortura, ni la vez que abrimos, con un soplete, a una vieja embarazada porque creímos
que llevaba droga en la barriga. Si usted no da cuenta de cada uno de los nueve soles
que me decoran el pecho y de los caídos, malos para todo o buenos para nada, que
tocó sacrificar en nombre de los más altos designios de la patria, aquí queda Blas para
pegarle un tiro entre los ojos; él no sabe leer, pero sabe contar muertos”.

Cuidó la vida de seis presidentes, desarticuló uno y medio golpes de Estado,


desatendió el fuero diplomático de un número importante de embajadores y le levantó
la falda a algunas de sus esposas, sacó, sin miramientos, a los agentes extranjeros que
vinieron a inmiscuirse en nuestros asuntos, mató –o mandó matar– a sus enemigos, se
vengó de aquellos que le hicieron daño, puso a buen recaudo a más de cuatrocientos
secuestrados y salvó la vida de una gran cantidad de compatriotas, algunos –por
cierto– inmerecidamente. Sobrevivió a más de quince atentados, contando la prostituta

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que escondió una granada entre su tupida e inmensa vagina y las alcaparras
envenenadas de un ajiaco dominguero que le ofrecieron los concejales de Tenjo y
Facatativá, un día de elecciones. Se enfrentó al Concilio Parlamentario varias veces y
sacó a pulso leyes como la de exigir la expedición de visa a los gringos para ingresar al
país; casa por cárcel, inmediata, a los presos que delataran a los autores intelectuales
de sus crímenes; rebaja de penas hasta en un ochenta por ciento a las reinas de belleza
y la creación de zonas de tolerancia a cien metros a la redonda de cualquier base
militar. Expropió los bienes sobrantes de los terratenientes con más de diez fincas o
diez mil millones de pesos y expidió títulos de propiedad a los cuidanderos que
revelaran el uso real que los testaferros le estaban dando a los inmuebles bajo su
custodia y, en lo posible, el nombre de los verdaderos dueños. Incautó cinco jirafas, dos
rinocerontes hembras, tres manatíes, un tigre de bengala y un oso panda; y sacó de la
piscina de Nelson Casasbuenas Bahamón, alias Tripleteta, cinco tiburones martillo,
uno de los cuales era mueco porque se le disparó, entre las mandíbulas, una
ametralladora que tiraron al agua, al tiempo con el guardaespaldas que la llevaba
cargada. Entre caletas y escondites descubiertos en más de un millar de allanamientos,
confiscó, en total, diecisiete toneladas de dólares, en billetes de todas las
denominaciones; de los cuales, sólo un diez por ciento se le entregó al Banco Estatal,
para ser guardado al lado de las reliquias precolombinas que no caben en el Museo del
Oro. Aunque amasó una incalculable fortuna, mi General Padrenuestro nunca tuvo
aprecio por nada material salvo una bala que encontraron en el cuerpo inerte de José
Raquel Mercado –líder sindical secuestrado, interrogado bajo tortura y ajusticiado por
la guerrilla– que guardó como símbolo de las falsas pretensiones políticas, de los
alzados en armas y un reloj marca Ferrocarril de Antioquia que fuera de su padre, a
quien recordaba con vaguedad y que su madre le entregara al tiempo con la lánguida
frase: “Se llevó hasta las calzonarias, esto fue lo único que quedó de él”.

Tenía piel gruesa y los huecos de la nariz eran inmensos, como los de un marrano con la
nariz pegada a una vitrina. Tenía un tabique de pugilista malogrado y aunque en la
cercanía de sus hijas su rostro revelaba un trasfondo de peluche bonachón, sus
facciones nunca abandonaron la reciedumbre de los hombres que viven en constante
peligro. Sonreía por estricta hipocresía con los chistes del Presidente de la República y
de los mandatarios de otros países que venían de visita, así fueran en cualquier otro
idioma, todos ajenos a su entendimiento. Tenía un olor almizclado, como de hiena o
chacal, lo que lo hacía pasar inadvertido en el mundo de bestias y carroñeros que vivía.
Nunca fue más flaco o más gordo de lo que era y aunque alcanzó –contra las más

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elocuentes predicciones– frisar la tercera edad, sólo lo delataban una inmensa papada
“como la de los generales ilustres de la antigua Prusia” decía él, por comentar algo al
respecto y el hecho de que con el paso de los años se fue volviendo más rojo, por un
problema circulatorio –sin duda– a causa del cigarrillo y que se notaba bastante en una
calva incipiente que nunca se pronunció. El flujo sanguíneo parecía salirse de su cauce
y aflorar a las superficies de la piel con visos del color de la cáscara del rábano en los
dedos y en los cachetes, principalmente y con mayor fuerza al aspirar la última
bocanada de sus mentolados Paquistán –con el filtro cortado– que se fumaba hasta
quemarse las uñas, las que tenía amarillas, al igual que los dientes y los ojos que eran
como de lobo o gato montuno.

Se le atravesó una espina de bagre –que más parecía un hueso afilado– entre el pecho
y la columna vertebral, en una pescadería cerca a la plaza de Las Nieves, que lo mató
entre los apretones que sus hombres le daban a lo largo y ancho de su inmenso tórax.
Blas le metió una manguera negra de nevera para que no se asfixiara pero fue
demasiado tarde, bronco-aspiró una masa espesa, como de brea, que le taponó la
tráquea. Convulsionó como un toro mal estocado y entre la cuadrilla de escoltas a su
alrededor estaba Remberto Aragua Colmenares, alias El Médico, que lo declaró muerto
a las doce y cincuenta y cuatro de la tarde. Envolvieron su cuerpo con un rollo de
poliéster industrial, del que se usa para trabajos de impermeabilización y que sacaron
de una ferretería cercana, para que nadie lo viera y evitar conmociones innecesarias
por parte de la comunidad; y lo alzaron hasta una furgoneta de patrullaje entre
expresiones de desconsuelo y lamentos quedos, aguantados, pero con evidente dolor.
Lloré mis ojos, delante de esos hombres curtidos en el arte de ser machos y camuflar
los sentimientos. Blas me pellizcó una tetilla con sus nudillos de alicate y masculló:
“¡Déjese de maricadas, Lugarte, que ahora es que arranca su verdadera misión!” y me
bajó del carro, antes de girar hacia Paloquemao. Crucé al otro lado, de la Avenida
Caracas, para tomar, apresurado, una buseta con dirección norte y en la mitad de la
calle, me caí. Entre una abundancia de pitos y madrazos, quedé con el asfalto en la
cabeza; antes de poderme levantar, me sentí cayendo en un abismo, sin fondo y grité,
ante la visión de una oscuridad desgarradora: “¡Padre nuestro que estás los cielos!”

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Santificado sea tu nombre

El cadáver estuvo oculto en los socavones de la Oseta, como fueron sus estrictas
instrucciones y a los dos días, cuando Blas acabó de quemar el último archivo y
sumergir en ácido hasta el último computador, se hizo el anuncio oficial de su muerte:
“Durante un operativo conjunto con los servicios de inteligencia internacionales, para
desmantelar el laboratorio de cocaína más grande de Suramérica, presuntamente
ubicado en la ribera oriental del Río Magdalena, muere el General Aquiles
Padrenuestro Chacón, Ministro de Guerra, Defensa e Inteligencia y Comandante
Militar de las Fuerzas Terrestres, Aéreas y Marítimas de la Nación, entre otras
dignidades. Su cuerpo será honrado, en cámara ardiente, en el Patio Núñez del
Capitolio Nacional y sus exequias se realizarán en la Catedral Primada, el domingo
próximo al mediodía; éstas serán oficiadas por el Cardenal Poncio Carrillo. Acto
seguido, su cuerpo será trasladado al Cementerio Central y enterrado en el Mausoleo
Heroico de la República, recién construido. Lo sobreviven sus hijas Martina
Padrenuestro Ancízar, Carmen Padrenuestro Aguirre y Eulalia Padrenuestro de la
Estrella a quienes el pueblo expresa su profundo y sentido pésame, al tiempo que rinde
homenaje a uno de los próceres más preclaros y connotados de esta patria pía y
entregada al Sagrado Corazón de Jesús”. A lo largo de la semana se publicaron
obituarios en los principales periódicos del país y sus páginas no dieron abasto; la sola
lectura de estos avisos fúnebres sirve para desentrañar la tristeza diversa y profunda
que dejó su muerte; siendo el más grande –y el más criticado– el de Melissa Canallas
Másmela, su amante e hija del Presidente de la República, quien no reparó en gastos
para compartir su dolor, en primera página e incurrió en la desfachatez de utilizar su
apellido de soltera. A esas alturas, las repercusiones de sus actos le importaban un
comino y la sociedad lo sabía, pues las revistas del corazón habían seguido las

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liberalidades de su romance, desde los corredores de las entidades oficiales hasta el
neón eléctrico de los moteles, con titulares como de telenovela.

Cundinamarca es un país de gente conservadora, tacaña con la plata y con los


despliegues del afecto; sin embargo, los entierros se realizan, como en cualquier parte
del mundo, sin ahorrar en gastos y de acuerdo con la importancia del fallecido. ¿Qué
hacer, entonces, con mi General Padrenuestro que tuvo todos los cargos de
importancia de la nación? Él siempre dijo que quería un entierro como el de Juan
Domingo Perón, pero nadie se acordó o se preocupó de ese requerimiento, interesados
–como estaban– los políticos y otros pretendidos estadistas, de aprovechar el evento
en su propio beneficio. La cámara ardiente fue apoteósica; en fila, sin tumultos de
ninguna especie, ciudadanos de todas las clases socio-económicas y todas las edades
rindieron un último adiós ante su cuerpo condecorado. A lo largo de ese río de gente
condolida se instalaron puestos de fritanga y de memorabilia sobre la figura, vida y
milagros del prócer. Se delimitó un área, bajo techo y entre las columnas, para dejar
flores y tarjetas de pésame pero, en general, el sentimiento de pérdida por un hombre a
quien todos consideraban su igual, su carnal, su compadre, se expresó dejando copas
de aguardiente, vasos de masato, racimos de plátano, ruanas en cantidades y platos de
comida. Aquellos que le escupieron al féretro abierto, intentaron entrar armas al recinto
o gritaron consignas contra la honra del idolatrado personaje, fueron separados del
resto y conducidos a interrogatorio por una discreta puerta, disimulada entre los
escondrijos de la edificación republicana. El Presidente de la República, en ejercicio,
doctor Víctor Canallas Garrido y la Primera Dama, señora Glenda Másmela de
Canallas, se turnaron para hacer acto de presencia durante el día; durante la noche se
cerraron las puertas aledañas y la Plaza de Bolívar se llenó de velas prendidas y de
voces que cantaron, hasta las lágrimas, las tres o cuatro rancheras predilectas de mi
General Padrenuestro quien era reconocido por ser un serenatero consumado.
Mientras tanto, las encargadas del aseo limpiaban el piso de piedra del Patio Núñez,
hasta dejarlo reluciente; como dato curioso, entre el maremágnum de cosas
ofrendadas, encontraron prendas interiores femeninas, usadas y perfumadas y se las
fueron metiendo entre el cajón mortuorio como un acto de cariño póstumo y
desinteresado.

El sermón del Cardenal Carrillo fue corto y sentido, él sabía que los discursos en
memoria del General y Ministro de la República, serían televisados e iban a durar toda
la tarde y no quiso emular con la parranda de copartidarios –incluido el primer

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mandatario– que tratarían inútilmente de robarse el show, de aparecer ante los
afligidos, como parte del áurea significativa y de las acciones militares y de Estado que
le dieron brillo a mi General Padrenuestro. La eucaristía fue acompañada por el
consabido Réquiem de Mozart que resultó bastante cobrizo y estridente, interpretado
por la Banda de la Policía Nacional y coros de los Niños Cantores de Sutatausa; desde
sus casas los cundinamarqueses levantaron el corazón hacia el señor y en ese
momento, se escucharon las veintiún descargas de fusil, al aire, por haber ocupado el
solio de Bolívar –como encargado, un fin de semana– veintiún más por haber ostentado
el grado de General de la República y una más porque el difunto le tenía fobia a los
números pares. Hasta aquí –estoy convencido– el acto debió parecerse mucho al de
Juan Domingo Perón: centenares de oficiales alineados a ambos lados de la carroza
fúnebre, en procesión, seguidos de carros lujosos llenos de flores blancas, en su
mayoría con placas oficiales y diplomáticas. Lo que sigue más adelante podría no
creerse, si no es porque puede verse la secuencia completa por internet, filmada desde
el helicóptero de una de las cadenas de televisión más prestigiosas del país.

La cantidad de gente que asistió rebasó las expectativas más extremas, a tal grado que
se rompieron todas las contenciones de seguridad. No se trataba de ninguna asonada
o desorden causado por algún tipo de milicia justiciera –nada de eso– era un simple
problema matemático: dos millones y medio de personas, entre la Catedral Primada y
el Cementerio Central, no caben; o caben pero nadie se puede mover. Además los
dolientes estaban demasiado preocupados por llorar y recordar al héroe, razón por la
cual quedar estáticos, durante varias horas, no tenía la menor importancia. Cuando el
sol, que atizó sin interrupción desde el mediodía empezó, de verdad, a reverberar, un
grupo de jóvenes –sin duda inspirados por los conciertos de rock– alzó el ataúd y lo
impulsó hacia adelante para que otros brazos alzados se lo fueran pasando a otros
brazos alzados y éstos, a otros brazos alzados y así, de manera sucesiva, siguiendo el
recorrido establecido hasta depositar el cajón de pino sabanero, con el cuerpo de mi
General Padrenuestro y sus nueve soles adentro, frente al Mausoleo Heroico de la
República, del cual era su primer habitante. La turba hubiera podido tener alguna
reacción irreflexiva y echar por la borda el acontecimiento, pero no pasó nada que le
quitara la grandeza a este acto repentino e improvisado que –para mí– tuvo los
ingredientes que componen lo sublime; con todo y que hubo personas que
aprovecharon para escribir en el ataúd palabras de despedida como: “Chau bacán”,
“hasta la vista baby”, “y ahora ¿quién podrá defendernos?”, “compadrito, que dios me lo
proteja”, “directo al cielo, sin pasar por el purgatorio y cobre doscientos pesos”, “adiós a

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dios”, “¡qué escondan las once mil vírgenes!” entre centenares de otros mensajes y
muchos corazoncitos con nombres de enamorados que –supongo– se encomendaron
a su protección desde su ya vasta y luchada eternidad.

Los políticos nunca llegaron a la tarima improvisada, en la alameda principal del


cementerio, porque la muchedumbre no se movió hasta pasada la tarde. Para bien de
nuestra historia patria, los discursos nunca se pronunciaron y a las seis, en punto, las
puertas del Mausoleo Heroico de la República quedaron cerradas. Supe más tarde
–porque yo salí de la misa a seguir enfrentando el teclado de mi computador– que
adentro estaban escondidos Blas y otra veintena de hombres de confianza que sacaron
el cadáver del cajón y también, como había instruido mi General Padrenuestro, lo
cogieron a patada limpia hasta sacarle cualquier resquicio de su alma que estuviera
pensando en quedarse a vivir entre el polvo del que sus huesos ya no tenían
escapatoria y de paso, escurrirle el bulto a la sentencia inequívoca del juicio final. A la
medianoche llegó una limusina Mercedes Benz negra de la que se bajaron sus tres
hijas: Martina, Carmen y Eulalia. Blas, quien se asignó, a sí mismo, el cargo de cuidador
del Mausoleo, corrió a abrirles la puerta de goznes pesados y permanecieron, bajo la
falsa bóveda, con el yeso aún sin pintar, lo que demoraron en rezar cuatro chichas y una
limonada, como se acostumbraron a llamar a los rezos que, sin mucha disciplina,
recitaban, de pequeñas, antes de acostarse. Lloraron y jugaron alrededor de la tumba,
se tomaron de las manos y cantaron “a la rueda, rueda, de pan y canela” como lo
hacían, alrededor de su padre, antes de crecer y enfrentarse a las aprehensiones de la
adolescencia y de la vida adulta.

El Libertador Simón Bolívar, llamado: El Magno, con cierta malevolencia por quienes
consideraban absurdas sus pretensiones de lograr una gran familia americana, unida,
entre naciones hermanas y algunos territorios insulares del Caribe, murió en la Quinta
de San Pedro Alejandrino, pasado el mediodía y esa misma tarde sus generales se
dividieron el pedazo noroccidental de continente liberado, por ellos mismos, del yugo
español. No dejaron a nadie insatisfecho, se crearon dieciséis países, siendo los más
grandes por territorio, población y posición estratégica la República Central de
Rionegro, la República de Barinas Apure, el Reino Occidental del Cauca, la República
Ecuatorial de Guayaquil, la Confederación Amazónica del Vichada y la República
Unitaria de Cundinamarca, quedando en disputa un área extensa del Valle de Upar,
entre el Nuevo Estado del Magdalena y la Gran República de Santander. Así las cosas,
los únicos que en la actualidad conservamos la delimitación intacta de nuestras

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fronteras somos los cundinamarqueses, que sin gozar de un territorio muy grande
hemos logrado sacudirnos de encima la opresión de las fuerzas superiores a las
nuestras y eso, en la actualidad y después de lo que hemos padecido, es suficiente
ganancia. La mayoría de los demás países no superaron el medio siglo; otros, mejor
constituidos, cayeron durante la Guerra del Caucho y los que lograron sortear con
algún éxito las guerras civiles, el fratricidio, el asedio y el terrorismo de los grupos
alzados en armas, sucumbieron, durante la mayor parte del siglo XX al flagelo de las
guerras en defensa de su soberanía y sobre todo, ante la invasión –política y
económica– de los Estados Unidos de Norteamérica que, desde que se tomaron
Panamá, se fueron metiendo soterradamente en los asuntos suramericanos; problema
que para la República Unitaria de Cundinamarca –aún nos llamamos así– hubiera sido
de un tenor fatídico si mi General Padrenuestro –por decir algo– se hubiera dedicado al
cultivo de la papa sabanera, como lo hicieran su padre y sus dos abuelos. Por fortuna,
supo desde joven que lo suyo era la milicia: a los ocho años vio a un hombre amarrado a
la estaca de una cerca de alambre de púas, con la lengua colgándole por un hueco
abierto, a cuchillo, en la garganta; “¡ah, verraquito!” exclamó uno de sus tíos cuando vio
que el niño le tiraba piedras a ese cuerpo lleno de pústulas blanquecinas, para ver si
estaba muerto o vivo.

El único fracaso –no confesado en público– de mi General Padrenuestro fue el de no


haber logrado para Cundinamarca la salida al mar. En plenas conversaciones con la
República Autónoma del Tolima para negociar un corredor compartido hasta el puerto
de Buenaventura, se descubrió, en cercanías de Saldaña –un pueblo de arroz y
pescadores de bocachico– la base militar más grande que los Estados Unidos ha
tenido en la Cordillera de Los Andes. Aunque no estaba dentro de los límites de nuestro
país, era evidente que tal enclave estratégico sí operaba lo suficientemente cerca para
ejercer una estrecha vigilancia al movimiento de nuestras tropas o debo decir, de las de
mi General Padrenuestro. El asunto generó fricciones con el gobierno del Tolima, dada
su falta de solidaridad y el desconocimiento de los pactos bilaterales, en materia de
seguridad, que contemplan medidas conjuntas, entre países fronterizos, para luchar
contra el ímpetu de los gringos por dominar el continente. Aunque proclamábamos, a
los cuatro vientos, ser la Suiza latinoamericana, nos fuimos lanza en ristre contra
nuestros fraternos vecinos, por vendidos y lameculos. Ellos nos respondieron con
airados reclamos, ante las Naciones Unidas, alegando que se trataba de un “linguistic
institute” –mencionado, así: en inglés– al que calificaron de “inofensivo” y al mismo
tiempo, echaron por la borda el proyecto de extendernos hasta el Océano Pacífico,

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atracar en muelles propios nuestra flotilla de barcos mercantes y construir un túnel que
atravesara la Cordillera Occidental hasta Calarcá.

¡De la que nos salvamos! Los gringos hicieron algo parecido para apropiarse de México
–cuyos Estados representan, hoy, veinte y pico de estrellas más en su bandera, que
casi llegan a cien–; instalaron una base de “instrucción atmosférica y bioclimática” en
Tamaulipas, después de la Segunda Guerra Mundial y un par de lustros después
cuando vinieron a ver –pobres manitos– había un emplazamiento similar en cada
Estado, donde los que no hablaban inglés, hablaban un español plagado de
expresiones como: juiso de orancha, volviste back, biforéame el sueldo, la moni,
expender moni, chopear o chopinear, la pipol, chinguing yur moder, bringuitón güey,
blodi sangrón, watanás hueco, etc. Toda la franja hispana del Golfo de Texas (antes de
México) hasta la extensísima costa del Océano Pacífico, al otro lado, era llamada en el
concierto internacional como los tex-mex territories y en un abrir y cerrar de ojos la
cultura del rodeo, el chili con carne, la música country, John Wayne, Rambo y McGyver
se extendió hasta Panamá que era ya de los Estados Unidos desde que le pagaran
–con creces– el canal a los franceses a principios del siglo XX, le dieran trabajo en las
represas a los lugareños y por supuesto, le enseñaran su idioma a los indígenas
descendientes de emberás, kunas y taínos.

¡Qué paradoja! Ningún territorio hispanoamericano limita, hoy, con el mar Caribe y el
hecho se remonta a las épocas de la Independencia porque, durante los escasos años
que duró la reconquista española, los territorios costeros, marinos y submarinos desde
Santa María la Antigua del Darién, por el borde atlántico nor-oriental y oriental del
continente suramericano, hasta la desembocadura del Río Amazonas, fue vendida al
Sacro Imperio de la Nación Alemana. Los germanos poco sabían sobre estas tierras
pero les pareció interesante trasladar las disputas que tenían en Europa con los
holandeses, los franceses y los ingleses, a ultramar y ¿por qué no? seguir llenando de
puteaderos las islas conquistadas por Colón y sus seguidores. Aún persiste esa
tendencia de tratar al Caribe como una letrina y es porque la cuenca fue siempre
usufructuada por el mejor postor, siendo, después de la Segunda Guerra Mundial y
como parte de la penalización por los incalculables desmanes del Tercer Reich,
entregada a los Estados Unidos por intermediación de la recién creada Organización
de las Naciones Unidas. Se quedaron, entonces, los gringos –cosa rara– con ese
cinturón magnífico de playas, bahías, corales, petróleo y mujeres de pezones duros
como las perlas de la Guajira, en comodato y con la obligación de devolverlo a sus

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moradores originales el 31 de diciembre de 1999, al tiempo con el Canal de Panamá;
cosa que, a más de una década de entrado el siglo XXI, no ha sucedido mientras
historiadores, antropólogos, abogados, internacionalistas y todo tipo de expertos se
ponen de acuerdo sobre lo que la norma quiso decir con la expresión: “Moradores
originales”. Seguimos, pues –del Darién hacia abajo– mirando al Pacífico, con sus
inmensas riquezas, mientras vemos pastar en sus aguas barcos pesqueros con
banderas japonesas, chinas, coreanas y filipinas.

Volviendo a la cuenca del Caribe, valga destacar, en este punto, el esfuerzo loable de
los cubanos por sacudirse de la garra aguileña de sus vecinos del norte. Mi General
Padrenuestro puso su grano de arena, en ese asunto, porque le prestó auxilio al Ché
Guevara después de sobrevivir a un atentado en Bolivia donde lo cogieron los agentes
de la CIA, herido en una pierna y lo tuvieron en el colegio de “un pueblito de mierda”
–según el relato de mi General Padrenuestro– llamado La Higuera donde lo hubieran
podido matar, a mansalva, sino es porque querían exhibirlo vivo en otro pueblo
cercano, más asequible a los medios de comunicación. Con una reata, cuyo herraje le
dejó una marca de por vida en la parte baja de la quijada, lo sostuvieron por el cuello,
como a un perro, con las manos y los pies amarrados con alambre; lo trasladaron en
helicóptero, grave equivocación porque las comunicaciones radiales del aparato
fueron interceptadas y localizadas, con un grandísimo margen de error pero, por lo
menos, sus compañeros de armas dedujeron que no podía dirigirse más allá de
Vallegrande, donde además identificaron movimientos inusuales de tropa y de civiles.
Tenían a su favor el conocimiento de que el único sitio propicio, lo suficientemente plano
y sin obstáculos, para aterrizar la aeronave era el patio del convento de las Misioneras
Cruzadas de la Iglesia, cercano al hospital de Nuestra Señora de Malta, donde lo iban a
“atender” de sus heridas; lo demás era un despeñadero con más árboles que
pobladores. Dicho y hecho, tripulantes y agentes norteamericanos no alcanzaron a
tocar tierra, cuando los partidarios guevaristas habían anclado el helicóptero a la
cadena de un tractor e impedido su maniobrabilidad con un tiro que le entró al piloto por
una oreja y le salió por la otra. El golpe contra el piso fue violento y los que no murieron
con la sacudida quedaron atontados, facilitando así su inmediato aniquilamiento. El
Ché estaba muy mal, las órbitas de sus ojos se tornaron casi negras, tenía fiebre, sólo
decía incoherencias y el dolor de su pierna debía ser insoportable; sin embargo,
conociendo sus probados bríos, le echaron panela en las heridas, le inyectaron
antibiótico, hicieron un amasijo de hojas de coca y se lo metieron a la boca, lo
amarraron a una mula y lo mandaron loma arriba en compañía de un trochero experto y

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una niña de quince años cuya madre era enfermera y algo sabía de primeros auxilios.
Mientras tanto, quienes le salvaron la vida montaron un convoy de treinta y cinco
hombres que parecía de cien y simularon una especie de camilla con el único enemigo
muerto durante el rescate que tenía barba, acostado en ella y tomaron un camino
intermedio en dirección opuesta. El ardid resultó, fueron emboscados a las pocas horas
y mientras los efectivos del ejército –con gafas negras– se daban cuenta de que el
muerto no era el peligroso y más buscado guerrillero argentino, había caído la noche y
él estaba, ya, a medio camino de un aeropuerto clandestino que las tropas insurrectas
mantenían despejado a punta de machete. Mi General Padrenuestro –a la sazón
Coronel– fue localizado por onda corta y mandó un avión militar pintado de azul cielo,
con una farmacia adentro y la orden de llevarlo a Cuba pero que el mismo
revolucionario desvió hacia Sierra Leona, con una parada para comprar víveres y echar
gasolina en Salvador de Bahía.

Me contó, también, mi General Padrenuestro que en los años cincuenta las


revoluciones latinoamericanas comunistas o de izquierdas más moderadas, se cocían
en la Ciudad de México la que, unos años más tarde, se convertiría en Mexico Federal
District, donde los aztecas –o debo decir aztecs– ante la evidencia de que los gringos
estaban usurpando los territorios de su país, le cogieron un odio jarocho al
establishment capitalista, por lo que el debate político de los trotskismos, maoísmos y
tendencias parecidas eran aceptadas con espíritu alegre y abierto, por los mismos
grupos insurgentes que, ahora, reencauchados y con nueva sangre, eran la estirpe
prolongada de quienes hicieron la revolución contra Porfirio Díaz. No en vano en un
apartamentico localizado en la calle Emparán número 49, Ernesto Ché Guevara y Fidel
Castro afilaron las aristas de su pensamiento político y trazaron un plan de acción
militar que, a grandes rasgos, tumbaría al gobierno de Fulgencio Batista y sacaría de la
isla los conglomerados turísticos norteamericanos que pusieron sus mullidas nalgas al
servicio de las mafias del alcohol, la droga, los casinos, la prostitución y la especulación
inmobiliaria. Una vez apoderado y organizado el gobierno revolucionario y después del
amago de invasión que los marines y agentes de la CIA norteamericanos articularon en
Bahía de Cochinos, Fidel Castro dedicó sus esfuerzo en dos direcciones: la primera fue
la de mandar el medio centenar de patriotas que hablaba inglés, a través de Haití o
República Dominicana, con destino a las ciudades más importantes de los Estados
Unidos sin más armas que marcadores de tinta colorada, ni más instrucciones que las
de ir a todas las bibliotecas públicas, pedir los mapas en que apareciera el Caribe y
pintar la isla de Cuba de color rojo. Paralelo a esto –para ahuyentar intrusos y sin

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pensar mucho en sus consecuencias– construyeron unas ojivas nucleares inmensas
en cartón corrugado y las recubrieron con papel de aluminio hecho en Scottsdale,
Arizona, las protegieron de la lluvia con resina de la caña de azúcar y las pusieron a la
intemperie en unos camiones que se halaban con bueyes porque ni motor tenían. No
fue sino hasta que estalló la Crisis de Octubre, causada por unas fotografías aéreas de
muy baja resolución, que Cuba le pidió a la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas
que, dada la confusión de los gringos, que creían que se trataba de armamento ruso,
los ayudaran a salir del impase global en que se habían metido, tratando de que no los
borraran del planeta –o el planeta mismo– y de ahí en adelante, se comprometían a
crear una alianza que bien le convenía a la nación soviética, en su afán por polarizar el
mundo. Para completar, el Presidente John Kennedy es asesinado por un grupo de
francotiradores apostados en distintas direcciones durante el trayecto de una caravana
motorizada en Dallas, Texas; no alcanza a terminar su mandato constitucional y el
presidente encargado Lyndon B. Johnson, con su cara de yo no fui y sus orejas
descomunales, embarga la isla, impide la llegada de alimento desde cualquier parte del
hemisferio, quema las plantaciones de caña de azúcar, envenena el ganado, diezma la
población y mientras la comunidad internacional habla del milagroso rescate de la
soberanía e identidad cubanas, cierra un cerco de hambruna, bala y tifoidea que,
finalmente, saca a Fidel Castro y a su hermano Raúl hacia una decorosa existencia en
algún pueblo escaso de sol en las estepas siberianas. El 5 de abril de 1968 la isla
cambia su nombre por el de Guantánamo y la efemérides aparece en los escasísimos
espacios de prensa, radiales y televisivos que deja la noticia del asesinato, el día
anterior en un hotel de Memphis, Tennessee, de Martin Luther King Jr.

A mi General Padrenuestro –como a la mayoría de los líderes encumbrados por los


avatares políticos y militares– no le gustaba trabajar por el protagonismo de otros; sin
embargo –a él, específicamente– no le interesaba figurar más allá de lo necesario, le
parecía que su trabajo era incompatible con la notoriedad excesiva. Le aburría la
prosopopeya y le parecía que el poder se ejerce al menudeo, realizando muchas
acciones pequeñas y controlables en vez de dar golpes que se le pudieran salir de las
manos. Le gustaba estar al pie del cañón, mimetizarse entre la tropa; a veces se
levantaba antes de la madrugada y se iba de cacería con una decena de hombres, los
más atrabiliarios y corajudos; escogían una colina o una hilera de arbustos, desde
donde pudieran divisar los pastizales extensos y bien peluqueados de las interminables
sabanas de Cundinamarca y esperaban, camuflados y sin moverse, aviones
clandestinos que, una vez sorprendidos al final de improvisadas pistas de aterrizaje,

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eran requisados con método por el contingente. Nada disfrutaba más mi General
Padrenuestro que encaramarse en las bodegas de esas aeronaves y encontrar, él
mismo, valiosos cargamentos de marihuana y cocaína venidos de los países que
quedaban en los llanos orientales y en la selva amazónica, la mayoría. Si era lo primero,
se fumaba un par de porros y si era lo segundo, sacaba la cuchilla del bolsillo de su
camisa, picaba un par de líneas en una mesa o en el piso de ser necesario y se las metía
sin agüero. Cuando encontraba dinero repartía, al milímetro, entre sus hombres una
generosa porción; inclusive, si eran dólares, él mismo los cambiaba en el mercado
negro, porque podía parecerle bastante extraño, a los particulares, encontrar filas de
soldados uniformados cambiando billetes foráneos en los bancos estatales o en las
ventanillas de cambio de divisas de los hoteles o del Aeropuerto Internacional Jorge
Beltrán. En cuanto a la droga, la escondía toda, igual que el resto del dinero, porque ese
guardado representaba el grandísimo poder de negociación que tuvo, a lo largo de un
poco más de treinta años, con los grupos subversivos de la región. A veces, confiscaba
cargas completas de cacatúas, micos, culebras y otras clases de animales salvajes
que, por no complicarse la vida, dejaba sueltos en el Jardín Botánico, sencillamente
porque nunca entendió el valor que podían tener esas especies que consideraba tan
poco atractivas de la fauna selvática. Una vez se quedó con un par de jaguares recién
nacidos y se los regaló a sus hijas, crecieron demasiado pero eran tan bellos que
insistió en tenerlos, sin importar que se triplicara el presupuesto de la carnicería y que a
veces encontrara a sus hijas rasguñadas por las fieras. Cuando se enteró de que no
eran macho y hembra, como había pensado, se los cambió a Atanasio González
Barbosa, el Sangrón, por un revólver con la cacha de oro y se evitó el desencanto de ver
dos gatas montunas lamiéndose como si fueran pareja. Mi General Padrenuestro no se
chocaba con las relaciones homosexuales y menos con las melcochudas –como le
decía a las putas a las que les pagaba para que se dieran güevo, si se me permite decir,
entre ellas– sino que no le pareció apropiado que sus hijas, en pleno crecimiento,
presenciaran tal espectáculo, por eso, al día siguiente, les regaló un labrador negro que
parecía enrazado con burro y que de todas maneras se mariconeó, pero por lo menos le
colgaba lo que le tenía que colgar. Mucho tiempo después, a sus hijas –ya crecidas– les
regaló una pesebrera con caballos traídos de las pampas de Río Grande del Sur, todos
machos, pero esa es otra historia que espero acordarme de contar, más adelante.

Por otro lado, los recursos naturales se volvieron uno de los bienes más valiosos que
podía tener una nación y aunque a mi General Padrenuestro le costó trabajo
entenderlo, las naciones industrializadas estaban dando pasos agigantados para

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proteger la diversidad de los ecosistemas. “Sólo les falta legalizar el aire” exclamó,
durante una recepción en la Cancillería y los embajadores, de dichos países, lo
alertaron, con explicaciones demasiado elaboradas, sobre la contaminación que
expiden los vehículos en las ciudades, las basuras que se demoran más de quinientos
años en biodegradarse, la reducción de la capa de ozono y la chatarra que se estanca
en la órbita geoestacionaria, entre otras. Cuando le vieron la cara de fastidio por tener
que escuchar temas que poco o nada le interesaban, lo dejaron tranquilo; pero le bastó
que una profesora de la Universidad Nacional de Cundinamarca “con el sexo como un
zapote y tetas de papayuela” según él mismo destacó, se tomara el trabajo de darle
suficientes explicaciones, durante los interregnos de los varios polvos vespertinos que
se echaban entre semana, para entender que el ecosistema paramuno, en el que mi
General Padrenuestro creció y vivió, desde su nacimiento, era de los más escasos,
ricos y particulares de la Tierra. A esa alegría desbordante por lo suyo, por sus raíces,
se le debe la conocida Ley del Frailejón que estipula que cualquier tierra inexplotada de
más de una fanegada, obligatoriamente debe ser plantada de frailejón y que la
distancia entre una mata y otra no puede exceder, por ningún motivo, los cinco metros.
Sin una utilidad realmente comprobada a nivel científico, con la planta se empezaron a
comercializar productos medicinales: ungüentos para la hinchazón y jarabes para la
tos, principalmente, además de encontrarle muchos otros usos a su fibra, por ejemplo,
en la fabricación de artesanías y para amarrar la guadua en la construcción de
invernaderos y casas de bajo costo. De tal manera, la flor amarilla del frailejón, parecida
a un pequeño girasol, se convirtió en uno de nuestros símbolos patrios más
reconocidos.

Tal capricho rindió sus frutos una década después, cuando la Organización de las
Naciones Unidas, en una de sus resoluciones más impopulares pero emanada de la
entraña de los países y grupos económicos más fuertes del mundo, declaró –palabras
más palabras menos– que: “Los recursos naturales son de quien los explota” o sea de
los que tienen la plata y la tecnología para hacerlo. Tal revuelo no tuvo precedentes, los
países pobres pero ricos en biodiversidad terminaron casi que entregando sus
territorios –firmando concesiones de dudosa juridicidad, casi incomprensibles– por el
espejismo de una riqueza y bienestar inmediatos. Lo arbitrario del asunto resultaron ser
las famosas “intervenciones técnicas” de organismos internacionales creados para el
efecto, que husmearon todos los rincones del planeta en busca de territorios dejados a
la deriva por sus titulares; obviamente que nunca se supo que hubieran metido las
narices en Estados Unidos, Arabia Saudita, China, Inglaterra, Francia, Alemania,

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Rusia, Japón o Canadá. Cuando vinieron a Cundinamarca, vieron que lo que no era
ganadería vacuna, papa, flores de exportación, cebolla, perejil o remolacha, estaba
poblado de frailejón y hasta que no les explicaron que la mata fue referenciada por
Humboldt y Bonpland en los primeros años del siglo XIX y comprobaron que se trataba
de un recurso con muchas utilidades, no estuvieron tranquilos. Examinaron el
subsuelo, los lechos fluviales, los fondos de las lagunas y por fortuna, nada encontraron
para ofrecer a los postores multinacionales, como sí hicieron en países como el
Vichada con explotaciones de coltán, en El Tuparro y en la República de Santander con
gran parte del Valle del Zulia y el Catatumbo, donde se encontraron nuevos yacimientos
de petróleo, por nombrar sólo un par de casos en la región. Lo más oprobioso fue que a
ocho países hermanos los desposeyeron “temporalmente” de ambas riberas del Río
Amazonas, con el pretexto de tenerlas en completo abandono y se las entregaron a un
consorcio de explotación árabe-alemán-japonés. Lo único más grave hubiera sido que
dicha licitación la hubieran ganado los gringos, quienes ya tenían control sobre casi la
totalidad de la costa Caribe y hubieran quedado rodeándonos por casi todos los
flancos, como apretándole la yugular a Suramérica. Los cundinamarqueses
acompañamos a los países cercanos en su duelo e íbamos a prestarles apoyo jurídico
en sus enfrentamientos ante las cortes internacionales, hasta que nos dimos cuenta de
que tal fenómeno produjo un boom en nuestra finca raíz, en ocupación hotelera y en
otros bienes de consumo, pues los extranjeros, a cargo de explotar el río y la selva,
consideraron que no existía mejor vividero que Bogotá –nuestra ciudad capital– para
asentar a sus familias y para venir, ellos mismos, uno que otro fin de semana y los días
de asueto. Mi General Padrenuestro no quiso pasar por la vergüenza de negarle, a
nuestros vecinos afectados, lo prometido, por lo que mandó al Presidente de la
República a excusarse, en persona, ante cada una de las delegaciones e invitó a sus
homólogos a una cumbre para que discutieran temas –más light– de turismo y
patrimonio inmaterial, por ejemplo y olvidaran el asunto.

Bogotá se volvió, entonces, una especie de Samarkanda; de “Sodoma y Gomorra,


querrá decir Lugarte” hubiera dicho mi General Padrenuestro, porque en la carrera
quince se multiplicaron los burdeles y los metederos donde se mezclaban el karaoke, la
danza del vientre, la cocaína, la cerveza del barril y los coffee shops. Se vieron luces de
neón emulando cimitarras ninjas y los puestos de empanadas típicas y de pipián, en las
aceras, ofrecían también, sushi, quipes y arepas con chorizo y sauerkraut. Del otro lado
de la ciudad, en la Avenida Primero de Mayo, se llevaba a cabo una rumba mucho más
pesada con los egipcios y eritreos que vinieron a hacer el trabajo de carga propio de los

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puertos fluviales. Los llamaban “la gente verde” por la particular mezcla de su piel entre
morena y cetrina. Llegaban los jueves por la noche, a veces desde Manaos y se iban el
domingo por la mañana, en aviones Hércules de los originales –reparados hasta la
saciedad– donde no cabían todos sentados pero se acomodaban en el piso y en los
baños. El acceso a la cabina de mando estaba blindado –como, en la actualidad, los
buses y las busetas de nuestra ciudad– no había ningún tipo de servicio de comidas o
azafatas y el olor a semen, vómito y bazuco era impenetrable. Viajaban sólo hombres y
al igual como, a veces, metían prostitutas de contrabando que se rotaban entre todos,
también metían hombres –chocoanos y guajiros, ilegales en nuestro país, la mayoría y
menores de edad algunos– que terminaban con el recto y el bajo vientre destrozados
por la violencia con que los penetraban. Las organizaciones internacionales de
derechos humanos se hacían los de la vista gorda porque esas delimitadas “áreas de
explotación” de recursos naturales aplicaban una normatividad por la que no
respondían las leyes de los países concesionarios, ni las de los países soberanos.
Además, esos vuelos no entraban en los itinerarios oficiales de ninguna aerolínea ni en
los de la fuerza aérea de ningún país; eran –como los que transportan droga– un
mugre, apenas, en las pantallas de los radares de las torres de control estatales.

Costó trabajo darse cuenta, pero nuestras fronteras resultaron ser todas de países
regalados a la gloria del imperio norteamericano, salvo Tabatinga, nación donde aún se
habla portugués como lengua oficial y único territorio brasilero que quedó más arriba de
la línea ecuatorial, después del descalabro de tan inmenso país. Constituye, con el
Vichada, nuestra salida al Amazonas y sus habitantes son amables y serviciales pero
feroces con sus enemigos. Era bueno, entonces, tenerlos de amigos y aliados en
cuanta estrategia se le ocurrió a mi General Padrenuestro para alejarnos y depender lo
menos posible de los Estados Unidos. De esa complicidad nació el G2, grupo de alianza
geo-político-militar, que se reunía a cada rato para compartir información y analizar el
avance o retroceso, de las operaciones secretas y los movimientos de la DBA, la CIA y la
más peligrosa de las tres: la SUSIE –con nombre de mujer fatal de esas que te enamoran
para estrangularte mientras duermes o se echan veneno en el clítoris mientras te piden
que las masturbes con la boca– (South American Ultra Secret Infiltration Endeavour,
por sus siglas en inglés). Al principio se llevaban a la mesa de discusión sólo un puñado
de buenas intenciones pero con el tiempo el grupo se convirtió en adalid de la
estabilidad del hemisferio. El G2 contaba, además, con la asesoría y poder motivador
de los exilados allendistas que salieron corriendo de Chile en la época de Pinochet y los
peronistas que cambiaron la intransigencia militar en la Argentina por el aire

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democrático de nuestras sabanas.

Cundinamarca se hubiera podido convertir en un reducto socialista, espinoso y


maltratador del capitalismo, pero nunca fue esa la idea. Lo que hicimos fue utilizar el
arma más poderosa que tiene la diplomacia internacional: la hipocresía, en nuestro
afán por construir un país sin ataduras, que se bastara por sí mismo, como éramos,
contados con los dedos de la mano, al sur del Canal de Panamá. Sin embargo, para
despistar, después de cada cumbre, el G2 se declaraba antisemita, anticomunista,
antinuclear, protector de la ballena azul, odiador de las secuelas de la talidomida,
batallador contra el flagelo del machismo o cualquier otra cosa, con tal de no revelar
nuestros verdaderos intereses. Ahora bien, lo que yacía realmente, bajo la superficie,
fue toda la mierda que comimos cuando Estados Unidos –apoyado por las Naciones
Unidas, por supuesto– descubrió que el frailejón no servía para nada; dejó de
comprarnos papa, flores y uchuva y con su sonrisa diente de oro, decidió prestarnos
plata a cambio de imperceptibles privilegios que con el tiempo se convirtieron en
intromisiones de grueso calibre. Mi General Padrenuestro estuvo entre quienes
recibieron al Presidente John F. Kennedy cuando vino a Bogotá para inaugurar un
barrio de recuperación social. Me contó que, cuando le dio la mano, sintió su
desganado apretón y miró sus ojos azules diáfanos y bondadosos de niño consentido,
exclamó para sí mismo: “¡Éste es mucho mariquetas!”

Existen dos tipos de soldados, los que se bañan de frente a la ducha y los que se bañan
de espaldas a la ducha. Los primeros, somos, por lo general, más blancos, más
lampiños y bastante menos extrovertidos y eso por no decir que el aparato testicular se
nos encoje con el agua como chicharrones en manteca. Los segundos creen que lo que
les cuelga en la entrepierna compensa por cualquier otra falencia, por eso tienden a no
esforzarse en las labores que no están directamente relacionadas con su estatus de
macho cabrío. Se trata de una generalidad sin mucho fundamento, pero concuerda con
lo que fue mi entrenamiento militar el cual, si no es por mi habilidad para hilar una frase
con la siguiente, hubiera podido volverse un infierno de proporciones apocalípticas,
además porque lo mío, lo seguro, lo que hubiera hecho todo más fácil, era la abogacía,
pero por despecho me presenté para prestar el servicio militar, como voluntario, en el
Comando Manuel Antonio Clavijo, una semana después de haber terminado mi
bachillerato.

¿Cómo me explico? El amor fue lo único que justificó mi juventud, lo único bueno, lo

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único que le hizo suficiente contrapeso a la malparidez de mi padre y a la falta de interés
de mi madre por cultivar, así fuera, la más mínima amabilidad filial. En mi casa la
comunicación era a los gritos y bajo amenaza. Ni mi hermana mayor –que un día se fue
para la India y desapareció del mapa– ni la muchacha del servicio doméstico, ni el
chofer, ni el jardinero, ni yo, ni nadie era lo suficientemente merecedor de pertenecer o
servir a una familia de tan ilustre abolengo, que tampoco era tanto. Descendemos del
fundador de San Pedro de Guajaray, un español del cual sólo hace referencia el libro:
Pormenores de la historia de Cundinamarca, escrito por Rudexindo Machado, prelado
de la Sociedad de Jesús, en el cual se relata cómo después de encontrar un caserío de
indios alfareros, quemar sus chozas, sacarle los ojos a su cacique delante de la
comunidad y violar a las mujeres sin importar su edad, el oficial de artillería a cargo, de
apellidos Molano De Berdugo y Atuesta, fundó la ciudad. O sea, desenfundó la espada
en el primer promontorio que encontró, dijo algo así como: ”Bajo este filo cordobés, a
nombre de sus majestades de Aragón y Castilla, para la gloria de nuestro reino devoto y
casto, con el nombre de San Pedro de Guajaray bautizo esta tierra, hasta donde llegan
mis ojos (…)” y acto seguido, se bajó los pantalones, se acuclilló y a la vista de
dieciocho españoles y ciento sesenta indios expulsó de sus sonoros intestinos un bollo
de mierda rozagante y magnífico alrededor del cual, dos años más tarde, ya existía una
plaza delineada, una iglesia en construcción y una encomienda –otorgada al más
enjundioso de mis antepasados– dedicada a la fabricación de panela y un par de siglos
más tarde, a la hilandería.

Mi padre conocía el texto y creo que, sólo por eso, basó el sentido de su vida –si le
podemos llamar: filosofía– en contra de los postulados jesuitas. Sumado a esto, se
propuso –sin mover un dedo, al respecto– hacer él mismo las pesquisas del caso para
resarcir el honor de nuestras raíces –muy bien abonadas, por cierto– y a escribir un libro
sobre “la nobleza” europea que vino a parar a estas tierras tan verdes-blancas-
brillantes-montañosas como las postales de los cantones helvéticos que usaba para
marcar las páginas de los libros y que las ponía, de vez en cuando y aleatoriamente,
para que creyéramos que los había leído. Mi padre –lo vengo a dilucidar ahora– nunca
hubiera hecho algo que significara desarrollar una acción del pensamiento, pues era
más bien proclive a la brutalidad, a lograr que sus subalternos –incluidos sus hijos–
hiciéramos su voluntad por el simple temor a las graves inflexiones de su voz. Era
notario, se apoltronaba todo el día detrás de un escritorio a firmar escrituras y
autenticaciones; el resto del día lo dedicaba a las más rebuscadas formas de
procrastinación y entrada la tarde, invitaba a alguno de sus amigos del club para mirarle

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el culo a las secretarias; las hacían salir, las hacían entrar, las hacían recoger
documentos que se caían al piso, las hacían sonrojar con comentarios subidos de tono
y lo peor, las hacían reverenciar la fortuna de ser presas de la atención de personas tan
inalcanzables en la escala social. Digo “secretarias” en plural, porque aunque nunca
tuvo más de una a la vez, fueron muchísimas. Mi mamá descubriría –demasiado tarde
tal vez– que tuvo hijos con dos de ellas, que todas fueron abusadas sexualmente, que
muchas lo demandaron ante las instancias penales, que hubo esposos que lo cogieron
a golpes y en general, que las razones de su desgracia fueron siempre esas “chaticas”
–como les decía– que, por una paga miserable, tuvieron que sufrir su presión indebida,
al tiempo que se calificaba a sí mismo como “gente de la más absoluta decencia e
impecable virtud”. Con las muchachas internas que en la casa se dedicaban a la
limpieza, a la cocina y a servir a la mesa, era más precavido pero terminó violando a una
de ellas, menor de edad, en mi presencia.

Mariela era de por los lados de Soacha, de rasgos finos y pecas grandes. Una mañana
entró a mi baño, con un uniforme rosado y delantal blanco. Me quedé sin agua en la
mitad de la ducha y ella me subió una olla de agua calentada en la estufa, la puso sobre
la tapa del inodoro y con cuidado, le colgó en las agarraderas de metal una toallita y se
me acercó para alcanzarme una totuma. Yo estaba desnudo pero me tapaba con la
cortina plástica y floreada de la tina. La espuma del shampoo me hacía ver como una
esponja humana y ella se río, al verme, tapándose la boca y agachando la cabeza,
reprimiendo la alegría como si las reacciones espontáneas hubieran sido erradicadas
de nuestro ínfimo universo. Le iba a pedir que me alcanzara unos copitos de algodón
pero entró mi padre, pelando sus fauces y mirándola con urgente deseo; con un brazo
la levantó de la cintura y con la mano contraria le quitó los zapatos, le sacó las medias y
los calzones –recuerdo los muslos, de aquella muchacha indefensa, blancos y suaves–
después fue que él me vio. Si me hubiera visto antes o su arrebato no hubiera sido tan
violento, de pronto el hecho hubiera sido menos comprometedor –excusable al menos–
pero el felino quedó al descubierto frente a una gacela separada de la manada; titubeó;
me arrancó la cortina y se quedó viendo mi pipicito impúber e insignificante “¿y esa
cosita sí escupe algo cuando se hace la paja?” me preguntó y notó por mi total
desconcierto que yo no sabía de qué me estaba hablando. Me eché a llorar. Mi padre la
obligó a arrodillarse y a sacarle, de entre la bragueta, una tripa que más parecía una
morcilla mal amarrada en la punta, mientras se la metía a la fuerza entre su boquita de
breva endulzada; mirándome, extrañado de que mi vergüenza no se convirtiera en
orgullo, le repitió como tres veces: “¿Con cuál te quedas, puta, con el ternerito o con el

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toro?” Medio desmayada, desgonzada entre sus grandes manos, la tomó por detrás,
mientras me gritaba: “Aprenda de su padre, que sí es un verdadero hombre. Mire para
lo que sirven las mujeres; no espere nada más de ellas, todas son unas perras
regaladas”. Supe –demasiado tiempo después, también– que mi madre escuchó lo
sucedido detrás de la puerta que daba al cuarto de la televisión. Se divorció. Ese mismo
día salió de la casa, con un neceser en una mano y mi hermana, agarrada de la otra. No
sé si ella pensó que yo –pobrecito– ya no tenía escapatoria o que crecería a imagen y
semejanza del bárbaro que le tocó por esposo. No sé. El caso es que nunca volvió por
mí; me dejó al desamparo de alguien por quien yo no sentía sino odio y repulsión: el
autor de mi vergüenza. Un psiquiatra me diría –para bien o para mal– que, por lo
menos, la vergüenza es corregible, pero que el miedo de esa tarde, así como el miedo
de otros recuerdos, olvidados o menos presentes, crecen, en una sumatoria
exponencial que los vuelve paralizantes. Veía a mi hermana en el colegio, a través de
una reja, porque aunque era un instituto de enseñanza mixta, los recreos nos
separaban, considerando –tal vez– que cualquier cosa era normal compartirlo con las
mujeres, menos el ocio.

Mi padre me distanció física, moral y psicológicamente de las mujeres. Entrada la


adolescencia era evidente –para mí– que él no me consideraba, para nada, como
poseedor de las cualidades que me dieran el mérito de ser su hijo. Me daba pena ser yo
mismo, evitaba los espejos, reprimí mis impulsos sexuales y cuando me masturbaba lo
hacía con una inmensa culpabilidad y asco. Vivir con mi padre era desconocer, por
completo, la felicidad. Bastaba mi carita color porcelana, mi escasez de pelo hasta en
los orificios de la nariz, mis maneras tímidas y asustadizas y mi voz de soprano, para
provocar en él una indignación que le era insoportable. Llegué a identificarme con
Tadzio el niño de una divina mocedad, protagonista pasivo de las fantasías
homosexuales de Gustav von Aschenbach en la película: Muerte en Venecia, de
Luchino Visconti, basada en el libro homónimo de Thomas Mann. Hasta ese triste límite
llegaba mi inconformidad conmigo mismo. Trataba de provocar nuevas sensaciones en
mi piel y erecciones pensando en el actor Dirk Bogarde hablando con Tadzio –lo que no
sucede en la película– y desnudándolo con la respiración entrecortada mientras yo
imaginaba ser ese cuerpo virgen y asexuado, con su mismo penecito rosado y dócil,
jugando en la playa sin ropa, para que él me viera, a la vista de un puñado de bañistas,
hombres y mujeres para los que pasaba desapercibido mi cuerpo infantil y más grave
aún, mi acto de rebeldía. Lo escribo así, porque de mis distracciones entre los estantes
de las librerías, recuerdo un título que decía, precisamente, eso: “La homosexualidad

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como acto de rebeldía”. Nunca lo compré pero el sólo concepto –en esa época aciaga
de mi vida– se me hubiera podido acomodar.

Yo era un niño lindo y eso le gusta a las mujeres, pero al sentir el ardor de la carne que
se despierta como si uno estuviera en el centro mismo de una licuadora universal, yo no
me reconocía a mí mismo a través de mi sexualidad, sino a través de mi actitud sumisa,
ante los otros, que manifestaba tratando de agradarle a cualquier persona mayor que
no fuera mi padre. Estaba tan jodido que muchas veces pensé que hacía esfuerzos
absurdos por negar una recóndita homosexualidad y que reconocerla podía ser la
salida a todos mis males. Mi padre me daría rejo con la hebilla del cinturón, me rompería
la crisma. Mis amigos empezarían a llamarme maricón-cacorro-adorapitos, de frente y
a mis espaldas y se alejarían ante la imposibilidad de manejar el asunto. Para muchos
de ellos, imaginar que pudiera haber preferencias sexuales distintas a las de papito y
mamita, entre sus conocidos, era impensable; hubieran preferido que fuera leproso o
retardado mental. De igual forma, ya vivía arrodillado frente al despotismo de mi padre
¡qué más daba, poner ambas manos en el piso y mariconearme de una vez, en cuatro y
con el culo al aire!; volverme peluquero o mejor, diplomático. Esos eran los
pensamientos que rondaban mi cabeza, cuando cruzó una estrella fugaz cerca de mi
constelación lejana y desconocida –perdón la lobería, pero es que el amor le da una
inusitada trascendencia a los lugares comunes–. Oí su voz, primero y para cuando subí
la vista y me quedé instalado en el color pacífico de sus ojos azules, ya estaba
perdidamente enamorado de ella. Lo noté al instante, porque lo primero que pensé fue:
salir corriendo y no volver a salir nunca de mi cuarto. Desde ese día, pese a erradicar,
con convicción, mi inventada homosexualidad, me vi de frente a un problema mayor:
me gustaban las mujeres pero me sentía inadecuado en presencia de ellas.

Para los sardinos, los que aún estábamos en el colegio, había una discoteca juvenil que
funcionaba los viernes y los sábados por la tarde. Era bastante iluminada y sólo servían
ron con Coca Cola “dame un beso Lola” como decía la canción de Julio Iglesias. Se
bailaba disco y los muchachos nos queríamos parecer a John Travolta: pantalones bota
campana, zapato de tacón volado y punta bom bom bum, cintura descaderada,
pulseras de pelo de elefante, relojes de correa de cuero grueso y colgandejos de hueso
o imitación marfil. Se escuchaba la música de los Bee Gees y Donna Summer y al fondo
del establecimiento había máquinas de juegos, las más novedosas eran Pac Man y
Space Invaders. No estaba permitido jugar dos veces seguidas, el que perdía tenía que
volver a hacer la fila y en ese vaivén irregular podíamos pasar, horas enteras, quienes

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no bailábamos ni nos acercábamos a las niñas. Esa área de maquinitas, con mala
ventilación y adyacente a los baños era, además, un terreno neutral, sin tanto ruido,
donde se podía conversar y dejar las diferencias con estudiantes de otros colegios,
sobre todo las deportivas: el basquetbol, el voleibol femenino y el atletismo eran el
motivo máximo de enfrentamiento entre nosotros y aunque las rivalidades quedaban
en las canchas y en las pistas, de vez en cuando se producían peleas desagradables en
la calle, en las que abundaban las palabrerías y escaseaban los golpes. Nada pasaba a
mayores, pues éramos unos jóvenes criados parecido en un área geográfica bastante
cerrada e independientemente de que estudiáramos en inglés, francés, alemán o
italiano, aprendíamos lo mismo y nos preparábamos para llevar una vida similar dentro
de unos parámetros amplios de bienestar, honestidad y tolerancia. Asumíamos que los
jóvenes en el resto del país vivían, si no con las mismas comodidades, por lo menos, sí,
en un mismo ambiente de tranquilidad. La guerrilla era cosa de unos poquísimos
grupos en el monte y sus actos pasaban desapercibidos; la delincuencia, dentro de
nuestra burbuja de hijos de papi, era casi imperceptible: raponeros a la salida del cine y
un par de secuestros que tuvieron, en su momento, la necesaria cobertura mediática;
no recuerdo mucho más. En mi caso, el amor por Floriana me sumió en una felicidad
pura e inacabable, pero, lo que quiero decir es que nadie, de mi generación, gozaba de
la suficiente visión de la realidad para notar que estábamos parados en un barril de
pólvora, que comprometería la estabilidad política y social de Cundinamarca y que,
para completar, la mecha llevaba un buen tiempo encendida. Ciego de amor, dejé de
ver a mi padre como una amenaza sustancial pues sus problemas lo enfermaron del
alma y después, como siempre sucede, del cuerpo.

Yo era El Principito de Antoine de Saint-Exupéry, Floriana era mi planeta y mi única


preocupación era la de cuidar su flor. El romance comenzó en la discoteca –que les
cuento– de los viernes y de los sábados por la tarde. Mi vida estaba regida por la
necesidad imperiosa de depositar mi reserva inacabable de espermatozoides entre el
sexo opuesto, lo que no parecía un logro imposible pues existía una vagina por cada
mujer y ellas estaban por todos lados. Aquellas, objeto de mi afecto, eran inalcanzables
–por no decir que no sabían de mi existencia– y las demás preferían acostarse con un
pordiosero minusválido antes que conmigo. Siguiendo esa lógica yo estaba destinado
a perder la virginidad en un puteadero de la carrera quince, borracho, con una mujer
venida de Melgar o Girardot, peluda y probablemente mueca. Pero sucedió algo que
prueba la existencia de Dios: una niña se acercó a pedirme un cigarrillo y se sentó a
fumárselo, a mi lado. En vista de que yo no hablaba y la miraba como una aparición

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milagrosa, ella habló primero: “Estoy en la clase de tu hermana”; “o sea que, también, te
gradúas en tres meses” le respondí a los gritos, pues la música invadía el espacio. “Sí,
también” gritó, se levantó, me despeinó un poquito con la mano, como a un peluche y
acercándose a mi oído, dijo su nombre: “Soy Floriana” y salió corriendo. Mientras se
alejaba me acuerdo que le respondí: “Tienes nombre de telenovela” y me alegré de
haber tenido una respuesta divertida y coherente. Escuché que me decían “¿hablando
sólo?” y al voltearme volví a escuchar “lo veo mal, güevón” era el Chicho Gaviria; se
sentó y sacó un cigarrillo de mi cajetilla sin pedir permiso, era inútil contarle que hablaba
con Floriana, nunca me creería. Ramiro Solórzano también se acercó a robarme un
Marlboro rojo, no fumábamos otra cosa, la misma marca que fumaba Floriana
–supongo– porque era los que, en mis renovados sueños, ella le ofrecía a Tadzio en
una playa de Venecia, usando esos vestidos de baño con tirantas, de principios del
siglo XX, mientras lo abrazaba con todas las fuerzas de su corazón.

Mi padre enfermo era como un cocodrilo sin dientes. Nunca se volvió a casar por eso lo
cuidaba mi tía Rosalba, quien se instaló en el cuarto que era de mi hermana. Ella salía
del baño sin toalla, cosa que me molestaba mucho, pues su monte de venus barbudo y
sus tetas perpendiculares al suelo no es lo primero que uno quiere ver antes del
desayuno. Sin embargo, era una buena mujer; conversadora en extremo, mi padre le
confiaba sus asuntos y con razón pues, además de tener esa extraña habilidad de
sacarle a uno hasta el último secreto, era una mujer “fiel a nuestro apellido” –según
palabras del tío Gabriel– y dedicada a cuidar de los necesitados. Le gustaba alargar las
sobremesas y poner temas comunes con el ánimo de romper ese muro de contención
que existía entre mi padre y yo. No logró nada, salvo que, por mi parte, la relación con
Floriana salió a flote y lejos de vulnerarme, sus palabras –su retroalimentación, como
dicen los académicos– fueron cruciales para mi vida. Llevó a la casa libros de la
Biblioteca Nacional con fotos de estatuas griegas, sólo para mostrarme que mi figura
era un ideal de hombre, de proporciones perfectas, desde los orígenes del
pensamiento estético. Me hizo dar cuenta de que yo era muy parecido a algunos
actores de Hollywood que salían en las fotografías con las mujeres más hermosas del
planeta. Me llevó de compras, me cambió el peinado, me obligó a caminar derecho y a
hablar echando el aire para afuera. “Es que, no es que tengas voz suave sino que lo que
dices se te queda en la garganta; tienes que hablar hacia afuera, con fuerza” me decía y
advertí que los galanes de las telenovelas hablaban como decía la tía Rosalba y sin
duda, ese era un factor que potenciaba su atractivo.

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Mi padre fue internado en el hospital y diagnosticado con un cáncer de pulmón
inoperable. Le daban un par de meses de vida, pero la sola noticia lo desmejoró a tal
grado que las defensas, por el piso, no pudieron defenderlo de una infección sistémica
que fue la que, finalmente, lo mató en diez días. Debe ser difícil entrar a un hospital con
la esperanza de mejorarse y no salir de ahí nunca; salir derecho a la morgue sin tener
tiempo de recoger los pasos: despedirse, comer helado, “pegarse una masturbada de
puta madre” como diría un compañero suyo de la Escuela de Leyes de Madrid, quien
vino para el entierro; o pedir las disculpas que nunca se pidieron y que son importantes,
como dice Borges, para el ofensor y que poco o nada tienen que ver con el ofendido. Su
agonía en el hospital la recuerdo como una de las épocas más felices de mi vida. Toda la
familia y los amigos reunidos y la oportunidad –que nunca se volvería a dar– de
identificar a las personas que, por su cercanía y afecto incondicional, hubiera sido
válido cultivar. Volví a ver a mi hermana, hermosa y vital, consciente de que le tocó un
padre deshumanizado –así me lo expresó: “Deshumanizado”–. Tal vez porque le podía
pesar en el futuro, lo visitó todos los días, siempre en presencia de la tía Rosalba.
Conmigo entraba, pero sólo cuando estaba dormido y lo miraba, de forma escrutadora,
como tratando de encontrarle algún rasgo de bondad o arrepentimiento. Infructuoso
ejercicio, porque murió con la misma cara de bravo y amargado con la que había vivido.
Los dos estábamos ahí. El padre Nicanor Candamil le puso los santos óleos por la
mañana y no volvió a abrir los ojos, se dejó llevar por la cadencia de sus resoplidos de
fumador empedernido y en una especie de suspiro interrumpido: murió. Mi hermana me
apretó ligeramente la mano y eso fue todo. Salimos del cuarto sin apreciar –en nosotros
mismos– sentimiento alguno de congoja; es más, mi hermana sonrió y me comentó con
sus ojos iluminados: “A Floriana le parece que tú eres muy lindo”. No lo podía creer “¿de
veras?” le dije sorprendido y pregunté: “Espera, ¿cómo lo dijo: es un niño muy lindo o es
un hombre muy lindo?”, “ninguna de las dos, bobo” respondió, con extrañeza y sintió la
necesidad de complementar: “Pero ¿por qué iba a decir niño? Madura, hermanito;
acuérdate que, ahora, eres el hombre de la familia”.

Si era tan amiga de mi hermana, Floriana debía llegar al entierro, pero no la vi antes de
entrar a la misa en la Iglesia Patriarcal del Santo Sepulcro. Me sentía con la mano
lastimada porque me tocó cargar el ataúd, con otros siete conocidos que se quejaron de
lo pesado que estaba el cuerpo; “¡a buena hora vino a pesarle la conciencia!” exclamó
alguno de ellos. Mi hermana lloraba, se conmocionó a última hora y en ese estado me
daba pena preguntarle por Floriana, hubiera podido pensar que yo también me estaba
deshumanizando y todo lo contrario, nunca me había sentido tan conectado a los

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demás, a sus condolencias y abrazos, a sus palabras de aliento, a sus expresiones de
cariño y a las manifestaciones de auténtica preocupación por mi futuro. “Lo que se le
ofrezca, mijo, me llama”, “las puertas de mi casa estarán siempre abiertas para ti, no se
te olvide” me decían, entre muchas otras frases parecidas y que, curiosamente, me
hacían sentir cierto desamparo. Atravesamos media ciudad detrás de la carroza
fúnebre y empezó a llover cuando nos bajamos en una de las alas occidentales de
Prados de la Eternidad. Debajo del paraguas mi tía Rosalba, mi hermana y yo, no
supimos cómo acomodarnos, por lo que decidí mojarme; no me importaba y le daba
cierto digno dramatismo a la ocasión. Me concentré en las gotas de lluvia que me caían
en el pelo y en la cara, pero alguien me tomó de la mano y me hizo correr por debajo de
los árboles, era Floriana que al tiempo me saludaba “hola lindo”; no dijo nada más;
debía saber, sin duda, que no era mucho lo que yo sentía la muerte de mi padre. Debajo
de una carpa grande, el ataúd estaba puesto sobre las cuerdas que lo bajarían al nivel
de los demás muertos. Había una sola silla libre y mi hermana me hizo señas para que
me sentara. Esa no era una posibilidad: Floriana me rodeó, tomó prestada mi bufanda
blanca, la puso sobre sus hombros y en cámara lenta, le pasé el brazo por la cintura. Mi
hermana entendió con una sonrisa y dejó que retiraran la silla a un costado; un puesto
libre –supongo– no se vería bien en las fotografías ¿quién sabe?

Mi madre volvió a la casa pero mi alegría fue bastante pasajera. Descubrí que no era
una persona muy equilibrada, tampoco y que mi hermana le alcahueteaba sus
caprichos: cambió los pisos, las alfombras, los enchapes, las cortinas, la tapicería, la
pintura, la fórmica de la cocina, los cubiertos, los manteles, los electrodomésticos, los
azulejos, las matas del jardín, el carro y cuando supo que las deudas de mi padre no
estaban aseguradas –en esa época no era obligatorio hacerlo para recibir préstamos–
devolvió lo que pudo, con rabia. Despidió al chofer, a la interna, pagó las deudas y
vendió la casa. Nos fuimos a vivir al apartamento del novio; supuse que era temporal,
pero ella parecía muy amañada con él, pese a que era un indolente desocupado que se
la pasaba en calzoncillos, que le levantaba la voz y cuya mitomanía estaba fuera de
borda. Mi hermana era un encanto pero se volvió pendenciera; recién graduada del
colegio compraron con unos amigos una miniteca y con esa excusa, se la pasaba de
rumba y en estado de dudosa euforia. Lo único vivible era mi relación con Floriana, sus
pezones como dulces, su chochita húmeda de jardín japonés y la manera de reconocer
con su lengua los rincones más condimentados de mi cuerpo. Le gustaba pintarse
caritas felices con mi semen, en su vientre y dejárselo ahí y esperar a que se secara y
con babas volverlo a mojar y limpiarse con los calzones y ponérselos y en lo posible, no

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lavarlos nunca. “Si alguna vez me dejas” decía “ahí me quedan esos calzones para
usarte todos los días”, “y además” reiteraba divertida “los puedo exprimir, un día y
hacerme una inseminación artificial”. Pero ella fue la que me dejó a mí. Pasamos un año
y medio –el mejor de mi vida– el uno entre el otro, viviendo ambos de ese amor
primerizo y auténtico. Diez días antes de mi graduación, después del sorteo para
definir, de los estudiantes de sexto de bachillerato, quiénes salíamos aptos para prestar
el servicio militar, la llevé al aeropuerto; en la sala de embarque se echó a llorar y me dijo
que me amaba, que me amaba mucho y que no podría mirarse al espejo si me mentía:
“Fui criada para casarme con un hombre rico, muy rico” y salió corriendo. Se perdió en
esos túneles de los aviones que son como portales hacia otras galaxias; llevaba el
mismo vestido azul cobrizo con el que la conocí. Llegué a mi casa arrastrando el alma,
mi madre me informó con su adusta voz, su pinta de Cruela Deville y un telegrama en la
mano, que me esperaban, en tres semanas, a las siete en punto de la mañana, en el
patio general de la Escuela Manuel Antonio Clavijo para empezar mi entrenamiento
militar. Nada me pareció más coherente, en ese instante, con mi vida de mierda y
–pensé– era un alivio, por lo menos, no tener que lidiar con la drogadicción de mi
hermana, los desenfrenos de mi madre y los calzoncillos amarillentos de ese pedazo de
imbécil al que ella llamaba con un dejo hilarante y afrancesado: mon concubin.

No dejo de escribir; me da miedo parar, así sea por unas horas y que el olvido gane así
sea una pizca de terreno. Blas me visita una vez a la semana, los lunes o martes por la
mañana, revisa las puertas y las ventanas, limpia las armas que escondió en diversos
sitios de mi apartamentico y se asegura de que yo recuerde el puesto en que está cada
una. Hace café para los dos y yo lo actualizo sobre los avances de la biografía. Ayer, le
conté sobre Floriana y disfrutó la historia –a su manera– con ese gruñido como de
eslabón perdido con que expresa tanto la alegría como la tristeza –¡nunca se sabe con
exactitud!– Por la tarde vio dibujos animados, un rato, por televisión, lavó las tazas, se
me acercó para despedirse y con sus dedos, como bornes de batería, por encima de la
camisa me agarró una tetilla y me dijo: “No olvide Lugarte que está escribiendo la
historia de mi General Padrenuestro y no la suya”. El gruñido seguía indefinible y
continuó: “A menos que la hembrita, floriada, se vuelva una de las puticas del Sangrón o
le haya puesto el culo a un frente completo de guerrilleros, no veo qué mierdas hace
escribiendo sobre ella”. Se fue bravo –supongo– y lo vi, por la ventana, alejarse; estoy
seguro de que me tenía bajo su estricta vigilancia las veinticuatro horas; cierto o no,
pensar eso me permitía dormir tranquilo.

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Resultó que el despecho es una de las razones principales por las cuales los jóvenes,
voluntarios y escogidos por sorteo, hacen el servicio militar. Digamos que el amor tenía
un significado de unicidad –distinto al que tiene ahora– que justificaba hacerse matar
por conseguirlo o morir por perderlo. El amor era entregarlo todo, fundirse un cuerpo en
el otro hasta crear una argamasa indisoluble, por eso quedaba uno tan maltrecho con la
ruptura. Muchos hombres optaban por el celibato después de un amor fallido; los había
quienes se entregaban al alcohol, a la vida anodina o a la errancia sin sentido, pero con
frecuencia a otros nos parecía más razonable tomar las armas. El soldado Combariza,
por ejemplo, durante una inducción de artillería, escogió una de las prácticas de campo
para acabar con su sufrimiento. Se paró en una especie de montículo de béisbol,
cuando le tocó su turno, le quitó el seguro a la granada, haló el dispositivo de activación,
hizo el ademán de lanzarla a la piscina de arena dispuesta para el efecto, pero se la
metió entre los pantalones y la aprisionó con sus muslos mientras gritaba desesperado:
“Elvira, te amo”, “Elvira …” Su cuerpo quedó dividido; las piernas, de las rodillas para
abajo, quedaron a una distancia de por lo menos veinte metros del resto. “Como
pueden ver, soldados” gritaba mi capitán Benjumea “utilizamos granadas
convencionales para el ejercicio. Si fueran de fragmentación no se podría distinguir la
cabeza que quedó allá, de las botas que debieron quedar por allá, del otro lado” señaló,
haciendo trompas, hacia un área indeterminada llena de tripas esparcidas, donde
empezaban a llegar los perros.

Nunca descarté la posibilidad de que Floriana llegara un día de visitas, arrepentida de


su decisión, con sus bluyines ceñidos a la cadera y sus candongas amarillas de carey.
Mi hermana nunca la mencionó en sus cartas y poco a poco fue desapareciendo de mis
sueños, mi memoria fue desdibujando su cara hasta volverse una niebla parecida a la
leche de magnesia. Mi vida se volvió una rutina extenuante entre la ducha fría de las
cinco de la mañana y la llamada a barracas a las ocho de la noche. El tiempo transcurría
en una escala de grises opacos, hasta que un día te levantas, aterrado y te das cuenta
de que ser soldado es lo que te define; no más alternativas a la vista, sólo el ascenso, el
escalafón, la carrera, la reverencia, el honor y la patria. No dejas de pensar, eso sí, que
en otro lado otro joven como tú, igual de despechado –tal vez– es reclutado por la
guerrilla y aleccionado hasta el punto de no ver más opciones que las que posibilita la
estructura jerárquica que integras. Asimismo, se te pasa por la mente que un día te lo
encontrarás de frente y alguno de los dos morirá por un ideal que no deja de ser
impersonal y esquivo. Entiendes de antemano lo absurdo de tal parábola pero, sin darte
cuenta, terminas abrazando su incoherencia y la incorporas a ti mismo como la verdad

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revelada; ya no distingues entre persignarte y saludar a la bandera. Los días se te van,
esperando el momento en que te toque matar a otro ser humano; por eso –estoy
seguro– muchos de mis compañeros se inscribían en la lista de voluntarios para
participar –como carne de cañón– en misiones de reconocimiento: avanzadas
exploratorias de bajo riesgo, en las que era posible participar en cortos enfrentamientos
y tener la oportunidad de matar a alguien, de salir de eso, de quitarse de encima una
carga tan pesada como la mismísima virginidad. No era algo para vanagloriarse en
público pero el acontecimiento se festejaba, entre los amigos, con aguardiente y con un
tatuaje mal hecho en la espalda; por lo general, una equis marcada con una aguja
caliente o un alambre; algunos se hacían un corte de navaja, una línea en la base del
antebrazo –a veces del muslo– y dejando espacio, hacia arriba, para otras más. Se
trataba de una práctica tan corriente que era lo primero que se le miraba a un soldado o
a un prisionero enemigo, para medir su peligrosidad. “El Coronel Padrenuestro tendría
el cuerpo escamado si se marcara los muertos” dijo una tarde mi teniente Olivares,
mientras se escarbaba los dientes con un palillo “ese hijueputa no baja de mil
reventados” agregó. Fue la primera vez que oí mencionar su nombre.

Un día, después del almuerzo, nos pasaron un cuaderno y cada uno le fue arrancando
una hoja. “Anoten los soldados a cuál de las divisiones del ejército quieren pertenecer
cuando terminen los dieciocho meses de servicio obligatorio y por qué razón. Los que
están mamados de esta mierda y se quieren ir, a meterse debajo de las faldas de su
madrecita o a estudiar manicure, sólo ponen el nombre y dejan la hoja en blanco” gritó
mi capitán Benjumea. Me pareció que lo indicado era explayarse en las razones por las
cuales querer –en mi caso– pertenecer al cuerpo de inteligencia militar y cuando iba en
el último renglón del reverso, pedí otra hoja y otra y después otra y cuando iba
empezando la página nueve –me pareció útil enumerarlas– mis compañeros se habían
ido. Mi capitán se paró detrás de mí, leyó el encabezado por encima de mi hombro y me
arrancó las hojas mientras decía: “La única razón válida para ser de inteligencia,
recluta, es querer que lo cojan de güevón a uno”. Por supuesto que, en ese momento,
no entendí; cualquiera hubiera pensado que es más fácil montársela a un cabo de
infantería, pero resulta que el problema es otro. Inteligencia no es una división de
entrenamiento, es un curso que sólo se puede tomar con rango de oficial y declararlo a
nivel de cadete es como pordebajear a los demás; es como darse unas ínfulas que los
demás aprovechan para hacer bromas pesadas como, por ejemplo: “¡Los reclutas de
inteligencia al frente! Se me adelantan dos kilómetros y me calculan las probabilidades
de que vayamos hacia la casa de los tres cerditos” o “misión peligrosa, se ordena a los

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soldados de inteligencia despescuezar y desplumar ocho gallinas para la comida”. Era,
en pocas palabras, dar papaya de manera innecesaria. Por eso, mes y medio más
tarde, cuando mi capitán Benjumea mostró las hojas que yo escribí frente al pelotón,
pensé: “Ahora sí me llevó el berriondo putas”. Me llamó por mis apellidos y dijo en voz
alta: “Les presento al soldado que va a dar el discurso de grado a nombre de todos
ustedes, frente a mi General Santacoloma y al Presidente de la República”.

Me hubiera ido mejor como recluta de inteligencia declarado, porque desde ese día me
empecé a sentir incómodo entre mis propios compañeros. Otros soldados más
populares y mejor calificados querían el pantallazo de lucirse frente a los altos mandos
militares y no les cayó muy bien que alguien tan retraído como yo les quitara esa
oportunidad. Me alcancé a sentir amenazado, pero me di cuenta de que al haber salido
del anonimato era más difícil hacerme daño. No faltaron, eso sí, las chanzas diarias y
uno que otro comentario mal intencionado. Una mañana entré a bañarme y los demás
soldados se fueron saliendo hasta dejarme solo; apenas oí los goznes herrumbrosos
de la puerta, pensé: “Me van a encerrar aquí empeloto un buen rato, es posible que toda
la mañana, ¡qué verracos!” Ya se lo habían hecho a varios compañeros y el castigo para
los implicados, incluida la víctima, resultaba ser, casi siempre, la prohibición de salida
dominical. Cerré el grifo de la ducha, de inmediato, porque parte de la payasada era
echarle boñiga de vaca, recién cagada, al tanque de agua y dejarlo –a uno– literalmente
vuelto mierda. En esas escuché un ruido distinto, una presencia distinta: a escasos
cinco metros un jabalí negro y dientón se me venía encima, sonaba trastornado, como
un asmático en tortura; una alteración de la chanza que la hacía, sin duda, bastante
temeraria. No era más grande que un cerdo joven pero sí mucho más fuerte y
amenazador. No había hacia dónde correr, el golpe era inminente; me hice de medio
lado, así me rompería sólo una pierna; pero el animal, de garra gruesa y uñas largas,
perdió fuerza en la carrera y resbaló a causa del piso jabonoso, lo que me dio la
oportunidad de saltarlo, con dos cortos pasos de impulso. Antes de que el jabalí se
devolviera pedí auxilio a gritos como una niña en presencia de un roedor y todo el
pelotón, del otro lado de la puerta, se reía. Mi capitán Benjumea identificó fácil a los
autores intelectuales –se les veía en la cara el orgullo de una chanza bien realizada– y
para mi sorpresa los acusó de atentar contra mi integridad física y los hizo reprobar el
curso completo.

Nadie se volvió a meter conmigo; yo mismo quedé muy confundido. De ese día en
adelante, mi capitán Benjumea me cambió a los dormitorios de los oficiales y me puso a

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trabajar como único miembro de su staff personal: de chofer, de asistente, me dictaba
cartas, me daba consejos, tomábamos las tres comidas juntos y –lo mejor– no más
trote, ni flexiones, ni trocha, ni limpieza de sanitarios, ni lavado de platos, ni nada
desagradable. Yo sólo estaba esperando que mi capitán me dijera con su tono de
pregonero mayor “bajarse los pantalones, soldado, sacar la vaselina del nochero,
ponerse en cuatro, guardar silencio” y purrún, mi recto al servicio del Ejército Nacional
de Cundinamarca y de cuanto oficial y miembro de la comandancia quisiera servirse de
él en nombre de la patria y de los doce apóstoles, incluido Jesucristo y con eso, pues, la
verdad, ya ni dios hubiera permitido que me siguiera encomendando a él; porque, como
denunciaba mi padre: “Es que no es sólo la sodomía sino el desacato a la autoridad
divina, ¡a la hoguera con los maricones!” Nunca pasó nada de ese calibre, sin embargo,
no se rumoraba otra cosa distinta a que yo era el Ken de la Barbie, pero sin la Barbie;
porque ¿qué otra explicación podía haber, ante la inusitada y poco meritoria
preferencia por parte de un oficial de alto rango, para que me tomara bajo su protección
de una forma tan personal? Entretanto, aproveché las comodidades a mi alcance;
conocí más oficiales que compartían su charla y conocimientos conmigo en el casino,
en la barbería, en el sauna, en la piscina y en el comedor. Una noche me soltaron un par
de puticas que sobraron de una celebración y me preocupé por no fallar en la erección,
ni en la intención, ni en la hombría, como para no generar ningún tipo de suspicacias
sobre mi orientación sexual que, si en una época pudo estar en la cuerda floja, ya para
entonces estaba plenamente establecida y coordinada con lo que llamaba un
compañero “la relación de caja” cuatro cambios para adelante y nada de reversa.

Reyes, Polanía y Quesada, los soldados que reprobaron el curso por cuenta del jabalí
entre el baño, pasaron su carta de retiro. Yo hubiera hecho lo mismo porque hacer de
nuevo el curso era impensable, mejor dedicarse a otra cosa. Reyes era de familia rica
–su madre se casó, en segundas nupcias, con el industrial Sofronías Vallejo– y en
realidad, estaba buscando una excusa para renunciar a la milicia y estudiar biología
marina, su segunda pasión después de las armas, sobre las cuales aprendió lo que
necesitaba saber, además de haber afinado sus calidades de líder. Polanía era un
tarado que vivía pegado a la pata de Reyes; con seguridad él fue quien hizo el trabajo
sucio, me refiero a coger el jabalí, amarrarlo y tenerlo listo para meterlo entre el baño; lo
único que hacía por iniciativa propia era tirarse pedos con las axilas, con ambas al
tiempo –no sé cómo hacía, pero no se le conoció otra habilidad–. Quesada sí fue una
pérdida sensible para el pelotón porque era, sin exagerar, quien nos hacía quedar bien
a todos. No tenía miramientos con nadie a la hora de competir, pero una vez reconocido

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como el más fuerte, el más veloz, el más diestro o el más apto para desempeñar
posiciones estratégicas, hacía lo posible por colaborar con quienes estuvieran
quedados en alguna de las prácticas. Se le enfrentaba a nuestros superiores con el
tono de voz adecuado para no parecer insultante pero tampoco temeroso. Se convirtió
en un soldado con las exigencias primordiales del Ejército Nacional, incluida la del
honor sobre todas las cosas, por eso no había la más mínima posibilidad de que le
pidiera cacao a mi capitán Benjumea. No se le vio ni siquiera perturbado cuando
devolvió sus uniformes e hizo los papeleos de su descargo obligatorio, se despidió de
cada uno con gratitud por el tiempo compartido y me mandó decir –porque yo andaba
por Bogotá– que me pedía mil disculpas por haberse reído de mí. Hago la salvedad de
que de nada hubiera servido defenderlo o interceder por él, porque en la milicia las
órdenes no se echan para atrás y menos aquellas que se constituyen en flagrantes
equivocaciones, por la sencilla razón de que reconocerlas amenaza la credibilidad del
mando y eso menoscaba en extremo la moral del contingente. La lógica militar tiene sus
bemoles si uno le aplica el sentido común, afortunadamente uno aprende rápido que no
vale la pena preguntarse nada acerca de nada. Por eso, cuando me dijeron dos días
antes de la ceremonia de graduación: “¡Aliste sus pertenencias, soldado, que un Gaz
viene a recogerlo mañana!” yo, sin echarle mucha cabeza, alisté mis pertenencias y me
levanté a la hora señalada. El Gaz –tal vez el jeep más feo del mundo, fabricado por los
rusos– estaba esperándome en el sitio de reunión y tomó por un camino destapado que
no parecía llevar a ninguna parte. Estaba amaneciendo.

La operación Media Luz fue un verdadero fracaso y la reputación de los implicados


–incluido el Coronel Padrenuestro– estaba por el suelo. Trascendió a los medios de
comunicación que en el momento de declarar, el testigo clave, para poner tras las rejas
a César Afranio Traslaviña, alias El Milongas, sacó una peinilla negra del bolsillo de
atrás del pantalón, un espejo chiquito que apoyó en el micrófono del estrado judicial,
escupió un par de cojonudos gargajos en sus manos y se las pasó por el pelo como
aplicándose gomina; ante la sorpresa de los presentes se peinó para atrás, se paró en
la silla y a grito herido arrancó a cantar: “Corrientes 3, 4, 8, segundo piso ascensor. No
hay porteros ni vecinos, adentro cocktail y amor. Pisito que puso Mable: piano, estera y
velador. Un teléfono que contesta, una victrola que llora viejos tangos de mi flor y un
gato de porcelana para que no maúlle al amor”. “Esto no es una chichería de arrabal,
guardia ¡baje al testigo de la silla!” exclamó acalorado el juez, a lo cual el testigo
respondió: “Me pidieron que cantara ¿o no?” y repetidas veces se paró sobre la silla y
volvió a cantar, como un disco rayado, haciendo una especie de zapateo que más

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parecía un paso amanerado de flamenco que un tango. El arresto estaba planeado
para esa misma tarde; El Milongas fungió como reo ausente durante el proceso, pero
había sido descubierto su escondite y sólo faltaba la orden emitida por el juzgado,
apenas el testigo lo inculpara por haberle ordenado descuartizar, a la prometida de uno
de sus socios, en una veta esmeraldífera por las inmediaciones de Somondoco, con la
condición de que su cuerpo “pedaceado” cupiera entre una nevera de regalo que le
sería enviada, con motivo de su matrimonio.

El arresto de un reconocido delincuente se hacía, muchas veces y para no perder


tiempo, con una orden de arresto falsa y se cambiaba por la original a la hora del
encarcelamiento, en el momento de la toma de fotos y huellas dactilares. De la misma
forma, cuando se trataba de un criminal reincidente, registrado con anterioridad, el
documento iba directamente a su expediente con un número consecutivo asignado,
para que no desapareciera con cualquier abracadabra; no en vano con los años la
palabra “mágicos” se volvió en sinónimo de matones y narcotraficantes. El Coronel
Padrenuestro debía estar, por lo tanto, en un camino veredal adyacente a la finca-
mansión del Milongas, con la copia falsa entre el bolsillo y pegado a un radio de onda
corta, esperando el momento exacto en que la declaración juramentada, contra el
gemólogo y traficante de marihuana, permitiera su captura. Tocaba así –el
procedimiento incorrecto era muchas veces el más efectivo– la inmediatez entre la
orden y el arresto era clave, pues la justicia cundinamarquesa era como una coladera
enorme en la que la más mínima información se filtraba por cada hueco. ¡Pero en este
caso, la realidad era otra! El Coronel Padrenuestro estaba con treinta y cinco de sus
hombres de confianza infiltrados en el juzgado; se aperaron de baratijas doradas para
disfrazarse con cadenas y anillos de oro, gafas oscuras, relojes inmensos y botas
imitación lagarto o felino y –muy importante– camisa abierta, pelo en pecho y palillo
entre los dientes; montó una obra de teatro, con soldados y policías haciendo las veces
de esmeralderos, ocupando todos los puestos de las graderías. No se aceptaba gente
de pie, por lo que afuera los verdaderos interesados no pudieron entrar y ante el
desespero, se tranzaron, entre amigos y familiares del acusado, del testigo y de la
víctima, en una trifulca, en la que no faltaron los tiros, los machetazos y las cuchilladas
entre las costillas. Esa era la idea, generar un impacto mediático tanto adentro, como
afuera, del Juzgado 14 Penal del Circuito de Bogotá.

Al testigo, que era un actorcillo de mala muerte que nunca, en su vida, había visto al
Milongas u oído hablar de él; al que el Coronel Padrenuestro le debió prometer la

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liberación de algún conocido de la cárcel o anular alguna sentencia menor proferida en
su contra, con la condición de mantenerse firme en su interpretación, costara lo que
costara. “La autoridad funciona” decía mi General Padrenuestro, “la autoridad
torciendo el brazo funciona mucho mejor” pero “la autoridad torciendo el brazo y
ofreciendo algo a cambio funciona de maravilla”. En plena algarabía, los
“esmeralderos” se tomaron en serio su representación: rompieron un par de cámaras
Polaroid de los periodistas y dejaron a la vista cicatrices, hechas con pegante y
maquillaje, para crear un ambiente de peligrosidad real. Generaron una tensión tal que
el juez no pudo manejar el recinto y cuando lo vieron al borde de perder la paciencia se
pararon, ellos también, en las sillas para seguir cantando “(…) y todo a media luz, que
es un brujo el amor, a media luz los besos, a media luz los dos”. Al día siguiente los dos
periódicos de Bogotá titularon igual: “¡El Zar de las Esmeraldas se salva de la cárcel!” A
primera hora de la mañana, el Coronel Padrenuestro le pide audiencia al Presidente de
la República y se queda parado, a la intemperie, desarmado y sin comer durante siete
horas, hasta que éste lo atiende. Obviamente, se aseguraron primero los guardias de
Corps de que el oficial fuera quién decía ser. “Vale la pena recibirlo, es de los duros” le
dijo el General Santacoloma al Presidente, quien lo hubiera recibido antes pero estaba
terminando un poema sobre el contraste entre las altiplanicies áridas y el exuberante
follaje de los montes de su tierra natal.

Nada fraudulento se hacía en Cundinamarca sin el permiso y la consabida comisión del


quince por ciento para El Milongas. Años atrás, cuando estaba dedicado, de lleno, a la
explotación de esmeraldas, su negocio dejó de ser el más lucrativo del crimen
organizado por los altos costos de la infraestructura minera, los brotes de violencia que
se reproducían como ratas y las grandes presiones ejercidas, por parte del gobierno,
para manejar la actividad esmeraldífera, dentro de los márgenes de la legalidad. La
marihuana, en cambio, crecía en los peladero más inhóspitos y la cundinamarquesa
era reconocida, por los gringos más que todo, como de insuperable calidad. Pensó –por
esas cosas que el ego nos hace pensar– que no era para nada incompatible seguir su
plan de diversificación económica hacia el cultivo, recolección y distribución del
cannabis. El primer obstáculo fue la reticencia, por parte de sus hombres, que le decían
“esos hijueputas son otra cosa Patrón, matan mujeres y niños, no tienen ninguna clase
de ley”. Sentían que, cualquiera que éste fuera, por lo menos los esmeralderos tenían
un “código ético” y eso los hacía –supongo, ahora– delincuentes de mejor estatus. El
Milongas creyó que manteniendo un bajo perfil, pidiendo en un principio sólo el cinco
por ciento de tajada a los expendios locales conocidos, por comprar y vender su

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producto, le permitiría adueñarse, despacio y con paso firme, del mercado. Sus tierras
eran inmensas, sería sencillo ocultar los cultivos y el know-how era bastante simple:
unas semillas por aquí y otras por allá, aprovechando a los familiares de sus mineros
para recoger, secar y empacar el producido. Lo que no calculó muy bien fue el
transporte que en el caso de las esmeraldas es un problema menor; compró, entonces,
una empresa pequeña que constaba de catorce minibuses y dos camionetas.

La empresa, con su vistoso logotipo color anaranjado-neón en los vehículos de la


flotilla, se llamaba Berlinas del Guavio y tenía a su nombre diez rutas locales, cinco
rutas nacionales, tres a Bogotá, una a Puerto Salgar y otra a Silvania; y dos
internacionales, una a Buenaventura, en el Pacífico y otra a Saint Martha en el
Atlántico. La gente de provincia viajaba –y aún lo hace– con mucho equipaje: costales
llenos de tubérculos, cajas de madera con abarrotes, colchones –de mota o paja–
enrollados y amarrados con pita, herramientas, ropa vieja y entre cantidades de cosas:
gallinas. En esa época, lo que fueran bultos y mercancía empacada se podían llevar
amarrados al techo, lo que permitía esconder la marihuana con facilidad, siempre y
cuando se tuviera buen cuidado de que no se mojara. Aunque se compactaba en
bloques que se envolvían en plástico, los viajes a la costa entre trancones, aguaceros y
curvas interminables bajando y subiendo cordillera podían tener resultados
desastrosos, con el agravante de que en las inspecciones fronterizas chuzaban todo lo
que estuviera envuelto o encostalado y después le echaban manguera. El agua al
resumir se veía terrosa y sucia pero, para el ojo experto, mostraba toda la evidencia del
contenido de la carga. “Aquí llevan nabo, cubio, abono avícola, arveja sin despepar,
hilacha de mazorca, ladrillos, hígado de ternera y un tocino que se está pudriendo,
pueden pasar” decían las autoridades con sólo oler, palpar y a veces meter la lengua en
ese caldo hediondo. En realidad, la requisa no era un obstáculo para nadie, pero una
vez identificados los que llevaban marihuana, armas u otro tipo de estupefacientes,
eran detenidos en retenes posteriores donde les confiscaban sus pertenencias o les
cobraban el “impuesto de flete” que muchas veces terminaban pagando los implicados
con mayor urgencia por llegar a su destino. Los conductores, cuyo único distintivo era
un quepis con taches dorados, llevaban dinero de sobra para cubrir imprevistos, pero
cuidaban el bolsillo y siempre hacían la pantomima de entrar, gritando, a la cabina: “O
les untamos la mano a estos hijueputas o aquí nos tienen hasta mañana”. Marihuana o
no marihuana, los pasajeros estaban acostumbrados a ese tipo de abusos por parte de
la autoridad, por lo que, muchas veces, para no complicarse la vida ofrecían hasta las
mismas gallinas.

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Ningún negocio, por chiquito que sea, pasa desapercibido para la competencia; por
más precauciones, se terminan haciendo o deshaciendo nudos de la misma urdimbre.
Al cabo de unos pocos meses los inversionistas, los proveedores, los distribuidores y
hasta los consumidores se dan cuenta de que hay un nuevo producto en el mercado, lo
que indica la presencia de nuevos jugadores en un tablero y con unas reglas que
apenas conocen. Nadie se toma, ni siquiera, el trabajo de identificarlos porque saben
que, tarde o temprano, quedarán al descubierto. En el caso del Milongas fue más rápido
aún porque él –como le pasa a los que se endiosan a sí mismos– perdió la facultad de
quedarse callado y aunque sus interlocutores eran sus guardaespaldas y subalternos
de indiscutible confianza, nunca faltaba el embolador o la mesera o la putica de turno,
que por coincidir en lugares comunes escuchaban algo y de la misma manera
circunstancial se lo repetían a otro embolador, a otra mesera o a otra putica de turno; su
habladuría corrió como una bola de nieve, sólo que, esta vez, lo que se le vino encima
fue una avalancha de plomo que dejó pedazos de cuerpos –de familiares y personas
allegadas– en las estacas, de todas las cercas, de cada una de sus fincas. Al principio
eran cabezas y extremidades, pero para cumplir la orden de no dejar una sola estaca
despejada, los cuerpos fueron mutilados en pedazos más pequeños, a machetazos o
con las tijeras en forma de alicate que se usan para desmembrar los pollos recién
rostizados; dejaron, además, los sicarios empleados por los verdaderos dueños del
negocio de la marihuana, las menudencias –intestinos y órganos internos de las
víctimas– colgados, con cierto estilo navideño, en los alambres de púas.

Atortolado, El Milongas decide huir para reorganizarse; llena uno de los minibuses con
guardaespaldas enruanados y se sienta lejos de las ventanas, vestido igual que ellos y
con una cachucha de Millonarios, su equipo favorito de fútbol. “Patrón” le dice un
subalterno con tono de preocupación “usted es tan fanático de ese equipo que es mejor
que se ponga una del Santa Fe” y cuidando sus palabras –porque en Cundinamarca el
fútbol es un tema de mayor sensibilidad que la política o la fidelidad matrimonial y más si
uno va a sugerir el uso de la cachucha del rival– completa su razonamiento “pues, para
que no lo reconozcan, Patrón, porque cualquiera sabe que usted ni siquiera temiendo
por su vida sería capaz de usar algo que no sea de Millonarios”. Silencio total, el
automotor no arrancaba todavía, El Milongas se demoró más de la cuenta en responder
pero lo hizo “pues, este malparido, tiene toda la razón” murmuró y le pegó un tiro entre
los ojos por su acertada insolencia. Mientras arrastraron el cuerpo en agonía, lo bajaron
del bus, lo remataron en el piso y lo echaron en una zanja, el Patrón le dio mil vueltas a la
cachucha hasta que le quedó bien ajustada y con un movimiento incómodo de la mano,

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apuntando el pulgar y el índice cruzados en dirección a su frente, persignó el escudo,
invocando –supongo– la protección divina de su equipo del alma. Debajo de las ruanas
escondieron las armas y llevaban municiones suficientes para aguantar una eventual
emboscada hasta Bogotá. “Sin novedades, hasta ahora, Patrón” anunció el ayudante
de cabina, a los cuarenta y cinco minutos de haber salido, pero, en una curva
pronunciada a la altura de la Cuchilla del Santuario, con un solo tiro de escopeta dirigido
a las llantas, desde una camioneta blanca que –para relajar la atención– llevaba media
hora delante de ellos, sacaron el minibús de la carretera y lo atacaron, en la prevista
cuneta a la que fue a parar, con una fuerza de más de cincuenta hombres provistos de
ametralladoras AR15 y AK47. De los guardaespaldas ninguno alcanzó a disparar, El
Milongas era el único que llevaba chaleco antibalas y sólo fue herido en el antebrazo
derecho. Mientras el enemigo retiró la puerta que quedó trancada por los que cayeron
tratando de escapar, el Patrón se untó toda la sangre que pudo, de quienes agonizaban
a su alrededor: en la cara para que no lo reconocieran y en el cuerpo y la ropa, para
hacerse pasar por muerto. Lo que no sirvió de nada porque antes de pegarles tiros de
gracia, a todos, llenarlos de gasolina y prenderles fuego, la misión era cumplir con la
orden de atraparlo, a él, vivo y antes de matarlo, cortarle el pene, metérselo entre la
garganta y coserle los labios. O sea que, no sólo lo reconocieron, sino que, al bajarle los
pantalones y resucitarlo con el tajo limpio de un cuchillo de carnicería, que le dejó
huérfanos los testículos, le leyeron la lista pormenorizada de los demás familiares a los
que asesinarían y mutilarían, mientras con aguja y nylon le cerraban la boca; cosa que
más que sadismo gratuito era la firma que distinguía a una particular organización
delincuencial, banda o pandilla y que respaldaba el mensaje tácito de: “¡Esto es lo que
le hacemos a los que tratan de jodernos!”

Los gritos del Milongas fueron tan de película de terror y el charco de sangre, en el que
estaba hundido un pedazo de su cuerpo, tan inmenso, que a los mismos asesinos les
pareció excesivo rematarlo; por eso, al llegar los paramédicos, casi cuatro horas más
tarde, seguía vivo. Para no asfixiarse masticó y tragó su propia virilidad y para no
desangrarse se arrastró hasta el bus en llamas y cauterizó lo poquito que le había
quedado en la entrepierna. Salvó su vida y se demoraría mucho tiempo en lavarse la
mácula con que le negrearon el orgullo, pero su hombría la perdió para siempre. De una
herida mal cicatrizada y gruesa como la piel de una piña, le salía un cable plástico que
conducía la orina hasta una bolsa amarrada a la rodilla. A veces se le infectaba el área y
le tocaba usar pañales desechables durante unos días. Se acostumbró a su suerte,
hasta el punto de sacarse el tubito plástico y metérselo en la vagina a cuanta mujer se le

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atravesaba en el camino. La arrechera sexual que sentía por dentro encontró una vía
de escape en la violencia, contrataba prostitutas para drogarlas y llenarles con sus
orines las cavidades sexuales; dejaba que un perro les metiera el hocico por allá
adentro y les chupara con su lengua el clítoris y el hueco del culo, siempre con la
esperanza –como sucedió un par de veces– de que el animal las montara y las llenara
de lo suyo, mientras él les gritaba como un obseso: “¡Perras malparidas, eso les pasa,
perras de mierda, culionas de mierda, eso les pasa por putas, cochinas, cacorras!” y
después de un orgasmo prolongado que le salía de la garganta, les metía un fajo de
billetes enrollado ahí donde quedaba caliente la inmundicia del perro. Las odiaba
–supongo– ante la imposibilidad de satisfacerlas y de que hicieran lo mismo por él. El
caso es que El Milongas convirtió esa rabia en una sed de venganza sin paralelo. Volvió
a sus minas, se demoró años en descubrir nuevas vetas y retomar las existentes, hasta
que formó un ejército propio de ciento cincuenta hombres entre policías y militares
retirados y uno por uno, sus adversarios fueron cayendo, sus propiedades arrasadas,
sus mujeres violadas, sus hijas maltratadas y sus hijos, hombres, asesinados frente a
ellos. Se convirtió en el terror de Cundinamarca y el Coronel Padrenuestro sabía que
derrotarlo era esencial para entrar por la puerta grande a la estrecha y exclusiva élite
conformada por los generales de nuestro Ejército Nacional.

Cuando por fin lo recibió, le contó al Presidente de la República lo que sabía acerca del
Milongas, sin omitir detalles y ahondando en lo más escabroso; aparte de eso, le dijo,
con la certeza de estar señalando una realidad a voces, que la delincuencia estaba
dejando de ser común y que los mafiosos eran una nueva casta de “opulentos
buscando alcurnia” así los llamó. El Coronel Padrenuestro continuó, en el recinto de
visitantes del Palacio Presidencial Quinta de Nariño, rodeado por retratos al óleo de los
próceres de nuestra historia que, con sus miradas de reojo, le fueron elevando la
inspiración al punto de imaginarse, él mismo, con un par de espuelas de carne y hueso
creciéndole en los talones. “Todo se resume, Presidente, en que El Milongas, pese a
sus impedimentos, se casó con una Reina de Belleza” puntualizó y prosiguió contando
particularidades de cómo al no poder consumar su matrimonio se acostumbró a que
otros hombres lo hicieran por él. Los escogía a la manera como se imaginó que los
nobles europeos, también, lo hacían; “los reyes escogen con quien aparear a sus
reinas y concubinas” se le escuchaba decir, bajo la creencia de que tener una corte era
lo mismo que tener una ganadería. El Milongas, entonces, elegía los amantes de su
reinita, mamita, por conveniencia estratégico-económico-comercial. Al que le era
permitido acostarse con ella debía sellar una alianza de cooperación, cualquiera que

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fuera el ramo de su ilicitud. Así se hizo El Milongas a una organización criminal que él
llamaba “mi negocito familiar” y que dado el carácter, especialmente dadivoso, de su
bella esposa, se extendió al mercado negro de los dólares, las casas de empeño, los
caballos de paso cundinamarqués y el contrabando; sin contar la incalculable riqueza
que ella tenía en una caja de seguridad del Banco Estatal por cuenta de los regalos que,
entre mamadas y culiadas, le daban sus bien seleccionados galanes.

Dentro de esa nueva jerarquía de “hampones con derechos” la mayoría quería un


pedazo de la acción y que éste viniera con la posibilidad de tener abiertas las puertas a
las habitaciones reales, pues, tanto mejor. La Reina hacía cuatro o cinco fiestas de
cumpleaños, al año, a las que invitaba a lo más granado del submundo local y sus
pretendientes, uno por uno, le presentaban al Milongas su plan de negocios y le hacían
adelantos que le dejaban encima de la mesa o en el piso, cuando eran lingotes de oro,
tabacos cubanos o potes del caviar más fino de Rusia que se usaba para darle sabor al
sancocho de bagre. Sólo en contadas excepciones y por impulsos del capricho –o
porque lo asaltaba la nostalgia– le pedía a alguno de ellos que se bajara los pantalones
y le mostrara la extensión del órgano con el que pensaba satisfacer a su esposa. Con el
tiempo se hicieron muchas conjeturas acerca de este tipo de arreglos, apenas
comparables con las competencias que la emperatriz Mesalina organizaba para medir
sus capacidades de receptáculo seminal con las prostitutas más trajinadas de Roma.
Se rumoraba, por ejemplo, que El Milongas exigía estar presente o filmar los
encuentros para darle algo de contentillo a su cuerpo, cualquiera que éste pudiera ser o
para tener con qué sobornar a aquellos “socios” que estuvieran casados o tuvieran
amantes desconfiadas y bravuconas; que La Reina tenía, en vez de vagina, una
guillotina que dejaba a sus amantes en el mismo estado lamentable que su minusválido
marido; o que se trataba de un montaje norteamericano en su afán por infiltrarse en el
negocio de la marihuana y replicarlo al resguardo de las suaves y cálidas brisas
californianas. Entre tanto rumor, el único que alcanzó a tener cierta repercusión y que
hubiera podido acabar –como se leía en un grafiti, que apareció una mañana frente a la
casa del Milongas– con la promoción de: “Traiga su negocio ilícito y le encimamos una
reina de belleza” fue el del Sida. Al parecer los micos africanos le transmitieron al
hombre un virus capaz de desmontar –con rapidez extrema– las defensas
inmunológicas del cuerpo y durante los primeros años, de ese potencial apocalipsis, se
descubrió que las relaciones sexuales –sin protección de látex– propiciaban el
contagio. Se habló de la plaga del siglo XX y se reanimaron los ánimos contra la
promiscuidad y la homosexualidad, entre otras mal llamadas “anormalidades”; pero

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durante el lapso –siempre bastante largo– en que se dimensionó el problema, se
acabaron los besos a la francesa, los pactos de sangre, las orgías y las posiciones más
tentadoras de la sodomía como la carambola, el trencito y la doble carne. La gente se
volvió reacia a compartir el cepillo de dientes, las cuchillas de afeitar, las toallas, las
piscinas y los compañeros de sexo, por eso La Reina cayó en esa categoría de peligro
inminente y se dijo que era un ardid del Milongas para quedarse con los negocios de
quienes no demoraban en podrirse a pedazos, en volverse una masa de ganglios y
tumores pustulosos. “Pasé de ser la Reina Nacional del Frailejón a ser la Reina del
Preservativo” se le escucharía decir, alguna vez, en forma de gracejo; frase que alguien
–como siempre sucede– presa de la inspiración y el atropello creativo, cambiaría por:
“Pasó de ser la Reina del foforro a la del forro, más bien”.

“El testigo es falso. El operativo está diseñado para que, en una primera instancia,
parezca haber fallado, Señor Presidente” le confesó el Coronel Padrenuestro, con esa
voz cavernosa y fuerte tan convincente alrededor del poder, donde se habla pasito y
con miedo a soltar las palabras. “Lo hicimos así” le siguió explicando “para convencer al
Milongas y a sus subalternos y asociados del fracaso de la operación Media Luz y
darles la suficiente confianza para que no cancelen la próxima fiesta de cumpleaños de
La Reina, donde, Señor Presidente, me comprometo con usted a coger no menos de
treinta mafiosos” remató el militar, cerrando los puños mientras el primer mandatario,
Nicéforo Cuervo de Pedroza, se levantó de la silla sin que quedara ni una sola arruga en
su flux de lino oscuro, un poco ligero para nuestro clima. Debajo del quicio de la puerta,
mientras su edecán ponía en acción su dispositivo de seguridad, se volteó y le dijo:
“Coronel, consígame la Uña, la Chorra y La Reina y yo por cada una le doy un sol de
General de la República”. No esperó ninguna respuesta y salió dejando al Coronel
Padrenuestro solo entre tanto prócer, a los cuales él, desde ese momento, se empezó a
sentir cercano. La Chorra era la esmeralda más grande y transparente, encontrada en
nuestro suelo; si las cosas se daban, conseguirle un revolcón con La Reina, a cambio
de algún tipo de inmunidad, no sería problema; y la Uña –averiguaría más tarde– era la
finca más hermosa de Puerto Salgar en posesión de un testaferro conocido. Tres joyas
que perdería El Milongas, ese fin de semana, al tiempo con su imperio, su tracto urinario
desechable y su vida.

Llegado otro de sus días de cumpleaños, La Reina pasó la mañana encerrada con su
séquito de peluqueros y esteticistas; estaba feliz. La prensa amarillista adoraba
comentar sobre sus extravagancias y lujos; y aunque había dejado de ser la consentida

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de las revistas de moda, como cuando modeló para Teodolindo Favró y rompió el
corazón de un famoso galán español, ella miraba a su alrededor y pensaba que “¡no
está mal!” para una niña cuyos múltiples hogares fueron de paso y su madre una figura
borrosa llorando, con el maquillaje corrido, en un corredor de hospital. Los hombres de
su harén secreto, cada uno con la bestia desatada entre la bragueta de sus pantalones,
la hacían sentir como la puta de Babilonia –a la que imaginaba con el poder de las
deidades de la antigüedad– por lo que, según su criterio histórico-estético-mitológico
sus aposentos de quinientos metros cuadrados y un jacuzzi con grifería de oro, estaban
decorados al estilo Cleopatra, con toques de pagoda china y columnas copiadas del Taj
Mahal; la pared principal tenía una réplica, en pedacitos de cerámica, del Nacimiento
de Venus, de Botticelli, pero en la mitad de la concha estaba ella, saliendo del mar; obra
para la que posó desnuda, como solían hacer las nobles renacentistas. La Reina no se
cansaba de mostrarle a los periodistas los “refinamientos” de su alcoba: en la mitad,
una botella, enorme como una escultura, en forma de Marilyn Monroe, que llenaba con
tres mil veintidós frasquitos de Chanel No. 5 y sobre su cama, un autógrafo de Julio
Iglesias grabado en piedra y bañado en oro de veinticuatro quilates. El Milongas quería
lucir sus nuevas pesebreras, por eso la fiesta de cumpleaños se llevaría a cabo en su
finca La Cordial, a una hora y media, en carro, desde el Monumento a Los Héroes.

Desde que los invitados salían de la carretera principal, por el desvío que va a El Rosal,
encontraban pasacalles con un saludo de bienvenida a la fiesta. La mayoría lucía sus
gafas oscuras Ray Ban desde sus carros de lujo. El último tramo de cuatro kilómetros
era destapado y con bastantes altibajos, los carros europeos –y un par de Corvettes–
casi pegados al piso, quedaron raspados y golpeados por debajo. Llovió la noche
anterior, la cancha de fútbol, habilitada como parqueadero, se volvió una pesadilla para
las mujeres que, emperifolladas dentro de una interpretación bastante amplia de la
moda caballista dominguera, quedaban, por cuenta de los tacones altos, clavadas al
piso y enlodadas hasta el tobillo; poco importaba, todas llevaban botas y el fastidio les
duraba lo que las primeras copas de aguardiente demoraban en hacer efecto. Cabe
aclarar que la mayoría de los invitados eran hombres, por la índole de la transacción
que estaba en juego, pero algunos contrataron modelitos y actrices bien mostronas
para llevarlas de pareja y darle realce a su masculinidad; muchas de ellas eran las
mismas puticas, con caminado de parabrisas, que se turnaban entre todos. Aunque los
invitados no eran requisados para generar un clima de tranquilidad, estaba claro que
ninguno podía entrar armado por el portal inmenso, de madera roja, que daba acceso a
un potrero rodeado de caballerizas altas con medias puertas, también pintadas de rojo,

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por encima de las cuales asomaban el cuello y la cabeza ejemplares equinos que
hubieran sido la envidia del Cid Campeador o de Solimán el Magnífico y que costaban
más que los carros parqueados afuera. Los guardaespaldas sí podían portar armas,
pero fuera del perímetro del muro de contención alambrado que rodeaba las
pesebreras; a ellos también se les ofrecía trago a rodos pues, al fin y al cabo, muchos
eran primos y sobrinos y gente de confianza de los convidados y su presencia debía, en
teoría, apoyar el costoso ejército del Milongas ante cualquier azaroso incidente. Esto,
sin saber El Milongas que tan preciado ejército, del cual se confiaba tanto, era en su
mayoría compuesto por exmilitares que se volvieron mercenarios al servicio del mejor
postor y ese día específico, del cumpleaños de la patrona, el mejor postor era el Estado
de Cundinamarca, al que no le fue difícil contactarlos para prometerles una pequeña
fortuna, por cada guardaespaldas que se cargaran al darles la señal de ataque. Muchos
de ellos, duchos en este tipo de situaciones, sabían que revelar la infiltración del
gobierno en sus filas era inútil, pues siempre que se realizaba una reunión de más de
tres mafiosos, cierto o falso, se escuchaba el mismo tipo de rumores por lo que, lejos de
ser creídos, quedaban en entredicho los emisarios.

A los jefes más importantes los iban sentando al borde de la pista de baile, improvisada
para la ocasión y hecha con el tablado que sobró de un burdel, al que se referían como
“el desvirgadero flamenco” que cerraron después de una matanza entre familias de
esmeralderos; de ahí que las manchas del piso no eran, precisamente, las vetas de la
madera. En un altillo adyacente estaba la mesa del Milongas, con su Reina y cuatro
mujeres que parecían ser sus tías. Cada mesa tenía su toldo abierto para evitar el sol
meridiano o la eventual lluvia y cada grupo de cuatro mesas tenía en su centro una
lechona de treinta kilos calentándose a fuego lento sobre hornillas de gas. En total, se
podían contar quince lechonas para trescientos invitados, un mesero por mesa,
champaña y whisky sello negro al gusto, aunque casi nadie abandonaba su garrafa de
aguardiente. Se confirmó la presencia de los principales interesados en participar por
un puesto en la cama de la cumpleañera. El portón rojo se cerró y el Coronel
Padrenuestro, a escasos quinientos metros del lugar, carraspeó, bajó los binoculares,
escupió sobre un cerro de boñiga de vaca y con la orden perentoria de: “¡Prenda la
limusina, Polanía!” puso en marcha la fase final de la operación Media Luz, cuyo éxito le
daría su admisión al círculo exclusivo de nuestra comandancia, en el que se destacó,
con inusitada rapidez, gracias a su bien ganada fama de sanguinario, cabrón e hijo de
puta y a la confianza absoluta del Presidente Nicéforo quien, por vivir con aires de
romántico sibarita dedicado a las composiciones voluptuosas del paisaje

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cundinamarqués, necesitaba a alguien que, en realidad, se interesara por la seguridad
de la patria. Los demás, eran generales de salón y manicure que cruzaban más
información con los caddies, del Club Militar, que con los oficiales de inteligencia bajo
su mando; grave cosa, porque mantener la tradición, la vocación y la moral militares en
alto era importante, pero desentenderse de fenómenos como la guerrilla con la excusa
de que, sus miembros, no pasaban de ser ratas aculilladas, escondidas en el monte,
era no sólo peligroso, sino negligente; además, porque –hasta donde sabíamos–
gozaban del apoyo soterrado de los movimientos de izquierda.

Yo iba en el asiento del copiloto al lado de Polanía, quien se veía intranquilo por tener
que manejar un carro tan grande y tan lujoso. Me tuvieron durante la noche en un hostal
lleno de goteras y me despertaron temprano para entregarme el uniforme blanco, de
enfermero, que debía utilizar. Hacia las nueve de la mañana me subieron a un Renault 4
“el amigo fiel” –como lo calificaba su publicidad– y fue cuando noté, por las huellas en el
piso de tierra que la fría luz del día dejó al descubierto, que el sitio estaba fuertemente
custodiado. El Capitán Astrálaga se presentó, intercambiamos el saludo formal y me
dio sólo dos instrucciones: “Ésta es una operación encubierta, omita cualquier gesto o
palabra militar, usted es un enfermero; espere a mi Coronel Padrenuestro, dígale que
sólo conseguimos ocho francotiradores pero que son los mejores y haga lo que él le
diga”. Se bajó del carro sin despedirse y los dos soldados sentados adelante, el chofer y
el guía, se relajaron. Hicieron un par de comentarios sobre el clima, se fumaron un
pielrojita entre los dos y me dejaron botado en una gasolinera, a unos pocos kilómetros.
Me dieron un billete para que desayunara y al arrancar, entre risas, me gritaron:
“Cuidado se ensucia mi cabo, no vaya a ser que lo confundan con un carnicero”.
Aunque nervioso, me puse feliz; era la primera vez que me llamaban por mi nuevo
rango y esa alegría ínfima y momentánea era tal vez un fuerte indicio de que después
de todo no me había equivocado: lo mío era la milicia. Unos veinte campesinos que
esperaban el bus fueron los primeros en quedarse boquiabiertos cuando apareció la
limusina. Perteneció al Presidente Robusto Arcángel de la Peña quien nunca dejó de
temer un atentado contra su vida desde que destituyó y mandó al exilio a cincuenta
generales porque le pareció que tener tantos, además de inoficioso, no era propio de un
gobierno democrático y pacifista como el nuestro; le encomendó, entonces, a su
Ministro de Guerra que viajara a Detroit para que le consiguiera un Cadillac blindado
como el que usaba Rafael Leonidas Trujillo, en República Dominicana, con el
argumento de que “ese vergajo sí que debe vivir amenazado y ahí sigue vivito y
coleando”. Eso fue seis años antes de que el dictador caribeño muriera, entre su propio

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carro, de siete balazos.

Con ese toque de realeza que inspira lo clásico, la limusina negra y vino tinto, con los
rines plateados y recién polichada, apareció en el horizonte con una lentitud medida
que nos permitiera ser vistos por quienes custodiaban La Cordial, sin generar
sorpresas, sin dar ningún motivo de desconfianza. Aunque nuestra intromisión podía
ser vista como la llegada de un último invitado, estábamos alerta ante cualquier
reacción inesperada por lo que el Coronel Padrenuestro contaba, ante la eventualidad
de tener que cancelar, abruptamente y bajo fuego, la operación, con los ocho
francotiradores apostados, detrás de nosotros, en una loma a doscientos ochenta
metros de distancia. Más tarde supe que otros factores estaban en juego: el almuerzo
sería servido a las cinco de la tarde, las lechonas –precocidas– llenas de nitroglicerina,
aserrín y guiso de cerdo se empezarían a calentar a las tres de la tarde y lo más
importante, a las cuatro en punto cuando los francotiradores empezaran a disparar
contra el paredón lleno de guardaespaldas, el sol estaría de frente a ellos, lo que los
convertía en carne de cañón o “patos de feria” como le gustaba decir a Polanía cada vez
que contaba el cuento. Hasta ese momento, mi misión era indeterminada, salvo la
insistencia de que mantuviera limpias la bata, los pantalones y los tenis blancos de
enfermero; apenas nos estacionamos frente al portal rojo, nos cayeron encima, por lo
menos, treinta armas listas para disparar. El Coronel Padrenuestro se bajó del carro,
llevaba su uniforme militar impecable, sus zapatos de charol brillaban más que la
limusina y su apostura de toro cabrío apaciguado, pero capaz de cualquier cosa,
infundió un instantáneo respeto. “No estoy armado y vengo a ver a La Reina” dijo. Sacó
un paquete de cigarrillos nuevo, le buscó la tira de color metálico que lo abre por el
borde superior, rasgó el papel protector con cuidado, sacó un mentolado, lo tacó contra
la uña del pulgar, sacó la cuchilla del bolsillo de su camisa, le quitó el filtro –que cayó al
suelo como decapitando un condenado a muerte– y se lo puso en la comisura del labio
inferior. Guardó el paquete en el mismo bolsillo del que lo sacó, tomó su encendedor, lo
sacudió para inducir una llama grande, lo prendió, encendió su Paquistán y le dio la
bocanada más larga y profunda de la vida. Se sacó con la punta de los dedos un
pedacito de tabaco que le quedó en la lengua, carraspeó con la fuerza de un rugido,
escupió a los pies de quienes le apuntaban y exclamó, mirando de frente al peor
encarado de los presentes “dígale que es el Coronel Padrenuestro y que vengo de
parte del Presidente de la República, Don Nicéforo Cuervo de Pedroza y si me acabo
este cigarrillo antes de que me abran la puerta, me voy por donde vine”.

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A los dos minutos le abrieron la puerta; antes de entrar se volteó y dijo “el muchacho
viene conmigo”. A mí sí me requisaron hasta los pelos de las axilas. Entramos
–custodiados, claro– directo hasta la mesa del Milongas. El Coronel Padrenuestro
tomó la copa de champaña que le ofrecieron por cortesía y metió el mentolado adentro
para apagarlo. Dejó la copa sobre la mesa, carraspeó, sin escupir y sin saludar les
habló: “Señor y señora Traslaviña, yo soy el Coronel Aquiles Padrenuestro, vengo en
nombre del Presidente de la República y si ustedes me lo permiten voy a sacar una
carta del bolsillo interior de mi casaca dirigida a La Reina en éste, su cumpleaños”. Hizo
lo indicado, después de un gesto afirmativo del Milongas y con movimientos lentos y
cuidadosos le entregó a ella la carta. Aunque la papelería presidencial, con sus sellos
oficiales, era bastante llamativa y acorde con sus dignidades, al Presidente Nicéforo le
gustaba lacrarla, a la vieja usanza, porque le parecía refinado y de alguna manera
–pienso yo– poético; más en este caso, que se trataba de una misiva aduladora y
seductora al mismo tiempo. Así se planeó y el jefe de seguridad de Palacio se prestó, a
regañadientes, para el ardid, del cual nunca se le dijo nada al Presidente, por no
inquietarlo con unos detalles que –como ya quedó claro– no le interesaban. El Coronel
Padrenuestro se la sabía de memoria y casi que la recitaba, al tiempo que La Reina la
leía: “Usted, señora Traslaviña, será para siempre la Reina de nuestro país porque
ninguna otra mujer la supera en magnificencia y belleza. El corazón de los
cundinamarqueses anidan un amor por usted que excede los límites de la cordura y si
ese es el sentir del pueblo imagine cuán grande es el del mandatario que los
representa. Aunque hasta ahora lo sepa, usted es Mi Reina y quiero invitarla a que pase
la noche de su cumpleaños conmigo. Por favor comuníquele, al Coronel Padrenuestro,
la respuesta a mis caprichos de viejo enamorado y tenga en cuenta de que se trata de
un hombre de mi entera confianza y cercanía. Espero que mi requiebro no caiga en el
vacío. De usted bella dama, su fiel servidor, Nicéforo Cuervo de Pedroza, Presidente de
la República Unitaria de Cundinamarca”. Apenas terminó de leer, La Reina le pasó la
carta a su marido, eso también estaba contemplado y es ahí donde la retorcida
agudeza y labia de mi General Padrenuestro obraron el milagro. Ese era su talento:
lograr cambiar o reafirmar el rumbo de los acontecimientos con esa forma que tenía de
mostrarse y de ser percibido como un ser más dañino que el mismísimo creador de los
infiernos. Él sabía que hasta ese instante todo estaba en la cuerda floja: las lechonas
que explotarían cuando, antes de servirlas, les aumentaran el fuego; la teatralidad de la
limusina, el muchacho enfermero y la carta del Presidente como sacada de una
telenovela mexicana; los francotiradores que dispararían contra guardaespaldas,
borrachos, cegados por el sol; la puesta en evidencia de la estrategia militar entre tanto

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mercenario corrompido que fue sobornado; el riesgo improbable de que La Reina no se
entusiasmara por echarse un par de polvos en la Quinta de Nariño; la propuesta que
estaba a punto de hacerle al Milongas y la posibilidad de que, él mismo, no saliera ileso
del albur que había maquinado; porque como se verá, poner su vida en vilo fue lo que,
finalmente, determinó el éxito de la operación.

El Coronel Padrenuestro esperó a que El Milongas leyera la carta, sin quitarle los ojos
de encima. Apenas levantó la vista del papel, el Coronel no lo dejó ni pensar y arrancó
con una andanada verbal, salida de la reverberación de su voz, dejando un eco entre
frase y frase que multiplicaba su poder persuasivo. “Mire Don Milongas” empezó
diciendo, mientras tomaba una silla y se sentaba con el respaldar de frente –eso lo
aprendió de los vaqueros más temidos en las películas del oeste– “usted no me conoce,
pero yo sí lo conozco a usted. A los finqueros que no le quisieron vender sus tierras,
usted los colgó de las clavículas junto con los cerdos del matadero, los desolló de las
rodillas para abajo y los tiró vivos al río entre costales llenos de sal; las vetas
esmeraldíferas del alto Toquiza, las dinamitó con los mineros adentro como
escarmiento porque, según usted, le robaron un ganado y era que lo habían contado
mal; acribilló cuatro campesinos porque iban en un carro rojo, un domingo en que el
Independiente Santa Fe le metió tres goles a su amado equipo de los Millonarios; y
esto, por darle sólo tres ejemplos, Don Milongas. Además, tengo el testimonio de una
mujer que dieron por muerta, amarrada a un tronco con alambre, doblada en una
posición imposible, porque usted necesitaba ensayar un nuevo aparato para
inseminación artificial de equinos. Yo, por mí, se las cobró todas de inmediato; lo mato
con mis propias manos, delante de su reinita, pongo dinamita en la mesa de cada uno
de estos perros hijueputas que no tienen más oficio que olerle, a usted, los pedos y le
pongo afuera una docena de francotiradores para no dejar salir a nadie con vida de esta
cueva de ratas asesinas. Es más, le prometo, aquí mismo, que si usted se descuida, un
día de estos le cojo ese cable que tiene por verga y se lo amarro a la puerta de un
despacho público. Usted no es ni siquiera un enfermo, usted es la pus infecta del
desahuciado y considéreme desde ahora su más encarnizado enemigo. Pero, vengo
por otra cosa; el Presidente de la República me envía a decirle que él también le tiene
ganas a La Reina y que sabiendo que hoy escogen nuevos socios con la prerrogativa
de pegarle su culiadita de vez en cuando, él le ofrece inmunidad total por los delitos
cometidos hasta hoy, por usted y dos familiares que usted escoja, hasta en un tercer
grado de consanguinidad. La única condición es que el trato se cierre y se haga efectivo
inmediatamente. La Reina por su parte, de acuerdo con la agenda del Presidente

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Nicéforo y de la Primera Dama, tendrá paz y salvo para entrar a sus aposentos cuando
sus servicios sean requeridos y recibirá las joyas, por un valor a discutir, que ella escoja
de las bóvedas del Banco Estatal”.

El Coronel Padrenuestro notó un alegre y repentino rubor en las mejillas de La Reina y


se encontró con la mirada incrédula y a la vez ansiosa del Milongas. Todo dependía de
ella; coleccionaba gargantillas precolombinas, por eso tener acceso a las joyas del
Banco Estatal era un buen anzuelo. Yo seguía parado un metro delante de ellos y puedo
asegurar que El Milongas era el único que había borrado de su semblante el ánimo
general de la fiesta, en la que la romería transcurría como si nada pasara; pues él, más
que cualquiera, había sorteado encrucijadas peligrosas y reconoció, a puro olfato, que
se estaba jugando el pellejo. Sin embargo, cometió el error más común que cometen
los hombres y que nunca reconocen: creerle a su mujer. “César Afranio” le dijo ella
después de escuchar la emboscada imaginaria que le pintó su marido: “Deja la
paranoia, por una vez en la vida. Tuvieron la oportunidad de joderte y no pudieron, te
tuvieron a las puertas de la cárcel y se atortolaron y te voy a decir por qué, mi amor
¿sabes? porque nadie se atreve a levantar la mano contra ti, le tienen pavor a tu poder y
si quieres consolidarlo qué mejor socio que el Presidente de la República”. Se retiraron
a un invernadero distante, pero se alcanzaba a notar la vehemencia con que La Reina
agitaba las manos. “¿Tú crees, mi amor divino, que si te quisieran matar, se hubieran
metido a La Cordial, la finca más custodiada de la Sabana, por la puerta principal, con
un cuento que podría dañar el prestigio del Presidente Nicéforo? Lo que tienes en las
manos es la oportunidad de ganar privilegios y sanear tu nombre, César Afranio. Tienes
que aprender a actuar como los poderosos y darte cuenta de que lo que ellos hacen –te
lo digo yo que me he codeado con la crema y nata de este país– es hacer alianzas con la
gente de verdaderos quilates, como tú, mi amor hermoso”. Salieron del invernadero, el
Coronel Padrenuestro miraba el reloj con preocupación, pero percibió, a medida que se
acercaban, un Milongas más relajado, dispuesto a tranzar. Se le notaba también ese
ego iluminado que ha tomado verdadera conciencia de su poder y que entre más crece
y se alimenta del elogio y la vanagloria, más obnubila los instintos.

Quedaba el asunto de convenir las formalidades. La Reina se iría conmigo hasta la


limusina, con la condición de dejarse examinar por mí –un enfermero licenciado en el
Colegio Médico Nacional, según decía un escudito que me pusieron en la solapa– no
fuera a ser que le transmitiera algún tipo de venérea al primer mandatario de la nación.
“Hágase el que busca una irritación, un chancro, voltéela y mírela por todos lados y

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asegúrese de que no esté armada. Le sorprendería saber lo que cabe entre las piernas
de una mujer tan trajinada como esa” me ordenó el Coronel Padrenuestro, haciendo
gestos de ventrílocuo, mientras esperábamos a que La Reina se cambiara. Al Milongas
le cambió la cara, se dio el lujo de sonreír, de pensar la fortuna de haberse casado con
una mujer tan sagaz; y pensaba, por supuesto, en su inmunidad y lo que ésta
significaría para cumplir su sueño –que es el mismo de cualquier hampón del planeta–
el de limpiar sus apellidos y el honor de su familia para untarse de cultura y buenos
modales, sin tener que esconderse de nadie. Ni siquiera le molestó el prerrequisito de
que su mujer fuera examinada por un enfermero, inclusive comentó: “Lo entiendo
Coronel, que haya sido Reina de Belleza no quiere decir que el culo no le huela a
mierda”. Mientras El Milongas se reía de su propia ocurrencia, el Coronel Padrenuestro
aprovechó para decirle “entiendo que un hombre en su situación desconfíe hasta del
Presidente de la República, por eso yo me quedo aquí hasta que La Reina vuelva esta
noche o mañana temprano, con la resolución presidencial que firma su inmunidad.
Hágala revisar por sus abogados y hasta que no quede a su satisfacción La Reina no
tiene por qué volver a la Quinta de Nariño, ni hacer caso de los caprichos seniles de ese
guevón”. Ese miramiento no pedido y esa manera liviana de referirse al Presidente
Nicéforo, tenían por objeto evitar contratiempos, un “guiño de confianza” que aplacara
cualquier arrepentimiento final. La Reina me tomó del brazo, “vamos corazón” me dijo y
atravesamos, a la vista de los comensales, el corredor lateral tapizado de fotos e
ilustraciones de caballos, hasta llegar al portón rojo. Al subir a la limusina, Polanía cerró
el apartaguaches, el vidrio oscuro que separa a los pasajeros del conductor en los
carros amplios y lujosos. Me senté frente a ella y no fue sólo su belleza de diosa
universal lo que me asombró sino haberme dado cuenta, en el trayecto hasta el carro,
de que Reyes y Quesada –mis compañeros, los de la chanza del jabalí– estaban con
delantales de cocina, en la mitad de la fiesta y parecían estar pendientes de las
lechonas.

Examinar a La Reina debía tomarme el tiempo suficiente para que el Coronel


Padrenuestro lograra salir sano y salvo del operativo, pero las órdenes de Polanía eran
claras: arrancar a los quince minutos, pasara lo que pasara. Empecé por tomarle el
pulso y con sólo eso, ella presintió mi leve erección porque comentó “o sea que no eres
maricón, porque con esa cara tan linda pensé que eras de caminar ladeado”. Me tomó
los cachetes como a un chiquillo y se quitó la piel que llevaba encima. “Chinchilla”
musitó, como para oírse ella misma, se quitó las medias de nylon y siguió hablando:
“Primera Dama por una noche ¿quién lo diría? ¡qué tal que me quede gustando!” y le dio

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rienda suelta a un monólogo ininteligible, en voz más bien baja después de quedar
desnuda; se quitó hasta los aretes, echó la cabeza y los hombros para atrás mientras yo
la palpaba. Me distraje en la parta baja de su espalda porque, ahí, justo arriba de donde
el culo deja de llamarse culo, tenía tatuado el mapa de Cundinamarca. “¡Lo que hacen
las candidatas para ganar un reinado de belleza!” pensé y mi sensación fue de ternura.
Hoy pienso que ese trance, de hablarse a sí misma en voz baja, era su forma de
desligar su cuerpo de los juicios de la conciencia o como forma para desactivar, a su
acomodo, los interruptores que controlan el placer, el asco y la vergüenza. También he
pensado todos estos años que, adentro, El Milongas cayó en la trampa de sentir que
estaba ganando un cómplice. Los sucesos de esa tarde se fueron volviendo
mitológicos, se llenaron de arandelas fantásticas entre miles de versiones pero, la
verdad, el detalle que el tiempo mantiene inalterable es que el mafioso preguntó:
“Entonces, ¿el Presidente Nicéforo también sabe quién soy yo?” A lo que el Coronel
Padrenuestro le contestó: “Ese malparido favorece al que tenga plata, sin distinción y
me tiene a mí para cuidar sus intereses y evitar que haga alguna cagada. ¡Usted sabe!
Hay que estar encima del malparido porque a veces se le sale la bestia que lleva
adentro y termina haciendo cosas irreparables; pero tranquilo que su reinita está a
salvo porque desde que la coronaron, lo único que ha querido, como él mismo dice es:
'¡atravesarla en cuatro!' y se las da de poeta el muy cabrón”. Dicho esto, le pegó una
última copiada al Paquistán que ya le estaba quemando los dedos. Lo sostuvo entre las
uñas hasta sacarle el estertor final acompañado, de inmediato, por el carraspeo
característico previo a sus monumentales escupitajos. El Milongas, mientras tanto,
hizo la reflexión esperada: “Este cara de verga me amenazó, me hizo sentir como un
pintado en la pared, pero se la dejo pasar porque el vergajo tiene peso en las güevas y
lo único que quiere dejar claro es que somos de la misma calaña. Vale güevo la
cercanía con el Presidente de la República si uno no tiene a este hijueputa entre el
bolsillo. Además, se le ve en los ojos que también le tiene ganas a mi reinita, o sea que
¿quién mejor para cuidármela?” Ese acto de fe en un hombre al que le vio, a leguas, una
capacidad sanguinaria equiparable a la suya, fue lo que determinó la continuación de
una apoteósica carrera militar signada por la buena estrella. “Coronel” le dijo
estirándole la mano: “Váyase, que si mi reinita no vuelve intacta, lo culpo con más
facilidad a usted si está con ella, que si se queda aquí escupiendo tabaco como un
negro con tuberculosis”.

Existe una discusión, entre quienes vivimos esa tarde alucinante, acerca de si fueron
primero los tiros de los francotiradores o la explosión de las lechonas; pero eso no

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importa, el caso es que para cuando llegaron los refuerzos, que estaban bastante
cerca, ya no quedaba nadie en pie para responder al ataque. La verdad, monda y
lironda, es que doce hombres comandados por mi General Padrenuestro, cuando
apenas era coronel, acabaron, en media hora, con casi quinientos delincuentes. Por
supuesto que había mujeres y unos pocos niños pero eso nunca nadie lo supo, ni nadie
nunca preguntó. La prensa, al otro día tituló: “Lechonas rellenas con dinamita, vendetta
entre esmeralderos”. Así quedaron las cosas, como un evento fortuito de venganza
entre mafiosos. Entre la limusina, parqueada en un escampadero a cincuenta metros
de la salida de la finca, se alcanzaban a escuchar los gritos de los incinerados. La Reina
se cogió la cabeza con las manos y repasó, en su memoria, el número de la cuenta
bancaria y el lugar donde escondía la llave de la caja de seguridad. Lo segundo no era,
en realidad, un ejercicio mental, podía sentir la llave con sólo apretar las nalgas, pues la
llevaba consigo desde que le contaron dónde y envuelta en qué, llevaban los presos
plata, droga y esmeraldas. Apenas llegaron Reyes y Quesada, corriendo y con ese
gesto imborrable del deber cumplido, Polanía les abrió la puerta y el Coronel
Padrenuestro me mandó al puesto de adelante, con ellos; quería quedarse solo con La
Reina y fue, ahí, cuando me dijo: “¡Chino! Escríbame un discurso bien almibarado para
mi posesión como General de la República”. En el puesto del copiloto, bastante
apretados, con el apartaguaches cerrado, nos dio gusto encontrarnos, estar de nuevo
entre conocidos y por lo que hablamos, me di cuenta de que, desde la broma del jabalí,
ya la operación Media Luz estaba en marcha. Atrás, con una rodilla apoyada en la
mullida cojinería, el Coronel Padrenuestro le estrujaba la cara a La Reina, se la
restregaba contra el vidrio trasero, desde el que se alcanzaba a ver la columna de humo
que salía del sitio de la masacre y le gritaba: “Mire, malparida, se quedó sin corte y sin
reino y no me venga a hacer ojitos de víctima, porque El Milongas era un santo patrón
comparado con la maldad que usted arrastra entre ese cuerpo de perra culiona, de puta
entre bestias y carroñeros”. La tomó de la cintura con una violencia demoledora, como
si se estuviera espantando el nerviosismo y la ansiedad de las últimas horas. Le cogió
la lengua con los dientes y sin soltársela se la chupó hasta sacarle sangre; le cogió igual
los labios de la vagina y como quien se come un mango después de pasar hambre diez
días, no dejó sino una pepa desmechada y pálida; La Reina gritaba con una rabia
contenida por el engaño, sentía en su piel la presencia de esos muertos que pagaban
su turno para abrirla de par en par y arremeterla hasta el cansancio, con la incredulidad
y el asombro pintados en sus caras, como de estarse pichando a la mismísima Virgen
María.

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Que el Coronel Padrenuestro aprovechara las circunstancias para hacer lo suyo le
debió parecer normal. Violarla a ella –pensaría– era darle un cierre con broche de oro a
la operación, el premio a su merecida victoria. Mientras la volteaba incesante, le gritaba
“¡ábrete más, perra!” y la tomaba de frente y de espaldas con unos resoplidos roncos y
un sudor oleaginoso y verde lubricándolo todo. La Reina, con los codos contra la
ventana lateral, esperaba la descarga final; daba unos alaridos que harto había puesto
en práctica, mientras trataba de no maltratarse la cabeza que pegaba en el vidrio con la
fuerza de cada vaivén y pensando en cómo le quedarían las rodillas para su encuentro
con el Presidente de la República. Vio la noche que caía, los carros que empezaban a
encender las luces, vio también pasar un par de tractomulas larguísimas hasta que
sintió, por fin, un reflujo muy caliente en su desembocadura y antes de que tuviera
tiempo de hacer su perfecta imitación del orgasmo sincronizado, se abrió la puerta en la
que estaba apoyada y el Coronel Padrenuestro escuchó su cuerpo desnudo totear
contra el pavimento, reventarse como cuando uno pisa una cucaracha y un grito
agónico que se perdió entre el pito de buque de una flota transmunicipal.

A la semana siguiente tomó el mando como General de la República, con la imposición


de un brillante sol en sus charreteras, era el primero. “La Reina se me escapó de las
manos, Señor Presidente y La Chorra se la vendió a un señor de Pacho, al que llaman
El Sangrón” le dijo al primer mandatario, cuando le llevó las escrituras de la Uña que
incluía un bosque de pinos canadienses y un lago repleto de cisnes plateados.
Después de los aplausos, el Presidente Nicéforo lo felicitó por el discurso y el ímpetu de
su oratoria y al bajar del estrado enmarcado por el escudo y la bandera de
Cundinamarca, mi General Padrenuestro se me acercó para decirme, delante de
Reyes y Quesada: “Chino, usted va a ser mi lugarteniente vitalicio, a cargo de escribir
mi vida”. Sus botas impecables sonaban fuerte contra el piso de parqué y en
contraposición a los salticos amortiguados de conejo del Presidente de la República y a
la delicada reverencia de su séquito, es como si un búfalo hubiera templado en el reino
de Oz.

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Venga a nosotros tu reino

“Hacia donde yo miro es el norte: la dirección a seguir” decía mi General Padrenuestro


cuando hacía ejercicios simulados, en el monte, con sus muchachos, como se refería a
los soldados y oficiales que conformaban el comando a su cargo. Él escogía, en
persona, a cada integrante, como lo hizo conmigo; los miraba fijo a los ojos, durante un
rato largo y algo en lo profundo de su ser le revelaba la justa dimensión de quien estaba
enfrente. A veces los trataba, desde el primer momento, como si fueran sus hijos, pero a
otros les ponía unas pruebas inauditas como rebuznar enfrente de la comandancia o
pintarse caritas felices en las nalgas. “Un hombre mata por usted” decía, a la vez que
concluía “pero hacer el ridículo por uno requiere de un vínculo más fuerte”. Reclutaba
también mujeres para operaciones encubiertas y como en esa época aún no les estaba
permitido prestar el servicio militar, las sacaba de donde las encontrara y las
entrenábamos entre nosotros. Básicamente eran vendedoras, meseras y secretarias,
muchas de las cuales puteaban los viernes y sábados para ganarse unos buenos
pesos. Las buscaba, por lo general, altaneras y de pierna gruesa, capaces de asfixiar a
un hombre entre las tetas y caparlo a rodillazos. Mujeres vulneradas de jóvenes por
algún tío o primo o por su propio padre y dispuestas a no dejarse joder de nadie, nunca
más. La mayoría terminó casándose con alguno de nosotros que era como casarse con
todos porque bajo ninguna circunstancia dejaron de ser nuestras mujeres; a veces
oficiaban como hermanas, otras veces como amigas con derechos y otras como
madres, inclusive. Trabajar de cerca con mi General Padrenuestro era entregar la vida
a sus causas, las cuales no se ponían en duda por ningún motivo. Tal compromiso
estaba marcado por una vida familiar escasa y muchas veces tormentosa y llena de
sobresaltos; por eso tener una pareja, a la mano, era ideal y esa fuerte querencia nos
obligaba a defendernos con mayor ahínco y fiereza. Éramos incondicionales y sin

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posibilidad alguna de alojar, en nuestro seno, traidores de ninguna especie. Podíamos
ser asesinos, putos y sanguijuelas pero no traidores; de ahí que a mi General
Padrenuestro sólo pudo matarlo una espina de pescado la tarde aciaga en que, por la
prisa, se quiso pasar entero un bagre ensancochado, al que le echaba grandes
cantidades de limón y un picante tampiqueño hecho por los lados de Potrero Grande,
por la vía que lleva a Choachí, Ubaque y Fómeque.

Cuando Celina Ancízar apareció supimos, sin decirlo, que era intocable. Mi General
Padrenuestro la trajo herida; un picahielo le atravesó la espalda por cobrarle tres
noches seguidas de revolcón y droga a un mafioso de las apuestas. Con los ojos
desorbitados le gritaba: “¿Vos quién te creés que sos malparido? ¡Cabrón de mierda!
Me dejás la chocha como una malteada de leche agria, con el ardor y la cochambre de
ocho guardaespaldas encima ¿y yo qué? Me pagás hijo de puta o te saco los intestinos.
¡Malparido!” mientras pateaba a lado y lado, como loca, con unas botas vaqueras que
era lo único que llevaba puesto. Tenía unas pantorrillas montunas y sus tetas señalaban
de frente como las armas durante un fusilamiento o las pistolas desenfundadas del
Bueno, el Malo y el Feo. El arbusto de su vagina era tan espeso que los pelos se le
salían por el pantalón. Le gustaba que la miráramos –en su culo cabían nuestros ojos al
unísono y con comodidad– que le oliéramos sus axilas sin afeitar después de un día de
prácticas de campo y trote. “Aprovechen que entre los brazos me huele igual que entre
las piernas” decía y le restregaba el producido de sus sobacos, en la cara, al primer
descuidado que encontraba en el camino. Su vulgaridad nos mantenía en constante
arrechera porque llamaba las partes femeninas por su nombre, lo mismo que sus
sudores y el humor afrodisiaco que emanaba de su cuerpo. Había que andarse con
cuidado, de todas maneras, no sólo porque era una mujer letal, sino que mi General
Padrenuestro la hizo suya desde las primeras prácticas y hasta tres veces, a diario,
gozaba de esa pertenencia entre los matorrales y a la vista de todos. “De culiada en
culiada la fue enamorando” decían en las barracas y a él se le veía, intenso en grado
sumo y eléctrico, como un cazarrecompensas cerrando el cerco alrededor de su presa.

Cuando salió de la clínica, pidió que le devolvieran el picahielo que le sacaron de entre
las costillas; miró su destello a contra luz y juró una cruda venganza contra el mafioso
de las apuestas. Más tarde averiguaría que se trataba de Martín Gualteros, alias
Caterpillar; lo llamaban así porque tenía la quijada caída como las palas mecánicas que
utilizaba la administración distrital para recoger escombros y que eran de marca:
Caterpillar. Jeremías Gualteros, su padre, tenía la afición de jugar al 5 y 6; apostaba a

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los caballos, los domingos, llenaba unos formularios llenos de nombres maravillosos
que marcaba para cada carrera, como La Estrella de Arabia, Enredadera, Llanero de
Plata, Casanova o Ganímedes, por ejemplo. Cuando ganaba, una o dos veces al año,
llevaba a la familia hasta el hipódromo, el siguiente domingo y gastaban el dinero en
más apuestas; era divertido y nunca significó un descalabro económico, como solía
sucederle a personas que no podían controlar el monto progresivo de lo que
apostaban. Caterpillar era el primogénito y como tal, debió hacerse cargo de la familia
cuando Don Jeremías murió de un aneurisma fulminante. Por pura coincidencia, el
hipódromo cerró a los pocos meses y quedaron cesantes una serie de apostadores que
no sentían fluir la misma adrenalina apostando a los partidos de fútbol o a las reinas de
belleza nacionales, del bambuco, el café, la marimonda y la arepa de huevo. Caterpillar
ideó unos puesticos de madera que, en las esquinas más céntricas de la ciudad,
recibían pequeñas cantidades de dinero para apostarle a los tres o dos últimos
números de las loterías nacionales que jugaban cada semana.

Su imperio nació del menudo; de cinco centavos en cinco centavos construyó una
empresa que, hoy, está en el mercado accionario y pertenece a una sociedad anónima,
pero que por esas épocas requería de diez personas, al día, para recontar los bultos de
monedas que llegaban a la oficina principal, después de las seis de la tarde. Su logotipo
mostraba a un hombre flaco y hambriento y a otro gordo y feliz: la diferencia entre
ganarse y no ganarse la lotería. En buena hora, Cundinamarca hizo un convenio de
intercambio de productos televisados con los United States of Mexico y un manito
gozón, con un chipote chillón, una bolsa de maní y un overol encogido, representaba
los personajes más reconocidos de la América hispanoparlante. Tenía un sketch
llamado Los Caquitos en que aparecían El Botija y el Chómpiras, el uno gordo y el otro
flaco. Eso bastó para que, de la noche a la mañana, se volviera de moda jugar a los
caquitos y lo más importante, sus puestos fueran reconocidos a lo largo y ancho de la
ciudad. Es de imaginar que dicho nombre le dio más de un dolor de cabeza, pero
Caterpillar se esforzó para que su negocio fuera ejemplo de juego limpio y honestidad,
cosa que muy pocos creían pero que era cierta. “No todo el que tiene un alias es un
ratero” decía con regularidad y eso, también era cierto. Su único problema, es que el
alcohol y la droga se le subían a la cabeza cuando se iba de putas, agregado al hecho
de que lo criaron y lo enseñaron, como a la mayoría de los hombres nacidos en el seno
del catolicismo, a irrespetarlas y considerarlas poco o menos en la escala social.

Mi General Padrenuestro fue criado igual sino que llegó a pensar distinto; para él,

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desde joven y durante su formación de soldado a oficial, todas las mujeres eran unas
putas hasta que no demostraran lo contrario, pero, con el tiempo, las dejó de
pordebajear a medida que aventajaban a los hombres, en múltiples aspectos de la vida
militar: perseverancia, sensatez, equilibrio y compromiso, por no alargar la lista. Las
trató cada vez con mayor consideración y respeto porque, en realidad, a lo largo de su
vida les fue teniendo la más alta admiración; amó a las que pudo, hasta que comprendió
que la vida sin ellas hubiera sido un camino de espinas, sin salvación, ni cruz. Recién
nombrado General su visión, sobre ellas, iba en franca evolución; seguía pensando, sin
embargo, que las mujeres entregan su cuerpo esperando algo a cambio; “y ese algo es
siempre material, Lugarte. No vaya usted, por ahí, pensando que lo que quieren de
vuelta es un atardecer o las estrellas o un poema” me repetía y ante mi mirada incrédula
y aterrada, me cogía un cachete entre los dedos y me decía con cierta
condescendencia “¡dígame que usted no es tan guevón, Lugarte!” Por eso, en el cuartel
pensábamos que mi General Padrenuestro no estaba hecho para el matrimonio, hasta
que apareció Celina con su sexo al aire, su lengua sin freno y su olor visible: un vaho en
forma de lazo que nos abarcaba, que nos embrutecía y que, de paso, fortalecía el
ánimo de superación de las demás mujeres. Las diez o quince que había, que se
capacitaban con nosotros, empezaron a superarnos, pero nadie dijo nada porque
nuestra lógica machista-paramuna-judeo-cristiana permitía captarlo a un nivel casi
inconsciente, pero no expresarlo, hacia afuera, con palabras o un mínimo de
coherencia.

Mi General Padrenuestro se sumió en un estado de placentera perplejidad, como si


hubiera encontrado un claro, un remanso, entre el chiquero de su alma. Se le veía
recoger flores en los jardines de la comandancia, oler el jabón bajo la ducha y acariciar
a las vacas; en noches de luna llena se bañaba empeloto en los estanques y le silbaba a
Celina tonadas de Pedro Infante y Javier Solís. Ella lo acompañaba en sus arrebatos
hasta que, un día, sintió que estaba embarazada y dejó el entrenamiento con la excusa
de una migraña incontrolable; se enroscó en su cama sin comer, ni dormir, con una
culpa de Damocles colgándole de las vigas del techo. No era que tuviera dudas acerca
de la paternidad, sino que “una no puede ser tan puta sin recibir un castigo ejemplar”
pensaba entre un sopor maligno que se le metió en las cobijas y que le produjo una
calentura que la tuvo al borde de la muerte. La noche que se la llevaron de urgencia al
Hospital Militar, con una fiebre de cuarenta y cinco grados, lloramos como hombres, o
sea para adentro, partidos en dos y el gesto, en la cara, de tener un limón entre el culo.
Los médicos dijeron que el embarazo no estaba afectado, pero que si no bajaba la

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fiebre Celina y el bebé podrían morir. Mi General Padrenuestro escuchó a los
especialistas sin parpadear, no dijo palabra y se quedó parado, el resto de la noche, en
un frío corredor, oscuro y con vista a la ciudad; a la que sentía latir bajo sus pies y se le
antojaba viva y enferma, igual que Celina; y como no podía hacer nada por Celina,
decidió bajarle la temperatura a la ciudad. Arrancó una operación de saneamiento sin
precedentes que destapó ollas, alertó soplones y doblegó delincuentes.

Bogotá despertó sitiada por las fuerzas de la ley; mientras Caterpillar se lavaba los
dientes, sus casetas de juego de caquitos fueron desmanteladas y revisadas hasta la
última puntilla. Asimismo se hizo con los negocios callejeros: ventas de palo santo,
cajas de embolar, fritadoras de churros y puestos de perros calientes, entre otros; hasta
las máquinas de escribir que se usaban para hacer declaraciones de renta, al amparo
de una sombrilla frente a las oficinas de Impuestos Nacionales, fueron revisadas sin
ningún asomo de piedad. Lastimosamente, cayeron peces pequeños sin mayor
importancia y mi General Padrenuestro fue llamado por generales, más arriba que él y
de mayor influencia –que todavía los había– a responder por sus actos. Tampoco les
dijo nada, tal vez porque consideró, en ese instante, que la vida sin Celina no valía un
güevo y que si lo que querían sus superiores eran peces gordos pues no le quedaba
más remedio que coger a unos cuantos. La fiebre de Celina bajaba por raticos, gracias
a las frazadas con alcohol que le ponían en la frente y los baños de agua helada que le
daban a la fuerza, pero la fuente infecciosa no aparecía por ningún lado y cada día que
pasaba era más crucial encontrarla.

De primera mano, mi General Padrenuestro recibió los resultados de sus pesquisas y


se sorprendió al saber que los puestos de juego de caquitos, los mil ciento cincuenta
que revisaron, no revelaron ninguna actividad delictiva. Tal curiosidad se debió a que,
él, también creía que los vendedores de lotería llevaban, en realidad, los bolsillos llenos
de maracachafa, canuto, moña o como quisieran decirle al residuo despepado y
secado al sol del cannabis. “¡Lugarte, averígüeme quién es el dueño del juego de
caquitos y póngamelo de frente!” exclamó; cuando mi General Padrenuestro utilizaba
la expresión “póngamelo de frente” quería decir: arréstenlo con cualquier excusa y me
lo traen custodiado hasta donde yo esté. Don Caterpillar, como le decían con
deferencia sus subalternos, se encontraba en su oficina sacando cuentas, en una
calculadora de palanca, con su lustrabotas, al pie, cuando le cayó la policía y lo detuvo
por posesión ilícita de dinero. Se rio, se dejó esposar y dijo en voz alta para quien
quisiera escucharlo: “¡Cantidad ilícita de dinero! Eso debe ser ni tan poquita para meter

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en los bolsillos, ni la suficiente para untarle la mano a estos hijueputas”. Como no
entendieron el sarcasmo, los agentes que hicieron el arresto le dieron un culatazo en el
hombro y se lo llevaron también por intento de soborno.

Mi General Padrenuestro entró pisando más fuerte que de costumbre al calabozo


donde lo tenían amordazado, mientras gritaba: “¡Qué mano de incompetentes tengo a
cargo, dios mío! ¿Cómo se les ocurre arrestar al Señor Gualteros?”; quería quedar
como su salvador y lo logró, porque aunque Caterpillar tenía buen temple para tratar
con la autoridad, se estaba empezando a sentir preocupado ante la torpeza de quienes
lo apresaron. Lo llevaron al casino de oficiales, no sin antes pasar por la enfermería a
que le vendaran el hombro; lo sentaron en una mesa larga como la de los reyes de
Francia y cuando mi General Padrenuestro volvió a aparecer, él mismo cogió su asiento
y lo acercó al detenido, generando así un clima más amistoso. Bastó un par de horas
para que se abrazaran a cantar rancheras; a mí me escogieron para poner los discos en
una radiola con tornamesas de esas que vendían a crédito en Chapinero, en un
almacén con apellido judío. Se contaron las historias básicas de dos personas que
recién se conocen y se les notaba la mutua empatía porque se festejaban los pedos y
eso en cualquier relación humana toma bastante tiempo. Sobra decir que mediaron
ingentes cantidades de alcohol pero sigo pensado, sobre esa noche, que fue muy
extraño que mi General Padrenuestro bajara la guardia con tanta facilidad ante un
desconocido. Él se preciaba de medir a las personas con sólo tenerlas de frente pero,
como siempre hay excepciones, yo estaba convencido de que ésta era una de ellas.
Después de la medianoche, los dos hombres se quedaron solos y Caterpillar sacó una
papeleta con cocaína y se metió un pase “producto cundinamarqués” dijo, evitando con
éxito un estornudo; con la misma esquina de la tarjeta de crédito que puso en ambas
fosas nasales, con una poca cantidad del polvo blanco, le ofreció a mi General
Padrenuestro y éste –aunque no la conocía– repitió la ceremonia de taparse un lado de
la nariz y aspirar por el otro la droga y viceversa; sus pulmones se abrieron como las
plumas de un pavorreal y la borrachera se le pasó de inmediato. “¡Mágica!” exclamó
“sólo falta que nos pongamos a exportarla, si es que no hay delincuentes haciéndolo ya
y que Cundinamarca se nos vuelva un campo de batalla”. Sus palabras premonitorias
cayeron en saco roto porque los guardaespaldas de Caterpillar entraron con
estridencia llevando, del brazo, cuatro putas. La imagen de Celina, roja de fiebre, lo hizo
disculparse y salir sin despedirse. Cuando esto sucedía, era obligatorio, para los que
estábamos de guardia, limpiar el lugar y sin dar mayores explicaciones, llevar a los
invitados a sus casas.

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Al otro día almorzaron juntos y diseñaron, poniendo saleros y servilletas en sitios
estratégicos de la mesa, un operativo que pondría en jaque la distribución de
marihuana en el centro de la ciudad. Cada puesto de juego de caquitos sirvió de
carnada para atraer a los cabecillas del negocio. La argucia funcionaba así: cada vez
que un apostador se ganaba un caquito doble o triple, se le pagaba en billetes y “por
equivocación” en el fajo iba enredado un barillo; el vendedor lo retomaba con rapidez y
se disculpaba con cara de estar molesto por el error cometido. Se empezó a regar la
bola de que los caquitos se estaban volviendo, de verdad, caquitos y los mafiosos
empezaron a echar cuentas del mordisco tan sustancioso que los puestos de
Caterpillar Gualteros les debían estar quitando. Los cabecillas se reunieron en secreto
y sin pensarlo dos veces, lo sentenciaron a muerte y sus hombres salieron a buscarlo y
como no lo encontraron, atacaron –de acuerdo con lo planeado– los puestos de juego
de caquitos y se encontraron siempre acorralados, sorprendidos, emboscados en sus
propios territorios y por los mismos policías que recibían, con regularidad, sus
sobornos. “El fuego se combate con más fuego” decía mi General Padrenuestro
mientras dejaba escupitajos llenos de tabaco en las paredes y en el piso, de los
cuarteles de la carrera quinta con calle cuarenta y cinco, donde nos trasladamos para
estar más cerca de Celina y de los médicos a quienes, él, amenazaba, cada vez, con
más ahínco y menos palabras sutiles.

Si bien es cierto que, con esta segunda fase del operativo, seguían cayendo
delincuentes de poca estopa, era cuestión de tiempo antes de que los mandos medios y
altos de la mafia empezaran a involucrarse personalmente. Hay que tener en cuenta
que las estructuras criminales de esa época no eran muy compartimentadas, ni tan
distanciadas entre la cabeza y la cola. Tocó meterle catres a los corredores de La Picota
–la cárcel más grande de Bogotá– y las comisarías se llenaron, al extremo de que, ni
siquiera, había suficientes formatos mimeografiados para realizar los papeleos de
traslado de los reos. Mi General Padrenuestro convenció a Fabricio Pepón Olarte,
Ministro de Relaciones Exteriores, para que firmara un convenio de cooperación
laboral con Panamá y mandó camionadas de mano de obra “calificada” al Tapón del
Darién para ayudar a unir el sur y el norte de la famosa carretera Panamericana.
Nuestros nacionales –convictos pero sin mayor vigilancia– llenaron de asfalto los
cauces de madera hechos por los ingenieros y al ver que con la primera lluvia
desaparecían en el fango movedizo de la ciénaga, corroboraron de forma empírica el
decir de los lugareños: “Es que, por aquí, hasta los huecos se hunden”. Les bastó un par
de semanas para encontrar enlaces con Ciudad de Panamá, a la sazón puerto libre y se

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dieron a la tarea de contrabandear electrodomésticos y traerlos a Bogotá en los mismos
camiones que seguían llevando los presos que no cabían en las cárceles de la capital y
que –en principio– debían devolverse vacíos. Cuando los altos mandos militares se
dieron cuenta del ilícito, pusieron el grito en el cielo y acusaron a mi General
Padrenuestro de lucrarse a costa de los bienes de la nación y le improvisaron en pocas
semanas una corte marcial para poder deshacerse, por medio de un juicio relámpago,
de quien era evidente que venía pisándole los talones al cerrado círculo de la
comandancia. Ocupado, como estaba, desmontando la red de distribución de
marihuana, de día y acurrucado bajo la cama de Celina, de noche, le mandó decir a la
Justicia Penal Militar que se fuera para la mierda. En el acto, lo mandaron a arrestar;
cincuenta efectivos llegaron al hospital, pasado el mediodía. Los vimos llegar desde
que se bajaron en la carrera séptima, dos cuadras más abajo, porque aunque ellos se
escondieron aprovechando los muros de contención de las edificaciones circundantes,
los buses verde oscuro que los transportaron, desde el Cantón Norte, se devolvieron
por la carrera quinta, frente a nosotros.

La veintena de hombres que estábamos con mi General Padrenuestro y él mismo, nos


pusimos las batas blancas de cuanto médico encontramos escaleras arriba y cuando
llegamos al techo notamos, mirando hacia la entrada principal, que los soldados
creyeron estar bien resguardados, al amparo de una valla publicitaria con playa, brisa,
mar y palmeras que decía: “Tiquetes a San Andrés, pague dos y lleve tres” pero desde
donde estábamos se veía la hilera de cascos, uno tras otro, esperando la señal de
ataque o a que llegara alguien de mayor rango. Gozábamos de una ventaja estratégica,
pero era impensable que, tratándose de un arresto, alguno de los dos bandos
emprendiera un tiroteo y menos entre miembros de un mismo ejército; por eso, mi
General Padrenuestro puso en marcha la operación: Más vale guano en mano que tiros
volando –nombrada a posteriori, por supuesto– que consistió en recoger la inmensa
cantidad de caca que las palomas depositan en el techo del Hospital Militar –valga decir
que algunos no encontraron guantes quirúrgicos en los bolsillos de las batas– y lanzarla
contra los uniformados, en la calle, detrás de la valla, que no supieron lo que les caía del
cielo hasta que el olor delató el carácter orgánico de la munición. El Ministro de Guerra,
general de tres soles Facundo Valverde Ortegón, en persona, llegó a hacerse cargo de
la detención y al bajarse de su jeep blindado fue recibido, igual, por varias plastas de
excremento blanco que le quitaron el brillo a las insignias que, lucidas en su pecho, eran
su principal razón de orgullo. La ofensa fue considerada como una osadía y el insulto
fue recibido con una rabia desaforada por parte de la élite de los generales, quienes

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ordenaron remover, ipso facto, de su cargo a mi General Padrenuestro y escarmentarlo
con toda la fuerza del estamento militar; que no era tampoco tanta, teniendo en cuenta
que no podían saltarse al Presidente de la República, ni siquiera aplicando las
cortapisas del Estatuto de Seguridad –tan en boga, por esas épocas– si éste fuera el
caso.

Celina agonizaba, le hicieron un aborto inducido para tratar de salvarla pero todo
parecía inútil; ella se cansó de pelear por su propia vida, tal vez pensando que ese era el
precio a pagar por el derroche de la carne, por el pecado de despertar la lujuria del
animal masculino. Rogaba a dios por un último perdón que, por lo menos, le alcanzara
para llegar a los dormitorios baratos del purgatorio donde, sin ninguna duda, la
pondrían en cuatro patas pero a limpiar las escaleras interminables que llevan a la
bóveda celestial. Se escuchaban afuera las barricadas de soldados que, hombro
contra hombro, venían a llevarse a mi General Padrenuestro para la cárcel, donde le
quitarían el uniforme y lo devolverían, posiblemente, a esas tierras grises, de papa y
frailejón, que lo vieron chuparse el dedo y dar los primeros pasos. Le hubiera bastado
irse con Celina adonde fuera que ella lo llevara, daba igual; el amor era preferible a la
honra, por eso nos ordenó orar –nos pasó laminitas con los rezos de San Eustorgio y
San Perico, los santos culebreros a los que le rezan los mineros que quedan atrapados
por las avalanchas– y hacer caso omiso del enfrentamiento que estaban buscando los
hombres más condecorados de la patria. Por vencido que estuviera, en los medios de
comunicación lo que vieron los televidentes fue a una fuerza pública que necesitó de
demasiados hombres, para doblegar a uno solo. “Lluvia de mierda divide a los altos
mandos militares” titularon, palabras más, palabras menos, la prensa y los noticieros
que expusieron el drama, de un general desconocido, dispuesto a no dejarse separar
de su novia enferma, por cuenta de camiones militares llenos de mercancía ilícita traída
de Panamá. El agravio de mi General Padrenuestro a su superior fue el tema del día, no
se habló de nada distinto, pero la gente se solidarizó mil veces más con la historia de
amor que con el desplante cometido y para ser francos, le importó un bledo el
contrabando de electrodomésticos. Sin embargo, sin evaluar mucho la situación,
cegado por la humillación pública de un subalterno, el Ministro de Guerra quería
demostrar que estaba al mando e invitó a los canales de televisión para que filmaran, en
vivo, el arresto de mi General Padrenuestro; sin percatarse de que, él, era el malo del
paseo y de que le estaba entregando a los cundinamarqueses un héroe a quien querer
y en últimas, en quien confiar. Mi General Padrenuestro nos pidió que rezáramos y lo
hicimos, nos pidió que evitáramos acciones innecesarias y asentimos con la cabeza,

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nos pidió que lo dejáramos solo y lo hicimos también, tal era la determinación que
teníamos de hacer su voluntad. Blas fue el único que se rehusó “yo le rezo a mi pistola y
a mi cuchillo y les pido que me ayuden a matar a los hijueputas que lo quieren agarrar”
masculló y apenas pudo, se escondió en lo que debía ser una farmacia o una especie
de laboratorio.

La redada al hospital se detuvo durante un par de horas, mientras las cámaras de


televisión quedaron instaladas y listas para hacer las veces de testigos de primera fila.
Mi General Padrenuestro estaba técnicamente vencido, se quitó el uniforme y lo dejó
doblado sin una arruga sobre la silla frente al televisor, lo prendió y pensó –me contaría
años después, con la risa ingenua del recuerdo– que “estos güevones de los noticieros,
además, me iban a mostrar el perímetro” lo apagó y se esposó a la muñeca de Celina,
como para retenerla en el más acá y dejó su arma a la vista, pero fuera de su alcance; se
recostó al lado de su amada y se obligó a respirar a su mismo ritmo hasta que sintió que
sus corazones se esforzaban por batir al tiempo. Al rato, recibimos la orden de no
oponer resistencia, pero nadie pensó, tampoco, que fuera tan fácil llegar al cuarto del
hombre que había ofendido a las fuerzas militares y que estaba en ciernes de recibir el
peso implacable de la ley. La teleaudiencia esperaba algún tipo de enfrentamiento,
algún chorro de sangre que justificara el trasnocho; el ascensor se abrió, la cámara
enfocó un plano abierto del corredor y uno a uno, los pasos del Ministro de Guerra
magnificados por el sonido, elevaron la tensión del drama. Lo vimos ponerse en
posición de firmes, frente a la puerta del cuarto y golpear, como si se tratara de una
visita protocolaria; se sintió el impacto y el estrépito de los vidrios de las ventanas que,
al reventar, dieron paso a hombres armados, por todos los flancos, que bajaron por
cuerdas colgadas del techo del edificio; algunos resbalaron con los añicos que
quedaron en el suelo pero, en cuestión de segundos, quince efectivos del Comando de
Asalto y Operaciones Tácticas de las Fuerzas Armadas de Cundinamarca, quedaron
apostados en posición de ataque a lo largo de un corredor de neones blancos y
baldosines amarillos. Con el estruendo, la enfermera de piso, una mujer con media
velada gris y uniforme pardo-verduzco, entró en escena ondeando un pañuelo blanco
en señal de paz. “¿A ustedes quién los autorizó a entrar por las ventanas?” preguntó,
indignada por el susto en que habían dejado a los pacientes que ya empezaban –los
que pudieron– a salir de sus cuartos y verificar que hubiesen salido ilesos. “Venimos a
arrestar al General Padrenuestro, señorita, le ruego que guarde su distancia” respondió
uno de los uniformados que parecía ser el segundo al mando. “Es en el piso de abajo”
contestó ella y reiteró “porque ahí donde están golpeando es un baño”. La transmisión

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de televisión fue interrumpida con un concierto de Julio Iglesias, apenas entraban las
dependientas del aseo a barrer los vidrios y una auxiliar le ponía curitas y gazas con
agua oxigenada, en las cortadas y raspones, a los hombres del escuadrón de asalto.

En el piso de abajo, una enfermera trataba de tomarle la presión arterial a Celina, para
lo cual tenía que despegarla del cuerpo de mi General Padrenuestro, quien guardaba la
esperanza de que la muerte, al encontrarlos tan juntos, se confundiera y se lo llevara a
él y no a ella. Su estrategia era muy simple: morir y de alguna manera resucitar para
confesarle su amor y pedirle matrimonio; reflexión que hizo en voz alta, por lo que la
enfermera lo escuchó y respondió “no sea tan pendejo, dígaselo de una vez”. Celina
estaba inconsciente, desvestida, cubierta de compresas frías y aunque en su cuerpo
hubiera podido crecer un cactus, su vientre daba la impresión de ser un abrevadero, a la
luz de una bombilla de luz amarilla, donde se apaciguan las caravanas y huyen los
asaltantes de los caminos. Golpearon a la puerta, la enfermera abrió y se encontró con
los mostachos de mariachi desnaturalizado del Ministro de Guerra; le dijo que le era
imposible dejarlo pasar porque la paciente estaba sin ropa. “Vuelva más tarde” remató y
el General Valverde Ortegón miró el reloj y ordenó a los soldados sentarse en la sala de
espera; prendió un cigarrillo, después otro y cuando iba por el tercero, vio por los
ventanales, enfrente suyo, el carro negro acharolado de la Presidencia de la República
acercarse a la entrada del hospital; se bajó primero el escolta que le abrió la puerta al
Presidente Nicéforo quien, molesto porque cortaron la transmisión de televisión, fue
hasta el lugar de los hechos para ordenar que restablecieran la señal y robarse algo de
protagonismo, por supuesto.

Justo después de escuchar “una noche triste nos conocimos bajo el cielo azul de
Ipacaraí” los televidentes vieron a los miembros del comando de asalto, echados en
mullidos sofás comiendo papas fritas con gaseosa; y en la siguiente escena, al
Presidente de la República y a su Ministro de Guerra golpeando, de nuevo, en el cuarto
que sí era de Celina. La enfermera salió y les dijo que todavía no podían entrar porque
aunque la paciente ya estaba vestida, su novio estaba en paños menores, a lo cual el
General Valverde, señalando a su superior con la trompa, respondió: “¿Es que usted no
sabe quién es él?” Ella, con evidente e ingenua molestia, le contestó: “Mire, señor
agente, puede ser John Travolta, el Papa o el Presidente de la República, me importa
cinco, en este piso mando yo y punto ¿o quiere que llame a seguridad?” La gente en sus
casas rio y empezó a dudar de que se tratara de una transmisión en vivo, al tiempo que
se preguntaba quién será ese General Padrenuestro cuya detención es tan importante

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para el gobierno. Los noticieros no encontraron mayor cosa sobre su vida, salvo los
sucesos de la operación Media Luz en la que fueron más importantes las lechonas y
sus buches explosivos, que sus verdaderos protagonistas. Por eso, desde ese día,
empezamos a inventarle su propia mitología. Cada vez que nos tomábamos unos
tragos nos inventábamos una nueva proeza digna de próceres y semidioses; la
semana siguiente la contábamos como un hecho cierto y recién ocurrido al embolador,
a las secretarias, a los peluqueros, a las muchachas del servicio y a todos aquellos cuyo
oficio se fundamenta en el intercambio de información privada, ya sea como estrategia
de relaciones públicas, para fortalecer vínculos con la clientela o para sacarle provecho
a las horas de descanso.

Frente a las cámaras, el Presidente Nicéforo se quitó la ropa y se la fue entregando –o


mejor, colgando– a su Ministro de Guerra en los brazos y en los hombros; le golpeó de
nuevo a la enfermera y cuando asomó le dijo: “Mire, estoy en igualdad de condiciones,
déjeme entrar. Soy amigo de la pareja”. La enfermera lo dejó pasar y lo miró como si lo
hubiera visto en alguna parte. “La escena era muy poética” relataría más tarde el
Presidente de la República y debía serlo pues pocas veces se vivencia un amor tan
entrañable y grueso: el hombre que ofrece su vida –al universo– para salvar la de su
amada, enlazados por la fiebre, las cobijas y la cadena de las esposas, como metáfora
de lo indisoluble, como si te ponen un revólver entre la oreja y te preguntan “¿el amor o
la vida?” y respondes “el amor” y descubres, durante la milésima de segundo que
demoras en morir, que, por lo menos, es la única justificación posible; y aunque tus
sesos se pierden como perdigones y tu cuerpo queda en el piso, encogido, como la piel
de zapa, tu esencia vital no se enfría porque guarda el calor imperecedero de quien se
va de este mundo enamorado. Si Blas supiera las cursilerías que estoy escribiendo, me
despescueza, sobre todo porque si puedo escribir, aquí, gran parte de lo sucedido en el
Hospital Militar, esa noche, es porque él mismo me lo contó; se escondió –como ya
escribí– en un cuarto-oficina-farmacia-laboratorio pero apenas vio un paciente recién
sacado de cirugía, que llegaba en el ascensor acostado en una camilla, le arrancó el
suero, lo alzó sin ningún esfuerzo, se lo entregó al camillero y se hizo pasar por un
enfermo en muy mal estado. Me lo dijo en las siguientes palabras: “Me hice pasar por un
enfermo adolorido de dolor” por lo que se puso a gritar como si le estuvieran arrancando
los tuétanos y con los gestos y contorsiones de alguien que necesita inmediata
urgencia; logró que lo trasladaran de un lado a otro del edificio, sin despertar las
sospechas de tanto militar que ocupaba los rincones estratégicos y se camuflaba bajo
las sombras oscuras de las escaleras y los cruces de los corredores; pasó de urgencias

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a traumatología, a radiología, a cardiología y a cuidados intermedios, hasta que vio
pasar a un cura, como los que describe Umberto Eco en el Nombre de la Rosa; y ahí
fue, ante esa visión de un representante de Cristo, que se le ocurrió una forma de
proteger a mi General Padrenuestro. Se disfrazó de cura, obvio y al cura lo disfrazó de
militar y al militar, a quien encontró metiéndole la mano a una enfermera detrás de un
biombo, lo amarró con una cortina del baño y lo golpeó con una bala de oxígeno que lo
dejó inconsciente; a la enfermera le arrancó los calzones y los metió entre el bolsillo de
la sotana, sólo para decirle al cura, con su voz de hiena afónica: “¡Hace lo que le digo o
lo meto en un problema el verraco!”

Mientras tanto en Villachica, su finca de recreo, Caterpillar se encontraba, en el


estadero del segundo piso, cruzando los dedos y rezando por la salvación de mi
General Padrenuestro; le había tomado aprecio porque compartían la moral, esquiva e
irredenta, a veces, de estar siempre del lado de los buenos –que no es lo mismo que
estar del lado de la ley–. Los guardaespaldas se encontraban afuera, patrullando los
inmensos jardines y bosques de la propiedad, dos de ellos en el piso de abajo y otros
durmiendo, mientras él, frente al televisor, compartía gozosamente cerveza y
salchichas de tarro, con el hombre que lo había tratado de matar. Le decían “Belarmiño”
por su cara de niño –era mayor de lo que su piel de porcelana y sus cachetes de ángel
renacentista revelaban– y resultó que, a falta de una, tenía dos destrezas
extraordinarias: una puntería de los mil demonios, podía dejar tuerto un colibrí a tres
estadios de distancia y era –no sé cómo explicarlo mejor– un “subalterno carismático”
capaz de cumplir con los encargos que se le pidieran, con prudencia y sin demoras;
cualquier diligencia la realizaba con una alegría tal, con un agradecimiento tan grande
de que le pidieran el favor más ínfimo, que la gente se apegaba a él con facilidad. Diez
días antes, subido en las ramas altas de un eucalipto y con el ojo en la mirilla de un rifle
con capacidad telescópica distinguió, a más de quinientos metros, el perfil de
Caterpillar parado, en la mitad de una terraza con marquesina y con el gesto de estar
hablando con otra persona. La posibilidad de que hubiera más de un interlocutor no lo
intranquilizó; Belarmiño dio un respiro seco hacia adentro retuvo la respiración, afinó la
puntería, corrigió la dirección en una centésima de milímetro y disparó. Se quedó
inmóvil, invisible, vestido de negro como los ninjas de las películas que tanto disfrutaba;
se concentró en sus propios latidos y al cabo de cinco minutos ya estaba tranquilo y
consciente de que de la quietud que conservara dependía su inmediata suerte. Su
historia –o la que contaba– es que aprendió a disparar en Israel, donde estuvo de
intercambio un año, de los tres que prestó en el Batallón 23 de Infantería, después del

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servicio militar obligatorio. Se retiró del ejército para montar un negocio de ebanistería
que le supliera los suficientes ingresos para irse de cacería los fines de semana, seguir
mejorando la puntería y cumplir con su sueño de matar un tigre de Bengala o un
rinoceronte negro, sin saber que para tales hazañas le tocaba salir del continente y
bandearse en otras latitudes. Sucedió que tenía un tío –aunque, a veces, decía que era
un primo– con influencias en el Bajo Mundo, la discoteca de moda en Chapinero y
epicentro de la distribución de marihuana a los rumbeaderos del norte de Bogotá y éste
lo contactó con matones que asesinan desde desconocidos que les señalan con el
dedo, hasta capos de otros territorios o “amigos” que, inocentes o culpables, cargan
con la cruz de la traición por hablar más de la cuenta, haberse robado la novia de
alguien más encumbrado o haber dormido una borrachera en la esquina equivocada.
Su tío –primo– le recomienda no revelar su oficio de ebanista y “ponga cara de coyote
hambriento” le decía, también, mientras proponía su nombre para cualquier trabajito, a
la espera de que algún mafioso lo contratara a sueldo, que es como se vuelven, los
delincuentes, parte de una pandilla o “familia” a la usanza de los sicilianos y los
calabreses. “Para surgir como criminal, uno debe volverse cómplice de los cómplices”
decía Belarmiño, despreocupadamente, a quien lo quisiera escuchar, como si fuera su
eslogan personal; y no le faltaba razón porque mi General Padrenuestro pronunciaba, a
veces, una frase con un sentido parecido: “No se le olvide, Lugarte, cada cual tiene un
amigo, del amigo, del vecino, de la hermana boba, que necesita a alguien capaz de
hacer el trabajo sucio”. El caso, es que después de haber disparado –reconociendo que
no fue su iniciativa, contaba el joven francotirador– a un par de metros de la copa de un
eucalipto, tenía rasquiña en la planta de los pies y unas ganas galopantes de pegarse
una copiosa meada, por cuenta de una monita flaquita, de teticas chiquitas y pelito
corto, que durante una noche de rumba, en el Bajo Mundo, dijo necesitar un muchacho
con buena puntería, pero que nunca hubiera matado a nadie; que no oliera a ese
almizcle parecido a la creolina que distingue a los asesinos.

Lo encontraron, a los dos días, perdido en el bosque, con el pantalón mojado, oliendo a
orines, desmayado y con una contusión en la cabeza; negó ser el dueño del rifle y lo
llevaron frente a Caterpillar, quien lo hizo admitir que el golpe coincidía con la caída de
un árbol y que sus manos olían a pólvora y algunos residuos, de ésta, se veían en la
ropa. “Entonces ¿cómo fue que me mataste, pedazo de hijueputa?” le espetó,
cogiéndole la cara y acercándole el radio, a las orejas, donde no se hablaba de otra
cosa que del asesinato del dueño de los juegos de caquitos. En la requisa le
encontraron un pase para conducir según el cual era natural de Fosca y su nombre

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aparecía como Belarmino José Congote Palmarín. “Bueno, con esto, ya pueden ir
marcando la lápida” dijo el Zar de las Apuestas, mientras sostenía el rifle que atravesó
su propio cerebro y dejó pedazos de plastilina pegados al papel de colgadura recién
puesto. Las manchas nunca salieron, pero decidieron dejarlas para recordar, a diario, lo
peligrosa y frágil que es la vida. Así lo decía Caterpillar, con aire filosofal: “¡Cuidado!
Existir es peligroso, precisamente porque hay gente que hace del peligro: su vida”. Era
difícil sentirse delante de un asesino; primero, porque lo único que se perdió fueron
ochenta y dos barras de plastilina y el trabajo de un fabricante de pesebres de arcilla y
segundo, porque la cara juvenil, del hombre que tenía al frente era la de un adolescente
cuya única habilidad sólo podía ser la de espicharse los granos de la cara y
masturbarse viendo los videos de Madonna. No voy a cometer el improperio de decir
que Caterpillar, en una semana y media, le tomó cariño, pero lo cierto es que lo
escondió de las autoridades con una mentira insulsa que –estoy seguro– tuvo el efecto
de causar malestar entre sus hombres que eran hasta buenas personas pero celosos
de cualquier aparecido que se le acercara a su jefe y más con el objetivo de eliminarlo.

Con la falsa noticia de la muerte de Caterpillar, aprovechando la intromisión del joven


francotirador en Villachica –quien nunca reveló el nombre de la mujer con teticas
chiquitas que lo contrató, porque no lo conocía– y el sacrificio de un molde de plastilina
blanca para un busto que le estaban vaciando en bronce para poner en la plaza mayor
de Guayabetal –de donde era oriundo– los distribuidores de marihuana asumen que los
puestos de caquitos quedan sin dios y sin ley; amedrentan a los vendedores y toman
sus puestos pensando que triplicarán o por lo menos, duplicarán la clientela. Mi
General Padrenuestro decide no acorralarlos –como estrategia para venderles la idea
de que la policía reconoce a los actuales dueños del negocio– y les monta un aparato
de seguimiento que lo conduce a averiguar, en escasos días, quiénes son los
cabecillas, los peces gordos, sus sitios de operación y sus contactos más cercanos. En
los Estados Unidos hay conmoción por un escándalo mediático que trasciende a nivel
mundial, una operación encubierta del FBI, llamada The Abscam Tapes, que filma a
parlamentarios recibiendo plata de un jeque árabe a cambio de favores políticos. El
jeque era, por supuesto, un agente con capacidades histriónicas que sirvió de carnada
para sobornar a los más altos representantes del pueblo; con ese mismo esquema, mi
General Padrenuestro consiguió que Reyes y Polanía tomaran un curso extra-rápido
de actuación –que duró un fin de semana– y los hizo pasar por un par de sobrinos de
Caterpillar, únicos herederos de su fortuna y marihuaneros de profesión. Se hicieron los
despistados en la gran ciudad y aunque el negocio de caquitos, en su mayoría, les fue

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arrebatado, los recién acaudalados jovencitos propusieron legalizar la compraventa de
los puestos –a nombre de quienes los sediciosos decidieran– y así, ayudarles a evitar
mayores problemas con la autoridad y por el módico precio de tres kilos de marihuana
cada uno. Una oportunidad tan caída del cielo no se podía dejar pasar y los cabecillas
alborozados se reunieron en las termales de Choachí para repartirse cada una de las
esquinas trabajadas por el fallecido magnate. Imaginemos, entonces, una veintena de
delincuentes, nuevos ricos, metidos entre agua caliente, rodeados de guardaespaldas
e intercambiando puticas de buena pechuga y alegre andar; imaginemos más bien el
color del agua, pasado el mediodía, después de haber almorzado sancocho de viudo
de capaz, que les sirvieron en barquitas flotantes y tomado aguardiente, a pico de
botella, de las garrafas de a galón que se rotaban entre todos. Imaginemos, mejor, el
regurgitar de los desagües y la nata viscosa acumulada en los bordes de la piscina,
mientras se repartían los puestos de caquitos, según el área de distribución que cada
uno dominaba en la ciudad. A la hora de partir el ponqué, algunos glotones quedaron
insatisfechos pero no dijeron nada porque malquistarse con los mellizos Velandia –los
verdaderos favorecidos con la repartición– era un motivo grande de intranquilidad.

Los sobrinos recibieron a cada uno de los “nuevos patrones” en una notaría adecuada
para filmarlos en el momento de la entrega de la hierba; pacas macizas envueltas en
costal plástico eran pesadas antes de subirlas a un Jeep Willys cabinado que fue y
volvió, a un lugar indeterminado, cuantas veces fue necesario. La charla era escasa;
los sobrinos presentaban al notario con una confianza infinita y éste tomaba las cédulas
de identidad de los delincuentes –sus esposas o sus testaferros ¡todo vale!– y mientras
llenaba unos formularios ficticios y les sacaba fotocopias, la transacción se efectuaba
en un patio adyacente a la mesa donde estaban sentados. La imagen de la filmación
era bastante deficiente y la marihuana casi siempre era entregada por un chofer o un
subalterno con cara de yo no fui. Pese a esto, la mayoría se incriminó verbalmente por
lo que las grabaciones –incluido el audio y el video– constituyeron la prueba reina de un
juicio que encerró a los traficantes de marihuana más reconocidos de la ciudad. Reyes
y Polanía todavía guardan los bigotes y las pelucas utilizadas para el engaño.
Recuerdo que faltaron unos pocos por arrestar, pero la infraestructura delincuencial fue
desmontada y para conseguir hierba tocaba ir por los lados del matadero municipal y
sólo los más osados o adictos, tomaban ese riesgo. En Villachica, Caterpillar hizo una
rueda de prensa para revelar su colaboración con la policía de Bogotá, mostró las
evidencias del montaje de su asesinato –liberando, con esto, de cualquier posible
responsabilidad a Belarmiño frente al aparato de justicia– y lo importante de haberse

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hecho pasar por muerto para lograr los sorprendentes resultados de la operación. El
hombre quedó como un héroe nacional, mas no así los puestos de caquitos que fueron
presa –y con razón– de una ola total de desconfianza. Se les hizo un cambio de
maquillaje “de imagen corporativa” –como dicen ahora– y hoy se reconocen como
puestos de chance y aunque los hay de muchas marcas, apellidos y colores, los
originales, establecidos por Caterpillar, siguen siendo los mejores, los más
acreditados.

Uno de los mellizos Velandia fue arrestado en su casa del barrio Teusaquillo donde vivía
con discreción, pero con lujo y mucha gente a su servicio. Lo sentenciaron –durante un
juicio exprés que duró diez meses– a ocho años de prisión pero en realidad estuvo
encerrado cuatro porque, cada dos semanas que tenía visita conyugal, su hermano iba
disfrazado de mujer y se turnaban la estadía en la cárcel. “Al fin y al cabo somos igual de
culpables” decían por joder y como fuera, se querían con un amor llevado al extremo,
tanto que compartían la misma mujer, la misma flaquita de pelito corto y teticas
chiquitas que parecía un niño. Ella, aunque parecía no matar una mosca, era el cerebro
financiero de la operación criminal por lo que, caído el negocio de la marihuana, tenían
ahorros de sobra para seguir viviendo con holgura y echarle cabeza al imperio que
tenían pensado montar. Había miles de oportunidades y dentro de la mafia capitalina
eran considerados unos duros; eran temidos y respetados, protegían a los suyos y
aprovechaban las debilidades de sus enemigos para vencerlos y doblegarlos. Sus
logros les llegaron fácil y contrario a muchos grupos delincuenciales con más cancha y
recursos, ellos no habían tenido tantos altibajos, como la mayoría de las bandas
criminales que contaban, con bastantes muertos y torturados, entre parientes
cercanos, amigos e inclusive padres, hijos y miembros de sus familias más cercanas.
Aunque no era fácil estar presos, se consideraban unos tipos con suerte y nunca se
dieron cuenta –por ese machismo que nos ciega a los hombres– de que era ella la que
tomaba las decisiones, daba las órdenes y tenía los sartenes por el mismo mango. Veía
la estadía de sus dos amantes-concubinos-compañeros en la cárcel como una etapa
de crecimiento y fortalecimiento económico porque, estando privados de la libertad
–así fuera por turnos– disminuían considerablemente las sospechas sobre cualquier
empresa delictiva, nueva, que decidieran emprender.

Se llamaba Saskia Leuenberger Wagenknecht y nació en Coburgo; curioso que no


tuviera los rasgos extra large de las mujeres bávaras, pero sufrió una fiebre reumática
durante la pubertad que le afectó el crecimiento, decía ella, como excusando sus

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cuarenta y seis kilos y su 1,61 metros de estatura. Tenía una fuerza descomunal para su
tamaño y una inclinación genética a llenar su organismo de cerveza. Se conocía y
frecuentaba los sitios de Bogotá donde vendían cerveza del barril y una de cada tres
veces, la sacaban, sus guardaespaldas, jeteando a la madrugada. Se tomaba un litro y
a los cinco minutos orinaba un litro; con unos riñones y una vejiga tan coordinados, la
gente de su confianza –que no era mucha– decía en voz alta: “Mesero, a la señora, por
favor cámbiele la silla por un inodoro”; todo lo calculaba –a sus veinte y pico de años– la
secuencia de la seducción y los orgasmos, por ejemplo; sus descontroles eran
escasos, pero violentos: en tierra caliente, una vez, los mosquitos la dejaron tan
inflamada, después de una prolongada siesta al aire libre, que cogió un encendedor y
un aerosol y a punta de llamaradas, que acabaron con los techos de la casa, trató de
calcinarlos a todos. Esa característica, esa bravura, sumada a una fuerza de voluntad
forjada por la reciedumbre del abuelo que la crio, un militar que logró huir del nazismo
pero que murió de malaria organizando safaris a orillas del río Putumayo, la hacía, por
decir lo menos: peligrosa. Era una jugadora de ajedrez inescrutable capaz de mirar
muchas jugadas hacia adelante, sin esfuerzo y eso asustaba a sus amigos y enemigos,
quienes preferían tenerla muy cerca o fuera de su alcance. Sus dos amantes, inclusive,
consideraron como uno de los alivios de estar en la cárcel, el hecho de poder alejarse
del control e intensidad de su mujer, a la que llamaban Saskia, a secas, porque no se
sabía cuál de sus apellidos, Leuenberger o Wagenknecht, era más difícil de pronunciar,
en este continente tan distante de la cultura germana.

Saskia hubiera podido, entonces, ser heredera de la prepotencia del Tercer Reich y esa
posibilidad –como quien se salva de morir ahogado y le coge miedo al agua– la hizo
odiar cualquier organización política, grande o pequeña, que fuera totalitaria-
conservadora-facha-derechista y se convirtió en una conocedora profunda y combativa
de las ideas marxistas. Lo suyo era, según sus palabras un “marxismo-chauvinista” lo
que a algunos les podría parecer hasta contradictorio pero que, para ella,
representaba, a cabalidad, la animadversión hacia sus raíces y su amor por esta patria
cundinamarquesa a la que apreciaba por su democracia, libertad de cultos y la
amalgama de razas a la vez tan colorida y dispar en sus tonalidades. Su precocidad era
tal que a los cinco años se leía los periódicos matutinos y vespertinos de la capital y
anotaba las noticias relevantes, con resúmenes y comentarios, para enterar a su
abuelo de los hechos de actualidad cada vez que llegaba de sus viajes; su heroína
eterna era Simone de Beauvoir cuyos libros devoraba escondida en los entrepaños del
convento donde hizo el bachillerato, por los lados de la antigua Estación de la Sabana.

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Su decisión de dedicarse a la delincuencia fue premeditada, las acciones políticas se
hacían con dinero y con influencias, pero estas últimas también era factible comprarlas.
Utilizar a los mellizos Velandia se dio por añadidura y estaba fundamentado en algo
muy distinto e igual de importante para ella: tenían un aparato sexual monumental que
la atravesaba hasta la garganta y le gustaba sentirse, así, montada como una perrita
chihuahua por un labrador, un fila brasilero o un dóberman, cualquiera con ancas de
toro y cabeza de cuadrúpedo. Ella no gozaba de las curvas pronunciadas de las
modelos de los calendarios de los talleres automotrices, pero por lo chiquita y
apretadita enloquecía a los hombres, pues, no en vano, le decían: “Mira, me la pones
tan grande que no me cabe toda en tu cosita” o la hacían vestir de faldita roja y colitas
para que les abriera la bragueta y decirle: “Aquí está, niña, este salchichón para que se
lo lleves a tu abuelita”. Ella era más proactiva que ellos, sabía qué contestarles para
excitarlos aún más y era de las pocas, en esa época, que conocía y practicaba las
delicias anales y que condimentaba sus encuentros con cosas que iba sacando de la
cocina como pimienta negra, manteca, pepas de mango, tuzas de mazorca, aceitunas
o el rodillo para amasar el hojaldre. Le gustaba enredarse con agentes de la policía para
que le metieran el bolillo y la punta del revólver al tiempo y por distintos orificios. Si doy
este tipo de detalles, es para puntualizar en el hecho de que con el mismo ímpetu y
detalle con que expresaba su sexualidad, era de adelantada y recursiva para todo
efecto y circunstancia que le tocó vivir. Dispuesta a satisfacer sus sólidas necesidades
de justicia, se embarcó en el naciente negocio de la droga y con el tiempo, se fue
desdibujando lo mejor de ella, pero su historia es relevante porque aunque, mi General
Padrenuestro lo hubiera negado de plano, fue una determinadora sagaz y huidiza de su
destino.

El mellizo Velandia salió temprano, tomó la mitad de los guardaespaldas e hizo un


recorrido por cada uno de los puestos de caquitos que nunca fueron de su propiedad,
pero que se sentía pagando por ellos con el arresto y sentencia proferidos, con el pago
que le hicieron a los “herederos” del negocio y una aversión inocultable contra
Caterpillar y sus hombres; contra quien Saskia estaba pensando una venganza tan
extremadamente carnicera, que a él le generaba serias dudas, pero no había surgido
una idea mejor para recuperar la confianza de su organización. Pasado el mediodía y
después de almorzar huesos de marrano, asistió a una reunión con los jefes de cada
barrio; esperó a que rotaran una cajita de palillos, les sirvieran café y prendieran sendos
cigarrillos, para darles las instrucciones planeadas por teléfono, con su hermano, quien
desde las instalaciones de la cárcel Modelo se mantenía en contacto, pagando

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llamadas telefónicas con marihuana y remedios farmacéuticos de alto consumo en el
penal. Acordaron –los mellizos, con la aprobación de Saskia– echarle fuego a los
puestos de caquitos pero, a la postre, fue contraproducente porque ayudaron, con eso,
a acelerar el proceso de sacarlos de la calle y de transformarlos en locales comerciales
pequeños, donde sentaron a unas muchachas de sonrisa generosa, con uniformes
ceñidos a la cintura y con botones en el escote que se cerraban o se abrían, de acuerdo
con el poder adquisitivo de cada cliente. Caterpillar se mantuvo siempre del lado de “los
buenos” como él decía y el suyo se volvió un negocio vigilado por agentes de la policía
quienes, además, eran –por cercanía urbana– los pretendientes naturales de las
mujeres que lo atendían. Recuerdo que, después del juicio y el desafortunado
desenlace para los mellizos Velandia, sus hombres –con un ánimo inútil de
reivindicación y bastante faltos de inteligencia– se desquitaron, una noche de Viernes
Santo; se emborracharon durante el sermón de las siete palabras y atentaron contra los
avisos de neón de los locales: los cogieron a bala y los despedazaron. La policía se
tomó la afrenta como propia, los persiguieron hasta meterlos a la cárcel y hacerlos
pagar por los nuevos avisos, que también eran de neón pero, por lo menos, ya había
quedado claro que era mejor no meterse con ellos.

Caída la noche, después de la reunión con los jefes, el mellizo Velandia se sentía
deprimido sin la compañía de su hermano –hacían muchas cosas juntos– así que
decidió mitigar esa molestia emocional con un par de copas de aguardiente; entró a un
establecimiento –que no conocía– llamado la Taeña y vio a unos hombres muy
extraños. A la media hora, las dos copas se convirtieron en media botella y el Mellizo
seguía mirando a esos hombres, sentados en una misma mesa, con pipa algunos, con
barba otros; hablaban frunciendo el ceño. Leían en voz alta cosas que sonaban bonito y
lo que más lo sorprendió: hablaban con pasión sobre Cundinamarca, sobre este país
lleno de huertos sin fin que comparaban con otras dimensiones lelas y lejanas, pero
similares en cadencia y verbo con el nuestro. El Mellizo, había interrumpido el primer
año de bachillerato, porque lo cogieron robando un carro, huyó de su casa, aún con
pantalones cortos, dejando también la historia y la geografía que, mal que bien, le
gustaban, en contraposición a su hermano que era bueno en biología y matemáticas.
Ahí sentado, tuvo la sensación de estar desperdiciando su vida; se la pasaba entre
delincuentes y gente de bajísimo perfil; se relacionaba día a día con personas que
buscaban la oportunidad de tumbarlo y perdió, a propósito, el contacto con sus padres
que tuvieron buenas intenciones en su crianza y que le dieron el ejemplo de siempre:
cumplir con la palabra, nunca mentir e ir a misa. Se le vinieron a la memoria recuerdos

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de una infancia feliz llena de tíos y primos, con quienes compartía una pobreza digna,
sin hambre; en la plaza del pueblo se realizaban eventos culturales y permanecía
abierta una biblioteca con libros de aventuras y cuentos mágicos. No tenía por qué
haberse torcido de esa manera; no había matado a nadie –todavía– por su propia
mano, pero había generado la infelicidad de mucha gente, incluida la propia. Qué vida
era esa si uno no podía ir a ver a su padre, mirarlo a la cara, pedirle perdón y empezar de
ceros nuevamente; casarse con una muchacha buena de Viotá o Tibacuy y reírse con
ella de las cosas simples de la vida; tener un perro y ponerle Caifás ¿por qué no? Y
estando en esas profundidades del alma que nos llenan de nostalgia y frustración, fue
que pensó en su abuelo: vestido de corbata, hablaba de la ciudad luz, como si hubiera
ido alguna vez; la describía con minucia: la piedra enmohecida debajo de los puentes
del Sena y la gente que llora frente a la tumba de Napoleón; se sabía, entre muchas
otras cosas, los itinerarios de los trenes que salían a Berlín y a la Costa Azul y el nombre
de las colecciones de invierno y verano de Coco Chanel. Había inventado tantas
historias de gente deslumbrada con París, que podía tener a una decena de chicos, por
las tardes, contando la vida de poetas y personajes, de estatura mundial, caminando
por los Campos Elíseos y paseando a lo largo del Quartier Latin. A esas alturas el
mellizo Velandia pensó que si la vida estuviera bien hecha él debía ser tres veces más
instruido que su abuelo y no sólo ir a París y recorrerla en honor al viejo, sino tener la
capacidad de entenderla y recitarla citando sus autores favoritos, al pie de la letra. Los
guardaespaldas, afuera, metidos en un jeep Toyota, lo esperaban, pero a él le daba
hartera llegar donde Saskia borracho porque –como siempre– le repetiría el motivo de
sus requiebros y –como siempre– ella le respondería “deje de hablar sandeces,
Mellizo, que usted es un hombre de acción y no de pensamiento. Usted es como Stalin
que puso en práctica el milagro ruso y no como Lenin que se hubiera quedado
merodeando tertuliaderos si no fuera por hombres como usted, Mellizo, valientes,
entradores y sagaces, con la capacidad para mover el mundo”.

El mellizo Velandia se quedó dormido sobre la mesa y cuando se despertó sólo


quedaba el señor que le recordaba más a su abuelo: con el índice en la frente, las cejas
negras y espesas y como leyendo un diccionario invisible; el poeta se cambió a una
mesa con sombra, más discreta; miraba el reloj incesante y tenía el tic de acomodarse
la boina, hacía atrás, de medio lado y hacia adelante, en ese orden sin equivocarse. En
un acopio de valor el Mellizo se decidió a presentarse y hablarle sobre cualquier cosa:
sus quejas sobre la vida, lo que fuera y en el momento de pararse, el viejo tendía la
mano pero para saludar a Orlando Carrascal Guillén, alias El Crespo, el hombre más

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buscado por las autoridades de Cundinamarca desde que se robara, por cuenta del
Comando Machacán, el Bastón de Mando que llevaba Gonzalo Jiménez de Quesada
cuando fundó nuestra ciudad capital; lo extrajeron de la Casa Museo Emblemático de
Bogotá y proclamaron, con este acto, la puesta en marcha de su movimiento
ideológico-político-guerrillero-delincuencial. “¿Con que, así es la cosa?” murmuró
Saskia mordiéndose los nudillos, ensimismada, a la vez que lanzó un suspiro: “¡La
pluma al servicio del fusil; esto se pone bueno!” exclamó cuando, por la mañana, el
Mellizo le contó su encuentro fortuito. Él no entendió, en realidad, tal exclamación y
tampoco preguntó nada al respecto, porque estaba distraído en tomarse un Mejoral
para pasar el guayabo; ella, en cambio, anotó la información, en su mente y la subrayó
en color rojo. Había cosas importantes para hacer, antes que meterse en los asuntos de
los demás y esa tarde, tenía una cita interesante; estaba pensando qué ponerse y
pasaría al mediodía por la peluquería.

Saskia llevaba un par de años siguiéndole la pista al Comando Machacán. Se trataba


de un grupo subversivo que decidió luchar desde el monte por una democracia más
justa e igualitaria para Cundinamarca. Ella misma pensaba que los grupos políticos de
izquierda no tenían ninguna oportunidad de ganar en las urnas o eventualmente de
tomarse el poder, si no representaban una alternativa muy fuerte, frente a los partidos
tradicionales; y que como estaban las cosas, el cambio sólo era posible tomando las
armas. Aunque existían estructuras revolucionarias desde antes, los hermanos
Reynaldo, Julio María y Octavio Machacán Lurido fundaron un movimiento propio, que
se distinguía de los otros por tener una ideología de raigambre nacional, sin nada de
“ismos” importados de Rusia, China u otro país detrás de la cortina de hierro. Al
principio, la organización político-militar se llamó Movimiento 15 de Febrero, en honor
al día en que el Ejército Nacional emboscó y asesinó a Camilo Torres, el cura guerrillero
y a quien se referían como: “El Precursor”. Sus primeras avanzadas fueron tímidas,
pero se fueron consolidando en una corriente que suscitaba cariño por parte de la
gente; procuraron evitar el secuestro y otros crímenes mayores, salvo el cobro de
mensualidades a los latifundistas, so pena de matarles el ganado, quemarles las
cosechas o contaminarles el agua. “¡Es lo mínimo!” decía Julio María Machacán “que
los ricos paguen por la explotación desconsiderada de nuestros recursos naturales y
humanos, mientras hay cundinamarqueses sin qué comer o dónde caerse muertos”.
Eran tres hermanos inteligentes, educados, con oportunidades; “familia bien de
provincia” que tuvo muertos en cuanta contienda civil había tenido el país, desde la
Independencia. Sentían como propias las injusticias propiciadas por nuestros

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gobiernos de centro-izquierda, centro o centro-derecha: las concesiones de
explotación minera y del petróleo en manos de unas pocas familias; las divisas dejadas
por la floricultura, por ejemplo, invertidas en proyectos capitalinos mientras Funza y sus
alrededores, donde están los cultivos, siguen sumergidos en una pobreza franciscana;
la falta de planes de educación y de salud capaces de cubrir a los cundinamarqueses
sin distingo de lo que ganen o de donde vivan; el poco o nulo, reconocimiento de las
poblaciones indígenas como nacionales con los plenos derechos que contempla la ley;
la repartición, absurda, de puestos administrativos para pagar favores políticos y
beneficiar los grupos político-económicos de cada municipio –en una época en que
alcaldes y gobernadores se escogían a dedo por el Presidente de la República y su
Ministro de Gobierno–; y entre muchos otros atropellos, la forma indiscriminada en que
el poder judicial beneficia a unos por encima de los otros y a otros por encima de los de
más allá, de acuerdo con el patrimonio e influencias de cada sindicado.

Reynaldo Machacán era el militar, el encargado de ir formando un ejército y entrenarlo a


escondidas, de conseguir y proveer las armas para cualquier acción y los equipos de
campaña, así como de amedrentar a los latifundistas que no pagaran sus cuotas y
aplicar los correctivos contra ellos, cuando fuera necesario. Julio María era el político y
pensador, tenía dotes de escritor y las pocas veces que habló en una plaza pública fue
convincente en sus propuestas y demoledor con los adversarios; su oficio era el de
darle un fundamento ideológico al Movimiento 15 de Febrero y como tal, escribió y
reescribió un manifiesto de más de mil páginas, que contemplaba y justificaba los
pasos que se debían dar para pasar de la teoría a la práctica revolucionaria. Y Octavio
era el financista; no se movía un peso sin su aprobación y su responsabilidad crucial era
la de poner a producir la plata, invertirla, negociar los insumos, mantener al día la
contabilidad y responder por que, hasta el último reclutado, recibiera un salario justo y
acorde con su conformación familiar y sus conocimientos prácticos o profesionales.
Los tres hermanos se complementaban, eran una unidad eficiente que se fortalecía con
miras a librar, en el monte, una guerra sin cuartel contra el establishment; y en las
ciudades, a establecer una especie de “sindicato de entusiastas” que recibía
colaboradores para diversas causas y que, para cada una, organizaban marchas y
huelgas, con consignas pegajosas y perifoneos que alentaban a la gente a manifestar
su malestar, salir a la calle y blandir pancartas de protesta. A esto último, le pusieron
mucho esmero, porque se dieron cuenta de que la ciudad representaba un terreno de
lucha bastante inexplotado para fines de proselitismo, con el fin de lograr sus objetivos
iniciales y de darse a conocer; además –y nadie había sido lo suficientemente sagaz en

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aprovechar la circunstancia– los medios de comunicación eran como roedores y los
acontecimientos que amenazaban la estabilidad política y social, del país, eran como el
queso. Feo decirlo, pero la prensa y los noticieros en Cundinamarca han sido más
cómplices que detractores o meros observadores imparciales, en los procesos
revolucionarios y eso, mirado hoy, cuarenta años después, se revela como una
constante de nuestra historia que merece ser revisada y analizada con lupa. La
intromisión indebida de micrófonos y cámaras guiadas por la codicia noticiosa le ha
hecho un daño inmenso a la democracia, pero ese no es el tema; aquí lo que importa es
que tales aparatos informativos fueron claves en la difusión del ideario Machacán y
algunos periodistas parecían hasta embellecerlo y hacerlo más digerible para el común
de las personas ¡qué paradoja!

Las cosas se fueron calentando –por supuesto– porque el gobierno empezó a


fastidiarse con las acusaciones constantes de un grupo insurgente que decía tener
armas, que decía estar organizando una revuelta y que en cada pueblo aparecía los
días de mercado a despotricar contra el oficio público y contra los gobernantes. Con la
iglesia eran más parcos pues en muchos municipios los curas eran más de izquierda
que los mismos guerrilleros. Si los machacanes hubieran dado excusas para que los
persiguieran de frente, la historia hubiera sido distinta, pues se hubieran escondido en
el monte como los demás grupos alzados en armas y su beligerancia no hubiera hecho
presencia constante en los medios de comunicación que ya estaban empezando, éstos
también –y como recién se escribió– a darles una desproporcionada importancia. Era
un grupo que se estaba especializando en dar golpes de opinión, teniendo buen
cuidado de que ninguna acción –comprobable– se enmarcara en el articulado del
Código Penal, por lo que a un desprevenido turista canadiense, por decir algo, le
hubiera podido parecer que eran personajes de la televisión, de esos que pueden
desde animar un programa concurso, hasta poner en entredicho el último libro de Henry
Kissinger. “¡Ni armas deben tener esos oportunistas!” decía el Presidente Zacarías
Paipilla Rebanada quien, aunque se posesionó de su cargo siendo civil, fue chafarote
toda su vida y tenía una paranoia acentuada a tal grado que, para él, cualquier reunión
de más de cinco personas, debajo de un semáforo, era una asonada; y si estaba de mal
humor, mandaba a requisar e investigar a las personas que iba señalando con el dedo,
de la misma mano, con la que sostenía un tabaco prendido, marca Molinar de la Caña,
que le tenía la piel de la cara de un color amarillento, como el de la hepatitis o la piel de
las gallinas que ofrecen en los tendederos a lo largo de la carretera Bogotá-
Subachoque. Su gobierno fue traumático para Cundinamarca porque no dejaba de

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taconear cada vez que saludaba, sus discursos tenían el tono de regaño que se usa en
las barracas y lo más grave, la fuerza pública vivía envalentonada y ejercía un poder, en
cada esquina, que no dejaba de ser impropio dentro de la civilidad expresada por
nuestra Constitución, en esencia pacifista.

El Presidente Zacarías tenía una hija de gordura superlativa, que hacía las veces de:
Secretaria del Despacho –lo que hoy llaman “secretario privado”– pero se tomaba unas
atribuciones que ni los ministros se hubieran atrevido. En esa época era imperceptible
su influencia, pero hoy es claro que muchas de las decisiones que nublaron nuestra
historia durante esa presidencia, con modales de dictadura, se debieron a que ella era
el poder detrás del trono y su amargura, la determinante de los actos que a la postre
resultarían dolorosos, porque –entre otras cosas– el primer mandatario brillaba por su
ausencia: dedicaba sus mañanas a la cacería de torcazas, dormía unas siestas
monumentales y leía Corín Tellado, desde las siete de la noche, entre las cobijas. El
despacho, entonces, estaba controlado por su hija y lo que es aún más grave, por su
amante de turno y hay que decir que los tuvo en cantidades insospechadas pues ella sí
sabía ¡para qué es el poder! Se pavoneaba por los corredores con ese aire de matrona
inalcanzable de las emperatrices y fue la primera que utilizó a la Guardia de Corps para
su servicio personal, soslayando su seguridad; le gustaba que cada invitado tuviera su
propio guardia-mayordomo, de guante blanco y zapato de charol; apostaba, un
guardia-estatua, en cada escalón de la escalera, de entrada, sosteniendo un ramo de
flores y varios guardias-cargadores tenía la función de alzarla –a ella– al tiempo con
una poltrona, para trasladarla de un lado a otro de Palacio, llevarla al baño y meterla
entre la cama, los días en que la hinchazón de los pies le impedía hacerlo por sí misma.
Sus entrometimientos eran a todo nivel: se propuso que Cundinamarca tuviera
embajadas en la mayoría de los países y sin preguntarle a la Cancillería, mandó gente a
la Corea que faltaba, a ambas Chinas y en las hermanas repúblicas de Santander y
Rionegro nombró de a dos embajadores, por país, en razón a que “dos cabezas
piensan más que una”. El erario se disparó pero, ese tipo de problemas, los
solucionaba a puerta cerrada con su padre y siempre aplicaban el mismo correctivo:
gravar a los municipios con más impuestos –como los recaudos de la época feudal– sin
importar de dónde tuvieran que sacar la plata los entes administrativos. El caso es que
las órdenes de la Secretaría del Despacho de la Presidencia de la República, que ya
tenía puesto en los consejos de ministros y en las comisiones de hacienda y crédito
público y de relaciones internacionales, había que cumplirlas; y pues, le llegó el turno a
los cundinamarqueses, al pueblo, de acomodarse a sus caprichos impositivos, para

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saciar ese vacío que la obesa niña-de-los-ojos-de-su-padre intentaba llenar con los
paliativos del exceso.

Ese desajuste en la toma de decisiones por parte de la dirigencia del país era lo que, en
la base de la pirámide social y económica, se manifestaba con las consabidas variantes
que tiene la injusticia de agredir el sentimiento y el bolsillo de nuestros nacionales.
Honda herida, por ejemplo, la que ayudaron a abrir las páginas sociales de los
periódicos, que no tenían ningún reato en mostrar el despilfarro de las clases altas, de
su desmesurado amor por los lujos y su forma, inútil, de pasar el tiempo. Cuando un
pobre atravesaba la frontera con un televisor era contrabandista y cuando un rico lo
hacía era importador. El desequilibrio era galopante y ahí es donde a los hermanos
Machacán les dolía Cundinamarca y no ahorraban esfuerzos por alertar y demostrar, a
quienes quisieran escucharlos, estas diferencias tan sustanciales entre seres
humanos, unidos por un mismo territorio y con derecho a un trato, estatus y calidad de
vida igualitario y justo. De ahí que su discurso hiciera mella. El Movimiento 15 de
Febrero fue ganando terreno y los juristas expertos en derecho penal estaban
divididos, entre los que pensaban que el solo hecho de amenazar al gobierno, de
expresar una intención delictiva era sancionable, teniendo en cuenta la noción implícita
en la ley de que la “apología del delito” no debe tolerarse; y los que pensaban que se
trataba de puro bla, bla, bla y bla hasta que no se descubrieran las evidencias legales
de un delito. Ese terreno fangoso, esa forma tortuosa en que la ley sirve para apoyar
unos argumentos y con la misma certeza, los argumentos contrarios, era lo que tenía a
los hermanos Machacán en el ojo del huracán y para bien o para mal, en boca de la
gente cundinamarquesa. Ellos –en especial Julio María– explicaban con claridad cómo
y con qué intenciones se movía cada serpiente de la Medusa –refiriéndose al
gobierno–; recorrían barrio por barrio atendiendo a las inquietudes de quienes los
escuchaban y contestando preguntas con sencillez. Es más, tengo la impresión –aquí
sentado, mientras Blas me destapa el sifón del lavaplatos– de que fue la indignación de
sus interlocutores, de los copartidarios potenciales que visitaban en los centros
comunales de cada ciudad y población, lo que generó la fuerza machacana; los tres
hermanos fueron subiendo el volumen de sus acciones y de sus palabras, al percatarse
de la empatía que tenían entre sus seguidores. Es de suponer que los procesos
revolucionarios tienen esa dinámica, pero lo que quiero decir es que ellos, como los
verdaderos caudillos, también fueron un pueblo. Pero ¡bueno! el caso es que la historia
tiene sus designios y el Movimiento 15 de Febrero llamó a una marcha nacional para
responder a una carta del Ministro de Gobierno que sugería a los hermanos Machacán

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dejar tranquilas a las personas de bien y del campo, que disfrutaban de la extensión de
sus tierras para montar a caballo, hacer picnic, cazar, jugar golf y dar paseos
vespertinos; y que dado que lo suyo era el proselitismo “más que la subversión”
–escribió con hipocresía– los invitó a que fundaran un partido político alternativo que le
hiciera una tercería electoral a los partidos tradicionales. En pocas palabras, era un
cordial acercamiento para que aseguraran su legitimidad, antes de que las cosas
pasaran a mayores. Ahora bien, aceptar los ofrecimientos del gobierno era impensable,
pero sirvió como incentivo para organizar la marcha, pacífica, que partiría de los tres
extremos del país –Puerto Salgar, Girardot y Villapinzón, para ser exactos– y que
terminaría en la Plaza de Bolívar un domingo con discursos, gallina y voladores, como
decía el volante que circuló, desde quince días antes, que fue a parar al despacho del
Presidente de la República y que se mandó también a los medios de comunicación;
algunos de los cuales –no puedo decir nombres– no se limitaron a dar la noticia sino
que le echaron leña a la estufa en la que, a fuego lento, se fueron recalentando los
ánimos, entre los más y los menos, los ricos y los pobres, los que viven en las nubes y
los que se descalabran contra el piso.

La Plaza de Bolívar estaba a reventar; dos o tres programadoras usaron sus espacios
para hacer el cubrimiento por televisión y de manera misteriosa, dejaron de trasmitir
justo antes de los discursos. Un alto porcentaje de cundinamarqueses recorrió nuestro
territorio nacional a pie y celebró la libertad de expresar sus resquemores políticos a lo
largo de su movilización hasta la ciudad de Bogotá, donde verían, tocarían y
escucharían a los hermanos Machacán en vivo y con la oportunidad de descargar sus
malaventuranzas y miserias, a gritos y en el terreno mismo del gobierno y sus
ministerios. Era sorprendente ver a familias completas; que niños y viejos hubieran
hecho el periplo, era significativo. Los parlamentarios estaban perplejos y convencidos
de que no pasaría el día sin ver el nacimiento de un nuevo partido político que, al
parecer, tenía un respaldo importante de diversos sectores de la comunidad y cuya
conformación cambiaba drásticamente el panorama electoral; razón por la cual, los
siguientes comicios podían convertirse en un dolor de cabeza para ellos. La
preocupación de las élites políticas y económicas era general y después de la frustrada
experiencia de Salvador Allende, en Chile, hasta los menos gobiernistas abogaban por
evitar que los Estados Unidos fueran a pensar que la situación podía descarrilarse y
acordaron –para evitar los zarpazos del Tío Sam– mantener el apoyo institucional a las
grandes industrias privadas: cerveza, gaseosas, corporaciones de ahorro y vivienda,
automóviles, textiles, gasolina, arroz, papa, prensa y radio, entre otros; y a los servicios

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estatales: energía, licor, transporte, acueducto, carbón, telefonía y obras públicas, por
sólo nombrar algunos. Las columnas de opinión de los periódicos eran ambivalentes
porque las plumas más liberales trataban de celebrar el fenómeno como una muestra
de libertad de opinión y de participación plural del pueblo, pero entre dientes señalaban
innumerables contradicciones que preocupaban a los lectores; los más conservadores,
dejaban ver que por halagüeño y democrático que fuera ver al pueblo entusiasmado
por el compromiso del grupo guerrillero 15 de Febrero de entregar las armas y volverse
adalid del cambio social, el Estado no podía dejar de ejercer una vigilancia extrema a
movimientos populares, formados de la noche a la mañana, de los cuales no se
supieran los antecedentes jurídicos de sus integrantes, ni la procedencia real de los
fondos para su funcionamiento. Había, para ser honestos, una reacción bastante
fuerte, aunque discreta, de los poderosos –“los dueños de los bienes de producción”
por ponerlo en términos revolucionarios– pero nadie más consciente que éstos ante el
hecho de que manifestarse en contrario y con intenciones amenazantes, daba como
resultado el fortalecimiento de discursivas, como la de los hermanos Machacán que,
desde la toma de La Bastilla, avivan a las masas.

En Cundinamarca se estaba volviendo un parámetro de normalidad ver que los


campesinos llegaban a la ciudad con una mano adelante y la otra atrás; el espejismo de
la urbe era la alternativa al sufrimiento del campo; “el azote de las pequeñas violencias
diarias” decía mi General Padrenuestro, con acierto, porque nada es más duro
–explicaba– que no poder alimentar a los hijos, parados sobre una tierra fértil que no es
de uno o está hipotecada o inundada o invadida o boleteada y de la cual no existen
incentivos para su cultivo, ni beneficios sociales para quienes dedican su vida a las
labores de alistar y esperar la cosecha. Las guerras civiles-partidistas se acabaron, es
cierto, pero las huestes de los pobres seguían siendo minadas por el “progreso” de los
ricos; el privilegio de los dueños de algo, oprimiendo a los dueños de nada, nunca ha
dejado de ser, en términos históricos, una situación incómoda para “el proletariado”
–otro término revolucionario–; por eso, elevar protestas en grupo y participar en
manifestaciones se volvió una forma de cambio, lento e imperceptible, pero cambio, al
fin y al cabo. Ese domingo por la tarde, entonces, en la Plaza de Bolívar, además de
ilusionados, lo que reverberaba era una muchedumbre feliz de estar respaldando a
unos hermanos a quienes consideraban sus iguales. Valga repetir que se trataba de
una marcha y del remate de la misma, autorizada por el gobierno; se construyeron,
entonces, unas graderías de madera, frente a la Alcaldía de Bogotá, inestables pero lo
suficientemente altas para que los participantes apreciaran el evento en su amplia

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dimensión, con la ventaja de poderse sentar durante los discursos.

La tarima, improvisada en las escaleras del Capitolio, estaba acordonada. Reynaldo,


Julio María y Octavio Machacán entraron por la izquierda –cada uno venía de uno de
los tres recorridos, a través de nuestra geografía– y por la derecha dieciséis hombres
de la Policía Militar –pe-emes, los llamaban– cuya presencia debía garantizar el orden
público, entraron disparando ráfagas de ametralladora, matando, en el acto, a
cincuenta personas –estudiantes, muchos de ellos– hiriendo a doscientas y dejando a
los cundinamarqueses con un dolor tan profundo que, aún hoy, se palpan sus heridas y
se sufren sus consecuencias. La orden de Presidencia fue la de disparar hasta poder
rematar a los hermanos Machacán en la cabeza. Así se hizo y ahí debió terminar la
tragedia, pero la gente agolpada en las graderías de madera no pudo moverse porque
la policía taponó las dos salidas, a lado y lado y para terminar –para no perder la euforia
de la tarde, supongo– subieron a la parte más alta y empujaron a las personas que se
encontraban a su paso, para que se estrellaran contra el pavimento, desde una altura
de tres o cuatro metros, que dejó todavía más huérfanos, más minusválidos y más
malheridos. Sus gritos –retomo– se escuchan hasta nuestros días porque esa es una
de las infamias que le ha quitado más brillo a nuestra democracia republicana
entregada, desde el primer párrafo de la Constitución, a los designios de dios. No se
conoció, nunca, el contenido de los discursos. Los hermanos Machacán fueron
incinerados, sin pedirle permiso a la familia para que su entierro no fuera la causa para
reunir otras muchedumbres, con el peligro de otras revueltas, otros liderazgos y otras
masacres posteriores. Quienes vivieron esa tarde de infortunio se devolvieron a sus
casas, con la rabia entre las piernas. Los pocos que hablaron, sobre todo viejos que
hubieran preferido haber muerto, coincidieron en decir que, desde una ventana del
Palacio de Justicia, la hija del Presidente de la República miraba la escena con unos
binoculares de esos, plegables, que se usan para ver en detalle las escenografías y la
gesticulación de los actores de la ópera. A la semana siguiente, Orlando Carrascal
Guillén, el mejor amigo de Julio María Machacán, se metió con treinta y cinco hombres
a la hacienda Hato Grande, la finca de recreo del Presidente de la República, se puso la
ropa de los guardias de turno y esperó un día y dos noches, hasta que apareció la
limosina verde oscura de la familia presidencial; en ésta encontraron, solamente, a la
hija, redonda y gris como un cachete de morsa y a un señor con pinta de hippie
rockanrolero; a ella la encapucharon, le hicieron un juicio sumario a nombre del pueblo
y la asesinaron mientras tomaban fotos de la ejecución. Desnudaron el cadáver, le
escribieron consignas a punta de navaja en su extenso cuerpo y lo dejaron tirado en la

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Plaza de Bolívar, en el mismo sitio de la masacre que ella propició. Pagó la que tenía
que pagar –lo que prueba que el universo tiene sus formas de equilibrar las cargas, de
ejercer una justicia divina–. Al otro día, el señor con pinta de rockanrolero fue obligado a
entregar las fotos en las oficinas de los medios de comunicación, con un comunicado
que informó, a las entidades gubernamentales, militares y eclesiásticas de la nación, el
nacimiento del Comando Machacán, con la voluntad de reivindicar los derechos del
pueblo, de reclamar retribución económica –a las buenas o a las malas– a los
conglomerados que se aprovechan de la riqueza del país y de fortalecerse como los
justicieros de Cundinamarca, en nombre de los tres hermanos, de quienes, orgullosos,
toman su nombre. Al final, trece páginas de firmas y la frase-consigna-eslogan: “Si el
poder es del pueblo, también debe serlo la justicia”.

Saskia sabía que terminaría despernancada en algún motel, por los lados de Álamos,
su maquillaje corrido y su centro atravesado con intermitencia por las arremetidas de un
joven que apenas conocía, pero con el que hizo buenas migas la tarde que se lo
presentaron sin muchas sutilezas. “¡Belarmino Congote a sus órdenes!” le balbuceó
con un lánguido apretón de manos, mientras se lo recomendaban como un recién
egresado del ejército con excelente puntería. Ella le dijo, a boca de jarro, que su misión
era pegarle un tiro, en la mitad de la sien, a un bloque de unos quince kilos de plastilina;
le explicó que se trataba de un molde para hacer una escultura y que lo peor que podía
pasar era que lo metieran a la cárcel un par de días y el peligro –plausible– de que lo
inhabilitaran, de por vida, para servir a su país, en caso de un reclutamiento forzoso o
voluntario. Accedió –pensó Saskia– porque la paga era una suma que nunca había
visto reunida en su vida y porque las nalgas apretaditas, de ella, se le antojaron
deliciosas y dignas de abrirlas por la mitad y chuparles su dulzura con la lengua, como a
una galleta wafer. Hizo que sus guardaespaldas la llevaran a un centro comercial,
donde podía pasarse el día entero y donde por alguna de las muchas salidas se
escapaba del cuidado de ellos para ocasiones, como ésta, en las que además de sacar
a ventilar sus afeites y acomodarse, de manos y rodillas, para recibir el goce de perra
callejera que tanto le gustaba, tenía la oportunidad de seguir infiltrándose en la
organización de su encarnizado enemigo. Ella no se andaba con rodeos y mezclar sexo
con negocios se le daba con naturalidad. A Belarmiño, mientras le acariciaba con la
punta del meñique el hueco del culo, le preguntaba detalles de la organización criminal
y de apuestas de Caterpillar, con quien, el joven, había logrado una estrecha cercanía;
mientras lo cabalgaba, ella encima y agarrada de la cabecera de la cama, le preguntaba
nombres, sitios y detalles operativos del negocio en la calle, sobre sus inversiones y

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propiedades de finca raíz; con la cara roja y apretando los tobillos contra las costillas de
su pálido amante, evitando el roce del clítoris, con dos dedos, para demorar y espaciar
los orgasmos, seguía preguntando sobre el manejo de cuentas, sobre la manipulación
de los resultados de las loterías y sobre la forma de sobornar a las autoridades; y
cuando los resoplidos se vuelven imparables, en ese momento a la vez eterno y finito
en que esperamos esa electricidad al unísona que nos expulsa de nuestra propia
órbita, ella, Saskia, paró y exclamó: “¡Jueputa, entonces es cierto, Caterpillar no tiene
nada de delincuente, es más honesto que un párroco sin zapatos!” Mientras ayudó a
Belarmiño a terminar lo suyo, con la otra mano se fumó un cigarrillo y sosteniendo la
mirada fija en el horizonte, a través de la luz que dejaba pasar la cortina mal cerrada y
que filtraba la incandescencia del atardecer, ella no salía de su asombro: o sea –pensó–
que en las calles de Bogotá, infestadas de unas manos que contaminan otras manos,
de malnacidos para los cuales cada día es un albur en que pueden acabar con la
cabeza reventada o el vientre abierto con el almuerzo digerido a la vista de sus
familiares; de miserables, de bajísima calaña, tratando de pasar el día sin hambre o de
gastar adrenalina con una cuchillada rastrera en una estación de bus o en un baño de
gasolinera; en ese maremágnum desigual y putrefacto Caterpillar era un hombre
honesto, de los buenos, de los que nada deben, ni temen. Eso, repito –como lo repitió
incesante Saskia mientras se ponía la ropa– cambiaba las cosas. Se sintió manipulada;
el ardid para abrirle las agallas, a ella, a los mellizos, a sus secuaces y a los demás
cabecillas, con el disparo a una cabeza de plastilina, era uno de los muchos anzuelos
que, con mi General Padrenuestro, se cranearon para poner en marcha el desmonte de
la mafia de la marihuana. Cayeron como principiantes, la prueba –le bastó corroborarlo
al otro día– fue que en Guayabetal no iban a poner, en la plaza mayor, ningún busto de
Martín Gualteros, por la sencilla razón de que nadie lo conocía, ni por su nombre, ni por
su alias y menos que hubiera nacido en ese pueblo donde la mayoría de las lápidas del
cementerio sólo mostraban un punto de interrogación. Se sintió, además, ofendida con
el engaño, de pensar que sólo les bastó generar el rumor –como en el patio de una
escuela– de que Caterpillar estaba feliz porque lo iban a inmortalizar con una escultura,
sobre un pedestal, en un municipio cualquiera; de que primero hacían un molde y
después el vaciado en bronce de su egregio perfil; de que el metal incorruptible lo
glorificaría con un par de discursos, aplausos y fanfarrias; y con eso lograron simular su
muerte por un rato y poner a los medios de comunicación a dar una noticia que, ni
siquiera, se tomaron la molestia de verificar. Saskia no tenía un pelo de boba y decidió
no amargarse la vida, con el asunto. Admitió, para sus adentros, la belleza misma de la
argucia y pensó: “Recurrieron a la envidia, antes que al sentimiento de venganza y eso,

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es de admirar”, “¡de quitarse el sombrero!” exclamó en voz alta –como hablando para sí
misma– y se rio, para sorpresa de Belarmiño, durante un par de minutos.

El Presidente Nicéforo usaba ligueros para las medias y calzoncillos hasta la rodilla. La
enfermera le pidió que estorbara lo menos posible, que se sentara del lado de mi
General Padrenuestro y que le cuidara ese sueño espeso y extraviado en que había
caído inmerso, para ella poder estar pendiente de Celina, con mayor holgura. Le
tomaba la temperatura cada media hora, la tensión arterial y el pulso, le cambiaba las
compresas frías cada minuto, vigilaba el goteo del suero y actualizaba la historia clínica
con esmero y buena letra; dejó el cuarto en orden y se retocó el peinado antes de salir,
porque dos amigas la habían llamado a decirle que la vieron por la pantalla chica y eso,
pues, entusiasma al menos vanidoso. El Presidente Nicéforo prendió la televisión y se
alegró de que hubieran retomado la transmisión; vio a la enfermera salir del cuarto y al
final del corredor, responder las preguntas de los periodistas. “Ellos, lo que pasa es que
están enfermos de amor y eso, no lo cura sino el tiempo” contestó con ingenuidad y acto
seguido, les reveló que “la cosa va para largo porque, a la señora Celina, nada que le
baja la fiebre” fue que dijo, con exactitud, lo que impacientó al Ministro de Guerra,
parado afuera y que, dadas las circunstancias, le hubiera gustado apurar el arresto. Sin
embargo, era claro que cualquier avanzada militar estaba suspendida mientras el
Presidente de la República estuviera en el área del conflicto, buscando un
protagonismo cuya única manera de ganárselo, con creces y frente al pueblo
cundinamarqués, era salvando a la pareja. El asunto tenía sus bemoles, pero para el
primer mandatario no tenía misterio el hecho de que una situación de tal magnitud
mediática y militar era una muestra del poder soterrado de sus generales y que la
posibilidad de adoptar una postura distinta a la de ellos, de darles la espalda, apoyando
a mi General Padrenuestro, podía significar que la próxima amenaza que pusieran en
marcha fuera la de un golpe de Estado en su contra. Como quien dice, la crisis se
agudizó, al punto de estarse jugando su pellejo, su cargo y su prestigio. El Presidente
Nicéforo minimizó la gravedad del asunto, pensaba que a grandes problemas grandes
soluciones, decidió, entonces, actuar en consecuencia e invocó las palabras del poeta
melgareño Jesús Impala: “Si la vida muestra su reverso / Y todo parece claroscuro /
Siéntate a fumarte un puro / Y haz que tu espada se convierta en verso”. No tenía el
puro, por lo que tomó un Paquistán del bolsillo de los pantalones de mi General
Padrenuestro y por detrás de la historia clínica de Celina Ancízar arrancó a escribir “un
tormentoso pero sentido poema endecasílabo” –definirían sus críticos– que, años más
tarde, publicaría con el título de: El amor acorralado. “El Presidente rimó con garbo

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excelso” –escribiría, también, algún biógrafo– inspirado por la situación militar que, de
alguna manera, exacerbaba el tono romántico-épico del escrito; llevado por el
paroxismo, los espacios en blanco de la historia clínica no dieron abasto, por eso
borrando lo que las enfermeras pusieron en lápiz, se dio cuenta de que en la casilla:
Estado emocional del paciente, el médico puso: “Acusa sentimientos de culpabilidad
por razones indeterminadas. Expresa palabras autodestructivas, mientras delira. La
paciente declara sentirse impropia para el amor”. Esta última frase estaba anotada tres
veces y por distintas cursivas.

Al tiempo con este descubrimiento, sobre el estado anímico de la paciente y mientras


seguía embebido en las tonalidades líricas de la situación, al Presidente Nicéforo le
pasaron, por debajo de la puerta, un descriptivo estratégico del perímetro que había
solicitado al entrar al edificio, como por mostrar interés en los aspectos militares, de la
operación en curso, sobre los que nada entendía; las dos hojas quedaron en el piso.
Afuera, al rato, se acercó un enviado de la comandancia al Ministro de Guerra quien ya,
por lo menos, se sentó en una silla que le acercaron las enfermeras y asegurándose de
retirar el micrófono de los periodistas, le susurró al oído un parte de apoyo: “Tenemos el
respaldo de los demás generales” dijo, refiriéndose –supongo– a la posibilidad de
realizar un arresto que pusiera en peligro la vida del primer mandatario. Mi General
Padrenuestro se despertó agitado, de su corto e intermitente sueño, apretó a Celina
como si la quisiera incorporar a su cuerpo y captó con dificultad al Presidente Nicéforo
gritándole: “Yo voy a ser su Cyrano de Bergerac ¡General, levántese y vístase!” El
subalterno, no es que estuviera ido o sedado, sino que no tenía ni idea de quién o qué
era Cyrano de Bergerac, cuyo nombre se le pareció al de un queso, de esos que entre
más podrido huele, más caro es. Tenía un aspecto macilento y encorvado pero, ante la
voz de mando, su rigor militar lo hizo quitarse las esposas, levantarse de un salto,
vestirse, enfundar su pistola y saludar al superior que le dio la orden, con la propiedad
que impone la deferencia jerárquica; “lo cortés no quita lo valiente” pensó y se echó a
llorar; o por lo menos, eso dice la versión oficial del Presidente de la República
–consignada en sus memorias– en las que asevera que cogió al General Padrenuestro
del cuello y le dio una cachetada, que lo mandó a pararse en posición de firmes y que
llamó al Ministro de Guerra, para apaciguar los ánimos.

Los televidentes vieron salir al Presidente de la República, en calzoncillos pero altivo; la


cámara lo mostró mientras cruzaba dos palabras con el Ministro de Guerra y ambos, en
tónica más bien amistosa, entraron al cuarto. Con la puerta cerrada enfocada, los

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comentaristas buscaban qué narrar, qué inventar, para mantener a la audiencia
despierta; lo que no fue problema porque, acto seguido y con violencia, se vio irrumpir a
un cura encapuchado que traía arrastrando, de rehén, a un militar. Cundinamarca
entera, dio un sobresalto y se asustó porque escuchamos golpes y palabras que sin
clemencia gritaban: “¡Se me echan al piso, grandísimos hijueputas y al que hable o se
mueva, lo mato ya mismo!” Nadie se echó al piso, salvo el rehén y muy a tiempo, mi
General Padrenuestro empezó a cantar una de sus rancheras predilectas: “Yo sé bien
que estoy afuera, pero el día que yo me muera voy a rodar y rodar, rodar y rodar, rodar y
rodar” esa era la clave que tenía con Blas –y con nosotros, sus subalternos– para
abortar cualquier acción en caliente que estuviera sucediendo y esperar sus
inmediatas órdenes. Blas bajó la pistola, le atravesó el seguro, se la puso al cinto y le
devolvió la sotana al verdadero cura, disfrazado de militar, quién pedía en voz alta y
arrodillado en el piso, a Cristo nuestro señor, la salvación de nuestras almas. El
Presidente Nicéforo recibió su ropa de la enfermera, se la puso, guardó la historia
clínica con su elegía en el bolsillo y le añadió a la escena, dentro del cuarto, dos
camarógrafos que vio en el corredor, quienes no dejaban de transmitir en vivo y una
periodista que se coló blandiendo un micrófono, como si fuera una colombina. Sólo
faltaba sumar otra persona al elenco: ¡yo! Entré sudando, por el carrerón que me pegué
y temiendo lo peor desde que vi la transmisión de Blas embistiendo enardecido. Me
alegró ver que los presentes estaban con vida, pero no alcancé a decir nada porque
Blas me sacó, me llevó a una pieza, casi sin luz, que parecía un clóset de ropa limpia y
me dijo: “Lugarte, léame este par de hojas que encontré en el piso, debajo de la puerta”
y así lo hice, mientras Celina –en un acto de lucidez– al ver al cura, le pidió los santos
óleos, a lo que el Presidente de la República respondió con un susurro: “Primero te
casas conmigo” y le hizo señas –por fuera de cámara– a mi General Padrenuestro para
que repitiera, la misma frase, delante de todos; así lo hizo: “Pero, Celina, primero te
casas conmigo” el Presidente siguió susurrando –con el tono de los romeos frente a sus
respectivas julietas– y mi General Padrenuestro siguió repitiendo: “Celina, si te vas de
este mundo, no me quedan sino la soledad y el desconsuelo; por lo menos déjame
decirte que te amo y pedirte sin que me tiemble la voz que te cases conmigo –sacó el
aro metálico que une las llaves al llavero y se arrodilló– porque la vida que me falte,
corta como una chispa de tu luz o larga como tu cabellera amazona, sería insoportable
sin ti”. Celina sacó fuerzas para sentarse y recibió el aro de lata que le ofrecían, como si
tuviera montado un diamante de Elizabeth Taylor; para enseguida escuchar: “Celina,
¿me harías el gran honor de casarte conmigo?” ella sintió la fiebre bajar de inmediato y
contestó llorando que sí, que sí, que sí, mientras se colgaba del cuello de su amado; se

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azaró, un poco, al verse por televisión y sin que nadie la ayudara, se levantó y se
encerró en el baño. Se duchó, se maquilló, volteó su babydoll para que le quedara la
espalda descubierta y al salir dispuso, con el cura, los detalles para casarse en una
pequeña ceremonia privada, a la vista de los televidentes quienes, al filo de la
medianoche, seguían despiertos.

Blas me entregó unos papeles sucios y como estaba en paños menores –desde que
entregara la sotana– se puso un uniforme azul como el de los asistentes de cirugía, que
encontró colgado en el perchero de un locker abierto. Leí con atención, analicé los
diagramas cuadriculados y sólo pude pensar que para arrestar a mi General
Padrenuestro íbamos a terminar en una guerra. Dos batallones de infantería a lo largo
de la carrera quinta, treinta francotiradores en los techos y árboles circundantes, la
fuerza antimotines, disponible, en los corredores y escaleras del edificio y cinco
tanquetas torpederas frente a la puerta del hospital. No quiero exagerar, ni que parezca
que nuestro ejército lucha –o luchaba en ese entonces– con las uñas, pero lo ahí
descrito era, más o menos, la mitad del personal y armamento con que contaba Bogotá
en esa época, lo que quiere decir que –mal contada– era, por lo menos, la cuarta parte
de nuestra estructura militar a nivel nacional. En ese instante, yo no sabía que mi
General Padrenuestro y Celina se estaban casando, pero me sorprendía que algún
descuidado no hubiera iniciado ya, por impaciencia con el gatillo o vencido por el sueño,
un enfrentamiento en el que, técnicamente, no había enemigos; el caso es que
estábamos sentados en un barril de pólvora que explotaría cuando el Presidente de la
República y su Ministro de Guerra salieran del lugar. El operativo daba una impresión
grande de improvisación, no se sabía qué general ordenaba qué, porque los que
tiraban la piedra, escondían la mano; ninguno era de confiar, ninguno estaba de nuestro
lado, era impensable, entonces, que fueran a desistir sin cumplir su cometido; el primer
mandatario podía ser el jefe supremo de la fuerzas armadas pero desautorizar a la
plana mayor del Ejército Nacional lo hubiera puesto –como él lo intuía– en una situación
de desequilibrio institucional difícil de manejar, con el agravante de que cada vez que
podía repetía, inoficiosamente: “Es que yo no tengo astucia para la cosa militar” que era
un reconocimiento, literal, de su incapacidad para enfrentar este tipo de situaciones;
pero también significaba que era mejor dejar a los militares hacer su oficio con
autonomía. Cuando volvimos al cuarto, Celina se veía radiante como si sólo hubiera
tenido un catarro y aunque ver a mi General Padrenuestro recuperar sus energía, nos
infundió coraje, Blas me susurró algo poco alentador pero que lo definía a cabalidad:
“Entre más estemos dispuestos a morir, Lugarte, más posibilidades tenemos de

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salvarnos”. Aplaudimos después del beso nupcial y Blas me volvió a susurrar “apenas
Celina esté a salvo, cogemos de rehenes a este par de cacaos” y me señaló con la
trompa al Presidente y al Ministro, únicos miembros –en esa difícil circunstancia– con
algún valor de canje. Blas se aseguró, previendo un contrataque de altísima
peligrosidad, de que no alcanzáramos de ninguna manera a ser captados por las
cámaras de televisión, cuya transmisión se trasladó, de nuevo, al corredor donde debía
llevarse a cabo el arresto; entre una escena y la otra los programadores pusieron
Rhapsody in Blue, del compositor George Gershwin, que para la época era la música
de unas muy bien publicitadas camisas para hombre. Brindamos con gaseosa de piña,
que era lo más cercano que había por ahí a la champaña; el Presidente Nicéforo
levantó su vaso de plástico, auguró bienaventuranza para el futuro y dijo, con palabras
graves que retomaron la importancia de su investidura, lo siguiente: “Es mi voluntad,
tome nota señor Ministro, que los recién casados consuman su matrimonio, sin afanes,
ni presiones indebidas externas y que, antes del amanecer, mi General Padrenuestro
se entregue de acuerdo a la ley castrense, para ser juzgado, en consecuencia, por sus
actos” el General Valverde asintió con la cabeza, haciendo un sobrehumano esfuerzo
por disimular su insatisfacción y al escuchar esto, a Blas no se le ocurrió nada distinto
que agarrarme del brazo y arrastrarme de nuevo al cuarto de la ropa limpia.
Escondidos, alcanzamos a escuchar las despedidas de rigor, el taconeo del Ministro,
los besos en la mano a Celina y apenas la enfermera puso en la chapa de la puerta un
letrero de “No molestar” decidimos aprovechar esa tregua tácita como caída del cielo y
sobre fundas y sábanas blancas con olor a lavanda y detergente, nos echamos a
dormir.

Por la mañana, todos se habían ido. No encontramos militar alguno, ni resistencia


alguna; inspeccionamos los recodos posibles pensando que se escondieron por
alguna extraña razón y nada. Asumimos, entonces, que se habían llevado a mi General
Padrenuestro o que, éste, se había entregado. Frente a su cuarto seguía el letrero de
“No molestar” pero Blas no le comía cuento a nada, se cuadró para patear la puerta
–como en las series de televisión en que la policía patea las puertas sin, al menos,
cerciorarse si están con llave o no– y la enfermera le dijo: “Están de luna de miel, en el
techo, vaya y se cerciora porque se nota que usted es como el apóstol Santo Tomás”.
Después supe que mi General Padrenuestro puso a Celina a empujar –con trabajo,
porque seguía bastante débil– una silla de ruedas en la que él se hacía pasar por un
enfermo –“hubiera sido demasiado obvio hacerlo al revés” me contó alguna vez–;
salieron a la terraza que circundaba el edificio en el último piso y se dieron cuenta

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–como nosotros– de que no quedaba nadie, de que todos se habían ido. Mi General
Padrenuestro tenía una intuición infalible para el peligro, pero se sintió tan seguro que
besó a Celina bajo la noche estrellada y ella sintió que, ahí, fue que se dio su mejoría. La
realidad –como quedó consignada en los anales de nuestra historia– es que nuestro
país llevaba unas horas en vilo, apenas se supo la tremenda e infausta noticia, que le
quitó gran parte de la recordación a los sucesos recién vividos y que nosotros
escuchamos en el pequeño transistor de una de las enfermeras: “Pasada la
medianoche el Comando Machacán se tomó el Geriátrico Nacional de Cundinamarca;
no ha sido expedido ningún comunicado oficial pero se calcula una cifra no menor de
ciento cincuenta secuestrados y de unos cinco muertos durante el asalto”.

La maquinación del golpe se le debe a Calixto Molina Baute, alias Francachela, quien
tenía antecedentes de ser un profesor querido y renombrado de la Universidad
Salgareña de Ingeniería; inclusive fue de los pocos que quedó “en tablas” cuando el
norteamericano Bobby Fisher vino a enfrentarse en simultánea contra quinientos
ajedrecistas de máximo nivel, sin perder ninguna partida. Desde antes de la
madrugada, el Comando Machacán atrajo la atención del concierto noticioso local e
internacional; los primeros análisis arrojaron conclusiones prematuras pero valiosas,
sobre todo el hecho de que la mayoría de los cundinamarqueses teníamos un
conocido, cercano o lejano, pasando sus años dorados en el Geriátrico Nacional. No se
trataba –valga aclarar– de un grupo de abuelitos, abuelitas, padres y madres, tíos y
tías, en temporada permanente de reposo senil, sino de personas a las cuales se dirigía
la sociedad a que dirimiera asuntos decisivos para la nación. Eran los jueces por
antonomasia que velaban por el respeto a los valores morales y al cumplimiento de los
principios éticos heredados de nuestros padres de la patria y de los próceres que nos
dieron un sistema republicano para garantizar, costara lo que costara, nuestro libre
albedrío; ellos eran –en resumidas cuentas– los árbitros y conciliadores de cuanto
problema se presentaba en Cundinamarca y se convirtió en un mecanismo
consuetudinario de consulta, previo a cualquier disputa en los estrados judiciales. Eran,
entonces, personas de una enjundia a toda prueba, seres humanos de frente alta y
limpia, gente como dios manda, salomónicas, sabias, esenciales para el equilibrio de
nuestra sociedad y sin quienes sería fácil que se diera la tiranía, que comienza siempre
con el desafuero injustificado del poder y la permisividad a que las instituciones se
salgan de su cauce. El Geriátrico Nacional era un faro y por dar un golpe de opinión, con
el secuestro de sus residentes como muestra de autoridad, lo que hicieron fue apagarlo
durante uno de los episodios más cruentos y tristes de la historia del país. Los

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sobrevivientes, después de tres semanas de tire y afloje de los plagiarios con las
fuerzas militares, no volvieron a sonreír; cuando uno se los encuentra, por la calle, a
duras penas reaccionan y no desprenden la mirada del piso, daría la impresión de que
hubieran preferido morir en el siniestro porque, aunque vivos, los machacanes les
quitaron lo más importante: su calidad de intocables.

La mañana que siguió al asalto, muchos de los secuestrados estuvieron en contacto


telefónico con sus familias y con los medios de comunicación; se percibían
preocupados pero es claro que no dimensionaron la gravedad de la situación;
escuchaban tiros, era evidente que no podían salir de su oficina –algunos estaban
pensando en esconderse– y más tarde se supo que gran parte de ellos no tuvo contacto
con el grupo guerrillero sino varias horas después y mientras tanto, pusieron en orden
sus pensamientos, rezaron, lloraron por Cundinamarca y trataron de evadir ese
sentimiento de frustración que les producía pensar que los esfuerzos personales y
profesionales, pudieron haber sido en vano. Cortadas las comunicaciones, al caer la
noche, los miembros del Comando Machacán seguían encontrando hombres y
mujeres agazapados en los clósets y en los conductos de la ventilación,
principalmente; la mayoría alzaron las manos y se entregaron sin chistar, con la
esperanza de que no los identificaran pues era evidente que los patriarcas más
notorios, por sus ideas y sabiduría, eran piezas claves de la negociación. En la medida
que los rehenes más importantes empezaron a ser reconocidos, utilizaron sus nombres
para comunicarse con el Presidente de la República; los dejaban que pidieran el
respeto a su integridad física como condición sine qua non para desarrollar cualquier
tipo de diálogo y enseguida, los ponían a leer un listado de delitos cometidos por el
gobierno en contra del pueblo. Sin concretarse nada los primeros días, convirtieron el
edificio centenario del Geriátrico Nacional en un fuerte lleno de barricadas, con los
retenidos, de espaldas, cerca de las ventanas y los captores encapuchados portando
insignias del Comando Machacán en los brazos. El Presidente Nicéforo se apersonó
del asunto y mantuvo largas conversaciones con los expresidentes de Cundinamarca,
con los presidentes y exmandatarios de otros países que hubieran padecido una
situación de orden público similar y con su mujer para asegurarse de que, mientras
pasaba la crisis, al almuerzo no le echaran comino; había descubierto que dicho
condimento le irritaba el colon y las hemorroides, dolencia que calmaba con largos y
pausados lavados intestinales que, dada la situación, no tenía tiempo para
practicárselos; recurría, entonces, a unos supositorios marca Colomerol cuyo eslogan,
cantadito y con música de feria dominical, decía: “Siéntase y siéntese mejor, aplíquese

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un Colomerol”.

La Toma del Geriátrico, en su primera semana, fue –según se sabe hoy– una masacre
que sólo asesinos llevados por la cobardía y las ínfulas de sentirse poderosos, pudieron
cometer; se descarta que personas medianamente conocedoras de la teoría y la
práctica políticas o estudiosas de la filosofía o tan siquiera miembros de familia, fueran
capaces de montar una fábrica de muerte de tales dimensiones. Se supo, por ejemplo,
que el viejo Eustorgio Fonseca Grisales, prominente académico de la lengua, llamó por
teléfono, acorralado en la enfermería, a varios noticieros antes de perderse las
comunicaciones y sus respuestas a todas las preguntas fueron del mismo tenor: “Estoy
seguro de que, esto, es una equivocación que no demora en solucionarse por la vía del
entendimiento. Los cundinamarqueses somos gente de buenos sentimientos y
respetuosos de la vida de los demás. Lo peor que puede pasar es que los promotores
de este acto censurable lean un discurso frente a la nación en pleno y se vayan. Es
impensable que se vaya a producir algo distinto a un diáfano y cordial intercambio de
argumentos entre las partes”. Apenas lo encontraron –porque cometió el error de decir
por radio dónde estaba y dónde quedaba la enfermería– le rompieron la boca a
rodillazos, le clavaron lápices entre las costillas y lo amarraron con alambre a las
bisagras de la puerta. Su cadáver fue de los primeros que tiraron desde la terraza del
cuarto piso y el análisis forense arrojó el resultado de que le quemaron, en vida, las
plantas de los pies. La incredulidad de las víctimas acerca de lo que estaba sucediendo
se hizo manifiesta de muchas formas; el viejo Silvio Veraguas Lafaurie accedió a salir
con una bandera blanca y entregar un comunicado a los periodistas apostados detrás
de los muros de un colegio que quedaba enfrente; no alcanzó a atravesar la calle antes
de que le dispararan por la espalda, frente a las cámaras noticiosas de Cundinamarca y
del mundo entero. Agonizó durante unos tres minutos y hasta el último aliento, con el
cuerpo boca arriba, sostuvo su brazo derecho extendido con la bandera blanca en alto,
como tratando de tocar el cielo. La imagen fue recibida con dolor por ciudadanos
alrededor del planeta y aún hoy, es un símbolo de valentía, de esperanza como último
recurso frente a la opresión y contra la violencia arbitraria de que somos capaces los
hombres; todavía la pasan repetidas veces por televisión, tanto como el chino que se
paró al frente de los tanques militares en la Plaza de Tiananmen, en Pekín o como los
bomberos cubiertos con el polvo amarillo que quedó en Nueva York tras la caída de las
Torres Gemelas. Otra pérdida sensible fue la de Jorge Eduardo Sinisterra, un viejo que
fue embajador quince años en el Japón y que escribía haikús acerca del amor a la
naturaleza y la belleza de los sentimientos y sobre las vivencias inmateriales como la

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compasión y la caridad hacia los menos favorecidos; recuerdo, ahora, uno que se le
enseña a los niños de la escuela primaria: “Los cielos enarca / Su fértil sapiencia / Así es
Cundinamarca” alegoría que la rabia ciega no tuvo en cuenta en el momento de pegarle
dos tiros en el vientre que no lo dejaron muerto: lo metieron en una pileta con las
cabezas y torsos cercenados de otras víctimas y vinieron a rematarlo tres días después
cuando se despertó, a gritos, flotando entre intestinos propios y ajenos. La ignominia de
esos días hubiera, incluso, hecho morir de vergüenza a los mismísimos hermanos
Machacán que dios tendrá, sin duda, en su infinita gloria.

El Geriátrico Nacional funcionaba bajo el reglamento de la propiedad horizontal, tenía


una junta de administración y un presidente de la junta de administración quien, en este
caso, hizo las veces de interlocutor con el gobierno y en las pocas oportunidades que
hubo, con las fuerzas militares. Se llamaba Deogracias Gayón Mosquera y lo primero
que le dijo al Presidente de la República fue: “Le advierto, de antemano, estimado
Presidente –eran amigos– yo no creo que éste sea un problema que usted pueda
arreglar en calzoncillos, por eso le ruego el mayor aplomo y la mayor consideración por
las vidas que se encuentran en juego”. Era la única persona que los machacanes
dejaban ver, de frente, por la ventana panorámica del segundo piso, que daba a una
especie de biblioteca con mesas para jugar cartas y los televidentes vimos a este pobre
hombre demacrarse frente a nuestros ojos; vimos en su humanidad la impotencia de
poner de acuerdo a quienes ostentaban el poder con quienes creían tenerlo. Vimos por
el otro lado, también, a un gobierno de muchas cabezas porque la figura del Presidente
Nicéforo se desdibujó desde el principio; era un hombre sin discurso y sin recursos
prácticos para una situación como ésta y se limitó a esconderse de los medios de
comunicación que, como era de esperarse, se sirvieron de otros interlocutores más
activos en el conflicto, como el Presidente y el Vicepresidente de la Corte
Constitucional, el Presidente del Concilio Parlamentario, el Contralor General de la
Nación, algunos generales en retiro, el Director Nacional para la Defensa de los
Derechos Humanos y el Cónsul de los United States of Mexico en Bogotá, entre otros;
entre ellos capearon el temporal las dos primeras semanas, pero coincidieron en que,
para bien o para mal, era el Presidente de la República quien debía tomar alguna
decisión, cualquiera que fuera, so pena de debilitar su investidura y de poner a temblar
la infraestructura institucional de nuestra democracia. El Presidente Nicéforo no
encontraba solaz con nada: ni la poesía, ni el aguardiente cerrero de su tierra, ni los
supositorios calmaban su ansiedad. Le dolía la situación –por supuesto– pero estaba
en babia acerca de los mecanismos político-militares para aplacar tan profundo grado

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de violencia. El Comando Machacán, con cada día que pasaba, se empoderaba más y
hacía peticiones cada vez más absurdas: cuotas laborales para los alzados en armas
en los ministerios y en las entidades del servicio público; la posibilidad de inscribir
candidatos en las elecciones populares; diez millones de dólares; un helicóptero con
capacidad para veinte personas que los llevara al Aeropuerto Internacional y un avión
listo para llevarlos a un destino no revelado; expedición de una ley de perdón y olvido
para los participantes en la Toma; un área de despeje, en el territorio nacional, donde
pudieran estar a sus anchas y el uso a perpetuidad de una frecuencia radial para el
Comando Machacán, una vez quedara registrado como movimiento político al servicio
de las causas más apremiantes de nuestro país; exigencias que cambiaban, a su
amaño, con cada día que pasaba. Aunque la sevicia del acto delictivo no era aún de
pleno conocimiento por parte de la opinión pública, desde que empezaron a botar
cadáveres desde la terraza del cuarto piso el Presidente Nicéforo no aguantó más y
antes de declararse impedido por razones emocionales, entregar su cargo y
posesionar a su reemplazo –para esos casos nuestro sistema de gobierno
contemplaba la figura del designado: una figura, escogida a dedo, sin mayores
atribuciones que se mantenía al tanto de los sucesos políticos, en una embajada, por
ejemplo, a la espera de que el Presidente de la República renunciara, enfermara,
muriera o le diera una palomita de un par de semanas mientras se iba de “vacaciones
médicas” por fuera del territorio cundinamarqués– tomó la decisión que cambiaría el
rumbo de los acontecimientos y le permitiría vivir en su propio parnaso, el resto de sus
días: puso al mando de la operación a mi General Padrenuestro. Los expedientes
castrenses en su contra, por el contrabando de electrodomésticos, los rompió y los botó
al cesto de la basura, frente a los demás generales y amenazó con el exilio a quienes se
interpusieran en su camino. El Ministro de Guerra fue el primero en felicitar al
Presidente Nicéforo por la decisión, mientras le ardían las tripas de la rabia y dijo que él
vería porque mi General Padrenuestro cumpliera a cabalidad sus funciones. “¡Ministro
Valverde, usted no ha entendido nada!” exclamó el primer mandatario, fue hasta su
despacho y volvió con una caja de tabacos Molinar de la Caña, le dio uno a cada
general y prosiguió con la seguridad de estar jugándose su suerte y de paso, la de
Cundinamarca: “Aquí tienen un tabaco por cada culo; me hacen el favor y se lo meten
lubricado por su propia mierda, se lo sacan y lo prenden el mismísimo día que
celebremos la salida del Comando Machacán del Geriátrico Nacional; el General
Padrenuestro sólo me responde a mí y cualquier intromisión de alguno de ustedes en el
desarrollo de los acontecimientos la paga fumándose el tabaco de los demás ¿está
claro?” Los generales contestaron afirmativamente, apoltronados en sus sillas, con

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risitas nerviosas y mirándose con inocultable sorpresa entre ellos. A grito herido el
Presidente Nicéforo Cuervo de Pedroza, hijo y nieto de los caciques más bravos de
Potrero Grande, con la cara roja como las lunas de septiembre y desde lo más hondo de
sus entrañas, gritó: “Se me paran hijos de putas, en posición de firmes, me taconean
tres veces, me dan el saludo militar otras tantas y me dicen al tiempo, con voz de macho
cabrío: ¡Esta claro, Señor Presidente! Y salen de aquí; el que olvide el tabaco amanece
destituido ¿Está claro?” Los generales de la república que eran, en realidad, unos
subalternos disfrazados de bolívares y santanderes, se pararon y –como en una
secuencia de nado sincronizado– se pusieron la gorra, alinearon, perpendicular al piso,
sus columnas vertebrales, pusieron la mano derecha en la frente a cuarenta y cinco
grados del horizonte y en posición de firmes, taconearon tres veces mientras decían en
altísimo volumen “¡Está claro Señor Presidente!”

A la mañana siguiente mi General Padrenuestro sacó de la mesa de negociaciones


cualquier petición política del Comando Machacán; “les vamos a dar trato de
delincuentes” informó y antes de que saliera el sol había llenado de brea los lentes de
las cámaras de televisión y escondido ocho cadáveres de los que botaban, sin previo
aviso, desde la terraza del cuarto piso. Antes del mediodía reunió a los medios de
comunicación y les comunicó que sólo podían filmar de día, que lo que dejaran por la
noche les sería decomisado y que la única voz oficial de los acontecimientos era la del
Presidente de la República. Al mediodía, formó y saludó, uno por uno, a los militares
asignados a la misión de acabar con los sucesos criminales en curso y sacó de las filas
a los que no conocía; agregó a la treintena de hombres y mujeres que siempre lo
habíamos acompañado, salvo a Blas, a quien mantuvo oculto para lo que se pudiera
ofrecer. Me presentó a mí como su lugarteniente, a secas –así dijo: “¡Ah! Y éste es mi
lugarteniente”– y nos puso a cantar el Himno Nacional mientras izaba una bandera que
el viento levantó como la famosa falda que deja las piernas de Marilyn Monroe
descubiertas por la corriente de aire de un tubo ventilación. El augurio fue tan claro y tan
positivo que mi General Padrenuestro, al terminar por la tarde una reunión de más de
cuatro horas con los oficiales de inteligencia, instruyó: “Y con estos lineamientos doy
comienzo, a las diecinueve horas y treinta y cinco minutos del día de hoy, a la operación:
Las Piernas de Marilyn Monroe y que dios nos acompañe”. Antes de dirigirse al cuarto
de mando improvisado en el colegio que quedaba frente al Geriátrico Nacional, pasó
por su casa, le bajó los calzones a Celina, donde la encontró –en la mitad de la cocina–
le besó su sexo de madriguera, perdiéndose en su abundante vello púbico, le repitió
como quince veces que la amaba y salió corriendo a cumplir con su deber.

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Saskia dormía frente al televisor; no se movió del sofá de la sala hasta que los noticieros
dejaron de transmitir por las noches. Su curiosidad ilimitada la sacó de la casa y la hizo
merodear por los lados del Geriátrico Nacional. El mellizo de turno la acompañó –nada
de guardaespaldas– auscultó cada esquina, analizó el movimiento de la tropa; se dio
cuenta de que había otra dinámica, otro actor en juego y se preguntó en voz alta: “¿Será
el General Padrenuestro?” El Mellizo se molestó y prendió un cigarrillo; “entre más
poder tenga ese hijueputa, más poder tiene Caterpillar” dijo, con latente rabia. Sus
bocanadas de humo eran profundas, como las de quienes adquirieron primero el hábito
de la marihuana que el del tabaco. Iban en una Land Rover negra y trataban de
mimetizarse entre las sombras de los edificios. A tres cuadras a la redonda del
Geriátrico Nacional se instalaron retenes, pe-emes cada diez metros y barricadas
hechas de costales llenos de arena y piedras de río; se alcanzaban a ver los
francotiradores en las terrazas circundantes, aunque ninguna con la suficiente altura
para proveer un ángulo afortunado. Donde se acercaban, llamaban la atención de más
de quince efectivos, lo que hacía imposible intentar cualquier soborno para poder
pasar. Saskia quería inspeccionar el sector mucho más de cerca porque tenía la
hipótesis de que el Comando Machacán iba a utilizar una vía de escape subterránea,
un túnel o una vieja salida de acueducto; algo así que, de existir, daba la posibilidad
también de que estuvieran entrando munición y armamento, por ahí; o refuerzos,
previendo un enfrentamiento. Lo otro es que esa posibilidad hubiera sido soslayada
tanto por las fuerzas subversivas como por las del gobierno; en cuyo caso ella, Saskia,
entraría en escena con una solución a la mano. Valga decir –lo contó mil años después
el mellizo Velandia cuando se volvió respetable– que ella conocía el barrio porque pasó
parte de su infancia en los traspatios, lotes baldíos, caños y alcantarillas del sector,
saltando, jugando a policías y ladrones, mientras auguraba un futuro lleno de aventuras
como las de los libros de Emilio Salgari que devoraba en su época preadolescente.
Sabía, por ejemplo, que el edificio donde quedaba el Geriátrico Nacional fue una
extensión del colegio que quedaba enfrente y que fue construido con la idea de internar
a los graduandos que optaban por el seminario y a quienes, en las postrimerías del siglo
XIX, mandaban a una abadía que perteneció a la Orden del Presbiterio Paulista de los
Santos Apóstoles en un pueblo llamado Junín, al que se llega por un desvío de la
carretera que va para Gachetá; pero igual recuerda que después de medio siglo de
alojar seminaristas, también, fue una cárcel y que por los recodos de un caño
estancado y maloliente, muy fácil de identificar, existía un escondedero lleno de ratas
que debía ser grande y profundo pues, no en vano, lo llamaban “las catacumbas”. El
Mellizo se consideraba –por cuenta de los sermones de Saskia– un hombre de acción,

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por eso no hacía preguntas ni comentarios impertinentes sobre nada; sin embargo, esa
noche le señaló a su compañera, a lo lejos, una casa dentro del perímetro militar sin
desalojar y donde era evidente el movimiento aleatorio de personas; o sea, aunque no
parecía tratarse de un punto estratégico de la policía, ni del ejército: podría serlo. “Eso
va a ser un puteadero” musitó Saskia y vio que, junto a donde estaban parqueados, un
apartamento estaba en arriendo y memorizó el teléfono para llamar a primera hora del
día. Buscaron una droguería, de las escasísimas con servicio de 24 horas que tenía en
Bogotá, compraron dos ampolletas de Clorosomnitrol y al llegar a la casa, el Mellizo
desempolvó y limpió un telescopio de largo alcance que tenían en el ático. Durmieron
un rato, se lamieron la lengua y se hurgaron sus intimidades otro rato, pasaron la
mañana concretando la cita para ver el apartamento y después de almuerzo,
cambiaron de carro, les dieron la tarde libre a los guardaespaldas y estuvieron
puntuales en el edificio donde parquearon la noche anterior. “Hola, sigan por favor, yo
soy la dueña” dijo la señora que los recibió, a quien tumbaron al piso, apenas cerró la
puerta, inmovilizaron, inyectaron y amarraron a la tubería del calentador, debajo de un
techito en el patio de ropas. Al salir, un par de horas más tarde, la desamarraron y la
dejaron sentada en el único mueble que decoraba el apartamento, un sofá isabelino
roído por las inclemencias del tiempo y lleno de cagadas de gato.

Era un puteadero, desde luego; como lo determinaron al chequear, el sitio, con el


telescopio durante un largo rato. “Hay cosas que se reglamentan porque son de sentido
común, Lugarte” decía mi General Padrenuestro, cuando se trataba de decisiones
controversiales; por ejemplo: el establecimiento de puntos estratégicos de prostitución
(PEPS) –así los llamaban– cerca de los cuarteles y puestos de policía. No era de
extrañar que, por haber un acuartelamiento provisional producido por un hecho
delictivo en progreso, durante el cerco al Geriátrico Nacional, se hubiera escogido
cualquier casa para tener, a la mano, alivio para las ansiedades del cuerpo que, de no
recibir el cuidado necesario, podían incidir –de forma negativa– en el desempeño
militar cuya tensión, como es obvio, se agudiza en situaciones de alto riesgo. Lo que no
sabía Saskia, al respecto, es que, en este caso, se trataba de las mujeres entrenadas
por mi General Padrenuestro para prestar apoyo militar a las operaciones dirigidas por
él. Por eso, cuando ella llegó esa noche y se acercó al perímetro con un disfraz de
putica de pueblo que le quedaba perfecto, pasó los retenes protegidos por hombres
–que poco faltó para que la arrinconaran contra algún parapeto– pero no pasó la
detección intuitiva de las mujeres, cuando timbró y la hicieron esperar en un saloncito
sin sillas; sobre todo –me dirían posteriormente– porque se notaba que el maquillaje

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era demasiado costoso para una provinciana que, además, tenía un acento extraño
“como si un papagayo cae en la jaula de los loros” comentó una de ellas. No alcanzó a
decir “me llamo Saskia y vengo a …” porque la apresaron de inmediato y esa misma
noche se la llevaron, amarrada de pies y manos, a mi General Padrenuestro. Su primer
error fue tratar de seducirlo y el segundo tratar de mentirle; él se preciaba de conocer
las motivaciones femeninas –pienso ahora que no le faltaba razón– y la mantuvo
escondida bajo la certera vigilancia de Blas, hasta que supiera qué hacer con ella.

El Comando Machacán peleó el estatus político de su movimiento y de la Toma


guerrillera; mi General Padrenuestro, que odiaba las leguleyadas y le parecía peligrosa
la reivindicación mediática de unos forajidos, se metió por la noche al Hospital San Juan
de Dios y se robó un niño muerto que llevaba tres días sin ser reclamado; lo bañó, le
cambió su pinta de indigente por una más acomodada, lo volvió a ensuciar, lo tiró desde
el cuarto piso de la Oseta y lo dejó, por la noche, entre los muertos del Geriátrico
Nacional, que aparecían por las mañanas. La conmoción fue total. La Organización de
Naciones Unidas expidió un comunicado diciendo que, de ninguna manera, las
acciones en curso contra la sociedad cundinamarquesa se podían enmarcar como una
lucha por la justicia o contra la opresión de un régimen autoritario, por lo que mi General
Padrenuestro exigió –con amenazas de multas y recorte de los espacios radiales y
televisivos a las diversas emisoras y programadoras– que la mención del Comando
Machacán estuviera acompañada, sin excepción, del apelativo de terroristas o grupo
terrorista, haciendo parte, así, del repudio mundial suscitado contra grupos como la ETA
vasca, el IRA irlandés o la Baader-Meinhof alemana, que nunca tuvieron reparo en
sacrificar mujeres y niños con bombas en lugares públicos o en extorsionar, secuestrar
y asesinar personas acaudaladas y figuras públicas, la mayoría de las veces. La
respuesta, el día siguiente, fue la de dejar salir hasta la última mujer y cuatro niños que
visitaban a sus abuelos. Las cámaras filmaron la salida de cincuenta y cuatro personas,
quedando adentro, mal contados, ochenta y seis hombres de los cuales cinco estaban
muy enfermos y dos eran mayores de noventa años –según información de sus
familiares– sin contar los que pudieran estar heridos, muertos o torturados en el
desarrollo de los hechos. De los cincuenta y cuatro liberados, diez eran el total de las
señoras que manejaban la cocina; por eso, se volvió imperativo que mi General
Padrenuestro hiciera los arreglos para la alimentación diaria de las personas que
debían quedar adentro. Las mujeres adultas liberadas, sin excepción, fueron retenidas
por mi General Padrenuestro, cosa que él nunca negó; era importante escucharlas,
dentro de un ambiente de confianza, pues muchas salieron bajo la amenaza de

105
buscarlas y matarlas o matar a sus padres, hermanos o hijos, si hablaban. De ellas se
supo que los viejos fueron encerrados en los baños, con los colchones tirados en el piso
y con falta de privacidad para las mínimas necesidades físicas y de higiene; que dos de
los captores eran mujeres; que quien dirigía la operación respondía al nombre de
Francachela; y que seguían en la tónica de matar dos o tres rehenes al día y estrellarlos
contra el piso por las noches. Veinte años después las filmaciones, a lo largo del
suceso, seguían siendo motivo de alarma, porque mujeres que salieron ilesas de la
tragedia desaparecieron ese mismo día; mi General Padrenuestro atestiguó, en
innumerables deposiciones juramentadas, que habló con la mayoría de ellas y niega
que hubieran sido torturadas por la fuerza pública; y en su defensa y la de sus
subalternos, alega la razón más sencilla de todas: “¿Con qué tiempo?” La tortura es un
proceso demorado; se debe determinar la información que se necesita –primero–
hacer algo de investigación sobre la víctima, para ver si puede proveer tal información
–segundo– el dolor se debe infligir de manera gradual –tercero– y lo más importante, se
debe verificar cada retazo del testimonio obtenido por incoherente que parezca –cuarto
y último– se deben cruzar los resultados de los procedimientos que, sobre un mismo
hecho, se le realicen a varios torturados, lo que presenta una amplísima variable de
complicaciones. “Para este caso, se buscaron soluciones más expeditas” declaró
muchas veces mi General Padrenuestro, aseverando que la tortura no fue una de ellas,
pero sin descartar que, dicho mecanismo, hiciera parte del modus operandi de los
aparatos de inteligencia del Estado. Palabras más, palabras menos, aún recuerdo lo
que, él, pensaba al respecto: “Diga lo que diga, el torturado es un condenado a muerte y
éste lo sabe, por eso su colaboración es un carisellazo. La mentira pospone la muerte
pero alarga el dolor y la verdad acorta el dolor pero hace inmediata la muerte. La
pregunta, entonces, es siempre igual de indeterminada que la respuesta; Lugarte:
¿cuántas mentiras es usted capaz de decir antes de decir la verdad?” y después de
soltarme esa perla, mi General Padrenuestro –quien muchas veces se refirió a la
cuchilla, que llevaba en el bolsillo de la camisa, como la “mujer verdugo” o la “reina del
martirio”– siempre reiteraba lo mismo “sólo quedan vivos o viven más tiempo, los que
tienen más de una verdad que contar”.

La realidad era que el Comando Machacán tenía secuestradas a personas de la tercera


edad; entregaron a las mujeres y a los niños, es cierto, pero a los periodistas de otras
partes les llamó la atención que un grupo terrorista en Cundinamarca estuviera
ejerciendo una violencia indebida a un grupo de viejos que promediaban, en edad, casi
setenta y cinco años. Los equipos de reportería globales se multiplicaron en Bogotá y

106
mi General Padrenuestro se molestó mucho con ellos: estar en la primera plana
internacional retrasaba muchísimo las acciones; y la demora en tomar una decisión
efectiva, a nivel militar, podía parecer como una incapacidad del Estado para defender
el derecho a la libertad, entre otros principios inalienables de nuestra Constitución.
Prendiendo paquistanes para vencer el sentimiento de zozobra y teniendo la claridad
de que se debía actuar de inmediato, me decía: “Es que, Lugarte, me siento como
Moisés en el Mar Rojo” y mi interpretación de esa metáfora era muy clara: tenía por un
lado a los generales, que no se quedaron quietos tratando de entorpecer las acciones
militares emprendidas y del otro, al Presidente de la República quien estaba
empezando a convencer a la opinión pública de que la Toma del Geriátrico Nacional era
la excusa para iniciar un gran diálogo con los alzados en armas. Estaba mi General
Padrenuestro, entonces, en la mitad de las dos aguas y con una presión desmedida en
la yugular; se enteró, por la mañana, de que una junta militar de generales de tres soles
se reunió, en secreto y que estaban decididos a tomar el asunto en sus manos a la
medianoche y al rato, el Presidente Nicéforo lo llamó a pedirle que organizara una
encuentro a campo abierto –en un estadio de fútbol vacío; el Campín, por ejemplo– con
Francachela y sus hombres y que, para el efecto, la Unión de Repúblicas Socialistas
Soviéticas le prestó un helicóptero para cincuenta personas que estaba en camino y
que llegaría esa misma noche. A la hora de almuerzo, mi General Padrenuestro se
sentó conmigo y se quedó mirando un punto fijo en el horizonte de concreto que se le
presentaba frente a la ventana. “Me llegó la hora de la verdad, con los pantalones abajo,
Lugarte, lo que suceda esta noche es definitivo y no tengo la posición estratégica, ni las
fichas, para un contundente jaque-mate”. Sentía una ansiedad galopante y no se le
ocurrió otra cosa que encerrarse en el baño a masturbarse y buscar cierto relajamiento
por la vía rápida. Ahí se encontró con Blas que estaba sentado en el retrete y que tenía a
Saskia amarrada a una correa de perro para no perderla de vista y tratar de domarla
porque le había mordido los brazos y el cuello. Mi General Padrenuestro tomó la correa
y con movimientos humillantes la obligó a seguir de rodillas, a poner los codos en el piso
y los hombros hacia adelante en la posición de una gata montuna. Ella, incluso,
colaboró soltando una especie de rugido y mostrando las uñas. Mi General
Padrenuestro esperó a que Blas soltara el agua, se subiera los pantalones y le ordenó
que vigilara la puerta. “Te voy a requisar las entrañas, perra” le dijo, la acercó sin que
ella opusiera resistencia y le metió los dedos entre las piernas, por detrás; con la otra
mano dejó al aire el contenido de su bragueta, un trozo pulposo y escamado que ella se
metió en la boca y aprisionó con su garganta. Él sacó su pistola y se la puso de frente:
“Si me la muerdes, te mato aquí mismo”. Saskia se sentía tan excitada que la amenaza

107
de muerte lo único que hizo fue sacarle su instinto animal. Se arrancó la blusa y se
acarició los pezones con el cañón del arma y como cualquier cuadrúpedo se volteó
sobre la espalda y se quitó los bluyines y los calzones, halándolos y rasgándolos como
si tuviera verdaderas garras, se puso la mano de mi General Padrenuestro entre los
muslos y apretó para que sintiera su vaginita peluda y lubricada y antes de invitarlo a
penetrarla, le sacó las güevas para acariciárselas con la lengua. Se reincorporó y
manteniendo el culo arriba se dejó clavar, sumisa como una esclava y apretando, ella
misma, la correa alrededor de su cuello. Tenía la cara, los pezones y su sexo
enrojecidos en extremo como si la piel estuviera en carne viva. Mi General
Padrenuestro bufaba como un trompetista; lo excitaban los gritos de ella, como si le
estuviera metiendo un metal candente por detrás. Así, atravesada –como le gustaba
estar, a punto de ahogarse y llenarse, por dentro, de un semen nuevo– abrió la boca
para decir: “General, yo sé por dónde entrar al Geriátrico Nacional”. Él explotó como un
toro de esos que sueltan en los rodeos y se apoyó, con tanta fuerza, sobre sus
diminutas nalgas que el grito de ella fue de verdadero dolor.

“Se nos apareció la virgen. Lugarte” me dijo mi General Padrenuestro a las cinco de la
tarde, después de estar a puerta cerrada con Saskia, Quesada y Reyes. El reto,
entonces, fue el de ir implementando acciones sobre la marcha y con discreción. A Blas
le ordenó buscar no menos de cincuenta machetes; a mí me puso a conseguir treinta
radios –transistores– con las pilas nuevas; a Quesada le pidió que reclutara, incluido él
y Reyes, a los veinticinco hombres de más confianza y que los esperaba, a las siete de
la noche, en el “burdel” donde estaban las mujeres entrenadas por ellos; y a Reyes le
pidió que, también a las siete, llegara con las mujeres liberadas que trabajaban en la
cocina del Geriátrico Nacional. Mientras tanto, él y su nueva amante-cómplice-
colaboradora de pelo cortico como un niño, fueron a reconocer el lugar por donde
entrarían sus hombres a las ocho de la noche, hora de la alocución presidencial en la
que el Presidente de la República le pediría a los secuestradores que se retiraran sin
hacer más daño y que el gobierno iniciaría un diálogo, sin precedentes, con los alzados
en armas. Se organizarían mesas de discusión en las grandes ciudades; sus
representantes serían amnistiados –temporalmente– y tendrían la oportunidad de
tratar con comisiones delegadas, designadas por el gobierno, mientras se llegaba a
decisiones permanentes aprobadas como leyes por el Concilio Parlamentario. Se
negociaría con base en el pliego de peticiones que pasara cada grupo de discusión, de
acuerdo a cada tema propuesto y se llegaría a un gran acuerdo nacional por la paz para
que, ésta, quede entronizada y reine hasta en los rincones más apartados de nuestro

108
país; también dejaría planteada, como muestra de buena voluntad por parte del
Estado, la intención de crear una zona de despeje: un territorio desmilitarizado, en el
cual, dentro de la más honesta civilidad y espíritu de camaradería, los guerrilleros
podrían diseñar, con tranquilidad y sin sentir amenazada su integridad, el camino hacia
el cambio pacífico y donde se llevarían a cabo las reuniones más importantes y en las
que ¿por qué no? hasta los altos mandos del poder ejecutivo pudieran encontrarse con
los jefes guerrilleros e intercambiar ideas en confianza. De ser aceptada esta iniciativa,
en contraprestación a liberar los rehenes, Francachela y sus hombres tendrían a
primera hora de la mañana un helicóptero ruso que podrían abordar, al sitio de su
preferencia, siempre y cuando quedaran firmados, en un primer encuentro, los
lineamientos del diálogo. Tal propuesta excluía –por supuesto– las otras demandas
hechas durante la Toma, aunque, de ser necesario, el Presidente Nicéforo tenía listo un
millón de dólares para darle a los subversivos un incentivo de última hora. De forma
similar, se invitaría a dialogar al Ejército Patrio de Liberación, EPL, a las Milicias
Armadas Revolucionarias, MAR, a los Camiseros de San Cayetano y a los Cascos
Rojos. Valga aclarar que por esa época, aunque se desarrollaron comunidades civiles
que se armaron para defenderse por su cuenta del soborno y del secuestro, la noción
del paramilitarismo aún no tomaba impulso.

Mi General Padrenuestro no precisó mayores detalles con Saskia, pero ella sí le contó
que había vivido en ese mismo barrio y cómo en día y medio que llevaba vigilada por
Blas logró reconstruir el mapa subterráneo de unas cinco cuadras a la redonda, con
sólo mirar por las ventanas del colegio donde estaban instalados. La edificación sólo
tenía dos pisos pero la capilla quedaba sobre una colina y tenía un campanario que bien
servía de mirador, aunque estrecho para dos personas, adonde Blas la llevó un par de
veces. Le contó también sobre su pubertad, los novios que poco se interesaban por leer
en voz alta a Ernesto Cardenal o jugar ajedrez y –como si a mi General Padrenuestro le
incumbiera– las primeras reacciones que tuvo su cuerpo cuando dejaba que los niños
más grandes la miraran hacer chichí. Ella se preocupó por demostrarnos, lo antes
posible, de que no nos estaba engañando, conocía la localización exacta de lo que
recordaba como “las catacumbas” que resultaron ser las conexiones subterráneas
formadas por un sistema de alcantarillas que iba a parar a un riachuelo que se había
secado y que la oficina de planeación, del sector, tapó para dejar un espacio donde
guardar maquinaria pesada y material de reparcheo de las calles. El área estaba
protegida por un alambrado que decía: Propiedad de la Empresa Bogotana de Aguas y
Alcantarillados; pero Saskia sabía lo que estaba buscando e identificó el túnel que

109
llevaba directamente a un desagüe enrejado en el jardín del Geriátrico Nacional. Mi
General Padrenuestro no podía creer su suerte; no sólo cupo parado hasta estar
debajo de la edificación, sino que la reja tenía exceso de óxido pegado a los bordes, lo
que indicaba las únicas dos cosas que le interesaban: que no había sido abierta en
quién sabe cuánto tiempo y que era fácil de remover, porque no era de bisagras y se
podía halar hacia adentro sin que se notara, ni hiciera tanto ruido. Mi General
Padrenuestro también necesitaba un francotirador experto y mientras fueron a recoger
a Belarmiño, Saskia lo ilustró, cruzando los datos de las fechas en que se construyeron
las primeras alcantarillas de la ciudad, con las fechas en que el Geriátrico Nacional hizo
las veces de cárcel, sobre cómo los presos, enemigos del régimen, debían utilizar esa
vía de escape tan adecuada para propiciar cierto contrabando de comodidades o para
entrar y salir según las circunstancias histórico-políticas de cada momento. En fin, a mi
General Padrenuestro sólo le interesaba el uso presente de una opción tan milagrosa y
ahí la dejó hablando sola cuando, sin apagar el jeep con cabinado de tela y con
ventanas laterales plásticas, en el que iban, se bajó de un salto e hizo una llamada
telefónica; cuando colgó, del otro lado de la ciudad, en la Escuela de Carabineros de
Suba, un camión encendía motores, con unas instrucciones muy precisas.

Apenas comenzó la alocución presidencial televisada, a las ocho y quince de la noche,


la situación era la siguiente: los generales, con el beneplácito del Ministro de Guerra,
triplicaron, en fuerza, a mi General Padrenuestro; rodearon el perímetro con un doble
cinturón de soldados para darles la orden de entrar y matar –victimas o victimarios– a
todos los que se encontraran vivos, cuando el Presidente acabara su discurso. Las
mujeres en el “burdel” se vistieron con camisa y pantalón camuflado y pasamontañas,
incluidas las cinco señoras de la cafetería que se arriesgaron a participar –no pudieron
convencer a las otras– y cada una de ellas estaría protegida por dos de las que estaban
armadas. La luz del Geriátrico Nacional fue cortada, cinco minutos antes, obligando así
a que los terroristas tuvieran que llevar armas y linternas al tiempo y no pudieran
encender la televisión, lo que los pondría más ansiosos. El helicóptero ruso estaba
parqueado en la mitad del estadio de fútbol Nemesio Camacho El Campín y mi General
Padrenuestro, seguido de nuestros hombres, armados de machetes, estaba a la
entrada de la alcantarilla-túnel por donde entrarían y sacarían a los secuestrados –era
impensable, dejar a los captores vivos y en manos de un sistema judicial que les daría
un estatus de divas, para soltárselos a los fotógrafos de las revistas–. La idea de llevar
machetes, se implementó para no tener que disparar un solo tiro que alertara a los
generales y los obligara a adelantar su ignominioso operativo, dirigido a desprestigiar a

110
mi General Padrenuestro con un desenlace inhumano y sangriento. A nuestro favor
estaba el conocimiento de que Nicéforo Cuervo de Pedroza nunca hablaba en público,
menos de dos horas, lo que nos abría una ventana de tiempo, suficiente, para lograr el
rescate.

El camión que salió de Suba y atravesó la ciudad llegó puntual y de su interior salieron
veinte perros pastores alemanes dispuestos para matar; la decisión de usarlos estaba
fundamentada en que son animales que, por instinto, perciben la más mínima agresión;
pueden determinar entre dos personas, por ejemplo, cuál es la sometida y cuál está
ejerciendo violencia sobre la otra. En este caso, eran capaces de distinguir entre
captores y cautivos, independientemente de quienes llevaran o no, brazaletes del
Comando Machacán, de saber quiénes estaban en estado de indefensión y protegerlos
y lo más importante, en la oscuridad eran más eficientes para desarmar a un
delincuente que cualquier soldado. Los metieron por el túnel, con la orden de atacar y a
cada uno le colgaron un radio transistor al máximo volumen, en el cuello; por eso el
bullicio fue lo primero que alertó a los secuestradores: pensaron que había vuelto la luz,
que les estaban gritando por altoparlantes, que los estaban intimidando con el sonido
indistinto de música, voces y estridencias múltiples, cuando en realidad, durante
minutos valiosísimos, el sonido natural de los cuadrúpedos pasó desapercibido. Con la
confusión –esto también estaba previsto– los rehenes tenderían a quedarse quietos y
los perpetradores a moverse, a dejarse percibir, para su desgracia, por el sexto sentido
de los canes. Los primeros flashes de las linternas fueron engañosos, para los
guerrilleros, porque los dirigían, a la altura media de las paredes, sin poder ver ni
encontrar a nadie. Para cuando se dieron cuenta que el ataque era de carácter animal,
la mayoría de los que sacaron un arma o alcanzaron a apuntarla, perdieron la mitad del
brazo, la mano o los dedos. Los pastores alemanes alcanzaron a herir a los que fueron
desenfundando en actitud amenazante; no los dejaron disparar y en la medida que
fueron cayendo al piso, les mordieron el cuello y los dejaron remojados en su propia
sangre. El peor librado fue Francachela porque lo cogieron escondido detrás de dos
rehenes y los perros, que no perdonan la cobardía: lo cogieron entre cuatro, de las
extremidades y lo fueron desmembrando por las articulaciones, hasta roerle y dejarle al
descubierto las cabezas del fémur y las clavículas mientras, aún, seguía con vida.

Blas calculó veinticinco minutos para restituir la corriente eléctrica; mi General


Padrenuestro y sus hombres, a la luz de los bombillos que se encendieron, dejando el
campo de batalla al descubierto, inmovilizaron a los miembros del Comando

111
Machacán, con rapidez. Los que no quedaron severamente mutilados en las
extremidades superiores y se estaban desangrando, recibieron golpes mortales de
machete mientras gritaban consignas que, a esas alturas, eran bastante inútiles.
Detrás de ellos venían las señoras de la cafetería, que recibían a los viejos que
padecieron el cautiverio, los miraban de frente y a las caras amigas les fueron indicando
la dirección del túnel, inclusive algunos las llamaron, agradecidos e incrédulos, por sus
nombres; los pocos que desconocieron, fueron quedando esposados, en una especie
de garaje lleno de llantas y rines usados. Una hora y media más tarde, terminaron las
palabras del Presidente de la República, dirigidas a la ciudadanía y el Geriátrico
Nacional se llenó de soldados, mandados por los generales y el Ministro de Guerra, que
entraron disparando a los pedazos de cuerpo que estaban regados en los pisos, porque
no encontraron nada más; los oficiales a cargo de ese “operativo alterno” obligados
–como estaban– a mostrar un resultado positivo, así tuvieran que inventarlo, les
llevaron, a sus superiores, las cuatro o cinco personas que encontraron esposadas, en
un cuarto “que parecía un montallantas abandonado” explicaron; los metieron en un
camión-jaula y nunca se volvió a saber de ellos. Un señor identificado con el nombre de
Jesús Morantes apareció dieciocho años después en una fosa común y se comprobó
que era uno de los que sacaron esa noche; sus familiares demandaron a la nación, pero
no pasó nada. Aún hoy, no se tiene claridad acerca de la suerte que corrieron esas
personas que, al parecer, no vivían, ni trabajaban en el Geriátrico Nacional. Incluso, dos
de ellos fueron filmados, por los medios de comunicación, saliendo del edificio y
tampoco hubo respuesta acerca de cómo y por qué volvieron a entrar, ni mucho menos
de su verdadera identidad porque de las cédulas de ciudadanía encontradas entre los
escombros, ninguna coincidía.

Los generales llegaron al sitio y de inmediato se alegraron y se felicitaron entre ellos, al


ver que de los secuestradores, amontonados en una masa multiforme de brazos,
piernas y cabezas llenas plomo, no se escapó ninguno; estaban convencidos de que mi
General Padrenuestro había sufrido un rotundo fracaso porque nadie les contó que no
hubo ningún enfrentamiento y que sus hombres remataron los cuerpos agonizantes e
inermes, que encontraron, con ráfagas de metralleta hasta dejarlos irreconocibles.
Sólo el cuerpo de Francachela quedó con la cabeza intacta y les pareció apropiado
–por tratarse de un protocolo utilizado por los vencedores de una guerra cualquiera, a lo
largo de la historia de la humanidad– llevársela al Presidente Nicéforo y darle, de
primera mano, el parte de victoria. En esas estaban, dándose palmadidas en la
espalda, mientras Belarmiño los miraba desde el campanario de la capilla del colegio,

112
esperando a que apareciera el Ministro de Guerra para disparar y matarlos a todos; por
la mirilla telescópica, los vio pararse juntos, detrás de la cabeza de Francachela, cogida
del cabello por uno de ellos y apenas Belarmiño se dio cuenta que un fotógrafo iba a
inmortalizar la escena, sintió vibrar el piso, extrañado, bajó el arma y vio cuatro
tanquetas torpederas voltear la esquina. Los generales identificaron su armamento y
debió ser una sorpresa grande constatar, en lo que dura un parpadeo, que les
dispararon y que los mataron sus propios subalternos. Se salvó el Ministro de Guerra
porque durante la alocución presidencial se quedó dormido; a la mañana siguiente y
temiendo por su vida, reunió, además de su escolta habitual, cinco jeeps de soldados
armados hasta los dientes y en caravana, se dirigió a la Quinta de Nariño. Cuando llegó,
el Presidente de la República estaba a puerta cerrada con mi General Padrenuestro,
quien le hizo un relato pormenorizado de los hechos. En el campanario-mirador en que
estaba, Belarmiño pasó la noche; “no supe qué hacer” le dijo a Blas cuando fue a
rescatarlo, pues se quedó sin generales que asesinar, porque un error de
comunicación, entre las columnas de ataque del ejército, los dejó impávidos, ante su
propia muerte. Le pregunté a Blas por Belarmiño, ese mismo día y me salió con una de
sus rabiosas andanadas: “A mí ese malparidito no me gusta, con su carita de yo no fui y
los gestos que hace de imbécil, como si estuviera siempre confundido, me saben a
mierda” lo dejé hablando solo, porque Blas cuando coge entre ojos a alguien, lo
vitupera durante horas. Los que si quedaron muy confundidos, fueron los jugadores de
Santa Fe y Millonarios, que no pudieron jugar el clásico de fútbol capitalino ese
domingo, en al Campín, porque un helicóptero ruso –sin piloto ni llaves pegadas al
encendido– estaba parqueado en la mitad de la cancha.

Las Piernas de Marilyn Monroe resultó ser una operación exitosa para mi General
Padrenuestro. La situación de orden público normalizada fue motivo de agradecimiento
por parte de la sociedad capitalina y la comunidad internacional aplaudió que la
mayoría de los rehenes hubieran salido ilesos; eso fue un alivio para sus familias y para
el país. A los que fueron sacrificados a quemarropa y arrojados desde el cuarto piso del
Geriátrico Nacional, así como a Silvio Veraguas Lafaurie, el hombre símbolo-bandera-
libertad, se les dio un funeral conjunto con todos los honores posibles para la
ciudadanía civil; y como nadie reclamó el cadáver del niño que murió en el Hospital San
Juan de Dios, en su tumba se encendió una llama eterna como la de un soldado
desconocido. Como siempre sucede, se llamó a descargos a los actores principales del
conflicto, saliendo bien librados mi General Padrenuestro, a quien los rehenes
reconocieron como su salvador y guía durante el rescate y los perros pastores

113
alemanes, entrenados por los carabineros, capaces de discernir, bajo presión, la
agresión del sometimiento. El General Valverde Ortegón trató de utilizar sus influencias
como Ministro de Guerra para salvar su pellejo y lo logró diciendo que sus subalternos
actuaron sin su consentimiento. El Presidente Nicéforo nunca creyó mucho en ese
cuento; inclusive en el tomo catorce de sus memorias deja claro que los generales
desautorizaron su orden de darle autonomía a mi General Padrenuestro y que, de no
haber muerto, les hubiera tocado responder por su traición; además, la foto de ellos,
sosteniendo la cabeza de Francachela, se salvó y fue tan deshonrosa que la opinión
pública no hubiera creído nada distinto a que, obnubilados por su supuesta victoria, se
olvidaron de dar el cese al fuego que hubiera detenido su propia matanza. Tampoco se
puede olvidar que el General Valverde Ortegón era un cobarde consumado y que de
haber ordenado una masacre de ese calibre, con seguridad “se hubiera orinado en la
cama” comentó el primer mandatario cuando supo que su ministro, esa noche, se había
quedado dormido. En fin, nunca sabremos muchas cosas de lo sucedido en la Toma del
Geriátrico Nacional, pero sí se pudo comprobar que ni mi General Padrenuestro, ni sus
hombres y mujeres, dispararon un solo tiro, por lo que la sevicia desquiciada que
revelan las ráfagas de fuego finales fueron obra de los ejércitos al mando de los demás
generales. En alocución presidencial, la semana siguiente, el Presidente de la
República invitó a los grupos políticos al margen de la ley a alzar la voz y no las armas y
ese se volvió el eslogan de una serie de conversaciones a nivel nacional que
perjudicaron a Cundinamarca porque, con la excusa del diálogo, la guerrilla que
siempre había estado en el monte se infiltró en las ciudades y el ideario político –que
alguna vez tuvo– se cambió paulatinamente por un discurso mediático cuyo único
objetivo se convirtió en justificar su intrusión en el secuestro masivo y en el narcotráfico.
Hoy, como decía mi General Padrenuestro “son todos delincuentes” pero los políticos
los siguen buscando en épocas de elecciones y hacernos creer que trabajan, en
conjunto, por la misma paz que prometen cada cuatro años. Todavía quedan grafitis
sobre ladrillo, estuco y piedra, en perfecto estado y en muchísimas partes de la ciudad
–como si hubiera una secta oculta cuyo objetivo fuera el de repintarlos, a cada rato y
mantenerlos legibles– que rezan: ¡Alza la voz, no las armas!

El día en que Celina Ancízar y Saskia se encontraron, se odiaron; la una reconoció la


inteligencia estratégica de la otra y la otra la bestialidad guerrera de la una. Celina no
necesitaba marcar ningún territorio, no tenía peligro de ser desbancada pero se olió, a
leguas, la peligrosidad intrínseca de la alemana y sacó, con discreción, las uñas;
estaba embarazada lo que le daba una amplia ventaja sobre las mujerzuelas –como

114
Saskia– que se le acercaran a su marido. Tuvo el buen juicio de no ilusionarse con la
fidelidad en su matrimonio: acordémonos que conocía la esencia masculina mejor que
nadie y pensar así, por lo menos, dejaba la puerta abierta para tener, ella misma,
aventuras sin significado una vez se le pasara ese amor apabullante e inepto, que nos
ataca en algún momento de la vida. Ella era una mujer práctica y sabía que mujeres
como Saskia iban y venían, pero que lo suyo con mi General Padrenuestro era para
siempre. Entre clases de glamour y de dicción, se propuso volverse una mujer
aceptable, para una sociedad tan reconcentrada en sí misma, cosa que lograría con
creces, pues, la suya era una de esas bellezas que ocupa todos los espacios y que
disimula, por su carácter divino, cualquier torpeza.

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El Ministro de Guerra, General de tres soles Facundo Valverde Ortegón, se sintió,


durante la ceremonia, como un soldado de tercera línea, un cero a la izquierda; ni
siquiera lo dejaron hablar ni durante el acto, ni durante la comida; la semana anterior
había enterrado a sus compañeros de armas –“los generales de la foto” los llamarón los
medios de comunicación– y el Presidente de la República estuvo parco, casi que, si
hubiera tenido la más mínima oportunidad para agredirlo verbalmente, lo hubiera
hecho. Por más Ministro que fuera se sentía solo y en la cuerda floja: en el ejército la
cúpula es estrecha y cuando alguien va de subida, como mi General Padrenuestro,
pues otro va de bajada y en este caso y dado el desarrollo nefasto de los
acontecimientos, pues era él. Se venían días difíciles, pero Valverde Ortegón era
recursivo para ganar terreno político, incluso no sobraba ser un poco maquiavélico
–pensó– y sin tener noción alguna de la correcta oportunidad para hacer las cosas y del
protocolo, se acercó al micrófono, lo golpeó con su anillo de oro macizo y propuso un
brindis. Entiéndase bien que en una recepción de matrimonio, por ejemplo, si el tío que
vive en Zimbabwe ofrece un brindis, pues ¡no importa! porque nadie lo conoce y con
seguridad no lo volverán a ver nunca; pero durante una ceremonia oficial, en la que todo
se planea de manera milimétrica para evitar improvisaciones al calor del whisky y de los
sentimientos que afloran en razón a que somos seres humanos llenos de
contradicciones e incongruencias, rabias y ollas, en el pasado, con cocidos putrefactos
y por destapar, puede tener consecuencias graves o por lo menos, inadvertidas; sin
embargo, el General Valverde se lanzó al agua convencido de que sus palabras y su
tono mesiánico le iban a devolver su merecido estatus de prócer y mandacallar.
“Estimado y muy bien amado Presidente Cuervo de Pedroza” comenzó diciendo y

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continuó, aclarando la garganta “durante mi larga vida al servicio de esta patria grande
y sustantiva que me vio nacer, he conocido hombres excepcionales pero nada como
usted, estimado y querido Presidente o en tiempos más recientes, como el General
Aquiles Padrenuestro quien demostró en los últimos acontecimientos, deplorables
para nuestra democracia, un valor y capacidad de liderazgo sin pares. Me enorgullece
que lo hayamos podido –nótese el uso del plural– condecorar como merecen quienes
tienen en tan alta estima la limpidez de nuestras instituciones y me parece, señoras y
señores, que no es suficiente y si usted me lo permite, estimado y querido Presidente,
mañana mismo emito la resolución ministerial, dirigida a su despacho, que le otorgue
otro sol a la deslumbrante carrera de este nuevo e insigne General”. Dicho esto, él
mismo emprendió una desaforada ola de aplausos y hubiera ovacionado, con hurras y
vivas, al homenajeado, si no es porque el Presidente Nicéforo –visiblemente enojado–
se levantó de su silla y de tres zancadas se paró frente a su Ministro de Guerra y apagó
el micrófono; lo vimos manotear, a diestra y siniestra, arrancarle sus lustrosas
charreteras y después de su inaudible regaño, salir por la puerta principal, seguido de
su edecán y sus cercanos colaboradores. Al otro día, la noticia levantó toda clase de
suspicacias: “El Presidente de la República le quita un sol al Ministro de Guerra y se lo
entrega al General Padrenuestro”.

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Hágase tu voluntad

Una tarde de nubes pesadas entró una mujer por el patio de atrás y Saskia sintió la
imperiosa necesidad de abrirle la blusa, cogerle las nalgas y esquinearla contra el
lavadero; bajó las escaleras corriendo, sin preguntar nada ocupó su boca, la llenó de
babas, le quitó la peluca y le mordió el cuello, como una vampira, hasta marcarle los
dientes. En la piedra inclinada donde se restriega la ropa, el Mellizo –que recién llegaba
de ver a su hermano, de pasar quince días en la cárcel– se recostó, se levantó la falda y
le ofreció su masculinidad, roja como un trozo de lomo crudo y dulce como un brazo de
reina. Ella se la untó de jabón y lo cabalgó durante unos minutos largos como las olas
que forma el desierto; la irritación del detergente les fue sacando sangre pero no
pararon hasta lograr esa epilepsia que celebraron apretándose hasta la asfixia y
gritando como una bandada de pájaros migratorios. Después de apurar sendos pases
de perica, que Saskia mantenía en diversos escondrijos de la casa, se lavaron el
cuerpo con el agua de la pileta, llena de agua hasta la mitad y se secaron con las toallas
colgadas y pinzadas en las cuerdas, que estaban algo húmedas; se sentaron
desnudos, en las sillas plásticas del patio y se hubieran quedado, exponiendo sus
genitales amoratados, frente al sol frío de la cordillera y hablando nimiedades el resto
de la tarde si Candy –una perra labrador dorada, vieja y algo obesa– con briosos
ladridos y saltando alrededor, no les hubiera anunciado las primeras gotas de lluvia;
subieron las escaleras paralelas al jardín interior y se metieron a la cama, le echaron
vaselina a la piel encarnizada y terminaron entretejidos otra vez como dos redes de
pescar llenas de anzuelos. Sus gritos, esta vez, eran de dolor pero seguían el uno
dentro de la otra, como buscando, en un interminable vaivén, un vacío más allá de la
atmósfera, más allá del aire del planeta. Saskia era una experta en repetir las
peripecias de la pornografía que, antes del betamax, estaba circunscrita a unos pocos

119
teatros rotativos a los costados de la carrera trece, la mayoría –y unos, más poquitos,
en el centro de Bogotá– pero donde no entraban sino hombres y se distinguían por ser
unos antros como inventados por Onán donde la mezcla de cagadas de rata, cigarrillo,
comida –entraban pinchos de chunchullo y pollo frito– y el olor reconcentrado a
requeñeque era insoportable.

Cuando hacer el amor con Saskia se convertía en una carrera de resistencia que podía
durar tres días o hasta una semana –cuando salían de vacaciones, por ejemplo– los
mellizos se preocupaban porque era el síntoma inequívoco de que les iba a pedir algo
importante, de que se estaba cociendo en su cabecita algo grande. Ella pensaba que la
denodada entrega de sus artes amatorias debía verse recompensada con creces y en
esta ocasión, no se demoró en manifestar sus deseos. Quería cambiar el rumbo de la
organización delictiva que tenían juntos y que se dedicaran al negocio de traficar
cocaína; el margen de las utilidades de la marihuana era cada vez más estrecho porque
la demanda del mercado norteamericano la estaba cubriendo, desde hacía poco, la
mafia californiana; eso es ¡si a unos intermediarios de bermudas y camisas floreadas,
parados en las esquinas con sus walkmans y dientes amarillos, se le puede llamar:
mafia! Los gringos se pasaron veinte años haciendo experimentos en invernaderos
bajo tierra, en los sótanos de las casas y en los parajes inhóspitos de Nevada hasta que
dieron con una semilla del Cannabis que crecía en cualquier parte de las extensas
zonas desérticas aledañas a las montañas Rocosas; no era un producto de mejor
calidad que el nuestro pero, en las calles, entregaban los cigarrillos –joints– hechos, a
precios irrisorios y vaya uno a saber qué otros productos, de mayor poder adictivo, le
mezclaban. A los países de la región nos hicieron la vida miserable porque no hacíamos
los esfuerzos suficientes para acabar con su cultivo, pero una vez que empezaron a
producirla ellos, le bajaron el volumen a sus efectos dañinos y aunque tampoco fueron
capaces de legalizarla –en esa época– sí la volvieron un estilo de vida permisible, sin
que perdiera el encanto de lo prohibido; de manera inteligente dejaron de perseguir a
los consumidores y focalizaron las acciones policivas en los distribuidores. Los
usuarios de la costa oeste, desde entonces, cultivan, con alegría, sus dosis personales
en sus huertos y jardines, lo que deja un olor de hierba dulzona en las aceras; por eso es
que los californianos –cuyas propiedades se extienden hasta Acapulco– caminan a
cinco centímetros del piso –como si nada pasara– pensando, como Forrest Gump, que
la vida es como una caja de chocolates.

Los mellizos deliberaron durante sus encuentros maritales y no hallaban cómo

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contradecir a Saskia. Sabían en su fuero interno que hubieran preferido mantenerse en
lo seguro, crecer de nuevo en lo suyo: la marihuana, después del descalabro con los
juegos de caquitos; pero había que evolucionar o morir y más cierto, aún, en el medio
del hampa, en que al que se duerme, no sólo se lo lleva la corriente sino que se lo
comen los cocodrilos. También existía otra particularidad en nuestro país y era que los
actos caprichosos de quienes se enriquecen ilícitamente, eran bastante notorios, por lo
que quedaban en evidencia con facilidad y a la vuelta de la esquina los cogían, los
encerraban y lo peor, salían buitres, de los huecos más insospechados, a quedarse con
sus pertenencias. Los mellizos –cosa curiosa en un par de rateros venidos del campo–
le tenían miedo a las veleidades del dinero porque habían visto y la cárcel era un
muestrario de esto, que la opulencia repentina era difícil de manejar, por el choque
cultural –supongo– o porque el que tiene más plata que la que puede contar, tarde o
temprano, se convence –como Tony Montana, el personaje de la película Scarface– de
que “el mundo es suyo”. Al canódromo de Nemocón, por ejemplo, sólo le faltaban los
perros, pero no lo abrieron al público porque el dueño mandó techar la pista y
construirles un tren eléctrico a los nietos; éstos crecieron y las primeras prácticas de tiro
las tuvieron destruyendo locomotoras y vagones en movimiento y estaciones llenas de
vaqueros y animales domésticos de plástico. A esta forma disparatada de tomar
decisiones la llaman en otras latitudes “la lógica del nuevo rico” pero en Cundinamarca
utilizamos la expresión: “yegua de Troya” que no tiene que ver nada con la historia
griega; aquí se usa para indicar que algo se hace o no se hace, de acuerdo a una señal
del universo o a un evento sobre el que no tenemos ningún control; pero, también,
puede querer decir que algo se hace “porque sí” o porque a cualquier individuo con
poder, simple y sencillamente “¡le da la gana!” Si alguien pregunta, por ejemplo: “¿Por
qué no tiene agua la piscina?” y le contestan “eso es una yegua de Troya” quiere decir
que no la llenan hasta que salgan dos números iguales seguidos de la lotería o porque,
en últimas, decidieron usarla para jugar frontón. Si alguien dice: “Le voy a meter o a
inventar, una yegua de Troya a mi socio” quiere decir que, por ejemplo, no le paga sus
ganancias hasta que haya un eclipse lunar o hasta que comulgue tres domingos
seguidos, que es lo mismo que decir “le pago cuando yo quiera”. Si a un matón le dicen:
“le tengo un trabajito” es distinto a si le dicen: “le tengo una yegua de Troya” esto último
significa que por extraño que le parezca violar a una anciana en silla de ruedas, con un
pitillo y después matarla, debe hacerlo sin hacer preguntas porque los caprichos
irracionales, de los que mandan, no se discuten. Es una expresión con sutiles variables,
que tuvo su origen en una finca ganadera llamada Troya; su dueño –un sexagenario,
poseedor de los dos casinos más lucrativos del centro de Bogotá– estuvo en la India y

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quedó maravillado cuando le contaron la historia del Taj Mahal; volvió y para celebrar el
amor inconmensurable que le tenía a su esposa le mandó esculpir un caballo de oro
macizo. Ella, quien –me faltó aclarar que recién había cumplido catorce años– después
de una rabieta le hizo cambiar la cabeza por la de la Barbie. Fundieron de nuevo el
metal, usaron para hacer el molde a una modelo traída de Suecia y quedó una especie
de centauro-amazona, sin pezones, bautizada la “Yegua de Troya” que se ha vuelto en
un verdadero sitio de peregrinación y turismo. Obviamente, hoy en día es de bronce y
aunque no brilla tanto, por lo menos nadie se le lanza a rasparla o arrancarle pedazos
de pelo o de crin. Valga decir que el viejo quedó tan maravillado con la belleza áurea,
que se enamoró de ella; por eso, cuando su infantil consorte –con otro ataque de llanto–
le exigió transformarla toda en mujer, él le contestó “cuando salgan dos arcoíris al
mismo tiempo, cariño” y la niña se quedó mirando las nubes hasta que el viejo murió y la
escultura fue declarada patrimonio nacional.

Hicieron una reunión de socios, Saskia y el mellizo de turno se reunieron a la luz de las
velas en un céntrico restaurante de la ciudad, famoso por sus mariscos y postres con
cabello de ángel dulce como la ambrosía de la caña; brindaron con cerveza que
mandaron servir en vasos pandos y anchos para la champaña y con el “clink” del cristal
declararon el nacimiento de uno de los aparatos de violencia más bravos que han
existido en Bogotá, comparable apenas con los que ya se escuchaban nombrar en Cali,
capital del Estado Occidental del Cauca y en Envigado, capital de la República de
Rionegro, que más tarde serían los carteles más perseguidos por las oficinas
especializadas que los Estados Unidos tenían para desarrollar la lucha frontal contra el
narcotráfico. Ese empeño de los gringos por satanizar a las cabezas más notorias de
las familias que, desde esos dos países, lograron meter –o coronar– más cocaína que
la nieve que cae en los inviernos prolijos de la Nueva Inglaterra, fue lo que hizo que las
organizaciones bogotanas conformadas por gente más inteligente y culta, pasaran
desapercibidas a nivel mundial; y esto, sumado al hecho de que mi General
Padrenuestro no les dio tregua desde que probó la droga y calibró, por sí mismo, la
capacidad adictiva de ese polvo blanco y astringente que lo que hace es poner en fila
las neuronas y empoderarlas para que sigan, a pie juntillas, lo que dictamine la ínfula
inflamada y desbordada de quien la consume. “Uno aspira esas dos líneas y de ahí en
adelante, sin que te frene una burra con piquiña en el culo, eres como un tren de solo
locomotoras” le dijo mi General Padrenuestro, la primera vez que lo recibió en el
despacho, al recién posesionado Presidente Plutarco Cascarón Ibarra, para hablar
sobre los nuevos retos que debía perseguir su gobierno en lo militar y sobre todo, en lo

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relativo a mantener a raya los movimientos guerrilleros que se estaban aclimatando en
las ciudades. Llama la atención que a esa reunión no estaba citado el Ministro de
Guerra y que el Presidente hizo preguntas de grueso calibre, que mi General
Padrenuestro –¡como si no lo conociéramos!– contestaba como Marte dándole
instrucciones a Zeus, en los abullonados aposentos del Olimpo.

En Cundinamarca, no tuvimos pablos escobares, ni rodríguez orejuelas, ni ochoas, ni


abellos, ni herreras, ni porras, ni aretes, ni ositos, ni pininas, ni boliquesos, pero
sufrimos a Atanasio González Barbosa, El Sangrón, quien cometió el grandísimo error
de subestimar a mi General Padrenuestro, con quien hizo buenas migas al principio
pero al que nunca le entendió su carreta sobre el bien común y la soberanía del pueblo y
las maravillas del frailejón del que hablaba como si fuera la panacea del siglo XX.
Cumplo con advertir –para desmentir de una vez las habladurías que corrieron esos
años– que entre los dos no hubo alianza de ninguna especie, ni una relación que se
pudiera considerar amistosa. La verdad es que no se vieron más de tres veces pero
ambos, dentro de esa medición constante de fuerzas en la que estaban metidos,
trataron de vigilarse de cerca, durante un buen rato, hasta que El Sangrón, por esa
regla del consumismo occidental de que “entre más plata, más poder” fue a buscar lo
que no se le había perdido donde nuestros vecinos de Rionegro, quienes lo hicieron
crecer de manera desmedida pero que debilitaron su posición original e infectaron ese
lazo genético, de sangre, con su tierra natal: Pacho, ciudad paramuna y apacible que
antes de la bonanza de la coca se dedicaba a las labores del campo con parsimonia y
alegría; donde sus habitantes nunca pensaron que cambiarían las cosas, al extremo de
ver pisoteados sus principios y muertos a sus hijos por esa ansiedad, tan propia de los
negocios ilícitos prósperos, de amar el dinero más que a la propia madre. Nuestro
cristianismo tan centrado en la caridad y las virtudes de la pobreza, falló y se quedó sin
argumentos frente a la ilusión de bienestar de la plata fácil y a la solución inmediata de
los problemas de la vida diaria que se cuecen bajo la ruana y al amparo de los leños del
hogar. El Sangrón, entonces y sin mayores esfuerzos, se adueñó de un rebaño dócil y
domesticado por la iglesia y eso tendría sus consecuencias.

Los mellizos arrancaron con pie derecho su experiencia como traficantes de cocaína.
El empeño de Saskia fue el de controlar todas las fases del proceso, desde el cultivo y
recolección de la hoja de coca hasta la distribución del polvo blanco en las calles de
Nueva York; pasando por la instalación de laboratorios, la consecución de otras
materias primas involucradas en el procesamiento, la obtención de un producto

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reconocido por su alta pureza, el debido control de calidad, el transporte
–contrabando– a los Estados Unidos, las conexiones, el reforzamiento del aparato de
seguridad y el lavado del dinero. Manejar el círculo completo garantizaría una
independencia que los mantendría al margen de la guerra interna entre las mafias en
Cundinamarca y en la región: esta esquina noroccidental de Suramérica, tan bien
abonada y localizada para tal efecto. Ese era el “pensado” de Saskia o por lo menos su
listado de buenas intenciones, cuando viajó a Leticia con el nombre de su primer
contacto: Jim Tsakarias, un baqueano de origen chipriota quien fuera socio de su
abuelo en los safaris que organizaron en territorio Yaguarí, una de las comunidades
más tranquilas de indígenas, entre las tribus ribereñas del Río Amazonas. Salvo el
hotel, el yate y el zoológico de su nuevo amigo, lo demás era de una pobreza triste de
atestiguar: una vía principal que remataba en un muelle de madera y a lado y lado,
venta de pescado fresco, jabón y artesanías de colores encendidos; a unas diez
cuadras a la redonda había un trazado de calles, más o menos cuadriculado, con casas
de cemento pintadas de un color rosado o amarillo pálidos; los escasos jeeps y motos
funcionaban con alcohol de caña, razón por la que la ciudad tenía un tufo propio que la
hacía propicia al desafuero y eso fue ¡claro! lo que retuvo a Saskia por más tiempo del
que pensaba quedarse. Aunque sus habitantes hablaban español, se expresaban
también en un portugués dulzarrón, fácil de entender. Los lugareños resultaron ser
bastante amables, mientras mediaran las propinas o la posibilidad de algunas
monedas que, por no llamarlas limosna, la gente y los niños, en especial, respondían a
cambio: “le debo un favor, monita”. El caso es que Leticia pertenecía a la República
Central de Tabatinga, pero estaba más arriba del área productiva de dicho país, cuya
capital era Manaos y mucho más distante aún de las áreas de explotación de los
consorcios internacionales; presentaba, por lo tanto, un panorama ideal para dar,
tentativamente, los primeros pasos de la producción de la coca, al amparo de una selva
tan espesa como la cabellera de un león que, valga decir –y para decepción de los
mellizos– es un animal que no se encuentra en nuestra jungla de micos y guacamayas,
como tampoco hay jirafas, ni elefantes, ni rinocerontes, pero sí anacondas que se
tragan a un hombre entero, jaguares con colmillos de oro, ranas del color de la gelatina
de fresa, pirañas que en manada son más peligrosas que un nido de tarántulas, delfines
rosados y un hombre-caimán llamado Kapax, mitad hombre y mitad pescado, con
branquias detrás de las orejas.

Otro punto a favor del negocio, allá, es que Jim Tsakarias resultó ser el hombre más
influyente de la región y dueño de una recursividad a toda prueba. Tenía una de esas

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embarcaciones planas, con un ventilador enorme atrás, que lo llevaba a todos lados
como flotando sobre el agua; la manejaba parado y sólo cabía él, por lo que pasaba
mucho tiempo con sus pensamientos y abierto a esa naturaleza que uno no imagina tan
excesiva para los sentidos. Los turistas que llegaban a Leticia tenían que ver con él y los
agasajaba con paseos en yate, pero nunca se transportaba en nada distinto a su
sofisticada embarcación; llegaba primero a cualquier parte, con un ruido particular
–como el de un carro de Fórmula Uno pasando por un túnel de viento– anunciando su
cercanía. Viejos y jóvenes buscaban su consejo; “sí, soy como un oráculo” decía con
poca modestia. Su negocio fachada era turístico: una veintena de cabañas alrededor
de una piscina en forma de armadillo, con el nombre de Estadero Yaguarí y la
organización de paseos por agua o por tierra, con almuerzo incluido y varias
distracciones como la aparición de una anaconda –la misma siempre– que dominaban
entre cinco hombres; el aprendiz de cubierta que se resbalaba y caía al río para ser
rescatado por un palo de diez metros que hundían, durante un tiempo imposible, para
que el hombre apareciera cuando lo daban por muerto, sin saber los espectadores que
el palo era hueco por dentro y el muchacho respiraba, por ahí, tranquilo; los hijos de los
indios que se paraban y saltaban sobre las victorias regias, teniendo buen cuidado de
no dejar ver los andamios de madera debajo de éstas; los micos, de la Isla de los Micos,
que jugaban con la gente –de tres a cuatro por persona– y lo que hacían era robar joyas
y billeteras a la vista de los entretenidos turistas; y entre muchas más, los caimanes a
los que alimentaban con botellitas plásticas de shampoo metidas entre pescados
muertos que, al morderlas y tratar de expulsarlas por la garganta y la nariz, llenaban el
agua de burbujas y se veía como una ciudad flotante de cúpulas doradas. Estas
argucias entusiasmaron a Saskia y en esa primera estadía le propuso que él manejara
la operación de cultivar la coca y procesarla en la mitad de la selva. Jim Tsakarias
aceptó y al otro día viajaron en hidroavión hasta un punto llamado Zacambú donde los
cultivos ya existían. Tocaba montar el laboratorio y abrir una pista en tierra, retirando la
maleza, para permitir la entrada de aeronaves más modernas; es como si a su nuevo
aliado sólo le hiciera falta un inversionista-socio-cómplice y además –eso fue lo que
más entusiasmó a Saskia– que estuviera, desde antes de empezar, pensando en
grande. Llegaron a una ranchería, sobre un terreno fangoso donde pasarían la noche y
donde las ocho o nueve personas que no eran indígenas estaban pegadas al único
radio de la región, con una antena de alambre que sostenían por turnos, escuchando la
pelea del argentino Carlos Monzón contra el pegador cartagenero Rodrigo “Rocky”
Valdez.

125
A la mañana siguiente, a Saskia le quedarían claras dos cosas: que la tierra en esos
parajes del Amazonas no tiene dueño –es de quien la reclama como propia y la protege
a su nombre– y que Jim Tsakarias, para su pesar, no mezclaba sexo con negocios, lo
que no le gustó, pues era su consabida forma de mantener el control de las
operaciones. Se devolvió a Bogotá, después de un fin de semana pagando whisky a
precios exorbitantes y teniendo un sexo bastante egoísta –de ver y no tocar– porque al
parecer había que viajar seis horas en barco hasta Benjamin Constant para conseguir
un preservativo. El Mellizo la recibió en el muelle internacional, la notó, en exceso,
alerta y dicharachera; “¡es la coca!” exclamó ella, antes de que le preguntaran y al
subirse al carro lo primero que hizo fue describir la noche que llevaba en la cabeza:
mujeres y hombres, del color del alquitrán, desnudos lamiéndose el sudor unas con
otros, unas con unas y otros con otros pero, al Mellizo y a Saskia, no les alcanzó la
cordura sino hasta el primer motel cercano –de los muchos que hay cerca del
aeropuerto– donde se quitaron como tres capas de piel antes de ponerse a hablar de
negocios. Estaba el asunto pendiente y sin el cual no valía la pena arriesgar el pellejo,
de cómo meter la droga a los Estados Unidos; “hay que ser muy listos” dijo el Mellizo,
como si decir eso aliviara la responsabilidad de dar con una solución factible; “hay que
ser muy listos, muy inteligentes y muy vivos” volvió a decir a los cinco minutos, desde el
baño, donde estaba, con la puerta abierta, expulsando, con fuerza, un tronco
maloliente y sonoro, al tiempo que exclamaba “¡acabo de tener un hijo, mi amor y es
tuyo!” En realidad, Saskia no prefería a un mellizo por encima del otro y aunque había
hecho una labor titánica en pulirlos y educarlos un poquito, a cada rato se les salía “ese
pintor de brocha gorda que llevaban dentro” como ella lo definía; se fastidiaba, un rato,
pero pensaba que esos detalles impropios eran, más bien, comunes al género
masculino y se le olvidaba el asunto. Durmieron y a las seis de la mañana pidieron
desayuno, se fumaron un par de porros y le dieron una buena plata a la camarera por
desnudarse y tocarse delante de ellos; incluso la señorita, con unas pecas como
monedas de cincuenta centavos, se emocionó y se untó el sexo de tocineta para que,
entre los dos, se lo chuparan, al tiempo y antes de recibir el par de lenguas, entre su
boca, hasta terminar los tres más amarrados que una hallaca margariteña y llenos de
saliva en el cuello y escurrida por la mitad de ese valle interminable que queda en la
mitad de los pechos.

Esa misma mañana Celina daba a luz a su única hija; “parió con dolor” haciendo honor a
lo postulado en el Génesis y apenas vio esa bebita cubierta de una baba gris y la oyó
llorar con unos bríos iguales a los de su padre, se enterneció y le dio gracias a dios

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como mil veces. Le seguía costando trabajo lidiar con tanta ventura, le contó los
deditos, revisó hasta el último pliegue de la piel y la acobijó en su canto; sintió sus
pequeños latidos y le dijo en secreto: “Serás una reina de belleza”. Le pusieron Martina
y la criamos entre todos. Celina nos acompañaba por las mañanas, durante las
prácticas de los que fuimos sus compañeros y los entrenamientos de los cadetes, para
no aburrirse en su casa y para obligarnos a ver la telenovela argentina del canal siete,
después del almuerzo y tener –según nos contó, después– una excusa para estar
juntos y que Martina creciera con una sensación verdadera de seguridad y no con ese
miedo que a ella –aunque no se le notaba– la volvía desconfiada y predispuesta a evitar
la soledad. Mi General Padrenuestro disfrutaría esas tardes, a su manera, con el
alborozo de sentirse el paterfamilias, pero con esa sensación de estarle dando tregua a
la delincuencia que a galope tendido se nos venía encima. Al Presidente Cascarón le
llegó el rumor de que en el Concilio Parlamentario había miembros cuyas mejoras
patrimoniales eran procedentes del narcotráfico y pidió una investigación. Lo que se
descubrió, en primera instancia, fue grave pero impreciso y pandito, aunque suficiente
para darle argumentos a la comandancia militar y de policía para crecer e invertir en
tecnología de inteligencia; con todo y eso se subestimó al enemigo y Cundinamarca
viviría durante los años siguientes una guerra frontal, sin cuartel, con la población civil
como carne de cañón. Nadie estaba preparado para eso, porque muchos de quienes
recibieron ese dinero nuevo, para sus campañas políticas y para sus bolsillos, fueron
parlamentarios de alcurnia y honesta descendencia, por lo que se trató de “un golpe
moral” como escribiría Emilio Esparta, un periodista de cabello cano que dirigía El
Independiente, el periódico de mayor circulación en nuestro país y el primero en tener el
valor de revelar la nube negra y cargada de violencia que teníamos encima. Recuerdo,
por ejemplo, que los militares retirados, con los que uno se encontraba en los saunas
del club, eran viejos que –refiriéndose a la dictadura y a las guerras partidistas del
medio siglo XX– decían: “Pensamos que nosotros ya habíamos sufrido por nuestros
hijos y nietos” pero eso había dejado, hace tiempo, de ser verdad.

Lo que no se supo acerca de dicha investigación, porque mi General Padrenuestro lo


mantuvo en secreto para lo que se pudiera ofrecer, fue que los agentes de la Oseta,
encontraron una foto del Ministro de Guerra, General –rebajado a dos soles– Facundo
Valverde Ortegón, bebiendo aguardiente con Atanasio González Barbosa, El Sangrón,
durante una feria caballística. El asunto hubiera podido quedar guardado en un cajón
durante un buen rato, si no es porque Blas y yo identificamos, en la foto, detrás del
Ministro y el poderoso narcotraficante, a un hombre que llamábamos El Autista –porque

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desvariaba al hablar con una jeringonza incomprensible– y a quien, recién arrestado
por robarse una caja registradora que cargó, corriendo, a lo largo de veinte cuadras,
teníamos guardado en una de las salas de interrogatorio de la Oseta. Del desespero
por no entenderle nada estábamos a punto de mandarlo al sanatorio de Sibaté, pero
con la foto, en la mano, mi General Padrenuestro se hizo cargo de su suerte: lo hizo
amarrar con los tobillos en alto y empezó por hacerle cortes, con su cuchilla, en la planta
de los pies y con más profundidad, en el tendón de Aquiles. El hombre se revolcó del
dolor, pero como no decía nada coherente, mi General Padrenuestro le mostró la foto y
le gritó: “Aquí te ves hablando, malparido” a lo cual el Autista hizo esfuerzos inauditos
por señalarle algo con la trompa. Blas estaba con ellos y supo cómo seguirle la
corriente; le señaló en la foto al señor que estaba con él y El Autista negó con la cabeza;
le señaló unas pesebreras que se veían al fondo y seguía negando con furia; le señaló
muchas otras cosas sin una respuesta positiva, por lo que le soltó una mano y con el
índice, el hombre señaló la cachucha que, él mismo, tenía puesta. Trajeron una lupa y
mi General Padrenuestro vio, claramente, el signo de la hoz y el martillo. “¡Entonces
eres ruso, gran cabrón!” exclamó y le quitó las ataduras, le mandó traer comida, le
mandó comprar un ungüento para que se echara en las heridas y me ordenó: “Lugarte,
póngame de frente a la señorita Saskia”.

Era raro ver mujeres en los socavones de la Oseta, por eso cuando Saskia entró, al otro
día por la mañana, causó cierto revuelo entre tanta testosterona; la hicieron entrar
directo a la sala donde estaba el interrogado fumando, al tiempo que compartía señas
con mi General Padrenuestro quien estaba desarmado, jugando con la cuchilla entre
los dedos y con el cuello de la camisa suelto; al verla entrar le acercó una silla, mientras
le decía: “necesito que me sirvas de traductora con este reo, no quiero llamar a la
embajada Rusa porque seguro es desertor y se quedan con él”. Saskia soltó una
carcajada: “¿habla en serio, General?” le preguntó; “soy alemana, nada que ver” a lo
que él respondió con titubeos “lo sé, pensé que algo se entendería”. A mi General
Padrenuestro no le gustaba que su falta de educación quedara en evidencia: siendo un
General de la República, no se podía dar el lujo de que sus raíces humildes se
interpusieran ante cualquier ascenso. Por su lado Saskia, quien lo descifró desde que
lo conoció, le explicó –sin que su voz sonara prepotente– que una cosa eran las tribus
germanas que se mantuvieron detrás del Rhin hasta la caída del Imperio Romano y
otra, muy distinta, eran las tribus tártaras y mongoles que más tarde, a la cabeza de
gengis kanes y tamerlanes, conquistaron –mientras Europa renacía– gran parte del
Asia y de las estepas escandinavas. En algún punto, se mezclaron ambas razas, por

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supuesto, pero no lo suficiente para que hubiera una fusión de idiomas. “Los alemanes,
somos más guturales” expresó Saskia y pronunció unas palabras en alemán que, en
efecto, sonaban dichas desde la garganta y con un tono más bien bravucón. En ese
instante “¡puta vida, qué suerte tan berrionda!” exclamó mi General Padrenuestro,
porque el Ruso contestó en alemán; lo hablaba porque, según dijo, prestó su servicio
militar en Alemania Oriental, aislada de occidente por el Muro de Berlín –que no
demoraría en caer–. Mi General Padrenuestro le pidió a Saskia, en nuestro idioma:
“Averigüe lo que pueda acerca de este hombre y sobre sus nexos con El Sangrón” subió
a su oficina y los dejó solos. Y como, al decir de Quesada “el que menos corre, es
Superman” Saskia y el Ruso, en una sala de interrogatorios, a quince metros bajo tierra,
al amparo de la Oseta, la entidad militar más protegida de Cundinamarca y hablando el
idioma de Marx y de Engels, resolvieron el problema de cómo entrar la mayor cantidad
de cocaína a los Estados Unidos: utilizando avionetas que despegarían desde alguna
de las pocas islas holandesas que quedaban en el Caribe y que, volando a escasos
metros debajo de la cola de un avión comercial, serían imperceptibles para los radares
localizados en la Florida. Después de que hablaron durante más de dos horas, Saskia
salió diciendo que el Ruso era un imbécil que muy poco era lo que tenía que decir y
apenas llegó a su casa llamó a la embajada de la Unión de Repúblicas Socialistas
Soviéticas a decir que el piloto del helicóptero parqueado en el Campín no era desertor,
sino que lo tenían escondido en la Oseta y lo pensaban acusar de espionaje. Como
siempre sucede, para evitar un conflicto internacional lo soltaron, le devolvieron sus
pertenencias y un Mercedes Benz negro con placas diplomáticas lo recogió y lo entró,
sin problemas, hasta la pista atlética alrededor del campo de fútbol de nuestro glorioso
estadio. Al despegar, el helicóptero dejó un par de líneas marcadas en el césped, paró
en el Aeropuerto Internacional donde llenó el tanque por cuenta del Estado de
Cundinamarca y se perdió en la bruma de la tarde, en dirección a Mosquera. Mi General
Padrenuestro quedó muy dolido con el asunto y no demoraba en actuar como un toro
cuando le ponen las banderillas; había perdido la foto que incriminaba a su jefe
inmediato y se estaba dando cuenta de que Saskia era más peligrosa que una culebra
entre los calzoncillos. Por esos días lo vi apesadumbrado pese a su recién adquirida
paternidad, pero nada podía considerarse grave, todavía, teniendo en cuenta los
golpes que le propinaría la vida, más adelante y que lo convirtieron en el hombre
temible y desmandado que, a la par con Simón Bolívar, han sido, con doscientos años
de diferencia, los artífices de nuestra Independencia.

Lo que más preocupó a la organización de los mellizos fue constatar que el tráfico de

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cocaína no era, para nada, un negocio nuevo en Cundinamarca; existían grupos muy
poderosos que llevaban la delantera y tocaba, por lo tanto, empezar con una
sustanciosa inversión para entrar a competir sin tener que hacer componendas ni
asociaciones con nadie. También era evidente que el mercado interno estaba cubierto
con efectividad, pues la perica –o el perico– como se le llama coloquialmente, era la
droga de moda: bastaba entrar al baño de una discoteca para darse cuenta de su
popularidad. De una sola papeleta, de un gramo, echaban mano hasta diez personas,
con la punta de las tarjetas de crédito y poniendo, con el dedo, el remanente en las
encías para sentir el ácido en la boca. Lo que en Bogotá costaban ciento cincuenta
gramos, en Nueva York costaba un gramo: esa era la relación. Se decía que era una
droga bondadosa que mejoraba el desempeño mental; que Freud la había consumido y
la recetaba a sus pacientes; que no importa las cantidades que uno se metiera era
imposible sufrir una sobredosis; que, en contacto con los genitales, retardaba los
orgasmos; una panacea como pocas, que permitía mantenerse alertas y despiertos,
con funcionalidad plena, a los ejecutivos de la bolsa, a los pilotos de un 747, a los
neurocirujanos y a los fabricantes de relojes, por ejemplo. Todo mentira, la
exacerbación del cuerpo y de la mente es tal que el desmoronamiento es proporcional
al éxtasis; sin embargo, es considerada una droga recreacional –aún se consume en
grandes cantidades– y su principal virtud es que quita la borrachera producida por el
alcohol en segundos y da la sensación maravillosa de sentirse, uno, inteligente; es muy
adictiva y genera una tolerancia, en pocos meses, que invita a probar los opiáceos, las
anfetaminas y otras delicias aún más peligrosas dentro del recetario narcótico-
estupefaciente-alucinógeno-médico. No es raro que cuando algo es considerado una
novedad, se consigue y se adapta al sistema de vida, a la rutina diaria, se descubre que
es más común de lo que se pensaba, en un principio; eso le pasó a los mellizos, pero
era muy tarde para echar para atrás el proceso; además, no se avizoraban serias
razones de alarma: el consumo de cocaína seguía creciendo de manera galopante.

El primer contratiempo grande se presentó cuando, en Envigado, el Cartel liderado por


Pablo Escobar en la República Central de Rionegro, sufrió la baja sensible de uno de
sus socios: el ciudadano alemán Carlos Lehder Rivas fue capturado después de una
fiesta-debacle-orgía en la que hasta los guardaespaldas participaron y de inmediato,
fue extraditado a los Estados Unidos. Los medios de comunicación dieron parte de sus
más reconocidas hazañas y lo que más preocupó a Saskia es que el esquema de tener
una pista en una isla del Caribe tocaba cancelarlo, pues así fue como el famoso Capo
operó durante mucho tiempo, metiendo aviones pequeños que despegaban de Cayo

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Norman, en Las Bahamas, volando a poca altitud por debajo de los radares,
aterrizando en aeropuertos clandestinos y por hidroavión, en los ríos y lagos de la
Florida. La vigilancia de la Drug Busters Agency (DBA) debía ser absoluta, hasta en las
carreteras, porque también en un par de oportunidades las avionetas de Lehder Rivas
aterrizaron, por fuerza mayor, en las interestatales 95 y 110, por los lados de
Jacksonville y Pensacola.

El Ruso dejó el helicóptero en los alrededores de Puerto Salgar, en lo que parecía ser
un sembrado de arroz y tomó un planchón que lo llevó por el Río Magdalena hasta su
desembocadura, en diez días. Desde ese momento, sí podía considerarse un desertor
de la URSS. Atravesó la frontera de tres países con un morral lleno de dólares que
Saskia le entregó; le dio billetes de cien a quienes le dirigían la palabra y cuando vio que
la playa estaba llena de marines, escondió la plata entre las raíces de una palma de
coco, la marcó con su navaja multiusos y nadó hasta el primer barco que divisó en el
horizonte. Trató de hacerse pasar por náufrago pero eran pescadores guantanameros,
a quienes poco les importaba tener una persona de más, en la embarcación, siempre y
cuando ayudara en las labores diarias. El Ruso había desovado esturiones y pescado
atunes, con red de arrastre, en el Mar Negro, por lo que en tres días estaba integrado al
grupo. Cuando llegó a La Habana una semana después, donde –después del conato
de revolución– renacieron los casinos y las jineteras se paseaban impúdicas frente a
los hoteles, llamó por teléfono a Saskia quien le dijo que era imperativo cambiar el
sistema de transporte de la droga, que pensara en algo y rápido porque, en breve, la
mercancía empezaría a llegar del Amazonas.

Después de dieciocho cirugías plásticas, era la primera vez que Reina se miraba al
espejo; lloró, por supuesto que lloró, pues mi General Padrenuestro la convirtió en un
monstruo la tarde en que la botó por la puerta de la limusina negra y vino tinto, que había
pertenecido al Presidente Robusto Arcángel de la Peña, en movimiento y que la debió
dar por muerta pues su cuerpo se despedazó contra el pavimento con un sonido de
nuez machacada. Apenas vio su reflejo, Reina corroboró el único pensamiento que,
desde hacía muchos meses, recurría a su mente: “¡Hubiera preferido morir!” y no podía
pensar nada distinto, tampoco, viendo que el pelo del lado izquierdo le empezaba
detrás de la oreja, que le injertaron piel de la nalga en la frente pero que se veía hundido
el cráneo y el color de la superficie se veía postizo como un esparadrapo mal puesto;
que no podía cerrar bien un párpado y una cicatriz le atravesaba la mitad de la cara
hasta quedar oculta debajo del mentón y dejando el labio superior dividido, como los

131
niños que nacen con el paladar hendido; de la punta de su busto izquierdo,
reconstruido, asomaba un bultico en forma de lengua que hacía las veces de pezón,
con una cicatriz longitudinal, hasta las costillas que se fracturaron hasta perforar ambos
pulmones; el ombligo le quedó corrido como diez centímetros y su preciada vagina era
la continuación de la cicatriz que le bajaba del estómago y que dibujaba como un nudo,
en el sitio donde había tenido un tubo por donde se vaciaban los intestinos. Le quedó
una pierna visiblemente más corta que la otra y como se rehusó a ponerle plataformas
ortopédicas a los zapatos, renqueaba y eso le daba aún un aire más grotesco. Estaba
segura de que, tarde o temprano, se suicidaría, pero la venganza era un sentimiento
mucho más fuerte y éste empezó a volverse factible el día en que el cirujano que le
salvó la vida –después de sacarla del coma inducido en que la tuvo hasta bajar la
inflamación del cerebro– le puso una llave en la mano y le dijo al oído: “Encontré esto en
el segmento colorectal de su intestino grueso”. En los medios de comunicación hubo
conmoción cuando no llegó a recibir el premio Súper Diva Star que ofrece la Asociación
de Estilistas Cundinamarqueses, pero a la semana siguiente nadie volvió a hablar del
asunto y aunque no encontraron sus restos mortales en la matanza de las lechonas, su
familia cercana la dio por muerta y la piecita que dejó cuando tenía quince años
–porque la eligieron Miss Tajalápiz, entre las niñas más lindas de los colegios de
Soacha, se fue de gira y nunca regresó– la declararon camposanto.

Nunca reclamó sus posesiones muebles, ni inmuebles, por no tener que salir del
anonimato forzoso que le tocó vivir por el resto de su vida; además de varias
esmeraldas enormes, en la caja de seguridad del Banco Estatal conservó dinero de
sobra y gargantillas precolombinas para vivir a su antojo y hacer pagar, con la misma
violencia, a quien le dejó su cara y su cuerpo desfigurados. Se instaló en una mansión
oscura de un barrio bogotano llamado El Nogal y desde ahí, lo primero que hizo fue
recoger información sobre mi General Padrenuestro y montar un operativo –lo más
invisible posible– para espiar sus movimientos y su más guardada intimidad. Llenó la
casa de peluqueros y maquilladores, manicuristas y gente de la moda; la decoró con
esa estética de los decoradores homosexuales que hasta cierto punto es exquisita pero
con detalles que la hacen excesiva y “loba” término, éste, que ha cambiado de sentido,
pero que se entiende como la suma de elementos, a un contexto, sin los cuales se
podría considerar elegante, que chocan por su baja categoría y por su pretensión de
tener clase y distinción. Reina tenía, por ejemplo, cupidos dorados para sostener el
papel higiénico en los baños; cuadrados minúsculos de cerámica, de colores plata con
brillos de cristal, estilo Liberace, en el piso de la cocina; un estanque con el fondo de

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vidrio, en el jardín, en el que flotaban velas en forma de cisne, blancas y azules, que
Reina prendía por las noches para que se viera una Afrodita de mármol rosado que
botaba agua del centro de sus piernas abiertas y que le mandó esculpir al Maestro
Insignares del Campo quien, con dos whiskys, exclamaba: “Soy como el emperador
Julio César, me gustan los niños de catorce años”. Su casa era su reino, resguardado
por dobles y pesadas cortinas en las ventanas para sentirse ajena al barullo exterior y
dejar que el olvido la hiciera reinventarse como una mecenas del arte. Cuanto maricón
ponía una pluma dorada “sobre un bollo de mierda” –como destacó un afamado crítico
local, invitado a sus fastuosas fiestas– era presentado como un hombre del
Renacimiento. Paradójicamente, la casa-mansión-escondite de Reina se llenó de la
misma gente que la conoció como reina de belleza y ella, de alguna manera, rescató
algo de felicidad. Por lo menos su vida ya no giraba alrededor de la muerte y de las
armas, de los resentimientos del Milongas, de la droga y de los conciliábulos a puerta
cerrada, en los que se decidían secuestros y asesinatos. Nadie la reconoció nunca y
eso era un alivio que la libraba de la mirada lastimera de los demás; engordó bastante y
una mañana, se miró al espejo y reconoció a una mujer amargada por la sed de
venganza, pero capaz de vivir de la adulación de los demás, como los políticos y las
damas de buenos apellidos.

Reina supo que mi General Padrenuestro se convirtió en padre de familia y eso la llenó
de rabia; redobló esfuerzos en su labor de espionaje y dedicó un cuarto de su inmensa
casa para pegar recortes y fotos de él en las paredes; se reunía con Mauro y Andulima,
la pareja de espías que le ayudaban a recoger información, con la idea, no de infiltrarse
en sus operaciones, eso sería peligroso, sino de vigilarlo, conocer sus itinerarios y los
de sus cercanos colaboradores, hasta descubrir un punto débil por donde hacerle
daño. Su mujer y su hija eran un blanco atractivo, pero el más difícil porque las cuidaba
con un empeño al que le ponía el alma y sus recursos de General de la República. Si
bien es cierto que seguía habiendo un Ministro de Guerra por encima, mi General
Padrenuestro no volvió a rendir cuentas de nada y actuaba con total independencia; la
figura ministerial se mantenía para guardar las apariencias y porque el Presidente
Cascarón, en realidad, no tenía, aún, una excusa fehaciente para cambiarlo. Faltaría
poco, sin embargo, para que esto sucediera, mientras tanto mi General Padrenuestro
acumulaba poder y riquezas y experiencia para lidiar con cualquier tipo de escoria,
pues Bogotá se volvió una ciudad tan grande como Nueva York en delincuencia,
aunque cuatro veces más pequeña en número de habitantes. Había dejado de ser
extraño que los taxistas fueran guerrilleros, que los parlamentarios fueran

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narcotraficantes, que las meseras y los choferes fueran asesinos a sueldo, que los
estudiantes universitarios anduvieran armados, que los ministros le sacaran tajada a
los contratos y que, por primera vez en Cundinamarca –tierra de hombres probos e
íntegros como los caballeros de la Cámara de los Lores inglesa– se viera el dinero
correr a rodos, dando una sensación de riqueza en los principales sectores de la
economía. Con un agravante, la sociedad se enorgullecía de compartir sus espacios
con presuntos narcotraficantes; Atanasio González Barbosa, El Sangrón –para no ir
más lejos– compró una de las casas más hermosas de Bogotá y además de los
enchapes de oro, las porcelanas de Sèvres, los tapetes traídos de Damasco y los
cuadros de Fernando Botero, entre muchas otras maravillas, lo que más lucía era una
pared con fotografías en las que aparecían sus caballos montados por la crema y nata
del círculo farandulero, político y económico cundinamarqués; incluso, la foto más
grande y con un marco de oro de quince centímetros, era la de su caballo Huiracocha,
avaluado en cuatro millones de dólares, montado por Rocío Dúrcal cuando la trajo de
México –en un vuelo comercial del que compró todos los tiquetes– para que le cantara
“… y nos dieron las diez y las once, las doce y la una y las dos y las tres y desnudos al
amanecer nos encontró la luna” el día de su cumpleaños –el del caballo, que era como
el iris de sus ojos o como “el rabo de su culo” dirían sus enemigos–.

La podredumbre empezó a salir a la luz pública y al Presidente Cascarón le tocó esa


revelación, como al público en general, de que el narcotráfico había permeado los
estamentos de nuestra sociedad. “No se le olvide, Lugarte, que, tarde o temprano, la
mierda flota” increpaba mi General Padrenuestro al cerciorarse –lo que intuía desde
mucho tiempo atrás– que los campesinos se estaban armando y que, con este
fenómeno, sumado a otras comunidades igual de vulneradas en el campo y en el
monte, se crearon los grupos armados mal llamados: autodefensas y bien llamados:
paramilitares. Nacieron del permiso, tácito al principio y aprobado por la ley, después,
que el Estado le dio a los particulares para armarse y defenderse ante la imposibilidad
de recibir protección del Ejército Nacional. Con nombres como: Cooperativas de
Socorro, Trinchera Comunitaria, Mejorvivir, Defensores del Charco o los Cerdos Azules
y la excusa de defenderse, emularon con los guerrilleros: traficando, matando,
secuestrando y amedrentando a los más pobres, reclutándolos a la fuerza, boleteando
a los minifundistas y comerciantes y cobrando cuotas con el pretexto de velar por sus
mínimas pertenencias. Ese fue uno de los últimos legados del General Valverde
Ortegón y las alianzas de su ministerio que, inclusive hoy, permanecen ocultas. La
tensión, entre fuerzas contrapuestas –me refiero al tire y afloje entre narcotráfico,

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guerrilla y paramilitarismo– hizo perentorio que los delincuentes justificaran sus
ejércitos unipersonales –muchos de viejísima data– se equipararan a la ley como
grupos de autodefensa y más grave aún, sacudieran el diccionario para sacar a orear
palabras como “revolución”, “proletariado” y “burguesía” entre otras y así poder
reclamar derechos políticos, al ser apresados y ampararse con las amnistías que los
miembros del Concilio Parlamentario diseñaron para salvarle el pellejo a quienes
pudieran demostrar que su lucha –o sus crímenes– eran por la democracia y por los
derechos de los oprimidos. El Presidente Cascarón, sin darse cuenta y quien lo
sucedería Guillermina Otúnez Neira, haciéndose la que no se daba cuenta,
coadyuvaron con la causa criminal porque permitieron ese mecanismo de impunidad, a
la máxima potencia y con los subterfugios de un sistema penal lleno de goteras, durante
los años incrédulos en que el lavado de dinero narco-guerrillero-paraco nos dio la grata
ilusión de pensar que estábamos progresando.

“El problema, Lugarte” me dijo un día, acongojado porque trataron de matarlo con una
bomba-bus de quinientos kilos de dinamita estando en el último piso del edificio de la
Oseta “es que en este país se habla de paz pero no se habla de justicia” y tenía razón:
aún sucede que hablar de justicia es entablar un enfrentamiento con la clase dirigente,
con quienes ponen los votos, ir en contra de las ruedas dentadas del poder que la
manipulan y malquistarse con los más ricos que la usan a su amaño y en beneficio
propio. ¡Ningún político que emprenda tal cruzada, puede ganar unas elecciones! En
cambio, hablar de paz es muy fácil, da un aire de interés por el bien común y lo más
importante, distrae la atención de la podredumbre de la clase política y de quienes
conforman el gobierno. Mi General Padrenuestro hizo esfuerzos para pacificar nuestro
territorio pero nunca pudo emprender ninguna acción –no estaba dentro de sus fueros–
para hacer de Cundinamarca un país más justo; me atrevo a decir que fue un justiciero
frustrado, que sirvió de contrapeso en la balanza de violencia y terror que vivimos. ¡Ese
fue su deber; combatir el fuego con fuego y de la única manera que supo: rebajándose
al nivel de los más corruptos, pensando y actuando como ellos, respondiendo a una
bomba con un campo minado y a un asesinato con una carnicería. Los soles, títulos y
condecoraciones que se ganó en el camino, los recibió con orgullo pero, si bien es
cierto que los lucía con rozagante gallardía, los hubiera cambiado sin parpadear por
algo tan intangible, esquivo y necesario como la verdadera justicia.

La bomba contra el edificio de la Oseta, en Paloquemao, lo hizo ponerse la armadura,


afilar el temple y prepararse para lo peor. La onda explosiva lo mandó contra una pared

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y lo dejó sin aire durante varios minutos, que se pasaron en cámara lenta mientras se
levantó y miró por la ventana el horror de lo sucedido. Cuerpos inocentes esparcidos
por el piso, desmembrados; gente gritando con la piel llena de esquirlas y la ropa
quemándose; pedazos de brazos y piernas y troncos y cabezas dejando ver el hueso y
las tripas enflaquecidas, contra el piso, inermes, algunas aún botando sangre con
espasmos de última hora, imitando una fugaz chispa de vida. La explosión se oyó en
toda Bogotá y el Presidente Cascarón, de un sobresalto, se asomó a la ventana y vio
una columna de humo negro que ensombrecía el cielo. “Esto no puede ser nada bueno”
le comentó a su secretaria privada y siguió leyendo The Economist hasta que su
edecán le diera informes más certeros sobre lo sucedido. Le trajeron un vaso de agua
con sus pastillas del día, Ginko Biloba y otros paliativos para tratar de demorar lo más
posible los efectos del Alzheimer que le diagnosticaron desde antes de lanzarse como
candidato a la primera magistratura de la nación. Su gobierno era, sin duda, más serio
que el anterior, más centrado en los asuntos importantes del Estado, aunque él se viera
zurumbático y distante durante los consejos de ministros y que desvariara en privado
para preocupación de su esposa e hijos. Tenía una amante, a la que veía una o dos
veces al mes y a la que siempre le dejaba plata en efectivo en la mesita de noche. Hacía
el amor con método, con la respiración medida y en las posiciones más comunes de
dominación masculina, cualquier otra hubiera sido impensable. Su esposa le conocía
sus necesidades amatorias: el brandy y el tabaco esperando cerca de la chimenea, el
preámbulo de besos en los senos y la lengua seca en la parte baja del cuello, los dedos
entre las piernas pero sin aventurarlos más allá de la pelirroja vellosidad de ella, quien
abría con gentileza el camino al miembro viril del Presidente de la República, como
parte de los deberes a los que como esposa y primera dama estaba comprometida. Se
extrañó mucho la noche en que la llamó por otro nombre y le dijo: “Te agradezco los
favores recibidos” mientras le dejaba un fajo de billetes al lado de la lámpara de
calamina. No hizo nada al respecto; sin embargo, sabía de las aventuras de su marido
desde hacía mucho tiempo y las prefería a tener que acompañarlo en sus correrías
políticas, por los municipios del país, en las que se bebía y se comía gallina amarilla a la
par con el populacho y eso no le quedaba bien a una mujer de linaje escandinavo y
descendiente, en línea directa, de los primeros soberanos vikingos que llegaron a
Norteamérica. Estaba preocupada por la salud mental de su marido, pero con los
presidentes que, durante el siglo xx, había padecido Cundinamarca, pues, era
imposible que nadie, por fuera de su círculo de amigos, lo notara. Sin importar lo
errático que pudiera mostrarse, el Presidente tenía unos principios morales
inamovibles que fueron la dirección a seguir durante su mandato. No tenía necesidad

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de robar porque sus ancestros lo hicieron por él como usufructuarios de contratos que
el Estado le concedía a la empresa privada; ostentaba una prominente calvicie que
combinaba con sus bufandas de cachemir compradas en Saville Row, antes de salir a
la calle; a veces se envolvía en sábanas, como si tuviera toga y salía al jardín de su casa
a recitar el parlamento de Marco Antonio a la muerte del Julius Caesar, de
Shakespeare, que empieza: “Amigos, romanos, compatriotas (…)”

La situación recrudeció pero la sociedad bogotana vivía en negación –es nuestra forma
de lidiar con los problemas, pretender que no existen hasta que nos golpean de frente y
con un margen bastante reducido para poder esquivarlos–; aunque leíamos, con
perplejidad, los editoriales de Emilio Esparta y sus denuncias contra las mafias, nos
hicimos los desentendidos hasta que las bombas empezaron a explotar en los centros
comerciales y en las calles por donde pasábamos a diario. Esa fue la herencia que nos
quedó del diálogo que, a nivel nacional, sostuvo el gobierno anterior con los alzados en
armas: una guerrilla que nos asalto en nuestra buena fe; un narcotráfico que identificó
las debilidades del Estado y pensó que se lo podía tomar o en su defecto someterlo; y
una criminalidad desatada que se amparaba en las dos primeras para generar temor
entre la policía y las fuerzas armadas, por lo que el primer reto de mi General
Padrenuestro era el de subirles la moral a sus hombres “que no es lo mismo, Lugarte,
que subirles el morral a los hombros” decía siempre que podía y le respondíamos con
risitas falsas de satisfacción. Pero para eso debía tener un control total y deshacerse
del Ministro de Guerra, quien era un títere fácil de manipular, pero que tenía un apego
demasiado grande por los viejos vicios de la administración castrense; o sea, por
hacerse el de la vista gorda y por lucrarse del manejo amañado de los magnos
presupuestos militares para la guerra y la inteligencia, que sufrían de un pillaje
continuado en detrimento de la calidad del armamento y de los avances tecnológicos,
en lo táctico y en las comunicaciones. Mi General Padrenuestro –sin hablar con
Saskia– contactó a Belarmino Congote directamente y lo apostó, con un rifle de alta
potencia, en el observatorio astronómico, una construcción decorativa entre la Quinta
de Nariño y el Capitolio Nacional que existe desde antes de la Independencia. Ahí lo
tuvo encerrado durante tres semanas, mirando hacia la carrera séptima, con el ángulo
de la esquina por donde, en el momento menos pensado, el Ministro pasaría. Reyes y
Polanía idearon un sistema de poleas para subirle la comida hasta la cúpula, pues la
construcción estaba destruída por dentro. Belarmiño utilizaba los pliegos de papel con
indicaciones de la bóveda celestial dejados por Julio Garavito –el científico que
aparece en los billetes de veinte mil pesos– como individuales o servilletas o para las

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necesidades básicas de higiene y salubridad; hasta que tocó sacarlo, también a
escondidas, pero no porque su cuerpo estuviera lleno de hongos y mordido por las
ratas, sino porque nos enteramos, por el periódico, de que el General Valverde
Suescún, Ministro de Guerra y amigo personal de varios expresidentes, sucumbió ante
una encefalitis bacterial producida por haberse comido el pellejo completo de una
lechona durante el cumpleaños de Facunda Berrocal Rivadeneira de Gorgonzola,
directora de la Casa Museo de la Chicha y el Mondongo, mujer corajuda y lenguaraz
cuyo harem de jovencitos, que se levantaba en las conferencias sobre historia del arte y
estética que dictaba en la Universidad de la Cordillera, era uno de los chismes
recurrentes de nuestro jet set capitalino.

Mala idea resultó la del General Valverde Suescún morirse y la de mi General


Padrenuestro quererlo muerto. El Presidente Cascarón aprovechó la circunstancia
para nombrar un Ministro de Guerra civil; un ejecutivo de corbata y mocasines, quien
durante las larguísimas y extenuantes paradas militares pedía una silla y se sentaba
con binoculares a mirar el desfile, sólo le faltaban las palomitas de maíz y la gaseosa. A
la postre, se supo que el señor tenía cierto grado de consanguinidad con la primera
dama y que nunca prestó el servicio militar por ser hijo mayor de madre soltera; sin
embargo, nadie lo pudo tumbar. A los medios de comunicación les dijo que sus
credenciales para ejercer el cargo eran las de haber criado, con disciplina y aplomo,
tres excelentes ejemplares machos dóberman los cuales, una vez adiestrados,
ladraban, acompañados de tiple y guacharaca: La cucharita se me perdió, que era la
canción más famosa de la carranga. Se quedó, entonces; y por lo menos tuvo la
sensatez de tratar de aprender el oficio, de interesarse por la cosa militar. Las
secretarias se empezaron a referir a él como el Hijo de Mami porque ella, su mamá, se
autonombró Jefe de Protocolo del Ministerio de Guerra y se pasaba la mayor parte del
día indicándole al personal femenino cómo sentarse, cómo estornudar y en general,
cómo servir a los hombres; era la prueba viviente de que el machismo es, a veces, cosa
de mujeres. Pero, no es importante extenderse sobre eso, el caso es que eran
inseparables y esa edípica situación hizo que los militares los fueran aislando, pues
comprometía la confidencialidad de los temas de seguridad al extremo de que, a cargo
de mi General Padrenuestro, se generó una comandancia alterna –de sólo militares–
que tomaba las decisiones. Crearon una comisión encargada de que hijo y madre se
mantuvieran distraídos: redecorando los casinos de oficiales y cambiando los muebles
de las oficinas, por ejemplo; incluso unos uniformes camuflados que diseñaron en
tonalidades de fucsia y magenta los mandaron confeccionar y pusieron a unos

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soldados a usarlos alrededor de ellos porque la consigna, era la de mantenerlos
contentos y ocupados en asuntos distantes de lo fundamental. El Hijo de Mami, a
veces, pedía planos estratégicos de las operaciones y en las mesas de la cafetería, le
armaban escenarios completos de montañas pintadas en crayola sobre cartón y
soldaditos plásticos, con sus tanques, granadas pequeñitas y jeeps a escala y distintos
tipos de delincuentes vestidos como los chicos malos de los cómics y los programas de
dibujos animados. Lo curioso, además de entretenerse inventando emboscadas y
rescates en helicóptero, era que él tenía una faceta histriónica de actor en potencia;
aprendió bien su papel de Ministro de Guerra y lo representaba, con éxito, frente a los
demás ministros y a las cámaras de televisión. Todo lo que decía era inventado, por la
imaginación de ese niño interno que nunca logró crecer a causa de los consentimientos
de su madre; pero desarrolló un discurso muy convincente para distraer la atención,
ante la opinión pública, de la ventaja que nos estaban tomando los carteles, grupos,
pandillas y galladas que asediaban a Cundinamarca. Afortunadamente, el Ministro Hijo
de Mami se aferró a mi General Padrenuestro y lo apoyó en cuanta proeza se le ocurrió
para minimizar los daños y neutralizar las arremetidas del terrorismo narco-bandolero-
guerrillero-paramilitar que nos tuvo en jaque y que poco faltó para que –al decir de
Polanía, que a veces tenía sus chispazos– “nos dieran sopa, seco y postre y nos
metieran la vajilla, los cubiertos y los trinches para ensartar la mazorca por entre el
culo”.

Mi General Padrenuestro compró una casa por los lados de La Porciúncula. La vivían
una abuela como de cien años y su única hija, una señora que sin tener a nadie en la
vida se hacía llamar tía, amargada y tacaña hasta más no poder y desconfiada al punto
de sentirse amenazada por cualquier persona que buscara su cercanía o que le
ayudara con el oficio de ese caserón enorme. Libraba una pelea diaria contra el polvo,
por eso cuando Celina timbró por primera vez, la señora se demoró en atender mientras
quitaba las cobijas y sábanas con las que cubría la mueblería, abría las ventanas y
dejaba pasar el aire para que se fuera ese olor a mausoleo que se sentía desde la
entrada. Tenía las facciones de una mujer “muerta en vida” y una mandíbula que se
movía contra su voluntad; con Celina estuvo cordial, le contó sobre su matrimonio con
un gringo descendiente de eslovacos y aunque primero manifestó haberse casado en
la Florida, después dijo que fue en Wisconsin o Michigan, parecía una mentira
destinada a sacudirse de una soltería irrevocable que cargaba, a sus espaldas, como la
cruz de una existencia que ella misma había convertido en su propio viacrucis. Pese al
ambiente lúgubre y los colores opacos de un encierro tan prolongado, Celina se

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enamoró de la casa porque detectó –con esa videncia de india que llevaba en su
sangre– un pasado de niños felices, fiestas y memorable alegría. Tenía un patio de piso
cuadriculado, con entrada independiente que le sería muy útil para no tener a los
escoltas de mi General Padrenuestro poniendo sus trajinadas botas en el área de
recibo, varias terrazas, pisos de parqué y baños inmensos. La casa estaba rodeada de
arbustos de pino que se mantenían peluqueados y llegando a la esquina, por la carrera,
se erigía un árbol en el que Martina Padrenuestro Ancízar forjaría sus sueños
adolescentes y daría el primer beso de su vida a un niño del barrio con el pelo liso y el
sistema solar en su mirada. El trasteo fue poco lo que se notó, así de grande sería la
casa, pero en la medida en que se fueron allanando las propiedades de los
narcotraficantes la irían decorando o abarrotando –sería más exacto decir– como un
mercado persa variopinto y excesivo pero con enseres que, aunque extravagantes,
eran muy finos. El comedor auxiliar y los baños que daban al patio, en primera
instancia, hubo que ampliarlos porque, en cuanto a su propia seguridad se refería, las
tres reglas principales de mi General Padrenuestro –y no le faltaba razón– eran:
“Primero, alimenta bien a los que te cuidan; segundo, pregúntales sobre sus padres,
sus esposas-amantes-novias-compañeras y sobre sus hijos; y tercero, míralos a los
ojos cuando les hablas y generarás un vínculo indestructible con ellos”; diariamente,
entre veinte y treinta soldados desayunaban, almorzaban, comían, tomaban onces,
hacían del cuerpo y gravitaban alrededor de ese patio donde también jugaban
guayabita y se tomaban sus aguardientes los domingos y las fiestas de guardar. Nadie
conocía mejor estos detalles que Reina, quien llenó las paredes del cuarto, dedicado al
espionaje de mi General Padrenuestro, con fotos polaroid de su sitio de vivienda y de
trabajo y de la mayoría de la gente a su alrededor.

Mauro y Andulima –los espías de Reina– se acercaron por la casa un día de mañana,
ofreciendo sus servicios de chofer y mucama, respectivamente. Blas les abrió la puerta
y se entusiasmó con la mujer; la requisó con sus manos como palas, la tocó entre los
muslos y le recorrió la espalda como contándole las vértebras, a Mauro lo miró a los
ojos, no más y le dijo: “Te he visto, por aquí merodeando y me preguntaba ¿cuánto
tiempo te demorarías en mostrar tu cara de pelmazo comemierdas?” Andulima
entendió que estaban en problemas, pero Mauro se empeñó en explicar que muchas
personas se parecen, entre ellas y que recién habían llegado de Sasaima. Celina
entraba por casualidad y se molestó con Blas por ser tan desconfiado; no necesitaba un
chofer pero sí una mujer a la cual ponerle un uniforme y que se hiciera cargo de cuidar a
Martina para ella volver a ponerse en forma y a forjarse una vida social entre las demás

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esposas de los militares, quienes bien creídas y criticonas que eran. Estaba cansada,
además, de cargar ella sola con las miradas lascivas de los hombres que medio vivían
en la casa y era hora, también, de que otra mujer la relevara de esa energía que, desde
que se había convertido en madre, ya no necesitaba. Para Andulima, por su lado
–contratada de inmediato– era la primera vez en su vida que se sentía tan deseada y
eso le desató una libido difícil de controlar; se la pasaba con los pezones duros como
bolas de billar y a veces, le daba temor que la humedad entre las piernas se le fuera a
traspasar al uniforme faldicortico y verdecito que le pusieron. Consciente de la
situación, Celina le revisó sus pertenencias una tarde en que la mandó al parque con
Martina y cuatro soldados más; encontró la cámara Polaroid y una decena de fotos del
interior de la casa y de Martina, pero no encontró evidencia alguna de que estuviera
tomando o utilizando, alguna forma de protección anticonceptiva. Eso, la preocupó: no
quería que nada y menos un embarazo, la distrajera de cuidar a su hija, por lo que la
esperó ahí, en el cuarto de la servidumbre que compartía con Marciana, la cocinera y
Julieta, la encargada del aseo, una flaca, mueca, sin curvas y sin gracia que no
inspiraba un mal pensamiento. Se acordó de su pobreza: bien hubiera podido ser esa
su pieza y estar al servicio de una mujer con más mundo que el de ella, como las
mujeres de la mayoría de los oficiales, que frecuentaban el Club Militar y masticaban la
comida como conejos y cambiaban de mano el tenedor después de cortar un trozo de
carne; mujeres bien, de provincia, educadas para ser mujeres del hogar y cumplir con
los preceptos católicos, apostólicos y romanos.

Andulima entró con Martina en los brazos y se asustó cuando vio que la cámara
Polaroid estaba al descubierto y antes de inventar alguna excusa creíble, Celina la
interrumpió para decirle: “Gracias”. La muchacha se sentó con las rodillas juntas en el
borde de la cama y puso a la niña en su regazo “gracias, por cuidar de mi Martina” siguió
diciendo y la abrazó, se tomaron una foto de las tres, sonrientes y felices y le cambiaron
el pañal a la bebita. Celina, después de disculparse por revisar sus pertenencias, le
pidió que, de tener relaciones sexuales, las tuviera con protección y por fuera de la
casa. Hablaron del Sida, de las arbitrariedades de los hombres, de los noviazgos y los
matrimonios; Andulima abrió su corazón comentó sobre su virginidad y cómo la quería
conservar hasta el día en que se casara; le dijo que le molestaba ser tan bonita porque
eso la ponía en un estado de ansiedad constante; y le dio las gracias a Celina por
confiarle a Martina, su más preciado tesoro. El domingo, donde Reina, Andulima estuvo
callada; mostró las últimas fotos pero alegó sentirse indispuesta para que no le hicieran
preguntas; durmió después del almuerzo y cuando bajó a las cinco de la tarde, para

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tomar el chocolate con pandebono y queso, Mauro se sintió bastante molesto con su
silencio. Reina, en el fondo, sabía que no podría contar con ella para hacerle daño a
Celina y no era, en realidad, contrario a sus planes que se hicieran amigas; también
sabía que Mauro descuidaba sus pesquisas pero era un fiel subalterno que se
esmeraba en hacer las cosas bien o por lo menos, al pie de la letra, como ella se lo
exigía. Nunca supo Reina, porque no se lo contaron, que a Mauro lo tenían pillado por
estar merodeando la casa –que además quedaba bastante cerca, en el mismo barrio–
de mi General Padrenuestro; nunca supo, tampoco, sobre la guardada virginidad de
Andulima, pero no se hubiera sorprendido al respecto, pues se trataba de una
muchacha tímida, aunque no lo pareciera; sabía, eso sí, por intuición, que Mauro era
homosexual y que no demoraría en salir del clóset, pese a que él y su hermana eran de
naturaleza reprimida, criados bajo la férula del temor a los designios de dios, a las
tentaciones del pecado y a un padre que los azotaba un día sí, un día no, a correazos y
golpes con el plano del machete. Ambos, le debían a Reina el haberles ofrecido la
hospitalidad de su casa a cambio de seguirle los pasos a mi General Padrenuestro y de
aprender a odiarlo, con el mismo ímpetu y las mismas ganas que ella.

A mí, me gustaba mucho Andulima, su cabello ondulado, sus ojos y mejillas encendidas
como el sol del mediodía y su voz vibrante de armónica, sus dientes parejos y blancos y
su forma de ser amable y comedida; se interesaba genuinamente por uno y mientras
Martina dormía en sus brazos, ella conversaba en voz baja, por lo que parecía estar
contando secretos o hablando de amor, con la suavidad de una brisa cálida o un chorro
de agua tibia. Para mí fue una sorpresa cuando Blas me pidió seguirla; “ya que le gusta
la hembrita, sígala y me cuenta cualquier cosa” dijo, me contó del merodeador con el
que la vio por primera vez y manifestó su preocupación por la seguridad de Celina y de
Martina. Las cosas de Blas no eran para tomárselas a la ligera, por eso esperé su salida
del domingo para seguirla. Los resultados fueron imprevisibles; ella caminó diez
cuadras hacia el sur por una encrucijada de parques y caminos peatonales, tomó un
bus para devolverse las mismas diez cuadras, hacia el norte y después de darle dos
vueltas completas a la misma cuadra se metió por la puerta trasera de una casa
inmensa que quedaba a escasas tres cuadras de la casa de mi General Padrenuestro.
Mi informe multiplicó la paranoia de Blas; nos reunimos de manera urgente y las
instrucciones de mi General Padrenuestro fueron muy claras: “Lugarte, enamórela y
hágala suya, esa es su misión”; se extendió acerca del hecho de que Celina le había
tomado cariño –algo le debió haber dicho– y de que Andulima era virgen –por supuesto
que algo le debió haber dicho– por eso, con un carraspeo seguido de un escupitajo

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monumental, me ordenó: “Y apenas pueda, me le arranca esa virginidad o lo hago yo
mismo con el pico de una botella”; ya lo había hecho antes, con una cerveza Corona sin
destapar, a una muchacha de Tibabuyes que, en vez de tetas, tenía un brassier relleno
de cocaína. Me puso también a averiguar lo que pudiera sobre la casa donde ella
pasaba los domingos y sobre sus inquilinos. No le gustaba dejar cabos sueltos.

Bastantes semanas llevaba yo tratando de invitarla a cine para que, de un momento a


otro, me tocara por obligación; ¡bueno! si no fuera así, de pronto no lo hubiera hecho
nunca. Además, desde hacía bastantes semanas, también, ella estaba esperando que
algo así sucediera, pues dejaron de ser casuales nuestros encuentros en las escaleras
del patio y en el antejardín, a la sombra de los arbustos de pino, mientras Martina daba
sus primeros pasos, conocía sus primeras lombrices y tomaba, en pañales, sus
primeros baños de sol. Yo iba a aprovechar la navidad para hacerle una primera
invitación, pero el asesinato del periodista Emilio Esparta cambió la agenda de mi
General Padrenuestro y la de nosotros, a su alrededor. Dos motociclistas lo abalearon,
saliendo en el carro de su oficina; uno de esos era El Zancudo de quien, a la postre, se
descubriría que le pagaron con un cheque de la misma cuenta de la que la esposa de
Pablo Escobar pagaba, desde finca raíz, hasta servicios de peluquería. El acopio
probatorio inicial fue entregado al gobierno de Rionegro; la investigación fue conjunta
entre ambos países y de ese esfuerzo, después de varios asesinatos relacionados con
el proceso, una juez corajuda –que, hoy sigue viva de milagro– logró emitir una orden
de detención contra El Patrón, así le decían al Capo di tutti capi: Pablo Escobar Gaviria;
cosa que poco le importó o le importó menos que su temor más reverencial: que lo
cogiera la DBA o que los jueces buscaran un subterfugio político-diplomático-judicial
para mandarlo a los Estados Unidos. Lo demás era pan comido o como él mismo decía
“arepa comida”. Hasta su muerte –¿o debo decir: dada de baja?– siete años después,
el tire y afloje entre su gobierno y los narcotraficantes fue sobre el tema de la
extradición, mecanismo por medio del cual un delincuente apresado en un país puede
ser mandado –extraditado– a responder por crímenes cometidos en otro país. Dicho
“temor reverencial” se exacerbó desde que mostraran a Carlos Lehder Rivas pagando
más de cien años de condena en una cárcel de Marion, Illinois, engrillado de pies y
manos y sin posibilidad alguna de comprarse a los jueces, de mandarlos asesinar o de
ver la luz del sol por más de media hora por semana. “Preferimos una tumba en nuestro
país que una cárcel en los Estados Unidos” era el decir de los narcotraficantes con
posibilidad de ser extraditados a los países donde lograban “coronar” la droga.

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En Cundinamarca se trataba, también, de un tema candente y El Sangrón González
Barbosa, era quien tenía la mayor posibilidad de ser extraditado e ir a templar detrás de
los barrotes gringos. Mi General Padrenuestro le perdió la pista porque el
narcotraficante se había convertido en uno de los brazos armados de los carteles de
Rionegro y como tal, era poco lo que delinquía en nuestro territorio, hasta que su
enfrentamiento con los esmeralderos de Cundinamarca, quienes fueran sus amigos,
se agudizara y lo obligara a retomar las viejas rencillas sobre nuevos problemas
–traiciones, en su mayor parte– que tenía con ellos. Lo primero que hizo nuestro Capo,
a su regreso, fue contactar a mi General Padrenuestro y entablar una relación amistosa
que resultara productiva para ambos. Lo invitó a su finca Veracruz, lo atendió como a un
rey, le ofreció manjares y mujeres, le regaló trescientas esmeraldas, dos caballos
campeones, un terreno aledaño a la finca, de mil doscientas hectáreas y tres canecas
llenas de dólares, durante una pitanza de tacos al carbón, mole poblano, mexcal,
sangrita y cerveza Tecate; por cada trago y cada mordisco el anfitrión pedía un favor,
pensando, tal vez, que con dos o tres que le hiciera, era más que suficiente y sellaría
una alianza delincuencial sin precedentes en la historia de Cundinamarca. De testigos
estaban Blas, Quesada, Reyes y Polanía, muy regalados también y medio Ejército
Nacional en las inmediaciones. Se trataba de una medición de fuerzas que podía
terminar mal, por eso yo no estaba: desde esas épocas, protegerme se había vuelto
importante. Después del almuerzo, alargado por los delirios pedigüeños del
narcotraficante, nuestros soldados salieron a la luz y se escucharon un par de
helicópteros en el aire; el Sangrón se asustó y envalentonado lo miró a los ojos, pero no
alcanzó a abrir la boca; mi General Padrenuestro se le adelantó y le dijo: “Don Atanasio,
entiéndame, no lo puedo ayudar con sus problemas, no le puedo reforzar su seguridad
con policías pagados por el Estado, no le puedo prestar ni un solo hombre, no puedo
asesorarlo en tecnología militar, ni hablar bien de usted frente al Presidente de la
República. Muy a mi pesar, no le puedo recibir la finca, ni las esmeraldas, ni los
caballos, ni la plata, ni puedo levantar un dedo en contra de sus socios en la zona
esmeraldífera, pero cuente conmigo para hacerme el pendejo, el de la vista la gorda, el
tarugo, como dicen los gringomexicanos. Mientras usted no se meta conmigo,
considéreme ciego, sordo y mudo”; tomó un palillo de la mesa que atravesó entre un par
de muelas y se levantó. Al salir, escupió y apagó su mentolado Paquistán en un laguito
artificial con peces dorados traídos del Japón; se despidió con un apretón de manos
descolorido y se retiró entre hombres, de ambos bandos, con las armas
desenfundadas. Mi General Padrenuestro no pensaba cumplirle tal promesa al
Sangrón, pero, eso, no podía intuírlo El Capo, todavía: sólo en los segundos anteriores

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a su muerte, supo que su gran error –como el de la mayoría de los mafiosos– fue el de
creer que cualquiera, sobre la faz de la tierra, tiene un precio.

A Saskia, el negocio le dio para comprarse un yate a los seis meses de haber
comenzado a traficar cocaína, desde la mitad de la selva hasta una bodega de pescado
en la Florida, en el cayo de Islamorada. Con un muelle de casi cien metros en la parte de
atrás –back yard– donde atracaban barcos de pequeño calado para vender la pesca del
día, se escogían los pescados más grandes y se pagaba en efectivo. En la parte de
adelante –front yard– frente a la Autopista de los Cayos, que corre de Cayo Largo a
Cayo Hueso, una puerta enorme de garaje decía: We buy, sell and transport fish y de la
cual, diez a doce veces al día, salían y entraban camiones-congeladores que llevaban
la droga a todas partes de los Estados Unidos. La mayoría de las veces el pescado se
pudría pero –¡qué importaba!– entre más fétido era el olor, menos ganas de requisar la
carga le daba a las autoridades. Cada pescado venía relleno con su propio peso en
droga y se veían gorditos y sustanciosos al meterlos entre el hielo. Ningún camión-
congelador, de los setenta y pico que constituía la flotilla, era igual al otro y tenían sólo
diez choferes de confianza que los llevaban hasta una serie de parqueaderos y
estaciones de servicio en Homestead y Hialeah, donde se recibía el dinero y se
entregaba la carga, para que la tomaran choferes, contratados por los compradores,
que no conocían el lugar de origen. A ese mismo sitio devolvían los camiones-
congelador, de modo que los choferes de confianza los retomaban vacíos,
descongelados, listos para volver a Islamorada y cargarlos de nuevo. Las autoridades
costeras cometían siempre el mismo error: dos o tres veces al mes revisaban los barcos
pesqueros que llegaban al muelle y nunca encontraron ni el más minúsculo polvito de
cocaína, razón por la cual les pareció inútil revisar los camiones-congelador que salían
de la bodega. No se les ocurrió pensar que la droga llegaba por otro lado y ese detalle
garantizó que, kilo que salía de la selva era kilo que llegaba al distribuidor final, quien
recibía la droga pura –o semi-pura– y la rendía como le daba la gana, incluso le ponía
marca a la papeleta para ganarse la fidelidad de los usuarios: existían –o existen
todavía– la Blue Demon, la Oasis, la A Piece of Heaven, la Bolivian Star, la Amazon Trip,
la Rosario, la Galaxy Blow, la Scarface, la Highlander, la Belushi y la Hiper Viper, entre
miles de otras. Aunque la mayoría alegan ser puras, se distinguen las unas de las otras
por su mezcla, en la que se usan productos para rendirla como bicarbonato de sodio,
talco para bebés, jabón en polvo, vitamina C en polvo, azúcar pulverizada y leche en
polvo y productos para que el “trance” sea mejor: metanfetaminas u otros narcóticos
según el gusto y el presupuesto del distribuidor. Lo cierto es que entre la hoja de coca y

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el consumidor final, los intermediarios rinden y mezclan la droga con distintas fórmulas,
por lo que la experiencia de cada usuario es diferente y el único consumidor de cocaína
pura es el que la produce, en un laboratorio, en la mitad de la selva –o del monte– y que
–por obvias razones– tiene prohibido probarla.

El caso es que el Ruso había construido y hecho el mantenimiento de oleoductos entre


el Mar Caspio y Vladivostok, por eso tenía los contactos y el conocimiento para lograr
pasar un tubo de acero de dieciséis pulgadas de ancho, entre Guantánamo y los
Estados Unidos; ni siquiera tuvieron que soldar sus partes –eso hubiera sido demorado
y poco discreto– se lo robaron entero. Atravesaba, de lado a lado, el Golfo de Venezuela
y lo dejó la Maracaibean Oil Company a que se pudriera como cualquier desecho en el
fondo del mar cuando lo reemplazaron por uno más ancho y de mejor material. Para
alivianar su peso y poderlo transportar, lo llenaron de aire –el golfo no tiene más de
sesenta metros de profundidad– lo recogieron por las puntas y lo sostuvieron, a flote,
con boyas industriales remolcadas por barcos ligeros, cada cincuenta kilómetros; la
travesía duró catorce días y como todo el Caribe –o casi todo– es jurisdicción de los
Estados Unidos, pues la guardia costera norteamericana los paró un centenar de veces
y siempre contestaban lo mismo: “Somos una compañía rusa que va a instalar un
oleoducto en la Florida” los barcos en los extremos eran tan grandes, las boyas
industriales –como edificios flotantes de tres pisos– tan llamativas y la tipografía rusa,
en los documentos que presentaron, tan seria, que habría sido desproporcionado
pensar que detrás pudiera haber narcotraficantes cundinamarqueses. Para los
técnicos soviéticos, que hicieron el traslado, la instalación y la puesta en marcha del
ducto –igual a como lo hacen con tubería, aún más grande y pesada, a lo largo del
Ártico, desde el Mar del Norte hasta el Estrecho de Bering– la operación no pasó de ser
un juego de niños; por fortuna, se trataba de los restos, en relativo buen estado, de un
oleoducto que también era ruso. Lo instalaron desde Punta Tijeras en Guantánamo,
hasta Islamorada en los cayos de la Florida, suspendido a veinticinco metros de
profundidad; lo dejaron lleno de petróleo con suficiente remanente, de lado y lado, para
que fuera posible reciclarlo –mover el mismo petróleo de ida y de vuelta–. Fue una
empresa –repito– tan descabellada que nadie sospechó nada. Incluso los marineros
rusos pensaron que estaban, en realidad, haciendo las labores propias para el reúso de
un oleoducto y no tuvieron ningún problema con el asunto, que se desarrolló sin
contratiempos, salvo los treinta o cuarenta insolados que se confiaron del sol del Caribe
cuya suavidad es, apenas, aparente. Saskia, quien costeó por completo la odisea, era
la más preocupada; de fracasar le tocaría desaparecer del planeta. Cuando habló con

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el Ruso le dijo, por minimizar la tensión, que al menos lograron meterle, por el culo, toda
esa toda esa tubería a los gringos; él se rio, entre dientes, porque sabía todo lo que
estaba en riesgo.

La geografía complicaba las cosas en extremo. El mar Caribe es más profundo y más
abierto que el Golfo de Venezuela y por lo tanto más susceptible a corrientes marinas
muy fuertes y a casos fortuitos imponderables como terremotos, submarinos e incluso
embestidas de tiburones. Lo otro es que no hubo manera de instalar estaciones
intermedias de bombeo: el petróleo, entonces, viajaba entre la isla y el continente, ida y
vuelta, a muy baja velocidad; la tubería, entonces, se llenaba de residuos con mayor
facilidad. Lo otro es que sólo se pudieron poner puntos de anclaje cerca de los
extremos, dejando un trecho central de casi ciento treinta kilómetros, sin sostenimiento
de ninguna clase. El mínimo rompimiento podía acabar, de tajo, con la maniobra; por
eso, tocó contratar y poner en conocimiento del negocio a Yuri y Volodia, dos expertos
buzos ucranianos, cuyo trabajo era recorrer el oleoducto cada semana y prevenir o
corregir, a tiempo cualquier fisura. Lo demás era supervisado y realizado por el Ruso,
ayudado por el personal que los mellizos le mandaban, recomendado por su fidelidad y
por su docilidad en recibir órdenes. El petróleo fluía de un sitio a otro y cada seis horas,
arrastraba –en sentido sur-norte– una longaniza plástica de varios metros de longitud y
recubierta de grasa de pescado, a la que le cabían ciento cincuenta kilos de cocaína. A
ese ritmo la inversión se pagó en el primer semestre y al año y medio sucedió lo que le
sucede a los negocios que tienen éxito tan pronto: bajó la calidad del producto. Jim
Tsakarias se vio a gatas para cumplir con la cuota de más de tres toneladas semanales
de cocaína y empezó a mandarla cada vez menos pura y a recurrir a cultivos y
laboratorios de terceros.

Guantánamo es como Puerto Rico: sus habitantes son norteamericanos pero, por
ejemplo, sólo pueden votar en el territorio continental, fuera de la isla. Es un Estado
Libre Asociado que depende, para el desarrollo de sus políticas internas, de sus
“dueños” pero no representa estrella alguna en su bandera. Es un enclave estratégico-
militar, en su punta oriental y en su punta occidental queda La Habana que compite
como sitio turístico con Las Vegas, por su cantidad de casinos, burdeles,
entretenimiento y apuestas de cualquier tipo. Aunque los negocios ya no son
controlados por mafias sino por multinacionales muy poderosas, éstas lograron –a
diferencia de otras islas– mantener el encanto de los años dorados en que la Cosa
Nostra manejaba un estilo de entretenimiento, con los lujos del trópico, que se

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consideraba prohibido en las grandes ciudades de los Estados Unidos. Esto hace, por
ejemplo, que el aeropuerto internacional Fulgencio Batista sea reconocido por tener el
mayor tráfico aéreo del Caribe. Las autoridades son vigilantes y competentes –por
supuesto– sin embargo no dan abasto para estar pendientes de tanto movimiento; al fin
y al cabo son caribeños, les hace falta la reciedumbre de los anglosajones y el hecho de
que no dejan pasar la siesta después del almuerzo, ni la tertulia cuando cae la tarde.
Saskia llegaba en su yate a Playa Girón –la del nombre del barco de la canción de Silvio
Rodríguez– una bahía extensa, transformada en un muladar de nuevos ricos buscando
sexo, drogas y las experiencias más extremas del libertinaje; recogía sus ganancias,
organizaba unas fiestas en las que los invitados debían llevar los genitales al aire
mientras jugaban a la gallina ciega y después de dejarse penetrar hasta un centenar de
veces durante tres o cuatro días de insomnio y de abrir papeletas de cocaína y
preservativos, arrancaba para las Islas Caimán a consignar un dinero que los
empleados del banco se demoraban dos días contando. Le hacía falta un mecanismo
para legalizar tantos ingresos en Cundinamarca y ahí fue que cometió un error garrafal:
creer que Caterpillar tenía un precio y que ella podría quedarse con sus puestos de
chance –o caquitos– para lavar su propio dinero y de paso, lograr una venganza que le
tallaba en la espina dorsal. El problema de tener tanta plata es, también, creer que
cualquier proeza es factible, a la par con encumbrarse a un nivel en el que se pierden el
sentido humano y práctico de las cosas.

Bastantes problemas tenía ya mi General Padrenuestro para, encima de todo, lidiar con
Saskia, quien se apareció un día como salida de un película de James Bond; llegó a la
Oseta en un Maserati naranja, se bajó mostrando las piernas y parada sobre unos
tacones, de trece centímetros, con una falda de cuero, rojo, apretada y una blusa
transparente que dejaba ver sus pezones, como pequeñas aldabas; llevaba gafas Ray
Ban a la moda y joyas que parecían compradas por kilos y que relucían como
enchufadas al sol del mediodía. Entró sin pedir permiso, sin que nadie la requisara –las
mujeres hermosas en Cundinamarca gozan de una inmunidad otorgada por las
divinidades del cielo– y subió al último piso del edificio reconstruido con la tecnología
más sofisticada de blindaje arquitectónico. Le tocó esperar más de una hora y mi
General Padrenuestro la recibió con desdén; ella alabó la seguridad del edificio y él le
respondió: “Estamos dedicados a coger narcotraficantes, ahora” carraspeó, escupió y
prendió un Paquistán, no sin antes ofrecerle uno a su inesperada visita. Saskia
agradeció el gesto pero sacó una pitillera y un cigarrillo negro y largo, que la hacía ver
como Audrey Hepburn en la película Desayuno con Diamantes, se sentó mostrando lo

148
más posible las piernas que, con esa falda tan corta, parecía como si le salieran desde
el ombligo; se inclinó para botar la ceniza del cigarrillo y dejar que sus teticas y sus
pezones, que se pusieron como moras, hicieran lo suyo, mientras ella acariciaba la
posibilidad de utilizar sus manos y su boca para dejarle al descubierto, como una
catedral, su miembro viril duro como una piedra de mármol y voluminoso como un
solomillo de ternera. Se atragantaría de sexo con el militar más importante de
Cundinamarca. En esas estaba, pensando en las necesidades de su cuerpo, cuando
mi General Padrenuestro se le acercó, la tomó como un bulto de papas, se la echó al
hombro sin ningún esfuerzo y mientras ella gritaba toda clase de improperios, la llevó
así, con el culo al aire y la cara roja de la rabia, hasta el carro; la sentó detrás del timón,
le metió su pistola debajo de la falda y le dijo: “Usted me inspira desconfianza, Saskia,
como las hienas; lo único que logrará que le meta es una bala entre las piernas” le
susurró, mientras le dejaba sentir el gatillo contra los muslos y el cañón lastimándole el
clítoris, por debajo de sus calzones, también rojos.

Caterpillar golpeó en la casa de mi General Padrenuestro antes de la medianoche;


llegó sin guardaespaldas en un Renault 4; fue requisado en el patio y lo hicieron pasar a
la sala de recibo, al lado de la puerta principal. No había sido invitado, por eso el dueño
de casa se tomó su tiempo en atenderlo: tenía a Celina con la lengua consintiéndole los
testículos, mientras ella se tocaba los pezones con la punta de los dedos, cogiéndolos
entre el pulgar y el índice y presionándolos con suavidad. Con sólo media vuelta, la
posición invertida fue mucho más divertida para los dos, un poco más incómoda, sin
embargo, pero mi General Padrenuestro le puso una almohada debajo de la espalda
para levantarle las nalgas y parado, al borde de la cama, la agotó hasta los gritos con el
roce incesante que le propinaba como rellenando un pavo, mientras ella no lo dejaba
parar hasta que sus orgasmos se convertían en dolor, gritándole sin parar “sigue, sigue,
sigue más, haz de cuenta que soy una de tus puticas; lléname con tu porquería, como la
perra que soy, dame, dame, dame más duro, castígame; soy la más puta entre las
putas, rómpeme, párteme en dos”. Y así, era como ambos botaban su energía
reprimida y quedaban encharcados, en un abrazo feliz que los apartaba de la realidad
por unos segundos fugaces pero, a la vez, rebosantes de eternidad. Celina era una
guerrera, a quien le hacían falta la sangre, el peligro, la barbarie; a veces la lucha entre
dos pieles no era suficiente, pero mi General Padrenuestro se negaba a pegarle, a
azotarla con la correa, como ella le pedía entre gemidos de felina; otras veces se sentía
enjaulada, pero su bestia interna se calmaba con sólo sentir a Martina entre sus brazos.
En noches como esa, la fiebre de la carne no la dejaba dormir y se paseaba desnuda

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por la casa, llena de hombres, con el ánimo –supongo– de provocarles, también, un
estado de vigilia.

Caterpillar pidió miles de disculpas por llegar sin avisar; explicó que no llevaba
guardaespaldas, ni carro lujoso, para no llamar la atención y después de ese
obsequioso preámbulo se lanzó a contar, con sumo detalle, las andadas de Saskia:
“Hace un mes irrumpió en mi oficina, con cincuenta hombres; pensé que trataría de
matarme, pues usted y yo le dañamos el negocito de marihuana que tenía con los
mellizos”; mi General Padrenuestro –como siempre– hizo los gestos propios de quien
sabe lo que está escuchando y le dio cuerda para que siguiera su relato; sirvió dos
vasos de whisky y le siguió poniendo cuidado. Se enteró que Saskia ofreció comprarle
el negocio de chance y que, sin ningún tipo de vergüenza, ella le confesó: “¡Es que
necesito lavar un dinerito!”; quería, sin duda, convertirlo en cómplice para que, en el
caso de que no quisiera vender, por lo menos dejarle claro que, de soltar la lengua, lo
matarían. Se utilizaban miles de formas para lavar activos, las dos más usuales eran:
crear empresas fantasmas, cuyo único ejercicio real era llevar una contabilidad con
buenas utilidades y tener, por lo general, bodegas y vehículos de fachada; y servirse de
empresas, con un prestigio y credibilidad ganadas, que inflaran paulatinamente sus
utilidades –para no despertar sospechas– como mecanismo para poner a circular unos
excedentes que se consignaban en cuentas de terceros –socios o testaferros– con
hojas de vida limpias y sin problemas con la ley. El negocio del chance era ideal, porque
por el tipo de transacción y la poca cuantía no quedaba registro de los miles de
compradores que a diario se quedan con una boletica. La cantidad de dichas
transacciones podía, sin mayor problema, aumentar, de forma imperceptible; se
trataba de un lavado de dinero, a cuentagotas, que no levantaría sospechas. Sin
embargo, a Saskia se le fueron las luces recurriendo a un enemigo jurado y capaz de
alertar a mi General Padrenuestro, quien, al conocer el ardid, por boca de un
colaborador de confianza, tenía las herramientas para desarticular la nueva operación
de los mellizos que, fuera cual fuera, los estaba enriqueciendo a pasos agigantados.
Caterpillar llevaba meses pagando información sobre las actividades de Saskia y su
gente y contó, además, sobre el contacto chipriota en Leticia, los vuelos a ras del piso
en avionetas de fumigación hasta Urabá, las lanchas rápidas panameñas hasta
Guantánamo y las reuniones con un ciudadano ruso –que masacraba el idioma
español– en La Habana y a veces, en Ciudad de Panamá y Cartagena. Cómo llegaba la
cocaína a los Estados Unidos seguía siendo un misterio. Entre los dos hubieran podido
especular al respecto, el resto de la noche, si no es porque Caterpillar pidió permiso

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para usar el baño, salió a un pasillo oscuro y al encender la luz, se encontró a Celina
desnuda; se reconocieron en cuestión de segundos y ella lo cogió por el cuello y antes
de estrangularlo, le sacó los ojos con los pulgares y le pegó rodillazos entre las piernas.
Los gritos de dolor se escucharon en toda la casa, pero mi General Padrenuestro
ordenó, con esa voz de mando que atraviesa las paredes, que nadie saliera de su
cuarto. Celina corrió hasta la alcoba principal, se puso una bata encima y volvió a la
escena del crimen con el picahielo delante del cual juró venganza y se lo clavó en el
corazón, al hombre cuyos guardaespaldas, una vez, trataron de matarla. Blas, que
nunca duerme y sabe todo lo que sucede a su alrededor, como los indios de las
películas de vaqueros que con poner la oreja en el piso saben qué hacer, se apareció en
la escena, sacó del cuerpo las llaves del carro, lo entró al garaje de atrás, envolvió al
occiso en el mismo tapete persa donde se orinó, se murió y se desangró; puso en su
sitio los ojos que quedaron colgando de sus órbitas y se lo llevó en el mismo Renault 4,
en el que llegó. Blas nunca reveló dónde dejaba los cadáveres que, él mismo,
desaparecía y cuando alguien de mayor rango le preguntaba, él respondía: “Pierde su
tiempo, oficial, mi único cómplice soy yo mismo y no soy un soplón” y asunto concluido.

Con la desaparición de Caterpillar se volvió a poner en tela de juicio su honestidad, pero


ya no importaba. Saskia compró la empresa de chance y aunque siempre tuvo dudas
sobre la autenticidad de dicha transacción –no se nos olvide que Caterpillar se había
hecho el muerto antes– sus multimillonarias ganancias la volvieron temeraria y le
quitaron las aprensiones que alguna vez tuvo cuando hacía las cosas por convicciones
políticas; éstas se fueron desvaneciendo y aunque más tarde en la vida descubriría que
seguían latentes, la riqueza la tenía obnubilada y esa sensación de no sentir miedo se
le trastocó en una megalomanía galopante que le sacaba el corazón del pecho y las
venas de su cauce. Lo quería todo de inmediato y el sexo era su droga, su impulso, sin
el cual no podía pasar el día. A los mellizos los empezó a maltratar verbalmente y
tomaba decisiones que la distraían de sus objetivos, como cruzar el océano Atlántico
sin previo aviso, a la tripulación de su yate, comprar un hotel en Santa Cruz de Tenerife
porque, una noche, no la pudieron hospedar y ofrecerle a la embajada rusa un millón y
medio de dólares para que le vendieran el helicóptero que el Ruso dejó tirado en Puerto
Salgar. Sobre esto último, valga añadir que los soviéticos nunca le recibieron la plata y a
la aeronave –mientras los trámites para legalizar su traslado iban y venían– se la comió
la manigua y hoy, está enterrada bajo la maleza; sobresale su hélice que los niños
utilizan como rueda de parque o para jugar a terrícolas y alienígenas, la versión
moderna y mejorada, de policías y ladrones. Saskia, además, fue de las que estuvo

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dispuesta, con el Sangrón, los Espinel Ricaurte, los Espinel Antequera, el Topo de
Quebradanegra y el Cartel de Fontibón a pagar la deuda externa de Cundinamarca a
cambio de la no-extradición de nacionales a los Estados Unidos. Nunca recibieron
respuesta, ni chica, ni grande, por parte del Banco Estatal ni ninguna otra entidad
gubernamental. Nos debió dar vergüenza –supongo– frente al concierto internacional
utilizar, con desfachatez, dineros mal habidos, aunque en realidad no sean muy
distintos, por ejemplo, de los que se mueven en las transacciones de armas, que
producen más muertos y que nutren, con creces, las economías de más de veinte
países industrializados que las producen y exportan generando incontables divisas, sin
importar que sean vendidas a otras naciones o a cualquier grupo subversivo, idealista o
libertario, que se encuentre en la mitad de guerras verdaderamente infames. Y es que
tenemos el defecto, en Cundinamarca, de vivir avergonzados: nos dio pena, al
principio, apoyar la extradición, debido a nuestra falta de justicia y la imposibilidad de
imponer las condenas reales que contempla nuestro Código Penal; pero también nos
dio pena, después, dejarnos torcer el brazo por el narcotráfico para revocarla con la
excusa de que “la ropa sucia se lava en casa”. En fin, acordémonos de que “estamos en
Cundinamarca y no en Dinamarca” como dijo un avezado político tolimense respetado
en nuestra esquina del continente, para significar que somos países subdesarrollados
en los que las cosas suceden a la misma velocidad con que se revuelve una
mazamorra. Menciono lo anterior porque la extradición fue uno de los problemas que,
como decía mi General Padrenuestro “por resolver de manera contradictoria a la norma
o que por adecuar la norma a la contradicción” nos obligó a doblegarnos por incapaces,
a los Estados Unidos y por cobardes, a los narcotraficantes.

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ëçbä=ara ir a recogerla al aeropuerto, acompañada de una flotilla de jeeps para garantizar su
protección. Le aseguraron, desde la primera conversación, que la droga estaba
saliendo sin falta. Se trataba de hombres, amigos de los mellizos, que los habían
acompañado desde siempre; imposible dudar de ellos. Hicieron, sin embargo, una
prueba: en presencia de ella enviaron una longaniza plástica a la medianoche, de la
cual debían corroborar el recibido por la mañana. Saskia atravesó la isla y llegó antes
del amanecer a Playa Girón, donde estaba anclado su yate; puso a los guardaespaldas
en fila, los miró uno por uno con una linterna, devolvió ocho a los jeeps y a los otros
cuatro les pidió que se bajaran los pantalones y los calzoncillos; les miró con cuidado su
hombría, se las cogió como revisando aguacates en el mercado y se quedó con la que
más le gustó, al tiempo con el hombre a la que iba pegado. “Pasarás la noche conmigo”
le dijo y sin soltarlo, lo condujo hasta su cuarto como si lo hubiera llevado de la mano. El

152
radioteléfono de la embarcación sonó a las ocho de la mañana; era el Ruso para
informar que el cargamento no había llegado. Saskia exclamó conmocionada:
“¡Jueputa, vida cacorra, nos interceptaron el oleoducto!” a lo cual el Ruso contestó:
“Eso no es posible porque ha seguido saliendo la misma cantidad de petróleo, sin
interrupción, por este lado”. Yuri y Volodia redoblaron esfuerzos e insistieron en que se
debía hacer una revisión interna, tal y como lo solicitaron, desde el principio, que se
debía hacer con regularidad; pero el Ruso, aunque conocía la importancia de hacerlo,
evitaba el tema, concentrado en cumplir las metas, cada vez más apretadas, impuestas
por su jefa, a quien ya le estaba tomando antipatía. “Esto opera de la siguiente manera”
le explicó Yuri a Saskia, en su recién y mal aprendido español: se introduce y se pasa,
de un extremo al otro, una especie de supositorio –no se me ocurre otra palabra–
llamado “marrano” con sensores que detectan una gama amplia de problemas en el
recorrido y subsecuentemente, se introducen otros marranos especializados que
aplican los correctivos necesarios y que, para finalizar, dejan limpio y lubricado el
oleoducto. El proceso dura de dos a tres días una vez se compren y lleguen, los
aparatos y materiales de Rusia. No se podían comprar en ninguna otra parte porque a
la tubería rusa, se le debe aplicar tecnología rusa; de no ser así, el par de buzos
importados de las estepas ucranianas no garantizaban el trabajo. De aparecer una
fisura imposible de soldar, por parte de los buzos, el colapso podría ser inevitable
porque reemplazar una sección, del ducto, es impensable sin vaciar y sacar el
oleoducto completo, del agua o sin hacer una operación de bypass, para lo cual, con
cualquiera de las dos opciones, la demora los quebraría o los podría dejar al
descubierto. “Lo más fácil y rápido” puntualizó Yuri demostrando su profundo
conocimiento del tema “es sumar, a la lista de compras, un marrano especializado en
detectar fisuras y emitir señales que, identificadas desde el exterior, indican el punto
exacto y el tamaño de la grieta” agregó y se extendió en cómo se refuerza el sitio
afectado, con soldadura, debajo del agua; detalles que poco le importaron a Saskia a
quien le quedó claro quién era el mejor preparado de sus subalternos, en cuestiones de
plomería marina.

Para hacer el cuento corto, se perdieron diez días de trabajo. Resultó que el oleoducto
se astilló por dentro –en un punto específico– y rompía las longanizas plásticas; la
cocaína suelta se mezclaba con el petróleo y pasaba desapercibida. El plástico se
pegaba a los bordes, se acumulaba en lugares indeterminados y hubiera podido
producir un infarto, de no haberse descubierto el problema a tiempo; “como el colesterol
que se acumula en las arterías” dijo el Ruso, cuando le explicó al Mellizo lo sucedido.

153
Con el oleoducto a punto, después de los arreglos y el mantenimiento, se duplicaron la
carga y la cantidad de envíos, durante los siguientes días, para cumplir lo pactado con
los distribuidores. Se perdieron algo más de tres toneladas de cocaína y la organización
debía cubrir la pérdida. Saskia viajó a Leticia y su estadía estuvo llena de
contrariedades, encontró más problemas que soluciones. Es bueno hacer la
advertencia de que el tráfico de estupefacientes no es para nada como lo muestran en
las películas: no se solucionan los problemas matando a los responsables y listo. En el
mundo real, se trata de un negocio basado en generar confianza, en tener claridad en
las conversaciones y como en todo: poner la cara; salvo el caso extremo de descubrir
algún engaño y Jim Tsakarias había estado mintiendo. Eso fue muy aburridor; trató de
minimizar su falta, pero era evidente que le quedó grande el encargo. El laboratorio
propio no producía ni la mitad de lo que se enviaba, se le debía mucha plata a otros
laboratorios de la región y Saskia descubrió algo que no estaba en sus cuentas: el
desecho o “zuco” que quedaba de los procesos químicos que transformaban la hoja de
coca en un polvo blanco era mezclado con ACPM, brea, gasolina y otros combustibles
más baratos, para producir una pasta amarillenta mucho más barata que, mezclada
con tabaco, era trescientas veces más adictiva que la cocaína y con el nombre de
bazuco se vendía a la gente de las barriadas, de los bajos fondos, al lumpen; ese era su
negocio paralelo y la razón por la que estaba fallando su sociedad con Saskia y los
mellizos; negociaba con los pilotos un espacio para su producto en las aeronaves, más
un porcentaje por mantener la boca cerrada. Saskia no podía imponer su voluntad a la
fuerza con Jim Tsakarias, por la sencilla razón de que la selva era su casa y uno no llega
a la propiedad de otra persona a hacer exigencias; en eso estuvo comedida y mientras
buscaba hombres para llenarlos de trago y de lascivia, conoció a la gente amazona:
desconfiada, mentirosa, peligrosa y traicionera como la selva misma; ponían a sus
congéneres, los indígenas, a hacer los trabajos pesados, bajo la amenaza de
diezmarlos y reducirlos, con sus familias, a una fosa común. Saskia optó por considerar
su viaje como una inversión: mandó traer una avioneta llena de dólares que aterrizó en
Zacambú dejó el dinero y volvió a levantar vuelo llena de droga; compró cocaína al
doble de precio a los laboratorios cercanos, les pagó lo que se les debía, mandó botar al
río más de quinientos kilos de purgante para ganado, casi una tonelada de yeso y otros
productos, como talco, con los que estaban rindiendo el alcaloide y le dejó a Jim
Tsakarias suficiente dinero para que terminara la pista y para que agrandara el
laboratorio hasta que se convirtiera en el más grande al sur del Río Amazonas. Al día
siguiente de su llegada a Bogotá, Saskia instruyó al Mellizo para que no descuidara la
supervisión del laboratorio a cargo de Jim Tsakarias y para que lo mantuviera, a él, bajo

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estricta vigilancia. Una semana más tarde llegaron a Zacambú veinte familias
importadas de Ucrania, que atravesaron el Mar Negro en canoa, Turquía en bus, El
Mediterráneo en barco y el Atlántico en avión, para hacer una nueva vida lejos del
polvorín del Bloque Soviético que no demoraba en explotar. Era gente buena que, las
primeras semanas, enfermó de malaria, fiebre amarilla, insolación y deshidratación;
fueron atacados y picados por cuanto animal, chiquito o grande, habitaba los
alrededores y muchos cayeron en la adicción a la cocaína y algunos también en la del
bazuco que el chipriota no dejó de producir; pero aprendieron el oficio –en escasos
meses sacaron la mejor cocaína del continente– y lo más importante, sobrevivieron y lo
hicieron por la razón más poderosa del mundo: no tenían otra opción. Sus primos Yuri y
Volodia los visitaban de vez en cuando y les llevaban algo que nunca en su vida habían
visto ni probado y que no había llegado aún a la mitad de la selva: cocacola.

El principal obstáculo de mi General Padrenuestro, en la lucha contra el narcotráfico,


era la falta de presupuesto para acceder a los recursos de inteligencia que permitieran
contrarrestar las adquisiciones de los mafiosos en seguridad. Bogotá se llenó de carros
capaces de trancar ráfagas de ametralladora y tiros de grueso calibre; los
concesionarios de carros finos, europeos, último modelo, ofrecían el servicio de
blindaje para las llantas, la carrocería, el tanque de gasolina, los puntos neurálgicos del
motor y diversos grosores de vidrios según la vulnerabilidad del cliente. Todo el que
tenía apellido israelí y cara de pocos amigos, abrió una tienda de lujo donde vendían
equipos de espionaje, alambrados con púas y electricidad, dispositivos de grabación
de voz en forma de artículos personales y caseros, armas, sistemas de alarma para
fincas, casas y carros, servicios de celaduría, perros adiestrados y escoltas,
transmisores de rastreo y entre otros, un aparatico –que no era ni costoso– para
pinchar líneas telefónicas y que uno pedía como “véndame, por favor, un watergate”. El
narcotráfico, la guerrilla, el paramilitarismo y sus diversos grupos, facetas, frentes,
comandos, capos y carteles, tenían ejércitos combatientes-delincuenciales-terroristas
armados con tecnología sofisticada y entrenados por mercenarios venidos del medio
oriente, sin distingos; al que tenía una circuncisión perfecta, redonda y blanca como un
rábano pelado, lo llamaban: judío y al que se arrodillaba en un tapetico a decir
incoherencias, lo llamaban: majito. Era, como dijo mi General Padrenuestro cuando lo
entrevistó la BBC de Londres el día en que sobrevivió a la bomba de Paloquemao:
“Somos la Jerusalén suramericana”. La frase fue inmortalizada por los medios de
comunicación y en privado y con media botella de whisky encima, mi General
Padrenuestro la convertía en discurso: “Somos la Jerusalén suramericana; convivimos

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diversas razas, religiones e idiomas, pero la incomprensión y el desapego nos tienen al
borde de la guerra. Pasamos de ser hijos a ser hijos de puta; nos volvimos carroñeros y
aprendimos a vivir entre las ratas. Los más altos blasones cundinamarqueses son, hoy,
los logotipos de las cajas de ahorro y vivienda que exprimen a los pobres. Nos
atrevemos a luchar por falsos orgullos pero no por verdaderos ideales; somos
guerreros, más no cruzados. Yo, Aquiles Padrenuestro Chacón, hijo de la tierra que en
este instante piso, soy el adelantado que nos salvará del infierno”. Martina aplaudía al
escuchar a su padre, lo llenaba de besos y se le pegaba al pecho, con fuerza, porque él
era su universo. Celina, en cambio, se aburría con sus borracheras, porque le había
dado por poner la misma canción hasta el amanecer, inventarse groserías, hablar de
sus conquistas y decir que, como los árabes, él merecía un harem y que el día menos
pensado llegaba con otra mujer; que a los ojos de dios, entre más amáramos, más se
nos abrían las puertas del cielo y que el deber de los hombres cristianos era el de evitar
el martirio de las once mil vírgenes e impregnarlas de nuestra semilla para, así, merecer
la eternidad. Para nosotros, sus hombres, era obligación beber a la par suya o morir en
el intento; “vaya vomite y vuelve” ordenaba cuando uno caía exhausto. Nunca se
descuidaba ¡eso sí, no! “Firmes, formación, mar” gritaba y por sus apellidos escogía a
los que quedaban de guardia –en sobriedad completa– y a los que tenían que
acompañarlo hasta el final de cada botella. Los que podían, se escapaban,
paulatinamente y con las excusas y ardides más pendejos, pero siempre quedábamos
Blas y yo, porque para nosotros él, también, era nuestro universo.

Una mañana, pasadas las nueve, llegaron las dos hermanitas de Martina, ambas eran
de brazos y venían con sus respectivas mamás; mi General Padrenuestro exclamó:
“Son exiladas, de otra parte” cuando la verdad es que eran tan bogotanas como la
mayoría de nosotros. Quedamos sorprendidos, menos Celina, quien, desde que las
vio, supo de qué se trataba el asunto: amaba a su marido pero, para seguir amándolo
debía compartirlo, porque era demasiado hombre-bestia-viril para una sola mujer.
“Cuando se nace pobre, lo demás es ganancia” era la filosofía de Celina y como tal, se
alegró de la compañía, de las risas de las niñas y de la vida que se respiraba en una
casa donde sobraba el espacio. A las madres, las puso en cuartos separados para que
mi General Padrenuestro no tuviera problemas de privacidad en su propio hogar y a las
niñas, las puso cada una en su cuna, en un cuartico chiquito con dos clósets de palo de
rosa, en la mitad del mismo corredor. Desde ese día, con tal de ver crecer a sus hijas
sanas, protegidas y felices, congeniaron las tres mujeres –un poco a la fuerza, al
principio– pero si iban a constituirse en un harem –pensaba yo– que fuera uno amable y

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donde prevalecieran la comodidad y la paz. Bautizaron a las tres niñas al tiempo, en la
Catedral Primada de Bogotá. Los acompañaron el Ministro Hijo de Mami y su mami; el
Presidente no fue porque saliendo de Palacio se le olvidó para dónde iba, lo
encontraron a las tres horas comiendo arequipe, con dieciséis escoltas que creyeron
que ese era el plan, como las veces que los hacía bajar del carro en el Cementerio
Central, rezarle y ponerle flores a la tumba de Rafael Uribe; o cuando paraban en las
plazas de los pueblos a darle de comer a las palomas. A Martina la ungieron con su
nombre: Martina y como estaba crecidita no se dejó echar agua en la cabeza, apenas
un poquito en la frente; a las otras dos les pusieron Carmen y Eulalia, en honor a la
Virgen del Carmen y a Santa Eulalia de Supatá, patrona del pueblo de Supatá, de
donde era su familia materna. Existe la creencia tácita en el inconsciente colectivo
–como dirían los académicos– que si le ponemos a nuestras hijas el nombre de una
santa, eludimos la posibilidad de que se vuelvan putas, lo cual es una curiosidad porque
en los burdeles, aunque los nombres de las prestadoras del servicio son falsos, los que
más se escuchan son: María, Ana, Paula, Teresa, Rita y sin exagerar, el listado
completo del santuario femenino de la cristiandad; y de pronto pienso –o piensan ellas–
que eso las hace menos casquivanas y que equilibra las cargas frente a Jesucristo,
cuando le rindan cuentas en el purgatorio, si es que logran llegar hasta allá. Lo otro es
que, alrededor de la pila bautismal, las mamás se veían hermosísimas, trincadas en
sus vestidos, entaconadas hasta la garganta y perfumadas con fragancias compradas
en Sanandresito pero traídas de París, eran tres mujeres que se distinguían por su
belleza. Tal vez lo vea así, ahora, obnubilado por los recuerdos del afecto; lo cierto es
que a los hombres, bajo esa misma bóveda celestial, nos quedó grabada esa escena,
sin que ninguno tuviera ni la más verraca idea de quién era Rafael o Miguel Ángel, por lo
que sería inapropiado hacer una analogía con las madonas del Renacimiento. Para no
meterse en problemas legales, ni moral-religiosos, mi General Padrenuestro dijo
hacerse cargo de la paternidad de las dos niñas más pequeñas, a quienes presentó
como “sobrinas huérfanas” razón por la que él asumía “en un acto de la más elevada
generosidad cristiana” –como manifestó en su sermón el Cardenal Poncio Carrillo– la
responsabilidad de ser su padre, ante los ojos de dios y de la iglesia de Cristo. Amén.
Me gustaría pensar que esa noche festejaron la efemérides iniciática, regando sus
cuerpos con champaña y lamiéndose, entre los cuatro, la piel. Me gustaría pensar que
mi General Padrenuestro las satisfacía a las tres, al tiempo, como un dios del Olimpo,
que las ponía a acariciarse entre ellas y que su miembro de macho cabrío, como un
calamar gigante, se dividía en tres y que tres cabezas, al unísono, crecían a su antojo y
las hacían gemir, gritar y sacudirse al mismo ritmo, para retomar el placer entre ellas y

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dormir juntas, abrazadas y levantarse al otro día desnudas y jabonarse las tres bajo la
ducha y… la verdad… eso nunca sucedió; no fue ni remotamente cercano a la realidad
porque, así el patio se la pasara lleno de soldados y mi General Padrenuestro se
pusiera pantalones y cinturón todos los días, el segundo piso de la casa, en la que vivió
el resto de su vida, era el único sitio donde, por supremacía de un acentuado
matriarcado, él no tenía, ni siquiera, la última palabra.

El municipio de Soacha es de los más grandes del país: es como una tripa cancerosa
adherida al cuerpo de la ciudad de Bogotá; contiene toda la pobreza y la delincuencia
posibles en su seno, se debate entre la situación infrahumana de los menos
favorecidos y las mafias conformadas por bandas y pandillas que responden a capos
más acomodados –intocables, en sus casas blindadas del norte– pero que, en ese sur
inmenso de nuestra ciudad capital, son la ley, habida cuenta de que las autoridades
brillan por su ausencia y si no es, como parte de contingentes numerosos en efectivos,
armas y escudos antibalas, prefieren no entrar, evitar el sector y de paso, evitar también
a Ciudad Bolívar, su apéndice más purulento. Mi General Padrenuestro esperaba
ansioso el día en que el gobierno central le diera carta blanca –presupuesto– para librar
una guerra suburbana, enfocada a ese zona específica, con posibilidades de éxito;
porque la verdad: meterse allá sin apoyo de tecnología e inteligencia y sin una fuerza
militar y policial tan grande como la del resto del país, era un suicidio. “Dejemos que el
tumor crezca, se gangrene y cuando la infección llegue a Palacio, me darán lo que yo
pida” me dijo una noche mi General Padrenuestro, molesto porque Soacha era como
una especie de Triángulo de las Bermudas donde se perdían los rastros más firmes, de
las pesquisas en curso. Pues, ese día llegó. El Presidente Cascarón recibió a mi
General Padrenuestro, en el renovado Salón de los Próceres de la Quinta de Nariño
–que, dicho sea de paso, quedó con el aire taciturno de nuestros cejijuntos
compatriotas– para decirle que Jorge Beltrán, el candidato a la presidencia que logró el
apoyo de la mayoría centro-izquierda del país, sería asesinado durante una
manifestación política en la Plaza de Soacha y que era su deber detener el magnicidio.
Y como lo que se necesitaba era flujo de caja para emprender una redada histórica y
efectiva, aplazada mil veces, el Banco Estatal –a escondidas del Ministerio de
Hacienda y Crédito Público– creó de afán una “ventanilla siniestra” –ya se había hecho
antes– cuyo objetivo era comprar dólares sin preguntar su procedencia, por lo que se
pagaban sustancialmente más baratos y entregar a cambio dinero nacional y legal
emitido para el efecto. En pocas palabras, se trataba de un lavado de activos por cuenta
del Estado de Cundinamarca y que le convenía tanto a compradores, como a

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vendedores; después se vería cómo controlar la inflación porque lo inminente y
además paradójico, era recoger los dólares de los narcotraficantes y con esos ingresos
comprar suministros militares, para quebrarles el espinazo a ellos mismos. Era una
buena forma de robustecer el presupuesto militar, sin tener que preguntarle nada a
nadie y menos aún a los parlamentarios, no porque no fueran comprensivos o no se les
pudiera dar su consabida tajada, sino porque las gestiones las demoraban hasta el
cansancio y ese era un lujo que, en ciertas circunstancias históricas, mi General
Padrenuestro no se podía dar. El candidato Beltrán basó su campaña en una cruzada
contra el narcotráfico y su muerte significaría un triunfo desmedido para los capos que
aún creían que se podían tomar el poder o al menos, torcer sus extremidades.

Jorge Beltrán era descendiente de La Comunera, Manuela Beltrán, insurgente que


durante el siglo XVIII se levantó contra la opresión que el poder español le impuso a
nuestro pueblo, en forma de tributos imposibles de pagar. Natural de El Socorro, rompió
frente a las autoridades el edicto que listaba los impuestos a los que estaban obligados,
por cuenta del producido de las tabacaleras y la manufactura de textiles; rebeldía, ésta,
que prendió la mecha de una de las rebeliones más sonadas y que más levantó y alertó
a los campesinos durante la recta final previa a las guerras de Independencia. En línea
directa, ocho generaciones después, la misma sangre seguía batallando por la libertad,
por el no miedo y contra un yugo igual de asfixiante: el narcotráfico. Mi General
Padrenuestro conocía bien al candidato, la virulencia de su palabra versus la candidez
de sus actos lo exasperaba un poco y aunque trató de protegerlo en infinidad de
circunstancias, él no dejaba; rechazó la protección del Estado hasta que le fue
impuesta obligatoriamente, sin permitirle una decisión en contrario. A mi amiga Floriana
le parecía que si Beltrán hubiera tenido el pelo largo se parecería a Jesús, lo que
demostraba, más que un verdadero parecido con el Mesías, su modo de ser
transparente, su honestidad sin tacha, su apostura amorosa y su proclividad al
sacrificio; sus afiches lo mostraban futurista y decisivo, con esa capacidad que tienen
muy pocos de cambiar la historia. Hoy, algunos partidarios aseguran que lo vieron
caminar sobre las aguas, curar leprosos y multiplicar el aguardiente, la morcilla, la papa
y el hogao, durante sus correrías a lo largo y ancho de Cundinamarca. Desde muy
joven, recogió a su alrededor el entusiasmo por cambiar los esquemas políticos
tradicionales y tener más logros concertados entre los sexos, las razas, las
comunidades, los diferentes credos y corrientes ideológicas; el único impedimento
insalvable, para alcanzar sus loables objetivos, era la infiltración del narcotráfico en la
vida nacional. Beltrán fue de los primeros en señalar que los ideales políticos de los

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alzados en armas también habían, desde hacía rato, sucumbido a la avidez por el
dinero y a la ambición de ser, ellos mismos, quienes tuvieran el control del cultivo, el
procesamiento y las rutas del tráfico de la cocaína en nuestros territorios, paralelo –por
supuesto– al secuestro, al boleteo, al asesinato y al terrorismo; alianzas del mal
impuestas, asimismo, por asociaciones transnacionales de cooperación delictiva con
otros “bandoleros” –como a veces los llamaba– locales. Las fronteras con nuestros
países hermanos se volvieron zonas calientes, en conflicto; ni siquiera los gringos –o
por lo menos eso creíamos– lograron domar estas mafias político-guerrilleras, lo
suficiente para utilizarlas en su beneficio. Jorge Beltrán lideró –antes de recoger las
banderas supra-partidistas que lo pondrían en dirección a la presidencia– su propio
partido independiente, Alianza Comunera, la primera organización política
cundinamarquesa que tuvo el valor de identificar, desde temprano, personajes de
dudoso comportamiento y riqueza dentro de sus filas y sacarlos, literalmente, a
patadas. En una de las convenciones en la que lo proclamaron candidato a la primera
magistratura de la nación –por primera vez– unos policías reconocieron, agitando unas
banderolas, a Ferdinando Ezequiel Urquijo Aguachica, alias El Chancleta y como se
hizo el pendejo, le dieron puntapiés y bolillo hasta sacarlo del recinto. Declarados
enemigos, de su persona y del movimiento político, buscaron su descrédito: mandaron
–como rampante soborno– a las oficinas de la campaña canecas llenas de dinero, que
el candidato devolvía a los remitentes y por si las moscas, les hacía firmar un recibo
donde constara la devolución. Mientras gran parte de la clase dirigente se dejó comprar
por el narcotráfico y la otra, decidió mirar hacia el otro lado, Jorge Beltrán fue
sentenciado a muerte; “si no nos recibe plata, pues que nos reciba plomo” fue lo último
que le dijeron y como Julio César Imperator, recibió los más claros augurios en contra
de ir a la manifestación de Soacha; y sin embargo, mi General Padrenuestro sabía que
sólo las balas lo retractarían de su empeño.

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El efecto fue positivo, cualquiera que tenía líos con la justicia salió esa noche a
reubicarse, a huir o a buscar mayor protección. Arrestamos, con base en una estricta
selección, a quienes estaban armados o en posesión de sustancias ilícitas; por
cuestiones de logística, a los indigentes los dejamos tranquilos. En los siguientes diez
días, a cada uno, de los casi ocho mil sospechosos arrestados, se le ofreció una
recompensa y algún tipo de inmunidad por señalar las guaridas, las ollas, los antros y
los muladares existentes en el perímetro; en general, los metederos más recónditos de

160
criminales, pandilleros, cómplices o familiares, mujeres u hombres considerados
escoria por gente que era, de por sí, escoria. Lo vivido esos días nos cambió a todos o
por lo menos a mí ¿quién sabe? uno no entiende lo que era el pillaje de un pueblo que
conquistaba a otro pueblo; por ejemplo, los ostrogodos que, dirigidos por una sola furia,
invadieron Roma o los hunos que arrasaron Bagdad. Yo entraba a los sitios después de
cada allanamiento, antes, inclusive, de que los oficiales llegaran a rematar algún
cuerpo aún retorciéndose o de que las mujeres soltaran a sus hijos muertos. Se
incautaron armas, que acrecentaron, obvio, los arsenales de la Oseta; droga, de la cual
un pequeño porcentaje se incineraba frente a los medios de comunicación; objetos de
valor, que mi General Padrenuestro repartía entre los hombres que los encontraban;
pasaportes de diversas nacionalidades, escrituras de bienes inmuebles, cédulas de
ciudadanía; pesos y dólares falsos; registros de exportación, certificados de aduana y
grandes cantidades de pagarés a nombre de personas comunes y corrientes que caían
en las garras de la usura y sus brutales cobradores. Parte de la millonaria inversión que
se hizo para recuperar la autoridad en Soacha y Ciudad Bolívar se hizo en tecnología
informática, los computadores eran cosa de un futuro cada vez más cercano y
asequible. La Oseta destinó un piso entero a homologar la información, pasada y
presente, con este nuevo formato de bits y discos duros. Nos dimos cuenta también,
durante el allanamiento, de que la gente era cada vez menos ajena a estos aparatos
que –recuerdo– tenían pantallas enormes y letras verdes. El primero que yo utilicé no
contaba, ni siquiera, con un ratón; ningún programa tenía interface gráfica y se
manejaban con líneas de código, sencillas, pero poco amigables. A las mujeres que
tecleaban información, las veinticuatro horas, en turnos de ocho horas, las llamábamos
las floppies y los solteros nos inventábamos las excusas más tontas para desviar por
ahí, a pasar el rato; en mi caso, era más fácil porque mi General Padrenuestro me
motivó a volverme experto en el manejo digital de la información y como tal, me la
pasaba con ellas; aunque aún me tocaba cumplir con la misión, mil veces aplazada, de
enamorar a Andulima y resolver las inquietudes de Blas al respecto de ella, del
muchacho con el que se presentó a pedir trabajo y el sitio donde pasaba los domingos.
Yo no soy una persona multifuncional y mi General Padrenuestro lo sabía, por eso me
ponía misiones muy puntuales. Durante el cerco a Ciudad Bolívar me puso el reto de
descubrir alguna posible amenaza contra el candidato Jorge Beltrán; con ayuda de las
floppies logré, por lo menos, hacer una pila con los miles de documentos encontrados
que tenía algún tipo de tinte político y entre manifiestos, afiches, cartas, faxes
–cantidades de faxes– y escritos panfletarios sin mayor sentido, no encontramos nada;
nada que pudiera indicar un atentado en desarrollo, una contratación o un pago

161
adelantado a algún sicario conocido o a alguna banda como los Carracas, los Moriscos
o los Boyescauts; sin embargo, el trabajo de campo continuaba y entre los proxenetas
cayó Gaspar Ovidio Estrada Pajares, alias Estropajo, un soplón que lo que no sabía se
lo inventaba, pero que había probado ser de utilidad antes, en localizar un par de
secuestrados y varios núcleos de guerrilla urbana; vivía rodeado de prostitutas que,
más que ganar plata con el usufructo de su cuerpo, acompañaban a clientes, con poder
adquisitivo, a drogarse durante días enteros a punta de cocaína y bazuco; clientes que
perdían la conexión con la realidad y terminaban hablando más de la cuenta,
entregando datos de utilidad delante de las puticas que le retransmitían la información
al Estropajo; algunas, hasta lo hacían por escrito en las hojas cuadriculadas de sus
cuadernos escolares. Una de ellas, ya mayorcita y con dentadura postiza, señaló que
entretuvo a un hombre, reconocido como el Ronco, que le ponía nombres de mujer a
sus metralletas y las abrazaba como si fueran sus amantes; “ésta es Mónica” le dijo a su
acompañante “y ahí donde la ves, está destinada a cambiar la historia de
Cundinamarca” y la abrazó como a una novia y durmió con ella pegada al cuerpo, contó
la mujer. Me pareció demasiado anecdótico pero, de todas maneras, se lo hice saber a
mi General Padrenuestro, por falta de indicios más serios. Prendió un Paquistán,
escupió la brizna de tabaco que le quedó en el labio, jugó con la tapa metálica de su
encendedor –éste, decía habérselo encontrado en el cajón de la lencería de una
conocida protagonista de telenovela– escupió contra la pared y musitó “un hombre que
duerme con una metralleta que se llama Mónica y que ésta, además, tiene un destino
histórico” de lo puro absurdo y repito, por no tener más pistas, mi General Padrenuestro
ordenó encontrar y arrestar al Ronco, él mismo lo interrogaría. Para nuestra alegría, a la
prostituta veterana que estuvo con él se le mostraron fotos de varios modelos de
metralletas y ella identificó la sub-ametralladora Mini Atlanta 380, lo que hizo crecer
nuestras esperanzas de estar siguiendo huellas certeras. Se trataba de un tipo de arma
apreciada por lanzar ráfagas a mayor velocidad que las otras, por lo que tenía la
capacidad de atravesar un chaleco blindado, con disparos repetidos sobre un mismo
punto.

Faltando tres días para la manifestación de Soacha, el sector estaba limpio de


delincuentes. Las fuerzas armadas y la policía tenían pleno control de la plaza y sólo
faltaba atrapar al Ronco, que –según averiguamos– era un hombre de la cuerda de El
Sangrón, encargado de la consecución y entrega de armas costosas y sofisticadas,
como rockets y metralletas, que compraba en el mercado negro de Panamá City y
entraba a Suramérica por el Océano Pacífico, por el puerto de Buenaventura para ser

162
más exactos; lo encontramos en una olla de la Primero de Mayo, metiendo droga con
dos niñas de menos de quince años que tenían la ropa guardada, entre bolsas para la
basura, con el fin de evitar que se les impregnara ese olor como a manteca y letrina que
deja el bazuco. El delincuente no opuso resistencia, pero no llevaba armas de fuego;
“no le encontramos ni un cortauñas” le contó Blas a mi General Padrenuestro, quien se
dirigió de afán a los socavones de la Oseta para sacarle información. En el camino
–recuerdo– el Ministro Hijo de Mami lo retrasó en la puerta del edificio con unos
requerimientos acerca de cómo mejorar la comida de los casinos y sobre los protocolos
que se debían implementar durante los cambios de guardia, para atraer más turistas,
como en Londres o en Ciudad del Vaticano; dos oficiales de alto rango tuvieron,
precisamente, en ese lapso, preguntas sobre la suerte que correrían los sitios
allanados en Soacha y dos llamadas telefónicas lo retuvieron en la recepción, durante
dieciocho minutos; cuando llegó al cubículo donde se encontraba el Ronco, esposado a
dos argollas, con cadenas que colgaban del techo, le habían rajado la garganta con un
filo; el corte era tan reciente que la sangre le corría por el cuerpo sin tocar, aún, el piso;
las tres últimas personas que lo vieron vivo fueron encerradas y cualquier persona,
extraña a la Oseta, que estuviera en el edificio o en los alrededores, fue arrestada por
presunción de asesinato. A mi General Padrenuestro no le quedó más remedio que
interrogar a las niñas menores de edad que estaban con él; era un pecado dirigirse a
ellas como putas o apelativos más fuertes, parecían de quince –por el maquillaje y las
medias veladas– pero eran de doce y trece años; sin embargo, mi General
Padrenuestro fue demasiado fuerte con ellas, las trató con violencia, esperó a que el
síndrome de abstinencia de la droga hiciera efecto y les puso papeletas con bazuco y
cigarrillos enfrente; las tenía esposadas de pies y manos y amarradas a las sillas, lo
mismo hizo con la comida: les trajeron unas hamburguesas con papas fritas y se las
puso, en las narices, sin que las pudieran alcanzar; una de ellas se orinó y recibió sus
gritos: “Esto no es un pichal, cuénteme qué más habló el Ronco o la hago limpiar el piso
con la lengua”; la pobre niña lloraba y fue la otra, la menorcita, la que habló: “Yo fui la
que estuvo con ese hijueputa, me forzaba para penetrarme, pero no se le paraba el
pipí”. A mi General Padrenuestro no le interesaba sino lo que el Ronco decía, pero la
niña insistía en contar los detalles del encuentro sexual, como si la preguntadera fuera
para incriminarla a ella; trataba de demostrar que se encontraba amenazada, en
peligro, que fue obligada a atenderlo como a un cliente especial, de los que hay que
complacer hasta la saciedad. Manifestó, sin mosquearse, que el sujeto se molestó
cuando supo que ninguna de las dos era virgen y que las maltrató al darse cuenta de
que estaban tratando de no aspirar los cigarrillos de bazuco; desfallecida, hacia el

163
amanecer se acordó que “el Ronco malparido“ –como lo llamó– no hacía sino hablar de
Mónica, de Lilí y de Marcela y de cómo le tocó entregarlas a unos “quiebraculos” dijo
también; “eran como sus amantes o algo así” reiteró. Nos quedamos en silencio; al ver
nuestra ansiedad, las dos trataron de elaborar sobre lo mismo, volvieron sobre el
asunto varias veces y siempre dijeron “quiebraculos” en vez de asesinos u otra palabra
más frecuente. “Estamos hablando, señor Presidente, de tres sub-ametralladoras
Atlanta 380 en manos de homicidas” le contestó mi General Padrenuestro al primer
mandatario, cuando llamó a preguntar por la situación. El Ronco estaba muerto, no era
posible especular nada más allá de eso, Blas habló con las niñas una vez más y no
dijeron nada distinto que pudiera servir a la investigación, les desató las manos para
que comieran y las dejó solas pensando que, de pronto, el mismo infiltrado, asesino del
Ronco, trataba de acercarse para eliminarlas, pero no sucedió. Lo único que logró mi
General Padrenuestro, cuando habló –en persona– con Jorge Beltrán fue que aceptara
cambiar su aparato de seguridad; se negó rotundamente a cancelar el acto
multitudinario. Se le asignó un nuevo jefe de escoltas –de plena confianza nuestra– que
decidió qué uniformados acompañaban y cuáles no, al candidato, esa noche.

Fue un día de malos augurios: la formación circular de los pájaros sobre Monserrate, la
gente abriendo paraguas entre las casas y los transeúntes poniendo escaleras en las
calles y haciendo fila para pasar por debajo de ellas; gatos negros rompiendo espejos
en los centros comerciales; en fin, el universo entero tratando de que el candidato
entrara en razón. Uno habla con los que asistieron esa noche a la Manifestación de
Soacha y cada cual, tiene una versión de cómo trató de convencer a Jorge Beltrán para
que cancelara el compromiso. “A mí no me va a pasar nada” manifestaba con tono
mesiánico, pero en su fuero interno tenía claro que no le quería dar victorias al
narcotráfico, por pequeñas que fueran; no quería mostrar debilidad. Tampoco es
absurdo suponer que esa nociva combinación entre la egolatría ineludible del liderazgo
y la certeza de que uno ya no es un hombre, sino un pueblo, lo haya encandelillado, lo
haya hecho sentir inmortal. ¿Quién sabe? Sus amigos y copartidarios cercanos lo
abrazaban con demasiada efusividad, pero no porque presintieran lo peor y le quisieran
dar un último adiós, sino para asegurarse de que llevaba el chaleco antibalas; se lo
puso sin chistar, por exigencia de su esposa y los ruegos de su amante. Cuando sintió el
clamor y el manoseo de los manifestantes, se tranquilizó; él encarnaba una alternativa
necesaria para el país y ese genuino amor de las masas lo hacía resplandecer y
convencerse, a cada paso, de que el resultado de sus sacrificios sería el triunfo.
Aunque el perímetro estaba bajo vigilancia extrema, había demasiados puntos de

164
entrada y demasiada gente, haciendo imposible una requisa general; nosotros, los
subalternos cercanos a mi General Padrenuestro, hombres y mujeres, estábamos de
civil entre la multitud. Las sub-ametralladoras que estábamos buscando, de modelo
recortado, estaban diseñadas para ser llevadas bajo el brazo, debíamos, entonces,
mezclarnos entre la muchedumbre y tocar, en la espalda y los costados, a cuanta
persona pudiéramos, escrutar caras y gestos corporales –en la medida de lo posible–
identificar, señalar y neutralizar a quienes no levantaran los brazos o dejaran al
descubierto algún tipo de metal. El objetivo era lograr que los entusiastas, entre más
cercanos a la tarima, más posibilidades tuvieran de estar limpios; los edificios y las
alcantarillas alrededor estaban revisadas y era imposible que hubiera bombas
plásticas o de dinamita. Hoy, recuerdo las palabras de Blas: “Cualquiera puede parecer
un asesino y un asesino parecerse a cualquiera” por lo que, la verdad, estábamos
esperando un golpe de suerte, un milagro que revertiera esa sensación mortecina que
invadía a Bogotá desde por la mañana. El candidato entró a la plaza en una camioneta
de techo abierto, venía parado saludando al tumulto abigarrado a su alrededor,
volteaba la cabeza y alzaba los brazos, con las palmas abiertas, hacia adelante y hacia
los lados; apenas se bajó, una sola avalancha de hombres y mujeres lo sintió cercano y
lo que era una amalgama de cabezas, hombros, rodillas, brazos, cuellos, troncos y
piernas, arremolinados en torno suyo, se comprimió al extremo de convertirse en un
monstruo de carne y hueso, con un centro vital: Jorge Beltrán quien al subir y llegar a la
baranda de la tarima sonrió a la tupida y multitudinaria turba encendida y roja y para
abarcar a sus seguidores, con un saludo global y agradecido, levantó los brazos y
recibió ráfagas de ametralladora por debajo del chaleco antibalas, que lo doblaron y lo
pusieron contra el piso, al tiempo con todo el país.

En pleno tiroteo, mi General Padrenuestro se abrió paso con un escudo antimotines


para no ser repelido por la barbarie, se subió a la tarima y aunque el candidato seguía
vivo, fue el primero en llorarlo “nadie se salva de un designio así” musitó y se aseguró de
que, por lo menos, se lo llevaran los escoltas de confianza; se quedó ahí parado,
embebido en su propia frustración, hasta que la plaza quedó vacía. Mientras tanto, en
una sala de urgencias no tan próxima, el hombre cuyo destino –de haberse salvado esa
noche– hubiera sido, tarde o temprano: el mismo, se desangró por completo dejando a
Cundinamarca a la deriva y presa de la corrupción y el miedo. Mi General Padrenuestro
se culpó de no haber previsto una tarima más segura y de no haber puesto –como
hacen los rusos– escoltas enanos delante de él; se bajó cuando se le acabaron los
mentolados y me gritó: “Lugarte, necesito las grabaciones en video de esta puta

165
manifestación”; durmió en la Oseta y no salió en dos días revisando las cintas
proporcionadas por los medios de comunicación. Su tesis del magnicidio era sensata,
pero nunca pudo probarla: en las imágenes identificó unas enfermeras, pertenecientes
al Voluntariado Médico del Sur, que llevaban el botiquín de primeros auxilios en unos
morrales blancos, a la espalda. Antes de llenarse la plaza de manifestantes, esas
mujeres gravitaban alrededor de la tarima; entraron por la tarde, con la gente de la
alcaldía de Soacha y los jóvenes de la Defensa Civil, con sus uniformes naranja y
blanco. El asesino o los asesinos, por el flanco que lograran llegar –después de haber
sorteado las posibles requisas– iban a encontrar un arma entre, mínimo tres, de esos
morrales blancos de rayas fluorescentes. Interrogamos –por lo tanto– a las enfermeras;
resultaron ser unas almas de dios entregadas a su trabajo –esa noche, además, su
labor fue heroica con los heridos por el atropello y la conmoción–. Mi General
Padrenuestro les montó un aparato de seguimiento, durante muchos meses y ninguna
incurrió en acciones que fueran sospechosas. Diez o más años después, las técnicas
digitales y los programas de reconocimiento facial lograron demostrar que había
diecisiete voluntarias distintas en la Plaza de Soacha y la alcaldía demostró que,
registradas, eran solo quince, de las cuales estuvieron disponibles, esa noche, catorce;
ya no importa, igual, el mejoramiento de imágenes por computador, aún hoy, no se
admite en las instancias probatorias de los procesos penales. El Presidente Cascarón
perdió, con el tiempo, cualquier asomo de cordura; hizo una alocución presidencial
dándole el pésame a la viuda del prócer caído y la llamó por el nombre de su amante –la
de Jorge Beltrán– una mujer que era el nervio y la vida de Alianza Comunera. A ambas
mujeres las nombraron en puestos diplomáticos en países apartados de la geografía
mundial y a los copartidarios, reconocidos como beltranistas furibundos, se les dieron
puestos administrativos en los que se destacaron por su pobreza de carácter e
ineptitud. Les hacía falta –sin duda– el líder que los cohesionaba y los hacía marchar
por ideales de grupo y no por alicientes personales. Enfatizó el Presidente, en su
alocución, que desde ese momento aciago pero histórico, las fuerzas democráticas
estaban en pie de guerra contra el narcotráfico. Mi General Padrenuestro se inventó un
ataque de gota y se quedó metido entre su cama, mientras el Ministro Hijo de Mami
pedía todas las excusas posibles y daba las explicaciones, del caso, sobre las fallas en
la protección del líder asesinado; a él y a su madre los destituyeron pero esa pequeña
alegría no bastó para aplacar el sentido de impotencia y la rabia acumulada que mi
General Padrenuestro sentía. Para enfrentar a los medios de comunicación, que
llevaban un fin de semana, durmiendo en la acera frente a su casa, buscando la
oportunidad de entrevistarlo, les entregó la noticia –inventada y producida por Blas,

166
quien en una calle mal iluminada del centro de Bogotá encontró a un tipo con cara de
pocos amigos, lo cogió, lo esposó y lo increpó: ”¡Mataste a Beltrán, ¿no? gran
hijueputa!”– de que un terrorista reconocido, fanático del Sisga Juniors –equipo de
fútbol de Sesquilé– acababa de ser arrestado y llevado a la Oseta como presunto
asesino del candidato y quien tuvo el problema de inventarse una mentira demasiado
insulsa para salir del problema: manifestó que estaba tomando un curso de cultivos
hidropónicos, cuando sucedió el magnicidio; mientras se descubría su inocencia
–pensó mi General Padrenuestro– tendría tiempo de atrapar a los verdaderos
culpables y aunque logró evadir la responsabilidad que le tocaba, ante la opinión
pública nacional, le quedó grande cargar una culpabilidad de ese tamaño y para
recuperar el pedazo de autoestima perdida, se ensañó contra El Sangrón, que ya se
había convertido en uno de los hombres más ricos del hemisferio, según saliera en los
listados de una prestigiosa revista norteamericana.

Los siguientes tres meses, mi General Padrenuestro no tuvo descanso y se siguió


aprovechando de situaciones de altísima sensibilidad, como el asesinato de Jorge
Beltrán, para seguir modernizando la inversión bélica de la nación; la declaración de
guerra, en boca del Presidente de la República, hizo que, por lo menos, el presupuesto
fluyera a la par con los acontecimientos y que, por primera vez en veinticinco o más
años, los recursos del ejército fueran mejores que los de la delincuencia armada; sin
embargo, esa era una ventaja inútil frente al elemento sorpresa del narcoterrorismo que
nos azotó, sin piedad, durante el periodo pre-electoral, al final del mandato del
Presidente Plutarco Cascarón Ibarra quien pasaba, días enteros, hurgando las
macetas de Palacio “buscando mis raíces” según respondía, con lastimera entonación,
a sus interlocutores. Al mediodía de un día soleado, una bomba destruyó el Centro
Comercial Milpitas, asesinando familias enteras y oficinistas que estaban en su hora de
almuerzo; el artefacto explosivo fue puesto en un carrito de helados y esa era,
precisamente, la hora en que a los adolescentes de un colegio cercano les estaba
permitido pasear y comerse un postre, antes de las clases de la tarde; los medios de
comunicación fueron muy criticados en el cubrimiento de esa noticia porque mostraron
el cadáver de una niña, de escasos nueve años, descuartizada por la onda explosiva,
cuyas extremidades quedaron fritándose, en la cuadra de enfrente, entre el aceite de
una venta de chicharrones. Los narcotraficantes le pagaban a la delincuencia común
–conformada, en gran medida, por pandillas de menores de edad– quinientos mil pesos
por la muerte de un periodista, un millón de pesos por la de un policía o un soldado y de
dos a cinco millones de pesos por quitarle la vida a un oficial. Para evitar que otros

167
cobraran la plata, los sicarios tenían sus firmas particulares y que, la mayoría de las
veces, informaban por televisión; se sabía, por ejemplo, que los cadáveres que
aparecían con los testículos en el lugar de los ojos, eran de la banda de los
Moncaleanos, que aquellos que eran encontrados sin cuero cabelludo eran de los
Comanches y que los que eran hallados con heces fecales –de los asesinos– entre la
boca, eran los asesinados por la pandilla de los Guisos; “que mueran como vivieron”
decían estos últimos “comiendo mierda” agregaban. Por su indefensión, los periodistas
eran, entonces, la base de la pirámide sicarial y como si no hubiera bastado el
asesinato de Emilio Esparta, al edificio del periódico que él dirigía –que siguió
denunciando la infamia criminal de los narcos y su intromisión en la política nacional– le
metieron cien kilos de dinamita, lo dejaron semi-destruido y a los miembros de la
opinión pública nacional, adalides de la libertad de prensa en Cundinamarca y
Latinoamérica, sumidos en un estado de perplejidad absoluta. A la juez encargada de la
imputación de cargos a León Buscaniguas Cediel, alias Alquitrán, segundo a bordo del
Sangrón en lo que tenía que ver con la repartición de dineros para las campañas
políticas de candidatos al Concilio Parlamentario, le fue ofrecido un soborno de
doscientos millones de pesos y por no aceptarlo, le dieron ocho cuchilladas en la cara,
frente a sus hijos, mientras los acompañaba a tomar el bus del colegio. Al mesero del
Club Ecuestre Los Campos de Charalá, que le negó al Sangrón la entrada al comedor,
por no llevar zapatos, lo llenaron de plomo, al tiempo con su mujer y su hijo recién
nacido, los rociaron con cocinol y les prendieron fuego; éste se extendió a cuatro
cuadras a la redonda, dejando más de veinte familias sin techo y a dos niños con
quemaduras de segundo grado. Al mediocampista de uno de los equipos de fútbol,
finalista del campeonato profesional cundinamarqués y seleccionado como deportista
del año por una revista de la capital, le rompieron las rodillas con un martillo por meterle
dos goles de penalti al equipo local propiedad del Sangrón. Al director de la Ofaca,
Oficina Aerocivil de Cundinamarca, le secuestraron sus dos hijos, para presionar el
otorgamiento de dos licencias aeroportuarias, a nombre de la empresa Aeroservicios
La Yucateca y al Consorcio de Transportes Aéreos Multimodales Morelia, propiedad de
Edelmiro Changuas y Vladimiro Zabaleta, testaferros del Sangrón; como sólo pudo
otorgar una, le devolvieron, entre bolsas de la basura, la mitad de un hijo y la mitad del
otro. Entre el marasmo de tal carnicería, mi General Padrenuestro daba palos de ciego,
hasta que descubrimos la compraventa de la finca Monterrey, propiedad del Sangrón,
vendida por una suma irrisoria al cirujano plástico Ramiro Astoria, quien atendía en uno
de los centros hospitalarios más cotizados al norte de Bogotá.

168
El especialista resultó ser un personaje vanidoso, perfumado y con una forma extraña
de taparse la calva; de no ser por esa incongruencia, hubiera podido pasar por un tipo
buenmozo; gozaba de la estámina y el poder adquisitivo para rodearse de mujeres
hermosas y hacer unos comerciales de televisión en los que salía –él mismo– bailando
en la discoteca de moda, con las modelos de moda y una frase de locución que decía, al
final: “Si bailar sola es tu historia, ven donde Ramiro Astoria”. Había logrado un
reconocimiento mediático aún mayor por ser jurado, durante cinco años consecutivos,
del Concurso Nacional de la Belleza y por haberse casado con Verónica San
Sebastián, la modelo del Shampoo Brisa y Viento “suave y sedoso en cualquier
momento”. Nos hizo esperar en su sala de recibo, decorada de forma minimalista,
según explicó la recepcionista, mientras mostraba sus piernas largas y sus calzones
oscuros. A los quince minutos mi General Padrenuestro se impacientó e irrumpió en el
consultorio, sin pedir permiso, justo cuando el doctor Astoria estaba palpando las
teticas de una quinceañera; la muchacha ni se inmutó, siguió su explicación acerca del
tamaño y el color que quería para el aura de sus pezones y se las tocaba delante
nuestro; mi General Padrenuestro le puso una bata encima y le pidió esperar afuera.
“Es tan maleducado el que llega tarde como el que llega demasiado temprano” dijo el
cirujano plástico y era cierto, nos adelantamos a la cita como media hora. La idea de
Blas era desnudarlo, amarrarlo sin taparle la boca –el doctor no gritaría mientras
estuviera en su consultorio con pacientes afuera– ponerle esparadrapo en los
testículos y amenazar con arrancárselo de un tirón. Apenas Blas tomó impulso para
cogerlo del cuello, el doctor Astoria chilló: “Yo declaro lo que haya que declarar y soplo
lo que haya que soplar”; sacó una botella de whisky y nos sirvió, a cada uno,
disculpándose por los vasos de plástico y se intercomunicó con la secretaria para que le
despejara la agenda que restaba del día. Al cabo de tres rondas del licor reconoció lo
obvio, lo que ya imaginábamos: que por cambiarle la cara al Sangrón, le pagaron con la
finca Monterrey para no tener que llegarle al consultorio con cuatrocientos millones de
pesos metidos entre bolsas plásticas y cajas de zapatos; legalizaron la transacción con
una compraventa ficticia en la que, el testaferro de turno, le escrituró la propiedad por
un precio ciento cincuenta veces menor que su valor comercial. “Operé a Don Atanasio
–así se refirió a él– en un quirófano muy bien equipado, al que me llevaron vendado,
después de trasladarme, en avioneta, a un pueblo bastante cercano, perdido en el
páramo” contó el doctor Astoria y puntualizó en detalles, como que el Sangrón se dejó
poner anestesia general de un anestesiólogo de confianza y que le tocó operar en
presencia de cuatro guardaespaldas que no quisieron ponerse el tapabocas. “Cuando
empecé a martillar el tabique, creyeron que lo estaba matando” masculló, con algo de

169
risa y siguió el relato de cómo le pusieron una ametralladora en la cabeza, en medio de
la cirugía; si no es porque el anestesiólogo gozaba de cierta autoridad y les explicó el
proceso, como a niños chiquitos, no hubiera estado vivo para echarnos el cuento. Nos
confesó lo que quisimos saber, con pelos y señales, porque necesitaba nuestra
protección. El Capo lo llamó, por teléfono, para hablarle de otro “encarguito” dijo –sin
preguntarle si estaba interesado, dando por hecho que se trataba más de una orden,
que de un ofrecimiento– y le aconsejó abrir una cuenta bancaria en las islas Caimán,
para no enredarse con el pago de sus honorarios. Estaba asustado, esperando a que
vinieran por él, un día cualquiera, sin avisar, para someterlo a una jornada parecida;
“después de esta intervención, me matan, General” se lamentó y no le faltaba razón,
tres de sus colegas desaparecidos, en circunstancias desconocidas, eran prueba
suficiente. Sin registro fotográfico, como se hacía con los demás pacientes, ni
documentación del procedimiento, el único testigo capaz de reconocer al Sangrón era
él; antes de salir del edificio de consultorios, mi General Padrenuestro exclamó lo que
Blas y yo, teníamos en la cabeza: “¡Es muy extraño que, no lo hayan asesinado,
todavía!” Le daba miedo, inclusive –al doctor Astoria– irse para los Estados Unidos
donde había estudiado, realizado la práctica en medicina interna y tenía amigos que lo
ayudarían a pasar desapercibido; pero, también, era inútil, los acontecimientos
hablaban por sí solos: si los narcotraficantes fueron capaces de acribillar a un
exministro de Corrección, Equidad y Justicia frente al garaje de la embajada a su cargo,
en un país de la Europa Oriental, pues no era garantía, de ninguna clase, irse para otra
parte; y –hagamos claridad, al respecto, de una vez– eso de los programas de
protección de testigos que uno ve por televisión, en nuestras tierras, no existe.

Ramiro Astoria –quien no conocía su propiedad porque, por obvias razones, nunca se
animó a visitarla– y mi General Padrenuestro fueron a la finca Monterrey acompañados
de treinta y cinco efectivos, entre soldados y oficiales de inteligencia y no encontraron
sino un par de fotos –después de desbaratar pisos y paredes, excavar jardines,
levantar la piscina y revolcar las pesebreras– pero fueron definitivas para atrapar al
Sangrón; en éstas aparecían él y su familia posando para la cámara durante una
cabalgata, con la mala suerte de que un sobrino –no pudo ser nadie más– las marcó
con flechas, señalando al Capo –antes de su reconstrucción facial– como “mi tío y
Huiracocha” –su caballo amado– a su esposa, como “mi tía la sangrona” a unos amigos
por sus nombres y a su hijo mayor como “mi primo Alfy”. El hallazgo fue extraordinario
porque Ramiro Astoria se acordó de un joven, pasado de kilos, invadido sin piedad por
el acné y con la nariz desviada, que estuvo en consulta e hizo muchas preguntas sobre

170
la posibilidad de corregir el tabique, hacer liposucción y retirar tejido adiposo, en la
misma cirugía; pero que, antes de dejarse examinar, salió corriendo con la excusa de
que escuchó saltarse la alarma del carro y nunca regresó. Se trataba del primo Alfy,
según lo señaló en la foto; lo que nos permitió concluir que, el día menos pensado, el
doctor Astoria, volvería a un sitio indeterminado, de nuestros extensos páramos, para
cambiarle la cara al hijo mayor del Capo Atanasio González Barbosa, El Sangrón. Mi
General Padrenuestro se ponía hiperactivo con una oportunidad así; consiguió con sus
contactos locales –para no tener que hablar con la Interpol y ponerlos en modo de
alerta; ni con los gringos, que todo lo vuelven un complot contra ellos– un aparatico de
seguimiento implantable, quirúrgicamente, capaz de hacer rastreable un cuerpo dentro
de un radio de diez o un poco más, kilómetros de distancia; el único problema es que se
trataba de una tecnología que sólo se utilizaba en ballenas. Fuimos a buscarlo a unas
oficinas secretas, por el aeropuerto, en las que era obligatorio hablar en voz baja; se
trataba de un “secretor de hierro con sensor” según nos explicó un técnico, con pinta de
Jacques Cousteau, que presentaba dos problemas básicos: que su tamaño era el de
una pila AA y que parte de su función era contaminar el cuerpo con hierro, para hacer
detectable la señal, causando, en escasos dos meses, daños en el hígado del
implantado y dolores articulares irresistibles. “Vale verga, se trata de una bestia, hijo de
otra bestia” dijo mi General Padrenuestro y escupió con fuerza entre una caja de formas
continuas, creyendo que era una caneca.

“Doctor Astoria, prepárese para trasladarse, ya mismo, al sitio operación” le gritó un


hombre que lo abordó desde una moto, esperando a que cambiara, a verde, un
concurrido semáforo de Bogotá. Siete cuadras más abajo, parqueó frente a su oficina y
no se demoró más de cinco minutos en subir a su consultorio y bajar con un maletín,
que fue requisado antes de subirse a una camioneta Subaru que lo llevó a un destino
indeterminado. Le preocupó mucho que no le vendaran los ojos –como hicieron antes–
porque era un fuertísimo indicio de que podía, no estar dentro de los planes del
Sangrón, el de devolverlo con vida al final de la jornada. Sin embargo, estaba
preparado, a conciencia de que estaba en peligro y de que debía, pensando en su
seguridad futura, colocar el localizador en el cuerpo de Alfy. Lo llevaron a una sala de
cirugía distinta, menos moderna y más cerca a la ciudad, en el interior de unas bodegas
de electrodomésticos; estaba presente el mismo anestesiólogo que, además –como lo
había hecho antes– se comprometió a ayudar con el instrumental, a mantener limpia el
área quirúrgica y a coser. Alfy estaba nervioso, no tanto por el procedimiento sino por su
adolescente vanidad; en su caso, su semblante era tan desagradable que no existía

171
posibilidad alguna de que quedara peor; al contrario, las facciones se afinarían y los
cachetes disminuirían, se vería menos abotargado y con un perfil menos rudo; sin
embargo, se miraba en el espejo, incesante, como despidiéndose de sí mismo, como
pensando que dejaría de ser él. El doctor Astoria se acordó de la conversación en el
consultorio, sobre la posibilidad de hacer la liposucción pero se reusó, por falta de
tiempo y recursos quirúrgicos; el anestesiólogo estuvo de acuerdo “!sería una locura!”
exclamó y tranquilizó al paciente, antes de dormirlo. Esta vez, los guardaespaldas
guardaron una prudente distancia y se pusieron, sin chitar, los tapabocas; lo único
distractivo eran sus radioteléfonos y ese ruido, de interferencia, tan particular que
hacen. Por su tamaño, el localizador-secretor de hierro no podía implantarse en la cara;
podía dejarse en el tejido adiposo del glúteo, con la excusa de necesitar grasa corporal,
para aumentar los labios; pero el lugar ideal era, sin dudarlo, el intestino grueso. El
anestesiólogo era un profesional muy hábil y sin duda, bastante preparado, sería difícil
hacer creíble cualquier astucia; optó, entonces, el doctor Astoria por hablarle en inglés
–no tenía nada que perder– calculando que los guardaespaldas no entenderían lo que
hablaran. La respuesta fue positiva y natural, ambos conversaron fluidamente y
consideraron que, una vez que Alfy despertara, sus vidas corrían peligro; el
anestesiólogo declaró tener cierta confianza con el Sangrón y su familia, pero eso no
garantizaba nada, porque le había tocado atender, en contra de su voluntad, a
personas, aún más cercanas, presas del carácter violento y desprovisto de piedad con
que el Capo las mandaba golpear o cortar, en presencia de sus hijos. Hablaban
nimiedades, en español y sobre la incertidumbre de su presente, en inglés; discutieron
varios planes y decidieron poner en marcha el más arriesgado: salvar la vida de Alfy
después de ponerla, adrede, en peligro. La razón para hacerlo era de peso: es más
difícil matar a sangre fría a quien ha salvado la vida de un hijo y tenían la ventaja de que
para nadie era difícil pensar que un glotón de tal envergadura y en avanzado estado de
drogadicción, a juzgar por el deterioro interno de los senos paranasales, podía estar a
punto de un colapso. No dijeron nada más, los dos entendieron el asunto y fueron
improvisando, sobre la marcha; el anestesiólogo interpretó su papel de forma
histriónica: gritaba, gesticulaba y lloraba, mientras el doctor Astoria reparaba la
perforación que él mismo había propiciado; con el vientre lleno de sangre, le suplicaron
a los guardaespaldas llamar a sus padres para que autorizaran una exploración más
profunda del estómago de su hijo; de todas formas la iban a practicar, para que se
notara el esfuerzo de salvarle la vida, pero era una forma recursiva de informar a su
familia que Alfy enfrentaba la muerte y que estaba en sus manos evitarla. En el
momento que el anestesiólogo se ocupó de recibir la llamada del Sangrón, el Dr. Astoria

172
realizó la única parte del plan que no compartió con él: introdujo el localizador y lo fijó a
una de las paredes del colon transverso. Superado el impase, después de coser y dejar
instrucciones muy precisas, sobre el seguimiento médico obligatorio, llegaron dos
emisarios que recibieron el relato de lo sucedido y que no sólo agradecieron, en nombre
de Don Atanasio, la prontitud y pericia de los galenos, sino que los dejaron en su casa
sin tocarles un pelo y a la semana siguiente le mandaron, a cada uno, como encime de
la paga, un Rolex Cosmograph Daytona. Contactamos al doctor para hacerle saber que
el localizador estaba en pleno funcionamiento y para ponernos a sus órdenes, por el
favor recibido y en caso de que tuviera problemas de seguridad. Hoy por hoy, el doctor
Astoria sigue prestando el mismo servicio a los mafiosos, pero nos sigue ayudando a
implantar artefactos cada vez más pequeños y sofisticados y a suministrarnos fotos de
las nuevas caras de los narcotraficantes.

Alfy no había cumplido la mayoría de edad y ya era una mala semilla, maltratador y
déspota. Mientras tuviera al lado un arma se sentía el hombre más poderoso del
planeta; tenía problemas de eyaculación precoz y por esa causa, se inventó un juego
que llamaba la Ruleta Pachuna: ponía cinco o más, mujeres desnudas en fila y por
turnos les metía su masculinidad en la boca; cada una tenía que chuparla durante un
minuto, Alfy contaba los segundos en voz alta y la que lo hiciera eyacular perdía; la
penitencia se decidía según su estado de ánimo: la mayoría de las veces era tragarse el
semen pero hacer gárgaras primero, escupirlo en la mano y jugar con éste como si
fuera melcocha; a veces, la perdedora debía recoger el néctar de los guardaespaldas
que estuvieran presentes, en una copa y compartirlo, de boca en boca, con las demás
mujeres. Con la acumulación de hierro en su sangre, la lengua y las palmas de las
manos se le estaban tornando azules e hipersensibles; era cuestión de tiempo antes de
que Alfy fuera al médico y descubriera el ardid; sus articulaciones le estaban
empezando a fastidiar pero, para nuestra fortuna, vivía las veinticuatro horas drogado,
por lo que el dolor no era constante, ni atribuible a nada distinto de sus dosis diarias de
cocaína, alcohol y barbitúricos. El radar que ubicaba la señal, no sólo cabía entre un
carro con comodidad sino que, mientras estuviera en Bogotá, era bastante nítida a
distancias entre los veinte y treinta kilómetros; pero cuando Alfy visitaba sus fincas, se
perdía el rastro con facilidad, pues se trataba de latifundios extensos a los cuales no
nos podíamos acercar mucho, so pena de ser descubiertos; a veces instalábamos el
radar, en una avioneta de fumigación y con vuelos rastreros, nos cerciorábamos de que
nuestra presa no hubiera salido por otro lado. En dos meses, no obtuvimos ni un solo
indicio de que estuviera con su padre, por eso era mucho más inteligente darle espacio,

173
preocuparlo lo menos posible y distanciarnos lo más que pudiéramos. Extraviamos la
señal durante diez días y pensamos que estábamos perdidos, hasta que el día del
cumpleaños del Sangrón, la señal de Alfy apareció, de nuevo, por la vía a La Calera y lo
vimos, más tarde, comprar un ponqué y seis paqueticos de velitas. “Ahora o nunca”
gritó mi General Padrenuestro y puso en marcha un aparato de seguimiento guiado por
Quesada y Reyes, quienes participaron en el rastreo hecho por la oficina de
inteligencia. Alfy iba en una Toyota blindada seguido de cinco vehículos iguales y nos
localizamos, con el radar, a la altura de la Estación de Policía, de Patios, hasta saber
con certeza hacia dónde iban. La caravana volteó por la carretera a Guatavita y con
eso, quedó firmada su sentencia de muerte; Quesada y Reyes, tenían estudiada el
área, aseguraron que se dirigían para la finca Pátzcuaro al lado de la laguna-embalse
de Tominé y advirtieron que había que prepararse para evitar el escape de los
sediciosos por hidroavión, por lancha rápida o por tierra, a través del monte, en una
flotilla de más de cuarenta jeeps que se mantenían, cada uno, con chofer, uno o dos
hombres armados atrás y dos tanques de veinte galones de gasolina de repuesto
dentro de la cabina. Mi General Padrenuestro exclamó: “¡A menos que tenga un
submarino, este hijueputa está muerto!” Dejamos que la fiesta de cumpleaños tomara
su curso; decidimos sólo utilizar francotiradores alrededor de la laguna y unos rockets
dirigidos al parqueadero. Las instrucciones eran: no buscar, bajo ninguna
circunstancia, el cuerpo a cuerpo y evitar lo más posible el uso de las ametralladoras
porque tienen la desventaja de que revelan la ubicación de quien las dispara.

Todos en posición, lo único que hizo mi General Padrenuestro fue mandar uno de los
helicópteros para que volara, rasante, encima de la casa. Entre los cabecillas y el
cuerpo de seguridad se podían contar unas doscientas personas armadas que, con el
ruido endiablado de las hélices, salieron en desorden y disparando como locos. Como
no les respondimos enseguida pensaron que, de pronto, no era nada contra ellos; sin
embargo, hicieron lo que Reyes y Quesada habían previsto, a los choferes y
guardaespaldas les ordenaron estar listos y vigilantes para emprender la huida;
tomaron sus posiciones entre los carros y los primeros rockets fueron dirigidos hacia los
vehículos del parqueadero; disparamos bazucas e hicimos explotar la parte frontal de
la finca, dejando, como única opción, el escape por la laguna. Habiendo escuchado y
sentido los rockets era casi imposible que el Sangrón pensara en utilizar el hidroavión,
sería un blanco demasiado fácil. Se dispusieron lanchas rápidas para los invitados,
pero una a una fueron cayendo con balas de fusil, disparadas desde la espesura; era
como cazar unos patos inmensos, muy pesados para levantar el vuelo. Las lanchas

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que lograron atravesar más allá de donde empieza la cola de la laguna –Tominé tiene
una forma como de caimán– chocaron y se voltearon con una cadena que, atravesada
de lado a lado, mantuvimos a flote con neumáticos inflados imposibles de ver por la
noche; cuando ésta se hundió, dos helicópteros artillados acabaron con las pocas
lanchas que quedaban. Alfy cayó al agua y las hélices del motor de la lancha, en la que
iba el Sangrón, le pasaron por encima de la cabeza; el cráneo de su hijo inutilizó el
motor fuera de borda, con un sonido venido del centro de la tierra; el Sangrón, con la
camisa llena de pedazos de sesos, ensangrentada, vio los reflectores gigantes de las
aeronaves sobre él, les gritó palabras inaudibles y prepotentes, enfrentándolos, les
hizo pistola con las dos manos y le quitó el seguro a una granada hasta que le explotó
en la cara. Al día siguiente, la única preocupación de la Compañía de Seguros
Pomerania era la de averiguar la suerte corrida por Huiracocha, pues estaba
asegurado por millones de dólares; afortunadamente el equino pastaba, con placidez,
en otra de sus fincas de la Sabana. Varios presidentes de Europa y de nuestro
continente llamaron a felicitar al Presidente Cascarón por su proeza, en la captura y
muerte del Capo; las llamadas las contestó su mujer, la primera dama, quien hablaba
con fluidez siete idiomas, en los cuales explicó que su marido estaba indispuesto a
causa de una fiebre muy alta. En una ceremonia privada, se le impuso el tercer sol a mi
General Padrenuestro y el Presidente de la República hizo acto de presencia –una de
las últimas veces que se le vio en público– para nombrarlo Ministro de Guerra,
personalmente y de una especie de discurso, entre incoherencias y tartamudeos, lo
único que se entendió fue: “Volveremos a nombrar un ministro civil cuando tengamos
un país libre de violencia” dijo y esa frase –se me ocurre– no era más que otra yegua de
Troya.

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176
Así en la tierra como en el cielo

“¡Deja de decirme Caramelo, me fastidia!” gruñó “es que eres como un dulcecito” le
respondí, confundido, porque Andulima nunca se salía de sus cabales. Está bien que
se le triplicó el trabajo con las dos niñas que llegaron a la casa, pero su reacción fue
desmedida para una mujer tan cariñosa y amable. Desde que supe que era virgen, me
ponía muy nervioso delante de ella, como si la “obligación” de enamorarla y de tratar de
ser el primero en usurpar su halo divino fuera demasiado para mí. Me empecé a
masturbar pensando en ella, en el color miel de su piel, en la forma de sus pezones que
imaginaba como la cima de unas montañas mágicas, esperando el permiso de
instalarme a vivir, ahí, sin tener necesidad de nada distinto a permanecer en ese sopor
extracorpóreo, en el centro de una tibia cobija. Le comenté a Polanía –porque él sólo
habla de esas cosas– y me dijo “usted es mucho cochino, Lugarte, uno no se masturba
pensando en una virgen” y me repitió varias veces que, entonces, mi amor no era tan
puro. Andulima se negó a que saliéramos un domingo, pero me aseguró que cualquier
otro día le parecía bien ir al cine, que ella le pedía permiso a doña Celina. Fuimos a ver
Betty Blue y como se trata de una historia sobre un amor desmedido, pues nos
asustamos y esa tarde, fue imposible pasar a un plano romántico. El tiempo se nos fue
respondiendo preguntas sobre la película que acabamos de ver: ¿por qué el amor y la
locura son tan parecidos? ¿por qué la realidad es tan dura? ¿cómo así que alguien
puede matar a quien ama? Hablamos de unas cosas, para evadir las otras, que es lo
que uno hace, a diario, porque si no la vida sería áspera, llena de callosidades: nada
como la negación y el circunloquio. Yo sentía que nuestro amor era mutuo, pero mi
General Padrenuestro lo volvió un asunto de Estado; él miraba a Andulima con
desconfianza, hasta que supiera el resultado de mis pesquisas inconclusas. Ella usaba
tenis blancos y medias tobilleras, como las tenistas; se peinaba con cola de caballo; el

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uniforme verde pálido, le quedaba pegado al cuerpo, con un listón alrededor de la
cintura; sus labios y su lengua eran del mismo color y estaban siempre húmedos,
siempre atentos a responder cosas bonitas y simples; hablaba de su hermano Mauro,
pero siempre circunstancialmente y dejando la sensación de que poco lo veía o sabía
de él. Una tarde de lluvia, me dijo que yo era luminoso y que me imaginaba desnudo y
que sería rico tocarme y darme besos y pasarme la lengua debajo de los brazos y
dejarme babas en el cuello y debajo de las orejas. Yo me animé y le contesté lo mismo:
que ella era luminosa y que me la imaginaba desnuda y que sería rico tocarla y darle
besos y pasarle la lengua por detrás de las pantorrillas y dejarle babas en el cuello y
debajo de las orejas. Estábamos a la vista de los demás, bajo un alerón del patio; la
lluvia, pertinaz, nos alcanzaba a mojar la punta de los zapatos; nos quedamos
inmóviles, abstraídos en lo que fuimos capaces de decir, hasta que Celina la llamó y ella
salió corriendo, por las escaleras de piedra, sin techo, mojándose; sin embargo, paró,
se volteó y me miró con cara de infinita ternura, pero con notorio miedo; yo esperaba
que ese miedo no significara mayor cosa y seguí adelante en mi empeño de amarla, de
principio a fin y lo más difícil: sin condiciones.

La mamá de Carmen y la mamá de Eulalia eran compinches, hablaban de “la primera


esposa” para referirse a Celina, haciendo, sin saberlo, una analogía con ciertas culturas
polígamas; salían juntas a cualquier lado y lo que más disfrutaban era echarse la suerte;
no hacían nada sin corroborarlo con hechiceros, magos, nigromantes, adivinos o
encantadores de serpientes, aunque, ellas mismas, eran muy intuitivas: desde antes
que nosotros mismos, se dieron cuenta del sentimiento que nacía entre Andulima y yo,
por lo que urdieron un plan para juntarnos, para forzar un idilio, antes de que nuestra
timidez echara una linda historia de amor por la borda. Después de nuestra mutua
declaración, nos buscábamos menos y nos veíamos con afanes y con otra gente
alrededor; nuestra torpeza se hizo manifiesta y de cierto modo, dolorosa; ellas se
inventaron unos paseos al Club Militar para que sus hijas se metieran a la piscina y le
dijeron a mi General Padrenuestro que Andulima necesitaba apoyo en el cuidado y
seguridad de las niñas y que yo era el único hombre de la casa con el que se sentían
cómodas. Celina estuvo de acuerdo y esas tardes, tal vez, fueron las más felices de mi
vida. Alejado de la Oseta durante esas horas escasas, me di cuenta de que la
comunidad de las Fuerzas Armadas de Cundinamarca veneraba a mi General
Padrenuestro, pero que eso no le impedía a los oficiales tener vida propia, familia y
espacios distintos a los de la constante alerta y el temor a las consecuencias del estado
de “guerra tibia” –al decir de Reyes– en el que estábamos viviendo. ¿Qué rango eres

178
tú? me preguntó Andulima y no supe qué responderle porque yo era Lugarte y durante
los últimos diez años, eso me había bastado; lo mismo, Blas era Blas; los dos éramos
como extensiones de mi General Padrenuestro y como tal, el pedazo de gloria que nos
tocaba, era más que suficiente para sentirnos colmados, henchidos de autoestima y
felices: ¡qué tamaño de güevones en los que nos convertimos! Lo hablamos un día con
Blas, esperando un convoy que venía con unos presos de Facatativá y él me dio un
pellizco, el verraco, en una tetilla, con los nudillos y me dijo “de mi General
Padrenuestro, usted es el hijo y yo soy el espíritu santo”; me di cuenta, entonces, de que
es la trascendencia que le damos a nuestro quehacer diario lo que cuenta. Cuando
Andulima me volvió a preguntar, le dije: “Soy el lugarteniente de mi General
Padrenuestro” y le brillaron los ojos, por la seguridad con que lo dije –estoy
convencido–; de ahí en adelante, todo fue más fácil –con ella, quiero decir– y para mí
quedó muy claro que es imposible definir algo, con alguien, si uno no se define a sí
mismo, primero. Las mamás de Carmen y Eulalia nos dejaban solos mucho tiempo, a
veces sin las niñas, en la piscina y en el parque, rodeados de sauces, fuentes y
caminitos de agua; cuando vieron, con los ojos del corazón, la lentitud con que nos
estábamos acercando, ella y yo, nos encerraron en la guardería del club y pusieron,
afuera, un letrero de “cerrado por remodelación” para que no nos molestaran; “cuando
salgan, a la hora que sea, los llevan a la casa” le pidieron a un tercio de los escoltas y
entre risas de compinchería, se marcharon.

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El Mellizo viajó a Leticia con Alicio Aramburu Cote, alias El Lagaña, su esposa –una
mujer de piel cobriza y gruesa– dos primos y el hermano; desde antes de salir del
Aeropuerto Internacional se separaron y los Aramburu llegaron, con reservaciones, al
Estadero Yaguarí, como grupo familiar, de vacaciones; los primeros tres días hicieron
turismo, compraron collares de pepas amarillas y azules, fueron a una pelea de gallos y
participaron en la cacería de una anaconda; al cuarto día, alquilaron el yate de Jim
Tsakarias para ellos solos y salieron con rumbo a la Isla de los Micos, comieron
gamitana al almuerzo –un pez con espinas tan grandes que parecen huesos– con arroz
atollado y puré de fríjol con plátano frito; por la tarde se emborracharon y cuando Jim
Tsakarias pasó en su ventilador flotante lo invitaron a tomarse un trago. El chipriota los
acompañó a las cabañas de madera y techos de zinc, donde dormirían, les presentó al
Mellizo y fingieron no haberlo visto nunca, con todo y eso El Lagaña le conversó
amistosamente y terminaron, después de garrafadas de aguardiente, contando

179
historias de narcotraficantes –en tercera persona, por supuesto–; por la noche, Jim
Tsakarias y el Mellizo se retiraron para hablar sobre asuntos de plata, entre socios y se
quedaron dormidos en las hamacas junto al río. Por la mañana, el chipriota se había ido
y los demás, salieron de pesca; el Mellizo subió al yate con cañas ligeras, cucharas,
plomos y un contenedor pequeño con peces vivos para las carnadas de los anzuelos; a
última hora se unió al grupo, una pareja de australianos inmersos en la experiencia
amazónica y con la ilusión de atrapar ejemplares de tucunaré, curubina y palometa real;
eran, los dos, pescadores deportivos por lo que venían preparados con cañas de fibra
de vidrio, carretes de doble freno marca “Shakespeare” y lo que consideraban más
indispensable: camisetas de manga larga, bloqueador solar y repelente contra
insectos. Dos ayudantes al mando de un alagoano de piel azucarada, eran la única
tripulación, ese día y debían reportar la localización de la nave cada seis horas, razón
por la cual Figueras –así se llamaba el capitán– se retiró, después de almorzar y
fumarse un amasijo de tabaco negro que enrolló en una hoja seca de maporro, subió a
cubierta, tomó el radioteléfono, dio dos o tres referencias geográficas y apenas
pronunció las palabras “cambio y fuera” lo amordazaron y con una pistola en la sien lo
obligaron a detener la marcha, anclar la embarcación y arrodillarse mientras los dos
primos asesinaban a los dos ayudantes con cuchillo y al australiano de cuatro tiros en el
pecho. La australiana fue amarrada a una cama y la rifaron, con un número de uno a
diez, a ver quién la violaba primero; el Mellizo se negó a participar pero se cruzó de
brazos, no quería generar ningún tipo de discordias hasta que no viera el cadáver de
Jim Tsakarias flotando en el agua; contaban con que él iría a rescatar su costoso yate,
cuyo radioteléfono pusieron en el modo que emite señales de auxilio. El Lagaña se
hundió en el agua con una careta y un arpón e inmediatamente se sintió un golpe en el
costado, el río escupió un hilo oleaginoso, con los visos del arco iris: el tanque de
gasolina había quedado perforado. La esposa de El Lagaña ganó la rifa, desnudó a la
australiana y le puso un chuzo en la garganta, se levantó las polleras y dejó al
descubierto su sexo árido, de roca o cactus; trató de meterle la mano completa entre las
piernas, a la extranjera y le quitó la mordaza para oírla gemir su miedo; “te me quedás
como una estatua, hijueputica” le gritaba, como emitiendo graznidos y los primos
miraban, con un morbo animal, esperando su turno. El Mellizo sabía que el
radioteléfono comunicaba con el hotel y no con las autoridades, por eso consideraba
que el plan era infalible; estaban preparados, además –aunque no hubo necesidad de
hacerlo– para asesinar a cualquiera que llegara antes que el dueño, en su hidronave de
viento. Faltaba sólo ultimar un detalle, el Mellizo sacó una bolsa plástica con veinte
millones de pesos y le dijo al capitán: “Si usted nos ayuda, me comprometo a que sale

180
vivo de aquí ¡esta es su paga!” el alagoano seguía arrodillado y levantó el pulgar en
señal de aprobación, apenas lo dejaron hablar exclamó: “¡Por esa plata, yo hasta mato
a ese cabrón cara de verga!” y reiteró “soy el Capitán Figueras, a sus órdenes” y
extendió la mano en señal de compromiso; a la media hora estaba tomando trago a la
par con todos, metiendo cocaína a la par con todos, fumando bazuco a la par con todos
y para involucrarlo más en el asunto, le dieron un turno para que él, también, se gozara
a la mona ojiverde, que salió de su mínimo continente para tener emocionantes
aventuras y conocer el resto del mundo.

La australiana dejó de gritar, resignada a su suerte, vencida por un designio indigno de


dios cuya permisividad con la violencia y la injusticia nunca entendió; al verla inerme y
sin fuerzas, uno de los primos se bajó la pantaloneta y los calzoncillos, se le sentó en la
cara y le insistió “chúpeme el culo, monita, saque la lengua y chúpeme el culo” al tiempo
que le ponía la punta del cuchillo en el ombligo; la mujer, en un último esfuerzo, acercó
más la cara, no le pareció para nada extraño que la muerte oliera a mierda, le agarró un
testículo entre los dientes y se lo arrancó de un tirón; el grito espantó a las aves en la
copas de los árboles, el primo cayó de rodillas, pero se reincorporó, ensangrentado,
para hundir el puñal en el vientre de su atacante, se lanzó contra ella, con la rabia en el
filo y El Lagaña trancó la chuzada, lo levantó, le tapó la boca y le ordenó tirarse al suelo;
Jim Tsakarias venía en dirección a ellos, el Mellizo le hacía señas desde cubierta. El
chipriota se acercó con desconfianza –era su naturaleza– el Capitán Figueras le
alcanzó una vara de palo para que arrimara la embarcación, mientras le decía: “Algo
nos golpeó por debajo, se vació el tanque de la gasolina” bastó el solo impulso de tomar
el extremo de la vara para que El Lagaña lo inmovilizara, le lanzó, desde el techo, una
inmensa atarraya hecha de púas, cosidas en cada cruce de los hilos, que lo dejaron
imposibilitado para reaccionar y malherido porque al lanzarse al agua y tratar de
zafarse, lo único que hizo fue enredarse más, en la malla-anzuelo-garra y sangrar
profusamente. No era un sitio de pirañas, que hubieran dejado la red limpia en minutos,
por lo que El Lagaña, llevado por la droga y con ganas de mostrar que estaba
cumpliendo, con creces, el trabajo asignado, le metió una bala en el cráneo que le
despedazó la nariz y la boca. “La escena era de vomitar las entrañas” le diría el Mellizo a
Saskia, en esos términos, afectado, pues había perdido la costumbre de participar en
las acciones criminales que llevaban, desde hace muchos años, contratando con
terceros. A la media hora llegaron tres lanchas veloces, conducidas por ucranianos,
venidos desde Zacambú y el Mellizo abordó la primera con el Capitán Figueras quien le
ayudó a subir a la australiana, arropada entre sábanas ensangrentadas; los demás, se

181
subieron a las otras dos lanchas y se toparon de frente con ocho ucranianos más que
venían escondidos bajo unas lonas y que dispararon sus metralletas hasta matar al
Lagaña y a sus familiares; llenaron de gasolina el yate, le prendieron fuego y le abrieron
una tronera en el fondo, con explosivos, para tener la certeza de que se hundiera. Por
último, subieron el cadáver de Jim Tsakarias al ventilador flotante, lo amarraron al rotor
y prendieron la turbina; mala idea porque la hélice alcanzó a succionar sólo medio
cuerpo del chipriota y se trancó con las pesas de la atarraya, haciéndola girar fuera de
su eje y disparando sangre en todas las direcciones; los ucranianos se quitaron las
camisetas, se limpiaron la cara y aunque era de noche, también quitaron la sangre que
cayó en la cubierta y los costados de las lanchas. Antes de arrancar le dispararon a los
flotadores del ventilador y lo amarraron al yate para que se hundieran juntos. Llegaron a
Zacambú entrada la medianoche. el Mellizo se quedaría una semana más mientras
dejaba organizado el negocio que quedaría en manos de los ucranianos; se echó a
dormir, no sin antes llamar a Oksana. Ella llegó desnuda y lista para satisfacer a su
benefactor, pero al verla le dijo “vístete Oky” –así le decía, con cariño– “cuida a la
australiana que llegó con nosotros” y se volteó para dormir, bajo una sábana limpia, con
la que cubrió también su cabeza para evitar la arremetida de los insectos nocturnos.

El cargo de Ministro de Guerra le llegó en un buen momento a mi General


Padrenuestro; “ahora sí tengo el toro por las güevas” me decía y haciendo uso de su
poder absoluto y reluciente sobre las fuerzas armadas y de policía, implementó –¡como
si no lo hubiera hecho antes!– operativos sin preguntarle a nadie y menos al Presidente
de la República, su jefe inmediato. Después del asesinato del candidato de la Alianza
Comunera, la directora alterna del partido Guillermina Otúnez Neira tomó las banderas
del líder caído y a las dos semanas de su proclama, como candidata a la primera
magistratura del Estado, se disparó en las encuestas; a tres meses de las elecciones
era la virtual ganadora y el pueblo, para presionarla a enfrentar a las mafias, gritaba en
las calles: “¡Guillermina no es gallina! ¡Guillermina no es gallina! ¡Guillermina no es
gallina! Ella –la primera mujer en llegar al cargo más alto de Cundinamarca– se
aprendió de memoria el discurso de Jorge Beltrán y con eso tuvo para unir a su causa
las grandes vertientes políticas y los votos de opinión. Su principal problema era la
seguridad, la suya y la de su familia, por lo que redobló el esquema de escoltas de su
predecesor. La campaña se hizo, estrictamente, en recintos cerrados y a través de los
medios de comunicación, sin embargo una estratégica sincronía con el Ministerio de
Guerra se impuso para evitar problemas que se pudieran, a la postre, lamentar. La
candidata se reunió con mi General Padrenuestro y él no dejó pasar el hecho de que,

182
desde que ella le habló, lo hizo con un tono de mando que no le pareció el adecuado; “le
recuerdo señora candidata que usted no es todavía presidente de la nación y que, si yo
le ayudo, es porque la situación es delicada y no porque usted me lo esté pidiendo” fue
lo primero que le dijo y lo subrayó con un carraspeo gutural interminable y un escupitajo
que salió por la ventana y se alojó, justo, entre una maceta de novios enanos. “Yo le
tengo la solución a sus problemas, pero le toca morderse la lengua, alinear a los
herederos políticos de Beltrán, para que no salgan a desautorizarla y afinar diplomacias
con los Estados Unidos, de lo contrario vaya haciendo los arreglos de su funeral” le fue
advirtiendo, sin cortapisas, mi General Padrenuestro. La candidata se deshizo en llanto
y exclamó: “¡General, soy toda oídos!” Durante las siguientes dos horas, el Ministro
gesticuló, fumó, carraspeó, escupió, miró al horizonte y le expuso a Guillermina Otúnez
las dificultades para garantizar su protección; le detalló, para el efecto, los ingentes
esfuerzos que se hicieron en Soacha; lo infructuoso que fue evitar el magnicidio de su
predecesor y en resumidas cuentas, le explicó cómo llegar a la presidencia de
Cundinamarca y no morir en el intento; cuestión, ésta, que delineó la política en que se
basó su gobierno: “Usted, señora candidata, sale mañana frente a los medios de
comunicación y dice que para poner en alto y hacer públicos los ideales de Alianza
Comunera se debe modernizar la Constitución de Cundinamarca y que será un
proceso con la participación del pueblo. Debe ser muy explícita en decir, entonces, que
el debate de la extradición queda abierto y esa posibilidad es, estimada candidata, su
pasaje para llegar, sana y salva, a la Presidencia”. Le explicó, también, las múltiples
ventajas de esa decisión: “Se diferencia de la figura de Beltrán, para que la gente deje
de pensar en el facilismo de que usted lo único que hizo fue ponerse en sus zapatos.
Sacrifica algunas cifras positivas en su imagen, es cierto, pero repuntarán, de
inmediato, cuando sus electores entiendan que se necesita mucha verraquera para
buscar un cambio de tal magnitud; le da un parte de tranquilidad a la delincuencia para
que se relajen, para que retraigan sus afiladas uñas y así, los podamos perseguir con
mayores posibilidades de éxito””. Guillermina Otúnez Neira, a quien le gustaba la idea
de mantenerse con vida, comprendió que, desde antes de posesionarse, ya estaba en
deuda con mi General Padrenuestro, razón por la cual, al despedirse, cambió el tono de
su voz por uno neutral y algo zalamero. Salió de la Oseta en su caravana blindada, sin
mirar atrás y puso en marcha, de acuerdo a lo recién escuchado, dos ideas que,
además de salvarle el pellejo, le permitirían gobernar, sin mayores contratiempos:
torcerle el brazo al pueblo para cambiar la Constitución a favor de la no-extradición y
–para contrarrestar las reacciones externas– abrirle las piernas, en lo económico, a los
Estados Unidos.

183
Guillermina Otúnez era una mujer sensata y equilibrada, se rodeó de gente joven
porque la consideraba menos contaminada y más enérgica en el cumplimiento de sus
metas. Aunque el discurso de la no-extradición le vino como anillo al dedo, prefirió
distraer –hasta donde pudo– la plataforma de su campaña hacia otros temas: la
seguridad democrática, la globalización, la política laboral y como siempre, en época
de elecciones, al tiempo con los demás candidatos, sacaron a orear el tema de la paz.
Invitó a los machacanes a acompañarla en las urnas, con todo y que se rumoraba, con
posibilidades altas de certeza, que el Comando Machacán se estaba haciendo a un
suculento pedazo del pastel narco-productor; no en vano, el monte era de ellos y esa
era una soberanía que no estaban, sus militantes, dispuestos a entregar, arriesgar o
feriar; al contrario, una de sus metas era la de ir absorbiendo a los demás grupos
guerrilleros hasta lograr el suficiente poder para luchar de frente, contra la bola de nieve
que se les venía encima: el paramilitarismo. Los observadores internacionales, que
vinieron para los comicios, destacaron, como un factor político preponderante, que
Cundinamarca cuenta con los movimientos al margen de la ley, como parte de la
ecuación electoral y eso, es claramente una forma de legitimarlos y de poner en peligro
el equilibrio democrático. El día de las elecciones, los narcotraficantes debieron pensar
que el país era de ellos; a los herederos del Sangrón que se habían dividido los
territorios, los laboratorios y las rutas se les vio fortalecidos; con cabecillas en cada
ciudad y con un mandatario favorable, a la no-extradición, muchos de ellos se
consideraron por encima de la ley y empezaron a actuar como tal, subestimando a mi
General Padrenuestro quien les dio a entender –a la manera de una chupeta-cebo-
incentivo-señuelo– que su complicidad era comprable, al tiempo con su honestidad y
su apostura de ministro insobornable. Pronto, empezarían a buscarlo y nos
preparamos para engañarlos y para poner a los unos en contra de los otros, que es
como, poco a poco, se fue tejiendo la guerra en contra de ellos. La única prevenida era
Saskia quien tuvo la oportunidad de calibrar a mi General Padrenuestro y de darse
cuenta de que, detrás de esa persona llena de vicios y vulnerable a los excesos, había
un megalómano cuya felicidad más grande era el cumplimiento del deber; por eso
buscó acercarse de formas más inteligentes –por no decir: sexuales– mientras los
demás lo cortejaron como a “una meretriz en descuento” sin saber que estaban
engordando al monstruo que se los comería vivos. Y hablando de herederos, a
Guillermina Otúnez le tocó lidiar con los de Jorge Beltrán, quienes el día de su posesión
como Presidente de la República estaban en primera fila, sacando pecho como si ellos
la hubieran elegido. A sus espaldas y de frente, los llamaban “carroñeros” porque se

184
alimentaron de las sobras de Alianza Comunera, hasta no dejar ni las moronas;
pidieron ministerios, embajadas, direcciones de entidades descentralizadas, venias y
tapetes rojos; algunos se enriquecieron –después de vivir en una pobreza franciscana–
y otros se creyeron poseedores, también, de las calidades del líder y eso, fue
inaceptable para los cundinamarqueses. Más tarde que temprano, el descontento se
vio en los comicios municipales y en la forma imperceptible en que fueron
desapareciendo, pero para la Presidente Otúnez fueron un dolor de cabeza que le tocó
aguantar callada y con una sonrisa que practicaba frente al espejo, a diario. Los
carroñeros –pienso hoy– actuaban como si les hubieran sido otorgados títulos
nobiliarios y eso les daba el derecho a estorbar, sin el más mínimo asomo de
vergüenza.

Con la primera magistratura del Estado en manos de una mujer, a mi General


Padrenuestro no se le podía salir el machismo por ninguna parte, ni en su casa, ni en la
Quinta de Nariño, cosa que le costaba trabajo pero que, de alguna manera, lo suavizó
durante algún tiempo; aunque seguía pisando con su fuerza descomunal y adonde
entraba se caían los floreros, se movían las porcelanas y se desajustaban las bisagras.
Convirtió a la Oseta en un centro de comunicaciones y de informática, sin precedentes,
con un poder de investigación del que no se disponía antes; capaz, por ejemplo, de
chuzar teléfonos de forma inalámbrica y rastrear personas, vehículos y billetes, por
satélite. Con la modernización tecnológica, mi General Padrenuestro –con la
discreción del caso, o sea sin compartirlo con la Presidente Otúnez– dirigió esfuerzos
de inteligencia para vigilar la embajada de los Estados Unidos; siempre tuvo la opinión
de que esos gringos eran unos solapados, que con sus cuellos almidonados y sus
buenas maneras los seguía animando un irrefrenable afán de conquista. Le parecía
inadmisible que ningún gobierno les hubiera pedido, nunca, un registro pormenorizado
de las personas asignadas a esa, específica, delegación diplomática, como se hacía
con las demás; porque, con la excusa de hacer esfuerzos conjuntos para luchar contra
el narcotráfico, Bogotá se llenó de agentes que usaban gafas oscuras hasta en las
discotecas –perdón el cliché, pero era cierto– la mayor parte decían ser de la DBA
independientemente de que se dedicaran a otras labores de espionaje o de infiltración
político-económico-militar. Ser de la DBA abría más puertas que ser actor de televisión o
tener tetas de silicona; además, eran una calaña de sinvergüenzas, de todas las raleas,
que se querían comer a las putas sin pagarles, golpear a quienes se les atravesaran por
el camino sin responder por las consecuencias, entrar a las fiestas privadas sin
invitación, denigrar de cualquiera sin fundamento y mostrar sus armas en la más

185
mínima querella, como signo de poder y para generar un temor que les diera
información, la que fuera; porque hay que ver la cantidad de comerciantes, hombres de
negocios y empresarios, entre otros, serios y exitosos, que fueron tratados como
delincuentes, con pruebas inocuas y fabricadas, mientras los hampones más
reconocidos se tomaban fotos frente a la Casa Blanca, en los casinos de Las Vegas y
con el Pato Donald, Mickey Mouse y Tribilín, en Disney World. “Nos están inflamando”
dijo mi General Padrenuestro en un consejo de ministros. Nadie entendió; yo fue el
único que supo, cuando me contó más tarde, que quiso decir “difamando” y el
señalamiento era tan cierto como el fenómeno mismo: bastaba ver una serie de
televisión sobre la lucha contra las drogas en Miami, en la que se mostraba a
cundinamarqueses de la más baja estopa: transgresores de motosierra, chuzo y
cadena al cinto, muecos, con bigotes maltrechos, enjutos, mal encarados y con la
malaventuranza pintada en la cara, que eran –en efecto– los culpables de siempre,
como la gangrena que pudría ese pipicito chiquito y mal circuncidado que es la Florida.

El Embajador, míster Leland Harrisburg era un diplomático que sirvió, con distintos
cargos, en las principales zonas de conflicto del planeta y se le distinguía por sus
capacidades de negociador y sus dotes de Don Juan; era soltero y dejaba –de acuerdo
a los rumores– una novia en cada puerto; le gustaba aparecer en las secciones sociales
de los periódicos, jugaba al bridge y era filatelista. Mi General Padrenuestro se propuso
encontrarle los fantasmas colgados en el clóset y puso en marcha la misión secreta de
infiltrar a una empleada doméstica, en la casa de la embajada. La mujer tenía unos
muslos como tenazas que, además de letales, eran torneados y con el color de la
canela; los mostraba con una fingida cautela, pero emanaban un oleaje de feromonas
que se infiltraba en todas las braguetas y abría todas las cerraduras. Tenía la confianza
de mi General Padrenuestro porque, él, la había entrenado y la utilizó en esta misión,
específicamente, porque había tenido amoríos con un agente encubierto
norteamericano que le prometió –antes de partir– una casa en las planicies de Utah, un
perro San Bernardo y tres hijos, por lo que conocía la idiosincrasia gringa: prepotente y
vacía; cuando descubrió que, el hombre, le prometió lo mismo a otras mujeres, ni corta,
ni perezosa, se le apareció en su apartamento desnuda, debajo de un abrigo azul de
piel sintética y zapatos de punta plateados comprados en Sanandresito; lo sedujo, lo
esposó a la cama –igual a como lo tenía acostumbrado– lo rodeó con sus piernas para
que le metiera la lengua lo más hondo que pudiera, más allá del clítoris y entre gruñidos
de felina herida, lo estranguló, le pintó una carita triste en el pecho y se marchó para
siempre de Bogotá. A los dos días la atraparon cruzando la frontera con el Tolima en un

186
bus transnacional y la metieron a la cárcel. Se habló de una sentencia de por vida y los
medios de comunicación se interesaron con avidez por el suceso. Resultó ser que el
muerto, que fue reconocido como miembro de la DBA, era un personaje tan sombrío, tan
dedicado a la tortura y al asesinato a sangre fría, tan drogadicto y degenerado, tan
abusador y tan aprovechador de su estatus de agente secreto, que los Estados Unidos
prefirió que soltaran a la chica, inventarse un equívoco y distraer la atención, de los
medios de comunicación, lanzando la bomba noticiosa de que Michael Jackson estaba
en Cundinamarca, haciendo una presentación para la primera comunión del hijo de un
magnate de las comunicaciones y que, por esas seis horas de estadía en nuestro
territorio, le pagaron ochenta millones de dólares. Se levantaron un negro que
caminara de para atrás, lo blanquearon con decol y lo dejaron ver subiéndose, de lejos
y a la carrera, en un avión ejecutivo que lo sacó del país.

Para trabajar en la embajada y no causarle más estrés del necesario, le pusieron su


mismo nombre: Roxana y a los pocos meses, el embajador Harrisburg ya le contaba
cosas: de lo lindas que son las flores cundinamarquesas, de las veces que se lanzó en
paracaídas, de su afortunada participación en la guerra del Vietnam y también le habló
de las planicies de Utah, porque –sin dar nombres, obviamente– Roxana le contó cosas
personales y compartió, con él, su infancia ordeñando vacas y su adolescencia
ordeñando a hombres mayores que la buscaban para tener sexo. Se hizo pasar por una
mujer presa de su belleza, de su culito respingado y de sus teticas, como las
almojábanas de su tierra, donde aprendió a hacer confituras y dulces de panela con
arequipe y anís. La cambiaron a un cuarto sola –porque dormía con Bártula, la
cocinera– le doblaron el sueldo y le quitaron las responsabilidades de limpiar baños,
trapear pisos y aspirar escaleras. Durante las recepciones, ella se paraba en la puerta
con guantes blancos hasta los codos y daba la bienvenida en cinco idiomas. El
Embajador la buscaba por las noches para conversar y poco a poco, le fue tomando
cariño y lo más importante, confianza; le contó, por ejemplo, que se enamoró de una
mujer de raza negra en Paramaribo, que conoció a Hemingway y que vio a Churchill, en
Boston, saliendo de un delikatessen; que tuvo problemas, de joven, con el alcohol y que
nunca se casó porque su gran amor, una canadiense de British Columbia, se marchó a
vivir con un griego. Tuvo la paciencia de escucharle, a ella, las historias con sus
hermanos, cuando hacían paseos al río, pescaban truchas, las medían y las devolvían
al agua si eran de menos de quince centímetros. Le confesó a Harrisburg sus
insatisfactorias relaciones homosexuales cuando llegó a Bogotá y las rarezas que le
pedían los clientes, en los puteaderos donde había trabajado. Los domingos, mi

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General Padrenuestro la interrogaba y al cabo de un año, comprobó que el embajador
Harrisburg era un hombre simple y cortés, a punto de pensionarse y que su estadía en
Cundinamarca era un último escalón de su carrera, en el que no arriesgaría su
prestigio, ni tenía pensado ir más allá de disfrutar de la vida social, sibarita, que se
merecía por haberle dedicado su vida a la diplomacia. No tenía contactos clandestinos
con nadie, no intervenía en ninguna clase de reunión secreta, no guardaba armas
propias en su casa, no se emborrachaba, no puteaba, no metía drogas y a las mujeres
con que salía las dejaba en su casa sin bajarse del carro –ni los pantalones– sin hacer el
más mínimo intento por seducirlas o besarlas o prometerles amor eterno, nada.
Cuando mi General Padrenuestro no podía recibir a Roxana, los domingos, ella se
ponía a conversar con Celina –eran compañeras de entrenamiento– y le hablaba de lo
linda que era la casa de la embajada, lo lujosa; le describía las losas de los baños
importadas de Hong Kong, los tapetes turcos, el papel de colgadura con diseños
plateados y las vajillas con dibujos de perros de cola puntuda, hombres a caballo con
escopetas, casacas vino tinto y breeches azules oscuros. Una tarde, le dijo que tenía
miedo, que todo era demasiado bonito y tranquilo, que cuando uno ha tenido una vida
tan pobre y atropellada, tanta comodidad es motivo de alarma. Celina le aconsejó salir
de su zona de confort, no esperar ninguna iniciativa del Embajador y forzar la situación
con insinuaciones sexuales más claras; sólo así lograría sacarle secretos más
profundos, si es que los tenía. “La soledad y la timidez son un karma muy hijueputa,
cualquiera agradece que se le empeloten de frente” siguió diciendo Celina y por otro
lado, para que no se sintiera insegura, le aconsejó acostarse, también, con alguno de
los marines de mayor rango; “si se enamora, te protegerá y si no, por lo menos, puede
que mejores tu inglés” puntualizó, con cariño; por último, para garantizar que no fueran
a descubrirla, le aconsejó no volver los domingos y contactarse con mi General
Padrenuestro o con ella, de acuerdo con los protocolos de seguridad de la Oseta; las
cosas podrían ponerse difíciles.

La australiana se volvió pareja del Capitán Figueras –como era de imaginarse– pero se
acostaba con ambos mellizos, les gemía con la misma intensidad y agradecimiento por
haberle salvado la vida y porque sentía que el milagro de tener una segunda
oportunidad, en este reino terrenal, se debía pagar con creces. Los ucranianos
resultaron ser unos trabajadores recursivos, pero despelotados a la hora de
organizarse, por eso vieron con buenos ojos que la australiana se hiciera cargo de la
línea de producción de la cocaína; además –entre las ucranianas, lechosas y
desabridas– ella era como un pedazo de cielo en Zacambú, con pantorrillas templadas,

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como las cuerdas de un arpa y muslos de surfista; tenía don de gentes, sabía tratar a los
ucranianos que eran, en esencia, personas nobles que se dejaban mandar mientras los
trataran con justicia, de lo contrario eran como pirañas en un jacuzzi. El día en que
Saskia llegó en un minijet privado –la pista fue, por fin, asfaltada y la cubrían después
de cada despeje y aterrizaje con las hojas de una palma que permanecen verdes
después de cortadas– quedó impresionada con el trabajo de los mellizos, los
ucranianos, la australiana y el Capitán Figueras. La ranchería constaba de una casa
cálida techada con zinc y cubierta con enredaderas de hojas grandes y flores amarillas,
terrazas y ventanas con angeo, ventiladores en los cuartos principales, paredes
blancas, baños amplios y cómodos y jaulas con pájaros fantásticos. El laboratorio era
inmenso, las áreas delimitadas por colores y a los trabajadores les suministraban
tapabocas y delantal plástico; le gustó que los generadores eléctricos fueron puestos
bien lejos, para evitar su constante ruido, era suficiente con el zumbido universal de la
selva que orada, con su inacabable siseo, cada poro de la piel. El zuco –para la
producción de bazuco– pasaba a otro laboratorio más pequeño y mezclado con brea y
alcohol-gasolina de caña de azúcar o querosene, se vendía sin más añadidos. Los
ucranianos hicieron, ellos mismos, unas casas de fango sólido, con techo de una
especie de guadua, medio anaranjada, que se da en la región; construyeron –bien al
fondo– con la misma técnica pero reforzadas en ladrillo, unas barracas donde dormían
los jornaleros que trabajaban a destajo y que llegaban con los ojos vendados, en avión
y se devolvían igual, tres o cuatro semanas después, sin tener ni idea del sitio donde
habían estado. La primera vez que volvió uno de esos jornaleros, a quien reconocieron
de inmediato, se pusieron felices porque siempre supusieron que les disparaban en el
aire y los botaban de los aviones, en pleno vuelo. Un cuarto de la ranchería, reforzado
con concreto, era la armería y encima, por la misma entrada, el centro de
comunicaciones; la antena era retráctil, por lo difícil que era camuflarla sin sacrificar la
calidad de la recepción y el mirador se reforzó con vigas de metal, externas, pintadas de
verde. Los seis ucranianos casados y con familia eran los únicos permitidos en ese
sector y entre ellos, se repartían los turnos de guardia. Tenían el latifundio rodeado con
foto-sensores de onda radial y alambrado eléctrico; siempre, en las noches se
disparaba alguna señal de alarma y resultaban ser animales electrocutados; sin
embargo, se obligaron, en todas las circunstancias, a ir hasta el sitio a chequear, con el
objetivo de no darle gavela a la confianza y para mantenerse alertas y despiertos; las
dos o tres veces que encontraron personas malheridas o “perdidas” las asesinaron sin
mayores excusas; tenían la política de “dispare antes, pregunte después”.

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El día del comité ejecutivo convocado por ella misma, la australiana se recogió el pelo y
se vistió con una blusa de lino blanco y unos bluyines forrados de marca –la mayoría de
los pilotos, vendían en cada aeropuerto clandestino artículos finísimos a precios
exorbitantes–; aunque intimidada por la presencia de Saskia, habló de expansión, de
poner a competir por precio a los distribuidores de la hoja de coca y de construir una
piscina; el Mellizo y el Capitán Figueras presentes, estaban conformes con lo que ella
decía, mientras la blusa se le siguiera pegando al cuerpo por la insoportable humedad;
Saskia, en cambio, saltó como una pantera, manoteó sobre la mesa y de un grito dejó a
sus interlocutores blancos como un papel; los guardaespaldas, afuera con mini-uzis, se
alcanzaron a voltear; la tensión aumentó en un segundo y lo único que se vio fueron los
ojos desorbitados de la alemana vomitando improperios, por esa boquita chiquita y
pintada de un rosa pálido; miraba de frente al Mellizo y le decía, palabras más, palabras
menos, que era inconcebible que su imperio, en una de las partes cruciales del
proceso, estuviera a cargo de una pareja de advenedizos que debieron ser asesinados
al tiempo con Jim Tsakarias y que si le quedaba grande la responsabilidad, pues que
ella misma conseguiría a alguien con suficientes cojones para no dejarse seducir de
una monita culipronta, con ínfulas de matrona de puteadero. ¿Quién la entendía? Un
día estaba contenta y satisfecha y al otro día se salía de los chiros; su ataque de ira
hubiera sido creíble si no es porque llevaba una semana en Zacambú alabando la
efectividad de la operación. El Mellizo consideró que había llegado el momento de
ponerle un “tate quieto” a su socia para frenar sus cambios de humor tan sucesivos; se
levantó, tomó aire y se retiró; se alzó con el minijet y los guardaespaldas, se le llevó la
ropa y dejó a Saskia tirada en la mitad de la selva, con sus tacones altos y un maletincito
con un brassier, cuatro cucos y un repelente para los mosquitos. Ella quintuplicó su furia
pero se dio cuenta de que sus rabietas, en la mitad del Amazonas, se ahogaban entre el
marasmo de la naturaleza y se reducían al acto de animalidad pura que,
verdaderamente, eran. Esa noche, sin el Mellizo y en estado de indefensión, le hizo
falta su ración diaria de sexo, fue a la cocina, desgranó una mazorca, puso la tuza en
agua caliente para suavizarla y presionándola, con suavidad, entre la vagina, se quedó
dormida y se soñó en Babilonia, fastidiada por una repentina escasez de semen que
dejó la ciudad regada de falos marchitos. Al otro día, se levantó como nueva, salió a
caminar y vio a la australiana dando órdenes y organizando a las mujeres ucranianas;
notó que lo hacía con propiedad y de manera amable, pero sin perder su voz de mando.
“¿Quién dijo que por vivir entre narcotraficantes y drogadictos, entre la sangre y las
armas, tenemos que tratarnos a los putazos?” le preguntó la australiana al Mellizo, con
su español chapuceado, una noche de rumba en Leticia, cuando lo vio bufando como

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una bestia y lastimando, con el cañón de su pistola, a una adolescente que no le abría
las piernas. Ella tenía claro que se debía humanizar el ambiente, por lo menos,
alrededor y al interior del laboratorio y así se lo hizo saber a Saskia cuando, a
regañadientes, las sentaron a almorzar juntas, bajo unas palmas con hojas como
techos, que amainaban el calor y sonaban como olas de brisa. El argumento era muy
sencillo, entre más se consolidaran como una familia, más fidelidad y protección
recibirían de los ucranianos por lo que también, en un tono empresarial, le dijo a Saskia:
“Mi meta es que, cualquiera que trabaje con nosotras, no sienta que le pueden dar,
inadvertidamente, una cuchillada por la espalda”. Sabía de antemano que utilizar la
palabra “nosotras” debía disparar algo en ella, molestia o solidaridad, no sabía cuál;
pero, Saskia lo tomó como se estaba acostumbrando a tomar todo: “¡Esta vieja se
quiere acostar conmigo!” pensó; pidió una botella de whisky, dos vasos y conversando,
temas más mundanos, se pasó la tarde esperando la oportunidad de meterle los dedos
a esa humedad, guardada entre sus muslos, que se le antojaba densa y combustible
como el sudor de sus axilas depiladas; le dijo, de frente, que quería culeársela, que
quería montarla por detrás y halarle el pelo como a una potranca salvaje; eso hicieron:
durante los días siguiente, ninguna de las tres salió del cuarto, ni ella, ni la australiana,
ni la tuza de mazorca.

Saskia necesitaba estar feliz del cuerpo, para que su alma y su mente vieran las cosas
de forma positiva; le tocó reconocer el acierto del Mellizo en confiar la operación de
Zacambú a una pareja, cuyo desempeño era productivo y al parecer ¿quién lo creyera?
realizado dentro de unos márgenes, fehacientes, de honradez. Desayunando jugo de
piña con vodka, pidió un gramo de cocaína y se lo trajeron sobre un espejo limpio,
acompañado de un filo para picarla, una cucharita y un billete de cien dólares enrollado
en forma de pitillo, ya fuera que se la quisiera meter cuchareada o por líneas. Mandó
llamar a su amante y al Capitán Figueras para ofrecerles droga; la pareja se miró,
dejaron el espejo a un lado y la australiana se animó a decirle: “Los que trabajamos aquí
no metemos la droga, no lo permitimos, nos da pena pero está prohibido”. Saskia le
puso un dedo en la boca, con cariño –aún seguía deseosa de sus babas y de su
lengua– y acto seguido, botó la cocaína al piso; aunque le hubiera encantado un
pericazo en ese instante tuvo, por lo menos, la voluntad para rechazarla, no quería ser
ella la que diera mal ejemplo y de paso, aprovechó para pedirles disculpas por su
gritería irrespetuosa durante la reunión anterior. El lunes siguiente, llegó el Mellizo para
asistir al comité ejecutivo que quedó interrumpida; notó que la australiana estaba aún
más hermosa –se veía como un ramo de claveles sabaneros–. Su piel había tomado un

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tono carmín y los vellos de los brazos se le veían erizados y magnéticos. Saskia estaba
igual, pero pasó desapercibida para el Mellizo, de quien empezaba a distanciarse a
cuentagotas. Durante la reunión se discutieron dos ideas que harían crecer el negocio,
aún más, pero no fueron aprobadas hasta que se hicieran algunas pruebas “y estudios
de factibilidad” dijo Saskia, cuando en realidad lo único que le rondaba la cabeza era
meter a la cama al Capitán Figueras; bastaba, para desearlo, que estuviera a la mano,
que le provocara rasgar su piel color dorado atlántico y que fuera su subalterno. Al otro
día, improvisaron una especie de sesión solemne, se reunió al personal en el comedor
y Saskia apoderó –delante de todos– a la australiana y al Capitán Figueras, como los
jefes y responsables de toda la operación; el Mellizo hinchó el pecho y los ucranianos
aplaudieron y gritaron consignas, incomprensibles, de felicidad. A puerta cerrada, con
las maletas hechas, antes de partir acordaron otro comité ejecutivo, a seis meses vista,
para ver los resultados de lo decidido la víspera; se tomaron unos tragos, almorzaron y
para la siesta Saskia y el Capitán Figueras entraron juntos a la habitación principal y la
australiana y el Mellizo entraron a otra, la de atrás, con vista a una improvisada cancha
de fútbol donde iría la piscina. El Mellizo no aguantaba más la erección reprimida que
tenía entre los bluyines, desde antes del almuerzo y la expuso en su máxima extensión,
botado sobre la cama; la australiana la tomó entre sus manos y mientras la acariciaba
de arriba abajo, le preguntó: “¿Por qué no mataste al Capitán Figueras después de que
te ayudó a subirme a la lancha rápida? Pensé que lo ibas a hacer” preguntó y la cara de
extrañeza, en el rostro de él, la obligó a corregir “no me malinterpretes, me he acercado
mucho a él y me parece grandioso que esté vivo; pero cuando veníamos para acá y yo
estaba inmóvil, medio muerta en esa lancha llena de sangre y pedazos picados de
cuerpo, me acuerdo que me quedé esperando el tiro de gracia en su cabeza y su caída
al agua …” no terminó la frase pero se quedó atenta, esperando una respuesta; escupió
en la punta de su pene para lubricarlo y masturbarlo mejor y el Mellizo, sin ninguna
turbación, dijo: “Lo pensé, es cierto, pero por el camino se me olvidó matarlo”.

Nunca había vomitado tanto; yo me sentía experimentado en aguantar escenas


criminales: cadáveres mutilados, fosas comunes, cuerpos o partes de cuerpos
humanos disolviéndose en ácido y drogadictos hacinados en baños sin agua, por dar
sólo unos ejemplos, pero cuando mi General Padrenuestro me pidió un reporte de la
situación carcelaria en Cundinamarca, mi estómago no fue capaz de sobreponerse al
grado de porquería en el que personas, de carne y hueso, se acostumbran a vivir; en un
ambiente que, se supone, debería propender por la dignidad y facilitar algún grado de
rehabilitación. En los baños siempre hay fila y algunos reos se han ganado el derecho

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exclusivo de vender, en esas filas, elementos para la higiene personal e íntima; a los
más urgidos les proveen –por precios absurdos– bolsas para la basura y botellas
vacías, para que hagan del cuerpo, ahí mismo, delante de los demás y puede suceder
que, por un menor precio, se facilite una bolsa usada –por otros– a alguien con el mismo
apremio. Por plata, la policía otorga derechos y protección; por plata, los presidiarios
más pobres venden su cuerpo o asesinan a los compañeros de pabellón, por contrato o
para robarlos; por plata, nuestras cárceles son un comercio de pornografía, droga,
armas y prostitutas; éstas últimas entran, con anuencia de las autoridades
penitenciarias –quienes cobran un porcentaje de las ganancias– para satisfacer a
cuantos hombres alcancen a pagarles; les cobran también a los que quieren mirar y
hacen descuentos por excitar a hombres que se masturban en grupo. Para dar un
ejemplo de la degradación sexual que se vive en las celdas, me contaron que a los
primíparos –por regla general– los violan la primera noche, los exhiben en una tarima,
los obligan a desnudarse y los subastan. Si alguno reclama, los mismos carceleros les
dicen siempre la misma frase lapidaria: “¡Pone plata o pone culo, así es la cosa!” En las
cárceles de mujeres la situación era igual, pero mucho más chocante constatar que
ellas son capaces de incitar la misma degradación y violencia, con un agravante: por el
pago de una mensualidad que debía ser bastante onerosa, a muchas de ellas les
estaba permitido entrar, de forma temporal o permanente a sus hijos pequeños quienes
–por supuesto– crecían pensando en la cárcel como su primer hogar. “Es una tristeza”
le dije a mi General Padrenuestro “que no seamos capaces, de proveer cierta calidad
de vida entre la comunidad carcelaria” me calló de un zarpazo y exclamó: “No se me
ablande, Lugarte. Si mete marranos en un palacio, éste se volverá una marranera y si
mete príncipes en una cárcel bogotana, éstos se volverán marranos”. Levantó la ceja
derecha y me miró de manera condescendiente para, antes de despedirme, agradecer
mi buena voluntad y contarme que me llevaría –al día siguiente– a la Quinta de Nariño,
donde almorzaríamos con Massimo Chafotti y Lando Boccini, los artífices de la lucha
frontal que los italianos libraron y ganaron, contra la mafia siciliana y la camorra
napolitana; habían estado en Bogotá, antes, como asesores en seguridad carcelaria y
dando conferencias sobre sus innumerables proezas. Lo único que recuerdo bien es
que mi General Padrenuestro alegaba, las veces que los escuchó, que se sentía
perdiendo el tiempo porque poco tenían qué enseñarle y que no se cansaba de
llamarlos “Nalgoni y Caradeverguini” en privado.

¡Qué lugar tan desapacible, la Quinta de Nariño! Tan incómodo, tan de cuello blanco y a
la vez tan descuidado; muebles del estilo de algún Luis amanerado y en las esquinas

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canecas de plástico verde, pupitres y archiveros metálicos en la mitad de los
corredores, frente a cuadros de Arce y Ceballos; y lo que más me llamó la atención, una
jauría de perros chiquitos, esponjosos y chillones que tenían socavadas las macetas y
cagados los tapetes; tal vez por eso se sentía, en los rincones, un olor a creolina, de la
misma con que desinfectan las barracas. Está bien que Guillermina Otúnez era de
provincia, de por los lados de Tibacuy, pero el buen gusto para un Presidente de la
República era algo que se podía comprar; asesores en los campos de la decoración y la
combinación de colores, pululaban entre la corte de asexuados y políglotas que
gravitaban en los cocteles y kermeses que se llevaban a cabo en Palacio. El marido de
Guillermina era una persona insustancial que se presentaba como Marcelo de Otúnez
“pero me pueden decir Muma” agregaba, con tono simpaticón; hacía chistes como “me
hubiera ido mejor casado con Margaret Thatcher” o “sólo soy Primera Dama en la
intimidad de nuestra habitación”; era de gestos y vestir ramplón, usaba colonias
dulzarronas y vestidos de dril claro, con zapatos blancos, como si viviéramos a orillas
del río Magdalena. Le arreglaban, pulían y brillaban las uñas a la hora del desayuno y a
veces, se delineaba ligeramente, muy ligeramente, las pestañas; se enorgullecía de las
alabanzas que los invitados le hacían a la comida, porque él, desde el primer día, se
hizo cargo de la cocina. Contrató los chefs y el personal, pasaba horas diseñando los
menús y ese esfuerzo se convirtió en una pantalla para ocultar su atracción por las
muchachas con uniforme: meseras, ayudantes de cocina, mucamas, aseadoras,
cualquier coimita indefensa y barata, con cofia y delantal, lo excitaban hasta el
paroxismo; las asaltaba en los corredores, en las áreas de servicio y sin preguntar, les
subía la falda, les bajaba los calzones y les sacaba las teticas por un placer instantáneo,
mínimo y afanado, que la mayoría de las veces lo metía en problemas con su mujer,
pero que ella se acostumbró a solucionar, a la par con sus responsabilidades como Jefe
de Estado. Muma era, por múltiples razones, motivo de vergüenza general, pero los
medios de comunicación lo calificaron como excéntrico y de ahí en adelante, los
cundinamarqueses le aguantamos sus frivolidades, salvo mi General Padrenuestro
quien, cada vez que podía le escupía la flema amarilla y turbia producida por sus
carraspeos, en los zapatos. El almuerzo con los distinguidos italianos –desde mi punto
de vista– estuvo animado, pero mi General Padrenuestro se fastidiaba mucho en
ambientes tan delicados, con tanta pompa y etiqueta; estaban también el embajador de
Italia y su señora, una Claudia Cardinale decadente que miraba, sin parpadear, a través
de las varias y evidentes cirugías en los ojos y el Ministro de Corrección, Equidad y
Justicia, doctor Ildefonso de Mier Dávila y su secretaria privada. La Señora Presidente
se explayó en las palabras de bienvenida, nos recibieron con vino blanco –francés,

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craso error– y cuando pasamos a la mesa el Ministro de Mier expuso, como un hecho
cierto y en marcha, la nueva organización carcelaria del país: lo único que se escuchó,
mientras los demás comíamos, fue: bla, bla, bla, blablá, blablá y a lo último “… y una
cárcel de máxima seguridad para los narcotraficantes más peligrosos y con los
juzgados a cargo de sus casos en el mismo edificio o en la cercanía, para evitar los
problemas de traslado de los reos”. “¿Usted qué opina, Señor Ministro?” preguntó la
Señora Presidente, dirigiendo la mirada a mi General Padrenuestro, a lo cual él
contestó: “Si me hubiera consultado, con anticipación, le hubiera contestado lo que
pienso; a estas alturas sólo puedo decirle: estoy para servirle, Señora Presidente”. Se
paró, taconeó, hizo el saludo militar y se retiró como buen subalterno; yo salí corriendo
detrás de él, como un perrito faldero y una vez en el carro sentí, desde el asiento de
adelante, el bufeo que le producían la rabia y las ganas de estrangular a alguien, en
este caso al Ministro de Corrección, Equidad y Justicia quien, seguro, era un vendido y
un corrupto; lo digo, porque quienes desarrollaron acciones a espaldas de mi General
Padrenuestro, la mayoría de las veces lo fueron. “Lugarte, averígüeme lo que sea sobre
ese comemierdas” me pidió cuando llegamos a la Oseta.

Andulima era mía de lunes a sábado; los domingos desaparecía con mil excusas, daba
pocas explicaciones, tomaba buses en varias direcciones y pedía demasiadas
disculpas; se volvía otra, menos cariñosa, obnubilada por alguna situación que no
podía controlar; yo le decía siempre lo mismo, que confiara, que yo no la juzgaría por
nada ni ante nada, que éramos los dos contra el mundo. Ella me miraba con sus ojos
blandos, su sonrisa a medio abrir y su falda a cuadros, me pedía cerrar los ojos y se
escondía detrás mío; yo fingía no verla, hasta que me abrazaba y con su solo aliento, su
solo suspiro, me metía entre sus pulmones y me llevaba a cada extremo de su cuerpo,
para cargarme con ella adonde fuera que ella iba; tomaba el bus y corría, rápido, hacia
la ventana de atrás para verme partir. “El que se queda, también se va” me decía y me
prometía versos, estampitas de chocolatinas y silencios bajo la luz de la luna, pero yo
–¡cómo fui de guevón!– le preguntaba “¿dime a dónde es que vas los domingos?” y ella
se molestaba porque no estaba preparada para decírmelo o pensaba que yo no estaba
preparado para escucharlo; aunque conocía su exacto destino, era importante oírlo de
sus labios, conocer las razones del misterio, saber a quién visitaba y de qué se trataba
ese pedazo de vida que me estaba ocultando. La urgencia de obtener respuestas era
con el objetivo de poder evitar que Blas tomara cartas en el asunto, porque no
demoraría en seguirla por su cuenta, si no lo había hecho todavía. No se me ocurrió qué
hacer o me demoré mucho pensando qué hacer. Blas me cogió corto, delante de mi

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General Padrenuestro y me invitó a que la siguiéramos entre los dos; me quedé callado
–algo se me ocurriría– pero nada se me ocurrió. Al siguiente domingo, mi complicidad
con Blas me hizo sentir que estaba violando esa línea imaginaria entre los espacios de
Andulima y los míos; la dejé en el bus y apenas volteó la esquina, apareció Blas en un
Renault 4 y nos fuimos detrás, hablando poco, porque Blas era un hombre circunspecto
que nunca reía ni hablaba más de la cuenta; me preguntó que si ya la había desflorado;
le respondí de manera afirmativa y comentó que eso era muy bueno “las mujeres
enamoradas cometen muchos errores” fue que me dijo, con el tono de un experto
calificado. Andulima se bajó en Chapinero, compró un paquetico de habas tostadas,
caminó una cuadra y en la Avenida Caracas pensé que iba a tomar un bus en sentido
contrario pero se devolvió, se paró frente a nuestro carro y se nos quedó mirando a los
ojos; nos comentó algo así, sarcástico, como: “Espero que ustedes no sean los agentes
secretos más eficaces de la Oseta” se rio con desparpajo y nos invitó a ver una película.
Fuimos caminando hasta el Radio City, un teatro que estaba en franca decadencia y
vimos Ballena Asesina. Blas nunca había ido a cine y por primera vez, lo vi nervioso: el
haz de luz en la oscuridad, las imágenes nítidas frente a él y la trama sangrienta con
personajes armados y duros, como él, le fascinaron, lo tuvieron estático y sin moverse
por hora y media. Mientras tanto, yo estaba recibiendo el trato de la indignación:
Andulima no dejó ni que le cogiera la mano. Al salir, Blas volvió al carro y se fue; nos dejó
a nuestra suerte y con mucho que discutir, con la obligación de poner sobre la mesa la
sinceridad que –se supone– son los pilares fundamentales de una relación amorosa.

Le conté las razones por las cuales Blas consideraba que ella podía ser un problema de
seguridad. “Él te había seguido antes” le mentí y proseguí “hasta una casa cerca a la de
mi General Padrenuestro”. Ella empalideció, no sabía que estuviéramos tan cerca a la
realidad; antes de dejarla hablar, lo último que le dije fue “pero eso no es grave, lo que
genera sospecha es la cantidad de vueltas que das para llegar allá” insistí en eso, en la
razón de ocultar su destino dominical y aproveché para contarle que el hombre, con el
que fue a pedir trabajo, era un merodeador y que lo teníamos fichado. “Es mi hermano”
musitó llorosa “los dos le debemos mucho a Reina, la dueña de esa casa” agregó y fue
ahí que, entre sollozos, me aseveró que no quería poner en peligro lo nuestro, ni su
trabajo y que, la mentada señora, la salvó, junto con su hermano, de haber sido
enrolados en la guerrilla, porque el frente Polanco Chicha, de las Milicias Armadas
Revolucionarias, se los quería llevar al monte y quedarse con la finquita que cuidaban,
en Sasaima; pero “¡cómo es mi dios de milagroso!” exclamó y me aclaró que Reina llegó
un día, en un taxi y los sacó de allá “qué se metan la finca por el culo” gritó y dejó la

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propiedad botada, sin importarle, pues es una mujer acomodada. “Andulima” le dije,
con cariño “conmovedor lo que me cuentas pero, la verdad, no explica la necesidad de
mantener el asunto en secreto” ella, después de fingir un ataque de tos, se molestó y
me reprochó que yo no la dejaba terminar su historia; tosió otro poquito y prosiguió:
“Para qué, pero la señora Reina me cogió cariño” y me reveló que, por eso, no la puso a
putear, como a las demás mujeres que viven con ella y que le permitió salir, a trabajar,
para que se contaminara lo menos posible del ambiente promiscuo de la casa y
concluyó: “Por eso el misterio, mi amor lindo, no quería que me pillaran entrando a una
casa de citas y que fueran a pensar mal de mí”. Esa parte me la dijo llorando, se calmó
un poco y con voz lastimera, reiteró: “Nadie puede saber, mi lindo ¿me lo prometes?”
preguntó, ahogada y conmovido se lo prometí. Se extendió en detalles de su pasado y
de su vida, para que el contexto la ayudara a justificarse –supongo– puntualizó en su
vida de huérfana, en cómo perdió a sus padres y sobre la tristeza cotidiana de los
albergues infantiles. Tuvimos la conversación en una cafetería mal iluminada y con
mesas afuera –cosa muy rara en Bogotá, por el viento frío que baja de las montañas–
donde tomamos tinto y compartimos un pastel de yuca; entre otras cosas, reconoció
que su hermano era un mirón y lo tachó de metido e interesado en los asuntos de otros,
pero lo describió como “inofensivo y buena papa” y por supuesto: yo me lo creí.
Tomando el bus de vuelta, en la Avenida Caracas, sentí que esa confesión me acercaba
a ella, por eso estaba tranquilo; “corazón hermoso, esta noche me quedo –dudó unos
segundos– en la Bombonera, así se llama el burdel. ¿Tú me haces el favor de decirle a
Celina que llego, a primera hora, mañana?” preguntó y yo le respondí que “sí” que
“¡claro!” que “¿cómo no?” Nos separamos al bajar del bus, la despedida fue un poco
cortante –era bastante lo que debíamos asimilar– pero reconfortante porque hablar con
la verdad es como tomarse un reconstituyente balsámico. Llegué a la casa de mi
General Padrenuestro, entré por el patio y me estuve un rato jugando con Martina –“ya
era compañía” como dicen– hablaba hasta por los codos y tenía sus propias opiniones
sobre todas las cosas, estaba estrenando un triciclo y ponía a los soldados a
cuidárselo; vi a Celina un par de minutos, le comenté lo de Andulima y me fui a dormir.
Yo no vivía todavía en la casa, pero había cinco o seis camarotes para la guardia y los
escoltas; encontré uno libre y por eso, me quedé esa noche. La llegada de Andulima a la
casa de Reina fue un poco más atropellada; los reunió a ella y a Mauro, habló en voz
baja y les contó, sobre la marcha, los pormenores de lo que se había inventado para
sacudirse de mis pesquisas. No omitió detalle y el relato se los hizo de la misma forma
actuada y contundente con que me lo hizo a mí; Reina la felicitó por su oportuna
ocurrencia y al otro día se levantó, con renovados bríos, a asumir un nuevo reto: montar

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un puteadero, en su propia casa y ponerle de nombre: La Bombonera.

Reina engordaba, el recuerdo de su belleza física era, todavía, una espina latente, se
sobreponía a esa amargura disfrutando de los placeres de la comida y de la cercanía de
aquellas personas a las que el dinero podía comprar; se consiguió, por ejemplo, un
psiquiatra, diplomado en Trinidad y Tobago, quien le recetaba lo que ella le señalara en
el vademécum, actualizado, que mantenía en su mesita de noche. Planear la venganza
contra mi General Padrenuestro “estaba bien” pensaba; era un propósito para seguir
adelante con las cargas de la vida, pero tenía el problema de que la espera –que podía
llevar años– de la oportunidad para llevarla a cabo, producía una inaguantable
ansiedad; por eso, contando con el arsenal de psicofármacos que consumía, la
experiencia de volverse la matrona de un burdel, con clase y para la gente pudiente, fue
un incentivo que le cambió la existencia. ¿Cómo no lo había pensado, antes? Tendría
su propio jet set, personal. Estaba feliz, radiante, sacó ideas de las revistas de moda,
las fusiló a su manera y las puso a funcionar, teniendo buen cuidado de aparentar que el
sitio llevaba, por lo menos, dos años de funcionamiento. Estaba agradecida con
Andulima por la ocurrencia, pero sentía que se le estaba saliendo de las manos, que
ella estaba tomando vuelo propio y que podría poner en peligro sus planes; procuró no
preocuparse más de la cuenta, al respecto, pero se mantuvo vigilante; de todas
maneras Mauro le haría saber sobre cualquier extrañeza en el comportamiento de su
hermana y con más entusiasmo, desde que lo puso a cargo de ayudarla a escoger y
contratar las chicas que atenderían el negocio. Hizo un shower de cosas de burdel y sus
amigos peluqueros, fisio-culturistas y actores de teatro la llenaron de artefactos para
lubricar, intensificar, facilitar, demorar y hacer más divertido el amor. Los invitados le
alabaron la decoración; en vez de hacer diferentes cuartos temáticos, como pensó al
principio, Reina prefirió darle a la decoración general un estilo árabe: tapetes rojos,
cojines con visos dorados, colchas con arabescos y potpurrí con los olores de las
especias más afrodisíacas de la antigua Persia. Casi que, al tiempo, le tocó montar una
escuela de danza del vientre porque las chicas que decían practicarla, simplemente, se
clavaban una fantasía brillante en el ombligo y movían las caderas, pero no el
estómago. Trató de que la obra no se demorara demasiado, limitó las refacciones a dos
calentadores que añadió a la tubería del agua caliente y creó distintas salas de recibo
para tratar, al máximo, de proteger el anonimato de la clientela. Inspirada en las
prostitutas florentinas, le hubiera gustado que sus chicas gozaran de alguna estatura
intelectual, pero la mayoría, a duras penas, sabían leer y escribir; tenían, eso sí, una
cultura de telenovela que les permitía hablar sin descanso sobre los galanes de la

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televisión y las devoradoras de hombres que nos traían, por esas épocas, las
producciones méxico-californianas, bastante mal traducidas al español –por cierto–.
Reina se inventó una supuesta re-inauguración privada y como se trataba de un
servicio para la alta sociedad, el nombre: la Bombonera, fue puesto, pequeñito, en
letras doradas sobre la madera oscura de la puerta. La publicidad corrió por cuenta de
las chicas que se pararon en distintas esquinas de Bogotá y le entregaron tarjetas, a los
taxistas, para que fueran conociendo el lugar y llevando clientes a cambio de
sustanciosas propinas. Lo demás era poner avisitos discretos en los periódicos:
“¡Melcochas, chocolates, caramelos, colombinas! Variados sabores de chicas, en la
Bombonera. Tarjetas de crédito, shows en vivo y parqueadero vigilado”. Regaron el
cuento de que el burdel pertenecía a una dama de la alta sociedad, que además era
presentadora de televisión y promotora de eventos filantrópicos y con eso, tuvieron
para arrancar con pie firme el negocio. Al principio, se trató de un comercio de piel y
sensualidad, con un ambiente de “solaz entretención” –le gustaba pensar a Reina–
pero, con el tiempo, se fue transformando en un rumbeadero en el que, por controlado
que estuviera, se llenó de viciosos y delincuentes de cuello blanco y la no tan nueva,
escoria de nuevos ricos –producto del narcotráfico– que podían, en una noche,
consumir todo lo consumible y entregar tanto efectivo que muchas chicas pagaban su
carrera, sus gastos y les alcanzaba para enviar a sus familias dinero para que vivieran
bien en provincia. Bastaba administrar con cuidado “lo que mi dios les puso entre las
piernas” como lo expresó Blas la mañana que, en una oficina de la Oseta, frente a mi
General Padrenuestro, rendí cuentas de mis averiguaciones.

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Varios meses después, la tarde en que inauguraron la piscina de Zacambú, todas las
familias estaban allí y fue la oportunidad esperada por Saskia para mostrar las enormes
siliconas que se puso; un trabajador, de los cundinamarqueses, de los que llegaron por
recomendación de los mellizos, tomó más de la cuenta y le decía: “Doña Saskia, no se
vaya a meter al agua que nos vacía la piscina”, “doña Saskia, no le dé por broncearse
topless que nos descubren los satélites”, “doña Saskia, ¿dónde dejó a Rómulo y a
Remo?” repitió lo mismo como diez veces, sin descanso, dele, dele y dele que dele y
cuando, ya jeteando, afirmó “a doña Saskia, le falta operarse el culo para equilibrar” ella
le vació su nueve milímetros en la cabeza y enfrente de los niños; los desperdigados
sesos volvieron roja la piscina y ordenó, de inmediato, que la llenaran de Rachís para
que el agua se tornara azul –o al menos vino tinto– y todos se siguieran bañando, pero

199
nadie lo hizo; se alzó de hombros y se fue a dormir la siesta, no sin antes llevarse al
único par de ucranianos solteros a la cama. La mañana siguiente llegaron Yuri y
Volodia; los recibieron con la deferencia reservada a los benefactores: les prepararon la
comida de su tierra y les escucharon sus historias sobre el Caribe, los arcoíris de peces,
debajo del agua y las olas de espuma amarilla y resplandeciente, que los
conquistadores españoles creyeron, en un principio, que eran de oro; distinto al mar
grisáceo frente a las costas de Crimea donde lo más animado es un banco de merluzas.
Cometieron el error de hablar más de la cuenta y de criticar la forma, improvisada, como
el Ruso estaba manejando la operación en Miami. Saskia –como ya se estableció– no
hablaba su idioma y de haber conocido, en ese momento, las deficiencias de su socio
Ruso, poco o nada hubiera hecho al respecto, por la sencilla razón de que era
irremplazable: sólo él conocía los pormenores técnicos del oleoducto –se lo había
inventado– y lo más importante, compartían la visión de que, más allá de ser la forma
más creativa jamás utilizada para traficar droga, estaban metiendo una sonda entre el
culo de los Estados Unidos, con supositorios dirigidos a corroer la energía medular de
la sociedad: la gente joven. Tocaron el tema del Ruso –por supuesto– pero en Zacambú
el interés de Saskia por hablar con Yuri y Volodia era el de estudiar las posibilidades de
mejorar el oleoducto, de evitar lo más posible el desgaste de una tubería que estaba
vieja y tener un plan B en caso de que fallara; algo así como ir construyendo uno más
moderno, al lado o pasar uno más ancho por debajo del lecho marino o construir uno
terrestre desde Tijuana o Monterrey hasta Sandiego; si bien es cierto que las tres
ciudades eran de los Estados Unidos, las dos primeras lo eran “por adopción” –como
ellos decían en sus discursos amistosos– la verdadera frontera en cuestiones de
contrabando, tráfico de estupefacientes y trata de blancas seguía siendo el Río
Grande, sus muros de contención y sus alambrados paralelos. Tal vez –y en eso no le
faltaba razón a Saskia– porque los tiene sin cuidado que los nacionales de raíces
centroamericanas o mexicanas, se friten los sesos a punta de droga; la realidad era –y
sigue siendo– que los gringos le sumaron a la discriminación racial una más grave, de
índole fronteriza, que los divide entre conquistados y conquistadores. Yuri y Volodia
estaban encantados de tratar directamente con Saskia, cuando se empezó a poner
confianzuda con ellos –a presumir sus nuevas tetas y rozarles las pantorrillas– le
confesaron que eran pareja, cosa que al cabo de dos botellas de whisky, más, se les
empezó a notar a leguas, con griticos como de loros o chiribiquetes. Saskia les
agradeció la franqueza con que le hablaron: construir un segundo oleoducto era una
empresa imposible sin llamar la atención y tendría, salvo una pocas mejoras, el mismo
riesgo del actual frente a sismos, huracanes o maremotos, con el peligro en ciernes

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que, de romperse en dos sitios a la vez, el ducto sería irrecuperable pues la profundidad
de las aguas, en ese sector del Caribe, es, para cualquier efecto: infinita.

La operación se había vuelto tan exitosa que, con la Blue Kiev en ciernes, Saskia
mandó a construir una casa espectacular en Tortuga, la punta nororiental de la isla Gran
Caimán; desde ahí estaba más cerca de la acción. Ella decía, por mamar gallo, que en
un día despejado se veían las letrinas blanquecinas e inmensas, instaladas por los
gringos, en Bahía de Cochinos. Se demoró un año y medio en la construcción de la
casa y la inauguró una semana después de que los mellizos salieron de la cárcel; los
dos se asombraron con la tecnología: radares conectados a computadores, de
pantallas verdes, señalaban intromisiones terrestres, marítimas, aéreas o
subacuáticas, con la novedad de que se podían distinguir los guardacostas
norteamericanos de las demás naves. Las antenas podían hacerle seguimiento a
transmisiones radiales, de onda corta, a quinientas millas a la redonda y descifrar el
mensaje de, por lo menos, el cincuenta por ciento de las señales encriptadas. La casa
era un fortaleza blindada con entrada secreta, por una caverna, para lanchas rápidas;
“sólo nos falta tener una ojiva nuclear escondida, para aparecer en una película de
James Bond” decía animosamente el Ruso quien –dicho sea de paso– con la caída del
bloque soviético describía su labor, a quien lo quisiera escuchar, como si fuera la
continuación de la Guerra Fría. Sus comentarios no eran muy bien recibidos por los
mellizos, quienes no querían politizar el negocio, ni que hubiera filtraciones de
información; pero era inútil hablar con él, porque se hacía el pendejo y respondía en una
jeringonza que ni siquiera Yuri y Volodia entendían.

Una cárcel de máxima seguridad para los capos de la droga fue tan buena idea que
ellos mismos pusieron la plata para su construcción; se pensó, en un comienzo, hacerla
en el perímetro urbano, pero hubo una reacción bastante agria por parte de la
ciudadanía capitalina. Si existía el compromiso ineludible de no extraditar a los
cundinamarqueses por crímenes cometidos en el extranjero, tenían que mostrarse los
esfuerzos de la administración Otúnez por reforzar la infraestructura de la justicia y ¡qué
mejor! que una penitenciaría inexpugnable “como Alcatraz o el Castillo de If” dijo la
Señora Presidente en la rueda de prensa, en la cual expuso la idea ante los medios de
comunicación nacionales e internacionales. El tire y afloje con las alcaldías municipales
que no querían la cercanía de un sitio de reclusión “de alta peligrosidad” según lo
expresaron, fue muy fuerte y ante el afán por presentar resultados, se tomó un hotel-
casino-resort en decadencia y se reformó para el efecto. Nació, entonces, la Cárcel del

201
Peñón y donde solía el jet set bogotano pasar fines de semana y vacaciones, una
década antes, se convirtió en un terraplén alambrado e inhóspito, con rejas de cinco
metros, miradores artillados, paredes como murallas y un lago –otrora paraíso de
esquiadores y practicantes de canotaje– al que se trasladaron comunidades enteras de
cocodrilos con dientes afilados y pirañas asesinas. Las casas alrededor, lujosas alguna
vez, se remodelaron para transformarlas en unas residencias más austeras y
homogéneas donde quienes impartieran justicia podían vivir con comodidad, por lo
menos, de lunes a viernes o cuando tuvieran responsabilidades procesales. El
complejo habitacional debía tener las restricciones propias para que sus moradores
permanecieran anónimos; porque parte del éxito, en Italia, para evitar el asesinato de
los jueces fue el de mantenerlos a la mano, pero escondidos y protegidos –sin rostro– al
igual que a sus esposas y a sus hijos. Las instalaciones se inauguraron con la presencia
de los altos estamentos sociales, políticos y militares de Cundinamarca y con el
traslado –esposados y amordazados– de delincuentes menores que mi General
Padrenuestro pensaba reemplazar lo antes posible por capos de verdad, una vez los
atrapara. Doña Guillermina Otúnez Neira, Presidente de la República Unitaria de
Cundinamarca, echó, con vehemencia, un fuerte discurso contra el intervencionismo
de las naciones más poderosas –sin especificar cuáles– en materia punitiva; alabó las
virtudes de juzgar, nosotros mismos, a nuestros propios criminales; ofreció una copa de
champaña y le pidió a Muma que cortara la cinta azul y roja que declaraba en
funcionamiento el presidio. Mi General Padrenuestro trató, de manera infructuosa, que
le dieran el manejo de las instituciones carcelarias del país, pero el Ministro de
Corrección, Equidad y Justicia, de forma categórica y aireada, se negó. Parte de mis
averiguaciones sobre este personaje lo señalaban como uno de los sobrinos
consentidos del expresidente Cascarón y ese tipo de blasones aún pesaban,
demasiado, para la repartición de puestos en el seno del poder ejecutivo; la rama de su
ascendencia no era poseedora de riqueza significativa, pero éste siempre ha sido un
país en el que bastan un par de apellidos bien puestos para presuponer currículo,
patrimonio y principios morales extraordinarios en aquellos “ungidos por la rancia
estirpe” –frase sacada de los estatutos del club campestre Camporrancio uno de los
más exclusivos de la ciudad de Bogotá–. Mi General Padrenuestro no se preocupó por
el asunto porque hijos de papi o de mami, era lo que le había tocado lidiar y además
tenía bajo la manga –con la ayuda de nuevos descubrimientos hechos por la Oseta– un
mecanismo infalible para que los capos más buscados de Cundinamarca se
entregaran sin tener que disparar un tiro, ni torcer un brazo, ni esperar un augurio.

202
El nuevo aparato de inteligencia de la Oseta empezaba a rendir sus frutos; a la manera
de J. Edgar Hoover, en Estados Unidos, mi General Padrenuestro se interesó por la
vida privada de los dirigentes cundinamarqueses: parlamentarios, ministros,
gobernadores, alcaldes, magistrados y sus familiares, allegados y amigos, quienes
tenían una carpeta, en algún disco duro, con sus pecados y sus milagros. Terminamos
poniendo dispositivos de audio o video en alcobas, baños, cuartos de hotel, oficinas,
salones de conferencias, carros, confesionarios, cabinas telefónicas, aviones y –éxito
total– en los hoyos de los campos de golf, que eran menos de diez, en el país;
descubrimos más secretos en los micrófonos puestos en los agujeros de cada green
que en los saunas de los moteles, por dar un ejemplo. La primera en caer fue la Iglesia,
el Cardenal Poncio Carrillo, para nuestra sorpresa, pues tenía una cara y una barriga de
Papá Noel que hubiera pasado por el tipo más buena papa del vecindario, era un
pederasta consumado; con decir que mandó diseñar un púlpito donde cupiera un niño
que le acariciara sus partes pudentas mientras, él, decía el sermón del domingo; o que,
en la privacidad del altar de la Catedral Primada, por las noches, se rodeaba de niños
empeloticos, como las esculturas de Verrocchio y Donatello, se acostaba en la piedra
fría, se echaba vino en su cáliz erecto y les decía: “Tomad y comed todos de él, porque
esto es mi cuerpo, sangre de la alianza nueva y eterna” y del mismo modo, acabada la
cena, el Cardenal animaba a cada niño a cogerse lo suyo, mientras los seguía
aleccionando: “Tomad este cáliz de mi sangre, que será derramada por vosotros, para
el perdón de los pecados” acto seguido les tomaba fotos, en diversas posiciones,
prefiriendo aquellas –por supuesto– en que se veían como angelitos rozagantes o
como el niño dios acurrucado en el canto de la Virgen María. Las fotos eran reveladas
en un cuarto oscuro, oculto, detrás de las estanterías de la sacristía y allá fuimos a parar
un lunes por la mañana; sólo Blas, mi General Padrenuestro, Quesada, Reyes y yo
tuvimos acceso a las fotografías, las clasificamos desde la menos hasta la más
explícita, sacamos una docena, intercaladas –entre más de doscientas– y con eso
tuvimos para sobornar al Cardenal Poncio Carrillo a quien obligamos a inventarse, de
acuerdo a los lineamientos bastante claros de mi General Padrenuestro: la bula
cardenalicia Requiem Aeternam por medio de la cual se ofrecía la certeza, en vida, de
que se llegaría al paraíso, después de la muerte. Y como –repito– seguimos siendo un
país pío y temeroso de dios, éstas indulgencias –aplicadas por la iglesia católica hace
más de quinientos años, antes del sisma luterano, por lo que no se trataba realmente de
algo novedoso– se ofrecieron a los delincuentes que declararan tener más de cien
propiedades, más de mil toneladas de cocaína coronada en los Estados Unidos y más
de diez mil millones de dólares; al tiempo con la aceptación, por escrito, de ser

203
encerrados en la recién inaugurada Cárcel del Peñón y procesados por el nuevo
sistema de Jueces sin Rostro que funcionaría en el mismo sitio del complejo
penitenciario. El ardid resultó, se entregaron los hermanos Eduardo y Gustavo Espinel
Ricaurte, Marlon Brando Arévalo, Filipino Salcedo Gil, Bauzán González Perico, Eladio
Palma Supatá, Matías Fómeque Candil, Walter Zúñiga Barberena, Rolando “El
Zopilote” Paternina, Calixto “El Furúnculo” Espatarra, María del Rosario “Pajita en
Boca” Caviedes y Damaris Miranda Dosquebradas, alias La Calientagüevos. La
opinión pública empezó a reconocerlos como los Doce del Patíbulo y el Presidente de
los Estados Unidos salió por las cadenas de televisión felicitando a Cundinamarca por
sus logros contra el narcotráfico y aunque pronunció mal el nombre de mi General
Padrenuestro, él creció como veinte centímetros por el simple hecho de que “la vaca
que más caga en la pradera” como decía levantando la ceja derecha, lo hubiera
nombrado frente a las cámaras del planeta entero; pero, inversamente proporcional a
esa alegría fue tener que entregarle al Ministro de Corrección, Equidad y Justicia los
presos para que tuviera, él también, su cuarto de hora, en el momento de encerrarlos en
la Cárcel del Peñón y al tiempo e inflando pecho, hacer un recuento, pormenorizado, de
la cantidad de hombres, armas, acero, concreto, blindaje y tecnología que velaba por la
seguridad de doce de los hombres y mujeres más buscados por la DBACä~=IIA y la Interpol.
En alocución presidencial televisada, la Presidente Otúnez le dio un parte de
tranquilidad a los cundinamarqueses: “Ahora, el siguiente paso, de acuerdo con la carta
de navegación que guía a este gobierno en el empeño por conseguir la paz, es el de
juzgar a cada uno de los Doce del Patíbulo –acuñó el apelativo– y advertir que ante el
hecho de haberse entregado, por voluntad propia, se contemplaría una sustancial
rebaja de penas, en la tierra y luz verde para llegar a la derecha del padre, en el cielo”
manifestó e invitó a quienes tuvieran cuantiosas deudas con la ley a hacer lo mismo.
Las cortes internacionales pusieron el grito en el cielo –les pareció demasiada
generosidad– Juan Pablo II vetó la bula cardenalicia Requiem Aeternam, cosa que
hubiera podido echar por la borda el proceso, si no es porque el papado también tiene
sus abogados y éstos lograron una solución expedita, condicionados a que tuvimos
que cubrir parte de la deuda del Banco Vaticano con la International Immobiliare, la
compañía dueña de la mayor cantidad de finca raíz, en el mundo. La plata salió de los
guardados de mi General Padrenuestro, en los socavones de la Oseta, a cambio de
agregarle, al texto de la bula, en letras más pequeñas y al margen: “Aplican condiciones
y restricciones”.

Cuando el embajador Harrisburg no estaba en la casa, Roxana solía meterse a su

204
cuarto e imaginarse situaciones en las que ella era la embajadora; muchas veces le
echaba seguro a la puerta, sentada con las piernas cruzadas, en la otomana forrada de
terciopelo azul perla; fingía fumarse un cigarrillo y seducir al Embajador con poses de
las actrices de sus películas favoritas, se quitaba la ropa y desnuda, se metía en la
cama y se concentraba en el olor que dejaban los afeites y colonias del Embajador,
impregnadas en la seda de las sábanas y las fundas de las almohadas. Esa
representación no era, para nada, un recurso masturbatorio, sino una forma de aplacar
la envidia que sentía por no ser de alcurnia, por haber nacido entre catres y retretes, por
no tener la oportunidad de aprender a conversar sobre la hospitalidad japonesa, sobre
las tardes lluviosas de Hamburgo, sobre las innumerables combinaciones del vodka y
la ginebra con las frutas; “es envidia, de la buena” pensaba para sí misma, pues nunca
se le ocurrió hacer nada drástico al respecto, salvo imaginar –empezando por el
embajador Harrisburg– a los hombres ricos y cultos protagonistas de sus fantasías. Su
vida de mujer sofisticada era cada vez más ocupada, más elaborada; sus encierros en
la alcoba principal de la embajada trascendieron, al extremo de que el servicio secreto
la puso en evidencia con el Embajador, pero él la defendió y la protegió porque
disfrutaba del relato de las ilusorias aventuras sexuales, que se sucedían en su propia
cama, mientras estaba ausente. La inventiva de Roxana no tenía límite pero, una tarde
de viernes, quedó al descubierto: al calor del brandy se le insinuó al Embajador, lo llevó
de la mano hasta su dormitorio, se quitó la ropa frente a él y cuando lo fue a tocar, él
exclamó: “¡No, quédate quieta!”; ella quedó fría y se metió entre las cobijas –para
sentirse menos vulnerable– mientras tanto, él tomó el uniforme de ella, sus medias, sus
calzones, su brassier y se los puso con cuidado, siguiendo una especie de ritual; abrió
un cajón con candado de clave y mirándose en el espejo del cuarto, frente a la cama, se
maquilló: se aplicó un tono nácar en los labios, pestañina brillante, sombras grises en
los párpados y con una peluca mona, al estilo de Verónica Lake, bailó de una forma
lenta –como practicando los pasos de una coreografía personal– mientras tarareaba
Moonlight Serenade. Se acostó al lado de Roxana, la abrazó y amanecieron juntos;
ella, durante la noche, se puso la piyama de él y no despertó en ninguno de los sueños
que su imaginación había previsto; se sintió cómoda, sin embargo y aunque el
Embajador, en un tono tajante, quitándose la ropa y el maquillaje le dijo “ahora te vistes
y te vas” en las noches, por venir, logró lo imposible, que el embajador Harrisburg se
dejara tomar fotos con distintos atuendos de mujer; sin embargo, nunca tuvo el valor de
mostrárselas a mi General Padrenuestro, ni de contarle sobre su discreto travestismo.
Como no era un asunto de seguridad nacional, nunca se lo mencionó a nadie; pero
disfrutaba pensando que, por ejemplo, cuando el embajador Harrisburg presentó

205
credenciales en la Quinta de Nariño, llevaba puestos unos calzones de encaje amarillo
y lacitos azules; de igual manera –y contado por él durante las muchas amanecidas en
las que usó su piyama– en la foto que ponían de él, a cada rato, en el periódico,
saludando a Ronald Reagan, tenía puestas unas medias veladas de nylon, debajo del
pantalón, que pertenecieron a Jayne Mansfield y que compró en una subasta. Su vida
–llegué a la conclusión– era tan aburrida que lo único que le permitía aguantar la
hipocresía propia de la diplomacia y las interminables e inútiles conversaciones de la
alta sociedad era pensar que, entre dirigentes de la mayor importancia, mientras
hablaban de tabacos, paquetes turísticos y marcas de relojes, él podía, perfectamente,
estar usando pantaletas fucsia con lentejuelas doradas o tener amarrado un lacito de
algodón perlado en la punta del pene, como lo tenía la vez que habló ante la Asamblea
General de Naciones Unidas, en pleno.

Lo que resultó positivo de la relación de Roxana, con el Embajador, es que para cuando
llegó a reemplazarlo John Paxton Cobbs, exmilitar, exmiembro de la Marina Naval de
los Estados Unidos y distinguido con la Insignia Corazón de León por su valor durante la
guerra, tenía excelentes recomendaciones para quedarse, sin que recayera sobre ella
ninguna razón de duda o antecedente que no hubiera sido subsanado por su mentor y
amigo Leland Harrisburg, con quien se siguió escribiendo por computador, como él le
enseñó; sistema que, todavía, no era una forma popular de correspondencia, como es
ahora. El embajador Paxton Cobbs se instaló con su esposa, una mujer hacendosa y
sin gracia y desde el primer día cambió la dinámica de la residencia por una más estricta
y austera. Era un hombre, en exceso, prevenido que planeaba, con puntual estrategia,
sus acciones y sus palabras; desde sus primeras declaraciones fue claro que no venía
a hacer amigos y que su compromiso con el gobierno republicano –que estaba de
salida– en su país, era el de lograr una alianza militar favorable con Cundinamarca, con
la excusa de ayudar en la lucha contra el narcotráfico. Mi General Padrenuestro resintió
su postura, desde que lo conoció, cuando el Embajador se auto-invitó a la Oseta y se
pasó la tarde hablando de sus hazañas como soldado y marine de los Estados Unidos
de América; salió de ahí y con la escasa información que obtuvo pontificó sobre las
necesidades, aciertos y desaciertos de nuestro ejército y nuestra policía. En rueda de
prensa, convocada por la Universidad de la Cordillera para conocer sus inquietudes
sobre Cundinamarca en lo social y en cuanto a derechos humanos, Paxton Cobbs sólo
se interesó por hablar de la capacidad operativa y la experiencia militar de su país, para
mermar la insurgencia delincuencial y guerrillera en territorios del tercer mundo; sacó a
relucir la exitosa campaña contra los rebeldes en El Salvador, la recuperación de la

206
soberanía kuwaití en el Golfo Pérsico y la reciente escalada contra las bases militares
de Muamar Gadafi, en Libia; manifestó, sin que nadie le preguntara, que nuestra
guerrilla y narcotráfico eran un solo cuerpo que se movía como un pulpo de muchas
cabezas y extremidades, cosa que ya se sabía, pero que no dejaba de ser, en extremo,
antipático que el representante de los Estados Unidos, con mayor rango diplomático, lo
dijera como una novedad, como si no fuéramos conscientes del asunto y estuviéramos
actuando en consecuencia. Para acompañar las declaraciones de míster Paxton
Cobbs, la embajada mandó a los noticieros imágenes de rescates militares realizados
en helicópteros ultra-silenciosos y por soldados con entrenamiento especializado para
tomarse una edificación, rescatar un secuestrado o eliminar un foco criminal urbano o
rural, sin dejar rastro; unos ninjas de pelo mono, bajando del cielo por cuerdas, con
visores nocturnos, intercomunicados, dotados con armas de fuego, armas blancas y
explosivos; a los televidentes les fue muy fácil pensar que si no mandábamos los
delincuentes a los Estados Unidos, pues los gringos iban a venir por ellos. Esa
intervención, con ínfulas de manipulación, causó fricciones entre ambos países y la
Presidente Otúnez le llamó la atención a la delegación diplomática; “Fucking bitch” fue
lo único que exclamó el Embajador, delante de sus subalternos y para calmarse, vació
parte de su irritación haciendo prácticas de tiro. Los Doce del Patíbulo se inquietaron
mucho y le mandaron al Ministro de Corrección, Equidad y Justicia una petición formal
para que les fuera instalado un radar en la Cárcel del Peñón y así poder defender la
soberanía del presidio; tamaño despropósito no llegó a los medios de comunicación
pero demostraba, a las claras, lo empoderados que se sentían los doce internos, al
estar protegidos de sus demás enemigos por el Estado de Cundinamarca y tener el
derecho a que se les tratara como inocentes –¿no faltaba más?– hasta que la
terminación de los juicios a los que, voluntariamente, accedieron, demostraran lo
contrario. Era una situación ideal para ellos, pues igual seguían a cargo de sus
organizaciones criminales, al amparo de la estructura carcelaria del país, a la que se le
quintuplicó el presupuesto manteniendo viva lo que, a todas luces, se estaba
convirtiendo en una farsa. Mi General Padrenuestro se mantenía al acecho, esperando
tacar una carambola que le pegara a los Doce del Patíbulo, al Ministro de Corrección,
Equidad y Justicia –porque le parecía un güevón– y a los Estados Unidos.
Ese año, Cundinamarca se ganó el Reinado de Miss Universo en cabeza de Lily
Delmar, candidata del Municipio de Fómeque y novia del actor argentino Eduardo
Cortisona; el Atlético Caparrapí se ganó la Copa Libertadores, gracias a los cuatro
penaltis que tapó Oscar “El Paredón” Valbuena; y la Kika Tutti Frutti se ganó el Festival
de la Canción de Piña del Lago, con el bolero-rap: Te faltan cojones para amarme.

207
Fueron nombrados, los tres, personajes del año por la Presidencia de la República y
condecorados por Guillermina Otúnez Neira, en ceremonia televisada que se realizó en
el Salón Esmeralda del Hotel San Francisco; posteriormente, a los galardonados se les
ofreció una fiesta privada en el Club Hipocampo que fue donde el Comando Machacán
entró, sin pedir permiso, con una decena de hombres armados, pusieron a los invitados
contra el piso y se llevaron a los tres homenajeados, dejando consignas en las paredes
con pintura roja en spray, en las que se leía: “La burguesía y los gringos: dos nalgas del
mismo culo”. Reivindicaron el hecho, llamando a los medios de comunicación y
pidiendo la inmediata remoción de John Paxton Cobbs, de la embajada de los Estados
Unidos, por considerarlo Persona Non Grata; de lo contrario, asesinarían a los tres
secuestrados. Llevaron a los cautivos al monte –según dieron a entender en sus
comunicados– pero la verdad es que los encerraron en casas distintas de la ciudad,
remodeladas para el efecto, con cuartos escondidos y sin luz del sol, con dobles
paredes y puertas metálicas vaciadas con concreto; la fachada era de viviendas
familiares donde, seguramente, entraban y salían niños que asistían al colegio,
esposas que iban al mercado, un marido con horario de oficina y dos o tres tíos,
arrimados, que nunca se acercaban a las ventanas. La Kika Tutti Frutti fue la peor
librada porque la metieron en una casa pegada a la montaña, dentro de un socavón frío
y húmedo, con el piso de tierra y un hueco profundo para sus necesidades, al que le
echaban arena cada dos días; además, era diabética y aunque no era dependiente,
todavía, de inyecciones de insulina, su condición era bastante delicada y llevaba una
dieta estricta basada en verduras y proteínas, sin azúcares y muy pocos carbohidratos;
cantaba para no sentirse muerta, pero la callaban a gritos, desde afuera, unas
personas que no mostraban la cara, ni la más mínima piedad o remordimiento. Al
Paredón Valbuena, lo metieron en un cuarto donde no cabía parado; lo sacaban al baño
por un corredor sin techo y lo dejaban, una vez a la semana, ducharse y afeitarse;
cuando la situación se ponía desalentadora –porque la tónica de los Estados Unidos
nunca ha sido la de dejarse presionar por criminales– y era mejor que no albergara
falsas esperanzas, lo dejaban ver el noticiero: le metían un televisor, a la piecita, al que
no se le podía cambiar el canal y aunque se lo sacaban, lo más rápido posible, a veces
los plagiarios se dormían y alcanzaba a ver una película o algún partido de fútbol. Su
relación con los captores era de total desolación y extrañeza porque había nacido en la
pobreza absoluta y no podía entender las razones de su cautiverio; les gritaba “¡soy
como ustedes!” y preguntaba, cada vez que podía, si sabían la injusticia que estaban
cometiendo, pero sólo recibía una respuesta: “Cumplimos órdenes”. Lily Delmar estaba
en una habitación más cómoda, con televisión, conectada a un VHS, baño contiguo y

208
cama doble; incluso, tenía un afiche enorme, de un paisaje suizo, con un marco
sencillo, colgado de la pared y cortinas recogidas a los lados, imitando un ventanal y
una repisa llena de perfumes baratos como si, eso, la fuera a hacer sentir mejor. Le
hacían buena comida; sin embargo, era una niña consentida que no movía un dedo y
vivir en constante amenaza era como protagonizar una película de terror; así lo
expresaba, se cogía la cabeza y gritaba “¡por dios, no quiero ser más la protagonista de
esta película de terror!” y lloraba sin parar durante días enteros; a las dos semanas,
cuando los indicio revelaban que la iban a violar, llegó a un acuerdo con sus captores:
que no opondría resistencia siempre y cuando usaran preservativo. La única vez que
uno de ellos intentó saltarse esa regla, recibió rodillazos que lo mandaron al hospital y
cuando volvió la cogió a latigazos, con un cinturón de hebilla metálica, hasta que se le
vieron las costillas. Su padre era rico y la sacaría de ahí, eso no lo ponía en duda, pero
ella no creía que la fueran a rescatar viva, por lo que fue sumando requisitos por el
derecho a penetrarla: empezó pidiendo marihuana y se quedó atrapada, al cabo de una
semanas, en un círculo de alcohol, cigarrillo y cocaína para pasar, lo que consideraba,
los últimos días de su vida. No volvió a llorar, salvo el día en que la cogieron cuatro de
sus captores y le practicaron un sexo salvaje, al tiempo y por turnos; le hicieron una tiara
en cartulina forrada de papel dorado y la pusieron a caminar desnuda por una pasarela,
de papel periódico, mientras la aplaudían y le gritaban obscenidades.

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Dentro de sus funciones ministeriales, mi General Padrenuestro tuvo que imponerle


soles a otros generales, cinco de los cuales quedaron con tres estrellas; eso les daba el
derecho y la responsabilidad de tomar decisiones, de guerra, como parte de un comité
ejecutivo al que asistían también la Presidente de la República y el Ministro de
Corrección, Equidad y Justicia; las acciones militares se autorizaban, a puerta cerrada,
entre Guillermina Otúnez y mi General Padrenuestro, pero era interesante –o
preocupante– constatar que, las conclusiones de dichas reuniones –pese a las airadas
reacciones de mi General Padrenuestro– eran todas propuestas que se originaban en
el miedo: el miedo a las sanciones económicas de los Estados Unidos, el miedo a la
retaliación de los narcotraficantes, el miedo a una avanzada temeraria de los alzados
en armas y el miedo –como sucede en las democracias– a perder los afectos del
pueblo; la verdad es que, en esa coyuntura tan particular de nuestra historia, todo
estaba en juego. La Presidente Otúnez hacía pataletas de niña chiquita durante los
consejos de ministros cuando mi General Padrenuestro no asistía, pero él era muy

209
claro al expresar que la más mínima urgencia militar o de orden público, era más
importante que oír a esa manada de sapos leguleyos hablando güevonadas; ella, se
resentía, pero reconocía, para sus adentros, su incapacidad para tratar, incluso, los
asuntos de su propia seguridad, por lo que no tenía más remedio que confiar en su
Ministro de Guerra, quien, a su vez, se alarmaba con que la Señora Presidente le
hiciera tanto caso al Ministro de Corrección, Equidad y Justicia cuya preocupación
mayor era la de ocultar su incompetencia y mediocridad porque nunca encontró la
fuerza interior, ni las ganas, de dejar de ser un soplón, un vendido a las causas de los
delincuentes, de quienes recibía dinero a cambio de unas órdenes que debía cumplir y
unos temores que se debía pasar enteros, sin permiso para masticarlos.
Paradójicamente, los comités ejecutivos fueron útiles para que mi General
Padrenuestro se afianzara en sus fortalezas, para darse cuenta de que era, de verdad,
temerario, combativo en extremo, más inteligente y dotado para sobrevivir los embates
de la violencia, que esas personas con alma y presencia de subalternos, que pululan
como luciérnagas sin pilas en las cercanías del poder. “Lugarte, no se le olvide poner,
en alguna parte de mi biografía que su General Padrenuestro no le tiene miedo a nada”
me dijo saliendo de la Quinta de Nariño y en el carro recordé esa escena de El Padrino
en la que Michael Corleone se mira las manos, que no le tiemblan, después de evitar
una balacera y se da cuenta de lo mismo, de que basta no tener miedo para que le
tengan miedo a uno. Durante los días venideros, los cundinamarqueses se
aglomeraron alrededor de la casa y el búnker donde quedaban las oficinas de la
embajada norteamericana, a tirar piedra, a gritar consignas y a escupirle al carro del
Embajador y a los de sus guardaespaldas, cuando los veían pasar. La situación de
orden público desmejoró y los Estados Unidos, por intermedio de sus agencias, de sus
medios de comunicación y de las organizaciones-no-gubernamentales, bajo su
influencia, le pedía al gobierno de Cundinamarca resolver la situación, de lo contrario la
resolverían ellos. Nos estaban aplicando la misma tenaza con que se tomaron otras
naciones, con la anuencia de sus aliados y en las que intervinieron en sus asuntos
internos hasta forzar transformaciones de índole política-administrativa-económica sin
contemplar ningún futuro distinto al de ponerlos de rodillas frente a su imperturbable
prepotencia. De ahí que –asumo– mi General Padrenuestro tampoco le tenía miedo al
Tío Sam, ni a su tecnología, ni a su poderío económico y militar, como tampoco le
interesaba hablar inglés, ni comer hamburguesas, ni ir a Disneylandia, ni masturbarse
pensando en Madonna, Julia Roberts o Madeleine Albright; era un hombre de su tierra,
un tubérculo de páramo amamantado directamente de la ubre de las vacas sabaneras y
formado a punta de machete y mazamorra; nada lo hacía más feliz que los rayos de sol

210
que salen después de la lluvia y el olor del pasto recién cortado, de los paisajes de
nuestra cordillera.

Como ya se dijo, el embajador Paxton Cobbs no era diplomático de carrera y como tal,
sus soluciones tampoco eran diplomáticas; mandó subir los muros de contención
alrededor de la casa de la embajada para que quedaran de cinco metros de piedra y
tres metros más de alambrado de seguridad con púas y electricidad; duplicó las
cámaras y los hombres a cargo de la vigilancia y le subió el nivel de blindaje a los
vehículos; le pidió a mi General Padrenuestro permiso para utilizar mangueras
antimotines contra la gente que decidió pasar sus días y sus noches, gritando desde la
calle y mostrándole pancartas desobligantes a los medios de comunicación y contestó
que: “¡No!” que cualquier acción contra la sociedad civil corría por cuenta de la Policía
Urbana y que, con un solo gringo armado que desenfundara, así fuera una pistola de
agua “se las tiene que ver conmigo” amenazó, con su tono de Ministro de Guerra y
mostrando su falta de aprecio por ese tipo de autosuficiencias. El embajador de los
Estados Unidos recibió la negativa, de forma literal y las relaciones diplomáticas de
ambos países peligraron, porque a Paxton Cobbs nadie supo explicarle, a cabalidad y
en su idioma, la expresión “se las tiene que ver conmigo” y –como siempre pasa– él sólo
entendió lo que quiso entender y además de sentirse retado, le pareció una ofensa
descomunal: pensaba que un generalucho de un país de mierda más chiquito que
Alaska, en la mitad de un continente que consideraba más gringo que la Estatua de la
Libertad o el pollo frito de Kentucky, no le llegaba ni a los talones y que era una
impertinencia tratar de una forma tan igualada al embajador de Los Estados Unidos de
Norteamérica. “Habla con desprecio de usted y dice que se va a culear a su mamá” le
reveló Roxana –quien entendía cositas en inglés– a mi General Padrenuestro la tarde
en que se vieron para intercambiar información; le contó, además, que con la excusa de
subir los muros de contención se estaba construyendo, algo siniestro, debajo de la casa
de la embajada; mi General Padrenuestro le pidió estar pendiente e intentar, también,
conseguir datos de posibles acciones militares: movimiento de tropa, vuelos de
reconocimiento, operaciones de infiltración, de extracción, de inteligencia o de apoyo a
países fronterizos, con indicios serios de querernos hacer daño. Mi General
Padrenuestro le pidió audiencia privada a la Señora Presidente, pero se la pospuso
tantas veces que cuando al fin se realizó, él inventó una excusa administrativa y se calló
sus temores; para nadie era un misterio que, ella, ya empezaba a gobernar en negación
de la realidad cundinamarquesa y es porque no logró dilucidar, de forma coherente, la
manera de enfrentar los problemas del Club Mediterranée que le construyeron, en sus

211
narices, los narcotraficantes, ni la exabrupta recompensa que le estaba pidiendo el
Comando Machacán, a cambio de la vida de los secuestrados que tenían en su
custodia. Lo que ella dijera la hacía ver como una vieja pendeja, por eso era mejor
acompañarla en su negación y hacer de cuenta que las cosas andaban bien porque
¿qué más? Los comités con los generales eran cada vez más esporádicos, sus
respuestas a los medios de comunicación cada vez más aprendidas y su agenda social
y cultural, cada vez más congestionada. El tiempo apremiaba y las dificultades se
recrudecían, mi General Padrenuestro nos reunió, a los de su confianza, a los hombres
y mujeres de siempre, salvo a Roxana quien sería una pieza clave en los
acontecimientos venideros. “No tengo pruebas de lo que voy a decir, pero no puedo
esperar a tenerlas, debemos actuar de inmediato” empezó diciendo y nos planteó la
teoría sobre la cual trabajaríamos –así fuera cierta o falsa–. Según mi General
Padrenuestro, el Comando Machacán le estaba haciendo el trabajo de los secuestros a
los Doce del Patíbulo, quienes vivían aterrados de pensar que los gringos se los fueran
a llevar –como en las películas– y necesitaban ganar tiempo mientras compraban
jueces, testigos y hacían los arreglos necesarios para lograr sentencias positivas. Pedir
la cabeza del embajador Paxton Cobbs era una forma de manipular, a su favor, los
acontecimientos –o por lo menos eso pensaban–; por otro lado, de manera unilateral,
los Estados Unidos estaba –de verdad– pensando en sacar a los Doce del Patíbulo de
la cárcel, llevárselos –en flagrante violación, de nuestra soberanía y voluntad
jurisdiccional– y alegar, ante la opinión internacional, que nos quedó grande el reto de
luchar, por la vía militar y jurídica, contra el narcotráfico y que gran parte del problema
se debe a que Cundinamarca es un foco de corrupción que amenaza la tranquilidad de
los países vecinos, de la región, del continente y del mundo entero.

Roxana se esmeraba en espiar al Embajador, pero no era fácil porque él no llevaba


trabajo a la casa; no usaba portafolio, en su escritorio no tenía sino las invitaciones de
carácter social, no hacía llamadas telefónicas y contestaba sólo las que le hacían sus
familiares, desde los Estados Unidos; para cualquier otra cosa, su respuesta era, cada
vez, la misma “que me llamen a la oficina” donde la información era canalizada por su
secretaria; no le contaba infidencias a su mujer, no se reunía con nadie a puerta cerrada
y le instalaron un computador que utilizaba, con cierta desconfianza, para revisar sus
discursos y para jugar solitario. La verdad, es que no hacía ninguna actividad fuera de lo
normal, salvo la de supervisar la construcción subterránea de lo que parecía ser, a
duras penas, un galpón: un espacio de paredes en ladrillo con poca luz, varios grifos de
agua, desagües y buena ventilación; una puerta de garaje sólida, de metal, por donde

212
entraron un par de camiones y volvieron a salir vacíos, ésta se selló y no se volvió a ver
a nadie entrar, ni salir, del lugar. “Eso es muy extraño” musitó mi General Padrenuestro
y le pidió a Roxana que buscara otras entradas al sitio, oculta en el jardín o que se
cerciorara de que el espacio no fuera utilizado, a escondidas, durante las horas
nocturnas; incluso le sugirió: “¡Pregunte!” y no le faltaba razón, ella podía, sin mayor
problema, preguntar de forma casual para qué o qué era esa nueva división, tan
disimulada y de paso podría darse cuenta, por el tono de la respuesta, con qué sigilo
trataban el asunto. En la Oseta existía la frustración de no haber podido infiltrar a nadie
en las oficinas, de alto nivel, de la embajada de los Estados Unidos; en el llamado
búnker, una fortaleza hundida bajo la tierra, construida para sobrevivir cualquier tipo de
ataque subversivo y en la que utilizaron las tecnologías más avanzadas de seguridad,
como la de un sofisticado polígrafo de inmejorables resultados, pues se lo aplicaron a
todos los nacionales que trabajaban, en las áreas de cocina y de limpieza y cayeron los
delatores nuestros, que eran como tres o cuatro; pero no es que los hayan descubierto,
si no que el detector mostró las señales suficientes para dudar de su integridad, para
considerar que era mejor pedirles la renuncia. A uno de ellos –me acuerdo– le siguieron
la pista mucho tiempo, pero sin mayor éxito, pues el trabajo encubierto de los agentes
norteamericanos seguía siendo deficiente y eso se debe a que nunca el FBI, la CIA o la
DBA han sido muy conscientes de lo fácil que es identificar un gringo entre la multitud, no
importa lo heterogénea que ésta sea; por más rasgos latinos que tenga: un gringo, es
un gringo, aquí y en Cafarnaún y si abre la boca, aún peor, quedan expuestos como
ballenas en una piscina de leche. La presión, entonces, por los hallazgos de Roxana,
era grande y ella se esforzó por descubrir algo valioso, pero no se le ocurría dónde más
buscar; sucedió, entonces, que un domingo el embajador Paxton Cobbs y su esposa
estaban de viaje; Roxana se decidió, entonces, a echar otra mirada, antes de salir y
aprovechar su día libre; conocía de memoria los clósets, los cajones de las cómodas y
los sitios donde iban a parar, indistintamente, las llaves o lo que llevara en los bolsillos
de los sacos y las gabardinas, el Embajador, así se los quitara en el cuarto, en el
estudio, en el garaje o al bajarse del carro, como a veces ocurría. Hizo, primero, un
recorrido mental de los rincones que, de nuevo, revisaría y cayó en la cuenta de que los
cajones de las mesitas de noche, de la alcoba principal, estaban llenos de cosas que
parecían inofensivas pero, muchas, que ella no reconocía o le quedaba difícil descubrir
su eventual significado incriminatorio, por eso –sin pensarlo dos veces– les tomó fotos
para dejarlos después igual de organizados, vació su contenido entre la cartera y se
marchó corriendo; se subió la falda para distraer, con sus bien delineadas piernas, a los
miembros de seguridad, en la entrada principal, a quienes, de vez en cuando, les daba

213
por requisar a los empleados del servicio interno. Se encontró con mi General
Padrenuestro en la sala de conferencias de la Oseta, adonde llegó después de meterse
a un cinema y salirse por la puerta de atrás; vació el contenido de su cartera y distribuyó
las cosas del Embajador sobre la mesa. Durante más de tres horas, los expertos
analistas descartaron cosa por cosa, hasta que llegó Blas y con una sola mirada, tomó
en sus manos una caja de fósforos que decía: La Bombonera: placer discreto, ambiente
distinguido.

Bogotá se llenó de periodistas, era la primera vez que Miss Universo sufría un acto
contra su integridad física de tal magnitud; entrevistaron a sus familiares en varios
idiomas, a sus amigos y a las modelos de revistas y pasarela que, en algún momento,
trabajaron con ella; rescataron pedazos de su vida, de niña y de adolescente, fueron a
su colegio y a su universidad, hablaron con sus profesores e hicieron programas
enteros con sus pretendientes que, obviamente, apreciaron el baño de popularidad que
la situación les brindaba; lo positivo es que, por añadidura, a los otros dos secuestrados
se les dio una relevancia que no tenían, a nivel internacional y creció, por ellos, una
empatía que hacía más difícil su eventual asesinato, en el caso de que el embajador
Paxton Cobbs insistiera en quedarse en Cundinamarca. Los Estados Unidos
estableció que no aceptaban, de nadie, exigencias que amenazaran la investidura
diplomática de sus representantes en el exterior y dejó muy claro que ni siquiera la
renuncia del Embajador sería aceptada. Por seguridad, el Secretario de Estado
canceló una reunión con nuestro Canciller, en Bogotá –agendada, hacía meses, para
tratar otros asuntos– pero reiteró que su país ponía, a nuestra disposición, los recursos
militares que fueran necesarios para solucionar la problemática que nos estaba
afectando. Mi General Padrenuestro se negó a recibir ayuda y declaró sentirse
ofendido de que los norteamericanos, de forma implícita, fueran instigadores de una
situación de orden público que se podía convertir en una guerra, siendo que era mucho
más sencillo cambiar a un Embajador, de corte beligerante y talante militar, por uno que
fuera sedoso y de palabras inofensivas, como Leland Harrisburg o como el finado
embajador Desmond Larrabee quien jugaba bridge y tomaba clases de baile mientras
sus coterráneos terminaban, con un drasticismo inimaginable, la Segunda Guerra
Mundial. En fin, el caso es que –con su calculada recursividad– mi General
Padrenuestro determinó que al embajador Paxton Cobbs había que anularle su
capacidad de hacer más daño, porque estaba propiciando más violencia y porque
Roxana descubriría, dos semanas más tarde, que el galpón debajo de la casa de la
embajada norteamericana, al cual, efectivamente, accedió por una puerta lateral oculta

214
dentro de una caseta donde se guardaban los implementos de jardinería, era una sala
de torturas que ella describió como llena de cadenas y aparatos para producir dolor.

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Nacido Jamshidel Marmrüt, hijo de inmigrantes turco-libaneses dedicados al negocio


de los tapetes hechos a mano, traídos de Izmir y de Bodrum que, aunque turcos, eran
vendidos como persas pese a ser de nudos distintos y menor densidad de tejido. De
ese negocio vivieron sus padres hasta que Jamshidel, el décimo de catorce hijos, se
enriqueció con el negocio de los textiles y la confección y trasteó con su familia a uno de
los barrios más elegantes de Bogotá. Dos semanas antes de casarse, se cambió el
nombre por el de Jaime Delmar para estar más acorde con la sociedad capitalina, tuvo
tres hijos hombres y una hija bellísima, por la cual era capaz de hacer lo indecible.
Desde el secuestro de su amada Lily, unos meses después de su coronación en Kuala
Lumpur, Malasia, como la soberana de la belleza universal, que le costó un ojo de la
cara en vestidos de lujo y de fantasía, para ser usados una sola vez, se impuso una
rutina estricta de Valium pasado con whisky que, a veces, acompañaba con mujeres
ligeras de moral y de ropa; ellas, por una paga sustanciosa, le acolitaban sus
borracheras y le bajaban la ansiedad, hasta el amanecer, manteniéndole su erguida
entrepierna lubricada a dos, tres o más bocas. Compró la libertad de su hija de la misma
forma que hacía sus negocios: regateando; y no porque no hubiera pagado lo que fuera
por ella, sino porque su intuición y experiencia le enseñaron que responder a un precio,
con uno más bajo, es la manera más clara de decir “estoy interesado, esto ya no tiene
reversa” y por más dura que sea la contraparte, por lo menos actúa con la certeza de
que no está tratando con cualquier güevón al que se le puede incumplir, así no más y
eso, en este caso, mejoraba exponencialmente las posibilidades de que su hija volviera
a casa, sana y salva. Cuando tenía el dinero listo, en dólares, en tres maletines distintos
y en billetes de baja denominación, para realizar el intercambio, se presentó el
inconveniente –o la suerte– de que el negociador del Comando Machacán mostró la
cara y aseguró que por la tercera parte de esa plata y un pasaje a Río de Janeiro, él,
señalaba el sitio donde tenían retenida a la señorita. Pienso ahora –al margen– que esa
fue una deplorable demostración del desapego ideológico, la pobreza intelectual y
política que, poco a poco, fue permeando las filas del movimiento guerrillero; los
hermanos Machacán fueron hombres grandes y murieron muy a tiempo, antes de que

215
la ambición por el dinero fácil hiciera sus estragos. Con buen juicio, el industrial Jaime
Delmar se apareció en la Oseta y de inmediato, fue recibido por mi General
Padrenuestro quien lo escuchó con atención; él, que poco es lo que se emociona con
algo, abrazó al doctor Delmar y le dijo, mirándolo a los ojos “esta noche su hija queda
libre” y le pidió que la sacara del país en un avión ejecutivo y que la tuviera oculta por lo
menos tres semanas, sin hablar con nadie, mientras amainaba la tormenta. Por
supuesto que el industrial aceptó pero puso una condición que yo no supe, ahí mismo,
pues la hablaron en secreto; lo que sí escuché fue que, de aceptar la condición y
rescatar a su hija, él donaría la plata del rescate para la creación de una fundación de
ayuda a las familias de los soldados muertos en combate. Se dieron la mano y Jaime
Delmar salió, en compañía de Quesada y Reyes, a encontrarse con el negociador.

Por esa época, la gente rica de Cundinamarca ya usaba celular, unas panelas tan
grandes como los bolsillos y cuya comunicación no era muy nítida. Jaime Delmar le
envió uno al negociador, para hablar con él desde cualquier parte; lo llamó y le contestó
con cierto afán –me imagino que le tenía desconfianza a esa nueva tecnología–; le dio
la dirección de una estación de gasolina desde donde, el industrial, debía volverlo a
llamar. Quesada y Reyes se adelantaron, empujaron un carro viejo desde dos cuadras
atrás y simularon estar varados; al pedir combustible, simularon también un estallido
del radiador y se quedaron, ambos, revisando el motor, ensayando el encendido y
caminando de un lado a otro, buscando la ayuda de dos hombres que estaban
trabajando en el montallantas. Jaime Delmar condujo, él solo, su Audi sedán azul
oscuro; de acuerdo con lo instruido, se parqueó donde no estorbara a nadie, se bajó del
carro y volvió a marcar su teléfono celular; del otro lado de la línea le contestó el buzón
de voz; tres veces llamó y tres veces no le contestaron. Él estaba advertido de ese tipo
de tácticas para desalentarlo, ponerlo nervioso y así el delincuente –que podía ser más
de uno– estaba en capacidad de manejar mejor la situación. Para Quesada y Reyes fue
evidente que estaban vigilando el lugar y que harían contacto en vivo y en directo, por
eso el carro –por fin– prendió y salieron de ahí lo más pronto posible, antes de levantar
sospechas. Blas era uno de los hombres en el montallantas y estaba pendiente de las
señales: si el doctor Delmar se quitaba el saco quería decir que el hombre que se le
acercara era, efectivamente, el negociador y si se desapretaba la corbata quería decir
que tenía la dirección que estábamos buscando; lo que nadie más sabía es que nos
bastaba con la primera señal para actuar; si nos esperábamos a la segunda, la
operación tendría mucho más posibilidades de fracasar, que el negociador reclamara el
pago, lo tomara, diera una dirección falsa sin tener, nosotros, el tiempo de verificarla,

216
huyera y se perdieran el esfuerzo y la plata. Un hombre con impermeable negro
apareció, de entre los árboles y apenas Jaime Delmar abrió la cajuela del carro, para
mostrar el contenido de uno de los maletines y se quitó el saco, con la excusa de
mostrar que no estaba armado, Blas –con sus pasos de felino enorme– les cayó encima
y mientras preguntó en voz alta: “¿Señor, le echo aire a las llantas?” y los dos se
voltearon, ya el negociador tenía un tiro en el muslo que lo tumbó sin darle tiempo de
sacar el arma, ni de quejarse siquiera, pues Blas lo inmovilizó con una inmediatez
sorprendente y lo requisó, para cerciorarse que no tuviera otro revólver o alguna arma
blanca. Quesada y Reyes aparecieron de nuevo y cuatro policías, más, chequearon el
perímetro buscando sospechosos. “Mirá, gran hijueputa” le dijo Quesada en la
ambulancia, mientras le curaban la pierna “te vamos a torturar hasta que hablés” y
moviéndole la camilla, para adolorirlo más, seguía diciéndole “te vamos a poner ratas
en las tetillas, cuchillas en las axilas y te vamos a clavar el escroto al piso mientras te
despellejamos la barriga para echarte sal y limón. Si nos das la dirección donde tienen a
Lily Delmar te curamos las heridas, como estamos haciendo ahora y te damos comida y
una cama. Si la dirección es falsa, pues, muy sencillo, retomamos la tortura donde la
dejamos, teniendo buen cuidado de no dejarte morir y si de verdad estás decidido a no
hablar, para cuando las ratas lleguen a los ojos, habremos descubierto a un familiar
cercano tuyo para hacerle lo mismo en tu presencia”. Quesada lo cacheteaba, cuando
cerraba los ojos y lo seguía interpelando: “¿Me entendés, hijo de la gran puta?” Cuando
llegaron a la Oseta, ipso facto prepararon el operativo porque el negociador había
trinado “como picaflor en primavera” decíamos; incluso dio información clave, como
descripción del lugar y el número posible de habitantes en la casa. Su colaboración le
ahorraría muchos años de cárcel, si no lo mataban por soplón, primero, obviamente.

Identificamos la casa y a las tres y media de la mañana estacionamos un bus en la


acera de enfrente y bajamos una orquesta de mariachis con un arpa, tres guitarras, un
guitarrón, cinco violines, una vihuela y un cantante, tan estruendoso como Jorge
Negrete, conectado a dos parlantes amplificados. Si los secuestradores se “pusieron
mosca” –como dirían en Mexicoland– no debieron estar alerta mucho tiempo mientras
se acostumbraron al ruido y se dieron cuenta de que el novio borracho –interpretado
por Reyes– pedía una canción tras otra y se salía de los chiros porque no bajaba la
novia, ni abría la ventana, ni salía a la puerta. Se llamó la operación Araña porque esa
era la señal para atacar, pues al tocar la ranchera que dice “ya estás tejiendo la red,
como en aquella mañana, en que te di mi querer cuando te vi en la ventana; muy tarde
vine a saber que te llamaban la araña” salieron dieciocho hombres del bus, rompieron la

217
puerta de una sola patada y entraron con violencia; en un minuto tenían a los
delincuentes a punta de cañón, ninguno alcanzó a desenfundar, ni a musitar palabra;
una mujer les señaló las escaleras que llevaban al cuarto de la secuestrada, mientras
pedía por sus hijos, quienes fueron sacados de primero y separados de sus padres; se
hicieron los arrestos de rigor y Lily Delmar, consternada de alegría y con los dedos
intactos, fue uniformada de soldado para sacarla de incógnito; al amanecer seguía
nerviosa y con el dolor marcado de una mujer que ha sido mancillada, pero, a sus
anchas, en un avión privado, con destino desconocido. Mi General Padrenuestro pasó
la mañana en el sitio del plagio, una casa estrato medio, llena de corredores, a la que
mandó meterle canecas de éter, dólares en bolsas de basura, armas semiautomáticas
y cien kilos de cocaína; los medios de comunicación entrarían, mirarían de reojo y
darían la noticia sobre el desmantelamiento de otra banda de narcotraficantes; eso no
era gran cosa, le dedicarían media columna en una página interior de los periódicos.
Sin embargo, después de almuerzo, las órdenes cambiaron: se acalló a los vecinos
–con plata– para que guardaran silencio –igual, ellos no sabían muy bien de qué se
trataba el alboroto– no se avisó a los medios de comunicación, se reparó la puerta, se
canceló el pedido de bodega, salvo las armas semiautomáticas y devolvieron a sus
labores, a las mismas madres y a los mismos hijos que encontraron; Quesada y tres
agentes, de los más pesados de la Oseta, se quedaron adentro, se pusieron la ropa y
las insignias de los secuestradores y en colaboración con las mujeres –bajo amenaza y
algo de persuasión– reanudaron las rutinas de la casa, como si no hubiera pasado
nada. Mi General Padrenuestro les ordenó, no salir hasta nueva orden; la primera vez
que sonó el teléfono no supieron qué hacer pero Quesada, con su natural agudeza,
decidió que no contestaran y cortaron la línea hasta que el Comando Machacán
mandara un emisario de carne y hueso. No se encontraron otros aparatos de
comunicación, asumieron, por lo tanto, que, en el mejor de los casos, ni siquiera la
célula encargada del plagio sabía, todavía, sobre la liberación de Miss Universo, lo que
evitaría –el mayor temor de mi General Padrenuestro– que los autores intelectuales
mandaran a tomar represalias contra los otros dos secuestrados: la Kika Tutti Frutti y el
Paredón Valbuena.

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Andulima era una mujer hermosa –sin duda– inteligente, tenía un positivo afán por salir
adelante y lo más importante: me amaba; me lo decía a cada rato. Entre ella y yo, con
las timideces normales de las relaciones que involucran el cuerpo, las cosas se dieron,

218
sin contratiempos, salvo la invitación tan esperada, por mí, de llevarme a la Bombonera
a conocer a su benefactora, a quien llamaba Reina y quien la libró cuando pequeña
–contaba ella– de la orfandad más injusta. Llevábamos más de tres semanas vigilando
el lugar, desde que Blas encontrara las sensuales cerillas, entre las cosas del
embajador Paxton Cobbs que Roxana extrajo y repuso, después, de su mesita de
noche; “no dejemos ese cabito suelto” decía mi General Padrenuestro al tiempo con la
frase “uno nunca sabe dónde salta el montes”. Quesada y Reyes fueron una noche y
gastaron, a sus anchas, por cuenta de la Oseta; quedaron maravillados, duraron días
enteros hablando del trato de las mujeres más suaves, limpias y lindas que habían visto
en su vida; los atendió Lorena y aunque no se acostaron con ella –estaban en labores
estrictas de reconocimiento– ambos quedaron enamorados. Lorena llevaba una faldita
plateada que dejaba ver unos calzones rojos “rojos como el amor” según Reyes y una
blusa transparente amarilla que dejaba ver unas teticas chiquitas, pero duras, con un
sostén, también rojo “rojo como el amor” decía, otra vez, Reyes como idiotizado; la
forma de atenderlos, la magia del sitio, las otras mujeres que pasaban, coquetas y
dispuestas a cualquier satisfacción, por precios exorbitantes ¡claro! “Esa noche, me
moría por ser millonario” repitió Quesada como ocho veces, obsesionado por esa
lujuria disfrazada de encanto, a la que se rinden, impotentes, las billeteras de los
hombres. En cuanto a Paxton Cobbs y su relación con la Bombonera: estábamos por
pensar que la caja de fósforos, que nos llevó a seguir ese indicio, le fue regalada por
otra persona o fue recogida inadvertidamente en alguna parte; opciones bastante
improbables, ambas, pues el Embajador no fumaba. Dábamos tumbos y pasos de
ciego, por eso empezó a darme vueltas en la cabeza la idea de involucrar a Andulima,
en el asunto, pedirle que nos sirviera de espía, los domingos –“de observadora” le
hubiera dicho yo para no ser tan drásticos– pero Blas pensó que era peligroso hasta no
calibrar bien la relación de ella con su patrona. Me mantuve callado pero con ansiedad y
durante un almuerzo –sancocho de cola con patacón pisado– Celina tocó el tema del
burdel elegantísimo que funcionaba, en el vecindario, a escasas cuadras de distancia y
donde –al parecer– tenían una clientela tan exclusiva como El English Pointer –lo
pronunció con corrección, tomaba clases de inglés cada semana– el club de caza,
donde nadie cazaba desde el siglo XVIII y sólo dejaban entrar hombres que se reunían a
tomar brandy y a hacer negocios, en su mayor parte imaginarios. Sentí que Andulima se
puso tensa, inmóvil, le estaba probando unos tenis nuevos a Martina, sentada en un
butaco al lado de la puerta y trataba de mirar para otro lado. Mi General Padrenuestro le
contestó a Celina “sí, se llama la Bombonera” y sin medir sus palabras –al fin y al cabo
estaba en la privacidad de su hogar– le contó a su esposa y a la madre de Eulalia –que

219
iba por el segundo postre– la situación de las pesquisas contra el embajador de los
Estados Unidos: la caja de cerillas, las dudas de que frecuentara el mentado burdel y la
improbable posibilidad de que, de ser cierta, tal información, pudiera ayudarnos para
sacarlo del país y salvar la vida de los secuestrados. Andulima trató de levantarse,
buscando el aire del patio, pero la retuve del brazo; Celina se dio cuenta, pero debió
pensar que yo la quería tener al lado otro ratico. Mi General Padrenuestro –quien
parecía estar pensado en voz alta, más que haciendo sobremesa con su familia– entró
en detalles innecesarios, demasiado reveladores; prendió dos mentolados al tiempo,
sin percatarse y tosió como un loco –le estaba prohibido, por puro decoro, escupir en la
casa–. En realidad, su interés no era el de contarle el rollo, a los presentes, sino el de
oírse a sí mismo, como mecanismo para revisar la secuencia de sucesos, aislarlos y
descubrir una posible pieza faltante, un olvido, algo ínfimo que le permitiera vislumbrar
la solución correcta y evitar la avalancha que, en esa circunstancia de decisiones
históricas, se nos venía encima. Me miró con sus indescifrables ojos opacos y dijo:
“Estoy por pensar, Lugarte, que Paxton Cobbs fue alguna vez a la Bombonera pero, lo
más seguro, es que no sea un sitio que frecuente con regularidad; además ¡debe ser
marica ese malparido, hijo de su puta madre!” –tampoco le estaba permitido decir
groserías, pero como Martina estaba absorta en sus mínimas distracciones, descargó,
sin problemas, el galopante agobio que lo corroía por dentro–. “¡Va todos los viernes!”
exclamó Andulima, se volteó con timidez, miró a mi General Padrenuestro de frente y se
sobrepuso al miedo; debía ganarse su confianza de una vez por todas y repitió: “Va
todos los viernes, Paston va todos los viernes a la Bombonera, mi hermano trabaja allá”
interrumpió, se llevó el puño cerrado a la boca y tosió con esa toz simulada que le daba
unos segundos para organizar sus pensamientos y como acababa de comprobar que
mi General Padrenuestro desconocía los hábitos epidérmicos del diplomático,
prosiguió con imperceptible titubeo “es que mi hermano es el que consigue y maneja las
chicas, en la Bombonera y pues, General, él habla demasiado y me cuenta lo que pasa,
allá, donde la señora Reina”. Estaba emocionado, a mi General Padrenuestro se le
abrieron, como a la mayoría de los mamíferos cuando huelen algo que les llama la
atención, las fosas nasales y le pidió a Andulima más información; fue muy detallada en
lo que –ella intuía– mi General Padrenuestro necesitaba para continuar su indagación;
en resumidas cuentas: Paston –como ella se refirió a él y que debía ser igual a la
familiaridad con que lo mencionaba su hermano– salía los viernes, temprano, de la
oficina, con su caravana de gorilas del servicio secreto detrás, armados hasta los
dientes y con cables blancos metidos en las orejas, lo dejaban en el centro comercial
Unicentro y lo acompañaban hasta un local bastante grande, del segundo piso, donde

220
asaban una carne argentina famosa y donde había cubículos privados para practicar
golpes de golf. Tres o cuatro horas de swings y putts, a puerta cerrada y sin testigos,
para alguien que jugaba por razones sociales, era un poco exagerado pero coherente
con el hecho de que los sábados se reunía, con la crema y nata de este país, a recorrer
los dieciocho hoyos del Club Camporrancio, fundado en 1917 y que tenía una extraña
mezcla de miembros con apellidos heráldicos, con otros de deslucidos blasones. Le di
las gracias a Andulima por tener el valor de despejar, algo, de las dudas que recaían
sobre ella y me fui para la Oseta; una vez reunidos con mi General Padrenuestro,
Reyes, Blas, Polanía y otros ocho hombres de confianza, planeamos una serie de
acciones ¡tan contundentes! que llevarían al Concilio Parlamentario a crear el título
honorífico de Comandante Militar de las Fuerzas Terrestres, Aéreas y Marítimas de la
Nación para concedérselo al General de la República que, en cumplimiento de las
labores propias de su cargo y en defensa de la libertad y el orden jurídico expresado por
nuestra Constitución y nuestras leyes, así lo mereciera; y otorgable como premio a un
acto de heroísmo “comparable al milagro de un santo” decía la resolución. El título
quedó guardado en un cajón del despacho presidencial, en la Quinta de Nariño, a la
espera de la oportunidad en que Cundinamarca, una democracia, como las demás, en
la que “el que menos corre, vuela” necesitara brillarle el orgullo, al militar que
ostensiblemente hubiera tomado una ventaja histórica y que, de alguna manera,
preocupara o levantara suspicacias entre los verdaderos dueños del poder civil:
dirigentes políticos e industriales acaudalados –principalmente– que, muchas veces,
eran los mismos –entre los mismos– y cuyas familias no sumaban más de quince o
veinte, en Bogotá y sus alrededores, desde las postrimerías del siglo XIX. Blanco es,
gallina lo pone y frito de come.
Verificamos la historia de Andulima con Mauro, su hermano; lo sorprendimos temprano
comprando leche, huevos y tamalitos para el desayuno y lo retuvimos hasta el
mediodía; le explicamos la situación y el importante e invaluable servicio que su
declaración le ofrecería a la patria; “me importa un culo, la patria” contestó y lo único
que pidió, por su ayuda, fue que le cambiaran el nombre de su cédula de ciudadanía por
uno que nos daría a conocer más adelante. Por supuesto que aceptamos y nos contó la
historia, casi con las mismas palabras de Andulima, a la que le agregó detalles y
arandelas inútiles de novelista frustrado. Al parecer, los viernes, apenas anocheciendo,
el Embajador contaba con Mauro para demorarse lo menos posible en la Bombonera,
donde llegaba, entrada por salida, en taxi, sin corbata, con un sombrero playero y un
bigote de color mono, que lo hacían ver como un proxeneta de South Beach. Nunca nos
quedó muy claro cómo se salía del cubículo de golf sin ser visto, pero lo cierto es que

221
tomaba el servicio de taxis del centro comercial, casi en las narices de quienes eran
responsables de su protección; llamaba a Mauro, por celular, quien quedaba pendiente
para abrirle la puerta de atrás y en el comedor auxiliar, adyacente al patio de ropas,
ponerle en fila ocho o diez chicas, para que escogiera las de su gusto o capricho del día.
Ese viernes, fatídico, lo vimos entrar a la Bombonera y salir con tres mujeres, en un
lapso no mayor a veinte minutos, se subió de nuevo al taxi, sólo que esta vez lo
seguimos hasta el club nocturno Alí Babá, donde se bajaron las chicas y él siguió hasta
Unicentro. No era lo mismo –para evitar escándalos– que alguien o sus mismos
guardaespaldas lo vieran buscar entretención en un centro nocturno que en un burdel
reconocido; eso era evidente. Tomamos nota del sitio de encuentro y vimos, por el
espejo retrovisor, cómo repartía fajos de billetes entre las prostitutas, mientras les
prometía –en un español bastante machacado– encontrarse con ellas más tardecito.
Alí Babá era, como su nombre lo indica, una cueva sin luz llena de reservados
semicirculares y gente sin nombre –Finger Palace lo llamaban, también– donde él llegó
más tarde, sin bigote, recién bañado y con su caravana de guardaespaldas que lo
esperaron afuera, revisando, con ojo avizor, los alrededores –como siempre hacían–.
El Embajador pidió trago y las chicas, que se quitaron sus chaquetas y se perfumaron el
escote, le siguieron la corriente; el sitio ofrecía una garantía de anonimato, cómoda
para el diplomático, las meseras atendían con linternitas para no tropezarse a cada
paso y no regar los cocteles encima de los clientes, ni ponerlos –eso sería gravísimo–
encima de la cocaína, que ellas también proveían recibiendo el pago contra entrega y
regalando pitillos de papel encerado, para su correcto consumo. Se sentaron en un
sofá capitoneado en forma de media luna, frente a una mesa de vidrio, en el que
cupieron apretaditos y donde, con ánimo festivo, se pusieron a tono. La rutina era
llevarlas, después, a la embajada. Lo que sucedía, de ahí para adelante, no era de
nuestro conocimiento: ¿cómo y a qué parte de la casa entraba, con mujeres en grado
sumo de ebriedad, para que no lo viera su esposa? ¿cómo lograba la condescendencia
de los marines para armar una pequeña bacanal delante de ellos? ¿por dónde, a qué
horas y en qué estado salían las chicas? Era turbio el asunto, claro está y las
respuestas se sabrían, más temprano que tarde, pero contestarlas cuando Paxton
Cobbs estaba en pleno regocijo, como los cuarenta ladrones, con tres hembritas
nuevas que lo hurgaban, con gentileza de geishas, en la oscuridad, no era necesario
porque el Embajador saldría, de ahí, directo al destino que él y su país estaban
empeñados en evitar.

“My pretty bitch” le susurraba, a cada una, mientras las manoseaba, como un panadero

222
y les daba palmadas, cada vez más fuertes, en los muslos, sin saber que dos de ellas
eran agentes de la Oseta. Recién entrenadas, se prestaron de voluntarias para, éste,
su primer trabajo encubierto, desde que Polanía entró a las barracas gritando: “Se
necesitan, por lo menos, cinco agentes con buenas piernas y un culo como para
cogerles las tetas”; estuvimos de suerte que Paxton Cobbs escogió a dos de ellas
porque hubiera podido no escoger ninguna, en cuyo caso –con la ayuda de Mauro– nos
hubiera tocado meterle alguna por los ojos. Se les explicó, de antemano, que se trataba
de un operativo peligroso, pues tocaba meter droga y manipular escopolamina; lo
primero no les importó –les debió parecer, más bien, sugestivo– pero lo segundo se lo
tomaron con reticencia porque hacer malabares con dos polvos blancos, no era un
asunto para novatos. El laboratorio de química de la Oseta, les dio una conferencia
práctica sobre el uso del tóxico, también llamado burundanga: se trata de un alcaloide
–como la cocaína– que inhibe la voluntad de la víctima y permite constreñirla sin que,
ésta, sea consciente de lo que se le pide y sin la posibilidad de que recuerde, en un corto
plazo, lo que le suceda –al Colombina Fernández, por ejemplo, lo subieron
emburundangado en un avión privado, lo llevaron hasta las Islas Caimán, él mismo
vació y entregó el contenido de sus cajas de seguridad, lo devolvieron el mismo día a su
apartamento en Bogotá y su esposa lo recibió y lo trató, los días siguientes, como a
alguien gravemente enguayabado–; les explicaron, también, las formas más
convenientes de utilizarla y puntualizaron, con drasticismo, en el hecho de que no veían
una forma más segura para que, dos o tres jovencitas, doblegaran a un marine del
tamaño de un orangután. Quedaron convencidas, les entregaron sesenta miligramos,
divididos en tres recipientes metálicos, parecidos a los que se usan para guardar un
lente de contacto, con calaveras rojas en las tapas. Reyes les dio las últimas
instrucciones, las hizo repetir la secuencia del operativo y antes de salir, pasaron por la
tesorería y pidieron plata para ir de compras y vestirse como “putas finas” dijeron y
exclamaron: “¡No nos vayan a confundir con alguna guaricha de fonda melgareña!” En
el trayecto de la Oseta, a la Bombonera, les contaron que los marines, de los Estados
Unidos, reciben entrenamiento para defenderse de posibles envenenamientos, por lo
que optaron, las nuevas agentes, de mi General Padrenuestro, por utilizar la
espolamina pero “con un twist” y en Alí Babá, tres minutos después de hacerlo tomar, de
un jalón, medio vaso de whisky al que le mezclaron la escopolamina, le pegaron un tiro,
en un pie, con lo que lograron dos cosas: crear confusión y obligar al Embajador, con
empujones cariñosos, a subir, saltando en una sola pata, unas amplias escaleras y salir
a una terraza donde Blas lo levantó y lo puso, con un solo impulso, en el techo; Paxton
Cobbs gritaba: “Wait, wait, the ladies are coming with me” y Reyes que lo recibió arriba

223
le decía “I love you too, gringo hijueputa”; lo arrastraron entre él y Polanía, lo bajaron a
otra terraza, por el lado posterior de la manzana y lo botaron, como a un bulto de papas,
sobre el platón de atrás –si se le puede llamar así– de una zorra; Polanía le saltó
encima, lo tapó con cartones y Blas, que venía detrás, le saltó encima, también, pero
con su arma favorita, un tábano –de esos para electrocutar toros y atontarlos, antes de
matarlos– con el que le pegó dos cimbronazos que lo dejaron inconsciente. Afuera, el
dispositivo de seguridad del diplomático mostraba su desespero; la zorra, tirada por un
famélico caballo, llena de basura y con su particular olor a orines y estiércol, con las
riendas en manos de Blas y Polanía mimetizados entre la inmundicia, pasó enfrente de
ellos; voltearon, dos cuadras más adelante, hacia una calle cerrada donde metieron en
un carro al Embajador y donde Reyes –quien había llegado caminando– dio un parte de
éxito a mi General Padrenuestro desde un teléfono público –para dificultar la rastreada
de esa particular comunicación–; acto seguido, según lo instruido, llamó al periódico
más importante del país y anunció que el Comando Machacán reclamaba la autoría del
secuestro del embajador de los Estados Unidos; los periodistas verificaron el hecho y
detuvieron la impresión de la primera página del día siguiente para titularla: “Embajador
de los Estados Unidos en manos de la delincuencia”.

Por la mañana, antes de salir para la Oseta, mi General Padrenuestro miró al cielo
como pidiéndole fortaleza de más a las divinidades; Celina lo despidió en el patio y le
dijo que no se preocupara, que todo iba a salir bien; antes de ir a su oficina, fue a la
Quinta de Nariño donde Guillermina Otúnez lo estaba esperando; él la puso al tanto de
los acontecimientos, pero sólo del pedazo de historia que ella debía saber. Mi General
Padrenuestro, como siempre, fue persuasivo, antes de salir y para curarse en salud le
anticipó: “Cualquier cosa que le esté ocultando, Señora Presidente, es por su
seguridad” taconeó y se despidió, con la deferencia de un subalterno. Por la tarde,
fueron parcas las declaraciones frente a los medios de comunicación; por su lado, la
Presidente Otúnez hizo un llamado a los cundinamarqueses a mantener la calma y
expresó que “el gobierno deplora el secuestro del embajador norteamericano”; desde
la Oseta, mi General Padrenuestro negó tener mayor detalles sobre el plagio y pidió
que lo disculparan, hasta no estar mejor informado. Reiteró, a regañadientes, que su
esfuerzo inmediato estaría destinado, con la colaboración de los Estados Unidos, a
rescatar al embajador Paxton Cobbs y repartió entre los periodistas diez copias del
video que había llegado al mediodía y cuyo contenido –según les dijo– la Oseta, la CIA y
la Interpol estaban analizando. El video, grabado en el mismo sitio, con las mismas
armas y con las mismas cámaras que quedaron en la casa donde rescataron a Lily

224
Delmar, fue visto hasta nuestras antípodas, ida y vuelta. Quesada y sus subalternos
lograron montar una escenografía escalofriante: de fondo un muro de azulejos
chorreado de sangre, ellos disfrazados de machacanes con pasamontañas y los
correctos distintivos del grupo guerrillero, en el brazo izquierdo, una luz de
interrogatorio colgando del techo y amarrado a una silla metálica, mostraron a la
víctima amordazada, con los ojos desorbitados: un Paxton Cobbs mojado –parecía
orinado– por el agua que le echaron para despertarlo y con un revólver apuntándole a la
cabeza como expresando lo que, en Cundinamarca, sentíamos “vamos a matar a este
hijueputa gringo”. Mientras los Estados Unidos reunió a un grupo de investigadores
expertos, los puso en un avión privado y mi General Padrenuestro los autorizó para
revisar la escena del crimen, los detectives de la Oseta hicieron la pantomima de seguir
el rastro de sangre sobre la tapia de atrás y dijeron, frente a los noticieros, que
sospechaban –por las huellas dejadas en un antejardín, a la vuelta de la esquina– que
habían sacado al Embajador en una camioneta Land Rover Discovery de color gris
oscuro. Los expertos gringos pasaron la mañana del domingo en Alí Babá y sus
alrededores, pero la escena del crimen estaba contaminada y casi nada servía como
prueba forense; esto se debió a que la misma policía comió pizza sobre la mesa donde
estuvo Paxton Cobbs departiendo con sus invitadas, a que el dueño de la cueva-bar-
manoseadero limpió y reorganizó, el local, pues lo que saliera en los noticieros era
publicidad gratis para su negocio y a que los perros callejeros se metieron a buscar
sobrados de comida y a curiosear. El domingo, por la tarde, en un operativo conjunto
entre la policía de Bogotá y las fuerzas militares, liberamos a la Kika Tutti Frutti y al
Paredón Valbuena, con base en la información entregada por los secuestradores de
Lily Delmar, a quienes indagamos, a cuchilla limpia, en los socavones de la Oseta. Por
la noche, mi General Padrenuestro llegó a la casa de la embajada de los Estados
Unidos de América y sin la ayuda de nadie, llevó al Embajador hasta su cama, saludó a
su esposa, se sentó en la otomana sin pedir permiso y prendió el televisor: se veían
imágenes exteriores de la casa mientras, de acuerdo con el comunicado entregado por
la Oseta, una voz decía: “Después de los afortunados rescates, en las horas de la
mañana, de la cantante y el futbolista más queridos de Cundinamarca, a las siete de la
noche, pasadas, en una casa del barrio Andes, etapa tres, fue liberada Lily Delmar,
ilesa pero con problemas estomacales y migraña; pidió no ser entrevistada por los
medios de comunicación hasta no recuperarse y declaró que en otra parte de la casa,
donde pasó su cautiverio, tenían a otro secuestrado traído la noche anterior. Un piso
más abajo, miembros de la Oseta encontraron, inconsciente, al embajador Paxton
Cobbs, quien resultó estar en buen estado de salud y se encuentra reposando, ahora,

225
en la comodidad de su propia cama. Por su parte, Lily Delmar prefirió salir del país, en
un avión privado, contratado por su padre el industrial Jaime Delmar”. A las tres
semanas, el mundo vería otra vez a Miss Universo radiante y hermosa, posando para
las cámaras –en algún sitio de la Costa Azul– y con el dolor de su mancillada intimidad
cubierto por el maquillaje y las sonrisas de plástico.

La señora embajadora de los Estados Unidos lloraba de agradecimiento y le preguntó a


mi General Padrenuestro: “¿Qué puedo hacer por usted?” a lo que él contestó “me
alcanza, si es tan amable, un cenicero”. Ella le acercó un bote de la basura y él encendió
un Paquistán, carraspeó, escupió en el entreverado de una cortina y dijo, con su voz
gruesa de tenor urbano: “Embajadora, tengo afuera a los paramédicos y a cuarenta
hombres más de mi confianza. No los puedo dejar entrar hasta que los marines no
bajen la guardia y la verdad, no confío en unos hombres que dejaron secuestrar al
Embajador. Le ruego …” ella interrumpió, no necesitaba oír más, salió y frente a la
puerta principal se dirigió al jefe de seguridad, delante de los demás, para ordenarle, de
parte de su marido, que dejara entrar al ejército cundinamarqués; el oficial le explicó
que eso estaba prohibido, que habría que validarlo, en Washington, con las secretarías
de Estado y de Defensa; a lo que la embajadora respondió abriendo, ella misma, las
puertas de acceso vehicular, mientras gritaba “pues, que se jodan los marines y los
Estados Unidos” expresión que nunca había pronunciado pero que soltó con unas
ganas inmensas, porque estaba harta de su intromisión en todas las instancias de su
vida; además, su familia era de Filipinas, un país que sufría también su cuota de
entrometimiento gringo desde hacía varias décadas. Mi General Padrenuestro se
dirigió con Roxana al nuevo galpón subterráneo y se cercioró de que los medios de
comunicación vinieran detrás de ellos; abrieron con soplete la puerta de garaje que lo
protegía y dejaron entrar cámaras y periodistas para que gozaran del banquete
noticioso que les estaban regalando; volvió al cuarto del Embajador, quien se
encontraba con los paramédicos, consciente por primera vez en las últimas cuarenta y
ocho horas, viendo por televisión el final de su carrera. Los noticieros internacionales,
fueron los primeros en dilucidar que no se trataba de una sala de torturas, pero que –de
alguna manera– era parecido: una sala con los elementos para prácticas sexuales
sadomasoquistas, donde a las mujeres que sacaba de la Bombonera las forraba en
látex negro, con los genitales afuera y lo mismo hacía él, antes de que lo colgaran de las
cadenas que bajaban del techo, lo cogieran a latigazos y lo amordazaran con una
correa de cuero pegada a una pelota de caucho para meter en la boca. Los noticieros
nacionales, no fue mucho lo que lograron explicar porque esa parafernalia, como

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sacada de una ferretería, no encajaba muy bien en nuestras costumbres de alcoba o de
garaje.

Temprano, el lunes, el Ministro de Corrección, Equidad y Justicia llegó a la Cárcel del


Peñón, a realizar el traslado de los presos y ya todos se habían ido; hizo cara de
sorprendido y delante de las cámaras de televisión, dejó en evidencia que, de pronto,
sabía más de la cuenta porque pronunció la siguiente perla: “¿Quién sabe por dónde se
salieron? Porque nadie les abrió la puerta” lo que sonó a autoincriminación pero que,
sin darle vueltas al asunto, quería decir que hizo lo que estaba a su alcance “con
diligencia y cuidado” como dicen los abogados y que, desde ese momento, era
responsabilidad del ejército y la policía volverlos a detener. “Hay idiotas y hay imbéciles,
Lugarte y los Doce del Patíbulo pertenecen a ambas especies” dijo, mi General
Padrenuestro cuando nos enteramos, de boca de uno de los presos, Walter Zúñiga
Barberena a quien cogimos, al mediodía, porque se devolvió a recoger un aparato, en
forma de Torre Eiffel, para aplicarse los ungüentos de las hemorroides, que el doctor De
Mier los convenció de que los Estados Unidos estaba armando un equipo como el de
Los Magníficos para sacarlos de Cundinamarca; se trataba de un programa de
televisión en el cual un equipo de mercenarios, con entrenamiento militar, rescataba y
desaparecía gente, con sigilo, en la mitad de la noche. Se fueron hasta los caimanes;
no quedaron ni siquiera los guardias que ya pertenecían a la nueva clase social de
enriquecidos por el narcotráfico; sólo quedaron unos cuerpos apilados en los
congeladores industriales; unas muchachas, menores de edad con joyas en el cuerpo,
los labios pintados y en estados diversos de embarazo; closets llenos de ropa,
celulares, armas, fármacos, instrucciones para armar una bomba nuclear, binoculares
y –entre miles de cosas inútiles– miles de estampitas religiosas del Divino Niño con la
frase: “Nada te será negado”. Grande, debió ser la frustración de esos doce pobres
diablos, cuando se vieron escondidos en físicas ratoneras, dudando de su entorno,
habiendo perdido las indulgencias de la bula cardenalicia –que aplicaba una cláusula
cancelatoria en caso de abandonar el penal sin autorización–; armados para
defenderse de nadie y de todos, desconectados de sus hijos, de sus amores y lo peor,
limitando sus placeres a los que un escondite en una casa anodina, de un barrio de
tercera, cerca de una tienda de mierda, pudiera proveer; atravesando lodazales, con el
agua hasta la cintura y alzando bolsas de la basura llenas de dólares que sólo servían
para limpiarse el culo, hacer un pitillo para meter cocaína o tratar de convencer a un
campesino, que nunca salió de su vereda, de que esos billetes verdes eran, de verdad,
mejores que los pesos con nuestros patriotas pintados. Se equivocaron, descubrieron

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la verdad demasiado tarde: que huir del peligro era una cosa pero que huir de una vida
de riqueza, de poder, de determinadores entre el vivir y el morir de otros, de libertad
para traer un felino del Serengueti si era lo que les dictaba la voluntad, era una suerte
muy hijueputa, muy cagada y que los obligó a cometer muchos errores, a ver con
desconfianza el día por venir o la siguiente hora, a escucharse los latidos en noches, de
silencio absoluto, sin la más mínima esperanza y con la certeza vertiginosa de que no
había manera, ya, de evitar los acantilados del infierno. “Mejor muerto” pensarían
algunos en sus horas fatales, salvo los hermanos Eduardo y Gustavo Espinel Ricaurte
quienes se escondieron a orillas del Orinoco, al amparo de uno de los grupos
delincuenciales con más auge durante los años venideros.

Mi General Padrenuestro sabía perfectamente que la ley de fuga es aplicable “en


caliente” mientras la huida de un delincuente está en acción; pero él, sin preguntarle a
ningún entendido ni hablar con ningún abogado penalista –porque no era su estilo– le
vendió la idea a los cundinamarqueses de que era lícito disparar a matar a cualquiera
de los Doce del Patíbulo donde los encontraran y a la hora que fuera y que el suministro
de información o la entrega de alguno de ellos, vivo o muerto, sería recompensada con
amplia generosidad; lo que no le contó a nadie es que con las solas grabaciones que la
Oseta logró obtener –a escondidas del Ministerio de Corrección, Equidad y Justicia–
durante la estadía de los delincuentes en el penal, era suficiente para buscarlos y dar
con ellos; sin embargo –pensaba mi General Padrenuestro– que para qué gastar
horas-hombre y presupuesto en tal esfuerzo, si tarde o temprano irían cayendo, como
casi siempre sucede: a manos de sus más fieles allegados. Tenía razón: a los dos días
El Zopilote Paternina llegó a su casa, abrazó a sus hijos, se comió un ajiaco hecho por
su madre y al echarse un polvo con su esposa, ella, después de desnudarse con una
sensualidad de meretriz hawaiana y después de haberle dado una mamada
extraordinaria, le susurró: “Mi amor, cierra los ojos que te tengo una sorpresa”. Él cerró
los ojos, feliz y pensando “ya estoy, de nuevo, con mi familia” ella metió la mano debajo
del colchón, sacó un filo brillante y rotundo, se llenó los pulmones de aire y lo molió a
machetazos, mientras le gritaba: “Estamos mejor sin ti, malparido, hijueputa, cabrón de
mierda, cacorro, gonorrea” una grosería por cada golpe, hasta que quedó una sopa que
la policía se llevó entre unas canecas de poliuretano, mientras felicitaban a la señora y
le daban las gracias por aplicar la ley de fuga.

El Presidente de los Estados Unidos dio agradecimientos públicos al Estado de


Cundinamarca por la prontitud en liberar al embajador Paxton Cobbs, quien sería

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juzgado por conductas impropias a la integridad de su cargo. El Ministro de Corrección,
Equidad y Justicia se puso un revólver entre la boca cuando supo de las grabaciones,
en manos de la Oseta, que lo incriminaban y disparó. El tiro le salió por la garganta,
rebotó y la bala le quedó alojada entre las vértebras; ahora no come sino compotas, no
pronuncia sino sonidos de grulla o codorniz y no se acuerda dónde fue que anotó el
número de la cuenta cifrada en Suiza. La Kika Tutti Frutti se dedicó a la canción protesta
–que había estado en boga veinte años antes– y el Paredón Valbuena mandó disecar el
meñique que le quitaron, se lo colgó al cuello y cada vez que metía un gol, lo besaba y
se persignaba mirando al cielo. Miss Universo volvió a brillar en el escenario del jet set
internacional y a su padre, cuando volvió a Bogotá, mi General Padrenuestro le puso
una cita en los socavones de la Oseta –para cumplir con el compromiso adquirido–
donde a los captores de su hija los tenían desnudos, engrillados a una pared; con los
párpados cosidos a las cejas para que no se perdieran del espectáculo que estaban a
punto de protagonizar. Jaime Delmar, con tapabocas y guantes de cirugía les quitó, uno
a uno, los testículos y el pene, utilizando tijeras de jardinería y alicates; se sentó frente a
ellos y los miró a los ojos hasta que se desangraron, entre gritos de horror que el
industrial estoicamente, pero con el alivio de la venganza, aguantó hasta el final. “Uno
es capaz de atrocidades inimaginables, sólo es que le saquen la bestia que lleva
adentro” diría mi General Padrenuestro, al respecto. La Señora Presidente –por su
parte– insistió tanto en el trabajo en equipo de su administración, insistió tanto en el flujo
de colaboraciones entre las entidades del Estado, que el cuarto sol de mi General
Padrenuestro –como dicen– fue entregado por ventanilla y el título de Comandante
Militar de las Fuerzas Terrestres, Aéreas y Marítimas de la Nación postergado hasta
nueva orden –para no darle tanto brillo a una sola persona– y en alocución presidencial
informó al pueblo cundinamarqués que el ministerio a su cargo cambiaría el nombre a
Ministerio de Guerra, Defensa e Inteligencia y que tal dignidad sólo podía ser ostentada
por generales con un rango de cuatro soles o superior. Dejó, así, una puerta tan abierta
a cualquier tipo de ambición militar, que la agudeza periodística de alguien, cuyo
nombre ahora se me escapa, no lo pudo expresar mejor: “Como siempre, ¡el cielo
estrellado es el límite!” En el consejo de ministros siguiente Guillermina Otúnez pidió un
aplauso para mi General Padrenuestro y no dijo nada más, pero se entendió, de lejos,
cuál era el verdadero equilibrio del poder en Cundinamarca.

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Danos, hoy, nuestro pan de cada día

Por más de que hubiera ayudado a las autoridades, Mauro era incondicional con Reina,
pero ella temía que Andulima estuviera cambiando de bandos; ennoviada con un
militar, viviendo en un ambiente familiar y bajo la protección de mi General
Padrenuestro, era muy probable que ella no supiera manejar el conflicto de ¿a quién
serle fiel? o ¿quién espía a quién? y eso la desvelaba porque Andulima estaba en una
posición inmejorable para ayudarla a lograr su meta. Tampoco valía la pena compartir el
motivo de sus preocupaciones con Mauro, pues no le parecía conveniente ponerlo en
una situación incómoda; sin embargo, lo instó a que pasara más tiempo con ella, a que
la visitara en su lugar de trabajo, a que él también lograra ganarse un espacio en la casa
de mi General Padrenuestro; a que, por lo menos, le transfirieran la misma confianza y
cariño que le tenían a su hermana. Mauro era más realista y le dijo a Reina lo que ella no
quería oír: “No va pasar, Señora Reina, esa bestia mal encarada del Blas me la tiene
jurada”. Tenía razón, una cosa era adoptar –como hicimos siempre– a los amores
propios y a los de nuestros compañeros, pero otra muy distinta era incluir, en nuestro
círculo, a sus hermanos no militares y con el agravante de que le teníamos cierta
animadversión a Mauro por considerarlo un mirón entrometido, al que se le notaba, a la
distancia, la clase de comemierdas, clava-cuchillos-por-la-espalda, que era; en el reino
animal, habría sido un roedor de color gris mugre y habitante reconocido de los antros
más pútridos de la carroña. “¡La caca le sale limpia!” exclamaba Blas, de él, para decir
que era un puerco que retenía la pestilencia por dentro. A Reina le tocó reconocer que la
idea de Mauro era mucho mejor: atraer a esos machos cabríos, militantes de la
hombría, arrechos por naturaleza y por mandato glorioso, a la Bombonera. “Nos les
abrimos de piernas” fue como él lo expresó y ella pensó, para sus adentros, que no
descansaría hasta tener a mi General Padrenuestro comiendo de su mano antes de dar

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el golpe letal y de hacerlo sufrir en el proceso.

Con los dos mellizos por fuera de la cárcel, los Doce del Patíbulo en la huida –sin poder
controlar, a cabalidad, sus negocios– y el oleoducto trabajando a full capacidad con la
droga procesada en Zacambú y –en un porcentaje mayor– la de otros carteles, Saskia
estaba en la cima del mundo; con los problemas propios del lavado de tanta plata, de la
incontable cantidad de arribistas que buscaban su cercanía y de la ansiedad que le
producían tantas responsabilidades a la vez, por supuesto. Mi General Padrenuestro
todavía no atisbaba la magnitud del imperio de Saskia y ella lo sabía, por eso le pareció
que era la oportunidad de saber qué tan insobornable era su amante fortuito.
Necesitaba mayor influencia en Cundinamarca; decidió quedarse en el país porque,
para su negocio, era importante afianzarse en un territorio en el que los Estados Unidos
tuviera la menor influencia posible y a la sazón –por debajo de The Caribean Belt como
llamaban sus vastas posesiones al sur de la Florida– ese era el nuestro. Lo llamó una
mañana y en tono chispeante le dijo “General, quiero mostrarle mis nuevas tetas” y él
respondió, más rápido de lo imaginado, que sí, que claro y se pusieron una cita en un
almorzadero de huesos de marrano cercano al aeropuerto, donde Blas podía
desplegar –como lo hacía a cada rato– un dispositivo “seguro de seguridad” como él
mismo decía. La intuición de mi General Padrenuestro le indicaba que esa llamada,
tarde o temprano, se daría y la venía esperando hacía un buen rato. Estaba en el
proceso de averiguar y sopesar la verdadera extensión de los negocios de Saskia y
seguía con ojo avizor su crecimiento; sabía, en su fuero interno, que ambos habían
acumulado el suficiente poder para que sus caminos se volvieran a cruzar y se
mentalizó para que, bajo ninguna circunstancia, fuera él quien diera el primer paso; por
eso y porque las ponderadas redondeces de su cuerpo lo despertaban sudando,
aceptó, sin mayores reatos, el ofrecimiento. Saskia llegó presumiendo su opulencia:
haciendo alarde de sus joyas, su vestimenta y sus gafas doradas; no quería, por ningún
motivo, aparentar algo que ya no era, ni jugar cartas que no estuvieran al descubierto y
sobre la mesa. Se trataba de una medición de fuerzas y ambos lo sabían, de
“compararse el pipí” expresión que no es tan inadecuada teniendo en cuenta que
Saskia, incluida su vitalidad sexual de diosa del Olimpo, salió adelante y se batió como
una fiera en el ámbito de los hombres, adoptando roles masculinos. Ahora convertida
en una “lady” trató de comerse los huesos de marrano con cubiertos, mientras mi
General Padrenuestro les echó mano apenas se enfriaron un poquito; él sí no tenía
problemas en coger las papas o la yuca con los dedos, meterlos entre el guiso y sacar
con el meñique la médula –o como se llame– en el centro de cada hueso; no masticaba

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casi nada y pasaba la comida con Cundinamarquesa, una bebida gaseosa que
usualmente se mezcla con cerveza, en planes sociales de campo o de finca y jugando
al tejo. Es importante mencionar que mi General Padrenuestro no pasaba
desapercibido en ninguna parte, se había vuelto más reconocible que las divas de
telenovela, los animadores de concursos o los políticos más beligerantes. Era bien
conocida su poca amabilidad, por eso nadie lo importunaba con nada; sus fanáticos, lo
que hacían era esperar a que escupiera las briznas de tabaco de sus paquistanes o a
que botara las insignificantes colillas, al piso, como dando un pastorejo, las recogían y
las guardaban entre páginas de la biblia y por intermedio de esa basura glorificada
pedían por la familia, por los números del chance y por los partidos de fútbol. En un par
de ocasiones, mi General Padrenuestro se refirió, a él mismo, como “poco entusiasta
de las tetas operadas” y pese a que las de Saskia quedaron –por ponerlo de alguna
manera– en su sitio, las miraba de reojo con cierta desconfianza; sabía que eran el
anzuelo para mantenerlo cerca y tratar de manipularlo; el problema es que era
imposible no verlas, hacer caso omiso de éstas: estaban ahí, apuntándole a la retina,
directo a pirograbarse en el cerebro, como dos eclipses. Por su lado Saskia, sentada de
lado en la mesa y no al frente, cada vez que podía le miraba el bulto entre sus
pantalones, lo presentía caliente, inflamado, a juzgar por las cantidades de picante que
le echaba al guiso; ella no podía pensar en otra cosa que no fueran sus raciones diarias
de sexo y eso, era un problema. Se había dado cuenta de que responder a sus deseos
ya no era un complemento de su vida sino su propósito; se le atravesaban con unas
envestidas, de tal brío, que la obnubilaban hasta impedirle sumar uno más uno y eso en
su tipo de negocio era bastante peligroso.

Los dos estaban dispuestos a no dejar pasar la oportunidad. Haber aceptado reunirse
–ambas partes– en un restaurante cerca del aeropuerto, era aceptar también la
cercanía de los moteles: el Botafuego, el Pereira Star, el Calidoso, entre muchos otros y
uno nuevo, el Sumapaz, con el atractivo de que lo construyeron al lado de un
desayunadero llamado La Mesa de Lina, famoso por su caldo de costilla y su sopa de
menudencias. Escogieron el Motel Casa Rosada porque lo conocían y porque su
dueño, un argentino rioplatense y querido amigo de Saskia, era exmilitar y puntilloso en
cuanto a la seguridad de su negocio. Mi General Padrenuestro no tenía inconvenientes
en meter a sus escoltas al cuarto, si fuera el caso, sin embargo era bueno saber que se
trataba de un sitio interesado en garantizar un mínimo de protección a sus huéspedes.
Se subieron al carro de Saskia, previo despliegue de escoltas, con caras de perro,
mandaron a dos de ellos adelante para realizar los protocolos de rigor, avisar y preparar

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su llegada; los siguió una caravana de automotores blindados hasta la puerta de la
suite, donde los esperaban dos camareras todo terreno, vestidas de corsé, amarrado
atrás, con los pezones al aire y nada, de la cintura para abajo, sólo una botas de charol
rojo hasta las rodillas; se agachaban arqueando los muslos para mostrar los pliegues
de sus vaginas y ofrecieron diversos tipos de sales para echarle al jacuzzi y un menú
completo de juguetes sexuales, ungüentos y aceites de varios colores. Saskia escogió
con una habilidad pasmosa las entretenciones que quería: se las trajeron en sus cajas
originales, las desempacaron, las limpiaron con alcohol y las lavaron con agua caliente;
ayudaron a desvestir a mi General Padrenuestro, no se cansaban de decirle: “Ministro”,
“¡Uuy Ministro!” y lo invitaron a meterse al jacuzzi. Saskia se le adelantó y se dejó
levantar por las burbujas, para que el monte de su sexo quedara a flor del agua, como
una isla solitaria y misteriosa. Fue un encuentro bastante organizado e higiénico, pues
las mucamas-acompañantes-ayudantes-de-recámara se encargaban de lo
instrumental y mecánico: recogían y colgaban la ropa, le daban palmaditas a las
almohadas, servían los cocteles, bajaban y subían la intensidad de la luz y el volumen
de la música, se daban besitos entre ellas y le ponían las baterías a los juguetes; al
Ministro, antes de pasar a la faena, lo metieron a la ducha y le enjabonaron el cuerpo, lo
hurgaron con copitos de algodón y le limpiaron hasta el ombligo. “¡Vine a pichar y recibo
un tratamiento de belleza!” pensaba mi General Padrenuestro; llegó a la cama, oliendo
a lavanda primaveral, en una bata ridícula abierta por el frente y mientras las chicas le
ponían a punto su pesada verga, con sus manitas untadas de un aceite rojo importado
de Tailandia, Saskia llevaba un buen rato jugando con un pipicito, como el de un
coreano, de plástico amarillo y punta de colombina, que sonaba como una abeja
buscando aire en un incendio. “Es especial para la glándula clitoriana” dijo ella y ese
comentario rebosó la copa de mi General Padrenuestro quien había tratado de
mantener una actitud cortés y abierta: sacó corriendo al par de puticas, tiró los juguetes
a la caneca, puso una película porno en la que cincuenta tipos masturbándose hacían
fila para derramarse encima de la misma mujer, por turnos, hasta dejarla como un
postre gigante de tres leches y se le abalanzó a Saskia con el mismo ímpetu de la
primera vez, la penetró sin descanso contra la pared, con los bramidos de semental que
la dejaron, a ella, llena de un almizcle feroz que duró supurando como diez días.

Saskia llevaba demasiado tiempo dando órdenes en la cama, sojuzgando hombres y


ese espontáneo arranque de mi General Padrenuestro, esa brutal e impuesta
sumisión, no le era placentera; al contrario, se sintió humillada, victimizada, recobró la
compostura y se metió un pase de perica; él prefirió la marihuana y la mandó traer, sus

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hombres sabían cuál le gustaba; quería conversar, saber más de ella, descubrir sus
puntos débiles, desenredar su madeja o por lo menos, tratar de hacerlo. Hablaron de la
huida de los Doce del Patíbulo, él le contó los detalles de la muerte de El Zopilote, que a
La Calientagüevos Miranda la ahogaron sus propios hijos, sosteniéndola de cabeza
entre la letrina de una estación de gasolina y que Eladio Palma Supatá se entregó en
una comisaría de Villapinzón donde, apenas se identificó, le dijeron “bueno, ya puede
bajar las manos” y lo llenaron de plomo hasta que la hebilla del cinturón la salió por el
hueco del culo; sólo quedaban ocho y no demorarían en caer pero, le confesó que, la de
los hermanos Espinel, era la única muerte de la que se quería encargar personalmente.
Era cierto, las horas interminables de grabaciones tomadas en la Cárcel del Peñón los
señalaban como unos individuos con nexos en Washington, Moscú, Tokio, Canberra,
Buenos Aires y Johannesburgo, como las ruedas dentadas de una maquinaria global y
peligrosa en el sentido de que, aún, la Oseta no había podido calibrar el tamaño de su
organización; esto último no lo dijo, pero se quedó mirando a Saskia para ver la
reacción de sus ojos al mencionar el apellido Espinel y nada, no percibió nada. “La
mujer es inescrutable” pensó y le escuchó, en tono de comentario casual, que no los
conocía pero que eran los amos y señores de las rutas del narcotráfico a lo largo y
ancho del Orinoco, lo que les facilitaba sacar la droga, por Trinidad y Tobago, hacia
España y de ahí, a los demás países europeos y de la cuenca del Mediterráneo. De un
salto, ella sacó del cajón de la mesa de noche la biblia –la que ponen, por costumbre, en
los cuartos de los moteles para amainar los tormentos del pecado– se arrodilló en la
cama –su reflejo se veía multiplicado en los espejos angulares del techo– se puso una
sábana, alrededor del cuerpo y la amarró a la altura del hombro, como un senador
romano y exclamó: “¡Hablaré con la verdad General!” al fin y al cabo estaba llena de su
semen y eso, es un vínculo que permite un cierto grado de familiaridad y entrega: tomó
su pene y como un cetro lo sostuvo sobre la biblia, elevó la otra mano en señal de
juramento y agregó: “Yo, Saskia Leuenberger Wagenknecht me comprometo, ante dios
y ante el General Aquiles Padrenuestro Chacón, a matar a los hermanos Espinel, como
un servicio desinteresado con, ésta, mi patria adoptiva”. Esa no era, para nada, la
reacción esperada por mi General Padrenuestro pero, con su ceño fruncido, le hizo
saber que ese tipo de promesas se las tomaba muy en serio, pues, a él, le resultaba
magnífico que alguien ajeno a la Oseta le hiciera ese favorcito. Ella, también le dejó
claro que sus juramentos eran de vida o muerte, dejó poco a poco las solemnidades
pero los efectos de la cocaína no le permitían callarse: le contó, sin detalles, el éxito de
sus empresas; reconoció que estaban de lados distintos de la ley, pero aseguró que,
entre los dos, podían tomarse el mundo; así lo expresó: “El mundo” con toda su agua

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dulce, la salada, los continentes, ambos hemisferios y supongo que también la
atmósfera y la órbita geoestacionaria. Mi General Padrenuestro la dejó hablar y
elucubrar sobre el destino del planeta tierra, sobre los pros y los contras de nuestra
economía abierta –desde hacía poco– al mercado de los Estados Unidos, sobre
nuestra envidiable posición en el sistema solar, sobre Wall Street y los precios del oro,
sobre lo humano, lo divino y lo menos trascendental. En los interregnos de su
monólogo, él le hizo un recuento de los parlamentarios que, contados con los dedos de
la mano, eran honestos y veraces en la búsqueda del bien común; a los demás los trató
como a unos miserables interesados en su propio bienestar; le compartió su sueño de
cerrar, un día, el Concilio Parlamentario porque le parecía injusto que fueran, sus
representantes, los más proclives a robar las arcas de la nación, a coadyuvar con el
enriquecimiento ilícito, en todos los niveles de la administración y los más interesados
en que se adjudicaran, a dedo, los grandes contratos del país entre sus amigos o
empresas aliadas. Saskia se sintió cansada, se tomó unas pepas que sacó de un
estuche perlado y cayó rendida antes de la medianoche; mi General Padrenuestro le
dejó doscientos mil pesos debajo del control de la televisión, por humillarla, por hacerla
sentir como lo que realmente era; le echó una última mirada a su pubis en reposo,
apagó la luz y dejó a tres de sus escoltas pendientes de llevarla a su casa cuando
despertara; al salir pensó que buscar conversación entre una persona fumando
marihuana y otra metiendo perica, era una pésima idea; y como si se le hubiera bajado,
de repente, una fiebre aguda, se decidió a no volver a verla nunca; sacaría a Saskia de
su vida, como a una espina clavada en la palma del pie o esa, por lo menos, fue su
intención.

El Comando Machacán decidió prenderle una vela a dios y otra al diablo; después de
los fallidos secuestros, que los Doce del Patíbulo ayudaron a determinar con su
patrocinio, aprovecharon que, éstos, estaban concentrados en su huida, en velar por
sus vidas –porque por televisión, cada hora, mostraban sus fotos con precios sobre sus
cabezas– y se apoderaron de sus laboratorios, cultivos, suministros, toneladas de
droga empacada, lista para enviar y rutas de narcotráfico. Ampliaron, por lo tanto, su
poder exterminador, implantaron el terror en los municipios del país e hicieron ver a los
carteles de la cocaína como a ositos de peluche comparados con la máquina de
sicariato que montaron para proteger el negocio; le dedicaron, además, un esfuerzo
descomunal a renovar su imagen política, a volver a hablar de la falta de paz, de la
inequidad en la repartición de las tierras agrícolas, de la poca estabilidad laboral y todo
ese revuelto de rumiante palabrería que se ventila para las elecciones. Guillermina

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Otúnez, que prefirió no malquistarse con nadie durante la recta final de su mandato, se
agachó, se puso en cuatro patas y metió la cabeza entre su propio culo cuando el
Comando Machacán se inventó un partido político con plena capacidad de inscribir
candidatos a las elecciones legislativas, siguientes, para escoger los nuevos miembros
del Concilio Parlamentario, que se realizarían dos meses antes que las elecciones
presidenciales y en esa tónica de dejarse manosear –común a los mandatarios que van
de salida de su cargo– aceptó que su partido nombrara de candidato a la Presidencia
de la República a Dartañán Henríquez Arepuela, un hombre dormido en sus apellidos,
heredero de las prácticas malsanas de la política y glotón, glotón para comer, glotón
para hablar y glotón para recibirle dinero al narcotráfico, con el cuál pagaría su
campaña electoral y le sobraría para que se enriquecieran sus amigos. “¿Qué puede
salir mal? Ya lo hicimos antes” era su respuesta cuando sus allegados se asustaban
con la afluencia de dinero mal habido destinado a ganar adeptos por la vía rápida del
soborno, la compra de votos y rebasar, de paso, los límites de gastos previstos por la ley
para la financiación de las campañas políticas. En fin, los rumores le llegaron primero a
mi General Padrenuestro y cuando se los transmitió a la Señora Presidente la tarde en
que presidieron ambos una parada militar, se alzó de brazos y dijo: “No más cruzadas
morales, General, éstas murieron con el beltranismo” afirmación que,
desafortunadamente, era cierta; nadie, ningún grupo político, volvió a hablar de
moralidad y, menos, cuando los medios de comunicación, los fallos de la procuraduría o
las sentencias de los juzgados ponían el dedo en la llaga; en tales casos, los aludidos
conformaban, de afán, una Comisión de Ética –se tomaban fotos para acompañar los
comunicados de prensa– y prometían llegar al fondo de los asuntos más turbios,
mientras dejaban pasar el tiempo: lo dilataban hasta las fronteras del olvido que, en
nuestro país, son, más bien, cercanas.

Dartañán Henríquez Arepuela tenía tres hombres de confianza y los periodistas


–expertos en acuñar la trivialidad y abusar de los lugares comunes– se referían a ellos
como los Tres Mosqueteros; sin embargo, cuando se hizo evidente que eran
homosexuales de alto vuelo, los empezaron a llamar los Tres Rosqueteros, así se
quedaron y así los recuerda la memoria colectiva que es cáustica e inconmovible. Eran
socios de una firma de relaciones públicas y su oficio, además de organizar eventos,
era el de conseguir y recoger la plata de la campaña, para tal efecto se organizaron de
acuerdo con el campo de influencia y la experticia de cada uno: el Clubman pasaba el
sombrero entre sus compañeros de golf y los amigos de su padre y de su madre, el
Perro –llamado así por su cara enjuta de lebrel constipado– recibía las donaciones

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corporativas y el Fashionista organizaba subastas, fiestas y cocteles; esa era la
fachada y algo de plata levantaron, pero diseñaron un plan secreto, con el candidato,
que les permitiera no pasar aulagas durante el durísimo tire y afloje de la puja electoral.
Empezaron con los narcotraficantes que estaban en fuga desde que dejaran la Cárcel
del Peñón, les prometieron una amnistía por interrupción de proceso (procesus
interruptus), latinajo que no quería decir nada y que se les ocurrió a las volandas, pero
como se trataba de engañar a unos nuevos ricos más incultos que una mula con
dislexia, les hicieron creer –a los ocho que quedaban vivos– que, con unos ajustes, una
vez conseguida la Presidencia, ellos podrían dejar de huir y andar como Pedro por su
casa en toda Cundinamarca; siguieron con los carteles de narcotraficantes extranjeros,
de nuestros países cercanos y les prometieron –Henríquez Arepuela era economista–
la legalización de cualquier cantidad de dinero, siempre y cuando mínimo la mitad fuera
invertida en nuestro país y en esas estaban cuando se les apareció la gallina de los
huevos de oro, que lo único que pedía a cambio, de sus cuantiosos aportes, era que le
pusieran a su compañero-hombre-amado-concubino de primeras en una de las listas
de candidatos al Concilio Parlamentario. La gallina era por supuesto Saskia y los
mellizos Velandia serían quienes se relevarían, en su curul, igual a como hicieron en la
cárcel; ella sola aportó el cincuenta por ciento de los dineros que gastaron
–despilfarraron– durante la campaña y como muestra de cariño –¡ni más faltaba!– le
pusieron el apelativo de: Ricitos de Oro.

A mi General Padrenuestro –como siempre sucedía, en épocas electorales– lo


buscaban los candidatos por cuestiones de seguridad: el Estado tenía la obligación de
proteger la integridad del proceso electoral y eso significaba custodiar a los candidatos
que pudieran estar más amenazados y urgido, como estaba, de infiltrar a alguien que
vigilara al virtual ganador de la contienda y futuro huésped de la Quinta de Nariño, le dijo
a Henríquez Arepuela, la mañana en que se citaron en la Oseta, que entre tanto
maricón lo mejor era tener un jefe de seguridad que fuera mujer y que estuviera siempre
a su lado para las fotos; el candidato aceptó, pero no se pudo aguantar las ganas de
hacer el comentario inútil de: “Para las fotos tengo a mi mujer” lo que produjo una
sonrisa interna en los presentes –Blas y Quesada– cuya velada mofa se debía a que la
candidata a Primera Dama era una mujer marimacha, de pelito corto, caderas
inmensas y cara de forajido buscado por la ley, que arrastraba a su marido como si fuera
un carrito de supermercado; cómo sería, que a los caricaturistas de los periódicos les
quedó grande mostrar algo más divertido e hilarante que la mera fotografía de ella. Fue,
así, entonces, que Roxana pasó de las veleidades de la diplomacia a las

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arbitrariedades de la política; estaba feliz de dejar la casa de la embajada de los
Estados Unidos en la que rondaban fantasmas bilingües y donde espantaban los
agentes del servicio secreto, con sus orejas cableadas y su don de la ubicuidad. Se
cambió el look por uno más sexy, con el pelo largo y los brassieres más apretados.
Desde la primera semana se percató de que mandar hombres se le daba con
naturalidad; le tocaba de vez en cuando –eso sí– hacer demostraciones de poder como
interrogar un sospechoso a golpes, echar delante de sus compañeros a un escolta o a
un policía, por descuidar su trabajo o lanzarle un piropo y presumir –cada vez que
podía– de su cercanía con mi General Padrenuestro. Pero lo que más le gustaba de su
nuevo trabajo era que no fuera encubierto: por más que le tocara estar pendiente de las
actividades del candidato, no tenía que pretender ser otra persona y eso, fue una
mejoría notable en su vida romántica. Quesada y ella empezaron a salir; siempre se
gustaron, pero el trabajo, de una u otra forma, los había distanciado; él consideró que el
entrenamiento militar de los escoltas era susceptible de mejorar y le propuso a mi
General Padrenuestro ayudar a fortalecerlo e ir, de paso, haciendo un balance de las
debilidades y fortalezas del próximo Presidente de la República. Mi General
Padrenuestro intuyó la verdadera razón de su petición, pero no dijo nada porque –y no
se cansaba de decirlo– Juan Emilio Quesada Charria era el mejor oficial en sus filas y
que pretendiera a Roxana era una bendición de dios; y no es que jugara a ser celestino
sino que Celina lo hacía caer en cuenta de la importancia de preocuparse por construir
una familia y no un batallón de fufurufas y tirapedos. “Debes humanizarte, Aquiles” le
decía ella, así como también le repetía “no se te olvide que tienes tres hijas mujeres y no
las puedes tratar como si estuvieran en las barracas”. Las niñas entraron al colegio; sus
padres escogieron uno distinto para cada una, pero los tres eran mixtos, laicos y con
libertad de creencias religiosas, pese a que mi General Padrenuestro hubiera preferido
uno de sólo mujeres, dirigido por monjas; la verdad es que no tuvo argumentos para
sostener la caña, pues –como Celina se lo hizo ver– era inconcebible que hubiera sido
el primer oficial en Cundinamarca que le impartió entrenamiento militar a mujeres,
desde mucho antes de que les fuera permitido prestar el servicio, pero que con sus hijas
tuviera el rubor de que crecieran a la par con los hombres. “Es que, Lugarte, yo en mi
casa no llevo ni los pantalones, ni las charreteras, ni nada” me dijo un día y hoy pienso
que eso lo equilibraba porque su casa marchaba sin que estuviera obligado a decidir
ninguna cosa; era un espacio donde podía guarecerse de las responsabilidades de
tanta comandancia y ministerio.

Saskia tenía múltiples fuentes de información porque los mellizos hicieron muchos

247
contactos en la cárcel y como pagaban, en efectivo, por las razones –chiquitas o
grandes– que les dieran los soplones que gravitaban a su alrededor, pues eso los
facultaba, la mayoría de las veces, para ser los primeros en reaccionar frente a un
problema o en anticipar un descalabro. Fue por ese medio que supieron que los
hermanos Espinel estarían en Isla Perico, un enclave panameño en aguas del Pacífico
donde se cocían muchos de los grandes negocios del narcotráfico. Los mellizos se
asustaron de que a Saskia le diera por explorar posibilidades “comerciales” en sitios
distantes de su área de influencia, porque parte del éxito de las mafias –como se ve en
las películas sobre la prohibición del alcohol en los años veinte– es el de mantener y
proteger su territorio. Saskia no le dio tanta importancia a la preocupación de sus
socios, pero tampoco los hizo partícipes de la promesa que le hizo a mi General
Padrenuestro la noche en que la trató como a una prostituta de cafetín. Con la sola
excusa de informar el paradero de los hermanos Espinel y refrendar el pacto lacrado
con el sudor de sus cuerpos, se apareció en la Oseta y para su sorpresa, le pidieron la
cédula de ciudadanía y le dijeron que el sistema –de computadores– no permitía su
entrada y que estaba prohibido anunciarla y que, de insistir, se estaría arriesgando a un
arresto preventivo; se puso a gritar como una descocida, a mi General Padrenuestro le
contaron que por poco se arranca las mechas del desespero; insultó a quien pudo y
para cerrar con broche de oro, lanzó la expresión que –en mi sentir– lleva la carga más
grande de auto-humillación posible en un ser humano: “¿Y es que ustedes no saben
quién soy yo?” Dicho esto, en la circunstancia que sea, no queda más remedio que
batirse en retirada y rogar al altísimo para que lo olviden, a uno, con prontitud. Esa
rabieta demostraba, a las claras, lo mal que estaba Saskia; que pasó de reconocerse
como una criminal organizada, con planes de expansión pero discreta y gozona en la
cama, a ser un buitre maquillado de mil colores, con los ojos en la nunca, los
pensamientos desorbitados e irrespetuosa de su propia piel. Sin duda el consumo de
droga estaba causando estragos, en su cuerpo y en su mente; esas victorias diarias
que le reclamaba su sexualidad y esa megalomanía de querer conseguirlo todo –o por
lo menos todo lo comprable– la volvieron, cada vez más, vulnerable al rechazo, por eso,
el de mi General Padrenuestro, le dolía en lo más profundo de su ser porque era la
comprobación fehaciente de que entre más puta, más puta. A Saskia se le ocurrió que
necesitaba, con urgencia, asesinar a Eduardo y Gustavo Espinel para poderse
enfrentar, de tú a tú, con mi General Padrenuestro y presionarlo en beneficio de sus
necesidades de narcotraficante en ascenso y de perra en constante celo; no le parecía
suficiente tener entre el bolsillo al virtual ganador de las elecciones presidenciales
–inflando el caudal de su campaña– porque sabía, con esa intuición de pitonisa infalible

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que le envidiaban los mellizos, que mi General Padrenuestro tenía el poder detrás del
trono para rato. Sabía, también, que nunca podría manipularlo, pero tendría que
ponerlo de rodillas así fuera para guillotinarle la lengua cuando la volviera a meter en su
vagina. De lo contrario, pasaría noches de desvelo, en La Habana o en Veracruz,
planeando el daño que le haría; empezaría a odiarlo, a desearle dolores intolerables, a
maquinar formas inauditas de asesinarlo pero con torturas previas y sufrimientos
extensivos a sus mujeres y a sus hijas. Contrató detectives privados, algunos de los
cuales se preciaban de conocer al dedillo las nuevas tecnologías de la información,
pero ninguno descubría secreto alguno sobre mi General Padrenuestro que no se
supiera: era polígamo declarado, deshonesto, puto, asesino, ratero, torturador,
mentiroso, traicionero, había quemado personas vivas, violado mujeres, metido droga,
contraído gonorrea y una vez –de niño– le vendaron los ojos en una fiesta infantil y –sin
culpa pero con sevicia– con el palo que le pusieron en sus manos para romper una
piñata molió a golpes a cuatro adultos y dos viejos; sobre él se rumoraban muchas
atrocidades pero, en los malos sueños de Saskia, mi General Padrenuestro aparecía
en un pedestal por encima de la ley de los hombres y de la ley divina, como Zeus, el
anticristo o el espíritu santo. Lo único que Saskia averiguó y le dio risa saberlo fue que
mi General Padrenuestro ¿quién lo creyera? no conocía el mar.

“Yo te he visto en algún lado, corazón hermoso” fue lo primero que me dijo Reina
cuando me conoció; no supe qué responderle y con esos ojos escrutadores clavados a
los míos, me puse tímido y sólo contesté: “Me alegra conocerla, Señora Reina,
Andulima me ha hablado mucho de usted”; como una tromba, entró Mauro a la salita de
recibo donde estábamos y la contrariedad pintada en su mirada me incomodó;
Andulima lo notó y me sacó corriendo del comedor auxiliar por donde entramos. Lo
primero que hizo fue relacionarme con las chicas: me presentaba con un auténtico
orgullo y me di cuenta de lo importante que era, para ella, tener novio y que además
fuera militar; era pasado el mediodía y algunas de ellas se veían recién levantadas.
Andulima me explicó que algunas eran internas, que otras dormían en sus casas y
llegaban por la noche; nunca faltaban una o dos externas que por razones de trabajo se
quedaban a dormir, por no decir que caían rendidas de tanta rumba, trago y drogas.
Sobre esto último supe, más tarde, que Reina no permitía que sus chicas se drogaran y
las mantenía vigiladas para que no se excedieran con la bebida. A ellas les rendían los
cocteles con mucha agua y les servían el whisky y el vodka, al tiempo con botellas con
cerveza a medio llenar, lo que quería decir que, técnicamente, tomaban a la par con los
clientes, pero cada trago lo devolvían entre la botella oscura de las maltas nacionales.

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Los meseros eran habilísimos en cambiar a tiempo unas botellas por otras, porque
también era un buen mecanismo para que el trago se consumiera con mayor rapidez y
por lo tanto, los clientes pidieran más y les aumentara la cuenta. Fumar marihuana
estaba permitido –a Reina le gustaba su olor dulzarrón a chamizo quemado y húmedo
como cuando, a cielo abierto, cae la lluvia sobre las quemas de las hojas secas– pero
las que metieran cocaína eran despedidas en el acto; incluso, para evitar una
consecuencia tan drástica, tenían un código: cuando una de las chicas le decía a un
mesero “tráigame una crema de menta con gotas de vainilla y canela” quería decir que
el cliente la estaba forzando a consumir cocaína u otra droga y la sacaban con cualquier
excusa del cuarto. A Reina le gustaba pensar que la Bombonera era un refugio de amor
donde los hombres debían salir satisfechos y pensando en volver, ya fuera para estar
con otra chica que vieron pasar y les gustó o para seguir intimando con la misma hasta
enamorarse con ansia y dolor. Ella quería descargar de sus hombros el peso
inadmisible de su pasado; añoraba, con rabia, su belleza y la cantidad y variedad de
sudores compartidos; le afligía, haber sido tan hermosa por fuera pero tan podrida por
dentro; eso pensaba durante sus interminables vigilias; quería, por lo menos, volverse
linda por dentro, pero tendría que ser más tarde en la vida porque la sed de venganza
no se le calmaba con nada: su odio por mi General Padrenuestro seguía intacto y su
nirvana personal no llegaría mientras, él, no hubiera pagado por su monstruoso crimen.

Reina cumplía, a cabalidad, con la definición de “matrona de burdel”: seguía


engordando sin mesura y cuidaba a sus chicas como si fueran sus hijas; las
aleccionaba sobre cómo no dejarse joder de los hombres, les hacía ver los peligros del
machismo y les enseñaba a quererse y a apreciar su capacidad de dar placer y de
bandearse solas en la vida. “Ustedes no necesitan de un hombre para lograr sus metas:
¡necesitan de varios!” les decía y las prevenía de los abusadores, de los maltratadores
y de la peor clase que hay, los que “no matan una mosca”: esos no te pegan, no te
exigen nada, montan un acto de pareja y padre ideal, mientras sin groserías y con una
ficticia amabilidad te ofenden verbalmente, de a poquitos, te erosionan el alma, te
aplican una sumisión a largo plazo que te asfixia y te acorralan hasta que terminas de
esclava, de lava-calzoncillos y de cocinera vitalicia, esperando el día de ponerle
veneno para las ratas a su comida. Las hacía sentir orgullosas de ser putas; las
apartaba por completo de su crianza judeo-cristiana y las despojaba, a la fuerza, del
pecado original que alimentaban desde pequeñas por cuenta de tanta castidad y tanto
miedo al placer; paradójicamente, les enseñaba a cuidar y a querer su cuerpo, mientras
ella misma trataba el suyo como una cloaca: se llenaba de chocolates, postres y

250
caramelos “no en vano esto es una bombonera” profería, con todo y que le
diagnosticaron un estado pre-diabético que, sin duda, se consentía. La rigidez de su
cara había cedido, su creciente redondez le fue suavizando las cicatrices y las
inmensas cantidades de dinero gastadas en dentistería y tratamientos maxilofaciales,
le quitaron amargura a su sonrisa. No volvió a estar con hombre alguno, compraba
perritos salchicha que le lamían el pedacito de carne que encontraban detrás de la
turbulencia peluda que se dejó crecer entre las piernas; le bastaba con eso, veía
películas pornográficas de sólo mujeres, pero no porque le gustaran sino para
arrancarse de la memoria la cara de tanto delincuente-sicario-chacal-hiena-carroñero
que la poseyó, creyendo en la ilusión, en el espejismo, de que sus almas hediondas, por
alguna gracia terrenal, hubieran podido conquistar el paraíso.

Debo confesar que me gustaba ir a la Bombonera; Mauro no era de mi agrado, pero


estar entre prostitutas era grandioso. Andulima lo permitía porque después de “dejarme
en remojo” con sus amigas, como ella decía, mi cuerpo cambiaba por el de un pulpo rojo
en el que ella se envolvía, al tiempo que se desenvolvía y se volvía a envolver; entre
jadeo y jadeo, me mostraba sus costuras y me indicaba dónde lamer, con qué
intensidad morderle el cuello y qué tanto se le hinchaba el gallito –le encantaba decirlo
en voz alta “amor, mira cómo me tienes de hinchado el gallito”– antes de penetrarla y
abrirla por dentro; se presionaba el vientre con los dedos para palparme más, yo sentía
la cabeza de mi pene rozarle las costillas, alojarse en su garganta y asfixiarla hasta el
grito final. Poníamos en práctica lo que las chicas me enseñaban y que ella me dejaba
aprender; muchas veces me regañaba por ponerme confianzudo con ellas, pues me
encontraba escuchando explicaciones de mecánicas íntimas con mujeres que
utilizaban su cuerpo y sus dedos como herramientas didácticas para que, yo,
entendiera bien sus lecciones; ellas se reían, gozaban conmigo porque me ponía
vulnerable y nervioso; utilizaba cojines para tapar mis erecciones. “Cuéntame qué más
te dijo Almendra” me preguntaba Andulima y se metía la mano entre los calzones
mientras yo me enredaba explicándole cosas de la piel; “¿y le viste las tetas?” me
seguía preguntando para que le respondiera que sí, que sí se las había visto –así no
fuera cierto– porque eso la excitaba y le enrojecía su centro; “¿y le viste su chochita?” y
yo contestaba que sí; “¿y le metiste los dedos para sentir su humedad?” y yo afirmaba,
de nuevo y complementaba: que su baba me la había, por ejemplo, untado en la palma
de la mano y puesto en mis labios o en la nariz, con lo que me decía “toma, huéleme la
mía” y sacaba la mano de donde la tenía, llena de ella misma, de su adentro, de ese
vapor lubricado que expulsaba de la profundidad de sus muslos. Nos gustaban mucho

251
los preámbulos, las argucias para terminar entretejiéndonos, amándonos,
compartiendo palabras y caricias que se originaban en el amor que estábamos dejando
crecer entre ambos. Gozábamos de un sexo vital, cualquier estrategia para llevar al
otro a la cama era válida; una tarde Andulima me llevó a la Bombonera y me mostró el
secreto mejor guardado del lugar: un hueco que, tapado por un espejo falso, daba a uno
de los cuartos y por el que se podía fisgonear, desde el closet de la ropa de cama; nos
metimos ahí y nos dimos cuenta que mientras, de este lado, estuviéramos a oscuras no
había riesgo de que nos vieran desde afuera y nos descubrieran. Se nos volvió
costumbre meternos ahí; nos encerrábamos a mirar, recostados en las pilas de
sábanas, fundas y toallas; incluso le pusimos a la puerta un pestillo pequeño –donde se
viera menos– para cerrarla por dentro; nos quedábamos quietos, mirando una cama
doble, la entrada al baño y un sofá en forma de labio, desde mucho antes de que entrara
alguien. Cuando escuchábamos: “Servicio, alcoba cinco” nos emocionábamos y ella
me metía la mano entre el pantalón y yo a ella entre los calzones y así nos quedábamos
quietos sin movernos, mirando a las chicas con sus clientes, en una mutua
masturbación que podía durar horas enteras. A veces nos salíamos antes de tiempo, no
nos gustaban los latigazos, ni nada que produjera dolor físico; tratamos de verlo, de
encontrarle algo positivo, pero no lo entendimos; éramos más convencionales, tal vez,
el placer que recibían los viejos o los minusválidos, de mujeres tiernas y dispuestas a
hacerlos sentir bien nos llenaba de ternura; las parejas con varios años de casados
buscando una nueva excitación, entre tres, nos daban pistas sobre el futuro juntos; las
clientas que descubrían tardíamente su lesbiandad eran divertidas, ese reencuentro
con su propio cuerpo las reivindicaba con la vida y les permitía cambiar ese sentimiento
de mueble estorboso por el respeto hacia sí mismas; salvo algunos hombres que tenían
sexo como si fuera una exigencia del cuerpo –como afeitarse u orinar– nos dimos
cuenta de que pagar por sexo no le restaba humanidad, ni belleza, ni dignidad a la
búsqueda por apaciguar las arideces del cuerpo.

Andulima miraba a sus amigas desnudarse y trabajar, exponer su cuerpo ante


desconocidos y descubrirle a cada uno su magia; no todos la tenían, por supuesto,
muchas veces ellas se veían en la obligación de pedir, con sutilezas, respeto y exigir
amabilidad e higiene; no es una profesión fácil, como tampoco lo es la biología marina,
el manejo de maquinaria pesada, la física cuántica o la escultura. Al cabo de un tiempo,
nos empezamos a sentir mal, estábamos violando la intimidad de las personas que
llegaban a la alcoba cinco a tener sexo consensual por dinero, a expresar con su cuerpo
lo que muchas veces no podían hacer de otra manera o con nadie más que no fuera una

252
persona ajena a sus vidas y experta en lo que verdaderamente necesitamos: que no
nos juzguen. Me pareció y se lo comenté a Andulima, que nuestro voyeurismo cambió
mi concepto de la belleza del cuerpo –como lo hiciera mi Tía Rosalba alguna vez, con
los libro de arte griegos y bizantinos–; descubrí que hay una frontera, una línea
imaginaria, en la que un encuentro sexual deja de ser un fenómeno estético-vanidoso
signado por la sociedad de consumo, por los juicios y aprehensiones de que somos
capaces y se convierte, en esencia: animal. Abandonamos los ardides del pensamiento
y entronizamos el prodigio epidérmico; nos dejamos envolver por un sopor, por una
levitación extracorpórea en la que nada importa, en que las cicatrices, las falencias, la
orografía abrupta o desgastada, quedan suspendidas, se anulan unas con otras y sólo
prima el más desnudo brío. Durante ese limbo atemporal después del orgasmo,
Andulima y yo buscábamos siempre temas de conversación –como una sobremesa– y
terminábamos, siempre, hablando de lo trascendental de la vida –nuestras vidas– por
lo que hubo un tiempo, maravilloso, en que nada se decidía entre los dos, sin
preguntarle, primero: a la piel. Esos encuentros ajenos de los que fuimos alguna vez
espectadores, nos quedaron archivados en la memoria y había oportunidades en que
los recordábamos de viva voz, los describíamos con detalle para excitarnos, los
repetíamos y en nuestra imaginación nos convertíamos en cuatro y al rato en seis, para
terminar rodeados de una multitud: nuestra audiencia, los verdaderos testigos de
nuestro amor.

La cocaína azul se volvió en una moda, el problema era que expendedores de todas las
calañas empezaron a teñir la propia con métodos químicos poco recomendables;
trataron también, a la fuerza, de posicionar otros colores entre los usuarios: la
Floridaemon amarilla, la Ethiopian Berry morada y la Pink Tomate rosada, tirando a rojo,
llamada también la Trip Trip Trip. Ninguna tuvo el éxito de la Blue Kiev y quienes trataron
de copiarla fracasaron porque sacrificaron calidad por color. Su área de acción, el
mercado que la posicionó como la droga play del momento, fue el neoyorquino; no se
podía caminar más de dos cuadras en Manhattan, Brooklyn o Queens sin que fuera
ofrecida a los transeúntes, especialmente a quienes parecieran tener mayor poder
adquisitivo, pues se convirtió en un producto de élite. La guerra entre las mafias por los
territorios de Broadway y de Soho era cruenta: entre los distintos bandos se peleaban el
derecho a atender las filas de las discotecas, el sitio principal donde la clientela se
acostumbró a conseguirla. Un fin de semana se movía más plata, afuera, en la calle,
que, adentro, en los baños y corredores oscuros de los rumbeaderos; entre semana los
más adictos –por lo general– tenían a alguien que les llevaba la droga a la casa y esa

253
intimidad, con el jíbaro, no se daba a menos de que la calidad cumpliera con las más
exigentes expectativas y en eso, la Blue Kiev, era insuperable porque el comprador final
ya tenía recordación de la finura de su polvo –que casi no tocaba picar– de la papeleta
de papel mantequilla blanco doblada en triángulo y del logotipo impreso con nitidez:
una K azul en forma de alas. El complejo aparataje de su comercialización, control de
calidad y la defensa de los territorios de distribución corrían por cuenta de la mafia
ucraniana de Brighton Beach, un barrio de mayoría rusa al sur de Brooklyn donde los
ánimos se habían caldeado desde la disolución de la Unión Soviética. Los ucranianos
se fortalecieron con la Blue Kiev y se crecieron frente a los demás excompatriotas; no
podía ser de otra manera, pues el Ruso era nikopolita y le entregaba a los suyos,
directamente, la droga; era su forma de celebrar la nueva independencia de su tierra:
Ucrania, formando una mafia a la cual llamar familia; igual a como lo hiciera en
Zacambú, donde –como era de esperarse– tenía ahijados y sobrinos de piel carmelita
clara, ojos negros y profundos como el Río Amazonas. El Ruso delegó muchas
responsabilidades en Yuri y Volodia quienes demostraron fidelidad, equilibrio,
capacidad de trabajar bajo presión y un excelente manejo de la parte técnica del
oleoducto, el cual mantenían funcionando como un relojito; no en vano tenían a su
servicio otros diez buzos expertos traídos de las refinerías del Mar Caspio y a quienes
nunca se les ocurrió pensar que por tan frágil tubería pasara algo distinto a petróleo;
entre ellos, equipados de sonares portátiles, podían detectar, en cuestión de horas,
amenazas de grieta o ruptura; de una forma muy recursiva lograron darle mayor
estabilidad al ducto: le amarraron, a lo largo, de principio a fin, un cable de acero
externo que minimizó bastante las oscilaciones producidas por las corrientes marinas.
Lo que nunca supo el Ruso, porque era antimperialista y sus reacciones cada vez más
impredecibles, fue que en cada unión entre tubo y tubo colocaron un letrero de metal
blanco que decía: Property of the United States of America.

El Ruso hacía los contactos en Brighton Beach, en persona, donde sacaba la bestia
desatada que llevaba adentro; la riqueza lo volvió sanguinario, su vicio era la sangre y le
gustaba descuartizar cuerpos con sus propias manos mientras trataba de mantenerlos
agonizando lo más posible. Desde que los rusos entraron al negocio de la cocaína, en
nuestra región, era vox populi que los narcotraficantes de Rionegro o del Cauca
parecían mansas palomas comparados con ellos; su fuerte temperamento era
atribuido a su ascendencia de mezcla bárbara y mongol, al nomadismo de su historia
que les facilitó la conquista del mundo conocido, desde la ribera norte del Danubio
hasta el mar Amarillo, pero les dificultó el sentido de pertenencia hacia una tierra en

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particular. Los habitantes de las estepas siberianas, por ejemplo, miran al horizonte y
dicen “de aquí hasta allá, todo es mío” por eso cuando decidieron narcotraficar, en la
selva tropical, era parte de su esencia, de su heredada costumbre: pensar en dominar
la extensión completa del negocio; “o todo o nada” fue la reflexión que, estando en
Brighton Beach, motivó al Ruso a tomar una decisión que esperaba no haber demorado
mucho: matar a Saskia y a los mellizos, tomarse la organización y quedarse con lo que
consideraba suyo. Se dedicó a reclutar mercenarios y los escogió de entre la gente más
cruel, del lumpen más mísero y maligno de las colonias bielorrusas y uzbecas del
Bronx. Uno de ellos, por ejemplo, tenía fama de romper cráneos, como nueces, entre
las rodillas y otro de amarrar mujeres, abrirles un hueco en el vientre con una navaja y
penetrarlas sexualmente, por ahí, entre gritos de lujuria animal y untándose la sangre
de sus víctimas en la cara. Los llevó a vivir a La Habana, con la idea de realizar el golpe
letal que lo convertiría en el dueño de su propio cartel. Se reunía con ellos, día de por
medio, en el piso de hotel donde los tenía alojados y compartían con alboroto mujeres y
vicios, jugaban con armas y se botaban a la piscina desde las terrazas de los cuartos.
Aprendieron a bailar salsa y se fueron, poco a poco, aclimatando, esperando la orden
de abordar el yate de Saskia en Playa Girón y sacrificar a quienes se encontraran a
bordo. Se trataba de una sola masacre y luego desaparecerían –no habría una
segunda oportunidad– por eso era muy importante que estuvieran en el yate también
los mellizos y en lo posible, otros subordinados que se volvieron indispensables y de
confianza para ellos. Una vez puestas las fichas sobre el tablero, el Ruso citó, para el
efecto, a una reunión técnica e insistió en que estuvieran los socios presentes, porque
era para decidir el futuro de la empresa: “Es urgente que todos vengan a Guantánamo,
las cosas están cambiando, necesitamos tomar decisiones” fue lo que dijo. Saskia se la
olió desde que levantó el teléfono: si había llegado lejos –pensaba ella– era por
esperar, siempre, lo peor de las personas a su alrededor. Muchas veces se sorprendía
de su propia mezquindad, por lo que suponía que cualquiera era capaz de ser, cada día,
peor y con las motivaciones adecuadas, cometer atrocidades cada vez mayores; le
contestó al Ruso –quien, por fin, aprendió a hablar español– que “por supuesto” que
fuera organizando el encuentro y que le comunicara cuándo podían ir a visitarlo. Saskia
de inmediato llamó a Belarmiño y lo mandó a Guantánamo, donde nadie lo conocía, a
que averiguara las andanzas del Ruso, misión que no le costó ningún trabajo porque en
la isla –¡vaya discreción!– no se hablaba sino de los desmanes de unos soviéticos
–todavía los llamaban así– que llegaron para aniquilar a una de las mafias del
narcotráfico cundinamarquesas. A los mellizos les pareció muy divertido –cuando
conocieron los detalles– porque estaban acostumbrados al carácter indiscreto del

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Ruso, cuyos descuidos pusieron en peligro, varias veces, la operación de la Florida.
Desde antes de definir cómo defenderse, Saskia consideró a Yuri y Volodia para
reemplazar al Ruso; los mandó venir a Bogotá para prevenirlos y para que los sucesos,
próximos a ocurrir, no los fueran a asustar o en su defecto a intranquilizarlos.

Henríquez Arepuela ganó las elecciones a la Presidencia de la República y mi General


Padrenuestro no fue a la ceremonia de posesión porque ese día tenía agendada una
cita para hacerse el pedicure; sin duda, sus uñas encarnadas eran más importantes
que sentarse a sonreír, con incomodidad y aplaudir el mismo discurso de promesas
vacuas de los presidentes entrantes. Los salientes eran otra cosa, Guillermina Otúnez
dedicó los últimos meses de su gobierno a candidatizarse y a hacer el lobby
conducente para ser nombrada Directora de Expresur (Asociación de Expresidentes
Suramericanos) con sede en Buenos Aires y puso a su gabinete a trabajar en ese
sentido, nada era más importante, al punto de que el último consejo de ministros se
realizó entre un avión con destino a Valparaíso donde buscaría el voto chileno durante
un encuentro con Augusto Pinochet, a quien alguna palanca le debía quedar, pues, a
pesar de haber sido reemplazado por un civil en la Presidencia de la República por la
vía electoral, seguía siendo Comandante en Jefe del ejército chileno. El octogenario
estuvo molesto durante la reunión porque creía que el Presidente de Cundinamarca era
mi General Padrenuestro, lo quería conocer y agradecerle la deportación de dos
prófugos chilenos –quienes después desaparecieron–; el viejo no tuvo problema en
manifestar su disgusto y el Canciller cundinamarqués contestó lo que creyó ser una
cortesía: “No se preocupe General, yo también pensé que usted era el Presidente de
Chile”. Finalmente se logró el nombramiento y después de diez años en el cargo –con
reelección incluida– la expresidente Otúnez obtuvo el mejor reconocimiento de su vida,
entrar al Libro Mundial de Records por conocer a la mayor cantidad de jefes de Estado,
en retiro, con incontinencia urinaria. Cuando volvió a Cundinamarca, su prestigio de
mujer conciliadora le permitió enderezar la suerte de su partido político que perdió el
poder después del gobierno del Presidente Henríquez Arepuela y se hundió en las
aguas profundas de la discordia entre sus distintas corrientes políticas, que ya no eran
ideológicas sino por conveniencia económica y personal de sus miembros. Entramos
con el nuevo siglo a la era del oportunismo político y las tumbas de nuestros próceres
en el Cementerio Central amanecían revolcadas, como las cobijas de la cama después
de un mal sueño. Pero no nos adelantemos, durante su discurso de posesión
Henríquez Arepuela afirmó que el nuevo Ministro de Guerra, Defensa e Inteligencia
sería el General Oswaldo Malapata Valladares, sin tener en cuenta –porque no la

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conocía– la resolución de que sólo se podría nombrar en ese cargo a generales de
cuatro soles o más, razón por la que le tocaría esperar o adelantar la siguiente
promoción de militares. A mi General Padrenuestro le tocó reconocer –para sí mismo–
que le había tomado un cariño inmenso al poder y que no se sentía capaz de volver a
recibir órdenes de otro militar; “a menos que nombraran a un militar de presidente
¿verdad Lugarte?” –me gritó un día cuando hablábamos del asunto entre varios
oficiales– a lo cual él mismo se respondía “y ese tendría que ser yo ¿verdad Lugarte?” y
se reía a mandíbula batiente porque estaba entre los suyos y sabía que esas
impertinencias quedarían entre nosotros. Se trataba de un comentario, de los muchos
que él hacía “por mamargallo” porque sabíamos, sin asomo de dudas, que mi General
Padrenuestro odiaba las intrigas de la Quinta de Nariño y que la Presidencia de la
República le “sabía a mierda” como muchas veces dijo, a la par con una de las frases
que, él mismo, se inventaba “si llegaran a darme ganas de ser Presidente de la
República, por hecho o por derecho, quiere decir que entré en un coma profundo; por
favor, les ruego, que alguno de ustedes me desconecte”. Llamó, al recién nombrado
Ministro, esa noche: “Malapata, qué buena pata la suya, felicitaciones” y lo citó a la
Oseta para poner en marcha las gestiones del empalme. No sabíamos con qué iba a
salir, esta vez, mi General Padrenuestro, pero lo cierto fue que por esos días no se le vio
ningún tipo de desasosiego, acostumbrado –supongo– a los imponderables vaivenes
palaciegos.

El lunes siguiente me presentó su nuevo encendedor, “me lo mandó el General Augusto


Pinochet” me dijo y me mostró que por debajo, al lado de donde se le echa el gas
butano, decía: “Gracias”. A las diez de la mañana apareció, en la Oseta, el candidato
perdedor de las elecciones con un video: lo vimos; después de almuerzo, recogimos a
Roxana, llegamos sin avisar a la casa del General Malapata, quien seguía recibiendo
llamadas de felicitación por su nombramiento y sin que mediaran más que unos pocos y
lánguidos saludos, le entregamos el video: lo volvimos a ver; por la noche, pusimos la
televisión y la par con Cundinamarca entera: lo vimos por tercera vez. El video
mostraba al recién posesionado Presidente cuando era candidato, sentado alrededor
de una mesa con sus tres relacionistas públicos; la cámara es de alta resolución, pero
está oculta, estática y no muestra sino las caras. No se ve la mesa ni lo que hay sobre la
mesa; es evidente que están contando dinero y el Perro asegura no haber visto tanta
plata junta en su vida. El Fashionista se para, contesta su celular y saluda a su
interlocutor, se aleja demasiado y no se escucha el diálogo; después de varios minutos
le entrega el teléfono a Henríquez Arepuela quien hace gestos de no querer pasar, pero

257
los otros dos le insisten; él permanece sentado en su sitio, esa parte de la conversación
se escucha muy bien: “¡Ricitos de Oro qué dicha oírla! Gracias por el regalo y usted
sabe que estamos para servirle” se despide y cuelga, después de lo debió ser, también,
un halago y una despedida. Hasta ahí nada incrimina a nadie. Unos segundos después,
el Fashionista prende un cigarrillo e informa: “Son seiscientos mil dólares, sobre la
mesa, en la caja quedan cuatro millones doscientos” a lo cual el Clubman responde:
“¡Ricitos de Oro hijueputa! Nos prometió diez millones de dólares. ¿Qué pasó con el
resto?”, “¡dejemos de joder, seis millones es suficiente!” exclama el Perro; el Clubman,
alterado, se para y sigue con la cantaleta: “!Malparida, le mete billones de dólares en
mercancía, al mes, a los gringos y nos viene, aquí, con chichiguas!” El Fashionista
cuenta cincuenta mil dólares, se los da al candidato y le dice “para Silvania” le da otro
tanto al Perro y le dice “para los bravos, allá, de tu tierra”; cuenta ochenta mil dólares y le
dice al Clubman –por molestarlo, me imagino– “para tus gastos personales” y corrige
“mentira, para pagar los espacios radiales del fin de semana”. El Clubman mira al
Fashionista, en dirección a la cámara hace un gesto de desaprobación y antes de
concluir la reunión manifiesta, mientras están guardando la plata en los bolsillos: “Lo
que es, yo, le cobro el resto de la plata a esa Ricitos de Oro chupaculos, creída, cabrona
de mierda” y cuando el video se está acabando y los cuatro están saliendo del recinto, el
Fashionista en tono de “se me estaba olvidando” agrega: “Y estos veinte mil dólares son
para el General Malapata para tenerlo de nuestro lado, cuando lo nombremos ministro”.
La primicia fue contundente: por primera vez en Cundinamarca, después de tanto
rumor sobre los dineros llamados calientes en las campañas políticas, aparece una
prueba fehaciente y también, por primera vez en Cundinamarca, después de tanto
rumor sobre lo solapados que son nuestros mandatarios aparece el Presidente de la
República Dartañán Henríquez Arepuela, en rueda de prensa, a contarle a los
cundinamarqueses que por razones personales el General Malapata desiste de su
nombramiento, como reemplazo de mi General Padrenuestro y a la pregunta de un
periodista sobre el contenido del video, contesta con una seriedad pasmosa:
“¡Estábamos jugando Monopolio!” respuesta de la que nunca se retractó, ni siquiera el
día de su muerte.

Belarmiño estaba como espía, en Guantánamo, sin nunca haber espiado a nadie
–contaba él– por eso, parece que le fue muy fácil a los mercenarios descubrirlo
escondido detrás de unos binoculares que le quedaban grandes y con un estuche de
ganzúas para abrir cerraduras, colgado del cinturón; lo alzaron como a un maletín de
mano y antes de dejarse propinar una golpiza Belarmiño sacó, de su bolsillo, un

258
diccionario español-ruso ruso-español y buscando cada palabra, les habló: “Yo
francotirador ayudar ustedes matar personas”. A ellos les cayó en gracia y como se
trataba, apenas, de un muchacho lampiño, no le hicieron daño, pero con la condición de
que les regalara el diccionario; lo llenaron de alcohol y droga, lo habrían podido violar
porque la mitad de ellos eran –como dicen– de motor y de pedal, pero el Ruso llegó
después del atardecer y no sólo les dañó la fiesta, sino que se molestó con el intruso.
Sus compatriotas, lo pusieron al tanto de la situación, por eso, inquieto, entró a un
cuarto contiguo, sacó un rifle con mirilla telescópica y le dijo a Belarmiño “si le atinas a
esa luz roja que se ve allá al fondo del malecón, te perdono la vida”. El Ruso tradujo el
requerimiento a los demás; de fondo, una emisora radial mal sintonizada tocaba la
canción Luna sobre Matanzas, cantada por Celia Cruz y los presentes, a la expectativa
del reto, hicieron silencio. El joven cargó el arma, la revisó, sin nerviosismo, cuadró la
mira y desistió del disparo, se levantó de hombros y pidió ser escuchado: “Señor Ruso,
máteme de una vez porque esa luz está a casi cuatrocientos metros y con este viento,
con este rifle barato y con el cañón desviado, sin limpiar y con un silenciador tan largo,
no hay manera de dispararle con éxito a esa luz” indicó, como si le hubieran pedido un
dictamen y antes de que sus anfitriones se fueran a molestar, propuso un reto igual de
interesante: desinflaría con disparos seguidos los flotadores de tres niños que se
estaban bañando en la piscina, sin lastimarlos y sin demorarse más de quince
segundos entre cada tiro. De nuevo, el Ruso hizo la traducción correspondiente y de
inmediato los mercenarios sacaron dinero de los bolsillos, hicieron sus apuestas y le
entregaron la plata a un par de puticas que se encontraban, embaladas, echadas en
una hamaca. Belarmiño se recostó contra una pared, puso la culata en su hombro,
apuntó, retuvo la respiración e hizo los tres disparos, cargando manualmente la
recámara. Los niños, en el agua, se pegaron un buen susto, pero nadie se dio cuenta de
lo sucedido; los pocos que miraron hacia arriba, porque oyeron aplausos y gritos de
emoción, exclamaron: “¡Otra vez esos jodidos rusos!” Belarmiño se salvó y lo
aceptaron como parte del equipo, pero cuando le consiguieran el arma apropiada
tendría que despedazar, de un tiro, la luz roja, intermitente, al fondo del malecón;
mientras tanto, le siguió la corriente a sus nuevos amigos, los acompañó el fin de
semana completo a tomar vodka, a putear y a recorrer los centros nocturnos de La
Habana buscando camorra y pasó la siguiente semana desencajado en una cama, con
calambres en el estómago y dolor de cabeza. El Ruso se apareció una tarde y se sentó
frente a la cama en la que Belarmiño cuidaba sus malestares y le reveló que necesitaba
un francotirador para el golpe, en ciernes y le explicó el plan de asesinar a unas
personas reunidas en un yate –no dio más especificaciones– pero insistió en que los

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asesinos tampoco podían salir vivos, por lo que, sin más rodeos, le asignó su misión:
buscar una panorámica del muelle desde donde pudiera disparar y matar a los
perpetradores o víctimas, que pudiera quedar de testigos. El solo tono con que le fueron
dadas las instrucciones no daba la posibilidad de reusarse; de todas maneras, el Ruso
le ofreció cien mil dólares por “el trabajito”; lo que omitió contarle es que si todo salía
bien, no tendría la oportunidad de dispararle a nadie porque, de igual forma, puso a los
unos a asesinar a los otros, con el mismo tipo de soborno y el mismo tono de voz
impositivo. Belarmiño, como para ganárselo un poquito, para que se diera cuenta de
que a diferencia de esa manada de bestias caucásicas él tenía, por lo menos, cabeza,
le preguntó: “¿No le preocupa, don Ruso, que, aquí, la gente sepa que ustedes van a
matar narcotraficantes?” a lo que su interlocutor respondió con risas y con un acento
ruso-gringo-guantanamero muy particular “para nada, muchacho, en esta tierra a los
rusos nos reciben como reyes, nos tratan como delincuentes y nos escupen cuando
nos ven muertos” y después de un breve contexto histórico remató “es mejor que
sepan, de antemano, que somos unos asesinos ¡así nos dejan tranquilos!” Cuando
Saskia identificó la llamada desde Guantánamo, en su celular, contestó según lo
acordado: “De tin marín” Belarmiño del otro lado de la línea respondió “de do pingüé” y
prosiguió “apenas atraquen, van a ser abordados por rusos asesinos” y colgó. Esa
forma de validar claves, por teléfono, era aprendida –como muchas de las argucias
utilizadas por los narcotraficantes– de la televisión y películas gringas; se debía, como
siempre, colgar antes de treinta segundos para evitar que la llamada pudiera ser
interceptada o identificado su destino; esa, como muchas otras rutinas de seguridad,
no eran planeadas por expertos contratados para el efecto –como se podría pensar–
sino copiadas de programas como Miami Vice o Hawaii 5-0. Saskia puso las cartas
sobre la mesa con Yuri y Volodia, quienes respondieron lo adecuado: que le debían al
Ruso el favor de haberlos traído a trabajar a esta tierra llena de bendiciones, pero que
su trato insultante y bárbaro se volvió intolerable; que su mal genio e intemperancia
estaban poniendo en riesgo el negocio y se ofrecieron para encargarse de su
homicidio; necesitarían el yate: el mismo que el Ruso conocía y unos cincuenta bultos
de papa, traídos de su tierra –que es un tubérculo distinto, más seco y con vetas de
color púrpura– no era más. Saskia no podía esperar nada mejor: salir del Ruso sin
arriesgar su propio pellejo era un buen arreglo; le haría falta conseguir un contacto
poderoso en Brighton Beach pero, para eso, habría tiempo.

El Mellizo, ahora parlamentario, le pidió audiencia a mi General Padrenuestro y éste lo


recibió con curiosidad; le parecía extraño que alguien que estuvo ocho años en la cárcel

260
llegara al Capitolio Nacional, pues era más común que sucediera lo contrario: que un
congresista, después de uno o dos periodos legislativos templara en la cárcel, ya fuera
por recibir sobornos, por hurto, hurto agravado, por nexos con el narcotráfico y grupos
alzados en armas, por constreñimiento al elector o concierto para delinquir. De un par
de lustros para acá, el incentivo para ser parte del selecto grupo de Padres de la Patria
era el de aprovechar cualquier forma posible e ilícita de enriquecimiento; “porque el
poder es así” decía mi General Padrenuestro “invita a más poder y no se puede ejercer
más poder sin más plata” y seguía “porque el poder es así” como el cuento del gallo
capón “y la plata es así, invita a más plata y de qué vale tenerla si no se tiene más
poder”, “y el poder es así, invita a más plata” y era capaz de seguir, con su desordenada
secuencia, un buen rato, hasta cansarse, porque cada repetición era una forma, para
él, de reafirmación, de convencerse que hacía lo correcto acumulando ambas cosas,
sin las cuales no tendría cómo mantenerse donde estaba y con la seguridad de
desempeñar sus deberes y cumplirle a Cundinamarca. “No importa que, a veces, nos
mordamos la cola, Lugarte, eso nos ayuda por lo menos a cuidarnos la espalda” me
decía, cuando sentía que no progresábamos, que nos quedábamos en un mismo
punto, sin poder avanzar, sin respuestas a las incógnitas por resolver. El Mellizo le
pareció un hombre zalamero y de modales aprendidos; llegó, a la Oseta, con un
despliegue de seguridad impresionante –qué imbécil– como si llegara al sitio, de la
jungla, donde se reúnen las serpientes con las tarántulas o al retrete, en el viejo oeste,
de un saloon lleno de pistoleros. Estábamos al tanto de quién se trataba antes de darle
la cita; sabíamos que él y su hermano eran la mano izquierda y la derecha de Saskia; mi
General Padrenuestro se decidió a recibirlo porque era muy posible que hubieran dado
con el paradero de los hermanos Espinel. Para romper el hielo, lo primero que hizo fue
ofrecerle un mentolado; la charla se inició con el tema político, comentaron los nuevos
planes del poder legislativo, del fracaso electoral del Comando Machacán y cuando
tocaron el tema del video que incriminaba al Presidente de la República, con el
narcotráfico, el Mellizo interrumpió la conversación, para decir que su benefactora
–refiriéndose a Saskia– ya sabía dónde estaban los hermanos Espinel, pero que sólo
revelaría esa información en persona. “¿Benefactora o concubina?” le preguntó mi
General Padrenuestro con disgusto, mientras prendía otro Paquistán; en ese
escasísimo lapso, lo que la llama se demora en darle vida al tabaco, puso todo sobre la
balanza: Saskia quería su cercanía, por eso mandó al Mellizo –después de que no la
dejaron entrar a sus oficinas– para estrechar lazos y dejar claro que su organización se
haría cargo de lo prometido, por ella, en el motel: matar a los hermanos Espinel, pero
que, a cambio, lo quería, a él, a mi General Padrenuestro, cogido de las güevas,

261
literalmente hablando y en mayúsculas: “Cogido de las Putas Cacorras Malparidas
Güevas” según lo masculló después, estando solo con nosotros: Blas y yo. “No me
parece que eso sea de su incumbencia Ministro, sólo vengo a darle una razón; dese por
informado” aseveró el Mellizo y tal vez, bajo la creencia de que su nueva investidura le
permitía mucha más displicencia de la desplegada como capo del narcotráfico, como
mandacallar de un territorio lleno de fieras mal domesticadas, dio la espalda sin
despedirse y salió dando pasos de animal grande, como de búfalo o mandril. Mi
General Padrenuestro marcó a otra extensión telefónica de la Oseta y para cuando el
Mellizo se bajó del ascensor, en el primer piso, sus ocho guardaespaldas habían sido
desarmados, puestos contra el piso y sus burbujas Toyota inmovilizadas. El Mellizo
alcanzó a ver lo ocurrido, antes de atravesar la salida y al acelerar el paso, la puerta de
vidrio blindado se cerró en sus narices; en dos zancadas Blas –quien a veces es
invisible– con sus cuatro dedos de la mano derecha lo agarró de la corbata y de un
cabezazo, contra las costillas, lo tumbó; el Mellizo trató de musitar algo y Blas, con el
codo, le rompió la nariz y la boca; sin ayuda de nadie lo arrastró por las escaleras, doce
pisos, hasta la oficina de mi General Padrenuestro quien apenas lo vio, molido como el
cristo del calvario, lo increpó: “Mellizo, se le olvidó despedirse; espero que no se le
vuelva costumbre” y con una orden mínima, dada por el índice y un giro de su muñeca,
lo sacaron y lo echaron entre el ascensor, como a un trapero sucio. Al Mellizo le tocó
devolverse en taxi porque los carros en que se movilizó, hasta allá, estaban recién
comprados, sin placas y aunque los permisos de circulación estaban en regla, no
tenían los manifiestos de aduana; antes de mandarlos al Departamento Nacional de
Transito y Transporte, los chequearon, de arriba abajo, pero, de seguro –como estaban
tan nuevos– no se encontraron trazas de droga, ni de sangre, por lo que al otro día, a
cambio de unas multas insignificantes, se podrían sacar de los patios donde pasarían la
noche.

Nos dimos cuenta, unos meses atrás, de que de los Doce del Patíbulo sólo quedaban
vivos los hermanos Espinel y nos llamó la atención que, por la muerte de los siete
últimos, nadie reclamó las recompensas. Debió ser que entre ellos mismos se mataron
o sucumbieron en los enfrentamientos, contra el Comando Machacán, por el control de
los negocios ilícitos locales. Sus cadáveres reventados y con indicios de haber sido
congelados, fueron apareciendo con cortes de cuchilla en el cuerpo –sin mucho
método– y al unísono, la delincuencia, regó el cuento de que esa era la marca de mi
General Padrenuestro. Para nadie era un misterio que él llevaba una cuchilla en el
bolsillo de la camisa, pero se sabía que era por agüero, porque hubiera podido cortar

262
los filtros de sus cigarrillos con una navaja suiza o un rebanador de espárragos; la utilizó
para defenderse en algunas ocasiones y a veces picaba cocaína con ella, pero –repito–
la llevaba por agüero, si había alguna historia detrás de ésta, nunca la supe; como
tampoco recuerdo ninguna anécdota o fragmento de su pasado que explique su
trascendencia. Lo que pasa –pienso hoy– es que mi General Padrenuestro en esa
parábola tan inaprehensible de irse convirtiendo en leyenda, al estar bajo el escrutinio
de la opinión pública, los elementos que identificaban su vida y su persona –en la que
todos confiaban y lo más importante, a la que todo le perdonaban– se iban convirtiendo
en parte de su gloria, en su simbología. Si su encendedor, su cara y su calva rojas, sus
mentolados Paquistán, su forma de fumarlos y sus mínimas colillas, sus escupitajos
estruendosos y las alpargatas que a veces usaba al tiempo con el uniforme militar, eran
parte de ese mito en ciernes, pues la cuchilla era de los distintivos que más se
destacaban. Ahora bien, que los machacanes la estuvieran utilizando para tratar de
incriminarlo en unos asesinatos que, desde que escaparon sus víctimas de la Cárcel
del Peñón, se daban por ejecutados, pues era francamente inútil. Cuando, a un
hombre, el pueblo le concede potestades sólo permitidas a dios, pues deja de ser
hombre para entrar en un estadio donde, mientras siga en su ascensión divina, es
intocable y sus actos, a todas luces: excusables.

Mis dudas sobre mis facultades de escritor son recurrentes; tengo tema de sobra,
historias inacabables, pero siento, todavía, una condescendencia muy grande hacia mi
General Padrenuestro; estoy obviando mucha de la algidez propia de los hechos que
nos tocó vivir y me siento más cómodo narrando las generalidades que los detalles.
Exponer la encarnizada realidad de un país consumido por la corrupción y la violencia
es inherente a la vida que, aquí, estoy tratando de revelar; pero sigo escribiendo con la
misma timidez con la que he vivido, por lo que la hoja en blanco me reclama, en
cantidades letales, más sudor y más sangre. Los personajes que han influido en el
devenir de Cundinamarca, los últimos treinta y pico de años, gozan de una historia
dignificada por ellos mismos, por su poder y capacidad de reinventar las mentiras con
que han construido su propia realidad; por eso y por ejemplo, nuestros expresidentes
son tan activos en la vida nacional, tan reacios a abandonar su oficio de titiriteros, pues
la lucha por el prestigio de sus gobiernos es un esfuerzo que, de descuidarse, puede
dejar al descubierto el hecho de que el bienestar del pueblo ha sido la última de sus
prioridades y que han antepuesto, a los altos intereses de la patria, la vanidad –la
propia– en sus formas más retorcidas, incluida la porción de ésta que heredan a
prorrata sus hijos y epígonos políticos. Blas tiene los recursos menos sutiles de

263
presionarme a continuar, a terminar mi encargo; me conoce demasiado bien y es
consciente de las múltiples maneras en que yo me dejo engatusar por mi saboteador
interno; identifica, con facilidad, mis épocas de dubitación total y entonces, se instala
días enteros en el sofá de la sala, rodeado de armas, con el radio encendido las
veinticuatro horas y sin descuidar sus rondas obligatorias por el barrio, en las que –me
imagino– supervisa a los demás hombres a cargo de cuidarme. A veces habla, como
resultado, de las porquerías que rumia, porque a él no se le ocurre nada distinto a
reflexionar sobre los cuerpos inermes con los que tuvo que ver. Me despertó una noche,
preguntando: “¿La mujer que se sacó las tripas con un gancho de colgar la ropa, porque
dijo que la embarazó el diablo, era la hermana del Bocachico Pertuz, verdad?” Otra vez
lo encontré llenando de cruces un periódico, con visible molestia “¡creo que no llego a
mil muertos todavía!” exclamó. Tenemos breves conversaciones, a la hora del café y los
roscones de arequipe y bocadillo que tanto le gustan; ayer, me dio por comentar el
asunto de la cuchilla de mi General Padrenuestro, a lo cual exclamó “¡esa malparida sí
llegó, fácil, a los más de mil muertos!” Con la sola emoción, en los ojos de Blas que,
generalmente, se muestran imperturbables, me toca enfrentar el hecho de que no
tengo, pese a los esfuerzos que se hicieron por evitarlo, toda la información sobre mi
General Padrenuestro y eso se debe a que, él, me fue soltando las riendas, me fue
descuidando, cuando se dio cuenta de lo indispensable que me había vuelto en su
casa, del cariño que profesaban por mí y lo interesadas que se sentían sus mujeres por
ser partícipes de mi romance con Andulima; se debe, también, a que cada vez que mi
General Padrenuestro dirigía una indagatoria o entraba solo al salón de torturas, yo me
hacía el pendejo para no ser testigo, de ese tipo de violencia que, aunque necesaria,
me sigue pareciendo excesiva. Blas me confesó, también, que tenían un código entre
ellos y que no me incluía: cada vez que mi General Padrenuestro mencionaba la
cuchilla, la sacaba o cantaba “si no me querés, te corto la cara con una cuchilla de esas
de afeitar, el día de la boda te doy puñaladas, te arranco el ombligo y mato tu mamá” él,
Quesada y Reyes debían sacar a los demás presentes y quedarse –solo ellos– adentro
o detrás del espejo de observación. “Me caería bien verlos a todos” le comenté a Blas y
“hacerles algunas preguntas” reiteré, a lo que él me contestó “no se distraiga, Lugarte,
cuente su verdad” y para no tener que decirme, de frente, que yo era su rehén temporal
y que se hacía lo que a él le diera la gana, se enredó en un cuento incomprensible sobre
un espejo roto cuyos pedazos, por más cuidado que se tenga para pegarlos, de nuevo,
pierden la fidelidad de su reflejo.

Tuve un par de días de depresión, me parecía estar fallando en mi encargo de contar lo

264
que me tocaba contar y el que yo no tuviera plena consciencia del uso que mi General
Padrenuestro le daba a sus cuchillas me molestó porque mi oficio era, precisamente,
que ningún pormenor de su vida me fuera ajeno o pasara desapercibido. Me acordé,
por ejemplo, de que Reyes y Quesada eran expertos en su manejo y convirtieron el uso
de la cuchilla en una ciencia –impracticable, sobra decir, por parte de Blas, dada su falta
de pulgares– pasaban horas con una cuchilla entre los dedos y escondiéndola en la
palma de la mano y en la boca, sin cortarse; pero fue otro el recuerdo que me
tranquilizó: la noche en que atrapamos a la Leoparda, una prostituta de por los lados de
Muzú, que recibía en su casa a Fabricio Espinel Amador, primo de los Espinel Ricaurte
y que venía bastante a Bogotá. Mientras la llevábamos en la patrulla, esposada al
enrejado que separa la cabina –yo iba manejando y mi General Padrenuestro fumando,
uno tras otro, sus Paquistanes mentolados– ella, desesperada, le gritaba “un honor que
me arreste el General Padrenuestro en persona”; le daba golpes al techo con la cabeza
y seguía “¿cuál es la necesidad de esposarme? ¿Le tiene miedo a una mujer
indefensa?” gruñía, pedía droga y seguía diciendo “seguro que no se le para, seguro
que la hombría sólo le funciona con una mujer amarrada”. La mujer, le mostraba sus
atributos, por el enrejado “¿qué espera? Venga, General, culéeme a golpes, le apuesto
que no conoce otra manera; venga, General ¿hace cuánto no prueba una hembra de
verdad?” El caso es que la prisionera no dejó de provocar a mi General Padrenuestro
durante el trayecto hasta la Oseta. Cuando entramos al parqueadero, yo me salí del
carro, él me pidió la llave de las esposas y me ordenó: “Retírese, Lugarte” y se metió a la
parte de atrás de la patrulla: llevaba la cuchilla entre el índice y el dedo del corazón. Los
gritos de la mujer se fueron ahogando, mientras me alejaba y mi General Padrenuestro,
cuando entró a la oficina, me mandó llamar para decirme “¡que quede claro, lo que
usted no vea: invénteselo!” se me quedó mirando con ojos inyectados y repuntó “¡use la
imaginación, pero escriba desde las entrañas, Lugarte!”

En el empeño de no volver a ver a Saskia, mi General Padrenuestro, a cada rato,


cambiaba de parecer; se inventó que ¡bueno! que la podía ver pero no a solas, en un
lugar público. La citó en un restaurante pero se arrepintió y le canceló; le incomodaba
su indecisión o le preocupaba: “una mala decisión trae consecuencias funestas pero la
indecisión te mata” solía decir. Sabía que no le podía dar ventajas a Saskia, porque no
sólo tuvo la oportunidad de calibrar su peligrosidad, sino que ella le confesó su calidad
de enemigo del Estado y de él mismo; con todo y eso, hacía esfuerzos extenuantes
para no reconocer que las ganas de ese cuerpecito no se le iban, que ese estartazo de
sangre en su pene, con sólo oírla mencionar, no era imaginario. Odiaba la superioridad

265
manifiesta de algunas de sus debilidades y le costaba trabajo lidiar con ellas. “Cuando
dude, absténgase, mi General” le decía yo, pero él carraspeaba más de la cuenta,
escupía con la fuerza de su impotencia e imaginaba, sin quererlo, ese pubis
amaestrado de niña de colegio, pero con olor a mujer perruna y capaz de gozarse
cualquier tipo de embestida. “Taládreme esa chocha, General” gritaba sin parar, en su
mente, allá donde sea que se desborde, lo más arrecho de nuestra memoria animal; las
palabras “no se olvide que soy su puta, General, deme duro, pártame en dos, lléneme
con su lava, General” le martillaban la cabeza y no podía desoírlas. “Saque esa bestia
de la bragueta y pícheme contra la pared, General, póngame a aullar, en cuatro, que yo
nací para ser su perra cochina, su puta cacorra; cójame por el culo y cláveme hasta
sacarme la mierda” le decía Saskia, en ausencia y durante horas enteras del día: tal era
su poder. Era obvio que mi General Padrenuestro le pedía mucho, de ese palabrerío, a
las puticas que se la pasaban en la Oseta, para mantener aceitada la maquinaria
varonil de sus efectivos, no fuera que se mariconearan y bajaran la guardia. Pero no era
lo mismo: como si el origen de ese paroxismo verbal –que a mi General Padrenuestro le
inflaba las extremidades de la piel– fueran los labios y la boca casi infantiles de Saskia;
a las otras les sonaba como repitiendo una lección, como recitando inventarios
caducos en los escondederos de las trastiendas.

Terminé yendo, yo, a la casa de Saskia, que vivía desde hace poco en la mansión que
fuera de Nepomuceno Garmendia Cañizares, el zar de los enlatados, cabeza de una de
las dinastías más adineradas de Cundinamarca y quien pasó los últimos meses de su
vida poniendo, en orden, sus pertenencias a nombre de su esposa, de sus amantes y
de cada uno de sus hijos, para no complicarlos con un testamento incierto e
impugnable; murió tranquilo pero, aún así, sus herederos encontraron la forma de
hacerse la vida miserable y como en río revuelto ganancia de pescadores, Saskia
consiguió el inmueble por un precio excelente. Se trataba de una de las casas
construidas por el arquitecto de ascendencia griega, Pontas Maracaropoulos la cual,
por haber sido declaradas patrimonio de la nación, no se podían tumbar y sus dueños
estaban obligados a mantener el estilo original en las remodelaciones; quedaba en el
exclusivo barrio de La Cabreja y era tan grande que no hubo problema en separar las
áreas privadas de los amplios salones del ala oeste, con salida independiente, donde
se instalaron las oficinas del negocio y donde pastaba, día y noche, el rebaño de
guardaespaldas que comía, dormía y quién sabe qué otras cosas, bajo el mismo techo.
Saskia dejó intactos: el cascarón de techos arqueados, las columnas, las terrazas
voladizas, las fuentes de los jardines y los sauces llorones, para no meterse en líos con

266
las autoridades; pero por dentro la cambió por completo y creó tantos ambientes como
países visitó en una vuelta al mundo que hizo, en un tiempo record, de tres semanas y
que no le costó menos de cincuenta millones de dólares, planeada exclusivamente
para aperar de lujos su nueva casa. Me recibió en un estadero, con un sofá, de siete
puestos, forrado en piel de tigre siberiano, en cuyo centro se erigía, sobre un bloque de
mármol negro, un auriga de porcelana sosteniendo, con una mano, las riendas de cinco
delfines, sobre un oleaje con infinitas gamas de azul, la espuma de las crestas era de
plata y el tridente, en la otra mano, de oro. No sabía uno para dónde mirar; reparé
también en un piano pequeño “clavicordio” me corrigió ella, que movía las teclas, solas,
al darle cuerda con una manivela. Me saludó con cordialidad, de beso y abrazo; estaba
con faldita de bluyín, casual, se veía de maravilla; de la mona desabrida que conocí, no
quedaba ni el recuerdo. Me preguntó por mi General Padrenuestro y la razón por la cual
se había vuelto tan esquivo; no supe qué contestar, salvo que estaba muy ocupado con
el nuevo gobierno, las nuevas políticas y responsabilidades. Ella sabía que esa
respuesta era una formalidad, se sentó mostrando el bronceado de sus muslos, tan
cerca, que sus rodillas rozaban las mías; me quería poner nervioso y así inicié la
conversación: “¿Me quiere poner nervioso, doña Saskia?” y contestó –pienso hoy– de
forma melodramática: “Dime Saskia, si te quisiera poner nervioso, mi corazón, te
presentaría a los guardaespaldas que ustedes atacaron, sin razón, en la Oseta” al
tiempo me tocaba la pierna y me rozaba el brazo; decidí que, así se me notara el
nerviosismo, iba a cumplir con mi encargo –de acuerdo con las palabras que practiqué
con Andulima– y marcharme. Retiré su mano de encima mío y con un tono imperativo,
la interpelé: “¡Mire, Ricitos de Oro!” de inmediato se puso seria y aunque debía estar
tranquila, con el desarrollo de los sucesos acaecidos en los últimos días, porque su
identidad no había sido descubierta, durante unos segundos, alcanzó a perder la
compostura, a revaluar su presente y sus acciones inmediatas; nadie tenía por qué
saber el apodo que la relacionaba con la campaña de Henríquez Arepuela, de no ser él
o alguno de los Tres Rosqueteros. La idea de mandarme, a mí, a hablar con ella, se
debió a que yo cumplía con dos características importantes: ser reconocido como el
vocero de la Oseta más cercano a mi General Padrenuestro y mi imposibilidad de
incurrir en alguna acción violenta porque, según él mismo afirmó: se me nota, en la
cara, que soy muy buena persona; frase que Polanía tradujo como “lo que pasa,
Lugarte, es que usted tiene una cara de güevón inocultable” y hasta razón tendría
–aunque utilizó un tono de mofa inofensivo– pero hubiera preferido que no me lo dijera,
en la cafetería, enfrente a la mayoría de nuestros conocidos. Estaba dispuesto, de
cualquier manera, a no dejarme manosear por esta mujer venida a mucho más y quien

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se sentía capaz de todo para lograrlo todo. Me agarró de los testículos y me los apretó;
me garantizó que, si iba a amenazarla, tuviera cuidado porque me devolvería a la Oseta
en una bolsa plástica. No sé de dónde saqué tanto aplomo: “Suélteme las güevas o
chúpemelas” le grité furioso y ella retrocedió; aparecieron sus hombres, dejando sonar
el pestillo de sus armas de fuego, me abrí la chaqueta y les dije que sacaran la cinta de
VHS que llevaba en el bolsillo interno y que mi General Padrenuestro les mandaba con
mucho cariño. Saskia supo, al instante, de qué se trataba; con un gesto de ella los
guardaespaldas se volvieron a ocultar y me acompañó a la puerta, para despedirme y
susurrarme “dígale a su General Padrenuestro que yo sólo quería invitarlo a que
conociera el mar, no era más”. Mientras me alejaba, a la vista de los hombres de la
Oseta que me esperaban afuera, oí que ella vociferaba palabras que no escuché, pero
que sin duda eran de rabia, porque sentir que uno tiene la sartén por el mango y darse
cuenta, inadvertidamente, de que uno es el mango, debe ser un golpe muy duro.

En un concierto para delinquir hay dos tipos de cómplices: quienes saben en qué se
están metiendo y cuidan sus espaldas y quienes no lo saben; éstos últimos, a su vez, se
dividen en dos: a quienes les importa saberlo y sufren mucho con las consecuencias de
estar a ciegas y a quienes no les importa porque se sienten por encima del bien y del
mal y aunque vayan a la cárcel, sus amigos los eviten en los corredores o paguen
multas extraordinarias sufren menos o casi nada; puede que pidan disculpas o que no
las pidan, da lo mismo, de todas formas nacieron perdonados: la razón es que tienen
padres que, más que progenitores, son el reemplazo de dios y de la ley. En este cuadro
se enmarca cada uno de los Tres Rosqueteros, ninguno de los cuales tuvo que ver con
la entrega del video a las autoridades, pero Henríquez Arepuela aprovechó la
circunstancia para distanciarse del Fashionista y del Clubman quienes no sabían en lo
que se estaban metiendo y lo hizo ante el instinto natural de protegerse él y su
investidura, así le tocara pisotear algunos amigos, lo que indica que ya había
empezado a actuar como un verdadero Presidente de la República. Siguió, eso sí,
confiando en Roxana y la nombró su edecán; a ella no le llamó mucho la atención el
cargo, pues quería seguir teniendo personas al mando pero le gustó que se trataba de
una posición que la acercaba más al centro del poder. El edecán es un militar que está
siempre al pie del primer mandatario, para su protección, desde que se levanta hasta
que se acuesta, conoce sus rutinas mejor que nadie y se constituye en el primer
eslabón de su seguridad personal; el problema es que se ha vuelto, también, la primera
persona a la que le piden que pase un recado, que sirva el café, que mande comprar
una aspirina o que conteste el teléfono, por eso Roxana sentía que su situación laboral

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desmejoraba, pero entendía el envidiable servicio estratégico que le podía brindar a mi
General Padrenuestro quien tuvo el brillante plan –para motivarla y mejorar aún más la
vigilancia en la Quinta de Nariño– de nombrar a Quesada comandante de la Guardia de
Corps, con la misión de convertirla en un verdadero cuerpo de seguridad y limpiarla de
tanto mequetrefe y sabandija inútil que tenía; la idea fue de Celina, por supuesto,
ilusionada de que el romance, entre ellos, prosperara. El Presidente declaró, en una
entrevista radial, sentir su alcurnia y su nombre mancillados por la sola sugerencia de
que enriqueció ilícitamente su campaña y prometió renunciar si se probaba algo más
contundente que cuatro amigos contando dólares de papel; en público, soltó la mentira
de que Ricitos de Oro era el nombre, en clave, adoptado para mencionar a la tesorera
de su movimiento político y en privado instó, a quienes pudo, para que sospecharan de
ella: una señora equis de la cuerda del Clubman y del Fashionista; a ellos también los
echó al agua sin prevenirlos, sin ayudarlos a construir una cuartada, sin nada; al Perro,
a quien sí conocía desde el colegio, lo nombró su secretario privado, lo que demostraba
una confianza mutua o que hicieron las paces por conveniencia ¿quién sabe? Entre los
dos, su mujer –la Marimacha– y un cuñado que tenía cierto prestigio como ventrílocuo,
decidieron que aunque el escándalo les mermara –como efectivamente lo hizo– la
capacidad de gobernar, su meta era quedarse en la Presidencia, así fuera para ejercer
un mínimo poder, con tal de no pasar a la historia como una familia y un mandato
deshonrados. Los Henríquez y los Arepuela eran familias que, si bien es cierto, tuvieron
miembros de gran importancia en la vida política y económica del país, no escaparon al
escarnio público por cuenta de uno de los bisabuelos que se casó con la muchacha del
servicio, un tío que desfalcó y quebró uno de los bancos más sólidos de Latinoamérica y
una prima segunda que se trajo del Caribe a un jamaiquino negro como el carbón, al
que presentaba como un sirviente eunuco, experto enólogo y bartender y quien le dio
cuatro hijos del color del chocolate, a los que nunca dejaron entrar al Club
Camporrancio, con la excusa de que ella era madre soltera. “Familia que se respete,
debe tener un futbolista, un homosexual y un torero” dice la sabiduría popular –en su
profunda ironía– por lo que Dartañán, consciente de su miseria, pensó muchas veces
en renunciar y comprarse un vestido de luces. No lo hizo porque su mujer –conocedora
de su rampante cobardía– se lo prohibió y el pobre hombre se vio acorralado, sin tener
para dónde coger, pues ella era bastante más furiosa que un toro; siguió, entonces,
como siempre lo había hecho, la línea del menor esfuerzo y pese a que nadie le creyó
su historia y a que murieron unos testigos claves, durante la investigación, logró
quedarse al frente de la primera magistratura del Estado. El hecho le dejó claro a los
cundinamarqueses que, aquí, también hay una justicia distinta para los Henríquez

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Arepuela o por lo menos para el Presidente, quien, de acuerdo a las leyes, es juzgado
por el Concilio Parlamentario y por medio de un mecanismo muy sencillo: entre los
escasos congresistas que no tienen líos con la justicia, se sacan, a la suerte, diez
nombres y se conforma, con éstos, una Comisión de Juicio e Investigaciones
encargada de juzgarlo. Tuvo la oportunidad, entonces, el Presidente Dartañán que,
mientras fue procesado por personas de su misma calaña, los demás cómplices lo
fueron por la justicia ordinaria y quedaron –por supuesto– en la picota pública, pagando
por el error más común que se comete en política: pensar que lo único grave que puede
suceder en las elecciones es no ganarlas y que los inconvenientes son subsanables
sirviéndose del poder, una vez adquirido. Los cundinamarqueses reaccionaron con
violencia ante tal injusticia y armados de mogollas, atacaban a los miembros del
congreso y del gobierno cuando salían a la calle; Henríquez Arepuela creyó poder
cambiar su imagen, por una más recia y combativa, atrapando los mogollazos en el
aire, comiéndolos y pasándolos con Cocacola, sino que la embajada de los Estados
Unidos hizo saber, por medio de un breve comunicado a la Quinta de Nariño, que no
veía con buenos ojos que el Presidente de la República consumiera productos gringos,
en público, hasta que no se resolvieran sus problemas con la justicia. Por primera vez, a
lo largo del proceso, al Presidente se le vio indignado; eso sí lo enardeció, como a
cualquier glotón que se respete y herido, en su amor propio, improvisó una rueda de
prensa, frente a un McDonalds, para decir lo único cierto –y de alguna manera previsto–
que salió de su boca: “¡Es que esto se convirtió en un proceso de todos contra uno y uno
contra todos!”

El Perro llamó una mañana a la Oseta y le pidió a mi General Padrenuestro que


cancelara, de su agenda, sus compromisos y se encontraran en la Quinta de Nariño,
después del mediodía; “hagamos una cosa mejor, Perro” le contestó y le dijo “yo le
mando mis botas y usted me las devuelve limpias, las lame con esa lengua secuaz suya
y yo mando por ellas más tarde ¿le parece?” El Perro entendió el exabrupto de tratar al
Ministro de Guerra, Defensa e Inteligencia como a un subalterno y a los veinte minutos,
llegó a la Oseta, en taxi, para pasar desapercibido y solicitar, una vez lo recibimos en la
sala de juntas, que nos hiciéramos cargo de Ricitos de Oro porque se estaba pasando
de la raya con sus exigencias: por cuenta de las millonarias sumas que entregó a la
campaña, quería ¡qué tal el descaro! ser invitada a los eventos sociales de la Quinta de
Nariño, un puesto consular vitalicio en el Caribe y la condecoración Lanceros del
Gualanday por servicios prestados a la patria. “¡No es mucho, pero es demasiado!”
exclamó el Perro y en tono mandatorio manifestó, lo siguiente: “Dejo el asunto en sus

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manos Ministro” y mi General Padrenuestro no pudo evitar una estruendosa carcajada.
“Mire Perro” volvió a decir y pronunció una de sus sentencias preferidas: “mientras yo
tenga un testículo suyo en una mano y uno del Presidente de la República, en la otra,
cualquier problema, inconveniente o contrariedad que ustedes tengan ¡cualquiera! lo
arreglan en la Quinta de Nariño” se levantó, puso dos carros a la disposición del
secretario privado, para devolverlo a sus oficinas y le dijo, de espaldas, antes de
atravesar el umbral de la puerta “lo otro es que el Fashionista declare que recibió esos
dineros y negocie una sentencia moderada, con los tribunales; usted y el Presidente se
hacen los pendejos, con eso neutralizan las amenazas de Ricitos de Oro y dejan que la
culpa recaiga, toda, en ese otro hijueputa”. Por “ese otro hijueputa” se refería al
Clubman quien, con seguridad –dada su intrínseca cobardía de niño consentido– haría,
hasta lo imposible, por negar su complicidad, al extremo de cavar su propio hueco, lo
que en la Oseta reconocemos como: un conejillo de indias adobado, cocinado al horno,
pasado por mantequilla, decorado con ramitas de perejil, comido con cubiertos de plata
y pasado con vino francés. Así se hizo y así sucedió; el Perro llegó a la Quinta de Nariño
y expuso los consejos de mi General Padrenuestro como si fueran una exigencia para
contar con su colaboración; el ardid resultó, sin tener que matar a Saskia, quien tenía,
con nosotros un compromiso adquirido irrevocable y cuya sexualidad contaba, aún,
según Reyes: “Con muy buen kilometraje de ida y de vuelta”. La destitución del
Presidente Henríquez Arepuela se daba por descontada, pocas horas después de que
el Fashionista agotara hasta la última posibilidad de que funcionara su coartada; se
llevaron a cabo, en el centro de Bogotá, varios mogollazos, por parte de la sociedad civil
y en alocución presidencial televisada el primer mandatario manifestó, esa noche, lo
esencial, justo como aquí lo transcribo: “Me duele la traición de dos de mis más
cercanos colaboradores. Debo reconocer, ante Cundinamarca entera que sí entraron
dineros del narcotráfico, a las finanzas de mi campaña por la Presidencia de la
República; razón por la cual, declaro, con dolor en la consciencia, tanto como en el
corazón, frente a mis queridos compatriotas que no soy inocente” acto seguido, dejó
ver una lágrima furtiva, tomó un sorbo de agua, lo vimos –como dicen– pasar ese trago
amargo y prosiguió “pero tampoco soy culpable” se extendió, claro, sobre el hecho de
que una pléyade de parlamentarios destacados, honestos y de intachable moral, tenían
su destino en las manos y terminó su intervención, con tono más de farsante que de
prócer, diciendo “de haberme equivocado, queridos compatriotas, que dios y la patria
me lo demanden”. Ningún televidente podía creer tanto cinismo y la decepción fue
general; sólo Saskia estaba radiante de felicidad porque era obvio que, admitido el
delito –por el Presidente mismo– mi General Padrenuestro no tendría que revelar el

271
video que, para su mala fortuna, era la prueba fehaciente de que ella era la Ricitos de
Oro de la que tanto se especulaba en los noticieros. Ella lo vio, apenas yo salí de su
casa y sabía que, de por vida, para bien o para mal su suerte dependía de mi General
Padrenuestro, a quién, vencidas las arbitrariedades de sus impulsos sexuales, logró,
por fin, verlo como lo que realmente era: el enemigo. Después de las palabras
televisadas de Henríquez Arepuela, le mostró a los mellizos, el video incriminatorio: era
la continuación del que se conocía con el nombre, acuñado por los medios de
comunicación, de “el juego de Monopolio”; en éste, después de indicar el soborno
dirigido al General Malapata, se despiden (el candidato Henríquez Arepuela y los Tres
Rosqueteros) y cuando van saliendo, por el lado izquierdo de la cámara, aparece una
secretaria que le dice al Candidato: “Doctor, una llamada para usted de Saskia
Leuenberger, por la línea cuatro ¿se la paso?” a lo cual él asiente, de nuevo a
regañadientes y se decide a contestar, por el teléfono fijo sobre la mesa de
conferencias: “¡Ricitos! ¿Otra vez usted? ¿Qué pasó?” En ese momento entra un señor
con un carrito de limpieza y lo sitúa justo enfrente de la cámara, razón por la cual se
pierden la imagen y el audio del resto de la conversación.

Con las interminables horas de grabación, tomadas en la Cárcel del Peñón nos
enteramos de que los hermanos Espinel hicieron de Bogotá su burdel y su sitio de
entretenimiento; estaban lavando cantidades inmensas de dinero con el negocio de los
casinos: unos antros en el centro de la ciudad donde la peligrosidad del vecindario
hacía posible que sólo fueran visitados por delincuentes –asesinos, estafadores y
proxenetas de poca monta– capaces de pequeños crímenes, por poquita plata,
seguidos de una noche –o varias– de putas y drogas. El centro de Bogotá, como la
mayoría de las grandes ciudades, era una zona crítica dominada por distintas bandas,
en constante pelea por la delimitación de cada territorio; los Espinel identificaron ocho
áreas de influencia, en el sector y por cada una montaron un casino en el radio de
acción correspondiente. Más que centros de juego y de rumba, se convirtieron en
guaridas; en ratoneras donde, cada vez que se daba un golpe criminal –pequeño o
grande– gastaban, sus perpetradores, un alto porcentaje de las ganancias. Estos
lugares infames alentaban el peor de los vicios: la adrenalina producida por la violencia,
donde la gente valía por la cantidad de asesinatos, violaciones, raptos, golpizas y robos
de bancos, autos y dinero que efectuaban, con el agravante de que durante las juergas
lo contaban todo, con pelos y señales: incluido las formas de tortura, el uso de
explosivos y la combinación de ácidos para disolver un cadáver: la deshumanización
total del crimen, si es que alguna vez fue humano. Mi General Padrenuestro nos

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contaba que antes, por lo menos, se seguían unos códigos de comportamiento
delincuencial: no matar mujeres, no matar niños, descansar los domingos, respetar las
iglesias, no matar a nadie por la espalda y nunca delatar a los cómplices, reglas que se
seguían para diferenciarnos de los animales, para evitar la barbarie y cuyo
incumplimiento traía la deshonra del castigo y del olvido porque cesaba,
inmediatamente, la protección de la banda; no teniendo más remedio, los descastados,
que huir hacia otras ciudades en busca de nuevos comienzos. Hoy, las mafias
privilegian el resultado: el cómo no importa, siempre y cuando se logren objetivos,
como en cualquier empresa comercial. “Antes, Lugarte, así le suene ridículo: se
honraba al enemigo” decía mi General Padrenuestro y aseveraba “ahora, hasta la
dignidad se negocia en los billares”.

Saskia salió para Panamá en un yate nuevo y le entregó el viejo a Yuri y Volodia para la
misión de eliminar al Ruso; se fue con los mellizos y durante el trayecto discutieron la
situación nacional, volvieron a ver varias veces el video del “juego de Monopolio” y
decidieron que ella no volviera a Cundinamarca, que viviera, a sus anchas, en su
mansión de las Islas Caimán y que delegara en gente de confianza el manejo diario del
negocio. “¡Entre mayor es la fortuna, menor es la cantidad de personas en quienes se
puede confiar!” exclamó Saskia, a la defensiva y la invitaron a que dejara el pesimismo;
pero ella no dejaba de halarse las mechas, de vociferar, de llamarlos “parlamentarios
de pacotilla” de acusarlos, a ellos, de quererla apartar de su camino, quejándose de que
no la ayudaban, de que le tocaba cargar sola con las responsabilidades y de que la
estaban exprimiendo. “Yo no soy trapero de nadie” gritaba y seguía gritando “yo soy la
única que puede mandar aquí, los demás son unos inútiles”. Trataron de callarla, de
forzarla a tomar unas pastillas que la tranquilizaran, pero de nada sirvió –los esfuerzos
por mitigar su furia, la sobresaltaron aún más– al punto de que exteriorizó algo que
estremeció a los mellizos y que marcó una línea imaginaria, en sus vidas, desde la que
nada volvería a ser igual: “Estamos tan podridos en plata” empezó, de nuevo, su
diatriba, con esa vocalización aletargada de quienes están embalados por la cocaína
“tan putamente ricos, tan cagadamente millonarios, que mañana no voy a confiar ni
siquiera en ustedes”. Ellos se miraron con cierta incredulidad –me imagino– y se
hubieran ido a dormir pero ella no paraba de lanzar improperios “estamos tan,
asquerosamente, tapados en billetes que nos vamos a terminar matando, peleando por
ver quién descuartiza a quién, quién le corta la yugular a quién y es que, no nos digamos
mentiras, nos convertimos en unos hijos de puta, en unas fieras salvajes que no vivimos
sino ¡puta vida! para pichar y cagar y meter y matar; eso y matar; somos unos asesinos

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y nos gastamos la plata para no dejarle a nadie más ¡vida de mierda! y vamos a terminar
matándonos entre nosotros ¡qué hijueputa! Vamos a llenar inodoros con nuestra
sangre y nos vamos a ahogar en éstos” terminó, articulando con dificultad, antes de
caer hacia atrás y darse un golpe que la dejó desmayada. La alzaron entre los dos, la
pusieron sobre un sofá y ahí la dejaron, entre el desorden de la cocaína y el alcohol,
cuya visión es lo que más deprime, al otro día. Al rato, entraron dos de los
guardaespaldas encargados de su seguridad y la arroparon, limpiaron la mesa y se
expresaron de una forma muy bonita y agradable, de ella, con palabras como “doña
Saskia es una verraca, una vieja de admirar, doy mi vida por esa malparida” o “doña
Saskia tiene ganado el cielo, mi dios le cumpla sus deseos” besaban las cadenas con
cruces que tenían colgadas al cuello y se persignaban como frente a una santa; sólo les
faltó arrodillarse y rezarle un rosario completo a su jefa, pero habría sido exagerado;
hicieron lo más creíble que pudieron su actuación, pues supieron –desde que se
subieron a la nave, lista para estrenar– que una de sus características –incluida
pensando en la paranoia de los narcotraficantes– eran las cámaras escondidas en las
áreas públicas de la embarcación y que Saskia puso a funcionar desde que zarparon de
los muelles de Pensacola, en la Florida.

Por su lado, Yuri y Volodia llamaron al Ruso desde Cartagena de Indias, una ciudad en
ruinas saqueada por sus propios habitantes, con murallas, fortalezas y construcciones
coloniales olvidadas, dejadas al albedrío de la manigua y la mala administración;
perteneciente al Estado Libre Asociado de Maracaibo, una Commonwealth de los
Estados Unidos, dedicada a la explotación y refinación del petróleo con concesiones a
lo largo de la Guajira a nombre de empresas árabes y del Golfo de Venezuela –como ya
vimos– a nombre de empresas rusas. Al área, en general, se le conocía como el
Emirato Guajiro y no era extraño ver camellos, tiendas de campaña, caravanas de
Mercedes Benz y Hummers, serallos, una mezquita tan grande como Hagia Sophia y
un fabuloso centro comercial, por uno de los desvíos a Riohacha, llamado la Calle de
los Turcos. Le dijeron que doña Saskia llegaría a Guantánamo en tres días y que ellos
estaban comprando un “marrano” especial para detectar acumulaciones de aire en el
oleoducto y que apenas consiguieran uno del tamaño adecuado, volarían a la Florida.
Saskia, a su vez, llamó unas horas más tarde al Ruso para decirle que le tuviera listas
cinco langostas vivas, Ron Bacardi, cocos para sacarles el agua, limón y papeletas de
Blue Kiev; que llegarían a almorzar, que después harían la reunión planeada por él y
que le tuviera una sorpresa para por la noche; se rio con complicidad y colgó. Con eso
sería suficiente, volver a llamar sería un error porque lo tenía acostumbrado a que sus

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llamadas eras espaciadas y “extraordinarias” como se lo expresó alguna vez. Estaba
nerviosa, sin embargo, no dejaba de pensar en que la operación suya, la de asesinar a
los hermanos Espinel, en Isla Perico podía resultar en un desastre; ella se encargaría
del asunto sola –¡como cosa rara!– porque los mellizos no se querían involucrar,
tomarían un helicóptero hasta la isla de Contadora, donde pasarían el fin de semana.
Ellos estaban muy molestos y alarmados por su comportamiento errático, pero “que
comieran mucha mierda” pensaba ella; no había hecho más que consentirlos y ahora
que estaban en el Concilio Parlamentario la querían tener lo más lejos posible. Nada en
su vida iba por buen camino y mandó a poner, como cien veces y a todo volumen, la
canción que dice: “Ni se compra ni se vende, el cariño verdadero. Ni se compra ni se
vende. No hay en el mundo dinero para comprar los quereres, que el cariño verdadero,
que el cariño verdadero, ni se compra ni se vende”.

La Oseta retrasó las operaciones contra los casinos de los Espinel; no queríamos, por
ningún motivo, que desistieran de su viaje a Panamá; conseguimos un informante
cercano a ellos, residente panameño, dueño de tiendas de víveres en San Miguelito,
Ciudad de Panamá, quien le debía favores a Reyes y accedió a cooperar a cambio de
que le sacaran una mercancía que le confiscó la aduana, aquí, en Cundinamarca; sin
embargo, para incentivarlo, le dimos veinte mil dólares y le prometimos otros veinte mil
por información relevante de lo que sucediera, en su ciudad natal, durante los
siguientes días. Eso le daba, a mi General Padrenuestro, un descansito y la
oportunidad de estar en familia durante la semana santa; le tocó, eso sí, fingir un ataque
de gota para que no lo llevaran a recorrer las iglesias de Bogotá, ni asistir a las
procesiones. Fueron, sin embargo, el domingo de ramos, a la misa en la Catedral
Primada organizada por la Presidencia de la República; a mi General Padrenuestro, le
fue casi imposible entrar ante la avalancha de gente que quería saludarlo y tocarlo y
abrazarlo y desearle toda clase de bendiciones. La más impresionada era Martina: con
su vestido de flores, peto de encaje, zapaticos de charol y lacitos en la cabeza, quien lo
tomaba de la mano y la gente le decía: “Señorita Martina” con deferencia, como si la
conocieran. Celina tuvo, siempre, buen cuidado de que los medios de comunicación no
entraran a la casa, ni violaran la intimidad familiar, ni acecharan a sus hijas, sin embargo
el común de las personas conocía sus nombres y les transferían el mismo cariño que le
tenían a su padre. Cuando por fin se sentaron, sólo los Padrenuestro ocuparon un
banco completo, frente al altar: él, sus tres hijas, sus respectivas madres y Andulima; yo
me quedé a prudente distancia con Blas, en una banquita frente al confesionario; nos
alegramos de ver a Quesada dirigiendo la seguridad del perímetro y a Roxana detrás

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del Presidente Henríquez Arepuela. Éramos la verdadera familia presidencial, pues el
Presidente no tenía hijos y su mujer no lo acompañaba a nada, pues se fastidiaba, fácil,
con la demás gente: no podía acercarse a los pobres sin sentir rasquiña, sin
desesperarse, sin pensar que se estaba perdiendo de una tarde de bridge, de tomar el
té con sus amigas del club o de supervisar pormenores en la Quinta de Nariño. La
Primera Dama sólo tenía gestos de cariño con unos perritos chillones comprados en
Inglaterra, las flores que cuidaba con el esmero de la diosa Pomona y un sobrinito, con
Síndrome de Down, que le inspiraba el poquito de ternura que le era posible expresar.
Además, ella, le confesó a su marido que, en lo posible, quería evitar la cercanía de mi
General Padrenuestro por considerarlo de menor categoría y porque le decía “mi
gordis” a cada rato y le dejaba briznas de cigarrillo en el vestido. No lo quería, pese a
que sus buenos oficios fueron determinantes para no quedar de paticas en la calle,
desprovista de la única gloria que conoció: Primera Dama de la República Unitaria de
Cundinamarca.

Dos maricas solos, en la mitad del Caribe, a cargo de un yate, era una oportunidad
romántica sin igual que a Yuri y Volodia poco se les presentaba debido a la excesiva
responsabilidad de sus ocupaciones: no en vano estaban a cargo de la forma más
increíble –jamás imaginada– de coronarle cocaína a los gringos, desde que Eliécer
Mujuy Fuenmayor se las arreglara para meter aves muertas, rellenas de droga, entre
los trenes de aterrizaje de los aviones que, con destino a Estados Unidos y Europa,
hacían escala en Bogotá. El primer día se relajaron e hicieron el amor hasta insolarse
las nalgas; pero de ahí en adelante, además de acomodar estratégicamente los bultos
de papa, se dedicaron a diseñar un plan de trabajo para mejorar la operación del
oleoducto, para cuando cayera la cabeza del Ruso y ellos quedaran al mando.
Cometerían un deleznable asesinato y estaban conscientes de su aventurada suerte:
se dirigían a enfrentar a una docena de rusos mercenarios corta-extremidades, adora-
culos, saca-intestinos, sin más armas que ochocientos kilos de dinamita, cincuenta
bultos de papa y una cama de orugas negras que sólo se consiguen en las faldas de los
montes Cárpatos. Su inmejorable delantera, era que las intenciones del Ruso estaban
al descubierto, lo mismo que el sitio y la hora de su golpe mortal; de no haber sido así,
Yuri y Volodia hubieran podido seguir derecho, rumbo norte y buscar algún escondite,
familiar, por el Mar Negro; sin embargo, la sencillez de su estrategia los animó a no
desistir: llegarían con una anticipación de dos o tres horas a la cita, atracarían el yate,
se pondrían sus trajes de buzo y esperarían la hora acordada, con las caretas a ras del
agua y a prudente distancia para detonar la dinamita; dejarían la embarcación en el

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puesto, más a la vista, que encontraran en el muelle, con música a todo volumen y la
cubierta con el desorden de una reunión entre socios: cocaína, vasos, licor, colillas de
cigarrillo, bloqueador solar, marihuana, gafas de sol y algo de comida. Los asesinos,
por cuenta del Ruso, pensarían que los descubrieron, a la distancia, por su forma de ser
ruidosa y poco inclinada a la discreción; se tomarían como una tromba el yate y bajo
cubierta, con las orejas pegadas a la puerta de seguridad y a las ventanas blindadas, de
vidrio oscuro, tapadas con cortinas gruesas, de la cabina de mando, escucharían a
varias personas moviéndose pasito, tratando de no hacer ruido: el efecto de los bultos
de papa a merced de las orugas negras. Pensarían que Saskia y los mellizos se habrían
escondido, sin alcanzar a escapar y que se escondieron en la parte medular de la nave,
construida para ser inexpugnable. Los bultos de papa, puestos en fila unos contra otros
e invadidos del Gusano de la Papa (Gnathospodes Spiruliansis) como se le reconoce
en Moldova, Polonia y Ucrania, se mueven y suenan como gente conversando,
hablando en voz baja y recostándose los unos contra los otros; los costales se van
rompiendo y cayendo, lo que se percibe como humanos, agazapados; la sensación de
gente oculta es bastante creíble y salvó muchas vidas, de las perseguidas por los nazis,
entre Varsovia y Sebastopol. Yuri y Volodia hicieron pruebas y se dieron cuenta de que
los cincuenta bultos calculados, al principio, eran la cantidad perfecta; no entendieron
bien y se les olvidó preguntar por qué, los hombres de los mellizos, les mandaron casi el
triple, razón por la que les tocó echar, casi cien bultos, por la borda y les dolió hacerlo
porque ambos nacieron en la pobreza y la papa fue un lujo durante su crecimiento; por
otro lado, habían desarrollado, gracias a su oficio, una consciencia ecológica que los
hacía sentir mal llenando el mar de basura. Llegado el momento crucial, Yuri y Volodia
atracaron sin llamar la atención y abandonaron el yate, con tan buena suerte que
encontraron una boya, justo, donde podían tener una visual del muelle, la carretera y la
bahía; de entrada se preocuparon porque vieron un francotirador apostado en el mástil
de un bergantín militar que parecía abandonado: era Belarmiño, quien prefirió tomar su
puesto desde más temprano para no fallarle al Ruso; y si los vio, debió imaginar que
eran buzos aprovechando las aguas transparentes de Playa Girón.

El nuevo yate tenía jacuzzi; Saskia lo mandó llenar con agua caliente, pese al sol que a
pasos agigantados se acercaba al mediodía; vio a los mellizos subirse al helicóptero y
se despidió de ellos ondeando el brazo como una bandera; ellos no la vieron –o se
hicieron los pendejos– se elevaron y se perdieron llevándose consigo ese zumbido de
abejorro, tan molesto en un paisaje tan azul, calmado y tan impropio para cometer
asesinatos. Los hermanos Espinel llegarían al otro día, temprano, en un velero llamado

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el Conquistador, propiedad de Otoniel Asprilla, uno de los contrabandistas más
conocidos de la región y que hizo su fortuna de la forma más sencilla que uno se pueda
imaginar. Los Estados Unidos tenía áreas estratégicas en el Caribe para desplegar
búsquedas exhaustivas de tráfico de drogas: en los Everglades de la Florida, la costa
de Surinam, la península de Yucatán, la isla de Jamaica y el Canal de Panamá; sitios
que los narcotraficantes evitaban por sentido común y donde los novatos sufrían sus
primeros descalabros; entendible estrategia la de los gringos pues, ante la
imposibilidad de cuidarlo todo, era más inteligente focalizarse en unas pocas zonas
terrestres y marinas que –no sobra subrayar– también eran supremamente extensas y
complicadas. En el Canal de Panamá, muchas embarcaciones de diverso calado que
se dirigían del océano Pacífico al océano Atlántico, llevaban drogas y su preocupación
eran las requisas aduaneras mientras pasaban de una esclusa a la otra –los
alcanzaban a revisar hasta tres veces–; subían a las cubiertas veinte, treinta y hasta
cincuenta efectivos de la policía y la guardia costera, provistos de perros sabuesos
capaces de discernir entre diversos narcóticos, explosivos, armas e inclusive entre
trata de blancas e inmigrantes ilegales e indocumentados: era un quebradero grande y
lo habría sido aún en mayores dimensiones si Otoniel Asprilla, por una comisión del
ocho por ciento, no hubiera tomado la droga de un lado y entregado del otro,
transportándola por carreteras en las que, como él decía “la única autoridad que uno
encontraba era los boy scouts”. Saskia se tomó la ida a Isla Perico como un paseo
dominical; llegó en extremo relajada, ropa sencilla y chanclas; estaba en rulos cuando
le informaron del puente de mando, por el intercomunicador interno, que estaban
haciendo maniobras de acercamiento y que estarían atracando en quince minutos.
Saskia salió, a la terraza frontal, para echarle un vistazo al paisaje y se encontró en un
parqueadero inmenso para embarcaciones. Su yate –al que le puso el nombre de:
Saskia Blue– era, sin duda, de los mejores, pero es que ella imaginaba descubrir
América, encontrar indios en taparrabo o por lo menos, una isla-letrina-basurero como
Guantánamo; o sea, Pedro Arias Dávila y Vasco Núñez de Balboa eran unos
angurrientos comparados con Saskia, quien se impuso –o le impusieron– la misión de ir
a matar a unos hermanitos de la caridad, armados de macanas y caucheras, a una
islita, tan chiquita e indefensa que la llamaban Perico. “Hijo de la gran puta madre de
dios, ¿dónde estamos?” exclamó y abría esos ojazos desorbitados, porque detrás del
pedacito ínfimo de bahía y su muelle –en forma de ele– donde cabían innumerables
navíos, se alzaba una ciudad enorme con construcciones como las de Bogotá, con un
horizonte tan diáfano y brillante de fondo que las aves pasaban de largo para no
cagarse en los ventanales de los edificios. “Estamos en Ciudad de Panamá” le dijo el

278
Capitán Otero, quien sacó su clichetuda y humeante pipa; a Saskia, la mezcla de
olores: tabaco marino, como remojado en diesel y el almizcle portuario de una ciudad
tan reluciente: la subyugó. Isla Perico era una superficie, escasa de extensión, pero
amarrada, al tiempo con otras islas pequeñas, a la capital de Panamá por un corredor
vial al que se le veía un inmenso flujo de carros; el Canal, a poca distancia, hacía, del
área, un enclave naval de grandes proporciones. “¡Qué inculta te has vuelto, Saskia!”
decía para sus adentros y le prometió al universo volverse una turista mejor informada:
conocía Estambul, Leningrado, París, Atenas y Las Vegas, por dar un ejemplo y su
memoria sólo registraba puteaderos y centros comerciales. Lo suyo era, como se lo
dijera el Mellizo “una paradoja” y recordó, al pie de la letra su explicación: “¿Cómo es
posible que puedas, amor, masticar y digerir El Capital, de Marx, pero no puedas
desenredar la bouillabaise –pronunciado: bullabais– geográfica que tienes en la
cabeza?”

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p~ëâá=escogió una tonelada de ropa de marca entre vestidos de gala cortos, vestidos de baño
enterizos y pareos de colores tropicales verde-guacamaya, amarillo-nicaragua,
naranja-ecuatorial y café-piragua; colores súper alegres como, ella misma, los ordenó
porque se sentía animada a rumbear, putear, tirar, drogarse y cometer un crimen que
pondría a mi General Padrenuestro a comer de su mano –como si eso fuera posible–.
Pasados casi cuatro años de la muerte de Pablo Escobar, agazapado y solo en su
última ratonera, a manos de las autoridades de su país y después de la reciente entrega
a la justicia de los hermanos Gilberto y Miguel Rodríguez Orejuela, los rionegreros y
caucanos, del valle, quedaban fuera del negocio a causa de las pugnas internas por la
sucesión de los capos. “Es tu hora, Saskia” se decía, frente al espejo del baño de una
discoteca a la que entró por recomendación del chofer de la van, donde se tomó un
whisky y se metió los primeros dos pases de cocaína de lo que sería uno de los fines de
semana más largos de su vida. Acompañada de sus hombres, quienes ahora parecían
de turismo en Hawaii, se tomaron varios tragos y salieron de ahí con el objetivo de llenar
la van de putas hasta que reventara; la idea era escoger las más lindas y provocativas,
porque ese era su anzuelo para acercarse a los hermanos Espinel. Llegaron a un
burdel de rumba muy pesada, el Extravaganzzia –con doble zeta– donde les dieron un
reservado y antes de mostrar a las chicas, los meseros, de corbatín dorado y camisa
negra, preguntaron que cuánta plata, más o menos, iban a gastar, para saber qué tipo
de mujeres presentar, a lo cual Saskia –tal vez pensando que su donaire aristocrático
era inocultable– contestó fastidiada “lo que cuesten las mejores”. La presentación se
realizó por una especie de pasarela delineada por conchas de mar; seleccionaron cinco

279
–de categoría VIP– con un precio de mil quinientos dólares la noche, cada una, más la
multa para poder sacarlas del establecimiento; eran muy poquitas, pidieron, entonces,
ver la categoría de las profesionales y la de las universitarias; estas últimas, no eran tan
atractivas, es cierto, pero llamaban más la atención, por su cara de adolescentes a
punto de estrenar la piel y esas visibles ganas de putear, de corromperse aún más. En
total escogieron catorce y al tiempo de pagar, uno de los hombres de Saskia se le
acercó y le susurró al oído algo muy breve; ella pidió, entonces, verlas a todas
desnudas y dos de ellas, efectivamente, tenían genitales de sobra: por más de que se
estiraran el pene hacía atrás y retuvieran los testículos contra la parte baja de las
nalgas, no pudieron pasar la minuciosa inspección porque las hicieron abrirse de
piernas y elevar el culo frente a una linterna. Una de las travestis era de origen brasilero,
tenía unas piernas torneadas y fuertes “¡como un buey canadiense!” exclamó el
administrador del local; homosexual, quien, como disculpa por la equivocación, les hizo
una discreta rebaja, pero les encimó la mujer-hombre-plátano-en-mano que se
quisieran llevar y Saskia eligió a la brasilera –por supuesto– porque la otra, por más
esfuerzos que hacía, no lograba ocultar una inmensa y puntuda manzana de adán que,
a plena luz del día, no pasaría desapercibida.

El Bastidas Grand Hotel no era el más lujoso de la ciudad pero sí el de más alcurnia,
exclusivo de la gente pudiente y los jefes de Estado que visitaban el país. Aceptaba
reservas con mínimo dos o tres meses de antelación, pero como “la plata manda” esa
misma noche, después de salir de la discoteca y dejando en la van un relajito que se
estaba convirtiendo en juerga, Saskia se apareció en el lobby del edificio centenario,
pero decorado con renovada modernidad y solicitó hablar con el gerente, a quien tuvo
que llamar “director manager” para que le entendieran. “¡Tiene suerte!” exclamó una de
las muchachas del front desk “Don Ruby muy rara vez se queda hasta tan tarde” le hizo
saber, otra de las recepcionistas, quien la acompañó a una oficina –que más parecía
una terraza– donde le presentaron a Rubicundo Cornejo, un cincuentón engominado
hasta las orejas, con un botón de clavel rojo en la solapa, vestido de color marfil, camisa
blanca –sin corbata– y una gordura en concordancia con su nombre, como si lo
hubieran inflado para un carnaval. Al ver los ojos verdes de su interlocutora saludó en
un perfecto inglés, pero Saskia le respondió en español y pidió tener la conversación en
privado; apenas cerraron la puerta y los dejaron solos, ella, calculando una demora
milimétrica, cruzó las piernas, abrió la cartera y sacando una pitillera y un briquet Dunhill
de oro macizo, dejó ver un considerable fajo de billetes; “hay que actuar con finesse”
pensó, sin darse cuenta de que su pinta gritaba sus pocos años de nuevorriquismo

280
adquirido. Se cambió de ropa, varias veces, desde que salió del yate por la mañana; se
dejó lo que más le gustó, de las pruebas en los dressing rooms donde pasó la tarde: un
vestido recto, sin cintura, escotado más en la espalda que al frente, color limón pero con
bordes de tejidos amarillos y blancos, hasta la rodilla y zapatos de hilos color plata;
todavía se usaban los panties enterizos pero se reusó a ponérselos en ese calor, sin
viento, que dificultaba la respiración; tocó con los dedos la gargantilla precolombina
que llevaba desde Bogotá, pero, más, como una forma de sentir que tenía las tetas en
su sitio y dispuestas a reafirmar sus cautivadoras palabras: “Don Ruby, disculpe la
familiaridad” empezó diciendo y sin ningún preámbulo –¡qué descaro!– pidió que le
alquilaran la suite donde se iban a quedar los hermanos Espinel; agradeció, de
antemano, que, al respecto, no le hicieran preguntas y cerró su monólogo –sus
pezones quedaron casi al descubierto– con una inclinación hacía adelante e hizo la
siguiente observación: “Ponga su precio, Don Ruby”. “Usted lo que quiere, señora Saks
…” contestó el mánager con la lengua enredada “Saskia” corrigió ella y Don Ruby
prosiguió “es que mañana, después del mediodía, cuando lleguen los hermanos
Espinel, que son clientes de este hotel desde hace más de veinticinco años, yo les diga
que no hay reserva ¿verdad?” Saskia lo interrumpe ansiosa: “¡Exactamente, nos
estamos entendiendo y eso me gusta! ¡Me llena de alegría!” Él, sin perder la
compostura y con esa leve sonrisita que entroniza el sarcasmo, respondió: “Señora
Saskia, el hotel no tiene ningún inconveniente en hacerle el favor ¡ni más faltaba!
siempre y cuando usted, mañana, se disculpe con los hermanos Espinel y me traiga, en
efectivo, la suma de diez millones de dólares”. Don Ruby evitó sobreactuar su
pretendida benevolencia y durante los cinco segundos en que ella trastabilló la
secuencia de su propuesta, él se adelantó: “Serían los mismos trescientos cincuenta
mil dólares que ellos –los hermanos Espinel– ya nos adelantaron, pues van a tomar los
últimos cinco pisos, de los seis que tenemos, que reservaron por una semana para sus
invitados, además del área de la piscina y el salón Veranda. El precio incluye, como
usted lo supondrá, señora Saskia, la suite Imperial, la Renacimiento, la Balmoral y la
Gran Derby en el último piso y con acceso independiente al helipuerto; y serían, nueve
millones seiscientos cincuenta mil más por los inconvenientes”. Saskia, consciente de
que tan difícil es parar un tren, como fácil es descarrilarlo, retomó el aliento, puso su
chequera sobre el escritorio y preguntó: “Cuénteme Don Ruby, ¿qué tipo de
inconvenientes pueden ser tan costosos?” a lo cual, él, respondió, lacónico, pero
directo a la yugular: “Los inconvenientes propios de dejar a una esposa viuda, tres hijos
huérfanos y en el mejor de los casos, de tener que esconderme de por vida en el pueblo
más miserable de Bolivia o de Somalia” no pudo Don Ruby, en realidad, ocultar una

281
sonrisita feroz, para concluir: “Déjeme, más bien, la platica que tiene ahí y yo hago de
cuenta que usted nunca estuvo por estos lados. Sería, por ponerlo de alguna manera,
inapropiado comentarle su propuesta a los hermanos Espinel”.

Saskia, como le sucediera dos noches antes, no se pudo contener; habría podido darle
la plata, lo que no garantizaba su silencio pero sí, por lo menos, cierta condescendencia
y una oficiosa cercanía con la administración del hotel; habría podido, simplemente,
hacer lo que hacen las mujeres ofendidas, tirarle un vaso de agua en la cara o en su
defecto, agredirlo de forma verbal y decirle: “¡Cerdo cebórreo comepipís! ¡Esputo de la
cabrona más cuadrúpeda de la cuenca del Pacífico!” vomitarle la cara, incluso o –como
se hace ahora– gritarle el nombre de alguna enfermedad venérea; pero ¡no! guardó la
chequera en la cartera, sacó la pistola y usando la enorme barriga como silenciador, le
descargó todas las balas por un mismo agujero mientras Don Ruby trataba de gritar, sin
éxito, porque la lengua y la sangre se le salieron por la boca como a los toros mal
estocados. ¡Santo remedio! Esa masa multiforme de hombre, muerto en equilibrio
sobre una silla de oficina, con los pantalones orinados de sangre, ahí, inerte por causa
de su rabieta, la tranquilizó. Esa liberación de adrenalina por la vía del homicidio le
devolvió el poder de concentración y el valor de buscarle una solución expedita a su
desafuero; eso y un par de líneas de cocaína azul que más parecían una pista de
aterrizaje. La sangre quedó tan adherida a su vestido, salió en tantas direcciones que
hasta el brassier blanco quedó con salpicaduras. Se metió al baño contiguo, sin ducha;
se desvistió, se limpió con unas toallas también blancas que humedeció y pasó por su
cuerpo; se sentó en el inodoro a pensar y determinó –por reloj– que se levantaría a los
quince minutos y pondría en práctica la mejor de las ideas que se le hubiera ocurrido
durante ese lapso. Mientras tanto, en la van, se seguía metiendo cocaína, uno que otro
barillo, alcohol y cigarrillos; sólo el chofer se estaba impacientando porque estaban en
un lugar público, vigilado y por experiencia sabía que las reacciones químicas y
dipsomaníacas de las mezclas que sus clientes consumían, podían, en ocasiones,
salirse de su cauce; miraba para atrás con cierto rubor, porque uno de los hombres
ofrecía el alcaloide en montecitos que ponía en la cabeza rosada y sensible de su pene
y a cada putica, después de aspirar la droga, le solicitaba, con cortesía, que recogiera el
poquito que quedara, con la lengua; algunas devolvían el favor, de antemano, metiendo
el órgano viril, en la boca y dejándolo bajar por la garganta para que cupiera entero. La
única que se atragantó, una de las supuestas universitarias, dijo con timidez “lo siento,
aún no sé bien cómo se hace”; pasaron un buen rato, entonces, las demás prostitutas,
explicando los pormenores de una buena mamada, como si se tratara –digo yo– de un

282
seminario teórico-práctico y a la vista del chofer quien, de mil amores, se hubiera hecho
masturbar por una de ellas, sino fuera porque su sentido de responsabilidad –curioso
atributo en un hombre de la zona costera– era más grande que los dictámenes de sus
erecciones.

A los quince minutos, Saskia, desnuda, se puso los zapatos descubiertos de tacón alto
e hilos de plata –que también tocó limpiar– metió sus pertenencias entre la cartera,
incluidos el vestido y el brassier y así, sin ropa-desnuda-viringa, como salida de una
nuez, con una gargantilla en forma de luna brillante y como si no pasara nada, caminó
por el ancho e iluminado corredor del lobby, pisando fuerte y con gesto decisivo y
enfático se acercó a las recepcionistas que la atendieron antes y mientras algunos
hombres se voltearon a mirar y las mujeres a codearse, Saskia vociferó: “Tengan la
bondad de recordarle, mañana, a Don Ruby que, yo, Matilde Cruz –dijo para despistar–
estoy muy disgustada, pero no por haberse quedado él dormido, sino porque me
despedazó mi vestido y mis calzones favoritos; dígale, entonces, que le sume
doscientos dólares a los quinientos que me debe”. Enderezó la espalda y elevó el
mentón, como le enseñara alguna vez su abuela y al atravesar la puerta, a la vista de un
dignatario trajeado de lino blanco, quien entraba como Fred Astaire por su casa, la
cogió un viento liberador que le llegó hasta las trompas de falopio, se subió a la van y
gritó, alzando los brazos: “¡Lista para la rumba¡”; volvieron al yate y a Saskia, la
encontró el amanecer sin haberse puesto la ropa; se despertó de un sueño lleno de
empujones y sanguinolentas concavidades, se desamarró de otros cuerpos, entró a su
cuarto, se quitó los zapatos y fue en ese instante que se sintió vulnerable.

Era su primer muerto: un buen entrenamiento para la noche que la esperaba en


algunas horas; cuando tuviera a los hermanos Espinel entre la cama, el Capitán Otero
entraría a quitarles la vida y ella los remataría para arrebatarles hasta la última
posibilidad de salvarse. Los invitaría a su estupendo yate, los llenaría de vicio y su par
de tetas los llevarían directo al matadero; ese era su plan y se dio cuenta, de repente, de
lo descuidada que se había vuelto, porque empezó a verle fallas al propósito
proyectado. Primero, porque ya tenía un gordo, mánager del Bastidas Grand Hotel
“pasado por el papayo” como diría uno de los mellizos; segundo, porque la podían
reconocer en dicho hotel; tercero, porque no era seguro que dos hermanos, por más
drogados que estuvieran, se quisieran acostar con la misma mujer; cuarto, porque no
venían a una fiesta, entrada por salida, sino a un magno evento para el cual alquilaron
cinco pisos y zonas comunes; quinto, porque estaba en un país con otro tipo de

283
delincuencia y de justicia, donde no conocía a nadie; y sexto, séptimo, octavo y noveno,
porque no sabía con quiénes se estaba metiendo. Saskia estaba subestimando al
enemigo y ese es el peor error que se puede cometer; el problema es que no podía
echarse para atrás, tampoco, eso le produciría una ansiedad espantosa, además de
darle una inmerecida ventaja a mi General Padrenuestro, situación que la haría sentir
peor y que la pondría en peligro. Estaba asustada, hasta el cuello en una encrucijada
bien complicada y lo único que se le ocurrió –como para cambiar– fue meterse un
larguísimo pase de cocaína que le devolvió el coraje. Las prostitutas se levantaron “qué
feas se ven estas putas, mujeres, a la luz del sol” pensó y apenas tomaron el desayuno
–un brunch, para ser exactos– y estuvieron listas, se fueron para la peluquería; no
encontraron ninguna que las pudiera atender, porque estaban ocupadas
emperifollando a la alta sociedad panameña para la fiesta de los Espinel. Optaron,
entonces, por comprar toda clase de lacas, cepillos, aparatos eléctricos y maquillajes
en un supermercado y en el yate se arreglaron entre ellas y se probaron los vestidos de
gala, nuevos, hasta saciar rasgos insospechados de sus vanidades. Llegada la noche,
se volvieron a ver lindas y hermosas y bonitas y arrechas y mamadoras y culiadoras,
pero no distinguidas –precisamente– porque; como dice el dicho: “Las putas, aunque
se vistan de seda …”

Hacía tiempo, desde la presidencia de Pernambuco Aquimindia, quien despachaba en


calzoncillos para no arrugar los pantalones, no regía los destinos de Cundinamarca
alguien tan débil de carácter como el Presidente Henríquez Arepuela: sus obras
quedaron a medio hacer porque él se rendía ante la más mínima inconveniencia y
dejaba a mitad de camino, por comprometido que estuviera, cualquier proyecto; su
gobierno fue llamado el gobierno del “miti-miti” por eso y porque se estableció el
cincuenta por ciento de tajada en los negocios del Estado, se convino abrir las oficinas
administrativas sólo medio tiempo y se institucionalizó, por la fuerza de la costumbre,
que los mandatarios de Cundinamarca trabajaran la mitad por el pueblo que los eligió
para tan alto designio y la otra mitad en beneficio propio, de su familia, de sus amigos y
de sus intereses varios. Consciente de eso, de ese permiso tácito para lucrarse del
puesto –por no decir delinquir– mi General Padrenuestro siempre tuvo a muchos
dirigentes de las güevas, porque bastaba la más pequeña intervención telefónica o
filmación privada para probar malversaciones e indiscreciones. Establecida esa
normatividad consuetudinaria –por ponerlo de alguna manera– el Presidente de la
República, hizo sólo la mitad del esfuerzo por sacar adelante a nuestro país, lo que era
inconcebible, teniendo en cuenta que le dedicó, con su equipo de colaboradores y

284
juristas, casi cincuenta horas de trabajo por semana a evitar su destitución. La blanda
justicia parlamentaria finalmente lo exoneró y –pienso hoy– las cosas hubieran sido
distintas si el Clubman y el Fashionista no hubieran dado tanta papaya porque, ellos,
además de servir de facilitadores del ilícito se embolsillaron la plata que pudieron, pese
a que eran –de por sí– personas de alto poder adquisitivo. Fueron víctimas del círculo
vicioso de la sociedad de consumo: entre más tuvieron, más les hizo falta, no se
conformaron con nada y ninguna retribución pecuniaria fue suficiente porque siempre
hubo gente más adinerada por emular y cosas más caras por adquirir y sitios más
lujosos por visitar; y no lo digo como un lugarteniente que estaría muy contento de
aumentar su magro sueldo, sino porque mis vivencias, cercanas a la gente más
poderosa de este país dejan, como constancia, dos verdades: que delincuencia y
política se han vuelto sinónimos y que basta ser o considerarse millonario, para entrar
en una vacaloca que no tiene componenda sino hasta el día de la quiebra material o
física, dejando al espíritu vacío y vapuleado, como los cadáveres a cargo de mi General
Padrenuestro. En fin, los que defendieron al Presidente Henríquez Arepuela tuvieron
rabo de paja y actuaron por intereses propios, en representación de otros menos
conspicuos o poniendo la cara por organizaciones ilícitas, necesitadas de contactos, de
lobby y de habladores de mierda profesionales, principalmente. Cundinamarca, al decir
de mi General Padrenuestro “está atascada en su propio excusado” lo que era su forma
de decir que se venía una intensa labor de plomería; fue por esas épocas que las
fuerzas militares empezamos a “pensar por fuera de la caja” como dicen los creativos
de la publicidad, a trabajar de manera distinta para que se vieran cambios positivos, de
una forma más sistemática y con el ánimo de lograr, a cabalidad, el propósito impuesto
por la férrea garra de mi General Padrenuestro y que expresaba así: “No importa cómo
lo logremos, Lugarte, ningún costal debe quedar sin sacudir, ninguna papa sin pelar y
ninguna palangana sin hervir”.

Al Clubman, cuyo nombre era Marciliano Berenjenal Botines, le cayó bastante de


sorpresa que se lo llevaran preso: nunca pensó que sus buenos oficios por repartir la
riqueza, entre los suyos, de forma más equitativa y mantener a su partido político en el
solio de Bolívar, le granjearan la antipatía de los fiscales que le tocaron en suerte. Lo
enorgullecía, eso sí, que al gobierno le hubiera tocado inventarse un aparataje jurídico-
policivo para poder agarrarlo, al tiempo con otros de su nivel estratosférico, para los
cuales el apelativo de delincuentes de cuello blanco era, por decir lo menos, inexacto,
teniendo en cuenta que no sólo se mancharon la camisa sino las manos de sangre:
delitos que, aunque evidentes para los investigadores de la Oseta, no se pudieron

285
probar en la corte y no por falta de pruebas sino de voluntad política porque Berenjenal
Botines, afamado hijo del torero Alonso Berenjenal –El diestro zurdo de la muleta– y de
Doña Agria de Masato y Botines según se hacía llamar después de su quinto
matrimonio –heredera de la más rancia alcurnia de Sutatausa– era un hombre con
suerte, al que los verdaderos dueños del poder no querían ver afligido porque
“pobrecito” y aunque fue encarcelado, nosotros le improvisamos, su lugar de reclusión,
en un casino de suboficiales, donde podía bañarse en la piscina, jugar billar –una de
sus pasiones desde la universidad– y recibir –esto es muy importante– a su madre sin
que ella tuviera que incomodarse viendo gente pobre, percibiendo, de pronto, malos
olores o teniendo que encontrarse de frente con un delincuente común “que no fuera su
hijo” quiero decir. Mi General Padrenuestro permitió tal generosidad sólo por llevarle la
contraria al Presidente de la República, quien lo quería meter a la Modelo o a la Picota;
“para que le metan la cuchara de plata, con la que nació, por el culo” fue que dijo y al rato
corrigió “bueno, no creo que eso, para él, sea demasiado sacrificio”. No salió para nada
mal librado; se robó dos o tres millones de dólares destinados a la campaña y trató de
vender el argumento de que se trataba de dinero ilícito al que, él, le iba a dar un uso
digno, pero su madre lo reprendió “deja de decir tanta güevonada Clubmancito que lo
tuyo es el arte” y lo mandó –una vez recobrada su libertad– a instruirse en estética y
filosofía de la belleza, en París, donde le compró una galería, le consiguió un novio
artista y le inventó una vida, lejos de Cundinamarca, donde aún era posible que los
narcotraficantes fueran a tomar represalias contra él, pues nunca les cumplió la
andanada de favores a los que se comprometió, desde las encumbradas magistraturas
del Estado. Estar tan protegido, por nosotros –y eso se lo debe a mi General
Padrenuestro– lo puso a salvo de tener que poner su culo al servicio de un nivel socio-
económico al que no estaba acostumbrado; Reyes se lo encontró varias veces en el
sauna, donde pegaba salticos y griticos cada que le subían la temperatura “es un
cobarde consumado” comentó y nos reímos de sólo imaginarlo como a un delfín rosado
en un estanque de tiburones. “¡Esto se vino a la mierda por un puto video!” vociferaba el
Perro, como señalando una desproporción del destino, una irregularidad subsanable a
corto plazo, pero que los historiadores, en un futuro lejano, no iban a dejar de investigar
y de sacar, con truculencia absoluta, a la luz: la ocultación, a ultranza, del delito,
causada para atornillarse en el poder nunca había sido tan descarada en
Cundinamarca. Al Fashionista le dieron su casa, de varios estilos decorativos, canchas
de bolos y gazebo, por cárcel y cuando no hubo nada más por defender, al Perro lo
mandaron de embajador a Marruecos donde murió sodomizado por un primate de
zoológico. Cuando amainó el escándalo –porque contrario a las palabras de Antonio

286
Machado en Cundinamarca “todo pasa y nada queda”– el Presidente Henríquez
Arepuela sintió que había gobernado lo suficiente y delegó, en cabeza de su mujer, las
responsabilidades del Estado; la levantaba temprano y le decía “ve y manda tú mi amor
que yo estoy con reflujo” y la llevaba, él mismo, hasta el despacho presidencial para, de
vuelta a sus habitaciones, fumarse un porro y mirarse el ombligo. A su esposa, se le
debe la firma, postergada varias veces, que ratificó la creación oficial de las
Cooperativas de Vigilancia Agraria –las cuales, en la práctica, existían hacía un buen
rato– y que ratificaban el derecho privado a autodefenderse, a legitimar ejércitos,
supervisados –supuestamente– por las fuerzas militares, lo que se constituyó en la
aceptación flagrante del paramilitarismo en Cundinamarca; a dicha ley se le dejaron, de
forma deliberada, los suficientes subterfugios y vacíos para que, con cierta holgura, esa
nueva casta de centinelas pudiera comprar armas y tecnología militar sin problemas.
Lo más grave, como lo dijo, en buena hora, mi General Padrenuestro, es que “¡ahora sí
nos jodimos: atrapamos a los narcotraficantes, les aplicamos los beneficios de los
guerrilleros y los soltamos como paramilitares!” Íbamos a organizar marchas para
tumbar esa vagabundería; íbamos a sacar plata de nuestras arcas secretas para
sobornar a los magistrados de la Corte Suprema de Justicia para que nos ayudaran a
tumbar ese adefesio jurídico; íbamos a traer a las comisiones de derechos humanos,
de Ginebra y Bruselas, para deshacer tal entuerto, hasta que mi General Padrenuestro
nos llamó a una reunión de urgencia y exclamó: “¡Detenerse soldados! Vamos a hacer
algo mucho mejor: ¡los vamos a carnetizar!” Nos pusimos de inmediato en la labor
maratónica de diseñar una reglamentación que, a grandes rasgos, permitiera la
participación de cualquier civil –incluidos, por supuesto, los militares retirados– en
dichas cooperativas, con la condición sine qua non de que estuvieran registrados ante
una superintendencia creada para el efecto. Produjimos cuñas de televisión en las que
invitamos, a los interesados, a cumplir con dicho registro y palabras más, palabras
menos, les informamos que debían completar formularios indicando antecedentes
privados y públicos, suministrar referencias familiares, de amigos cercanos y
compañeros de trabajo y realizar, de paso, un sinnúmero de exámenes médicos. Las
fotos debían ser tomadas por nosotros mismos, así como las huellas dactilares de las
manos y de los pies. En quince días, la Oseta formó un departamento completo para
procesar los datos y trajimos expertos de la Interpol que nos ayudaron con el software
idóneo para el cruce de tanta información. Mi General Padrenuestro estuvo jubiloso por
esos días hasta que, una semana antes de cumplirse los plazos obligatorios, se hizo
evidente que nos había salido el tiro por la culata y no me refiero a que hubo un
porcentaje muy bajo de éxito sino al hecho –el cual se mantuvo en secreto– de que

287
nadie se registró. Esto fue, en realidad, un alivio, dado los gastos burocráticos que nos
ahorraríamos y –como si nada hubiera pasado– mi General Padrenuestro dio a
entender que él no esperaba otra cosa. El esfuerzo fue una verdadera pérdida de
tiempo y un campanazo grandísimo, de alerta, para quienes estábamos del lado de la
ley porque demostró que no existía, en Cundinamarca, dentro de este tipo de
cooperativas, ninguna persona armada que no fuera un delincuente, que no tuviera
asuntos pendientes con el Estado o que no temiera por las inconsistencias de su
pasado; era eso o que la credibilidad de las fuerzas armadas como garantes de
procesos sociales y administrativos, era nula. “Me importa un culo tal conclusión,
Lugarte: ni somos cómplices de la delincuencia, ni somos políticos culiprontos
buscando credibilidad” contestó a gritos y fue a tres consejos de ministros,
consecutivos, para tratar de echarle la culpa del fracaso a otra institución, pero fueron
cancelados, con la misma excusa de siempre: “El Presidente se encuentra indispuesto”
mientras tanto, los periódicos, publicaron caricaturas de Henríquez Arepuela volando
por las nubes, con órbitas de pajaritos y notas musicales alrededor de su cabeza,
echando globos o botando humo por las orejas y siempre con trasfondos “subliminales”
en los que aparecían hojas camufladas de cannabis.

Rumiando esa derrota se encontraba mi General Padrenuestro cuando entró Roxana


–como una tromba– a vociferar que ella entregaba lo que fuera, por la causa militar y lo
que se necesitara por una Cundinamarca más justa, pero que quería dejar muy en claro
que no se iba a dejar coger el culo, ni las tetas, ni nada, de “esa vieja cabrona, de la
Primera Dama” como nos dijo; quien la arrinconó en el comedor auxiliar de la Quinta de
Nariño contra el mueble de la cristalería y le metió la mano, con el dedo índice erecto,
por debajo de los calzones. “Me cogió tan de sorpresa, mi General” manifestó con rabia
delante nuestro “¡que la empujé con fuerza!” exclamó y siguió contándonos que lo único
que se le ocurrió fue gritarle “¡por lo menos, lávese las manos, vieja hijueputa!” y salió
corriendo enfurecida. Eso –si mal no recuerdo– fue el lunes por la mañana, siguiente a
la reunión de los Espinel en Panamá, porque nuestro informante llegó antes de
almuerzo a contar lo que pasó o mejor dicho, a explicar por qué no pasó nada o ningún
suceso lo suficientemente importante para ser registrado por los medios de
comunicación. Tuvimos, entonces, que Saskia –en su estado normal de encontrarse
embalada por la droga, lo que la volvía temeraria y descuidada, a la vez, como ella
misma lo reconocería más tarde– llegó al Bastidas Grand Hotel con su corte de putas y
guardaespaldas disfrazados de gente bien del trópico y como era de esperarse, no los
dejaron entrar, con el agravante de que Saskia no podía, como era su costumbre,

288
descomponerse y alegar como una medusa desaforada, pues hacía menos de
veinticuatro horas le había llenado de plomo el estómago al mánager del
establecimiento; optó, entonces, por mantenerse callada y mientras pensaba qué
hacer, ella y su séquito se sentaron en unas sillas de madera cerca a la entrada principal
techada de palmeras, luces como piñas brillantes y desde donde podían ver a los
carros llegar, los invitados entrar, los guardaespaldas desplegar sus dispositivos de
seguridad y las mujeres mostrar sus elegantes atuendos como en una pasarela o como
en los tapetes rojos de Hollywood. De pronto, inadvertidamente, un hombre que
entraba solo, se acercó, tomó a una de las puticas del brazo y sin preguntarle, entró a la
fiesta con ella. En el Caribe –más que todo en Guantánamo– es muy normal que las
jineteras busquen a sus clientes a la vista y bajo la luz de las lujosas balaustradas de los
hoteles, además Saskia y su grupo tenían la pinta idónea para que se pensara, eso, que
prestaban un servicio de acompañantes para la velada que, apenas, estaba por
comenzar. A la media hora y de la misma manera entraron al hotel otras cinco chicas y
–¿quién lo fuera a pensar?– una invitada bastante avejentada pero embellecida por su
peinado y sus diamantes, tomó del brazo a uno de los guardaespaldas y le susurró:
“Dedícame esta noche, precioso y amanecerás millonario”. Así fueron entrando, uno
por uno, hasta que Saskia fue invitada por un señor que se bajó de un Mercedes Benz
rojo, la tomó, de una, por la cintura y la levantó como a veinte centímetros del piso; él se
presentó como José María Espinel y ella se sintió, ahí mismo, atraída por el personaje y
más cuando en el ascensor le dijo: “Vas a ser mi reina por esta noche”.

Panamá tiene una relación federal con los Estados Unidos, es un Estado más de la
Unión y funciona como tal, salvo que el gobernador es llamado presidente, lo que
despista un poco. Pero esa particularidad –como muchas otras– se origina en la
realidad lastimera de que los panameños todavía creen que el Canal es de ellos, con
todo y que la anexión de su país a la súper potencia anuló el tratado que suponía su
devolución al finalizar el siglo xx. Tampoco se logró –cumplido el lapso– que por lo
menos las utilidades del Canal fueran invertidas en el Estado panameño, pues era
evidente –como lo es de manera más acentuada en el presente– que en los Estados
Unidos hay estados de primera, de segunda y de tercera categoría; la generalidad de
los caribeños no tiene las oportunidades, ni la calidad de vida que otras comunidades
han luchado y ganado a lo largo de las generaciones: “The beans” como les dicen
ahora, son los nuevos filipinos o vietnamitas. Pareciera que los gringos se avergüenzan
de sus más recientes conquistas, porque fuera del poder estratégico que les da ser los
dueños de la cuenca caribeña, la siguen tratando como un desagüe-basurero-cloaca-

289
orinal-desperdicio porque la impresión de que el trópico es para chimpancés y turistas
–que son lo mismo– nunca se les ha quitado. En fin, el Presidente de Panamá estaba
presente en la fiesta de los Espinel cuyo motivo principal era el de presentarlos en
sociedad como grandes inversionistas interesados en el desarrollo de proyectos con
grandes utilidades financieras; leyó un corto mensaje de bienvenida del Presidente de
los Estados Unidos contenido en una carta, con su firma y el sello de la Casa Blanca,
que fue enmarcada y puesta a la vista en una vitrina con vidrios de seguridad. La fiesta
se desarrolló en tres ambientes, según el gusto de cada quien y lo que a Saskia más la
impresionó es que no había menos de cien personas con el apellido Espinel, siendo, de
acuerdo a lo poco que sustrajo de su acompañante, los más importantes: Don Félix
Espinel Zúñiga, el patriarca a quien –Saskia no lo podía creer– le besaban el anillo
como al Papa o como a los padrinos de la mafia siciliana y sus dos hijos: William “El
Toro” Espinel y su hermano Juan Carlos “El Avión” Espinel; los que estuvieron presos
en la Cárcel del Peñón y en quienes mi General Padrenuestro tenía puesta la mira, eran
apenas primos de los primos de los primos y estaban es una de las mesas más
distantes de la tarima donde se realizaron los homenajes: discursos de
agradecimiento, brindis y condecoraciones. A Saskia le quedó claro que se trataba de
una familia con estrechos vínculos en Maracaibo, la Guajira y Barinas Apure; los
Espinel de otras regiones, como Cundinamarca, no parecían ser de la rosca. Su
improvisada pareja, la puso, como a la putica que pensó que era, a servirle los tragos y
a mandarle mensajes, al oído, a otros contertulios, como: “No te vayas a vomitar en la
hielera”, “te mariconeaste del todo con ese corbatín” o “qué le pasa a tu mamá que
anoche me obligó a usar condón” lo que le demostró a Saskia, una vez más, que “los
hombres no crecen sino que mejoran sus juguetes” como diría Batman y porque esa
distancia con el culo, con el moco y con el pedo, por ejemplo, nunca la pierden; a ella no
le hubiera extrañado, para nada, que en la oficina oval de la Casa Blanca el Presidente
de los Estados Unidos le diga a su Secretario de Estado, mostrándole el meñique,
“venga y háleme este dedito”. Ella no se dio cuenta del trato impropio que estaba
recibiendo porque la verdad es que, sí, se sentía como una miserable puta, ante tanta
fastuosidad por parte de una organización de narcotraficantes que excedía, en
influencia y savoir faire, la suya. “Estos vergajos” pensaba “lograron internacionalizarse
mientras yo todavía manejo una operación demasiado local” y con ese dilema en la
cabeza fue que escuchó decir a José María Espinel que ya quisieran ellos haber
inventado la cocaína azul que se estaba tomando el mercado y quitándoles millones de
dólares y de clientes. De un segundo, al otro, la autoestima de Saskia se disparó más
allá de la galaxia y se sintió, de nuevo, hermosa e inteligente y muchísimo menos

290
prostituida, que cuando había entrado, sentimiento que estaba a punto de revertir
porque pensaba abrirle las piernas a los hermanos Espinel, que pudiera, hasta conocer
al patriarca, Don Félix, a quien consultaban por turnos, como a Vito y Michael Corleone.
En esas estaba, pensando que ella no tenía que rendirle cuentas de nada a un
generalucho cundinamarqués tan apartado de la grandeza real –como mi General
Padrenuestro– y tratando de igualarse con los invitados principales, hablando de sus
viajes, sus joyas y sus dos yates y cotizando su escote-acantilado-anzuelo entre la
muchedumbre, cuando la arrestaron, la sacaron por la puerta de atrás y la metieron en
una cueva donde se concentraban, como en un lupa, el calor y la humedad de la zona
tórrida; se arrancó las extensiones de pelo, gritó, durante horas, por una ventana que
más parecía una claraboya y una vez, que el cansancio le dio algo de sosiego pensó
que, bien vistas, las instalaciones de la Oseta en Bogotá eran de lujo.

Nuestro informante, en tierra panameña, era metódico hasta en la forma de hablar;


repitió varias cosas que le parecieron significativas: que siguió a Saskia, desde que se
bajara del yate y que vio cuando, ella, salió desnuda del hotel insigne de la ciudad; dio
más detalles sobre la apoteosis que fue la fiesta de los Espinel y agregó –dato
importante éste– que entre ellos se reconocían como miembros de una organización
similar a la “Cosa Nostra”; soltó la novedad “de muy buena fuente” según dijo, que la
carta enmarcada del Presidente de los Estados Unidos era falsa y se guardó lo mejor,
para el final, que Saskia fue arrestada por el asesinato de Rubicundo Cornejo pero que
le querían achacar varios más, de los cometidos en los últimos meses. Mi General
Padrenuestro sacrificó su almuerzo en familia por quedarse en la Oseta y sacarle toda
la información, que pudiera, a este soplón –de cuello blanco– que no tuvo problemas
para codearse con la crema y nata de un país extranjero con tal de conseguirnos algo
sustancioso. Reyes, quien consiguió el contacto, tomaba notas y pidió que repasaran el
orden jerárquico de los Espinel; ejercicio que resultó algo infructuoso, pues su misión
–la del informante– estaba focalizada en “olfatearle el culo a la teti-sabrosa germana”
así lo explicó y en general, con cada nueva alusión, se corroboró, en esencia, la
desconfianza que mi General Padrenuestro les tuvo, a los Espinel, desde que supo de
ellos y desde que, a través de las grabaciones hechas a los Doce del Patíbulo,
descubriera su poder y peligrosidad. Preguntó por los protocolos de protección, las
marcas de los carros, los comentarios de la gente sobre nuestro país, los casinos, la
eficacia de la policía, la influencia real de los gringos en la administración de justicia y
los detalles más nimios de la celebración; no dejó de parecerle curioso un festejo tan
desmedido para una efemérides tan anodina como atar lazos de amistad y presentar a

291
una gente prestante en el seno de la sociedad panameña; “¡esa excusa es una excusa!”
exclamó, mi General Padrenuestro y se quedó ensimismado un rato; le pareció que no
había nada de qué preocuparse, en el corto plazo, pero manifestó que, en el largo
plazo, los Espinel le darían mucha brega a las Fuerzas Armadas de Cundinamarca.
“Nos vamos a preparar como para una guerra” dijo y tomó un palillo para escarbar sus
inmensos molares, al tiempo que invitó a Reyes para que llevara al informante a un
lugar discreto donde le pudiera pagar por el servicio realizado; sin embargo, se
quedaron un rato más hablando de putas y de armas, que son los dos temas preferidos
del ejército y mi General Padrenuestro pidió un café bien oscuro mientras escuchaba
las descripciones de las mujeres del trópico, influenciadas por el vaivén de las olas y el
influjo incisivo del sol, distintas de las mujeres de la cordillera: más discretas y sabias,
más precavidas a la hora de amar pero conocedoras de que el oído es la verdadera
llave de la sexualidad masculina; y se estaban levantando, de la mesa, cuando el
informante, refiriéndose a una mujer exuberante que llevaba un diamante de un millón
de dólares incrustado en el ombligo, mencionó “que esa perra si se había quedado
hasta el amanecer con un General de apellido Malapata”; en ese instante, mientras mi
General Padrenuestro lo tomaba del cuello y le escrutaba los ojos, contra la pared, el
informante aseveró no haberlo visto nunca en su vida y que estaba seguro de lo que
estaba diciendo. Con el nombre del General Malapata sobre la mesa –quien tramitó su
retiro, como servidor del Ejército Nacional– la información, además de dar un giro de
ciento ochenta grados, cobraba otro sentido hacia la malignidad y la inmediatez de lo
que se podía estar fraguando contra nuestra país. Nos llamó y nos reunió, incluida
Roxana quién ya era parte esencial del equipo, para decirnos: “Necesitamos
cantidades insospechadas de sangre fría porque se está planeando algo grande e
irreversible contra Cundinamarca” apagó un Paquistán en el pocillo del tinto, se levantó
y dejó a Reyes para suministrarnos los detalles que nos permitieran listar y analizar los
factores de riesgo. En el mejor de los casos se trataba de especulaciones infundadas,
pero sin duda: es mejor prevenir que escarmentar.

El informante, de vuelta en Ciudad de Panamá, tramitó, haciéndose pasar por un


tinterillo, local, contratado por el consulado cundinamarqués, ante la oficina encargada
de administrar las cárceles, el papeleo necesario para ver a Saskia y le dijo que mi
General Padrenuestro esperaba su lealtad y que si ella lograba infiltrarse a la
organización de los Espinel y averiguar los detalles de un posible golpe de Estado en
contra de nuestro país, él olvidaría el asunto del video y buscaría cómo distraer la
atención de los medios de comunicación que parecían ansiosos de descubrir quién era

292
la famosa Ricitos de Oro de quien se empezaban a tejer muchas conjeturas. La pobre,
vulnerable, sin poder ver a su gente, en un hueco infame e irritada por la falta de sus
drogas básicas, le soltó al informante una retahíla de palabras que demoró más de
veinte minutos gritando y que se podrían resumir de la siguiente manera: “¡Dígale al
General Padrenuestro que se pudra, que prefiero morirme en este nido de ratas antes
que volverlo a ayudar!” él recibió el agravio, un par de horas más tarde y se dio cuenta
de que su paso fue en falso, dado que Saskia se sentía por encima del bien y del mal, en
razón a que el dinero le había dado los aires de una ciudadana del mundo, una mujer sin
fronteras que, salvo la nimiedad de que estaba presa e incomunicada, tenía metas
superlativas y designios equiparables a los de los ángeles y los santos, exentos de
purgatoriedad.

Quesada chuzó los teléfonos de la Quinta de Nariño, abusando de la confianza de mi


General Padrenuestro porque no pidió su autorización; evitó, también, utilizar los
servicios de la Oseta, lo que hacía evidente, el hecho, de que se estaba tomando de
manera personal lo sucedido a Roxana, con la Primera Dama; buscaba una cascara de
plátano capaz de hacer trastabillar el prestigio de la Marimacha y anular de tajo su
poder presidencial. “¿Estás loco?” le increpó Roxana y con razón, cuando supo su
argumento y le reviró que los Henríquez Arepuela llevaban trastabillando a lo largo de
todo su mandato y nada que caían, cualquier escándalo sería menor y no les haría ni
cosquillas; “entre ambos” dijo, por enfatizar su opinión “podrían escribir un libro sobre
cómo atornillarse en el poder sin machucarse los dedos” remató, puso la rodilla entre
las piernas de su amante, se le acercó hasta rozar sus labios con su pecho y le ofreció
una recompensa para más tarde; “gracias, amor, por preocuparte por mí” le susurró.
Quesada no cejó en su empeño: las conversaciones entre las alcobas y los despachos
principales, ida y vuelta, fueron sometidas a un seguimiento exhaustivo y en diez días,
la verdad, fue que le tocó reconocer la inutilidad de su rastreo; “El Presidente que casi
se cae” –como precisaron tres agudos periodistas que, hasta donde pudieron, son la
fuente fidedigna del cuerdiflojismo que vivió Henríquez Arepuela durante aquellos
años– y su mujer, la Marimacha, sólo hablaban de listas de invitados, de menús y de
nombramientos diplomáticos; los temas de gobierno se trataban superficialmente,
previo a los poquísimos consejos de ministros que hubo hasta el término de su
mandato. De resto, para que se viera algún movimiento en los corredores de la Quinta
de Nariño, para que se pensara que algún propósito quedaba entre tanto buche y tanta
pluma, la Marimacha organizaba reuniones –“inn-formativas” las llamaba– para discutir
temas, varios, que se escogían de una hipotética lista, de su marido, que contenía

293
asuntos pendientes de suma urgencia; a veces se invitaba expertos expositores, a
veces a los mismos protagonistas de las situaciones en discusión, a veces
embajadores y siempre, se invitaba a los asistentes para ver alguna película en el salón
de proyecciones, al cual le cambiaron las sillas por unas reclinomáticas de alto espaldar
y con apoyo para los pies. A la media hora, la mayoría roncaba y al rato ¡qué lindo!
empezaban todos a roncar acompasados: modorra al unísona causada por el tamal
con chocolate y las milhojas que les servían. Mi General Padrenuestro nunca asistió
–sobra decir– pero lo divertía mandar películas al despacho presidencial con post-its
que decían “importante para la seguridad del Estado” o “cuidado, esto nos puede pasar
en Cundinamarca”. Una vez, enterado de que algunas de esas reuniones terminaban,
entre sólo mujeres, mancillando la honra y ¿quién sabe qué otras cosas? de los
próceres de nuestra nación, cuyos óleos, presentes en los salones de recibo de la
Quinta de Nariño, amanecían –según el testimonio de los guardias de Corps– con
brassieres y pantaletas colgados de sus marcos, hizo llegar películas –“de carácter
histórico” decían los post-its– de épocas, menos afortunadas, en que el lesbianismo se
pagaba con la guillotina, con la hoguera o con el escarnio; las asistentes femeninas a
dichos boatos: ministras, directoras de institutos descentralizados, parlamentarias y
jueces, entre otras, se dieron por aludidas y adonde fueron por compromiso social, de
ahí en adelante, tuvieron la precaución de estar siempre acompañadas de sus maridos
y cada que constataban la presencia de los noticieros, los tomaban de la mano, los
besaban o los ponían de frente a las cámaras para que Cundinamarca los reconociera
como sus parejas. Lo cierto es que su deserción acabó con las reuniones “inn-
formativas sobre asuntos pendientes de suma urgencia” y su confirmación a estar
presentes en otros eventos, al que asistiera la Marimacha, estaba supeditada a que
hubiera una mayoría, superior a las dos terceras partes, de hombres invitados. Los
actos impropios, si los hubo, nunca trascendieron del consabido chismorreo y el
repentismo de los cocteles y los paseos de finca domingueros; lo que pasa es que el
otro Presidente que tampoco se cayó, el de los Estados Unidos, fue atrapado con la
bragueta abajo y una empleada interna arrodillada chupándole el tabaco, por lo que
existió una alarma general sobre este tipo de situaciones, incómodas, de talla
presidencial. Más tarde que temprano, la Marimacha le pidió disculpas a Roxana pero
eso no impidió que se la quedara mirando de la cintura para abajo, en los sitios más
extraños y buscara su cercanía en cualquier oportunidad. Era notorio, eso sí, que le
preocupaba mucho más la situación de su marido que la suya propia porque –no nos
digamos mentiras– la homosexualidad ya no despeluca a nadie, se considera un
asunto privado y respetable mientras así permanezca; pero tener como Presidente de

294
la República a un economista graduado en Harvard, conferencista en el Banco Mundial
y en Davos, que se queda dos horas diarias sentado en el inodoro –al que llama trono–
leyendo revistas de droguería, que duerme siesta y juega guayabita con los escoltas,
es un problema bastante más serio. Por eso, después del infortunado suceso con la
Primera Dama, Roxana y Quesada se dieron cuenta de que, la pobre, no tuvo más
remedio que hacerse cargo de la nave mientras su marido llevaba, varios meses, en
piloto automático. Las crisis grandes se evadían dándole importancia a crisis más
pequeñas y a una que otra inventada, como cuando Henríquez Arepuela salió a decir
que lamentaba la muerte –asesinato– de uno de los líderes más preclaros del partido
opositor, pero que se sentía en la obligación moral de bogotano, compungido, de
dedicar encomiables esfuerzos para recuperar el río Bogotá, el cual había mandado
dragar por un consorcio extranjero samario-guajiro-maracaibero y que quedaría, en
muy pocos años, translúcido como el alma de Santa Librada; símil que lanzó sin
conocimiento, pues Santa Librada era una santa anoréxica, con facha de hombre, que
dio a luz una decena de hijas y las mandó matar porque pensó que tanta fertilidad era,
más bien, una prueba de sus afinidades con el diablo.

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~êåíáò=mtercer mundo basta nombrar a la Agencia Central de Inteligencia para que presidentes,
dictadores y monarcas de todas las estirpes, empiecen a temblar; “era mejor tener un
Presidente asustado, que dubitativo” pensó, de acuerdo a la circunstancia y mi General
Padrenuestro se extendió sobre el contenido de las grabaciones, tomadas, hacía más
de cinco años, de los hermanos Eduardo y Gustavo Espinel –en la Cárcel del Peñón–
en las que manifestaron su interés por entregarle un país completo a los Estados
Unidos y de ser así, los únicos con derecho a jugar, con ellos, al gato y al ratón, en lo
referente a llenarles, a sus ciudadanos, las narices de cocaína. Lo siguiente fue más
difícil, pero hizo que los Henríquez Arepuela colaboraran, irrestrictamente, en evitar
una hecatombe y fue la mención de que la Oseta conoció, durante el viacrucis, que les
tocó vivir, la identidad de Ricitos de Oro y la existencia del video que se constituía, ésta
sí, en la prueba reina que nunca apareció para relacionar al Presidente de la República
con el conocimiento, cierto, de los dineros calientes que entraron a su campaña
política. El momento fue muy incómodo, por supuesto; pero había que presionar la
circunstancia al extremo de sacar alguna, palmaria, información sobre el General –en
retiro– Malapata. La pareja dio demasiados rodeos, demasiadas miradas entre ellos,
se sentían como dos supermanes en una jaula de kriptonita, no llamaban nada por su
nombre, miraban el techo y el reloj, asediados pero como si la cosa no fuera con ellos;
acto seguido, mi General Padrenuestro le ordenó a Roxana que se quitara la ropa y él

295
hizo lo mismo; su subalterna entendió la situación y entre los dos, se quedaron en ropa
interior para demostrar que no llevaban micrófonos ocultos. Los Henríquez Arepuela
estaban tan nerviosos que agradecieron el gesto, a la vez que pidieron disculpas por la
desconfianza y de algo sirvió porque revelaron que Malapata amenazó con arruinarlos
y repitieron, con algo de rubor, sus palabras: “Ustedes son unos asquerosos de mierda
y no descansaré hasta sacarlos, yo mismo, a patadas de la Quinta de Nariño”; también
contaron, con más desparpajo, que Ricitos de Oro fue quien los buscó para entregarles
la plata, para la campaña y que lo único que sabían de ella era por los paseos en yate,
alrededor del continente, rodeada de efebos de todos los colores y sabores, con que la
“monita” –así la llamó– sobornó las consciencias del Perro y del Fashionista porque la
del Clubman ya venía teledirigida hacia el delito desde que viera a su madre, utilizar sus
tácticas de arpía contra sus padrastros, para obligarlos a cambiar beneficiarios tanto de
cuentas bancarias como de clausulas testamentarias. Agregó la pareja, con el mismo
carácter confidencial y eso lo guardó mi General Padrenuestro en la caja fuerte de su
alma que, la primera vez que Ricitos de Oro los abordó, lo hizo diciendo que era muy
amiga del General Aquiles Padrenuestro Chacón. Cuando el Presidente de la
República supo que Ricitos de Oro estaba presa en Panamá, por asesinato, exclamó:
“¡Qué dios nos libre, nos ampare y nos favorezca!” entendió la importancia de hacerla
reaccionar a nuestro favor y a eso se comprometió. Cuando Roxana y mi General
Padrenuestro tomaron su ropa, se la pusieron y se fueron; el Presidente de la República
y la Primera Dama pidieron por la lealtad de mi General Padrenuestro porque sabían
que, más allá de la zalamería con que llenaron sus vidas y las intromisiones de un
cuñado metiche y atrabiliario a quien, con los años, se le engordó el rocín, se le perdió la
adarga y se le acobardó el galgo, no les quedaba un colaborador, un copartidario, un
amigo o un familiar en quien confiar.

Al otro día, Roxana y Quesada salieron para Panamá, con una carta del Presidente de
la República; faltó lacrarla, pensaron con cierta mamadera de gallo, pues el internet se
había impuesto como la forma más expedita de comunicarse por escrito, haciendo
innecesaria tanta pompa para entregar una misiva; era natural, por supuesto, que
mucha gente, todavía, le tuviera desconfianza a las facilidades del computador y más
cuando la carta debía llegar a una prisionera de los Estados Unidos cuyo acceso a la
tecnología informática era prohibida o vigilada. Encontraron a Saskia por señas,
porque siguió la farsa de hacerse pasar por indocumentada, le pareció más inteligente
que las autoridades panameñas pensaran que, el cometido por ella, era el homicidio de
una putica mal pagada, a que la reconocieran como una mujer de incontables recursos

296
económicos; no demorarían en averiguarlo, pero necesitaba ganar un tiempo precioso,
mientras lograba hacer llegar, a su celda, el dinero en efectivo necesario para abrir con
sobornos las puertas de la cárcel. El runrún era que hasta la calle, cada salida –eran
cinco– costaba cien mil dólares y que con fajos de diez o veinte mil dólares, por cada
vigilante que se interpusiera en su camino, estaría muy pronto en libertad. Los mellizos
ya estaban en Ciudad de Panamá y el dinero, en bolsas plásticas, para ser entregadas
por el Capitán Otero, apenas le permitieran su visita a Saskia, en el penal. No querían
levantar suspicacias por parte de las autoridades carcelarias, por eso optaron por hacer
acopio de una paciencia, que ninguno de los dos poseía, en tales circunstancias, pero
que les garantizaba el bajo perfil necesario para no volver un delito de baja estopa, en
un incidente internacional. La nueva visita de los emisarios de mi General Padrenuestro
fue sorpresiva, porque Saskia seguía empeñada en negar su colaboración; sin
embargo, la mañana que llegaron, a ella le pareció interesante el acercamiento, por lo
alto, que le propusieron, leyó el mensaje del Presidente de la República y comprendió
que Henríquez Arepuela estaba en peligro porque, de otra manera, no iba a ser tan
pendejo de firmar lo que, básicamente, era una confesión que probaba sus nexos, con
ella, la famosa Ricitos de Oro. La narcotraficante, trató de conservar la carta pero
Roxana no le quitó los ojos de encima y sin mayores aspavientos, se la rapó y la quemó
en su presencia. No se habló del remitente en voz alta –era la mínima precaución– se
dieron mañas para entenderse, sin revelar demasiados detalles y lograr un acuerdo
tácito: Saskia, los pondría en contacto con José María Espinel –no tenía nada más que
ofrecer– quien dijo vivir en Coral Gables y ellos la sacarían de la cárcel por la vía de un
requerimiento judicial-castrense de urgencia que mi General Padrenuestro tramitaría
con la embajada de los Estados Unidos. Durante los dos días siguientes, no nos
dedicamos a otra cosa; para ir tanteando el terreno, nos pusimos en contacto con el FBI,
la DBA y preparamos un operativo para sacar a Saskia de Panamá, que se pondría en
marcha si las gestiones “diplomáticas” fracasaban. La seguridad del Estado estaba en
juego y era muy posible que detrás del asunto estuvieran también los norteamericanos,
pues hicieron presencia en la mayoría de situaciones que, en los últimos doscientos
años, habían puesto a tambalear democracias como la nuestra; de ser ciertas las
elucubraciones de mi General Padrenuestro lo más posible era que los servicios
secretos de los Estados Unidos, por no entorpecer alguna operación en marcha,
accediera con rapidez a nuestras demandas y lo hicieron. El problema fue que les tomó
quince días llevar a cabo el papeleo y cuando vinimos a ver, Saskia había escapado: los
mellizos pensaron, con acierto, que si un millón de dólares sacan a una persona de la
cárcel, dos millones podían, perfectamente, entrar a una persona, con la plata, hasta su

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celda y acompañarla de salida; además, estaban al amparo de la bien llamada “lógica
del maleo” y es que: el que se deja untar la mano por un favor, por el doble de la plata
hace dos favores “¡matemáticas humanas puras!” manifestó uno de los mellizos “no
tienen pierde” remató y fue así como el Capitán Otero se presentó en la entrada
principal de la cárcel, levantó los brazos y puso la tula llena de dinero en el piso,
mientras lo requisaban y lo chequeaban desde los miradores; informó que venía por la
putica que mató a don Rubicundo Cornejo; puso cien mil dólares en la ventanilla y fue
sacando fajos más pequeños para los hombres que iban apareciendo; los llamaba por
su apellido –que leía en las placas del pecho– y se dio paso, como quien abre trocha,
con mil machetes, entre los matorrales más tupidos; cuando llegó a la celda, lo estaban
esperando, los verdaderos cancerberos, con los bolsillos abiertos. En el recorrido de
vuelta –hacía la salida– al frente de Saskia entaconada, perfumada y trincada en un
vestidito floreado –que la hacía ver como la atracción de una feria de pueblo– el Capitán
Otero abría su tula, como una tómbola de premios y gritaba: “Tabares, aquí tiene, que
dios lo llene de bendiciones”, “Mojica, Zapacuy, Chontes y Fornaguera, aquí, les
duplico la generosidad y que el futuro les depare prosperidad e inmunidad celestial”; a
diestra y siniestra fue soltando más plata y la verdad es que no hubo la intención de
nadie por ofrecer la mínima resistencia, ni siquiera por decoro o por cumplir con su
juramento a la bandera; con una mano recibían el pago y con la otra abrían paso, como
los botones de los hoteles; y no sólo eso, fueron ellos mismos, aquellos con “sangre
maleva” al decir de Rubén Blades, quienes distrajeron a los cuatro o cinco guardias que
hablaban inglés, no fuera a ser que les dañaran su aguinaldo adelantado y feliz.

Roxana y Quesada se sentían como en luna de miel, en un modesto hotel frente a la


playa, pero se quedaron viendo un chispero porque Saskia se les escapó de las manos
y desapareció con sus hombres y las mujeres, feas de día y bonitas de noche, que se
instalaron a vivir en su yate; le pareció peligroso atravesar el Canal de Panamá, por lo
que le ordenó al Capitán Otero: “¡Lléveme a Tortuga, pero por otro camino!” Él abrió
unos ojos como de búho empericado, dio las coordenadas para virar hacia el Cabo de
Hornos y se persignó, esperando –supongo– una benévola corriente de Humboldt. Mi
General Padrenuestro maldijo la hora en que se metió con Saskia y se aguantó sus
desplantes, cada vez más agravados; apoderó a Roxana y a Quesada para hacer lo
que fuera necesario, con el objetivo de poner al descubierto los planes de Malapata.
Era urgente, por lo menos, confirmar o desconfirmar, los temores de golpe de Estado
sobre los cuales estábamos trabajando. “Aprenda a desconfiar de usted mismo,
Lugarte y eso lo mantendrá siempre alerta” era uno de los consejos que siempre daba

298
mi General Padrenuestro y uno de los que hacía mejor uso; le aplicaba a sus actos una
duda metódica que le permitía ir a lo seguro. “Si usted no puede garantizar resultados
antes de un operativo, absténgase de realizarlo” era otra de las frases que, al respecto
de su rigor militar emitía con escupitajo, carraspeo y mentolado quemándole los dedos.
No era del todo descartable que, en la mitad de un escándalo sexual, al Presidente de
los Estados Unidos le diera por distraer la atención, de sus oprobiosas conquistas en
los retretes de Washington invadiendo un país, por eso nos mantuvimos al tanto de los
movimientos de tropa norteamericanos que, hacia las postrimerías del siglo XX, se
veían cada vez más reforzados hacia el sur del continente. Si bien es cierto que existe
un grupo de países no alineados para defender nuestros intereses, por fuera de la
Orgasmatrón (Organización Militar del Atlántico Norte y Otras Naciones) siempre era
bueno acudir a fuentes más primarias, por lo que mi General Padrenuestro –sin tener
que asistir a cumbres, ni conferencias mundiales, ni reuniones con propósitos tan
grandes como inútiles– mantenía una relación telefónica cercana con cada uno de los
mandos militares en los demás países del área; sin presentaciones formales, ni vanas
relaciones públicas, llamaba a sus homólogos para celebrar triunfos electorales, para
avivar las glorias del fútbol o para transmitir y recibir información, delicada, que
manejada por subalternos pudiera perder credibilidad. “Somos una cofradía de culos”
decía mi General Padrenuestro para significar dos cosas: que se trataba de un grupo
amistoso y con ánimos de ayuda, mutua, que ascendieron al poder, a punta de
nalgadas y que los participantes eran militares que cagaban oro, representado en las
más altas condecoraciones de sus respectivos países: soles, estrellas, cruces,
medallas e insignias doradas, a las que mi General Padrenuestro llamaba, sin
distinción: culos; y lo hacía para puntualizar en el hecho de que le importaban,
precisamente, un culo, tales galardones. Cuando notaba que un militar extranjero, de
alto rango, llevaba más metal en el pecho del que podía cargar; se le escuchaba decir,
entonces: “Ese es un General de varios culos” como él, paradójicamente, por eso
llegue a considerar que era, esa, la forma más extraordinaria de burlarse de sí mismo;
por eso “entre más culos, más estrechos los lazos, Lugarte, no se le olvide” me gritó un
día y exclamó: “Los que nos vamos quedando solos, en el curubito, no tenemos a quién
más acudir sino a los cofrades ¡a los que son como uno! cada vez más escasos”. Me
acuerdo, por ejemplo, de un general barinés apureño –algo deschavetado– al que mi
General Padrenuestro ayudó, sin conocerlo, con sólo saber que tenía más medallas
que un campeón olímpico; lo escondió en una finca, plagada de frailejones porque
después de ser indultado y sacado de la cárcel por promover un movimiento disidente,
igual fue perseguido y amenazado de muerte, en varias oportunidades. Así pues, mi

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General Padrenuestro pasó días enteros pendiente de vigilar nuestras democracias,
hablando con el uno y con el otro y colocando piezas imaginarias en el inmenso ajedrez
suramericano. Al Presidente Henríquez Arepuela, lo tuvo haciendo lo mismo con los
presidentes de la región, con el agravante de que decidió ir a visitarlos y era, entonces,
recibido y atendido, cada semana, por una nación hermana, donde lo llenaban de las
opíparas excentricidades que a él y a su insaciable mujer, les gustaban. Faltándoles un
año largo de mandato, se olvidaron del poder pero, con la excusa de estar bajo el
peligro de un golpe de Estado, soterradamente –porque nada de esto fue de
conocimiento público– como en una especie de estatuto íntimo de seguridad, le dejaron
a mi General Padrenuestro los destinos de la patria cundinamarquesa; él los acogió con
la entereza acostumbrada y aprovechó, a la usanza de regímenes más de derecha,
para allanar, sin mayores excusas, casas y oficinas de gente cercana a la persona de
Oswaldo Malapata Valladares quien fue visto por última vez en malas compañías,
indignas de la pulcra estela que se espera de un excombatiente de las fuerzas militares
de nuestra amada República Unitaria del Sagrado Corazón de Jesús, como se refería,
a nuestra nación, Poncio Carrillo en sus sermones dominicales.

El Bastidas Grand Hotel se vio “engalanado” –palabra de su nuevo gerente Asdrúbal


Colunge– por la presencia de Pedro de Jagua, Duque de Ubalá y su señora Jazmina
Yute de Jagua; revisados los pasaportes y autorizados los débitos de sus tarjetas de
crédito emitidas por el Banco Estatal de Cundinamarca, fueron instalados en la suite
Balmoral, con vista al océano. El valet que les mostró el cuarto, abrió las ventanas y
repitió, en tono de lección aprendida “el Pacífico es el cuerpo de agua más grande del
globo terráqueo y llega por allá, muy lejos, hasta Tasmania” recibió su propina y salió
silbando la tonada: “Voy por la vereda tropical …” de inmediato, el duque se abalanzó
sobre la duquesa y con palabras románticas como “me lo pones muy grande y muy
duro” o “asfíxiame entre tus muslos” Roxana y Quesada disfrutaron, al calor vespertino,
de las comodidades de sus recién adquiridos títulos nobiliarios; bajaron a la piscina y
demostraron, según lo planeado, ser muy adinerados; invitaron a tomar cocorrón a los
bañistas y se hicieron servir langostas bañadas en mantequilla y caviar traído de las
orillas del Volga. A los tres días, la mayoría de los huéspedes tenían que ver con ellos y
en cuanto a vestuario, lujos y accesorios procuraron no usar nada repetido y todo por
cuenta de las arcas secretas de mi General Padrenuestro, que –a tales alturas– las
considerábamos como de una magnitud mitológica. El informante panameño –amigo
de Reyes– venía a Bogotá y se devolvía con maletas llenas de riquezas inventariadas,
por la Oseta, de las incautaciones realizadas a las mujeres y amantes de los

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narcotraficantes. Los duques ya eran conocidos, también, por visitar cada noche
alguno de los enormes casinos de la ciudad y perder mucho dinero, sin inmutarse.
Panamá era un envidiable destino turístico que se vendía en brochures y paquetes
matrimoniales y corporativos con apelativos como: Las Vegas Latina o Las Vegas
Hispana. Adonde llegaban, el Duque y la Duquesa contaban su historia: salieron
amenazados de Cundinamarca, por agentes del gobierno –decían en voz baja– y
estaban esperando a que les dieran una cita en Washington, en la Secretaría de
Estado, para tratar el tema de ser admitidos, como exilados, en los Estados Unidos.
Con personas más selectas, las que delataban su tendencia a estar hacia el lado
oscuro de la ley, soltaban frases como “lo que cueste, nos vamos a vengar del gobierno
actual”, “no vamos a descansar en el empeño de restituir nuestro honor”, “que se
pudran los que nos hicieron daño”, “a Henríquez Arepuela y a esa advenediza de su
mujer, toca tumbarlos”, “apenas podamos, vamos a formar un ejército de mercenarios
golpistas” y muchas otras perlas, con el ánimo de acercarse al avispero, de llamar a la
codicia que alimenta la traición y la urgencia de poder. Mientras tanto, Roxana y
Quesada vivían un amor auténtico, sabían que el derroche de dinero era un asunto
circunstancial y se apegaron más bien el uno al otro, se prometieron la vida y cuidarse
hasta la vejez; se arrunchaban bajo las sábanas a sentirse, a abrazarse, envueltos por
la quietud del mar y la brisa que entraba por las ventanas. La complicidad hizo, de ellos,
una misma argamasa; se declararon un amor que los devolvía al origen, al sentimiento
primario, a los besos que privilegian el presente: desnudos, frente a la inmensidad del
océano Pacífico, se juraron un amor tan grande como la distancia que hubiera hasta
Tasmania, ida y vuelta, por diez, por cien, por mil, por diez mil, por cien mil, por un millón
y hasta el infinito, más uno por cada segundo que les restara de vida.

Con su actuación Roxana y Quesada se la estaban jugando toda, solos, sin ningún
apoyo-hombre en campo de la Oseta, cualquier detalle, pasado por alto, podía arruinar
el operativo, en un territorio desconocido para nosotros; hicieron un trabajo de
gestualidad, peinado y maquillaje digno de un premio Oscar y no era para menos, pues
pertenecían al mismo ejército del que Malapata fuera General y eso no dejaba de ser
bastante arriesgado. Una mañana se encontraron en la playa, frente al hotel, Malapata
los abordó dejando claro que los estaba buscando; estaban, los tres, en vestido de
baño por lo que, ese primer encuentro, nadie se sintió amenazado; sin embargo
Roxana y Quesada avistaron agentes encubiertos –que, repito, no eran nuestros–
tomando agua de coco y tratando de pasar por pescadores en el malecón; no se veía
que fuera un dispositivo con dinámica militar por lo que era fácil suponer el respaldo de

301
una organización privada y seguramente delincuencial. El papel de Roxana era el de
una aristócrata imprudente, que hablaba más de la cuenta, mientras que Quesada,
interpretó un personaje de respuestas cortantes y en esencia desconfiado; a él, le
molestó el poco disimulo de su interlocutor para dirigirse, con maneras lascivas, a su
esposa –la Duquesa– decidió, entonces, poner en evidencia esos comprensibles celos
y de paso demostrar un inicial desinterés. “Yo sé quién es usted” le dijo con displicencia
a Malapata “y en Cundinamarca nadie lo quiere; no es mucho o nada, lo que usted me
puede ofrecer” siguió diciendo y lo interrumpió, sin dejarlo hablar, para rematar
“además, usted dice una cosa y sus ojos dicen otra; mi mujer no es una vitrina, General”
se despidió con antipatía y tomó a Roxana fuerte del brazo. A ella le salieron unos
gestos perfectos de niña consentida y cuando ya estaban alejados, comentó: “Quedó
extremadamente interesado, créeme, mi amor y no porque este cuerpito –hizo, con
picardía, un giro como de modelo– lo hubiera chiflado, sino porque estamos utilizando
la naturaleza humana, a nuestro favor: desconfiamos de quienes nos aceptan de
entrada y confiamos en: los duros de roer”. Después de comer y caminar por el
malecón, antes de hacer su recorrido de casinos y bares nocturnos, volvieron al hotel y
encontraron el cuarto despedazado, lo esculcaron, de cabo a rabo, pero no se robaron
nada. Era su manera, la de Malapata y quienes estuvieran detrás de él, de entrar al
juego, de expresar: “Estamos interesados pero el control es nuestro”. Quesada se
cercioró de que no hubieran descubierto el teléfono satelital y se despreocupó, de
inmediato, porque ahí seguía, en el baño, entre el hueco mal cincelado del registro del
agua; lo tomó, salió del hotel y se adentró en la espesura de la noche para llamar a mi
General Padrenuestro y darle un parte positivo, al tiempo que hizo una descripción
bastante acertada de nuestro enemigo. “Cuidado con ese hijueputa, Quesada, no se
confíe que Malapata es de los que come tachuelas y caga puntillas” fue lo último que
manifestó antes de colgar, apretar a Celina entre sus brazos y sentir el calor de horno,
de Carmen, quien se quedó dormida en el canto de ella, tapada con una mantilla de
Hércules, la última película animada de Disney. Los días empezaban lentos y
terminaban lentos, pasaban, sin mayores variaciones, con una desmesurada y
agobiante quietud; cuando eso sucedía y por más diligencia y trasnocho, los asuntos de
inteligencia se ralentizaban, de tal forma que el aire tomaba una viscosidad inestable,
para mi General Padrenuestro siempre era un indició de que el peligro acechaba con
mayor fuerza y en este caso: su olfato, lo previno de la gravedad histórica que nos
esperaba a la vuelta de la esquina; se pasó a vivir a la Oseta, Celina lo acompañaba y le
llevaba a las niñas cada vez que podía, pues nada tenía el poder de subirle el ánimo
como sus gritos y sus risas; se arrastraba por el piso como una locomotora y llevaba a

302
Martina, a Carmen y a Eulalia, a lomo, de un lado a otro de su inmensa oficina; a Martina
se le notaba la condescendencia, pues era evidente que ya pensaba en otras cosas:
percibía, en su vida, la diferencia entre ella y sus amiguitas del colegio, pues estaba
siempre rodeada de hombres y mujeres con radioteléfonos en las hombreras; vivía en
apretado contacto con militares que la cuidaban por ser hija de su padre, pero no sabía
si eso era malo o bueno y le molestaba preguntar, al respecto, porque los adultos eran
poco precisos y esquivos en las respuestas.

La verdadera utilidad del Presidente Henríquez Arepuela y de la Primera Dama era que
–sin mayores esfuerzos– daban la sensación al público, en general, de que no estaba
pasando nada grave a su alrededor; llevaban una vida festiva, sin preocupaciones y
ante los inconvenientes aconsejaban “dejar el pesimismo” apoyados en las buenas
nuevas de que Cundinamarca fue considerada por una encuesta, desarrollada en la
Universidad de Wildstone, como el país más feliz del mundo; felicidad que en parte
–argumentaban ellos, en privado, como para evadir los sentimientos de rotundo
fracaso– se debía al “laissez faire, laissez passer” de sus mandatarios; esto último lo
aprendieron a pronunciar, en francés, porque así sonaba más filosófico y daba la
impresión de ser una postura ideológica de alto turmequé, como Joie de Vivre o Vivre
Aujourd'hui (Carpe Diem) o Les hommes viennent de Mars, les femmes de Vénus.
Cuando se debe y se teme, la vida se vuelve una constante pesadumbre y todo hay que
volverlo efemérides social para ahuyentar la paranoia. Mucho les ayudó, a evitar
mayores contactos con la realidad, las nuevas didácticas de la Alcaldía de Bogotá que
puso en las calles payasos y árbitros, con tarjetas rojas y amarillas, para enseñarnos, a
los ciudadanos, a ser más considerados: no comer frente al hambriento, no reír frente al
afligido, no mostrar plata frente al desempleado y no botar el chicle al pavimento pues,
el año anterior, murieron dos palomas y una tingua porque la goma de mascar les cerró
el pico. Lo otro, lo no mencionable, es que el Jardín Botánico fue cerrado por
remodelación; se perdieron cientos de especies vegetales, por cuenta de la
Presidencia de la República que mandó sembrarlo con un surtido diverso de marihuana
y en los más de treinta debates televisados en que se trató el tema de su legalización,
por parte del Concilio Parlamentario, se aprobó la dosis mínima pero no su distribución
y venta; contradicción que se mantiene, hoy, en la que se puede fumarla con libertad,
pero comprarla a escondidas. A los Henríquez Arepuela, entonces, les era fácil transitar
entre el sibaritismo y el hedonismo y verse ante las cámaras de televisión como si
viviéramos en Cundinamarca Méditerranée; o sea que, salvo el hecho de que las
carreteras se volvieron intransitables por tanto secuestro, asesinato, retenes y requisas

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por parte de cualquier tipo de autoridad legal o ilegal, salvo a que un militar –en retiro–
estaba viendo a ver cómo se entronizaba a la fuerza al solio de Bolívar, salvo a que los
precios de la finca raíz se derrumbaron y los arquitectos se dedicaron a vender tamales
y a escribir poesía, salvo a que los parlamentarios persistían en su cruzada por
enriquecerse a costa del erario público y salvo a que clasificamos al mundial de fútbol
con más pena que gloria, los Cundinamarqueses nos dedicamos, tiempo completo, a
vivir en negación y a imaginar una ciudad capital más cordial, donde todos lleváramos
un Jardín Botánico en el corazón. Por lo menos, creemos todavía que, ese lapso sin
memoria en el calendario, en el que fuimos al decir de Fito Paéz: “Psicodélica star de la
mística de los pobres (…) no pasaba nada pero un circo vi (…)” y en el que convivimos
entre elefantes, cebras, palomas, lagartos, sapos, ratas de alcantarilla, aves rapaces,
perros, zorras, micos haciendo malabares y tigres saltando matones, nos hizo mejores
ciudadanos.

“¡Ay, General Malapata, usted cómo es de coqueto!” le dijo Roxana a su enemigo, con
un escote que le llegaba dos dedos más arriba del ombligo –Quesada lo midió– y una
vocecita de mujer descerebraba. Esto fue cuando decidieron, una semana después del
encuentro en la playa, utilizar de anzuelo la inocultable lascivia del militar –en retiro– y
simular un viaje, de su marido el Duque, a Lyon, Francia, para entablar conversaciones
sobre su estatus, de perseguido político, ante delegados de la Interpol que podrían
influir positivamente en sus planes de vivir un cómodo exilio en Europa porque, en los
Estados Unidos, esperaban audiencia desde hacía más de un mes y no se había
llevado a cabo, supuestamente, ningún acercamiento. “Era insultante” pensaba ella
para sus adentros “que un hombre tan fofo y descuidado, con una caja de dientes más
grande que su mandíbula, crea que una mujer puede encontrarle algún encanto”
seguía pensando y –como alguna vez me lo comentó– estaba segura de que otra de las
contrariedades del machismo –para las mujeres– es la creencia de que, a los hombres,
la superioridad nos hace irresistibles; y eso está bien como fortaleza del carácter, sino
es porque –inversamente proporcional– hay una subvaloración implícita de la
autoestima femenina y eso es inaceptable. Los hombres exitosos, poderosos y
millonarios deben tener claras las razones materiales, mundanas y circunstanciales,
por las cuales una mujer cede a sus pretensiones y no inflarse el ego pensando que nos
están vendiendo un paquete completo “basado en el despertar de un amor incontenible
y etéreo” decía Roxana, con risa malévola. Además, para ser un hombre dos mil
seiscientos metros más lejos de las estrellas, a Malapata se le veía ridícula la camisa
abierta, el vestido de lino blanco y las palabras pronunciadas sin consonantes, como

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masticando las eres y las eses; su reinvención como hombre del trópico era un signo
inequívoco de la distancia inconsciente –común a los traidores– que estaba tomando
con los suyos. En fin, Roxana, mientras actuaba como una calentadora de güevos
chillona y culipronta, maquinaba las acciones inmediatas que debían producir, también,
respuestas inmediatas. El tiempo apremiaba y muy a su pesar, al de los dos, ninguno de
los innumerables hermanos Espinel apareció en el panorama y menos al que buscaron,
como aguja en pajar ajeno, en Coral Gables, de acuerdo a lo poco que Saskia cantó,
viéndose enjaulada. Si se estaba fraguando un golpe de Estado, existía el temor
inmenso de que fuera una iniciativa gringa y eso era más grave, que grave, porque mi
General Padrenuestro no iba a retroceder, ante el imperialismo yanqui, con esas
palabras lo decía: “No voy a retroceder ante el imperialismo yanqui hasta no dejar mi
sangre en el campo de batalla”; le sonaba, hasta patriótico, pero su ánimo era el de
aniquilar la causa de los males del continente. Fueran seals, marines o carne de cañón
puertorriqueña o nicaragüense, la defensa de Cundinamarca, se anteponía a cualquier
prioridad; para él, el nuestro, era un país con las debilidades del capitalismo pero con el
talante paramuno y la clorofila del frailejón en nuestras venas y con las condiciones
para defendernos, en la comunidad internacional, de manera independiente, sin
deberle favores a nadie, sin una deuda externa galopante como la de nuestros países
hermanos que tiemblan frente a Silvester Stallone y no vacilan en proclamar a Rico Mac
Pato como el sucesor de Adam Smith o en seguir, a pie juntillas, la filosofía del pez
grande que se come al pequeño, como orden natural de las cosas. Mi General
Padrenuestro no quería violentar el orden público con especulaciones aún no
comprobadas pero llegó al extremo de pensar que: tenía suficiente información sobre el
grueso de la delincuencia organizada, en Cundinamarca, para obligar a sus cabecillas
a aportar sus ejércitos en el caso eventual de una guerra; porque sabía que los
principales interesados en hacer tiro al blanco con monos, angloparlantes y
camuflados, eran nuestros mismísimos guerrilleros, narcotraficantes y paramilitares.
Pensaba, también, que “la única ventaja de nuestra delincuencia es que es nuestra,
nadie la conoce mejor” y con ese argumento, ante el Concilio Parlamentario, ganó,
eventualmente, la pelea para asumir, de nuevo, nuestra propia justicia y no extraditar a
ningún cundinamarqués por crímenes cometidos allende nuestras fronteras. Que
estuviéramos fracasando en nuestro empeño era un problema, bien diferente, al de
volvernos permisivos con las grandes potencias “además, pronto seremos una
potencia, como ellos, Lugarte, no se le olvide” decía mi General Padrenuestro,
disparando sus colillas al mapamundi de plástico, que tenía encima de un archivero en
su oficina de la Oseta y al cual le había quemado casi todo el norte de América.

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“¿Qué clase de idiota es éste?” seguía preguntándose Roxana en su monólogo interior,
a los tres días de tire y afloje con Malapata, lo que a decir verdad era mucho “afloje” y
nada de “tire”. Su objetivo era cansarlo y obligarlo a pensar que, para ella, la confianza
debía venir antes que el sexo y qué mayor confianza que la de compartir un plan
secreto, contra el gobierno de Cundinamarca, del cual podrían ser partícipes unos
duques ricos y merecedores de las mieles del exilio. Quesada se estaba
desesperando, en parte porque no quería más a ese cabrón cerca de su mujer y
también porque los días de ausencia en Francia, los que se inventaron para agilizar la
compenetración de la Duquesa y el militar en retiro, lo intranquilizaron, más de la
cuenta, porque no calculó que se pusiera tan celoso; se bajó del avión con la
determinada intensión de retorcerle el pescuezo a Malapata: “Es hora de poner a hablar
a ese hijueputa” le dijo a Roxana y sacó, como un mago, una cuchilla de entre los
dedos; “mi amor, estás dejando que los celos te nublen el entendimiento, me parece
muy poco profesional tu actitud” pronunció con suavidad para explotar, al instante, con
insospechados bríos: “¡Qué pena decírtelo, pero si no me meto la verga de ese
asesino-hampón-rastrero-chupaculos-traicionero en la boca y pronto, estamos
perdidos!”; estaba descompuesta, Quesada trató de acercarse y ella con un gesto de
rechazo y antes de irse y tirar la puerta exclamó, tratando de bajar el tono y el volumen
de su voz: “¡Tú haces tu trabajo y yo el mío!” Quesada nunca supo si la aseveración
hecha, por la mujer de su vida, se cumplió; el caso es que Roxana estaba haciendo algo
muy bien porque, en la tarde, frente a la piscina tomando mimosas fue, el mismo
Malapata, quien inició la conversación que pondría las ruedas a moverse: “¿Y cómo le
fue con la Interpol, Señor Duque?” a lo que Quesada contestó, sopesando cada
palabra, con un gruñido de ogro incómodo: “Dígame Duque, sin antecederlo de la
palabra Señor, porque parecería que mi apellido es Duque y no que hago parte del
escaso remanente de nobleza que queda por estas tierras” y guardó silencio con esa
sensación placentera de “tengo a este malparido comiendo de mi mano”. Pasó menos
de un minuto antes de que Malapata recompusiera la pregunta: “Duque, cuénteme
¿cómo le fue con la Interpol?” y Quesada se sentó, miró alrededor, hizo cara de estar
fastidiado y por fin contestó: “Aquí entre nos, Malapata, tomé un tiquete a Francia para
no generar sospechas en inmigración, pero mi intención inicial era pasar a Suiza
¿usted me entiende, verdad, General?” Tomó un sorbo de su mimosa y agregó “llegué
con los números de mis cuentas bancarias, en la mente y me dio miedo que la memoria
me fallara” lo que le sonó con una voz de marrullero, demasiado ensayada, tal vez.
Roxana se acercó, lo que hubiera podido retardar el proceso, pero Malapata –de quien

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se fueron cansando de llamarlo General– era una olla a presión a punto de explotar,
ansioso por compartir su secreto: urgido de liquidez, de plata, de marmaja, que es lo
único, hoy por hoy, que transforma a un hombre, hecho y derecho, en una retorcida
sabandija; porque, como lo expresó, rendido y con la voz queda: “Estamos planeando
un golpe al Estado de Cundinamarca y necesitamos un último empujón de dinero”. El
Duque y la Duquesa de Ubalá se miraron con brillo en los ojos y un alborozo sin medida;
sus gestos manifestaron una total aceptación y la siguiente pregunta de Quesada fue:
“¿Estamos quiénes?” y las respuestas se dieron en cascada: los hermanos Espinel,
tres generales cundinamarqueses en retiro “incluida mi persona” dijo, la SUSIE y
trescientos paracaidistas puestos por el Comando Machacán pero entrenados por los
gringos en Surinam. “Pero, si tiene una familia de narcotraficantes, un grupo guerrillero
también narcotraficante y a los Estados Unidos ¿por qué están necesitando plata?”
preguntó Quesada, apelando a la sensatez; “porque los treinta millones de dólares
aportados por la organización Espinel, se perdieron con la muerte de Don Ruby” y
corrigió, asumiendo que los duques no sabían nada al respecto “de Don Rubicundo
Cornejo, asesinado la noche anterior a la fiesta en la que los Espinel botaron el Grand
Hotel, por la ventana, para sellar un pacto de colaboración con El Crespo Carrascal y
los directivos de la SUSIE”. Malapata tomó aire y prosiguió “porque, estimados duques,
tomarse el poder de Cundinamarca es apenas el primer paso hacia una alianza para
repartir la región entre sus dueños de verdad”, “El General Padrenuestro es apenas una
piedra en la alpargata” musitaría, más tarde, con risita de hiena; Roxana y Quesada
prefirieron –como si se hablaran por telepatía– no reaccionar al respecto, pasar
agachados con el comentario para no generar la más mínima suspicacia; cuando las
mimosas habían causado su efecto y estaban los tres contentos por el nuevo lazo,
puntualizó el exgeneral: “Enfrentémoslo, los países pequeños son del mejor postor y
hasta su soberanía la toman los grandes consorcios, sin garantía, ni posibilidades de
devolución”. En la Oseta recibimos la llamada satelital de Quesada; quien repitió los
diálogos con exactitud y antes de tomar los correctivos pertinentes, mi General
Padrenuestro pidió analizar dos cosas: la aparición del nombre del Crespo Carrascal
en un asunto que parecía ser planeado, de afuera hacia adentro del país y la utilización,
por parte de Malapata, de la expresión: “grandes consorcios”; “evitemos que nos
capen, primero y después nos rascamos las güevas” observó y colgó la llamada.
Confirmada la intención de golpe de Estado y eliminado el elemento sorpresa, mi
General Padrenuestro volvió a dormir en su casa. Sus ronquidos eran, ahora, los de un
hombre tranquilo y resuelto acerca del inmediato porvenir: bastaba, para él, mantener
aplacada la revuelta en su cabeza para dilucidar qué hacer y obtener su victoria, exitosa

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–por cierto– porque estaría matando tres pájaros de un tiro, lo que le garantizaría a
Cundinamarca la autonomía, la paz y el progreso que, mal que bien, hemos tratado de
que prevalezcan por encima de la mezquindad y la violencia.

Al día siguiente, mi General Padrenuestro retiró de las cajas fuertes de la Oseta treinta
millones de dólares con destino a Ciudad de Panamá en tulas de lona, cerradas con
candados de clave, de esos que se compran en las droguerías, que mandó con el
informante panameño y con Reyes en un vuelo de reserva militar, dinero que Roxana y
Quesada le entregaron a Malapata en persona. “¡Esperamos que nuestra retribución
sea la de volver a un país con menos padres nuestros y más aves marías!” exclamaron,
con gesto inspirado y Malapata les ofreció algún consulado en España, una vez
instaurado el nuevo gobierno; brindaron con Dom Pérignon y no volvieron a verse
nunca. Mi General Padrenuestro no dejaba cabos sueltos “por ahí es que se nos meten
al sistema nervioso, Lugarte” decía, acerca del enemigo y exclamaba “¡lo que no se
puede atar, se cauteriza!”; además, desde que se verificó el entrenamiento de los
paracaidistas –con vuelos de reconocimiento nocturno, sobre Surinam, por parte de
nuestros aliados de Barinas Apure– mi General Padrenuestro tenía el contrataque
planeado y no quería que nada lo fuera a entorpecer y menos la falta de una plata que
estaba, ahí, en las arcas de la Oseta, creadas, precisamente, para este tipo de
eventualidades. Por eso mandó la plata, lo más rápido posible; se habría podido,
también, pedir una partida presupuestal a la Presidencia de la República, pero el
papeleo inaudito hubiera prendido alarmas en diez oficinas distintas del Estado y en no
menos de cincuenta empleados ansiosos de recibir una tajada; lo que me recuerda otra
de las famosas frases de mi General Padrenuestro: “¡Entorpecer un operativo es muy
fácil: llamen a Palacio!” En un fin de semana, mi General Padrenuestro acordonó el
cielo de alambre de púas; la producción nacional no dio abasto por lo que tocó robarse
del campo, casi tres mil kilómetros de cercas, dejando burros, mulas, vacas, toros y
caballos a su libre albedrío, vagando y pastando en cualquier parte del país; llegaron
inmensas cantidades de quejas, a varias instituciones gubernamentales, pues ¿quién
se roba cercados completos? pero, nadie supo dar explicaciones de ninguna clase. En
el centro de Bogotá, en un área circular delimitada, con la Quinta de Nariño como
centro: postes, edificios, antenas, vallas publicitarias, árboles y campanarios ayudaron
a suspender, en el aire, una enredadera de alambre y púas que diezmó, en un par de
noches, la población de palomas de la Plaza de Bolívar y sus alrededores. Partimos de
la base de que los bogotanos no miran para arriba, somos más bien ensimismados, de
caminar encorvado, pendientes de los obstáculos y los huecos de nuestras calles y

308
aceras; no nos faltó razón: aunque se tuvo buen cuidado, por las noches, de descolgar
los centenares de aves que, interrumpidas, en su vuelo, morían, era, por lo menos,
evidente que si éstas no veían el peligro, pues menos los transeúntes y menos aún los
golpistas, con ínfula de pájaros, que, en mala hora, les dio por participar en la
desmembración de nuestra democracia. Mi General Padrenuestro, orgulloso de su
ocurrencia, no se confió de nada, podían ser más de trescientos paracaidistas
acompañados de cuadrillas, previamente escondidas, en la ciudad, para acompañar el
combate y era posible que utilizaran también helicópteros; artillería terrestre no se
atreverían a utilizar porque sería muy fácil identificarlos a la distancia. Lo otro a nuestro
favor es que el ataque iba a ser, sin asomo de duda, nocturno, pues no había otra forma
de llegar sin ser vistos y de minimizar las víctimas civiles. El noventa por ciento de
nuestra fuerza militar estaba apostado alrededor de la Quinta de Nariño, mientras el
Presidente Henríquez Arepuela, con miedo de salir del área de protección, se dedicó a
escuchar vallenatos, hacer crucigramas y actualizar su colección de estampillas. En la
terraza del último piso de la Torre Colpatria, el edificio más alto de la ciudad, se
improvisaron miradores pendientes de vigilar el firmamento, las faldas y los picos de las
montañas para prevenir ataques u otro tipo de amenazas. Cabe aclarar que se rompió
el contacto con Malapata y con sus presuntos colaboradores; entregado el dinero, con
seguridad, la suerte del Duque y la Duquesa de Ubalá no hubiera sido una de sus
preocupaciones inmediatas. Dos días después, a las siete de la noche del 31 de
octubre, mi General Padrenuestro recibió la llamada del Comandante de Pará Mato
Grosso, General Joao Camotes Parga, Ministro de las Fuerzas Militares de la
República Central de Tabatinga y su aliado en las interminables deliberaciones del G2,
para decirle que en un aeropuerto clandestino, cerca de la Sierra de Tumucumaque,
había dos aviones DC-9 McDonnell Douglas Skytrain equipados militarmente con, por
lo menos, ciento cincuenta efectivos cada uno, provistos de paracaídas y mini-uzis, que
fueron avistados, por radar, antes del atardecer, abandonando el espacio aéreo de
Surinam. Mi General Padrenuestro agradeció la información, pidió vigilar mas no
intervenir las aeronaves y según sus cálculos llegarían a Bogotá en pleno Halloween, lo
que le ayudó a desarrollar una idea que ocultaría el suceso de la opinión pública,
porque parte de las pretensiones del Presidente Henríquez Arepuela –si se podía dar el
lujo de tenerlas– era que, en lo posible, el asunto de su derrocamiento pasara
desapercibido. “Desarticular y además, ocultar un golpe de Estado ¡los gobernantes no
tienen vergüenza!” exclamó mi General Padrenuestro, sin embargo haría lo posible
porque tal era su deber.

309
Pasada la medianoche, contamos doscientos ochenta y cinco hombres colgando del
cielo, entre muertos, heridos y uno que otro ileso que se mató tratando de bajarse de las
nubes; la mayoría alcanzaron a disparar, pero se lanzaron juegos artificiales, de forma
ininterrumpida, para que los bogotanos confundieran el ruido de los disparos con el de
los voladores; antes del amanecer nuestras fuerzas armadas remataron a los
desahuciados, soltaron los cuerpos de los arneses y encontraron, allanando
inquilinatos, moteles y sacristías, una decena de comandos que, en tierra, debían servir
de apoyo una vez tomada la Quinta de Nariño. Descubrimos, por la mañana, basados
en los testimonios de quienes milagrosamente quedaron vivos, que los paracaidistas
eran cundinamarqueses ¡qué paradoja! ¿quién iba a pensar que se pudieran
conseguir, en el extranjero, tantos mercenarios dispuestos a tomarse su propio país?
¿En tal estado de descomposición moral estábamos? Los pocos ilesos alegaron falta
de garantías democráticas y dijeron ser los adalides de una revolución, cuando lo cierto
es que el sacrificio, para el que se prestaron no tiene nombre; o bueno, sí lo tiene:
fratricidio; de parte y parte, pero eso era lo de menos, teniendo en cuenta que, por
nuestro lado, defendimos a Cundinamarca y establecimos, ante nuestros enemigos,
con un solo acto de barbarie, que nadie se mete con nosotros. El centro de Bogotá
quedó techado por telas de colores, dirigiendo la atención de los transeúntes hacia los
alambres de púas y como el imaginario colectivo rebasa, con creces, los límites de la
cordura: gente de todas las latitudes vino a admirar la supuesta instalación artística a la
que, por darle cuerda a las circunstancias, le pusimos el nombre de “Paz celeste” y le
buscamos un autor entre los pacientes del Psiquiátrico de Sibaté; la bufonada, cayó
como anillo al dedo, porque, en Cundinamarca, hasta la mezquindad más inaudita nos
damos maña para venderla como un esfuerzo por la paz. No hubo manera de ocultar
los pormenores del golpe de Estado, porque nadie es bobo y los medios de
comunicación antes que investigar los hechos y salvaguardar a la comunidad de
cualquier inminencia, son: cacatúas imprudentes; pero, para nosotros fue positivo
porque se volvió a poner el tema de la seguridad nacional sobre el tapete, lo que ayudó
a desencadenar un fortalecimiento mayor de nuestras fuerzas militares. Después de
que periódicos y noticieros revelaron lo que se debía revelar, imaginaron lo que se
debía imaginar y endiosaron a quien se debía endiosar, se devolvió el alambre de púas
a las fincas de donde lo sacamos y todavía se ven cercas por la sabana de Bogotá con
girones naranja, amarillo, verde y magenta de los cientos de paracaídas que llovieron
esa noche. Está bien que los detractores de mi General Padrenuestro digan que bajo su
ministerio hubo personas desparecidas –como sucede en la defensa de cualquier
soberanía– pero, en este caso, de los nacionales reclutados para entrenar en Surinam

310
y hacerle daño a su propio país, por ejemplo, él estaba convencido de que para los
padres era mejor dar por vivo a un hijo y tener una vana esperanza de encontrarlo, que
enterrarlo como a un traidor. “¡La patria, no lo olvide Lugarte, reprende al aprendiz y se
asusta con el brujo!” pronunciaba mi General Padrenuestro, con el dedo índice alzado,
para afirmar que somos inflexibles con los autores materiales y demasiado
manguianchos con los autores intelectuales: existe un acantilado entre perpetradores y
determinadores que los historiadores soslayan para evitar el descalabro: ¿qué tal que
por un descuido se conozcan las mentes que afilaron las hachuelas de Galarza y
Carvajal, contra Rafael Uribe Uribe; que aceitaron el gatillo de Juan Roa Sierra, contra
Jorge Eliécer Gaitán; o, que conocieron los nombres de mujer de las ametralladoras
que atravesaron el cuerpo de Jorge Beltrán? Pese a dicha realidad, a que todo es
relativo y a que cada regla tiene sus excepciones, en la Oseta no se tuvo ninguna
deferencia con Malapata, lo agarraron –entre los comando que, en tierra, nunca
recibieron la orden de ataque– disfrazado de hare krishna, comprando un pasaje de
bus a Gachetá, el pueblo que lo vio nacer; intercambió información frente a mi General
Padrenuestro sobre los hermanos Espinel –sin pedir clemencia– por un tiro en la sien,
certero, de una mano experta, antes que someterse a las atrocidades que ocurrían en
los socavones de la Oseta; el mismo Quesada lo sacrificó, lo miró de frente, vio la rabia
mezclada con indignación en su cara y le atravesó el ojo izquierdo con una nueve
milímetros. Su traición pagó al tiempo con la de los demás porque, pese a los reclamos
de su familia, fue sepultado boca abajo, en el mismo hueco de los amotinados: de los
pájaros que, en la mitad de la noche: ¡sorpresa! quedaron agarrados a inmensas
coronas de espinas, con tiempo en sus manos para rezar y arrepentirse. Sus
cadáveres, por orden directa de mi General Padrenuestro, recibieron el peor de los
tratos que a un fallecido se le puede dar: la fosa común. Faltaba ver, con el tiempo,
quienes fueron los intelectos, los autores que, sin mover un dedo, empujaron al vacío a
los golpistas.

Entregarle otro sol a mi General Padrenuestro le pareció insuficiente al Presidente


Henríquez Arepuela, pues, en su nombre, había salvado a Cundinamarca; entonces,
además de darle un quinto brillo a sus charreteras, lo nombró Comandante Militar de las
Fuerzas Terrestres, Aéreas y Marítimas de la Nación, el rango militar más alto del país y
vacante desde que el Concilio Parlamentario creara tal distinción y su respectiva ley de
honores. El nombramiento fue, como dicen ahora “socializado” pero mi General
Padrenuestro se negó a recibirlo en público o a realizar celebraciones al respecto,
porque decidió honrar la memoria del Presidente Henríquez Arepuela, quien al

311
acercarse a su mesa de votación, en las elecciones parlamentarias, para escoger a los
legisladores del siguiente cuatrienio, se encontró, por cuenta de los desvaríos del
destino, en la mitad de un fuego cruzado entre sus escoltas y los asesinos del dirigente
de un partido popular de izquierda, que salió ileso del atentado. Camino del hospital,
era imposible tener conocimiento de que las balas que recibió el mandatario, en el
pecho y en la ingle, fueran dirigidas a otra persona, razón por la cual –bajo la creencia
de que la vida de los grandes políticos es a su vez un apostolado– perdonó a quienes lo
inmolaron, se persignó frente a la cruz roja de la ambulancia y acercándose
infructuosamente al oído de los paramédicos, antes de exclamar un último suspiro,
exhaló: “¡Estábamos jugando Monopolio!”

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Perdona nuestras ofensas

Los mercenarios rusos se sentían como sitiando Tiro, Masada o Cartagena; se tomaron
el yate de Saskia con el ánimo de inmovilizar y luego asesinar a quienes encontraran y
resultó que tanto pasajeros como tripulación alcanzaron a esconderse en la planta a
desnivel, blindada y amplia, equipada con suficientes suministros para aguantar vivos
una semana, a lo sumo; o más, cuando se dieron cuenta que el escondrijo tenía las
características de un panic room: diseñado para proteger vidas humanas, de
depredadores como ellos. Pensaron, también, como en las películas de James Bond,
que se habían escapado por debajo del agua pero, no, los mercenarios ponían sus
orejas en la puerta y las escotillas y se escuchaba gente moviéndose y susurrando
palabras. La situación era más drástica aún porque, antes de cortar pescuezos, rajar
estómagos y apuñalar costillas, el Ruso quería mirar de frente a Saskia y a los mellizos;
hacerlos entender quién estuvo, siempre, al mando y encarnar su papel ¡como dios
manda! de verdugo y de haber tiempo, de necrófilo, pues siempre quiso fornicarse a la
alemana y viva o muerta le daba lo mismo. Mientras el Ruso hacía su entrada,
esperando que sus víctimas estuvieran arrodilladas y amordazadas, los mercenarios
no tenían pensado dejar las botellas de licor y las papeletas de cocaína que
encontraron en cubierta sin abrir, iba contra su naturaleza. Por su parte, Yuri y Volodia
estaban listos para hacer estallar la dinamita, pero no podían hacerlo por dos razones:
la primera, porque, todavía, no habían visto subirse al Ruso y sería gravísimo dejarlo
vivo; y la segunda, porque en el yate de al lado se realizaba una fiesta de adolescentes
y la explosión, con seguridad, los afectaría; era impajaritable, entonces, esperar y
reconocer que algo de escrúpulos tenían. Los victimarios se dieron, pues, al derroche y
sin nada que temer porque las personas que, escondidas adentro, trataban de ser
sigilosas, hacían, cada vez, más ruido; para estar más tranquilos, interpolaron las

315
frecuencias, del sistema de comunicación de la nave y crearon una divergencia
magnética que impedía cualquier comunicación inalámbrica, radial o celular, con el
exterior; mientras tanto, miles de gusanos puestos a engordar y cincuenta bultos de
papa los retenían, haciendo los ruidos propios que hacen los humanos de acomodarse,
reacomodarse y dar tumbos, con los mínimos movimientos de la marea. Belarmiño,
apostado –como ya vimos– en el mástil lejano de otra embarcación, tenía ganas de
orinar, pero estaba rumiando su propio predicamento: porque si bien es cierto que no
quería fallarle al Ruso, se le ocurrió pensar que, asesinarlo, lo dejaría muy bien parado
con Saskia; pero, igual, éste no aparecía y sin otra alternativa que seguir esperándolo
se echó en la cara y los brazos, otro poco de bloqueador solar para que no le fuera a dar
ninguna calentura. Yuri y Volodia mantenían los ojos fuera del agua, como los
cocodrilos y dejaron el detonador colgado a la boya, protegido, para no mojarlo, ni
accionarlo por equivocación; guardaron una quietud infinita pues se jugaban su futuro y
sabían que el Ruso debía estar vigilando palmo a palmo el escenario desde algún
promontorio, cómodo y con binoculares. Lo conocían bien, al Ruso le era imposible no
involucrarse hasta en el último detalle: de haber sido estratega militar, no se habría
aguantado las ganas de estar en primera fila; era cuestión de esperar, de lo contrario
estarían obligados a provocar la explosión, buscarlo y matarlo, lo que los dejaba en
desventaja, porque acordémonos que ellos eran técnicos submarinistas o plomeros de
mar –como les decían por estas tierras– y no asesinos a destajo; estaban, sin embargo,
en mejor situación que Belarmiño porque, por lo menos, ellos podían orinar en el agua y
estaban en su elemento natural, con sus trajes enterizos de buzos que, además, eran
térmicos, de los mismos que se usan en el Mar de Azov o en el océano Ártico. Pasaron
los minutos y nada que el Ruso recibía de sus esbirros la señal para acercarse, pero los
chequeaba, a través de un potente telescopio y los veía instalados en cubierta como si
el yate fuera de ellos; sin señal satelital, estaba en ascuas y era innegable que el plan
original estaba fallando; le debieron dar ganas de cancelar la operación pero, se
abstuvo, porque de sobrevivir sus socios, Saskia, los mellizos o alguno de ellos, no
existiría sitio en Brighton Beach o en cualquier parte del mundo, para esconderse.
Cometió finalmente el error más humano de todos: creer que su vida era, más, un
compendio de aciertos que de equivocaciones, se terció una ametralladora al hombro,
se la tapó con una camisa amplia, de poliéster barato, se cogió las güevas, las apretó
con un rugido apagado, como si fueran su propio talismán y se dirigió al yate a enfrentar
su destino.

Pese a que el nombramiento no se hizo público, por su propia voluntad, a mi General

316
Padrenuestro ya lo llamaban “comandante” en los medios de comunicación y en las
conversaciones anónimas y casuales, de los cundinamarqueses. Dentro de la milicia,
él lo prohibió: “Seré General hasta que muera” expresó de mil maneras y para mí fue
claro –algo que nunca comenté con nadie– que en nuestra vida mediada por las
guerras y las treguas, los ejércitos en contra nuestra estaban dirigidos por
“comandantes” y sólo la milicia legítima, la milicia respaldada por el Estado de derecho,
tiene “generales”. Por eso –ahora que lo pienso– cada sol en sus charreteras
refrendaba esa legitimidad que representaba –en resumidas cuentas– los valores que
entre nosotros manteníamos en alto. Recuerdo el fragmento de una de sus arengas,
más significativas, antes de un operativo sangriento en la Serranía de las Palomas:
“Vamos a enfrentar la muerte, es cierto, pero aquí ningún soldado carga una cruz a sus
espaldas sino el estandarte de la libertad que recibimos, con nuestro juramento, de las
manos del pueblo de Cundinamarca”. Los soldados aplaudían, cagados del susto e
igual, los caídos, eran enterrados debajo de una cruz, pero al morir, en ese segundo
eterno de la partida, su vida entera cobraba sentido, por eso no es de extrañar que los
soldados más aguerridos de la patria, los que vencen el miedo y doman a su amaño las
dificultades, los que se levantan mirando el cielo, los que miran de frente al enemigo, los
que definen, en últimas, un operativo o determinan una guerra, son los sobrevivientes,
quienes habiendo resucitado en la millonésima fracción de luz, antes de la oscuridad,
han mirado a dios, poniendo cara y voz de argentinos, para decirle: “¡Mirá hijo de la gran
puta, me cagás si me matás ahora ¡tengo deberes qué cumplir, ché!!”

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A los dos o tres días del entierro del Presidente Henríquez Arepuela, le pedí audiencia a
mi General Padrenuestro; quería preguntarle algo que no se perdiera en el marasmo
interminable de conversaciones diarias entre un subalterno y su jefe. Durante la quema
de un cultivo de amapola que, así sea bajo invernadero se da muy mal en estas tierras,
esperando el convoy que nos recogería en un terraplén, mi General Padrenuestro
mandó traer dos sillas y ordenó retirarse a la decena de soldados que nos
acompañaron en el operativo. “¡Listo! Esta es su audiencia, Lugarte, ¿que quiere
decirme?” Heme aquí –allá– que en la mitad de un campo baldío, mi General
Padrenuestro sacó la cuchilla del bolsillo de su camisa, le quitó el filtro a un Paquistán
mentolado, lo apretó en sus labios, sacó el encendedor de mecha plateado –que fuera
de un soldado muerto inútilmente durante la guerra del golfo pérsico– encendió su
cigarrillo, aspiró la primera bocanada de humo hasta el último escondite de sus

317
enormes pulmones, escupió pedacitos de tabaco antes de un carraspeo monumental y
un escupitajo que, de haber caído en un hormiguero, habría diezmado a más hormigas
que el fuego del cultivo donde estábamos parados; sostuvo el mentolado entre el pulgar
y el índice y como, en ese lapso, yo no acerté a preguntar nada, él se adelantó: “Es
sobre Andulima, ¿verdad?” asombrado le dije que sí, a lo cual me contestó: “Eso ya fue
arreglado ¡háblese con Celina, Lugarte!” se levantó, me mandó retirar las sillas y
devolverlas al camión de suministros; a lo lejos se escuchaba el ruido de los bomberos,
que venían retrasados por conveniencia del operativo. De repente, como quien cambia
de canal, mi General Padrenuestro se devolvió a preguntarme: “¿Quién era la gorda, a
la que usted saludó, en el entierro del Presidente Henríquez Arepuela?” le dije que “se
llama Reina: es la dueña de la Bombonera, la madre putativa de Andulima y le gusta ir a
los entierros de la gente importante”. “No crea tanta güevonada, Lugarte, háblese con
Blas ¡investigue!” me dijo, mientras nos llamó a formación para devolvernos a Bogotá
encaravanados. Blas me llevaba bastante ventaja en el asunto, me contó que la
Bombonera estaba ofreciendo un nuevo servicio: el de las prepago. Nada nuevo en la
historia nacional de la intimidad, teniendo en cuenta que Reina, misma, había sido
usufructuaria de esa modalidad: el Sangrón –por ejemplo– pagó cincuenta millones de
pesos por tener sexo con ella, antes de ser la novia del Milongas; alquiló un jet pequeño,
la llevó a Salinas, en el Ecuador y en el penthouse del mejor hotel de la zona la poseyó
durante un fin de semana completo “dándole por ese ñango” como, él decía, hasta
quedar de reina de belleza hasta la coronilla. Reina recuerda haberse excitado
bastante, pero ella era un caso sui generis –acordémonos– porque tener sexo por
bienes económicos se le daba con naturalidad y le causaba un especial estado de
paroxismo. El de las prepagos es un negocio que funciona así: ¿A quién no le gustaría
tener sexo con una actriz, una presentadora de televisión, una modelo o cualquier
mujer idealizada por los medios de comunicación? Teniendo en cuenta, entonces, que
las mujeres bonitas se acuestan con hombre bonitos o no tan bonitos pero dentro de su
escala de valores sociales y que evitan las relaciones por fuera de estos parámetros;
existen hombres ricos, millonarios y que no reparan en gastos, dispuestos a agregarle a
la fórmula otro componente embellecedor y altamente afrodisiaco: el dinero. Una suma
de tantos ceros que elimine como por ensalmo la animadversión, el miedo, el asco o los
tres al tiempo; una oferta tan absurda y superlativa, que la mujer pase de sentirse
mancillada en su amor propio a honrada y dispuesta a ganarse con creces ese respeto
de ser deseada a cambio de tanta plata. Una vez dispuestos los ánimos, la transacción
pecuniaria se hace antes del encuentro acordado, de ahí que se le llame “prepago” por
la ventaja de poder cerrar los ojos, retener la respiración y dejarse introducir fluidos

318
indeseables que quedan entre un forro de látex o que salen con una ducha, pero con el
depósito confirmado, con anterioridad, en la cuenta bancaria de la mujer-receptora-
hembra-inalcanzable-recién-prostituida. De igual manera, al día siguiente la susodicha
se sentirá como una puta –así la enseñaron– pero como una puta rica, que es menos
grave, salvo la indignación de que esos hombres –venidos a más, la mayoría– pagan lo
mismo por cualquier cosa que tenga la marca del éxito, incluso por una tonelada de
mierda si con ésta es que abonan los jardines del Palacio de Buckingham.

El Ruso apareció, airado, por el malecón que lo dirigía hacia la definición de su vida; era
su show, quería hacer una aparición de estrella de cine. Belarmiño lo vio atravesar el
muelle con su barriga grande e inflada en el abdomen, sin contrapeso en el culo, su cara
abotargada por el vodka y su ego superlativo; cargaba, a cuestas, con incomodidad, su
parábola existencial: la de un niño mal alimentado, en un pueblo a orillas del Dniéper,
que logró cumplir sus sueños por cuenta de un polvo azul y agradecido. Apenas lo
ayudaron a subir al yate, Belarmiño vio su oportunidad de ponerle una bala, entre el
cráneo, presentarse ante Saskia como el héroe-traidor de la jornada y volverse su
hombre de confianza, pero la mirilla quedó untada de bloqueador solar –según le
contaría después a ella– imposibilitando un disparo que, de errar, echaría todo por la
borda. Al ver al Ruso, sus camaradas ni se inmutaron; lo invitaron a seguir la rumba y lo
llevaron hasta la puerta cerrada detrás de la cual se escondían sus socios; pegó su
oreja al metal blindado y escuchó con atención: oyó gente que se movía con sigilo; acto
seguido llamó de su celular a Saskia y a los mellizos, pero se acordó que, por obvias
razones, hubo que bloquear las comunicaciones. En cubierta vio a unas mujeres y a
unos hombres divinos, jovencitos: invitados que, de la embarcación de al lado, se
pasaron a gozar de la droga y a exhibir sus desnudeces para gratificar a unos
extranjeros que imaginaron millonarios y sofisticados, como ellos, cuya presencia era
la razón por la cual Yuri y Volodia seguían reteniendo la detonación que volaría la nave
en pedazos; el asesinato a mansalva de incautos adolescentes los perseguiría por el
resto de sus días, por lo que aguantaron un rato más. El Ruso se sentó a pensar sobre
su inmediato futuro pero, entre pase y pase de cocaína, se inclinó por la hipótesis de
que tenía atrapados a sus socios y de que bien podían sufrir, un poco más, en su
involuntario encierro y procedió a participar de lo que paulatinamente se convirtió en
una tremenda orgía; no se distinguían los brazos y piernas de los unos, de las cabezas,
genitales y torsos de los otros; la fiesta se había convertido en un solo gemido. A punto
de anochecer –mientras Yuri, Volodia y Belarmiño, por su lado, exasperados, hacían lo
posible por soportar la impaciencia– el Ruso, los mercenarios, los efebos olímpicos y

319
las adolescentes tetichiquitas, dobladas hacia adentro y hacia afuera, como el origami,
perdidos en ese sopor armónico que produce la droga cuando se mete en grupo y en el
que la piel de uno es la piel de los demás, lograron, por fin una exhalación al unísona e
intemporal: un clímax que los dejó en ese estado maravilloso del placer después del
placer. Pero como no todos los participantes compartían las mismas formas de saciar
sus urgencias, uno de los mercenarios sintió un afán inevitable de acelerar y desbordar
la adrenalina de su cauce, se levantó, gritó unas palabras enérgicas en una especie de
cirílico popular –que sonaron como “¡a la carga!”– y arrancaron a descuartizar a sus
invitados, cuyo único crimen había sido el de desperdiciar su adolescencia y salud a
cambio de henchir sus sentidos de sol y otros elementos narco-farmacéuticos que, de
igual forma, fritan la cabeza. Se desató una verdadera masacre de matadero municipal,
estrellaron sus cráneos contra las paredes, les quitaron a mordiscos pedazos de cuello,
les cercenaron la cara con vidrios de botellas rotas, les dispararon sin tomar distancia
por los orificios del sexo y con los intestinos de unos ahorcaron a los otros. El horror de
la gritería, el dolor universal que estremeció las raíces, mismas, que afirman la certeza
de dios, obligó a que, sin esperar más y por pura piedad, Yuri y Volodia hicieran explotar
el yate y más allá de lo previsto, hasta veinte embarcaciones a la redonda fueron
afectadas. Belarmiño amaneció orinado, acurrucado contra el mástil y con un golpe en
la frente; parece que el arma de largo alcance le cayó sobre la cabeza; fue el primer
sospechoso, pero se determinó que su arma no fue disparada, por lo que los
investigadores escucharon su testimonio y lo soltaron a la semana siguiente. Su
argumento fue que la dueña del yate lo mandó a cuidarlo, pero que cuando vio que la
nave se la tomaba una gente extraña, se retiró a un sitio donde pudiera ejercer un cierto
grado de vigilancia; relató pormenores de la fiesta pero negó saber algo sobre cocaínas
azules, tubérculos o desmembramientos humanos. Belarmiño se encontró con Yuri y
Volodia en Bogotá y los tres ya sabían sobre la participación de los unos como
perpetradores y el otro como francotirador, pero no mencionaron nada sobre la
masacre-tragedia que les tocó vivir: hubiera sido obsceno, sin embargo comentaron
que un tramp steamer que venía del Mar Báltico, desde donde se ven, de un lado a otro,
las cúpulas brillantes de Leningrado, había rescatado cien bultos de papa encallados
en una islita de plancton cerca de Guantánamo, por Playa Girón, donde antaño se
cocinaran, en marmitas taínas de barro, sin saber –las papas– que volvían a su hogar, a
su continente original.

La figura vicepresidencial en Cundinamarca es bastante accesoria –por no decir


estorbosa– se le llama Delegatario, pero no hace parte de la fórmula electoral sino que

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es nombrado a posteriori por el Presidente de la República y debe cumplir sus mismas
condiciones: ser mayor de edad, haber nacido en suelo cundinamarqués, no tener
ningún fallo judicial vigente en contra –incluida cualquier interdicción interpuesta por
terceros– no estar inhabilitado por la procuraduría para ejercer un cargo administrativo
del Estado y haber vivido en nuestro país un mínimo de diez años, no consecutivos; y
dos condiciones más relativas al cargo: ser del mismo partido político del presidente y
no tener menos de un tercer grado de consanguinidad con él. En el caso del Presidente
Henríquez Arepuela y para los casi tres meses faltantes de su gobierno –después de su
vil asesinato– se posesionó como Presidente de la República, en temporal ejercicio
–sobra decir– Argemiro Aguascalientes Cabanzo y como Primera Dama doña Blanca
Mochuelo de Aguascalientes. Los trajeron de su cómodo puesto diplomático en Costa
de Marfil y cuando terminaron de trastear y desempacar sus pertenencias en la Quinta
de Nariño ya les tocaba salirse. Su breve mandato hubiera podido pasar inadvertido,
pero lo traigo a colación porque lograron sacar adelante el proyecto más insustancial de
nuestra historia patria, que se venía fraguando hacía muchos años y que tenía más
adeptos que el de pavimentar los ríos, ponerle marquesina a Bogotá o trasladar las
ciudades más contaminadas al campo, ideas que Gabriel Antonio Goyeneche expuso
–con buena letra y cálculos de factibilidad– como plataforma de sus varias
candidaturas a la Presidencia de la República; se trató, esta vez, de entronizar a la
Virgen de la Mazamorra como patrona de los cundinamarqueses, desbancar a Nuestra
Señora del Rosario de Chiquinquirá y quitar del Cerro de Guadalupe a Nuestra Señora
de la Inmaculada Concepción o María Inmaculada como le dicen los fervientes. Resulta
ser que, en el pueblo de Anolaima, una pareja de feligreses, casados por treinta y seis
años, probos, castos, de misa diaria a excepción de los lunes –día en que trabajaban
sin descanso, pues eran zapateros– vieron la imagen de la virgen en un plato de
mazamorra; no dijeron nada –pues parecía una locura– pero dejaron de comer,
maravillados ante la aparición que trascendía el mero cocido de maíz, habas, arveja,
costilla de res, nabos, ajo y cebolla larga. Congelaron el plato tal como estaba para
conservar la evidencia y olvidaron el asunto hasta que, meses más tarde, se
descongeló la nevera por una falla eléctrica y al sacar la mazamorra –a temperatura
ambiente– la imagen seguía igual: un velo amarillo caía detrás de unos ojos píos y
penetrantes, una cara lánguida, un cuello limpio y un escote de madona florentina,
discreto, parcialmente cubierto por sus brazos de nácar, suaves y cálidos: una
composición divina que invitaba al recogimiento y a la calma cristianas. Decidieron
instalar en su casa, modesta pero resplandeciente, un altar con la mazamorra en el
centro; incluso, realizaron una última prueba de fuego, después de la cual no habría

321
marcha atrás: la cambiaron a un plato hondo más bonito que perteneció a una vajilla del
virreinato y la figura de la virgen permaneció inalterable. Se persignaron ante lo que
consideraron o consideraría cualquiera, un verdadero milagro y abrieron sus puertas al
público, de ocho de la mañana a seis de la tarde, las semanas enteras, contando
también los lunes pues dedicarían –de ahí en adelante– sus días y sus horas a la
veneración de la Virgen de la Mazamorra.

Lo que, con Blas, investigamos en la Bombonera no tenía sentido y lo supimos en el


momento de contarlo –que es cuando la generalidad de los mortales nos damos cuenta
de nuestras incoherencias– y es que el seguimiento al negocio de las prepago en la
Bombonera, aunque bastante interesante, no explicaba la presencia de Reina en el
entierro de Henríquez Arepuela. “No le queda más remedio a usted, Lugarte, que
preguntarle” dispuso mi General Padrenuestro y salió del cuarto donde estábamos
interrogando a un hombre, por haberse gastado en una noche más de lo que se había
ganado en toda su vida y que dijo haber encontrado un cofre, lleno de dólares, debajo
de una palmera por las cercanías de Bocas de Ceniza, en el Caribe. El eje del negocio
prepago era Mauro, quien, por esos días, se salió del clóset con bombos y platillos y a
quien le organizaron una fiesta iniciática donde lo pusieron a jugar: Póngale el pipí al
burro; de regalo le sacaron un molde de yeso a su par de nalgas, para luego vaciarlo en
bronce y eternizarlo en forma de pisapapeles; después del brindis de Reina y el abrazo
de su hermana Andulima –yo estuve ahí– Mauro tomó el micrófono y lo único que
alcanzó a musitar, antes de caer vomitado, por la intoxicación alcohólica, sobre el
ponqué en forma de las gafas de Elton John, fue: “De ahora en adelante pueden
llamarme Queen”. Lo que nadie supo esa noche fue que cuando cumplimos con el
encargo de cambiarle la Cédula de Ciudadanía –ilícito al que nos habíamos
comprometido cuando nos ayudó a descubrir las mañas secretas del embajador
Paxton Cobbs– su nombre quedó rubricado como: Cuin. “¿Como Anthony Quinn?”
preguntó el registrador, a lo que Mauro contestó “¿quién es ese?” y escribió en un papel
su nuevo nombre, así, como suena: a lo criollo; para la foto sí le tocó quitarse la
escarcha del pelo y el delineador de los ojos. Su primera responsabilidad, como Cuin,
era una mina de oro, pero conllevaba el problema de que se trata de un delito; porque
así la prostitución entra dentro del marco de lo consensual entre dos personas
–mayores de edad– y es una acción reparadora físicamente para la una y
económicamente para la otra; la inducción a la prostitución sí está –como dicen los
abogados– tipificada en el código penal como proxenetismo y aunque las chicas llegan
a la Bombonera “más inducidas que un berriondo” –al decir del mismo Cuin– eso de

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acercarse a una mujer pública y preguntarle que si por una plata, que no ha visto nunca,
le abre las piernas y se mete en la boca el miembro viril de alias El Chichón, por ejemplo,
de un industrial pedorreo, de un papero con escarbadientes o un transportador dueño
de quinientas busetas y que no se ha echado desodorante en la vida, pues se presta
mínimo para un cachetadón y Cuin recibió más de uno, sin inmutarse, porque sabía que
era parte del proceso, del mecanismo de acercamiento a las candidatas que, pese a
sus altibajos, resultó: exitoso.

El negocio se originaba en lo que escuchaba Cuin, de los hombres muy ricos que
frecuentaban La Bombonera; no era extraño oírlos decir, por ejemplo “¿quién pudiera,
echarse a la muela a esa Erika, la que hace de niña huérfana en la telenovela Chicas
Descuadernadas?” o “me gustaría poner a rebuznar, en cuatro, a la modelito de Free
Tangas” –los cucos de moda– o “¡qué rico moteliarse a Xiomy Santurbán, la tetoncita
del noticiero del mediodía!” Puede que algún cliente manifestara algo parecido en voz
alta, como una exclamación espontánea, viendo televisión o hablando por celular o que
lo mencionara en privado y de forma discreta en la intimidad del cuarto o en la ducha ¡no
importaba! porque, fuera como fuera, las chicas recibían comisión por repetir ese tipo
de infidencias. De ahí en adelante, lo que Cuin hacía no tiene paralelo en el contexto de
la desvergüenza universal: se disfrazaba de hombre elegante, pelo engominado
peinado hacia atrás, conjunto Armani a rayas, uñas nacaradas brillantes, zapatos de
punta de charol, tacón alto de plata y empeine de cuero perlado, medias de seda
esmerilada, camisa blanca de tejido berlinés con cuello rígido, corbata de
Hermenegildo Brancusi, vino tinto, con pequeños jugadores de polo, dorados,
estampados, cinturón del mismo cuero perlado de los zapatos, capullo de rosa blanca
en la solapa, leontina de plata y un toque de Agua Brava; se presentaba con el nombre
de Roberto Cuin y pese a su aire morochongo y algo arrabalero, le abrían las puertas en
cualquier parte, sin invitación, como si viniera de las estratósferas de Montecarlo o
Westminster. Con cigarrillera en mano, se paraba en una esquina, solo, sin cruzar más
de dos palabras con nadie; y curiosamente, lograba ese difícil equilibrio –posible entre
los expertos del feeling social– entre no pasar desapercibido, pero tampoco llamar la
atención; una vez localizada alguna de sus presas –mujeres con séquito rodeadas de
fotógrafos, divas robadoras de miradas– en vez de acercarse, las esperaba a la entrada
del baño de mujeres por la sencilla razón de que, por regla general, ninguna mujer
aguanta más de dos horas sin hacerse un retoque del maquillaje o del peinado, orinar,
perfumarse, hablar con su cuquita y decirle “todo va a estar bien” ajustarse el brassier,
mirar que el pintalabios no haya quedado en los dientes, meterse un pase de cocaína o

323
mirarse en el espejo; es el único espacio donde a una mujer la dejan tranquila, por lo
tanto era, también, la oportunidad de Cuin para hacer un primer y demoledor avance:
ponía su tarjeta de frente, miraba a la escogida a los ojos y musitaba, con esa voz de
hombre destestosteronado de peluquero o decorador en el que las mujeres confían:
“Disculpa, primor, si me permites” con ese solo tono e introducción lograba la cercanía
suficiente para susurrarle “conozco a alguien que paga cien millones de pesos por tener
sexo contigo ¿llámame!” la mujer, por reflejo, tomaba la tarjeta entre sus dedos, pero el
shock era de tal impacto-fuerza-tremor, que para cuando sus neuronas daban la orden
de soltar un estentóreo golpe a la mandíbula, a su abusivo interlocutor, ya Roberto Cuin
estaba afuera pagando el tiquete del parqueadero. Lo siguiente era un problema de tres
días a una semana, que la mujer solucionaba, limando las asperezas morales
aprendidas de nuestra sociedad y recrudecidas por nuestra crianza jodido-cristiana,
comprando condones reforzados-doble-punta-todo-terreno y programando una cita al
confesionario para la absolución de su alma; después de una tímida llamada, podía
arreglarse un segundo encuentro con Cuin pero, generalmente, una vez conciliada la
conciencia, la consigna era “salgamos de este asunto lo más rápido posible” y lo que
menos se tardaba era la transferencia del dinero. No había lugar a desplante alguno, a
menos que se devolviera el pago, pero los contratantes eran en su mayoría
narcotraficantes e ilusionarlos, para después hacerles un desplante no era lo más
indicado, además ¿por qué volver, de vida o muerte, una cuestión en la que no era sino
abrir las piernas, cerrar los ojos y hacer ruidos de montallantas en el momento
adecuado?

Eulalia era una niña distinta, callada y pensativa; cuando le contaron la historia de una
mujer que subió al cielo mientras extendía las sábanas recién lavadas y secadas, para
doblarlas, pasó semanas, durante los recreos y en los parques, mirando para arriba
mientras caminaba, sin parpadear, a ver si pasaban otros seres “tan livianos” que
fueran levantados por el viento y obligados a vivir en las nubes o en esos planetas
extraordinarios que se veían en el libro de geografía de segundo elemental, con
páginas para colorear, que, ella disfrutaba a su manera: pintaba el sol de rosado, las
plantas azules, los ríos lilas con piedras curuba, las casas verde limón con techos
negros como la noche y ventanas amarillas como el día. La vez que, del colegio,
llamaron a sus padres para comentar la extraña escogencia de colores para un paisaje,
entre pedagogos y psicólogos, mi General Padrenuestro le preguntó delante de todos a
su hija “Eulalia, ¿por qué haces eso?” y ella contestó: “¿Quién les dice a ustedes que el
cielo es realmente azul?” Ninguno de los expertos presentes sabía qué responder. En

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otra ocasión su madre, la cantante de rancheras, la encontró metiéndose monedas en
el sexo y le gritó, golpeándole las manitos: “No hagas eso que te vuelves puta” a lo que
ella contestó con una pregunta y su pre-adolescencia a cuestas: “¿Las lesbianas
pueden ser putas?” Su madre, dadas las circunstancias, la puso a tragar ají, la dejó dos
semanas sin ver televisión y la acusó de decir palabras adultas, sentadas a la mesa,
frente a la familia. A mi General Padrenuestro le parecía genial lo que hicieran sus hijas,
reprochable o no; tenía, sin embargo, la cordura de no ser demasiado permisivo con
ellas, les establecía límites: “¡Sí: la Muralla China!” decía Celina enfurecida, a veces;
pero esa incapacidad de reprenderlas no era grave, porque tenían tres madres más
bravas que lobas hambrientas, lo que nivelaba las cargas. Refiriéndose, entonces, al
incidente de las lesbianas y las putas, mi General Padrenuestro le preguntó a Eulalia
“¿Sabes cuál es la diferencia entre las unas y las otras?”, “¡Claro papá!” contestó ella:
“Putas son las amigas de Andulima y las lesbianas son como yo”. Mi General
Padrenuestro supo, al segundo, que no estaba interesado en escuchar el resto de la
respuesta –no porque no le importara, sino porque no sabía cómo reaccionar– por lo
que hizo el ademán de que le estaba sonando el celular y salió de la casa como alma
que lleva al diablo. Andulima se incomodó, pero no por llevar a la casa a sus amigas de
la Bombonera y dejarlas hablar con desparpajo, sino porque hacía varias noches
Eulalia se metía a su cama y la buscaba entre las cobijas para acomodarse entre sus
pechos.

Yo, llevaba un par de semanas viviendo con Andulima en la casa de mi General


Padrenuestro, de acuerdo a lo dispuesto por Celina; hubiera preferido algo más
privado, más de ella y yo, pero mi autonomía era precaria. Los Padrenuestro
compraron y anexaron la casa vecina –de unas señoritas Peláez– para instalarnos
nuestro apartamentico, alojar más soldados y hacerle un cuarto de juegos inmenso a
las niñas que, muy pronto, sería el sitio para recibir a los amigos y organizar sus
primeras fiestas. Éramos una gran familia y Celina era su centro, sin ella hubiéramos
estado perdidos: aprovechaba cualquier oportunidad, por mínima que fuera, para
reunirnos al calor de unos canelazos con limón que nos soltaban la lengua y nos
alejaban del rigor militar, en ocasiones insoportable. Roxana, Quesada, Andulima y yo
nos volvimos inseparables, hablábamos del futuro y en éste siempre contemplábamos
los planes que Celina tenía para nosotros: una finca en tierra templada para organizar
asados alrededor de la piscina, en una urbanización llena de jardines y caminos donde
viviéramos puerta a puerta; bautizos, primeras comuniones, compromisos,
matrimonios y cumpleaños juntos, lo que también significaba compañía y sustento

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emocional ante las dificultades, que las habría, teniendo en cuenta que los ímpetus de
fortalecimiento de la estructura militar en Cundinamarca, auspiciados por mi General
Padrenuestro, crecían de forma desmesurada, con ansiedad, como si la vida fuera un
lapso demasiado limitado para cumplir tantas metas. Celina no lo expresaba
abiertamente pero tanto poder, en manos de una sola institución y de un solo hombre, la
aterraba; compartía con su marido, casi a diario, la satisfacción de perseguir la
excelencia militar en los aspectos importantes de la profesión, pero ella notaba que,
con el éxito, iban quedando secuelas y animadversiones, al descubierto: rabos de paja,
envidias malsanas y enemigos maltrechos; el peligro engendrando más peligro y que
solo se podía enfrentar con una vigilancia cada vez más incesante y minimizando los
descuidos. Celina se encargaba de los malabares sociales sin la ayuda de nadie:
presidía la junta directiva del Club Militar; reunía una vez al mes a las esposas de los
ministros; vivía pendiente de la Primera Dama y la llamaba con regularidad para
ponerse a sus órdenes; organizaba eventos, varios, de beneficencia y creó, a pulso,
una fundación para ayudar a las viudas de los soldados muertos en combate o en
cumplimiento de sus funciones militares. Una noche se sinceró conmigo, me dijo que
no era fácil aguantarse a un hombre-bestia-sangre-pesada como mi General
Padrenuestro, pero que su amor seguía intacto, desde el día en que lo conoció y que
era capaz de aguantarle, mucho más, porque un segundo en sus brazos justificaba la
vida entera. Como la mayoría de las mujeres mulatas, Celina era más bella cada día, su
pelo cada vez más negro y su sexualidad cada vez más a flor de piel; se había
atemperado con la cercanía de los cuarenta años y viajó un par de veces a París y a
Nueva York con un grupo de amigas de la alta sociedad con quienes se cultivaba y
quienes le ayudaron a perfeccionar su forma de vestir y sus modales, que harta falta le
hacía. Celina trasmitió, con generosa paciencia, sus conocimientos a las mamás de
Carmen y de Eulalia, pero ambas eran mujeres de pocas aspiraciones que se
contentaban con ilustrarse a punta de telenovelas y que tenían la misma clave de la
felicidad: cualquier dieta que les quitara tres o cuatro kilos, de encima, para asistir a los
compromisos sociales o para cuando les tocaba ponerse vestido de baño. Celina, para
no ir más lejos, logró institucionalizar las clases de etiqueta para los rangos oficiales del
Ejército Nacional de Cundinamarca y cuando supo, mi General Padrenuestro, que les
estaban enseñando, a sus hombres, a limarse las unas, exclamó en tono de
premonición: “¡Vamos a terminar depilándonos las güevas!” y aunque dichas clases no
eran obligatorias y las tomaban las mujeres oficiales, las esposas y las hijas de los
militares, principalmente, empezó a verse en las duchas una tendencia a llevar los
genitales peluqueados. En las mujeres era normal, la pornografía había hecho la mitad

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del trabajo por ellas; pero en los hombres era visto como una debilidad, por eso, los
primeros que se atrevieron, los adelantados –obligados, sin duda, por sus mujeres– se
bañaban contra la pared y se echaban jabón con bastante espuma para que “sus
mamoncillos” –como empezaron a decirles– no fueran descubiertos. Oficiales más
machos que el cañón de un tanque, empezaron a ser llamados maricones; los
verdaderos maricones, que felices abrazaron la posibilidad de raparse el escroto y de
paso, dejarse el culo como una porcelana, fueron vituperados y a los que alegaron
razones higiénicas les aplicaron jabón, como si fueran supositorios. La situación estaba
a punto, de volverse un asunto de Estado, cuando Celina se inventó que “por decreto” y
para lidiar con una clase nueva de garrapata que estaba transmitiendo una infección,
muy dolorosa, todos los soldados, hombres y mujeres, de las fuerzas militares, debían
afeitarse los genitales; el tono obligatorio de los comunicados, con fotos repugnantes
de clítoris y prepucios deformados y en carne viva, logró su cometido. Santo remedio,
Celina le explico a mi General Padrenuestro que un pene “empelotico” se ve más limpio
y es estéticamente más bello, como las estatuas griegas y romanas, de la época
clásica. “Nunca pongas un diminutivo al lado de la palabra pene, güevas, prepucio,
verga, escroto o genital masculino” le explicó con calma su marido y cuando Celina, esa
noche, se apareció en su cuarto con unas tijeras, una cuchilla Gillette, espuma para
afeitarse y le dijo: “Aquiles abre las piernas” él, le contestó: “Soy como Sansón, mi
fuerza viene, también, de mi pelo púbico” y cogió a Celina, como si fuera una burra
caribeña; le puso su cinturón en el cuello y fue apretando, casi hasta la asfixia, mientras
ella gritaba “dame, dame más, dame más de tu vergota peluda, no pares; no pares
Aquiles” gimoteaba con los ojos salidos, la cara roja y seguía gritando “no esperes más
Aquiles, saca de tus güevotas ese mar de semen, hasta que lo vomite por la boca” y en
la última arremetida, la más profunda, con la que Celina más grito y sintió sus entrañas
arder, escuchó que mi General Padrenuestro exclamaba, antes de caer, juntos, en un
abrazo, también descomunal: “¡Te amo!” y ambos se sintieron vulnerables.

La SUSIE logró que no se descubriera su participación en el golpe de Estado contra el


gobierno de Cundinamarca. La Masacre de los Pájaros, como se le conoció en lo
sucesivo, tuvo un solo culpable que se encontraba bajo tierra y cuyo silencio liberó a los
cómplices de su responsabilidad; incluso los hermanos Espinel y El Crespo Carrascal
escurrieron el bulto –como se dice vulgarmente– y evitaron, también, ser asociados con
un fracaso tan grande, en los anales de las tomas del poder. El único que le puso el
pecho al asunto, en lo relativo al resultado, fue mi General Padrenuestro quien fue
acusado de sanguinario en los medios de comunicación globales. Como los

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perpetradores fueron en su mayoría cundinamarqueses, algunas fuentes –con
seguridad influenciadas por los gringos– sugirieron la posibilidad de un auto-golpe con
el objetivo de inculpar tanto a enemigos internos como externos; y ¡cómo son las cosas
de dobles y de falsas! después de tantas críticas, del desamparo mediático en que nos
tuvieron, en Hollywood produjeron una película con un desenlace en el cual: una
alianza de hombres-cometa norcoreanos, sirios y paquitanís se lanzan sobre
Washington, para tomarse la Casa Blanca y terminan enredados de la misma manera,
en alambre de púas, más sofisticados y electrificados; pero, de igual forma, telas de mil
colores aparecen, por la mañana, dándole un aire artístico al centro neurálgico de la
capital de los Estados Unidos. La noche de la entrega de los premios Oscar, a la
película, con tres nominaciones y titulada Sky Siege, le fue otorgado el premio de Mejor
Guion Original y el personaje-escritor-guionista que lo recibió dijo, en su medio minuto
de popularidad, que su ánimo fue el de escribir una denuncia para acabar con el
despotismo militar en los países del tercer mundo, con lo cual se hizo evidente que mi
General Padrenuestro había entrado a engrosar la lista de los hombres más poderosos
en contra de los Estados Unidos y eso le pareció –indistintamente de que lo
compararan con Muamar Gadafi o Saddam Hussein– sin exagerar: honroso. Al día
siguiente de instalada la legislatura que posesionaría –quince días después– al
presidente electo Ananías Metileno Collazos –de los Metileno de Nemocón y Sesquilé–
mi General Padrenuestro tramitó un proyecto de ley para proclamar a la Virgen de la
Mazamorra como patrona de la República Unitaria de Cundinamarca y a cambio
recibió, de forma incondicional, el apoyo del Presidente Aguascalientes, Delegatario a
cargo de la Presidencia de la República, para ordenar, por resolución presidencial y
razones de Estado, el visado obligatorio de quienes ingresaran a nuestro país con
pasaporte de los Estados Unidos. Dicho y hecho, mi General Padrenuestro hizo un
lobby de diez días con cada uno de los miembros del Concilio Parlamentario, quienes
estuvieron de acuerdo con el cambalache, pero le pidieron que, para el asunto de la
virgen, consiguiera, él mismo, permiso del Vaticano. Yo me preocupé y cuando le
pregunté: “Mi General, ¿usted sí cree que la iglesia nos ayude en esto?” me contestó:
“¡En Cundinamarca, mientras yo tenga los testículos del Cardenal Poncio Carrillo entre
el bolsillo, me puedo hacer bendecir los míos si quisiera!”; se refería, por supuesto, al
caso de pederastia en el que lo descubrimos y esa amenaza no pronunciada fue
suficiente para recibir el beneplácito del Papa. Cambiar de virgen no tuvo ningún
problema, pero pedirle visa a los gringos levantó ampollas a nivel internacional y nos
respondieron de forma teledirigida los países del hemisferio occidental arrodillados al
Tío Sam, cosa que –en realidad– no cambiaba, para nada, nuestra situación planetaria.

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“Sacamos las uñas cuando haya que sacar las uñas y la piedra cuando haya que sacar
la piedra” decía con sobrada calma mi General Padrenuestro y traía a colación cómo,
asesinado Allende y caído el gobierno socialista en Chile –otro once de septiembre
aciago– poco a poco, como tejiendo filigranas y por medio de pequeños esfuerzos de
escritores, periodistas y gente del común que, entre todos, sumaron un mismo
heroísmo, se supo que la infiltración de la CIA fue determinante para cortarle la yugular a
la voluntad del pueblo. Nos preocupamos, eso sí, por no pisar más callos de los
necesarios, salvo en una de las cumbres de los Países No Alineados donde sabíamos
que, de dientes para adentro, muchos de los merecidos aplausos al Presidente
Metileno eran de apoyo a nuestra resuelta medida y nos desmandamos a dar
explicaciones de por qué los gringos no entraban sin permiso a nuestro país; las
razones fueron tan obvias que muchos parlamentarios y gobernantes, de muchos
países, declararon poner dicha posibilidad en remojo. Sumado a eso, cabe destacar
que, paradójicamente, nuestro mandatario se preciaba de tener cercanía con la Casa
Blanca, pero apoyó e impulsó nuestra línea dura porque sabía que, desde una posición
más fuerte, se lograban acercamientos más asertivos e inclusive más productivos, con
los Estados Unidos.

Martina era una hija ejemplar. Los reportes del colegio eran para enmarcar y los
profesores no sabían qué más palabras elogiosas utilizar para referirse a su
inteligencia, a su capacidad para aprender fórmulas complicadas y extensas poesías, a
lo responsable que era con sus tareas, a su puntualidad, a sus genuinos deseos por
ayudar a los demás y a su inalienable compromiso con la verdad. No decía mentiras, ni
grandes, ni pequeñas; para ella, las cosas eran lo que eran, sin empobrecimiento o
embellecimiento de lo que percibían sus sentidos; estaba ansiosa por llegar al
bachillerato pues quería estudiar materias más interesantes y aunque sabía que no
estudiaría filosofía, sino en los últimos tres cursos escolares, ya tenía un gusto
adquirido por cuestionarlo todo. Le regalaron una enciclopedia en multimedia para leer
en el computador de la casa y no volvió a salir: del colegio a la casa y de la casa al
colegio. “Se le pasará cuando se enamore” decía Celina, a sabiendas de que algunos
niños rondaban la cuadra preguntando por ella, llamaban por teléfono y le escribían
mensajitos en los cuadernos. Un sábado, a la hora del hambre, mi General
Padrenuestro estaba esperando una información urgente de la Oseta, porque la
Auditoría General de la Nación iba a pasarse la semana husmeando cuentas,
levantando sifones y alcantarillas; quería estar preparado, pero los datos le llegaron en
un disquete. Sus madrazos se oyeron hasta el tercer piso: “¿Ahora qué hago yo con

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esta mierda?” gritó y se sentó a almorzar malhumorado. Aunque tenía la sana
costumbre –que casi nunca cumplía– de no hablar por celular en la mesa, se puso aún
más molesto con la explicación que le dio una de las floppies: “Son casi ochocientas
páginas, mi General; se trata de un archivo Excel en el cual usted puede chequear el
rubro que le interese con sólo aplicar el buscador”. En la medida en que escuchaba, mi
General Padrenuestro iba repitiendo en voz alta, pensando que así iba a retener las
instrucciones; afortunadamente, cuando colgó Martina le dijo: “Papá, es muy sencillo,
ahora te muestro cómo se hace”. Después de la siesta, encontró a Martina frente al
computador y le entregó el disquete, ella se rehusó a ayudarle porque la etiqueta decía:
“Confidencial” pero su padre le explicó que se trataba de información contable, que no
se preocupara, sin embargo ella le advirtió: “Acuérdate que soy una niña sensible e
impresionable y no quiero saber más de la cuenta sobre lo que tú haces”, “No te
preocupes” le repitió y la abrazó con sus manotas, pensando –con pavor– que, casi
adolescente y la adultez ya se la estaba arrebatando. Martina, sin embargo, se
impresionó: las cantidades de papel sanitario, jabón, betún, escarbadientes, dentífrico,
salsa de tomate, estropajo, Aspirina, Alka Seltzer, cuchillas, crema de afeitar, cubos de
azúcar, ají, repelente de insectos, bloqueador solar, entre miles de cosas más, que
gastan los soldados era inimaginable; las cuentas de luz, agua y teléfono, eran
astronómicas. “Papá ¿y no han pensado en ahorrar un poquito?” opinó Martina,
agarrándose la cabeza con aspavientos de niña responsable. Mi General Padrenuestro
sintió un orgullo afectuoso y trató de explicarle: “Es el ejército Martina, ¡se trata de casi
cuarenta mil hombres!” ella, con el ánimo de responderle, hizo aparecer, en pantalla,
una pequeña calculadora y presionando los números con inusitada rapidez tecleaba en
la medida en que hablaba “cuarenta mil hombres… van al baño dos veces al día…
durante un año… utilizan de cinco a diez cuadrados de papel… cada vez… un rollo
tiene, en promedio quinientos cuadrados… cuesta alrededor… y supongamos que se
utilizan… no sé… digamos que unos cincuenta cuadrados, por soldado, para otras
cosas: como sonarse, mantener brillantes las hebillas y los zapatos, limpiar gabinetes,
etc…” Ahora, el impresionado era mi General Padrenuestro, por la seriedad con la que
su hija asumió sus cálculos para concluir “mira papá, éste es el resultado: se están
llevando más del triple del papel higiénico que utilizan para sus casas y eso suponiendo
que, yo me quedé corta en mis cálculos y que usan el doble de lo que necesitan”. Celina
pasaba por ahí y exclamó algo así como “¡si eso es sólo para limpiarse el culo, no más
¡cómo será con lo demás!” Ese mismo día mi General Padrenuestro ordenó requisar a
los soldados que salieron de permiso la semana siguiente y en un ochenta por ciento,
efectivamente, encontraron entre uno o dos rollos de papel higiénico en sus morrales,

330
maletines y bolsas que llevaban a sus casas. Cuando tuvo la oportunidad, felicitó a
Martina, a la hora del almuerzo y nos contó sobre las nuevas medidas de racionamiento
que se iban a tomar, en el ejército, gracias a su hermosa e inteligente hija, quien –dicho
sea de paso– no se quedó callada: “Me parece muy bien, papá, siempre y cuando una
de tus medidas sea, también, la de subirles el sueldo”. Martina terminó de masticar un
pedazo de carne antes proseguir y para nadie fue un misterio que mi General
Padrenuestro –aunque lo ocultó muy bien– se debió incomodar con el comentario,
pues una cosa era motivar a Martina, como padre y educador, con palmaditas en la
espalda y otra muy distinta que le dijeran qué hacer delante de todos, incluidos los tres
uniformados que estábamos presentes. “¿Por qué dices eso, Martina?” preguntó,
entonces, con un acopio de tranquilidad y la niña se puso contenta de poder contestar,
de que su padre estuviera interesado en su opinión: “Es evidente, papá” prosiguió,
dándose cuenta de que era el centro de atención “si se llevan suministros, a sus casas,
es porque no les alcanza la plata”. Por supuesto que no le faltaba razón, mi General
Padrenuestro optó, entonces, por la salida fácil “no volver a mencionar el puto
racionamiento” –le escuché decir– y pasó la relación de gastos a la Auditoría –como
cada año– con diez días de retraso, esperando que no la fueran a examinar con la
misma minucia de su hija Martina.

Mi General Padrenuestro sentía que comprar una finca era dar papaya. Sus múltiples
enemigos verían una oportunidad más factible para hacerle daño y su familia estaría
más expuesta –dios no lo quiera– a cualquier tipo de retaliación en su contra. Habría
que dedicar ingentes esfuerzos a la seguridad de una larga extensión de terreno, a las
caravanas de transporte los fines de semana, ida y vuelta y al chequeo de los
subcontratistas y personas que entraran a prestar algún servicio. Sus argumentos se
fueron agotando frente a la insistencia de Celina, quien después de recorrer el país
entero encontró un “remanso de paz” así lo describió, en San Antonio de Anapoima,
donde la brisa es dulce, la tierra es agradecida y la gente cordial “donde se puede tener
una iguana y ponerle de nombre: Mar” comentó Quesada, pero nadie entendió el chiste
sino hasta que lo explicó. “Qué tonto eres, Quesadilla” le dijo Eulalia y se le encaramó
en el cuello para que la cargara hasta su cuarto y relinchara al subir las escaleras. Mi
General Padrenuestro no se pudo sustraer a la emoción de la familia por emprender
esa nueva aventura y negoció la finca a su amaño porque descubrió que el dueño tenía
sus deudas con la justicia; logró reducir sustancialmente el precio a cambio de un par
de componendas con los mandos medios del Ministerio de Corrección, Equidad y
Justicia. Al principio era, sólo, una piscina con una casa prefabricada al lado; los

331
primeros paseos fueron en carpas y toldos de campaña prestados por el Ejército
Nacional de Cundinamarca. Reyes les enseñó a pescar a las niñas y un vecino –por
ganar puntos con el nuevo e importante propietario– les dio entrada libre a sus caballos
y a sus pesebreras, que –era de esperarse– mi General Padrenuestro terminó
comprando, remodelando y ocupando con ejemplares equinos que conseguía en la
región –sin tener mayores conocimientos, al respecto– pero a las niñas les decía que
los traía de Arabia, de Mongolia o de la Argentina. Lo que más le gustaba a las niñas era
ponerles los nombres, por eso los caballos se llamaban: Aladino, Buzz Lightyear,
Barbie, Esmeralda, Shrek, Fiona o Sirenita. Celina mandó construir la casa de sus
sueños, con mármoles de colores y columnas en granito. La construcción terminó en un
año y seis meses y la casa fue inaugurada con el Presidente de la República a bordo,
los ministros del despacho, los generales y la gente de moda. Celina entregó cincuenta
hamacas coloridas, tejidas por encargo, entre sus más cercanos amigos para que ellos
las instalaran entre columna y columna, lo que se constituyó en el toque que hacía falta
para transformar un lugar maravilloso, en un paraíso; se tiraron un total de trece mil
voladores, se cocinaron cinco terneras y se tomaron cien litros de aguardiente; la
Orquesta Guantanamera de Cundinamarca amenizó la fiesta y el Cardenal Poncio
Carrillo bendijo la casa y la bautizó con el nombre de Las Hamacas. Como dato curioso
que casi nadie logró explicarse, estuvieron invitados Saskia y los mellizos; fue la última
vez que, ellos dos, se dejaron ver en público juntos; se hicieron sentar en mesas
distintas y evitaron las fotografías porque, si bien, la gente los conocía: querían
mantener vivo el mito de que el uno podía hacer las veces del otro y viceversa; ese día
ambos vestían bluyines y chaqueta de gamuza color cámel y era evidente que hacían
bastantes esfuerzos por aumentar su parecido: el mismo corte de pelo, la misma
cantidad de gomina, el mismo tipo de gafas y la misma forma de usar la chaqueta sobre
los hombros. Celina los invitó sin decirle nada a mi General Padrenuestro y éste,
cuando vio a Saskia, se hizo el pendejo pero decidió no molestarse con Celina porque,
fueran las razones que fueran, era una forma indirecta de acercamiento que lo excitaba
y eso le parecía permisible mientras no fuera él quien la buscara; Saskia no daba
puntada sin dedal “se debe estar craneando una cabronada bien espesa” pensó y
olvidó el asunto cuando empezaron los discursos. Mi General Padrenuestro pasó
agachado, como siempre; no le gustaba hablar en público sino frente a la tropa, pero el
Presidente Metileno sí dijo una palabras muy lindas. Saskia interpretó su papel de
mujer-de-mundo-inversionista-nueva-rica y se me ocurre que ella debía pensar algo
distinto: que mi General Padrenuestro tenía su agenda propia y que fue, él, el que la
invitó, precisamente para no saludarla, ni cruzarle la mirada, como los adolescentes

332
cuando, de verdad, tienen interés en una niña. Cada una de las hamacas llevaba el
nombre de quien la instaló, de quien escogió su sitio, nombre que quedó grabado en
placas de cerámica que Celina mandó empotrar en las columnas correspondientes.
Cuando invitaba a los unos o a los otros, a almorzar los domingos, les ofrecía su propia
hamaca para dormir la siesta, la del Presidente Ananías Metileno era carmesí con rayas
lilas y amarillas, tejida por unas mujeres de Quetame quienes, cuando se enteraron de
tal honor, le pidieron permiso a Celina para tejerle la banda presidencial en los bordes;
esa era una de las hamacas más utilizadas porque el Presidente iba casi todos los
domingos y casi siempre dormía la siesta. “Es que en ninguna otra parte estoy tan
protegido” le dijo a Celina y a la postre le fue tomando un cariño inmenso a las niñas,
quienes le pintaban bigotes con corcho quemado mientras dormía sólo para oírle hacer
el mismo apunte: “¡De verdad que ahora sí me parezco a mi abuelo Rasputín!” ellas se
reían y repetían: “Rasputín, Rasputín, Rasputín” porque les causaba gracia; por eso
años después, cuando estudiaron la historia de Rusia en cuarto de bachillerato, se
mencionaba a Rasputín y ellas, cada una en su colegio, levantaba la mano para decir:
“Se trata del abuelo del expresidente Metileno”. Las profesoras las desmentían pero
ellas no le creían, de a mucho, pues era posible suponer que no podía haber más de
una persona, en toda la historia universal, que se llamara así. El Presidente Ananías era
viudo y no tenía hijos, por eso se apegó tanto a la familia del General Padrenuestro,
sobre todo a Celina a quien le contaba sus asuntos personales y los del Estado; nada
que mi General Padrenuestro no supiera sobre los intríngulis del poder porque, como él
decía “mientras el Presidente Metileno duerma siesta en Las Hamacas, yo soy el
Estado”.

Cuin era el perfecto subalterno. No le interesaba, para nada, malquistarse con Reina,
su único afán era complacerla y serle fiel como un limosnero a su esquina; incluso,
ahora, que estaba ganando tanto dinero, su mayor placer era el de entregarle las
utilidades a su madre putativa, mentora y jefa; ella lo hacía sentir protegido y eso era
invaluable, por eso la cuidaba y le aguantaba sus malos genios y sus desvaríos. Le
alimentaba su sed de venganza, también, por eso Cuin ideó un plan para atraer a mi
General Padrenuestro a la Bombonera pero, después de darle vueltas por un rato,
decidió aplazarlo porque otro factor entró en juego y debía ser calibrado, con cuidado:
Reina y Saskia se conocieron y –como dicen– “¡ahí fue Troya!” se juntaron el hambre
con las ganas de comer, simpatizaron desde que se vieron y sin conocerse casi,
unieron fuerzas. Con renovados bríos enfilaron sus baterías contra mi General
Padrenuestro, dispuestas a llegar hasta las últimas consecuencias; dos cabezas

333
piensan más que una, es cierto, pero, además, dos personas, con un enemigo en
común, retroalimentándose el odio y motivándose por turnos era, sin ir más lejos, una
alianza letal y eso sin tener en cuenta que había otros posibles interesados en ayudar a
su causa y ellas estaban dispuestas a encontrarlos. El plan de Cuin era que la cantante,
de moda, Pili Vanilli enamorara, con acercamientos culiprontos, a mi General
Padrenuestro, le calentara los güevos desdeñándolo, cuantas veces fuera necesario,
hasta obligarlo a prepagar una noche a su lado y después otras hasta convertirla en una
informante de primera línea. El servicio estaba en su apogeo, sin duda se le ocurriría tal
alternativa –sin intermediación ni consejos de nadie– y sería el anzuelo para sacar a mi
General Padrenuestro de su cinturón de seguridad. Pili era amiga incondicional de Cuin
porque trabajó en la Bombonera, él la descubrió cantando bajo la ducha y no sólo la
motivó a tomar clases de voz sino que Reina se las pagó y como si fuera poco, le
consiguió su primera audición; de ahí, en adelante, con los agentes musicales
correctos y las ganas de llegarle a los corazones adolescentes, en cuestión de un año,
su canción: Te regalo mi piel, se escuchaba en todas las emisoras del país. A Pili le
gustaba el poder, rodearse con el jet set y esas veleidades que se logran cantando y
con el atractivo de su cuerpo del color y el sabor de la frambuesa. Cuando alcanzó
cierta notoriedad y salía en las carátulas de sus discos como una lolita: con medias de
colegiala, falditas con cremallera al frente y gafas en forma de corazón, Cuin le contrató
su primer trabajo, como prepago, con Leonidas Maya, un negociante de oro, nacido en
Mámbita y conocido por manejar un Lamborghini dorado al que le pegó una calcomanía
de su equipo del alma, el Santa Fe y rines mandados a hacer en forma de león, el
símbolo de su empresa, la Garra Gold Enterprises. La primera noche que don Leonidas
estuvo en la Bombonera coincidió con que Pili Vanilli envió treinta boletas de regalo
para que fuéramos a su primer concierto; cuando el viejo comentó algo así como “qué
envidia, daría lo que fuera por estar cerca de ese bizcochito” Cuin vio la oportunidad de
inmediato, se acercó, zalamero y cortés, le entregó una boleta, le picó el ojo y le dijo
“cortesía de la casa”. Noté que a las chicas les encantaba decir, refiriéndose a mí “el
militar es novio de Andulima” y murmurar “es la mano derecha del General
Padrenuestro” por lo que muchas, de ellas, buscaban mi cercanía. Al principio me
preocupó, pues el burdel se volvió un frecuentadero de los criminal que pasaban a
mejor estatus, pero lo hablé con mi General Padrenuestro y él me manifestó: “Déjese
manosear, Lugarte, que de algo nos servirá algún día”. Santo remedio, pero otro
problema apareció y Andulima me lo advirtió: “Estás cambiando mi bonito y eso no me
gusta” dijo, tratando de no disgustarse por el evidente interés que podría estar
prestándole a otras mujeres; pero mantuve un bajo perfil, para no preocuparla más de

334
la cuenta, lo que era muy sencillo porque yo era siempre “como la sombra de los
demás” y recordé las palabras de Blas: “Usted y yo, Lugarte, somos como la sombra de
los demás”. No pude ir al concierto, pero me contaron que Cuin evitó que se percibiera
su estrecha relación con la cantante y entre una canción y la otra, él le preguntó a Don
Leonidas: “Don Leo, ¿cuánto pagaría usted por revolcarse a la Pili, que yo le consigo a
la hembrita?”, “Ofrézcale cien mil dólares y un paseo en Lamborghini” contestó y
repuntó “y no le cobre comisión que yo a usted le tiro un buen pedazo de carne”. Cuin no
logró, al principio, cumplirle al viejo y éste, a su vez, pensó que a Cuin le estaba
quedando grande el compromiso; Pili Vanilli se fue un tiempo de gira por la Península
Ibérica y así se lo explicó a Don Leo; por fortuna, no le había pedido, aún, la
consignación de la plata pero, a través de las chicas, se supo que el magnate del oro, no
dormía por pensar en ella y que las ponía, sin excepción, a cantar: “Te regalo mi piel, tan
sabrosa y tan fiel; te regalo mi vientre, tan suave y caliente, te regalo mi amor, con todo
mi ardor, con calor, sin pudor… Te regalo mi piel …” y a todas se lo pedía en los mismos
términos: “¡Cójame el micrófono, mamita y cántame como la Pili!” Eventualmente
estuvo con ella cuatro o cinco veces y un par de años después, estando en la cárcel, le
ofreció esta vida y la otra para que fuera de visita conyugal a la Modelo pero ella se
negó, no porque pensara que se estaba rebajando –la Pili hacía lo que fuera por plata–
sino que le pareció –como dicen ahora– “muy boleta” aparecerse por allá y que la
fueran a reconocer; además, estaba entusiasmada en llegar a algún arreglo con mi
General Padrenuestro, pues eso sí era –por no decir otra cosa– agarrar al toro por los
meros testículos.

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Es válido decir, entonces, que el poder de mi General Padrenuestro tenía sus límites,
pues, sus enemigos políticos –los que no gozaban de su aprobación ni lograban
lagartearle nada– armaron una estructura incisiva para vigilar los gastos fijos y
operacionales del Ministerio de Guerra, Defensa e Inteligencia y los de instituciones
adscritas como la Oseta, el Comando de Asalto y Operaciones Tácticas de las Fuerzas
Armadas de Cundinamarca, la Estación de Vigilancia Estratégica, la Policía Urbana, la
Policía Militar, la IMES (Industria Militar Especializada), la Supermil (Empresa de
Suministros Militares) y Corpomías (Cooperativa Militar Asociada). Los gastos por
fuera del presupuesto, los que venían de los “guardados” que mi General Padrenuestro
cuidaba, cada vez con más celo, se utilizaban en operaciones que él mismo
supervisaba; no podía ser de otra manera porque –contrario a lo que uno pensaría– el

335
mero reconocimiento público de ese caudal hubiera exacerbado los problemas
económicos del país, tal como lo venían haciendo las arcas “siniestras” del Banco
Estatal que estaban en los rines y que, además del efecto inflacionario, fueron a parar
subrepticiamente a los abonos de la deuda externa que, por más esfuerzos, seguía
creciendo a la par “con los intereses de los ministros de hacienda por sus finanzas
personales” decía mi General Padrenuestro sin inmutarse. Mientras tanto, el grueso del
erario público se seguía utilizando para mantener ajustadas las tuercas de la
maquinaria política: la vía más expedita de pagar por los compromisos adquiridos y la
redención de favores electorales, seguía siendo las megatajadas de los contratos para
el desarrollo de obras públicas cuyo sobrecosto era, casi siempre, para garantizar que
no quedara mano sin untar, ni pedazo del ponqué sin repartir; no tenía la menor
importancia que, éstas, se terminaran sin cumplir los requisitos mínimos de
habitabilidad, servicios públicos y seguridad o quedaran inconclusas, como en efecto
sucedía y sigue sucediendo. Los ingenieros civiles, por ejemplo, tuvieron fama durante
mucho tiempo de mantener sus costos y ser honestos al justificar sus contratiempos;
hasta que se descubrieron contratos, paralelos, de adecuación de tramos de vías
urbanas y carreteras que no necesitaban arreglo y estaban en buen estado; llegaron al
descaro de ofrecer, los unos y aceptar, los otros, sumas multimillonarias por construir
vías, túneles y puentes que ya estaban construidos: el puente Sumapaz –por dar sólo
un mínimo ejemplo– sobre el río del mismo nombre, fue diseñado, trazado, levantado,
corregido, arreglado, ampliado, adecuado y vuelto a arreglar con más de ciento
cuarenta y ocho partidas presupuestales, giradas a lo largo de veinte años, a una
ingente cantidad de firmas –algunas de las cuales no fueron constituidas por lapsos
mayores a los especificados en la contratación– que suman mil trescientas veces más
el presupuesto inicial y si se comparan las fotos iniciales, con algunas tomadas, en la
actualidad, el puente es el mismo, no ha cambiado una higa. Este fraude consolidado y
sin fondo no tenía explicación –por lo menos para mí– era como abrir una herida y
volverla abrir, hasta la saciedad, sin importar sus efectos sistémicos, hasta que mi
General Padrenuestro me explicó, con ese tono paternal que casi nunca abandonaba:
“Aplique la lógica electoral, Lugarte y verá como todo cobra sentido” tenía razón: ¡qué
bien común ni qué nada! en Cundinamarca la riqueza se mide en cantidades de votos;
la administración del Estado es una pesca milagrosa en la que se turnan –o se
arrebatan– los unos a los otros la caña de pescar. Aquí, como en la mayoría de las
democracias, los militares no votan, precisamente, porque se considera vital para el
equilibrio del poder que el ejército se mantenga al margen del tejemaneje político;
falacia ésta que mi General Padrenuestro sufría en carne propia porque, a veces, le

336
hubiera gustado volver a las redadas de las cinco de la mañana para apresar y agarrar a
bolillo a unos cuantos maleantes, en vez de estar cuidándose las espaldas de los
gobernantes-dirigentes-ejecutivos-legislativos-jurisdiccionales quienes, por definición,
debían ser sus coequiperos en la lucha por cuidar y mejorarle la calidad de vida a los
cundinamarqueses. Me excuso, de antemano, por la vena veintejuliera que a veces se
me escapa, pero es que –bien pensado– hacemos parte de un mecanismo de ruedas
dentadas, que, en la forma de una parábola circular, se origina y termina, cada cuatro
años, con el voto de cada ciudadano.

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Sabemos que mi General Padrenuestro no comía entero y que la mayoría de las veces
tenía la situación bajo control; sin embargo, se le vio confundido por unos días y con
migrañas, mientras encontraba la pieza faltante del rompecabezas; “se me está
rompiendo el coco” musitaba, se tomaba un par de acetaminofenes y a la primera
recepcionista que le contestara, del conmutador, la hacía subir para que le diera
masajes en la cabeza con alcohol. San Juan de Rioseco era una comunidad agrícola,
de campesinos pacíficos, a quienes se les ofreció participar de buena fe y prestar sus
tierras en comodato temporal a cambio de lucrarse de las oportunidades de trabajo que
se abrirían con los nuevos “inquilinos”. Aceptaron el arreglo gozosos porque,
paralelamente, el gobierno les ofreció prebendas como si fueran empleados del
Estado, lo que se equipara en Cundinamarca –aún hoy– a entrar al reino de los cielos.
La participación de los oriundos, de la región, los convirtió en actores accesorios del
conflicto y aunque, en primera instancia, hubiera parecido conveniente para conseguir
aliados e informantes y hacerle seguimiento a los guerrilleros, no lo era tanto, porque la
influencia del Comando Machacán viviendo y compartiendo con ellos podía dar como
resultado una sólida cercanía, lo que terminaba siendo contraproducente para
nosotros. Optó, pues, mi General Padrenuestro por mandar a Blas, encubierto, en
razón a que vivió su infancia en la región y a que nadie lo reconocería –porque no había
vuelto nunca– y porque su fisionomía cambió de chico malo a psicópata de una película
de los hermanos Coen. Blas sabía mucho de trapiches y eso lo ayudaría a mezclarse
con la población; el único problema era su total ineptitud para entender la tecnología,
por eso, a él mismo, se le ocurrió mantenerse en contacto, con la Oseta, yendo y
viniendo a Bogotá en un camión para transportar panela. Los permisos para entrar y
salir de la zona debían ser avalados de lado y lado y partimos de la base de que nos
aprobarían tantos como nosotros les aprobáramos a ellos. Era importante que Blas
pudiera viajar, mínimo una vez a la semana, a rendir sus informes; él no se destacaba,

337
tampoco, por hacer amigos, pero era un excelente observador y muy hábil para salir de
problemas y –por así decirlo– eliminarlos; estaba emocionado de volver a la que
consideraba su tierra, adonde llegó a sus seis años adoptado por unos tíos, a la muerte
de sus padres, que cayeron en el fuego cruzado de uno de los cruentos desmanes de la
dictadura.

“¿Se acuerda, Lugarte, del cirujano que le cambió la cara al Sangrón? Póngamelo de
frente, lo antes posible” me expresó con urgencia mi General Padrenuestro y muy
temprano, al otro día, se apareció, en la Oseta, Ramiro Astoria con cuatro bultos llenos
de guayaba, cultivada en su hacienda Monterrey y una caja grande de madera con
bocadillos hechos, también, en su finca. Primero lo primero, probamos los bocadillos y
mandamos traer queso doble crema para acompañarlos; “como siempre” dijo el
cirujano plástico “aquí estoy a su servicio, Ministro, para lo que se ofrezca” y cruzó las
piernas con exagerada elegancia. En media hora nos explicó que desde la muerte del
Sangrón se propuso no operar delincuentes, ni familiares de delincuentes, que no le
interesaba poner en juego su tranquilidad, pero que visitaron su consultorio unos
hombres de apellido Espinel, con hablar bastante golpeado, a quienes ahuyentó
inventándoles el cuento de que no operaba ya con la misma destreza; “me dio un
ataque de epilepsia, en la sala de cirugía” les manifestó y les mostró la foto de una
mujer, muy emperifollada pero deforme, que no había podido volver a salir de su casa.
“Los hombres nunca volvieron” reiteró y le creímos porque le teníamos confianza y era
evidente que no le interesaba dañar su relación con mi General Padrenuestro a quien
–uno nunca sabe– era preferible tener de amigo que de enemigo. La reunión, sin
embargo, fue de mucha utilidad porque nos contó que existían programas de
computador que –aunque todavía con ciertas deficiencias– podían hacer
reconocimiento facial de personas con base en fotografías y videos; él mismo se
comprometió a instalar una copia del programa en un computador de la Oseta para que
lo ensayáramos y detalló los útiles e ingeniosos avances digitales en materia de
mejoramiento y retoque de imágenes. Con motivo de ese encuentro y de su trato más
que afectuoso, Ramiro Astoria se convirtió en invitado regular, de domingo, a Las
Hamacas, donde Carmen y Eulalia le repetían a cada rato que cuando tuvieran plata le
iban a pagar para que les corrigiera las orejas que las tenían muy salidas y muy
grandes, decían ellas, sin darse cuenta de que eran tan hermosas que no necesitaban
de ninguna cirugía estética.

Saskia le contó a Reina los pormenores de su viaje alrededor de Suramérica, mientras

338
tomaban té “como en Kensington Palace” se ufanaban, porque sacaban una vajilla
finísima, compraban galleticas danesas, ponían música de Bach y levantaban el dedo
meñique cuando alzaban las tacitas; tampoco llegaron a contárselo todo, entre ellas,
porque siempre estuvieron a la defensiva, la una de la otra, que es la relación idónea
entre conspiradores. El pasado de Reina y el presente de Saskia eran temas nebulosos
que se iban tanteando con comentarios escuetos y marginales, pero sobre los cuales
evitaban gravitar demasiado; la máxima entrega de privacidad se produjo cuando la
alemana le confesó a su nueva amiga que quería probar cómo se sentía ser prostituta;
Reina se sonrió y mandó llamar a Cuin; entre los tres idearon un nuevo servicio en la
Bombonera, el de las veteranas, mujeres entre treinta y cincuenta años, sin el ombligo
redondito y la piel para estrenar de las jovencitas pero con la experiencia de las que
saben proveer y obtener placer de formas inimaginables. A los hombres les gusta
pensar que son capaces de tener a una mujer a punta del colapso: que la pueden llevar
hasta los gritos y mencionar a dios a los máximos decibeles y sacudirlas, además,
como si un cable de alta tensión las penetrara hasta el centro del sistema nervioso; las
puticas no saben de eso, creen que un par de griticos y tres inhalaciones cortas y
seguidas son más que suficientes para mantener su clientela. Saskia se miró en el
espejo del baño donde se desnudó; dejó, encima del bidet su vestido, su brassier, sus
bragas y sus joyas –de un valor no menor a los quince mil dólares– las que cambió por
la ropa strapless de una de las chicas, comprada en el siete de agosto, en rebaja
dominguera, al tiempo con los cuquitos rojos satinados que le quedaban estupendos y
pensó: “¡Ah, malparida! ¡qué bien te ves de puta!” y agregó en voz alta y en tono de
pregunta: “¿Cómo me veo?” y la chica que se estaba afeitando las piernas, con la que
mudó de ropa, le contestó: “Se ve súper arrecha, señora, yo quiero unas tetas como las
suyas”. Saskia sintió, por primera desde el colegio y en muy contadas ocasiones con
los mellizos, que un hilo caliente salía de su sexo y le mojaba el muslo, pero no
producido por el cumplido sino por la pequeña gran contravención que estaba a punto
de cometer, la de vender su cuerpo, algo tan distinto a comprar el de los demás como si
su entorno fuera su Amsterdam personal, como si sus encuentros fueran producto de
un catálogo de cuerpos desechables, apenas reusables, algunos, por una noche o dos.
En ese momento se oyó sonar un timbre y a Cuin gritar desde la sala de recibo:
“¡Presentación!”; las jovencitas se agolparon en una escalera circular y en la medida
que bajaban, Cuin les indicaba el reservado al que debían entrar, dar una vuelta para
mostrar sus atractivos, saludar al cliente y darle su nombre artístico. Algunas
sobreactuaban, para distinguirse de las demás o porque se trataba de algún conocido;
mostraban un pezoncito o se levantaban la falda, como diciendo “hoy estoy peludita

339
para ti, mi amor” o le ponían –literalmente– el culo en la cara al cliente o se llenaban de
babas los dedos y hacían el ademán de tocarse el clítoris para acercar la humedad y
decir cosas como “mira, ya me estoy derritiendo, corazón” o “aquí está tu muestrica,
para que me lleves” o “huéleme, mi lindo, hoy estoy demasiado perra”. Ese día, Cuin
anunció, después de “los bombones” –como le decía a las chicas cuando las
presentaba– a la veterana “venida de las fiestas orgiásticas de Alexandría y de los
burdeles neoyorquinos” a Maritza –pronunciado Marikza– pero ni ese, ni ningún cliente
la determinó para nada. “No me miran ni para escupirme” comentaría Saskia más tarde
y se fue para su casa pasada la medianoche, cuando a la Bombonera siguieron
llegando mujeres que ella consideró: fuera de competencia, por lo que antes de
subirse, a su Maserati naranja, musitó: “Me voy antes de matar a una de estas putas
hijas de puta”.

Esa noche lloró; Saskia lloró. Su descorazonadora velada en la Bombonera tocó fibras
profundas que le devolvieron la película de sus últimos años: la secuencia de una vida
sin estima, sin valores, obnubilada por la plata, abandonada a los placeres del cuerpo,
sin nada distinto para ofrecer que noches interminables de alcohol y drogas como
incentivo para meterse entre las piernas tamaños, colores y sabores diversos e
interminables de lenguas y cualquier tipo de extremidad genital, sin importar la persona
que la proveyera, o el material: plástico, porcelana, silicona, metal, látex, con pilas o sin
pilas. Ella no se lo había contado a nadie, pero durante el periplo, de estrenar su yate
nuevo, desde Panamá alrededor de Suramérica, se bajó en Río de Janeiro, adonde
llegó con la expectativa de meterse la mayor cantidad de hombres y drogas
psicotrópicas de su vida, conseguir mujeres en los burdeles, entre Copacabana y
Leblón, tomar un piso entero del hotel más costoso frente a la playa para llenarlo de
cariocas con mente abierta, farandulera y showbiznera que en Río eran: travestis y
modelos de carnaval; pero sin darle explicaciones a su tripulación, en visible estado de
shock, sin maletas ni nada –a duras penas el pasaporte y las tarjetas de crédito– tomó
un taxi que la llevó al aeropuerto. Allí espero sentada, con los ojos vidriosos y
enmudecida, siete horas para volar a Bogotá. Hasta esa noche, se había negado a
recordar el episodio; pero, entrando a la ensenada de Botafogo, ella y sus tripulantes,
fueron abordados por las autoridades marítimas; al verlas acercarse el Capitán Otero
se dio cuenta que no se trataba de una requisa aduanera, porque se les venía encima
una fuerza militar apreciable, botó al agua las pocas drogas recreacionales que les
quedaban a bordo y le entregó a Saskia –pues eran su responsabilidad– las
grabaciones de video tomadas, de las áreas internas del yate, durante el viaje “guarde

340
estas muy bien, Doña Saskia, que podrían resultar incriminatorias” le dijo. A ella le
pareció muy juicioso por parte del jefe de su tripulación preocuparse por esos detalles;
estaba contenta, la ciudad latía a sus pies, las caipiriñas la estaban esperando y su piel
auguraba un clímax, en secuencia, al ritmo de la lambada que se puso de moda como
por tercera vez en diez años; pero esa alegría, premonitoria de los convites del cuerpo,
se vino al piso como cuando el azote de los bárbaros aparece en el horizonte: Saskia
introdujo, en su reproductor de VHS, el casete correspondiente a su última noche con los
mellizos, antes de llegar a Panamá y como una espectadora, sobria y casual, atestiguó
la brutalidad con que los trató, las ignominias que les gritó, la forma como quiso
obligarlos a satisfacerla, peor que si fueran capataces o los animales de un domador
desmesurado. Vio su cuerpo desecho, inflamado por la droga, los ojos inyectados y
grises, como muertos, su vientre que alguna vez considerara inmaculado lleno de
manchas rojas e irritado por la violación incesante de la piel, nuestra frontera íntima,
distante de sí misma, con una caneca entre las piernas para hacer sus necesidades
frente a los demás, como una película porno alemana filmada en una porqueriza o
imitando los artilugios más recónditos de sodomas y gomorras, reinventadas por los
siglos de los siglos, amén, llevados más allá de las indigencias del alma. Le entró la
ventolera de ser puta en la Bombonera y esas chicas a su alrededor, faltas de cuidado
paterno y proscritas del amor en pareja y de romanticismo, posiblemente, le parecieron
las mujeres más higiénicas y bienintencionadas sobre la faz de la tierra; su
responsabilidad de madres solteras cabezas de familia –la mayoría– o su
determinación por utilizar el único instrumento conocido para salir de la miseria –su
cuerpo– de una forma práctica y desprovista de juicios morales era inalienable; al día
siguiente, Saskia le llevó regalos a todas, le pagó el semestre de la universidad a dos de
ellas y consiguió un ginecólogo experto en profiláctica para que las examinara y les
diera consejos para ejercer la prostitución de manera responsable. Reina se enterneció
con la reacción y entendió a cabalidad el drama de su amiga, a quien abrazó y le ofreció
un chocolate santafereño para que ahogara sus penas. Imposibilitada para llorar
delante de los demás, Saskia se sintió como en su casa, puso con una cucharita los
pedazos de queso doble crema, entre el chocolate caliente y los fue sacando
derretidos, como cuando era niña; por segundos, cerró los ojos y recordó los latidos del
corazón de su madre durante los únicos meses en que se sintió protegida: en su
vientre, antes de nacer.

El Presidente Ananías Metileno fue invitado a la Casa Blanca –los norteamericanos


querían limar asperezas con Cundinamarca– y le aceptaron una comitiva de treinta

341
personas para la visita; como sabía que mi General Padrenuestro se negaría a
acompañarlo –por muchas razones, la principal era que no hablaba inglés, ni volaba en
avión– invitó a Celina para tener con quién asistir a la cena de gala ofrecida en su honor
y para que ella socializara con la esposa del Presidente de los Estados Unidos,
mientras los dos mandatarios trataban temas de Estado; mi General Padrenuestro le
pidió a su mujer que, en lo posible, no los fuera a dejar solos porque quería saber el
contenido de sus conversaciones, tal vez creía que, allá, como en la Quinta de Nariño,
los invitados pueden romper los protocolos y volver fiesta lo que empieza con un
brindis. Era evidente que el acercamiento con la gran potencia debía ser a espaldas del
Ministerio de Guerra, Defensa e Inteligencia pues, desde la Masacre de los Pájaros y
con las restricciones en las medidas de inmigración, el Ejército Nacional y la Oseta
demostraron que nos podíamos fortalecer sin contar con la ayuda de los gringos, lo que
tenía una innegable ventaja pues las fuerzas militares gozaban de una autonomía, en
sus acciones, como nunca antes, en su historia, la habían tenido y que era importante
mantener a toda costa. Eso de tener que contar con tecnología importada y personal
especializado, traído de Massachussets –por decir algo– para diseñar planes de
seguridad nacional o para chuzar un teléfono, no era una colaboración entre países
asociados para compartir, combatir y reparar los perjuicios de un mismo flagelo, sino
una estrategia del pez grande para comerse al pequeño. El Presidente Ananías se
preciaba de ser amigo del Presidente norteamericano; sin embargo, mi General
Padrenuestro fue muy enfático en manifestarle que, por más amigos que fueran, las
negociaciones eran más efectivas, si se mantenía en la férrea decisión de no ceder, de
no dar pasos atrás, ante la posibilidad de dejarlos, de nuevo “ayudarnos” con nuestras
dificultades, con la traqueada excusa de que, nuestros problemas, también eran de
ellos. Ananías Metileno era un hombre astuto, se molestaba –y con razón– de que mi
General Padrenuestro le diera la misma cantaleta cada vez que podía, siendo que
estaban sintonizados en el mismo derrotero de fortalecer al Estado, en lo militar, para
adquirir poder de negociación y no sólo con los Estados Unidos sino con nuestros
vecinos de frontera, con nuestra delincuencia, a nivel local y nuestra narco
delincuencia, a nivel global. Para enfrentar, esta última, mi General Padrenuestro no
contaba sino con la Interpol, pero a él le daba la impresión –inmerso en su creciente
autoestima– de que era más lo que nosotros los ayudábamos a ellos, que ellos a
nosotros. Ahora que lo pienso, puede que estuviera en lo cierto, Bogotá había
cambiado, era epítome del mundo libre y por lo tanto, mucho de lo que aquí se
fraguaba, al amparo del respeto por la disidencia y de los procesos de denuncia
internacionales, sobre absolutismos en otras latitudes, omisión de los derechos

342
humanos, abusos de poder y otros atropellos, eran voces, en contrario, que
encontraban un ambiente propicio al debate y a la organización de resistencias civiles y
militares; siempre y cuando –obviamente– que estos grupos no incurrieran en delitos
que afectaran a nuestros ciudadanos o que se perpetraran en nuestro suelo. Fue así
como recurrió a nosotros la República de Barinas Apure; uno de los países más
hermosos de la tierra, desde las llanuras del Arauca hasta la desembocadura del
Orinoco, que logró deshacerse de una clase política opresora, de familias advenedizas
y enriquecidas por el petróleo, liderado por un chafarote cuyo título era el de
Comandante Zamorano de la Nación en honor al prócer Ezequiel Zamora quien en el
siglo XIX, después de la Independencia, fue el principal impulsador de la reforma agraria
en los territorios de Guárico y Apure. Si bien se quedó más de la cuenta en el poder, el
Comandante Zamorano logró devolverle los privilegios de la democracia al pueblo;
muy amigo de mi General Padrenuestro, aquí estuvo en Bogotá las veces que tuvo que
replegarse a pensar en la forma de alcanzar la presidencia; finalmente –después de
dos golpes de Estado, fallidos– fue elegido por voto popular y nunca dejó de ser un
aliado nuestro contra el vasallaje de los Estados Unidos. Era un hombre altisonante, no
se callaba nunca, todo lo decía sin que mediara –entre la formación cerebral de la
palabra y su expulsión por la boca– reflexión alguna; “ese mancancán habla sin
puntuación” le escuché decir un día a mi General Padrenuestro cuando lo ayudamos
con un diferendo que tenía, su país, con la República de Santander, un Estado con el
que compartimos frontera, nosotros por el norte, ellos por el sur y que alegaba ser
dueño de más de la mitad del Arauca, región ganadera y rica en hidrocarburos;
estuvieron muchas veces, a punto de irse a la guerra, pero los buenos oficios de juristas
e internacionalistas lograron dilatar las decisiones que no fueran unánimes y hasta casi
finalizado el siglo XX existía una línea fronteriza, bastante difusa, entre el río Arauca y el
río Casanare que los barineses apureños corrían a su antojo con el argumento de que
los santandereanos no habían tenido, desde la Independencia, voluntad de explotar
esas tierras. Barinas Apure, en cambio, hasta refinerías construyó para beneficio de la
región, ofreciéndole precios especiales del crudo a los santandereanos y a sus demás
vecinos. Cierto o no, al Comandante Zamorano, un hombre “de acción y no de
reacción” –como repetía, él, en interminables alocuciones radiales, dominicales, en las
que trataba los problemas álgidos del país a la luz de su sapiencia en los temas más
profundos del devenir humano– se le ocurrió una solución inusual, al diferendo, que la
República de Santander aceptó ipso facto: firmarían un tratado fronterizo definido por
los resultados de un partido de fútbol que se jugaría entre las selecciones nacionales de
ambos países. El encuentro se llevaría a cabo en Bogotá, en el Campín –cancha

343
neutral– y el Presidente Ananías sería garante y testigo del proceso junto con la Fifa,
que exhortó a los demás países en conflicto, a hacer lo mismo. Se determinó de
antemano que, de ganar Barinas Apure, la frontera quedaría en el río Casanare y de
ganar Santander quedaría en el río Arauca; de empatar, se trazaría una línea divisoria
entre las dos delimitaciones geográficas.

Perdió Barinas Apure, que no metió ningún gol y se dejó anotar tres. Esa tarde
apoteósica ambos países trajeron cantantes, porristas y actos circenses; mi General
Padrenuestro aprovechó para llevar a sus hijas y los medios de comunicación se
pelearon por tomarles fotos: Martina se fastidiaba un poco con ese protagonismo
gratuito, Eulalia modelaba y Carmen ahuyentaba las cámaras con la amenaza de untar
los lentes con bolas de helado. Andulima y yo las cuidábamos y no era tarea fácil porque
las tres, gracias a que su padre las dejaba hacer cualquier cosa, eran dueñas de una
holgada independencia y la ejercían bajo el influjo de esa imperiosa necesidad, que
tienen los hermanos, de quererse diferenciar entre ellos. Mi General Padrenuestro
parecía más entretenido con sus binoculares que con el partido y antes de finalizar el
primer tiempo, se levantó de un salto y con voz queda pero enfática, exclamó: “¡Pero
cómo soy de guevón!” y se hizo a dos soldados para que lo acompañaran al
parqueadero. Se había acostumbrado a guardar fajos de billetes grandes en las
guanteras, de los vehículos que lo transportaban, para lo que pudiera ofrecerse; urgió a
Reyes y a Polanía para que le pusieran de frente a un par de fotógrafos, de los que se
encontraban en las graderías del estadio y ellos le llevaron cinco. “Soy el General
Padrenuestro” les dijo, los formó como si fueran soldados y a cada uno le dio quinientos
mil pesos para que tomaran fotos de las personas alrededor del Comandante
Zamorano; ofreció además dos millones de pesos –se los mostró– a quien tomara la
mayor cantidad en menor tiempo y reiteró, para dejar las reglas claras antes de volver al
palco presidencial: “Al que se pase de listo y se ponga de sapo, yo mismo le meto la
cámara y los lentes por el culo”. Mi General Padrenuestro era malpensado por
naturaleza –eso lo sabemos– pero sentía que la vida cómoda y la distancia que su
investidura ponía entre él y el peligro, le hicieron perder la habilidad de olfatear los
riesgos; “puede que no sea nada, Lugarte, pero me pareció ver entre la muchedumbre a
Eduardo y a Gustavo Espinel Ricaurte y eso no me gusta” me susurró, con dudas,
cuando volvió del parqueadero. Después de la Masacre de los Pájaros, lejos de haber
guardado un bajo perfil, sus actividades delincuenciales se multiplicaron, al igual que
sus ingresos y su posición dentro de la, cada vez más poderosa, familia Espinel. Quién
sabe quién más estaría en el Campín en esa ocasión, aprovechando que las

344
autoridades cundinamarquesas no iban a causar un escándalo que empañara nuestra,
bien ganada, imagen de país neutral y proveedor de garantías, sede de diálogo y
componenda de litigios entre otros países. “Es que esto nos da buena prensa
internacional” le comentaba el Presidente Ananías a mi General Padrenuestro cuando,
éste, le decía que a duras penas alcanzábamos a lidiar con nuestros problemas
internos como para estar pendientes de los de los demás; pero ¡la verdad! es que el
Presidente tenía razón: pasamos de ser un país que se mira el ombligo, a uno que
estaba empezando a actuar de acuerdo a su posición global; reconocimiento,
ciertamente, importante y que privilegiaba nuestra independencia, dentro del marasmo
de las naciones que los gringos, con tono de poca importancia, llaman “south of the
border”. Con relativo éxito tratábamos de sacudirnos el estigma de ser los amos y
señores del negocio de la cocaína, señalamiento que, entrado el tercer milenio, habría
de cambiar. Cuando llegamos de vuelta a la casa, la tarde del partido, Celina nos recibió
y Carmen pasó de largo, subió las escaleras del patio y desde la baranda de arriba, para
que todos la oyéramos, gritó: “¡Mi papá dijo la palabra: güevón!” Mi General
Padrenuestro fue el primero en reírse, subió de dos zancadas las escaleras y entre
resoplidos y falta de aire la llevó alzada hasta su cuarto, que aún compartía con Eulalia;
detrás de ellos, llegaron las otras dos niñas y como tres bellas, le hicieron cosquillas a la
bestia y se dejaron inmovilizar, hasta caber en uno sólo de sus abrazos sobrehumanos
que eran como de oso o manatí.

Las fotografías del partido de fútbol llegaron a la Oseta al día siguiente, pero las floppies
tardaron tres días en escanear las que no estaban digitalizadas –que eran la mayoría–
y en vincularlas con el programa de reconocimiento facial que, en hora y media,
clasificó las fotos de acuerdo con cada persona; me explico: si a una misma persona le
tomaron veinticinco fotos, no importa que estuviera de frente, de lado, hacia arriba o
hacia abajo, el programa las agrupaba y seleccionaba la foto más precisa de sus rasgos
físicos. De casi dos mil fotografías, identificamos a sesenta y cinco personas, cuyo
único elemento en común era haberse sentado junto o relativamente cerca al
Comandante Zamorano en el estadio El Campín. Aunque identificamos a los hermanos
Espinel que mi General Padrenuestro había visto, a seis ministros de Estado, dos
modelos, una cantante, una presentadora de televisión, dos diplomáticos, uno europeo
y el otro africano, que, en el pasado, presentaron credenciales en Cundinamarca y un
par de soldados, entrenados por nosotros, que fueron a parar de escoltas del líder
barinés apureño, los demás eran desconocidos, pero algunos rostros parecían
familiares. Desde el principio, la idea fue comparar esas caras con las de las fotografías

345
que Quesada y Roxana consiguieron en Panamá y por las cuales pagaron cifras
astronómicas a los escasos y discretos fotógrafos contratados para el magno evento
del Bastidas Grand Hotel; con éstas se hizo el mismo ejercicio y voilá –hace rato quería
poner una palabra en francés– aparecieron once coincidencias de las cuales solo una
se pudo identificar: la inefable y nunca bien ponderada Saskia, con su piel tan
alborotada como sus ojos y “con los calzones, en las orejas” diría Polanía, refiriéndose
a esas tanguitas de un solo hilito que se marcan en el vestido a la altura de los riñones.
Llamamos a Saskia de inmediato y con la escandola de siempre, hablando por el
celular como si fuera un altavoz, llegó aperada de joyas y dejando una estela fragante
de Primavera Lusitana –by Fabrizio Ercole– a su paso. La sentamos frente al
computador, pero ella manifestó que estaba de afán y que no prestaría un ojo, ni
movería un dedo hasta no ver a mi General Padrenuestro; la recibió en su oficina del
último piso, con él estaban Celina y el Presidente Ananías; ambos recordaban, por
supuesto, el atavío de esmeraldas –como si fueran lentejuelas– ceñido al cuerpo que
Saskia llevaba para la inauguración de Las Hamacas. A Saskia le dio pena –porque el
rubor se le salía cuando se sentía en desventaja– poner a funcionar sus artimañas de
ave rapaz frente a Celina, sin embargo cuando el Presidente le preguntó con cuál de los
mellizos estaba casada, ella contestó: “Con ninguno, estimado Presidente” y
triangulando el punto más visible de sus piernas con el del escote, hizo un giro hacia él,
muy preciso, se sentó al otro extremo del mismo sofá y siguió diciendo: “Vivo con los
dos pero soy soltera y estoy disponible para lo que sea”; mi General Padrenuestro
interrumpió –muy a tiempo– con palabras amables y un titánico carraspeó gutural y
acto seguido, el primer mandatario se despidió de Celina cariñosamente y a Saskia le
pidió permiso, evitando cualquier acercamiento, más allá de la mera diplomacia, pues
algo conocía sobre su prontuario social y delictivo. Las dos mujeres se fumaron un
cigarrillo y hablaron cosas de señoras, cosas de señoras ricas que se podían compartir,
aunque entre las dos existiera un velado recelo; Celina le contó sobre su invitación a la
Casa Blanca y Saskia, con disimulo, se llenó de rabia, pues se trataba de una afrenta
directa a una de sus más recurrentes fantasías: ella de Primera Dama de la Nación,
llegando a la Base Aérea Andrews, en verano, saludando a las cadenas de televisión y
luciendo su vestido corto de Carolina Herrera, sus joyas de Valentino, su perfume de
Oscar de la Renta, sus zapatos de Louboutin, su cartera de Prada, su lencería de
Sherazade y su lipstick de Chanel: ¡no era más! sus elegancias quedaban esparcidas,
por la oficina oval, mientras el Presidente de los Estados Unidos salvaba al mundo, de
una crisis nuclear, al tiempo que la penetraba sobre el mismo escritorio debajo del cual
se escondió una vez John Kennedy cuando tenía dos años. Lo cierto es que ese sueño

346
recurrente de Saskia –tal y como se lo contó a Reina, tomando chocolate en la
Bombonera– rara vez pasaba de las escaleras del avión y en noches de desaliento,
ella, rodaba hasta el asfalto y los altos dignatarios sacaban sus garras, retráctiles, de
aves carroñeras que, entre chillidos bestiales, la despojaban de todo; ella los veía
aletear con el pico lleno de brillantes y alejarse mientras la dejaban botada, desnuda,
junto a la rueda gigante del Air Force One, sola, con la vagina en forma de cuerno de la
abundancia pero vacía, abierta de par en par: por donde salía un eco que, a martillazos,
la despertaba con sobresalto.

Mientras bajaba en ascensor al piso de la tecnología informática, Saskia pensó que le


quedaba, aún, la oportunidad de que alguno de los mellizos fuera, algún día, elegido a
la Presidencia de la República y eso, por lo menos, le sacó una sonrisa inadvertida. La
requisaron de nuevo, con un detector, se lo pusieron tan cerca que ella se molestó
“tengo una T de cobre, si eso es lo que quieren saber” manifestó, más contrariada que
sarcástica y cuando mi General Padrenuestro entró al recinto, veinte minutos después,
Saskia estaba frente al computador, frente a las caras de once personas que asistieron
tanto a la fiesta del Bastidas Grand Hotel en Panamá como al partido de fútbol entre las
selecciones de Barinas Apure y Santander: coincidencias que dejaban de ser
coincidenciales; ella, con sólo verlas, levantó la voz: “¡Todos son Espinel!” y por más
que se esforzó no se acordó de ningún nombre, salvo del de José María, a quien
identificó y quien la invitó a la fiesta –según dijo– con varias semanas de anticipación.
“¡Pura mierda, vieja hijueputa!” rugió Blas, quien esa mañana había transportado
panela entre Bogotá y San Juan de Rioseco, la zona de despeje; mi General
Padrenuestro se molestó con su rabieta y le pidió que se retirara; éste salió regañado
pero permaneció cerca a la puerta de cristal blindado, mirando hacia adentro y con cara
de estar entendiendo lo que podía ver, pero no oír. En los últimos años, los
investigadores y técnicos de la Oseta no dejaron de alimentar, con información visual,
nuestros computadores y refinaron la creciente base de datos, clasificándola entre
delincuentes de alta, mediana y mínima peligrosidad. Al cruzar los campos de
información con las once fotos, el programa reconoció a dos de ellos: Saturnino y
Venancio Pascuas y ¡oh sorpresa! al mentado José María Espinel lo identificó, nada
más ni nada menos, como al Crespo Carrascal, Comandante en Jefe del Comando
Machacán y quien llevaba un tiempo haciéndose llamar Comandante Septentrional,
para distinguirse del Turco y del Jeque. Desesperado Blas le pegaba al vidrio, pero
nadie lo escuchaba, ni los golpes con su manojo de llaves, ni sus gritos; por fin logró
entrar de nuevo al recinto, al tiempo con dos floppies que activaron la puerta con sus

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claves cifradas y de inmediato señaló las mismas fotografías de los dos personajes,
plenamente identificados y a quienes manifestó haber visto en la zona de despeje. “Los
conocen como a los Primos Pascuas, a esos malparidos y son los dueños de una
licorera” manifestó Blas, mostrando sus dientes afilados y amarillos de perro bravo o
“bestia del apocalipsis” como lo llamaba Reyes a sus espaldas, no se fuera a ganar uno
de sus famosos pellizcos de alicate que aplicaba retorciendo sus nudillos en extremo
huesudos. “¡Puta! Muchos güevones haber hecho cipote descubrimiento delante de
Saskia” expresó mi General Padrenuestro apenas ella salió de la Oseta. La vimos,
desde la ventana, subirse a su Maserati color naranja, rodeada de un séquito de cuatro
automotores y veinte guardaespaldas. “Es curioso” comentó Reyes “siempre llevan lo
último en armamento ruso” remató, dejando, en el aire, la pregunta implícita de ¿cómo
será que lo consiguen? Mi General Padrenuestro dio la orden de seguir cruzando
información con el programa de reconocimiento facial y obtener bases de datos de la
Interpol, de la DBA y de la SUSIE, de ser posible y aprovechando que los gringos se
estaban mostrando colaborativos, de nuevo. Estaba prohibido fumar en el piso de la
tecnología y a mi General Padrenuestro le costaba trabajo acostumbrarse, por lo que
se le vio ansioso y con ganas de irse, desde que entró; yo hubiera jurado que él no sintió
nada o que su cuerpo no reaccionó –como era usual– con la presencia de Saskia, pero
estaba equivocado: mi General Padrenuestro nos reunió, a puerta cerrada, para
decirnos que Saskia pasaba a la categoría de Enemigo Público Número Uno de la
Nación, lo que demostraba que no íbamos a dejarnos manipular más por sus retorcidas
intenciones, ni a quedarnos pegados a sus tetas como si fueran biberones de
aguardiente. “¿Explíqueme, Lugarte, por qué razón esa vieja hijueputa me mandó al
infierno y ahora se aparece en Las Hamacas y aquí como si nada hubiera pasado?”
preguntó mi General Padrenuestro –como para sí mismo– en el ascensor, donde
tampoco se podía fumar pero ahí, sí, no le importaba; sus profundas bocanadas
llenaban el escaso aire y procuraba escupir en la franja de espacio que queda, en el
piso, hacia el vacío, cuando se abre la puerta automática.

Saskia se reivindicó con la vida; se demostró a sí misma que no era una zorra y una
drogadicta empedernida; llevaba casi dos meses limpia de sustancias que alteraran su
mente o dañaran su cuerpo. Un psiquiatra le explicó que el sexo era, también, una
forma de mandarle señales al cerebro para segregar potentes químicos, a nivel de las
neuronas, capaces de producir una tremenda sensación de tranquilidad, de luchar
contra esas angustias acumuladas con el paso de los años y aquellas, más fuertes, que
tenemos guardadas desde la infancia. Salieron a relucir durante las sesiones, la total

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ausencia de sus padres, muertos en circunstancias desconocidas y el maltrato de su
octogenario abuelo durante su niñez, austera, desprovista de abrazos y llena de baños
obligatorios con agua fría a las cinco de la mañana. La psicoterapia la hizo acordarse de
las grandes cucharadas de aceite de hígado de bacalao que se tragaba, a la fuerza,
mientras le tapaban la nariz, lo mismo que la falta de preocupación del viejo por las
cosas de ella, su única familia, su casi hija; salvo de sus tareas escolares que revisaba
con minucia extrema y sobre las cuales le tomaba la lección, con una regla plástica, en
mano, para pegarle en los muslos yertos de la madrugada cuando se equivocaba, no le
importaba imponerle cargas inauditas con libros sacados de la Biblioteca Nacional de
Cundinamarca; pero, esto, lejos de crear una alianza con su abuelo, le daba excusas a
él para meterse entre su cama de niña impúber y justificar actos horrendos que, por
sufrirlos en carne propia, le parecían aún peores que los de sus lecturas: un hombre
que asesinó con una hacha a la dueña de una casa de empeño; un joven que, como
Blancanieves, no fue sacrificado al nacer y terminó matando a su verdadero padre,
teniendo sexo con su verdadera madre y sacándose los ojos; una mujer que, entre la
pasión y el rigor social, no encuentra más alivio que ofrecer su cabeza a las ruedas de
un tren, saliendo de la estación; un doctor inglés que se inventa una poción que lo
convierte en su yo abominable, asesino, cuyo antídoto le juega malas pasadas; una
madre que se come la carne de sus propios hijos preparados como la menudencia de
una exquisita torta y es asesinada después por quien organiza el banquete. Entre
muchas otras obras escogidas por su abuelo, Saskia conoce también una formulación
del infierno, del purgatorio y del paraíso que puntualiza en las penas impuestas a las
debilidades de los hombres, la cual la devora por dentro y la enfrenta a los miedos del
ser humano, mientras sus amiguitas demoran un año escolar en leer Las Aventuras de
Alicia en el País de las Maravillas, que si bien es una obra que ella amó por su gran
poder metafórico, le parecía ridículo que la profesora dijera, como si nada, que el
Conejo Blanco era: el mismísimo Ángel de la Guarda.

Saskia contrató al fisioterapista más gay de Bogotá, para no tener tentaciones y para
que, por las mañanas, le hiciera ejercicios de estiramiento, con bandas elásticas de
color amarillo, una pelota roja grande, que le generaba calorcito en los labios de su
vagina y un aparato de madera que parecía más un instrumento de tortura, utilizado
para practicar unos ejercicios que se estaban poniendo de moda: El Pilates. Después
iba al gimnasio, dedicaba un par de horas a sus rutinas cardiovasculares o pasaba el
día en su finca de La Vega nadando en su inmensa piscina. Almorzaba de forma
equilibrada y por la tardecita era que le entraban unas ganas irrefrenables de sexo; se

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contentó –por un rato– a punta de juguetes mágicos que guardaba bajo llave, en el
baño, mientras recuperaba la confianza con los mellizos y se les arrodillaba, pero no a
pedirles perdón, sino, a sacarles ese pedazo de ellos que era, dentro de su particular
escala de intensidades, lo más cercano a la felicidad. Imaginó, durante ese pequeño
lapso de recuperación, una vida lejos del recuerdo del cuerpo infame, con una
esvástica tatuada en la tetilla, que repetía los estragos de las Schutzstaffel en su
montecito de Venus, cuando malamente creía que era un sitio destinado a los dioses.
Una mañana visitó a su amiga Reina; necesitaba hablar con alguien. La encontró
cocinando bizcochuelos, a los que les echaba brandy en grandes cantidades: le pidió
disculpas por ponerla en el problema de hacerla pasar por una de las prostitutas de la
Bombonera y le habló de sus esfuerzos, los que estaba haciendo, por salir de sus
vicios; “la plata es dañina” le dijo y no sabía, muy bien, cómo llegar al meollo de la
conversación, cómo arrancarse esas puntadas mal hechas, esos cosidos, esas grapas
quirúrgicas que le estaban sosteniendo el alma. Reina la invitó a pasar a la cómoda sala
de estar, le sirvió un chocolate gigante y le acercó bolsitas de sacarina para que su
invitada se lo tomara tranquila. Al rato, Saskia empezó a soltar la lengua: le contó a
Reina –ocultando detalles íntimos– de su relación con los mellizos y la forma como los
trató en Panamá; le confesó su afán desmedido por acostarse con hombres y mujeres y
le hizo un relato –este sí pormenorizado– de su vida criminal. Reina teniendo la vida,
que tuvo, no se sorprendió con nada; además, la fama de narcotraficante de Saskia y
de sus interminables rumbas era bastante conocida; suponía, sin embargo, que debía
haber algo más de fondo en la visita de su amiga a quien, dicho sea de paso, le había
tomado cariño porque la sentía como un alma gemela y con razones de sobra, también,
para desquitarse de los abusos que marcaron su juventud. No le extrañó, tampoco, lo
que le dijo a continuación: que decidió olvidarse de su odio hacia el General
Padrenuestro, porque le parecía sano reconocer que no podía desearle la muerte, a
todos los hombres que no pudiera manipular, que la ofendieran en su amor propio, de la
misma forma como ella lo hacía con otros y que –sin duda– eran más poderosos que
ella. Reina la dejó llorar, recostarse en el sofá capitoneado de tela chintz cereza y oro de
referencia Madagascar que mandó traer del Corte Inglés; cuando Saskia cayó dormida,
Reina le puso una cobija de lanilla encima y la miró, enternecida y con una caricia
amable, le quitó el pelo de la cara “ya se le pasará” pensó “¡el odio no se quita, así no
más, con sólo decirlo; no existe el conjuro!”

“¿Te puedo decir algo, mi bonito, pero no te vayas a molestar?” me preguntó Andulima
en el patio, mientras Eulalia jugaba oaa… sin moverme… oaa… sin hablar… oaa… con

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una mano… oaa… con la otra… y hacía rebotar, en cada frase, una pelota contra la
pared. Asentí y señalando con los labios hacia la baranda de la escalera, nos corrimos,
hacia allá y me habló al oído “no te vayas a voltear pero ese es el tipo más divino que he
visto en mi vida”. Pues claro que me volteé y claro que era un tipo bien parecido: era el
profesor de inglés de Celina que la asistía en un curso de conversación intensiva en el
cual, durante días enteros, hablaban el idioma durante las veinticuatro horas, sobre
cosas de la vida cotidiana, sobre temas de actualidad y con lapsos para leer en voz alta,
compartir y analizar las lecturas; una tutoría personalizada, costosa pero efectiva, para
llegar preparada al encuentro con el Presidente de los Estados Unidos y con su esposa.
Celina hablaba con acento, pero bastante bien, porque, antes de cumplir veinte años,
había atendido a un cliente californiano que se enamoró de ella y que la invitó a una
larga travesía, sin hablar ni papa de español. Celina conoció con él los siete mares,
pero como los techos de los hoteles no difieren mucho, de una ciudad a otra, confundía
a Estambul con Trípoli o a Liverpool con Lisboa; en la correría final por Acapulco,
Zihuatanejo y Puerto Vallarta y con la seguridad que infiere el conocimiento de otro
idioma, a la altura de Mazatlán mientras esperaban en una gasolinera, Celina le dijo:
“My love, let me go to the bathroom, I'll be right back” y hasta el sol de hoy no volvió a
verlo, ni a encontrarse con él. Celina le mostró una teta a un camionero para que la
sacara de ahí y a la media hora le mostró la otra para que la llevara hasta el aeropuerto
internacional más cercano. Dos días después, en una esquina de San Diego, el
camionero la despojó de su plata y de los calzones blancos, que llevaba puestos, con
puntos en forma de mandarina y agregó: “To remember you by, sweetheart”. Cuando la
fue a patear para botarla de la tractomula, Celina le puso una cruceta en las costillas y le
gritó: “Now, you take me to Disneyland, fucking son of a bitch or I'll break your balls” y así
fue como conoció a Tribilín, su héroe de las historietas que leía de niña y que bien valía
la mamada que le pegó al camionero cuando, éste, le devolvió la plata. “Keep the
panties” terminó diciendo, ella, antes de saltar a la acera y alejarse sin despedirse.
Celina nunca nos contó cómo regresó pero lo que sí nos dio a entender es que fue un
viaje muy didáctico, que impulsó su carrera porque, en lo sucesivo, tuvo muchos
clientes turistas que, por “culear en inglés” así dijo, la contrataban en dólares, como
acompañante mientras duraban sus estadías en Cundinamarca.

En Washington, Celina causó sensación; sus piernas color canela recorriendo el


Capitolio con una falda de pliegues abiertos a un costado, es una imagen que los
senadores de Utah, Idaho y Nevada, designados para mostrarle los frescos y los frisos
de la historia norteamericana y el monumento a Lincoln, aún no olvidan. Cuando las

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autoridades se enteraron de que era la esposa de mi General Padrenuestro, redoblaron
la seguridad de la comitiva cundinamarquesa, no fuera a tratarse de alguna treta
peligrosa pues la mujer no era, técnicamente, una primera dama y su esposo era lo que
llamaban “una persona de interés” para indicar que sus movimientos no sólo no
pasaban desapercibidos, sino que eran analizados por la CIA, la SUSIE y el FBI. Como era
de suponerse, le pararon más atención a ella que a nuestro Presidente quien, como
todos los hombres, prefirió ser envidiado por estar al lado de una mujer con las curvas
de la Cordillera de los Andes y el trópico entre sus muslos y axilas, que por ser uno de
los lideres del continente, de un país que se estaba dando el lujo de rechazar las
magnánimas alianzas de cooperación con la poderosa unión de los Estados Unidos de
Norteamérica. El éxito diplomático de la visita fue limitado, pero en los medios, Celina la
hizo memorable: salió en la portada de Newsweek y apareció en el listado de las
mujeres más influyentes del mundo de la Revista People. A los gringos, entre dirigentes
y políticos que estuvieron en su presencia, nunca les volvió a encajar la mandíbula y
Hugh Hefner le mandó propuestas decentes de modelaje, pero indecentes para una
mujer en visita diplomática; Celina rechazó el ofrecimiento pero el magnate, con hablar
almibarado y grueso, la llamó, en persona, para decirle que la estaría pensando mucho
la próxima vez que se quitara sus piyamas. Por su parte, el Presidente Ananías duró
meses enteros masturbándose con la fantasía de que ella era en realidad la primera
dama, su primera dama; sus siestas en Las Hamacas se le volvieron insoportables;
Celina intuía, este desbordado sentimiento, pero a la vez se sentía agradecida porque,
por primera vez, su vida gozaba de la cercanía de un hombre culto, capaz de dar
contextos históricos a las conversaciones o de distinguir un vino cálido de uno más frío
o astringente. Ávido conocedor de la geografía y de la actualidad económica, política y
social, Ananías Metileno conoció muy joven, en Bogotá, a Salvador Allende; se
involucró por intereses periodísticos en la crisis del Líbano y fue convocado, en más de
una ocasión, por el Rey Juan Carlos de Borbón para escuchar sus opiniones sobre el
Frente Polisario y la suerte del Sahara Occidental. Aunque Celina la pasó muy bien en
Washington, él no se aguantó las ganas de hacerle alguna sutil insinuación verbal que
ella dejó pasar con suma habilidad. Al volver, Celina buscó al hermoso profesor de
Inglés y dedicó las tardes a desvestirlo con un furor de mujer madura, mientras, desde
su celular, colaboraba con las múltiples organizaciones-no-gubernamentales, en las
que el Presidente Ananías la involucró, en un fallido intento por tenerla cerca y llenarla
de atenciones; que no fueron tantas, pero sí distantes e indirectas, teniendo en cuenta
que, al tiempo con su marido, tenían a cargo los avatares e imponderables de nuestro
país.

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Los primos Saturnino y Venancio Pascuas sabían que la legislación de Cundinamarca,
en lo referente a los puntos estratégicos de prostitución (PEPS), había cambiado; fueron
aprobados y reglamentados, a una distancia no mayor de veinte kilómetros a la
redonda de las guarniciones militares y su puesta en marcha debía ser por cuenta del
Estado o de particulares que contrataran con éste “(…) para salvaguardar la integridad
física, mental y espiritual de las fuerzas militares encargadas del orden público, su
aflojamiento y distensión, así como un desinteresado servicio comunitario para la
población masculina (…)” como versaba el inciso y con eso tuvieron, el par de primos,
para ponerse a la tarea de hacerlos realidad, con el argumento de que, aunque no
hubiera Ejército Nacional circundante, se trataba de “una zona de distensión” es decir
que, por definición, era imperativo proveer este tipo de asistencia “so pena de generar
un decaimiento de la moral que pudiera afectar los ánimos del gran acuerdo por la paz
de nuestro país” así lo expresaron “estas joyitas de a peso” como los llamó Blas, desde
que decidió tenerlos entre su par de ojos. El Comisionado Mayor para la Paz, doctor
Aldemar Esteban Chupacabras –cargo que existe desde las épocas del Presidente
Nicéforo– se reunió con el General Padrenuestro para discutir el comunicado de tal
requisición y optaron por acceder a que, sin hacer mayor alharaca al respecto –pues
“¿qué daño podían hacer unas cuantas puticas cerca?” pensaron ambos– debían
aceptar e impulsar tal complacencia pues, al fin y al cabo, se trataba de una región que,
en pocos meses, se sobrepobló de hombres. Cuando la prensa y los noticieros se
percataron del hecho, ya estaban instalados y funcionando tres establecimientos PEPS:
La Pájara Pinta, la Cucharera y la Piragua de Guillermo Cubillos –atendidos por “chicas
de todos los vecindarios” según su publicidad– y cuando los medios de comunicación
fueron a poner el grito en el cielo se dieron cuenta de que, también, eran lugares
indispensables para que sus periodistas se amañaran, en el enclave noticioso del
momento y muy a su pesar se callaron; aunque no hubiera sido una estentórea primicia,
sí se perdió la oportunidad de poner titulares como: “El amor y la paz van de la mano”,
“Se distensiona aún más la zona” o “San Juan ya no es un río seco” etcétera, etcétera,
etcétera. Se trasladaron de Zipaquirá, Girardot, Silvania, Puerto Salgar, Choachí,
Villapinzón, Ubaté, Facatativá y otras ciudades importantes del país, mujeres
dadivosas con su cuerpo, dispuestas a cuadrarse una buena plata y ¿por qué no? a
levantarse un machacán-guerrillero-narcotraficante para asentarse y tener familia una
vez reinsertados a la vida civil. Esa posibilidad sería la salvación de muchas y no
dudaron en hacerse los exámenes médicos necesarios, declararse a regañadientes
trabajadoras sexuales y para estar a tono con el proceso, abrirle las piernas a la paz.

353
Los primos Pascuas, que tenían una historia complicada de adulteramiento de bebidas
alcohólicas, proxenetismo y distribución de drogas, fueron los beneficiarios absolutos
de ese ingente esfuerzo por llevar lo mejorcito de nuestra sociedad femenina y
participativa a San Juan de Rioseco donde, por no pisar callos, a las cuatro puticas que
ejercían en la zona, las nombraron guías turísticas y ganaban comisión por cada cliente
que llevaran a los mencionados sitios de esparcimiento y relajo.

A Blas no le hizo falta evidenciarlo en la Oseta para darse cuenta de que los primos
Pascuas eran un par de tipos peligrosos, como ellos solos; vivían rodeados de un
enjambre de ayudantes que, a juzgar por la forma como interactuaban, parecían más
subordinados de una organización a la cual le rendían cuentas, que meros muertos de
hambre haciendo trabajitos a destajo. Por lo menos, tres de ellos, tenían teléfonos
satelitales y se movilizaban en unas camionetas demasiado lujosas, incluso para los
estándares de Bogotá. “Estos tipos traman algo grande, mi General” recalcó Blas
durante las reuniones siguientes al partido en el Campín, sobre el cual manifestaron
varios periodistas que Barinas Apure se había dejado ganar y que, así las fronteras del
Arauca cambiaran, los santandereanos estarían obligados, por costos y falta de
experiencia, a contratar con las empresas de explotación y refinería existentes dentro
del área redemarcada. Mi General Padrenuestro viajó a Ciudad Barinas, la capital, para
verse con el Comandante Zamorano y recorrió los más de setecientos kilómetros en
una caravana de ciento cincuenta vehículos, entre camionetas, carros y motocicletas;
quería demostrar el poder y la eficiencia de nuestros dispositivos de seguridad, a la vez
que se vio obligado a revelar ante la prensa lo que era un secreto a voces, que mi
General Padrenuestro, en los días de su vida, nunca se subió –ni se subiría– a un avión.
“Soy un animal de tierra, rastrero, de sangre caliente, no tengo nada que hacer en el
aire” se le escucho decir varias veces y de esas, algunas añadía “y si me tocara ir a una
isla en la puta mierda, pues mando traer la isla ¡qué carajo!”

Los mellizos trabajaron en el Concilio Parlamentario con inusitado ahínco, con el


objetivo primordial de limpiar su nombre, de desligarse de sus negocios ilícitos y
generar otros que estuvieran dentro del marco de la ley, que funcionaran y que
produjeran los suficientes dividendos para justificar su estilo de vida; era importante
que no fueran empresas fachada –de papel– con contabilidades inventadas, dedicadas
al lavado de capitales, a veces más truculentas que el mismo tráfico de los
estupefacientes. Su estrategia estaba también, tristemente, diseñada para liberarse de
Saskia, de su intemperancia y de sus cambios abruptos de personalidad, que acabaron

354
con lo que fuera motivo de felicidad para los tres, mientras duró; la querían, eso era
cierto y aún la deseaban –cómo no– nadie se sustrae con facilidad a una sexualidad tan
arrolladora, pero los seducía más el poder y estaban dispuestos a actuar en
consecuencia. Saskia, por su lado, retomó el riguroso control de las operaciones del
negocio, para calmarlos y devolverlos al redil –al fin y al cabo eran su familia– y porque
no podía haber un significado más demostrativo de la derrota, que perderlos, con el
dolor, además, de que los alejó por situaciones en las que ella se consideraba la única
culpable. El problema es que rebasaron, hacía rato, la frontera de las conversaciones,
ellos no querían volver a verla y se lo hicieron saber de la peor forma posible, por medio
de una firma de abogados: Rolando Javier Tarrazona e Hijos, que la requirió para
disolver el conglomerado económico que crearon juntos. Decidida –repito– a retomar el
control de las operaciones viajó a Zacambú, donde encontró un pueblo ucraniano en la
mitad del Amazonas. Figueras y la Australiana tenían dos hijos que hablaban un
mazacote de ruso, inglés y portugués; habían construido una escuela para los niños
más grandecitos y respondían, administrativamente hablando, a Yuri y a Volodia a
quienes los mellizos apoderaron para dirigir lo que, entre ellos, llamaban la Blue Kiev
Corporation. La organización se vio obligada a recurrir a productores externos, en su
mayoría guerrilleros, que aprendieron a elaborar la cocaína azul y vendieron la fórmula
en el exterior, razón por la cual la competencia, en los mercados internacionales, se
volvió feroz; se mantuvieron a flote gracias al oleoducto, porque eran de los pocos
narcotraficantes que tenían un porcentaje tan alto, de éxito, en el contrabando de la
droga hacia los Estados Unidos, pero su participación en los nuevos mercados: la
Cuenca del Pacífico, el Medio Oriente, el Mediterráneo y Suramérica, era nula. De
nuevo, Saskia se sintió culpable por no haber explorado otras posibilidades y haberse
diversificado a tiempo; durante su estadía en la selva se dio cuenta que proliferaron, en
un santiamén, los focos de violencia porque el negocio del bazuco operaba entre el
lumpen de los asentamientos humanos a orillas del Amazonas y porque el Comando
Machacán y las demás narcoguerrillas, de otras latitudes, estaban cerrando el cerco
sobre Zacambú para quedarse con el laboratorio y ofrecerle mayor participación a los
ucranianos. Ampliamente conocidos, los nuevos actores, eran sanguinarios y
protagonistas ocasionales de masacres –la mayoría innecesarias– pero montadas con
mucha teatralidad: sangre a chorros –estilo Tarantino– gargantas degolladas, vísceras
como enredaderas, donde se posaban las aves carroñeras a negociar el botín, con el
único objetivo de demostrar poderío y control en la región. Hasta los niños andaban
armados y muy jóvenes, se independizaban como asesinos a sueldo, cobradores o
simples rateros que, en cada atraco, dejaban un cuerpo o más, abaleados sin piedad.

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En Leticia el robo de un tomate o un cigarrillo, por ejemplo, terminaba en un
enfrentamiento en el que terciaban pistolas de nueve milímetros y mini-uzis. Saskia se
sintió compelida a regresar a Bogotá y vomitó durante el trayecto, sin siquiera terminar
su periplo a Punta Tijeras e Islamorada. Se refugió en su inmensa casa de la isla Gran
Caimán para tomarse dos semanas de descanso, pero a los dos días –los últimos dos
días de calma que tendría en su vida– llegaron Yuri y Volodia para darle la dura noticia
del desastre, aquel que la empobrecería y del cual sólo vivenció una tarde gris, un
aguacero de millones de agujas, el mar picado y un fuerte viento que le tumbó la antena
parabólica: un sismo con epicentro en Mérida, en la Península de Yucatán, ocasionó la
tormenta tropical Angelina, la cual cruzó el centro del Estrecho de la Florida y
despedazó en seis partes el oleoducto, con una carga de una tonelada y media de
droga, contratada con otros proveedores. Cualquier esfuerzo por recuperar la cocaína
o el oleoducto era infructuoso –eso se sabía– y Saskia lo tenía bien claro; se arrancó a
llorar –como nunca en sus abyectos treinta y ocho años– y se llenó de rabia, pero no
sucumbió al mecanismo, reincidente, de lamentarse llenando su organismo de semen
y de droga; eso fue lo que, finalmente, la mantuvo viva o por lo menos, quiso pensar
que, eso, era cierto.

“Me gustaría seguir con mis clases de inglés, si no te importa” le dijo Celina a mi General
Padrenuestro en la intimidad de su cama; ella repitió la solicitud porque, expresada al
tiempo con uno de sus incontrolables accesos de tos, él no la escuchó. Celina esperó a
que volviera de escupir en el baño, había levantado la tapa del inodoro y aprovechando
que estaba ahí, excretando flemas ennegrecidas, orinó y sacudió su potente
instrumento, que no dejaba de gotear, precisamente, cuando su mujer lo urgía con su
preguntadera. De vuelta al cuarto, mi General Padrenuestro tomó uno de sus
mentolados Paquistán, le cortó el filtro con la cuchilla que sacó de un sobrecito nuevo
del cajón de su mesa de noche, lo prendió y con esa primera bocanada que le devolvió
la energía, preguntó: “¿Qué me preguntaste, Celina?” ella lo miró a los ojos y lo descifró
“me escuchaste la primera vez, Aquiles ¿qué opinas?”, “haz lo que se te dé la gana”
respondió él, pues era claro que no le estaban pidiendo ninguna clase de permiso, sino
informando que habría más conversaciones, en un idioma extranjero, con el hombre
que le estaba esculcando, por las tardes, los rincones de su piel. El tono de mi General
Padrenuestro indicaba sospechas de su parte o de pronto, pensaba ella “me está
mandando seguir y lo sabe todo”; pero, no había vuelta atrás, volverse a sentir la mujer
arrecha que era, cuya putez poco o nada tenía que ver con la interpretación, por
encargo, de primera dama refinada que hizo en la Casa Blanca, justificaba, inclusive,

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malquistarse con su marido; ella no era de guardarse entre cuatro paredes, ni de evitar
escándalos –si los hubiera– porque se sentía en su sacrosanto derecho de responderle
a las infidelidades de su marido con la misma moneda. El machismo imperante de “tú
me jodes y yo me resigno” no estaba a tono con su personalidad y mi General
Padrenuestro lo tenía claro; él habría echado de la casa, sin pensarlo dos veces, a la
mamá de Carmen o a la de Eulalia, pero Celina era su columna vertebral y hacía bien en
reconocerlo porque ella sí era capaz de echarlo, a él, de su propia casa. Entre otras,
aclaremos que los bienes que usufructuaba mi General Padrenuestro eran de Celina: la
casa, la finca, los edificios de apartamentos, las rentas de los edificios de
apartamentos, las acciones, los terrenos verdi-rojos-azules-amarillos frente al embalse
del Sisga y las cuentas de los bancos; todo estaba a su nombre y nadie más conocía las
claves, ni guardaba las llaves de las treinta o cuarenta cajas de seguridad que, a buen
recaudo, estaban en las bóvedas del Banco Estatal. De igual forma, él ignoraba los
portafolios de inversiones que ella tenía constituidos, así como desconocía los montos
de dinero que Celina depositó en Zúrich, adonde viajó varias veces con la excusa de
que las niñas tenían que aprender a esquiar en los Alpes suizos. Habría podido hacer
desaparecer, de un pastorejo, al profesor de inglés pero esa opción, habría creado un
acantilado entre los dos, razón por la cual prefirió, esa noche, tomarla por asalto cuando
estaba tratando de dormir y meterle la lengua entre sus piernas, como a ella le gustaba,
con el clítoris suavemente entre los dientes, como si se lo fuera a arrancar, como
preámbulo a sus embestidas de minotauro acorralado por la fuerza del amor, que es la
que aprisiona a los hombres. Por eso, profesor de inglés o no profesor de inglés,
desahogos sexuales en los baños de la Oseta o no desahogos sexuales en los baños
de la Oseta, la relación entre él y su mujer era estable porque se respetaban sus
mezquindades, por más de que a veces les costara trabajo. Los temas álgidos los
echaban entre una olla pitadora y permanecían imperturbables, siempre y cuando
ninguno de los dos prendiera el fogón o amenazara con hacerlo. En Las Hamacas,
Celina había diseñado la casa de manera que Carmen tuviera un espacio para estar
con su mamá y Eulalia, otro para estar con la suya, de manera que mi General
Padrenuestro tenía menos opciones de salir a buscar recreo que no fuera, con ella, en
la alcoba principal, la cual, además, estaba lejos de la de Martina, una adolescente
independiente, con inquietudes distintas a la de estar con sus padres. En cuanto a
Saskia, era tal vez la única pelea que Celina daría cuando lo considerara oportuno
porque sus recurrentes apariciones, al tiempo con sus maquinaciones, le parecían un
peligro para la familia entera, por eso prefería mantenerla cerca, hasta descubrir sus
verdaderas intenciones.

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Mi General Padrenuestro fue recibido en Ciudad Barinas como un Jefe de Estado; los
medios de comunicación estuvieron pendientes de su arribo y aunque se mostró
prevenido con los periodistas, en las noticias lo presentaron como a un hombre
equilibrado, que iba a buscar acuerdos bilaterales en materia de seguridad regional,
pues ellos sufrieron también las arremetidas del narcotráfico y sus ciudades eran paso
obligado de las rutas de la droga que salían por el Golfo de Paria, hacia Trinidad y
Tobago, con dirección a España, principalmente. Sus inmensas sabanas de tierra fértil
con cultivos y ganado, su gente amable y sonriente y sus niños uniformados de colegio
con sus maletas, llenas de libros, que cargaban animados pese al calor y la excesiva
humedad del ambiente, le revelaron a mi General Padrenuestro los esfuerzos de una
nación por sacar al pueblo adelante, por repartir mejor la riqueza; me refiero –yo
también estuve en Barinas– a que se veía la humildad pero no la pobreza. Nos alojaron
en el hotel balneario Marquesa, frente al río Santo Domingo; al día siguiente nos
hicieron un recorrido turístico por la ciudad y a través de cada pieza de museo, cada
iglesia, cada plaza y cada monumento, los guías se explayaron en contextos históricos,
desde épocas remotas, de la colonia e inclusive precolombinas. Después de almuerzo
nos invitaron a dormir la siesta y mi General Padrenuestro se molestó con su homólogo,
el Ministro General Elías Ovidio Delacorte, y le espetó que no iba en plan turístico y que
tenía urgencia de ver al Comandante Zamorano; el Ministro le contestó: “¡Claro que sí!
Duerma su siesta tranquilo” y a las cinco y media de la tarde, cuando bajó el sol, le
informaron que lo esperaba un buffet-aperitivo en la piscina, lo que lo obligó a ponerse
un vestido de baño y unas sandalias tejidas regalo del hotel. Mi General Padrenuestro
alcanzó a pensar que le estaban mamando gallo, que le seguían retrasando el
esperado encuentro, cuando vio al Comandante Zamorano saltar en bomba del
trampolín y salpicar a unos cuantos meseros; en el “Área de Nado” como decía un
letrero, en material plástico. Nadie más estaba –a nosotros ni nos invitaron, ni nos
dejaron entrar– era evidente que el encuentro sería privado y ¿qué más privado y a la
vez seguro, que dos hombres piernipeludos bajo un parasol y al calor del ron
guantanamero que, con el jugo de mandarina, con que se los sirvieron obró de
maravilla? Los dos hombres se habían visto y hablado por teléfono muy pocas veces,
en los últimos años, pero se seguían la pista –difícil no hacerlo: eran los militares más
importantes de la región– se admiraban y con el primer apretón de manos fue suficiente
para manifestarlo. Ambos empezaron de ceros su carrera militar, pobres y en situación
desfavorecida y eso los hacía destilar una confianza de alegre camaradería; se sabían
poderosos y de su afinidad podrían surgir proyectos determinantes para nuestros

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destinos. Hablaron, de entrada, sobre temas globales, nada comprometedor: las
nuevas escaladas de Sadam Hussein, en Irak; el asesinato de musulmanes, en Bosnia;
el regreso de Augusto Pinochet a Chile, después de ser retenido en Europa por
crímenes de lesa humanidad; y las eliminatorias al mundial de fútbol, el año siguiente;
discutieron asuntos estratégicos, relativos a la vigilancia fluvial y apenas sirvieron el
segundo ron con mandarina y una picada de distintos pescados cocinados a la parrilla,
ahí, frente a ellos, el Comandante, con sólo tronar los dedos, hizo salir a los cocineros,
los meseros y las muchachas encargadas de servir los tragos y retirar las colillas de
cigarrillo. Quedaron ellos dos, en vestido de baño y sandalias, la soledad del poder
compartida, lo que le daba al encuentro una vulnerabilidad propicia para decirse la
verdad y para sellar una alianza personal e indestructible: de eso se trataba. “Yo sé por
qué está usted aquí, General y me disculpo” empezó a decir el Comandante; “usted
tuvo un acto de buena voluntad conmigo y yo le metí a unos personajes de baja estopa
en el Campín” remató con verdadera cara de compungido. Mi General Padrenuestro,
sorprendido –ese era el motivo, alterno, de su visita– no supo bien qué responder y
durante ese milimétrico instante, de duda, el Comandante retomó la palabra: “Me
disculpo” repitió y agregó, mientras mi General Padrenuestro tomaba un sorbo de ron y
reorganizaba sus pensamientos: “Los hermanos Espinel me tienen jodido y mi intuición
me dice, General, que lo quieren joder a usted también. ¿Estoy en lo cierto?” Enfático,
el Comandante se respondió a si mismo: “¡Sí, por eso es que estamos aquí, mi
estimado General: para luchar contra los enemigos del pueblo latinoamericano, del
pueblo libertado por Simón Bolívar!” Brindaron, se emborracharon, mandaron traer
unas mujeres barinesas apureñas con el vientre como una llanura y la piel ardiente
como los pajonales del Arauca, bailaron con ellas al son de la Fania All Stars, que sonó
en discos de acetato y se abrazaron, ambos hombres, en varias oportunidades, con
una fuerza de dos países que no necesitaba de ningún palabrerío. “Mañana por la tarde
nos reunimos en mangas de camisa. Traiga a sus hombres de confianza” manifestó,
por último, el Comandante y los dos se fueron a dormir. Pasada la medianoche, mi
General Padrenuestro golpeó a la puerta de mi cuarto, para decirme: “Ponga a
Quesada, a Roxana y a Reyes en un avión militar. Los quiero aquí, mañana, antes del
mediodía”.

Saskia entró a su casa de La Cabreja y la encontró desolada; los mellizos


desaparecieron y echaron a los trabajadores sin pagarles quienes, en conjunto con los
guardaespaldas, arrasaron con lo que encontraron. Yuri y Volodia crearon el pánico
total para aprovechar el caos de la pérdida del oleoducto y quedarse con la droga que

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no se perdió durante el sismo y que aún no había quedado introducida entre la tubería.
Viajaron hasta Zacambú, en su calidad de jefes de las operaciones, llenaron un avión
con dinero en efectivo y salieron corriendo, no sin antes alertar a sus compatriotas que
el negocio estaba caído y que se daba por empezada la fase de “¡sálvese quien pueda!”
La australiana, que nunca dejó de sentir que su vida era prestada, desde la masacre en
la que murió su pareja, agradecida con el milagro de haber encontrado el apoyo del
Capitán Figueras, a quien amaba y con quien formó una familia y en constante estado
de alborozo divino, por vivir en uno de los sitios más hermosos del planeta, convenció a
los ucranianos de que se quedaran. “Si nos vamos nos matan” le manifestó a sus
colaboradores y era cierto, a cualquier hueco los irían a buscar para saldar las deudas
de la cocaína perdida; en cambio, si se quedaban, estaban en su territorio donde no los
podrían atacar sino reuniendo un ejército poderoso, pues el terreno era demasiado
intrincado: una selva espesa de difícil acceso que nadie conocía mejor que ellos.
Además, la competencia les tenía miedo; los actos sanguinarios de los rusos,
prevenían a los más baqueanos asesinos de irlos a buscar sin primero tratar de
negociar y les quedaba, para el efecto, un as bajo la manga: de la Blue Kiev Special que
–acordémonos– no dio resultado porque el mentolado resultó ser demasiado irritante
para las fosas nasales, quedaba un remanente de once o doce toneladas que podían
mezclar con bicarbonato de sodio y talco, hasta anular su efecto nocivo para
intercambiarla o venderla; sumado a esto, los proveedores de la hoja de coca y de los
insumos para el laboratorio eran “de confianza” y seguirían surtiendo por un rato,
mientras sus finanzas se recuperaban. Lo otro –en lo que la australiana no estaba
dispuesta a ceder– es que ayudarían, en lo que fuera posible, a Saskia y a los mellizos;
hasta ahora el universo había amparado la relación con ellos y una traición les podía
cambiar la suerte, eso no era conveniente. La australiana viajó a Bogotá con el
propósito de exponerles sus planes de contingencia; los mellizos se negaron a recibirla,
sin dar la cara, con excusas infantiles y mal elaboradas; lo que a ella le pareció extraño
porque la noticia, en los mentideros del hampa, era que: una buena cantidad de droga
no llegó a los Estados Unidos y a esas alturas debía existir más de un grupo mafioso-
proveedor-distribuidor fastidiado con ellos. En eso pensaba la Australiana camino a la
casa de La Cabreja, en un taxi, cuyo conductor no dejaba de mirarle las piernas por un
retrovisor pequeño puesto frente a la palanca de cambios; se bajó, contó las vueltas y
frente a la casa de Saskia encontró policía urbana, militar y forense. Entró sin importarle
las posibles consecuencias o sin pensar en ellas; su reacción inmediata fue de nauseas
al ver cortado en pedacitos el cuerpo de un perro, que parecía ser un labrador dorado,
cuya sangre utilizaron, sus asesinos, para dejar una señal de advertencia en la pared,

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una amenaza. “¿Por qué tanto movimiento por la muerte de un perro?” preguntó ella a
uno de los oficiales vestido de civil –lo identificó por su insignia colgada del cuello– “era
una perra; hembra, quiero decir” respondió él; la mujer se retiró para no estorbar –hacía
muchos años no usaba zapatos de tacón y se sentía un poco insegura– le pareció
curioso que nadie le preguntara nada, que nadie manifestara ni la más mínima
sospecha por su presencia; incluso merodeó por la casa con libertad, entre regueros de
cosas, entre el flagrante pillaje; habría podido alterar alguna evidencia sin que nadie se
diera cuenta y cuando volvió a la escena del crimen canino el mismo oficial le contestó
su pregunta inicial: “Es la mansión de una famosa narcotraficante, por eso el alboroto;
la buscamos para interrogarla, sus guardaespaldas huyeron, algunos están muertos”.
A la australiana le entró la pensadera, recorrió la cocina, el patio y el garaje donde se
encontraban estacionados un Maserati naranja y ocho burbujas Toyota con todos los
fierros; antes de salir volvió a pasar frente al investigador, quien seguía pensando en
voz alta: “Fue desmembrada a machetazos” lo miró con ojos sobresaltados y lo siguió
escuchando “la perrita fue asesinada con sevicia, con mala leche” ella prefirió mirar
para otro lado, que no se notara su interés y exclamó: “¡Es un carro muy bonito el que
hay en el garaje!” Alzando la vista, el hombre la detalló, su figura sexual y atlética, su
pelo rubio y sus piernas de bronce; se presentó “detective Aguilera, a su servicio” se
quitó el guante de látex azul, de la mano derecha, pero ella prefirió no tomarla cuando la
extendió para saludar; él, en vez, la tomó del brazo, le dijo: “venga le muestro algo” y le
indicó el camino hacia el jardín. Al fondo, detrás de una hilera tupida de pinos se hallaba
un cobertizo con otro Maserati idéntico, también naranja; “son dos Maseratis, éste es el
que utiliza la señora; el otro carro sale siempre con destinos opuestos y con una mujer
muy parecida, al volante, para despistar; cuando ella sale de viaje, dos monas
pelipintadas manejan los carros alrededor de la ciudad para dejarnos locos –se refería:
a la policía– para que siempre pensemos que Doña Saskia no tiene más vida que la de
pasear sus encumbradas tetas por los centros comerciales de Bogotá” explicó, en una
sola retahíla. “¡Oiga esa potencia de motor!” decía el detective dándole vuelta el
encendido “Óigalo cómo ruge” siguió diciendo; en la medida en que él aceleraba el
auto, como para calentarlo, pensaba que la mujer, a su lado, estaba experimentando la
misma reacción y que no demoraba en echársele encima, como una pantera. En
realidad fue él quien se emocionó, más de la cuenta, cuando ella inclinó su cuerpo,
hacia él, para tomar del asiento de atrás una cajita de fósforos con el logotipo de: La
Bombonera. Al dejar la mansión, la australiana se sorprendió de que nadie se hubiera
preocupado por saber quién era ella o por qué estaba allí. El detective Aguilera le
entregó su tarjeta de presentación y se despidió con la frase “lo que se te ofrezca,

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baby”. Ella tomó un taxi y fue sólo a las dos cuadras cuando se rio de las osadías del
detective; el taxista le informó que La Bombonera era una casa de lenocinio y eso era
un indicio serio de que iba por buen camino; ella no sentía que pudiera manejar la crisis
sin el apoyo de su amante fortuita y benefactora, además tenía como regla de
supervivencia: no saltarse a sus superiores.

Celina terminó fastidiándose con las llamadas del Presidente Metileno porque era una
interrupción estresante de las rutinas diarias; “¡llaman de Palacio!” gritaba la
servidumbre y ella tenía que dejar lo que estuviera haciendo para correr a contestar. El
tiempo se detenía en esos minutos “si el Papa golpeara a la puerta, no le hubieran
parado tantas bolas” decía Andulima, además el Primer Mandatario de la Nación se
había vuelto como de la familia, se sabía los nombres de todos, en la casa, tanto en
Bogotá como en Las Hamacas y cada vez que podía exigía que, por favor, le dijeran
Ananías y no Presidente, lo que causaba un rompimiento serio de los protocolos y que,
a los ojos de terceros, era de muy mal gusto; por reverencia, por jerarquía y por no ver a
Celina salida de los chiros, nadie hacía caso a tal demanda; salvo las niñas, quienes sí
lo llamaban “Ananías” porque le tenían un auténtico cariño y porque fue el primero que
les regaló cosas para niñas grandes, cercanas a la adolescencia: maquillajes,
perfumes, camisetas que no llegaban a la cintura, bluyines descaderados y escarcha
para el pelo; artículos que mandaba comprar a Sanandresito y que supieron, cuando
grandes, que era Roxana la que los compraba. Eulalia tenía un medio hermano, mayor
que ella y que no vivía en la casa, pero que le decía “tío Ananías” con la esperanza de
que, algún día, algo le regalara. Desde el viaje a Washington, Celina oficiaba como
primera dama en muchos eventos y eso la alejaba de su agenda que, una vez hechos
los ajustes diarios, para ella era sagrada: como sus escapadas vespertinas con el
profesor de inglés, los días de mercado en el Veinte de Julio y las extensas horas que
pasaba en la piscina del Club Militar y que eran la clave para mantener su figura de
amazona tonificada. Llevaba varias semanas, dedicada a las preparaciones del
Banquete Milenario, una obra de beneficencia del Cardenal Poncio Carrillo para
beneficiar a niños menores de edad y así tratar de borrar, con el codo, lo que le hizo con
la entrepierna a otros niños, cuando sus mañas de pederasta se le salían de madre;
curiosa forma de resarcirse, al estilo Michael Jackson, quien creó un parque de
diversiones para tener cerca el motivo de sus tentaciones. El Banquete Milenario era un
acto con el apoyo del Estado, al que se le había otorgado una importancia insigne
porque participaba lo más granado de la sociedad cundinamarquesa, la élite industrial y
bancaria, las empresas, la gente del común, la iglesia y las fuerzas armadas; es decir,

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Cundinamarca entera sentada a la mesa, tomando caldo, comiendo pan y haciendo
importantes donaciones, con la humildad impuesta por la ocasión. No faltaban los
artistas que interpretaban un par de canciones y los consabidos discursos que por
fortuna –al cabo de diez años– los lograron reducir de dos horas a veinte minutos.
Celina estaba honrada con la responsabilidad –¡ni más faltaba!– pero era enfática en
evitar, lo más posible, que los periodistas se metieran en su vida íntima. Los medios de
comunicación, en complicidad con los paparazzis, no dejaban chisme por reproducir,
foto por publicar, ni contexto al cual darle segundas y terceras variaciones sobre una
misma historia; así, la vida de las luminarias –y Celina era una de ellas– se tornaba
asfixiante y en cierto sentido vacilante porque en cualquier balcón, árbol o alcantarilla
podía esconderse una poderosa lente fotográfica que revelara alguna infidencia y los
perjudicados no sabían dónde, cuándo o para quién actuaban. Celina, sin embargo, no
perdía la compostura y recordaba, en todas las situaciones, de dónde venía, para que
cuando descubrieran la cruda realidad de sus orígenes, tuviera una vida pública que
equilibrara las cargas y no tanto para ganarse un puesto en la historia, sino para que
sus futuros nietos no tuvieran nada de qué avergonzarse, en su afán por ser personas
de bien y dedicadas al cumplimiento del deber, como su abuelo el General Aquiles
Padrenuestro Chacón, de quien mandó hacer un óleo –como los reyes europeos–
sobre un caballo y con cubilete, mirando al horizonte con fe ciega en el futuro y en las
bienaventuranzas del cielo. Para el Banquete Milenario, Celina tenía preparada una
sorpresa; usualmente la Reina y Virreinas de la Belleza nacionales habían sido las
invitadas de honor, esta vez, utilizaría sus palancas con Hugh Hefner para invitar a unas
conejitas de Playboy y así darle, al evento, un estatus mediático más elevado que los
anteriores. Con su amigo Hugh, a quien le habló por medio de una conexión de video
por internet y pudieron verse las caras, convinieron que las conejitas vendrían
acompañadas de Antonio Banderas, quien se estaba hospedando en su mansión y
quien manifestó su disposición por colaborar con la niñez abandonada de
Cundinamarca y por conocer, las más que pudiera, a sus hermosas mujeres. Con el
respaldo total del Presidente Metileno, Celina nunca estuvo tan activa, ni tan
preocupada por verse espectacular, al fin y al cabo se trataba de la efemérides más
importante del año y ella quería ser reconocida como una adalid de causas sociales y
brillar como sus heroínas la Madre Sor Teresa de Calcuta y Lady Di, de cuya muerte el
mundo llevaba dos años de consternación. Celina quería agarrar el sol con las manos y
ayudar a una buena causa o a muchas; quería, un día, ser embajadora de buena
voluntad de Naciones Unidas y dedicarse a obras de caridad en beneficio de la
humanidad y quería antes que cualquier cosa, verse bonita para Antonio Banderas.

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En Barinas, la reunión en mangas de camisa con el Comandante Zamorano se estaba
yendo al traste porque, de nuestra parte, estuvo Roxana y pese a que Quesada estaba
presente y a que, con agarraditas de mano furtivas y secreticos melosos, dieron a
entender que eran pareja, el Comandante no le quitaba los ojos de encima. Bueno,
ninguno de nosotros lo hacía; siempre la habíamos visto en uniforme, con faldita verde
militar, a veces, pero “¡vida triste la del pobre Lara, que escupió p'arriba y le cayó en la
cara!” como recitaba Polanía cuando veía una mujer fuera de su alcance –que todas lo
estaban– Roxana era monumental. La recuerdo en la terraza mirando al río y más allá,
la llanura, el viento fisgón entre su pollera y su blusa de algodón blanco, translúcida, sus
calzoncitos verde limón y su brassier amarillo; insistía, además, en inclinarse hacia
atrás para que el parasol no le hiciera sombra; cuando las larguísimas bocanadas a su
cigarrillo le hinchaban el pecho, todo en el horizonte se quedaba quieto, a mil kilómetros
a la redonda todo se interrumpía por milésimas de segundos. Ella, con conocimiento de
causa o sin éste, no se daba por aludida y era la más interesada en la reunión: repasaba
las instrucciones del Comandante con un criticismo asertivo y ofrecía propuestas que
mejoraban notoriamente el plan y el resultado, en últimas, de la operación que
decidieron llamar: Carabobo, en honor a la batalla que, durante la Independencia,
liberó las tierras nororientales de América del Sur del dominio español. “Porque nos
vamos a emancipar del yugo de los hermanos Espinel” repitió el Comandante varias
veces, como para reafirmarse en su voluntad y atraer la fuerza de las divinidades en
favor de sus designios. Durante una pausa de trabajo, Roxana manifestó,
abanicándose con la mano: “Estoy caliente” y con las yemas, de los dedos, se quitó las
gotas de sudor que se le acumulaban en los valles del pecho, se levantó, se amarró la
blusa más arriba del ombligo dejando ver su cintura y fue ahí que perdimos la cordura;
ni las jarras enormes de jugo de sandía, mango y algo parecido a la grosella, ni el agua
embotellada, ni las amplias hieleras dieran abasto para liberarnos del bochorno. El
Comandante fue, él mismo, por una botella de ron guantanamero y lo sirvió en vasos
llenos de pedazos de fruta congelada: mandarinas, limones y pedazos triangulares de
piña. La situación –que se hubiera podido tornar incómoda– fue, sin embargo,
productiva porque acercó afectividades y lo más importante, nos unió frente a un
enemigo en común: los hermanos Espinel, que era claro, a esas alturas, que
colaboraron, con su imparable mala fe, en la conformación del Gobierno de Barinas
Apure. Sobra decir que, mientras hablaba, el Comandante se dirigió siempre a Roxana,
a quien ocasionalmente llamó “bella y corajuda dama” y de quien, hacia la medianoche
y después de ofrecernos una cena festiva con anécdotas fascinantes que nos

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acercaron a esas pampas que, desde ese día, dejaron de ser ajenas, se despidió con
un beso en la mano y una reverencia galante. Me adelanto en establecer que mi
General Padrenuestro quedó inquieto con lo que supimos de los hermanos Espinel y
del control galopante, de delincuencia y narcotráfico, que ellos estaban ejerciendo en la
región. Recapitulemos: los hermanos Espinel eran un grupo de narcotraficantes
conformado por múltiples cabecillas unidos en primeros, segundos, terceros y quién
sabe en cuántos más grados de consanguinidad; se codeaban con la gente más
poderosa de Panamá, territorio –valga repetir– de los Estados Unidos, lo que
demuestra la rampante osadía de la organización; sus integrantes, por si fuera poco,
estuvieron involucrados –por no decir que posiblemente fueron los autores
intelectuales– en el golpe de Estado a nuestro país y respaldaron con dinero y un
ejército de más de mil quinientos mercenarios al Comandante Zamorano en las fallidas
dos tomas del poder en su país, para después sacarlo de la cárcel y hacerlo nombrar
Presidente de Barinas Apure por la vía electoral, lo que en plata blanca quiere decir que
se infiltraron dentro de la clase política, compraron conciencias, votos y –sin duda–
montaron el mecanismo de fraude electoral –descubierto y comprobado más tarde–
pero que se manejó sacando a los medios de comunicación del país y mandándolos a
un agrio pero cómodo exilio en la Florida. El Comandante Zamorano, a punta de
carisma, devota pasión por su pueblo y un inconmensurable amor por su tierra, se ganó
el apoyo de los suyos y determinó que así como el dinero de la cocaína lo llevó al poder,
el del petróleo lo iba a mantener en éste, para lo cual debía deshacerse de los
hermanos Espinel y una manera inteligente de lograrlo era uniéndose a mi General
Padrenuestro, con quien tenía la afinidad de estar hechos del mismo cuero, haber
nacido en la miseria y contar con mujeres extraordinarias a su lado. Eso último todavía
no lo sabíamos pero, él también, contaba con la fortuna de estar soportado por un
matriarcado familiar que le reencauchaba el alma en momentos de desfallecimiento y le
proporcionaba los alicientes del espíritu, necesarios, sin los cuales su vida no tendría
sentido.

Para ayudarle a combatir su aguda depresión, Reina le contó su historia a Saskia; la


dolorosa historia, la que la hizo ir al infierno y volver; no se ahorró ningún detalle porque
tenía la firme intención de que ella cambiara de parecer hacia mi General Padrenuestro
y se decidiera a acompañarla en su objetivo por hacerle daño. Relató la vida de fantasía
que tuvo como Reina de Belleza, su intención –nacida en una infancia de abusos e
iniquidad– de enriquecerse y manipular a los hombres y de cómo descubrió que la
belleza no era suficiente para tal empeño, a menos que estuviera acompañada por la

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entrega insaciable de su cuerpo; se refirió a la explosión de las lechonas en La Cordial,
le mostró a Saskia los recortes de periódico sobre esa tarde aciaga y le reveló que las
fuerzas armadas minimizaron la matanza frente a los medios de comunicación. Habló
de mi General Padrenuestro, lo describió como a un mandril en ciernes, su lengua
roñosa, su olor penetrante a cigarrillo y sudor, la cojinería en cuero rojo de la limusina
contra la cual la penetró sin preguntar, sin esperar un mínimo gesto de invitación, con su
hombría sanguínea, su bufar intermitente, su pecho lampiño y la nervatura de su cuello
fuera de su cauce; la violencia con que la volteó, sin desprenderla de sus genitales, la
incómoda hebilla del cinturón que quedó debajo de su rodilla, la forma torpe y burda
como la halaba del cabello, con relinchos desbocados mientras la martillaba como si le
quisiera atravesar los intestinos, el orgasmo fingido de ella contra la ventana; el seguro
de la puerta, destrabado con un sonido seco y el ruido de su cráneo contra el asfalto. No
perdió el conocimiento de inmediato, alcanzó a arrastrarse hasta una zanja donde se
echó a morir; se acuerda que prefirió esa opción a que vieran su desnudez encarnizada
y maltrecha. Se despertó en un corredor del hospital de Meissen, sobre una colchoneta;
oía los gritos de ayuda de mucha gente ahogada en dolor, pero ella guardó silencio,
enrolló la lengua, pensó en las cosas bonitas de su vida y cuando le preguntaron su
nombre respondió: “Reina, me llamo Reina” y así quedó en el brazalete de plástico, que
le pusieron en la muñeca, mientras ella se alejaba por un camino de luz blanca más
brillante que el sol. Abrió los ojos cuando le asignaron un cuarto, tuvo la impresión de
que fue al día siguiente, pero habían pasado cinco semanas; escuchó a un cirujano
decir que contuvo la hemorragia interna, que el cerebro se desinflamó con éxito y que
ambas cosas eran un milagro; también escuchó que no la podrían volver a operar ni
hacerle ninguna cirugía estética hasta que no bajara la fiebre y dejara de drenar una
fístula producida por la infección en su bajo vientre. Cuando la vio despierta y la oyó
hablar con coherencia, fue cuando el cirujano le devolvió la llave que encontró en su
intestino grueso. Le daban una droga, contra el dolor, que la sumía en el sopor de los
días, de infancia, que pasaba en el cuarto de su abuela, en sus brazos: el único lugar, en
toda su existencia, donde se sintió segura. Cuando le preguntaron por sus familiares
ella fingió amnesia, pero tenía en mente a Mauro y a Andulima, dos hermanos
huérfanos desplazados por la violencia, a quienes nunca conoció pero con quienes
hablaba por teléfono con frecuencia, porque cuidaban una casita en las afueras de
Sasaima, donde su suegra vivió hasta morir y que El Milongas conservó por razones
sentimentales y porque ahí tenía una de las muchas caletas donde escondía dólares y
esmeraldas. Una mañana le retiraron el tubo que tenía en el estómago y Reina se dio
cuenta de que sobreviviría, que le tocaría enfrentar la calle y la gente; se prohibió

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mirarse en el espejo, pues presentía lo peor, notaba la cara de espanto de quienes la
miraban y cuando la volvieron a acostar sobre una colchoneta cerca de los ascensores
porque necesitaban la cama, ella decidió pararse y caminar, no sin antes
concientizarse de que, de dar el primer paso, sería para no retroceder en la búsqueda
del único alivio posible: causarle a mi General Padrenuestro un sacrificio igual o peor, al
padecido por ella. Los dolores eran horribles porque las costillas seguían rotas, la nariz
fracturada, la cadera izquierda fisurada y sentía una costra hirviendo que le cubría
parcialmente la cara y una dificultad enorme al respirar. “Señora, sin su identidad
completa, sin familiares que avalen los costos hospitalarios o que la tengan a usted
asegurada, no podemos ayudarle más” le repitieron varias veces, pero ella empezó un
duelo y se obstinaría en aceptar que la Reina de Belleza había muerto. Las enfermeras
le dieron pastillas para el dolor que le durarían una semana, le prestaron ropa, le dieron
una dirección donde la recibirían sin cobrarle arriendo durante unos días y le prestaron
lo del taxi; la despidieron en la puerta, sin abrazos ni nada: era como dejar un indigente
a su suerte y a Reina se le antojó pensar que, para las enfermeras, también se trataba
de una situación difícil, con el agravante de que pacientes que entran por urgencias,
que se quedan lo suficiente para tomarles cariño y que deben irse sin el tratamiento
completo, es una realidad que hace parte de sus vidas diarias. Caminó hasta una
avenida principal, se gastó la platica del taxi en un caldo de costilla y cada que un carro
de servicio público le paraba, le echaba el mismo cuento: “Señor conductor, buenas
tardes, usted no tiene por qué creerme, pero si me lleva hasta Sasaima yo le doy un
millón de pesos”; se le reían y se alejaban, la mayoría, otros la miraban con lástima y
seguían su camino. Doña Pánfila, dueña del establecimiento del mismo nombre donde
se había tomado el caldo de costilla, salió a gritarle: “¡Deje de ser güevona! No le pida
limosna a los taxistas, apenas tienen lo suyo” y no dejó de parecerle curioso que lo
siguiera haciendo cada vez con más ahínco y método: los abordaba justo, en la parada
del semáforo, cuando se ponía en rojo y les hablaba más de la cuenta. “Esta vieja
güevona” seguía pensando Doña Pánfila “se va a morir de hambre”; pero no paraba de
mirarla; desde la caja de su negocio llevaba treinta y cinco años con los ojos dirigidos
hacia la misma esquina y lo inusual, obvio, captaba su atención. Se acercaba la noche y
Doña Pánfila no veía que a la pobre indigente le hubieran dado un céntimo; optaría más
tarde –si seguía ahí– por ofrecerle otro caldito, a cuenta suya, era lo mínimo que podía
hacer; era viernes, ella cerraba los fines de semana a las once de la noche, pero desde
las ocho atravesaba una reja en la puerta para evitar a los atracadores y a los
drogadictos y aprovechaba para vender cigarrillos, aguardiente y en ocasiones, una
que otra botella de whisky que le dejaba márgenes de ganancia más altos. Su marido le

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ayudaba con frecuencia, pero él prefería no trabajar tarde, por el reumatismo; esa
noche por coincidencia, uno de los taxistas que paró en el semáforo, activó las luces
intermitentes, apagó el carro y se bajó corriendo a comprar un cigarrillo. Al pagar,
exclamó: “¡Vieja loca esa! Quiere una carrera a Sasaima y dice que paga un millón de
pesos”. Doña Pánfila coincidió con el taxista “está loquita, pobrecita”; sin embargo, no
le pareció que ella fuera una amenaza por lo que abrió la reja y la dejó pasar, la sentó en
una de las mesitas de adentro y le sirvió el caldo, incluso, después de prestarle el baño,
se quedó mirándola, sin hablar. En un par de minutos se dio cuenta de que el
ofrecimiento del millón de pesos podía no ser un invento: la mujer se veía limpia, tenía
todavía, en la muñeca, la banda del hospital de Meissen, pidió tenedor y cuchillo para
comerse la costilla, tomó la servilleta y rozó sus labios, en ésta, como una princesa;
Doña Pánfila se arriesgó a preguntar “¿que va para Sasaima, escuché decir?”; a Reina
le brillaron los ojos y quiso echarse a llorar pero se contuvo y contestó “estoy ofreciendo
un millón de pesos por la carrera”. Agradeció la amabilidad de la sopita caliente y como
su prioridad era no contar su historia a nadie, estaba dispuesta a pasar la noche en la
calle “¡qué hijueputa!” pensó “si me matan, que me maten”. Doña Pánfila percibió en
Reina un orgullo estoico que los indigentes no tienen y se decidió a ayudarla; “señora, el
domingo la llevo a Sasaima” le garantizó y la llevó hasta un catre que tenía al lado de un
orinal para hombres en la parte de atrás, para que pasara la noche; Reina sintió el olor
penetrante y picoso de la falta de higiene y con miedo a poner en riesgo el mínimo de
credibilidad que había ganado con la viejita, dijo: “Si me lleva ahora, le doy cinco
millones de pesos”. Doña Pánfila, con una sonrisa serena y luchada durante una vida
de inconformidades, le respondió: “El domingo la llevo, no se preocupe”. Ese domingo,
Reina lo marcó en la memoria como el día de su resurrección; encontró a Mauro y a
Andulima, quienes reconocieron su voz y a quien adoptaron como madre y la
acompañaron –antes de volver a ser persona– a una incontable cantidad de cirugías
que la debilitaban y la deprimían. Ese día, no encontraron la caleta, por lo que Doña
Pánfila y su marido se devolvieron a Bogotá sin la plata pero con una promesa y el gesto
transparente del deber cumplido; se despidieron conmovidos, después de un almuerzo
de mondongo con fríjoles que a Mauro le quedaba delicioso. Aún hoy, cada año, por
esas fechas, Reina pasa por el establecimiento a tomarse un caldo de costilla y a llorar
junto a su dueña, pues la vida cambió para ambas: ella inició su recuperación y Doña
Pánfila recibió una cuenta bancaria, a su nombre, con cien millones de pesos; se
mostró reacia a recibirlos, el día que Reina, apareció como un milagro, para decirle
“usted me dio, a mí, un regalo de dios, ahora reciba el suyo”. Saskia compartió el dolor
del recuerdo con su amiga y después de un largo abrazo, Reina, le mostró un álbum de

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recortes con su vida anterior y un pedazo de periódico que informaba, entre varios
recuadros similares, en su columna: Crónica roja: “Mujer irreconocible y desahuciada
es dejada en el Hospital de Meissen por un desconocido. No tiene heridas de bala,
quemaduras o esquirlas causadas por efectos de la explosión de una bomba, razón por
la cual la policía descartó que se relacionara con la Masacre de las Lechonas donde
murieron el narcotraficante César Afranio Traslaviña, alias El Milongas y su esposa,
una de las reinas de belleza más queridas por los cundinamarqueses, cuyo cuerpo,
como muchos otros, nunca se recuperó de los escombros”.

Celina revisó la lista de invitados al Banquete Milenario y vio que Saskia había
declinado su asistencia; “menos mal” pensó, no le gustaba la envidia con la que miraba
a su familia y especialmente a sus hijas a quienes se les acercaba a decirles que la
hermosura no era todo en la vida, pero que debían mostrar más las piernas y caminar
moviendo las caderas y parando la cola. Además, su estatus de narcotraficante estaba
en boca de la gente, desde el allanamiento a su casa y desde que los mellizos
empezaron a culparla, a ella, de las imputaciones en su contra por el exagerado
aumento de su patrimonio, en los últimos años; una táctica jurídica bastante utilizada:
los cómplices se involucran lo suficiente en un proceso para no mentir, sobre los hechos
por los que son acusados, pero no lo suficiente como para ser culpados por narcotráfico
y acomodarse a los delitos relacionados con el testaferrato involuntario, cuyas
sentencias son mínimas, con base en el abuso de confianza de terceros quienes por
amor o conveniencia regalan, donan o engañan para poner a su nombre bienes de
valiosas cuantías. Tenía muchas otras cosas de qué preocuparse, Celina no se había
cambiado y el evento empezaría en una hora; cuando llegamos con Roxana y Quesada
al Centro de Convenciones, nos dejamos deslumbrar por la decoración, flores y
detalles cundinamarqueses en los rincones, en cada mesa y colgando de los techos:
artesanías de colores, gualdrapas en las paredes, sombreros, figuritas en tagua
pisando las servilletas y angelitos de madera sosteniendo pergaminos de
agradecimiento. Se estaban haciendo las últimas pruebas de sonido para la música y
los discursos; los perros antibombas terminaban su trabajo y como se confirmó la
presencia del Presidente de la República, de los ministros, de la mayoría de los
embajadores y de los industriales más ricos del país, agentes, en los sitios más
insospechados, husmeaban, preguntaban, escarbaban y determinaban los puestos en
los que se apostaría cada uno, de ellos, según parámetros de seguridad distintos a los
de nosotros: la Policía Militar, que acordonamos el lugar y tomamos los mejores
puestos de vigilancia, pero que nos propusimos ceder a sus exigencias, un tanto

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caprichosas, con la intención de que se sintieran tranquilos. Los medios de
comunicación empezaron a transmitir desde temprano; entrevistaron a Poncio Carrillo
en el Palacio Cardenalicio y a los transeúntes sobre sus impresiones previas al evento,
a la cocina llegaron cámaras y reporteros a cubrir la elaboración del consomé y la
horneada del pan que se serviría a los comensales. El cocinero Eustaquio Miramonte le
insistía a los periodistas que lo llamaran “chef” y se pavoneaba de lado a lado como una
vedette; siempre, recibía un fuerte aplauso de agradecimiento y esos eran sus dos
minutos de fama anuales que disfrutaba como un niño. Las mamás de Carmen y de
Eulalia ayudaron a Celina sin descanso. se les notaban las inacabables horas de
peluquería y cada una se hizo cargo de lo suyo, la una de proveer y escoger los
suministros para el consomé y la otra de organizar a los grupos musicales. La mamá de
Carmen conocía al Chef Miramonte “mi amigo de vieja data” le dijo y se preocupó por
seleccionar menudencias de gallinas de finca y costillares de ganado cebú importados
del Sinú, sin pagar aranceles por tratarse de un acto de beneficencia; los ingredientes
eran de primera calidad y sin embargo, sentía, con sólo poner la nariz en el hervor del
caldo, que le faltaba riqueza al cocido; ella estuvo presente cuando elaboraron el guiso,
pero algo fallaba en la cantidad de condimentos: mandó traer más cilantro y cebolla
larga y echó igual medida en cada una de las cuatro inmensas ollas.

Las cámaras de televisión mostraron a los invitados saliendo de sus carros, de la mano
de niñas y niños –de los beneficiados por el evento– quienes los acompañaban hasta
sus mesas. La mamá de Carmen se emocionaba mucho, con esas cosas, por lo que
entraba constantemente al cuarto de control, para no perderse la transmisión por
televisión; ahí tenían, los editores de los noticieros, una pantalla por cada cámara, en
vivo y saltaban de una a otra según la circunstancia: vio a la presentadora maquillarse y
ajustarse el escote, vio a las conejitas de Playboy alistarse, a Celina recibir al
Presidente Ananías y en una pantalla aparte, a un montajista hacer los últimos ajustes
del segmento que mostraba la secuencia de la cocinada del consomé; notó, de repente,
algo extraño en la imagen, se acercó y le pidió al montajista el favor de retroceder la
cinta de video; él se hizo el pendejo, estaba de afán, le dio mil excusas, pero Quesada
se encontraba en el recinto y le repitió al técnico el requerimiento de la señora.
Retrocedieron varias tomas, en distintas velocidades; la mamá de Carmen señaló, en
dos de éstas, que al echar la sal se producía una curiosa efervescencia y que eso no era
normal. “La sal no hace eso” aseveró y para cuando volteó, ya Quesada había salido y
se había puesto en contacto, por radioteléfono, con el escuadrón canino. “¡Tráiganme
al perro más viejo de todos!” gritó y se hizo cargo de la vigilancia de las ollas para que

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nadie probara su contenido, guardó silencio, durante esos minutos interminables, para
no generar pánico. Afortunadamente el Chef Miramonte seguía distraído respondiendo
preguntas de la prensa y no vio que le estaban dando de su sopa a un perro, pero sí lo
vio –cinco minutos más tarde– muerto al pie de la estufa y con el cuello torcido por las
convulsiones. Quesada metió al personal de la cocina entre la bodega y a tres soldados
para que los vigilaran; “¡a quien trate de escapar me le pegan un tiro!” exclamó y llamó a
mi General Padrenuestro quien estaba sentado a la mesa con el Presidente de la
República “disculpe Presidente” dijo y se levantó con parsimonia, el auricular en la
oreja. Enterado de la situación, le ordenó a Polanía recuperar la cinta de video y las
posibles copias; a Reyes, que ampliara el perímetro y mandara reclutar más efectivos y
detectives para buscar a los sospechosos; a Quesada, que con la mayor discreción y
sin entrar en detalles, alertara a los agentes privados de seguridad y les pidiera
colaboración en el reforzamiento de la vigilancia; a Roxana, que ayudara a Celina a
resolver el problema de la falta de consomé; y a mí, que revisara la cocina porque podía
haber otros indicios importantes sobre los perpetradores. Yo mandé traer técnicos
forenses de la Oseta y le di del pan a otros perros para asegurarme de que no estuviera
también envenenado; no les pasó nada.

Cundinamarquesa es la bebida gaseosa que más se toma en nuestro país; tiene un


color naranja fuerte, tirando a rojo y un sabor apanelado y sonriente; el dueño de la
empresa que la produce, asistía al Banquete. Al inaugurar el evento, Celina rindió
homenaje a una industria “que nos enorgullece llamar: nuestra” así la presentó, señaló
sus innumerables beneficios para el país e hizo subir al estrado, inadvertidamente, al
dueño de Cundinamarquesa, el industrial Pancracio Arredondo Puche e hizo que la
audiencia, en pleno, lo ovacionara; Celina presentó el discurso del Cardenal Poncio
Carrillo y por la derecha, sacó al doctor Arredondo hacía los camerinos y en un rellano,
le pidió disculpas por volverlo protagonista del evento, sin su consentimiento; le contó lo
sucedido y le explicó que no había más remedio que servir pan con Cundinamarquesa,
que por favor le ayudara. El viejo Arredondo, apoyado en sus muletas –después de
recuperarse de una caída en el baño que casi lo mata– reconocía una buena
oportunidad cuando se le presentaba y un escote con el maretaje de las mujeres
mestizas; con un par de palabras –porque no dijo más a través de su celular– invadió,
en media hora, el sector de camiones y en términos generales: se robó el show. Esa
noche comimos pan con Cundinamarquesa, el alimento básico de las clases
trabajadoras de nuestro país; la gente aplaudió, los reporteros –era de esperarse– que
vieron cocinarse el consomé se pusieron preguntones, los guardaespaldas estaban

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intranquilos con la petición de Quesada y durante un corto descanso, Roxana le
susurró a Celina que era mejor acelerar el evento antes de que se produjera una
debacle. Se cancelaron los grupos musicales y eso no fue problema porque los
televidentes masculinos querían, era, ver a las Conejitas de Playboy, quienes
modelaron ropa de una casa de modas bogotana, cada una alzando o caminando con
un niño de escasos recursos o afectado por la guerra –¡todo muy lindo!–. Las Conejitas
salieron juntas, rodeando a Antonio Banderas quien cantó: Don't cry for me Argentina,
pero le cambió la letra por: Don't cry for me Cundinamarca. El Cardenal Poncio Carrillo
habló sobre la pobreza, el racismo y condenó la violencia intra-familiar y el Presidente
Ananías –alertado por mi General Padrenuestro– clausuró la noche sin la usual
rimbombancia a la que acostumbraba, pero revelando las cifras astronómicas del
recaudo en dinero y expresando los agradecimientos de rigor. Los invitados salieron
contentos, agradecidos por la brevedad del programa, al contrario de los años
anteriores; a los periodistas les fue prohibida la entrada a la cocina pero algunos se
estacionaron, con micrófonos y cámaras, esperando a que saliera el Chef Miramonte o
alguien a quien preguntarle por el cambio repentino del menú. Mi General
Padrenuestro se despidió de Celina quien se quedaría para desmontar el evento y
agradecer, uno por uno, al personal que la ayudó. Reyes, Quesada y Roxana en el
cuarto de control, miraban a la gente abandonando el lugar a través de las cámaras,
pero con más de mil doscientas personas era casi imposible identificar a los infiltrados;
salieron en orden, nadie tenía aire sospechoso. “¡No entiendo por qué no los
requisamos a todos!” exclamó Roxana “nadie se ve sospechoso en traje de gala” siguió
diciendo, en tono de regaño y tenía razón; lo que sucede es que, paradójicamente,
cuando se encuentran en un mismo sitio –y más en un acto de caridad– las élites más
encumbradas del país –valga la redundancia– la eficacia de los protocolos de
seguridad aminora porque una requisa pormenorizada resulta bochornosa. Roxana no
dejaba de pensar que tenía que haber cómplices del fallido envenenamiento en el
recinto, delincuentes que se hubieran abstenido de tomar la sopa y su oficio fuera el de
rematar a las víctimas agonizantes. “Deja de amargarte la vida, Roxana” la consolaba
Quesada “evitamos una masacre sin precedentes, en este instante no hay un sitio en el
planeta más custodiado que éste”.

Perfeccionista como era, Celina no quedó contenta con los resultados; salió a lidiar con
los periodistas que trataron de sacarle una declaración con algún valor noticioso, pues
también se dieron cuenta de otros cambios repentinos: los grupos nacionales no
cantaron, ni tocaron, los camiones de Cundinamarquesa llegaron de improviso y mi

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General Padrenuestro se paró de su puesto en demasiadas ocasiones con cara de
perro bravo; inclusive, se supo, que se le saltó la piedra cuando un mesero, medio
maricón, se le acercó, blandiendo una servilleta, para limpiarle el tabaco que le
ensuciaba las solapas. Cuando Celina se retiró para cambiarse de ropa, en un
camerino improvisado, un camarógrafo la siguió, se escondió y la grabó
desvistiéndose; el pobre hombre temblaba –sabía en lo que se estaba metiendo, la
policía no descuidaba el lugar– pero le rogaba a dios que Celina Ancízar de
Padrenuestro –la protagonista del momento– se quitara sus prendas íntimas; ese sería
el culmen de su carrera, los tabloides pagarían millones. Despreocupada con su
desnudez, Celina dejó la puerta abierta; el camarógrafo respiraba profundo, ella colgó
el vestido verde esmeralda que le ponderaron tanto; Antonio Banderas le dijo “estoy
profundamente enamorado de usted, señora, no hay una mujer más hermosa, ni
siquiera en Hollywood” esas palabras hicieron que la noche, no hubiera resultado un
absoluto desastre. Se quitó primero los panties, la moda de afeitarse el sexo –que
practicara hacía unos años– terminó por parecerle odiosa y antinatural y su maraña
tupida, negra, hubiera podido esconder un enjambre de hombres en su bajo vientre;
sus pezones, cuando se quitó el brassier, brillaron como lunas de plata –hubiera dicho
Lorca– y fue cuando el camarógrafo vio un cuchillo atravesarle el vientre a Celina ¡sí! ¡a
Celina! y cortarla de lado a lado ¡qué dolor! vio sus intestinos caer al piso antes que su
cuerpo y un hilo de sangre salir de sus labios que se tornaron morados al instante.
Celina murió frente a una cámara, desnuda y con los zapatos puestos; su gemido, con
el eco cavernoso del Hades, alertó a cinco agentes que encontraron al asesino,
huyendo por el techo, disfrazado de mesero; lo patearon hasta matarlo, con ese
sentimiento de impotencia y rabia que nos reduce a la animalidad y nos obliga a una
respuesta inmediata del mismo calibre, igual de brutal. Roxana llegó antes que los
paramédicos, la cubrió, le limpió la boca y lloró con desesperación, con un rictus de
amargura extrema. No hubo resucitación posible, el camarógrafo huyó entre el barullo
de lamentos, vomitó mientras corría y cayó exhausto al lado de una alcantarilla donde
botó la cinta de video que, con la muerte del asesino, ni siquiera, servía ya de evidencia
y prefirió echarse a llorar, ante las punzadas de desconsuelo que lo doblaron contra el
piso. Mi General Padrenuestro se rehusó a ver el cadáver y sus esfuerzos fueron
inconmensurables para ocultar la rabia; ofrecí escribirle unas palabras para que él
pronunciara en el entierro, pero me replicó: “Lugarte, deje así, no suframos más de la
cuenta que eso nos resta energías para vengarla”. Se encerró en Las Hamacas por casi
dos meses y un día me mandó llamar para decirme: “Voy a construir un mausoleo del
cual yo voy a ser el primer habitante, pero apenas puedan me ponen a Celina al lado”. El

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Presidente Ananías le otorgó otro sol como General de la República, el sexto, pues se
salvaron más de mil vidas esa noche, pero lo hizo llevado por la lástima y porque no
sabía qué más hacer por el dolor de la nación y por el suyo propio.

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No nos dejes caer en tentación

La Oseta, por medio de nuestros aliados en Tabatinga, recibió fuertes indicios de que el
Comando Machacán se paseaba a sus anchas en los territorios de Barinas Apure, por
los lados del Arauca; cuando el Comandante Zamorano llamó a ofrecer el pésame por
la muerte de Celina, mi General Padrenuestro lo recibió con cuatro piedras en la mano y
lo increpó por dejar que los sediciosos cundinamarqueses se instalaran –tan
tranquilos– por los lados de Saravena, que se había convertido en una guarida de
narcotraficantes protegida por los hermanos Espinel. Su interlocutor, que harto
privilegiaba el sentimiento de los hombres, cambió su tono de Jefe de Estado por el del
amigo y le dijo: “General, usted, ahora, es una bestia herida, no cometa
equivocaciones” así empezó; de manera condescendencia, le explicó que Saravena
estaba bajo control, que de acuerdo a las prioridades de la estrategia militar, decidieron
no atacar, hacerse los de la vista gorda, para no prevenir a los Espinel –para no mermar
su confianza– hasta no desmantelar sus operaciones a lo largo del Orinoco, siguiendo
la línea de lo convenido, con anterioridad, entre ambos. “¡General chequee con la oficial
Roxana, lo que le estoy diciendo y de paso dígale, a la bella dama, que estas llanuras
han perdido la pátina de luz y color, que las cubría, con su ausencia!” exclamó. Mi
General Padrenuestro respiró profundo, agradeció las condolencias del Comandante y
a la semana siguiente, como si se tratara de organizar una campaña de conquista en la
antigua Roma, levantó un ejército de trescientos mercenarios –no podía disponer de
ninguno de nuestros soldados sin levantar sospechas– mandó confeccionarles
uniformes copiados de la Guerra del Golfo pero con camuflado en tonos menos
desérticos, más tropicales: verdes caimán, verdes culebra, verdes iguana y uno que
otro brochazo de amarillos quemados, guacamaya y tucán. Compró armas en
Tabatinga, que entraron por el Amazonas, con la condición de que fueran rusas o

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chinas, pues no quería que ningún dinero de las arcas privadas del Ejército Nacional
fuera a llegar al bolsillo de los gringos; adquirió –en el mercado negro, por supuesto–
sistemas de comunicación en la India y mandó aviones de las Fuerzas Aéreas de
Cundinamarca, al norte de África –donde el Comandante Zamorano tenía contactos–
para pertrecharse de explosivos de última generación y material inactivo para armar
dispositivos sobre la marcha, de acuerdo a que hubiera que volar un campamento
completo, un parque vehicular o un encierro de bestias. Nos habíamos comprometido a
participar en la operación Carabobo en beneficio de la región, de acuerdo a nuestras
áreas de experticia y a grandes rasgos, nos encargamos de la inteligencia y el manejo
de la tecnología militar, mientras el ejército barinés apureño se encargó de los
abastecimientos terrestres, de las previsiones tácticas –era su territorio– del apoyo a
las fuerzas fluviales y del ataque. Roxana y Quesada viajaron a Puerto Carreño para
hacer la entrega oficial de nuestros hombres, armas y municiones, dotación y equipos;
cuando regresaron, no pudieron más que mostrar la positiva impresión que se llevaron:
lo que habíamos acordado con el Comandante Zamorano en el hotel de Ciudad Barinas
se cumplió, en su primera fase, a cabalidad; sumado a esto, el Comandante anunció
por radio que su gobierno y él mismo, se iban a encargar de atravesar El Orinoco para
identificar los problemas fundamentales de su gente –lo que, en términos generales,
era cierto– y para asegurar una acogida cálida y sin resquemores prometió distribuir
recursos en especie –materia prima, instrumentos de labranza, semilla, artículos para
el hogar y mercados, principalmente– para subsanar las necesidades inmediatas de
sus habitantes. El Comandante Presidente y la plana mayor de su administración, en
barcazas y navíos de mediano calado, atravesarían el tramo de Puerto Carreño a
Ciudad Bolívar en diez días, bajándose en las ciudades intermedias y recorriendo hasta
el último caserío, acompañados por el pueblo y copartidarios interesados en el
desarrollo de la zona. Los medios de comunicación nacionales –de Barinas Apure–
fueron instruidos para mencionar el carácter “proselitista” de tal aventura, como
también de comunicar la intención festiva, de diálogo y buena fe que llevaría el
importante séquito. La prensa amarillista, desde sus cómodas oficinas en la Florida,
destacó –como era de esperarse– que el Comandante Jefe de Estado y sus ministros
viajarían en cómodos yates que se estrenarían para el efecto, comprados en los
astilleros holandeses y donde pasarían las noches, dormirían las siestas y se
mantendrían en comunicación con la civilización, rodeados por una holgura absoluta,
entre la opulencia a la que estaban acostumbrados. En resumidas cuentas, la táctica
sería la siguiente: la comitiva presidencial viajaría de día y entre el barullo de los
recibimientos, los voladores de bienvenida y los interminables saludos y diálogos, con

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las autoridades municipales y los lugareños, infiltrados de inteligencia se encargarían
de averiguar la localización de aeropuertos clandestinos, laboratorios de cocaína y
campamentos de narcotraficantes. Aunque, se había puesto en marcha una extensa
labor de reconocimiento, previo, se debían delimitar aún más la mayoría de los
perímetros narco-criminales; analizados estos resultados, los reclutados mercenarios
–nuestros– y las fuerzas armadas –de ellos– viajarían de noche y guiados por la
avanzada de inteligencia –la Oseta envió algunos expertos en triangulación satelital–
arrasarían con cuanto enclave delincuencial encontraran a su paso, teniendo buen
cuidado –y eso era perentorio– de proteger la vida de cualquier víctima de secuestro
que se encontraran, así como la de los civiles casuales o aquellos que estando
armados se rindieran y colaboraran con los operativos. No se otorgaría ningún tipo de
clemencia –valga decir– para quien opusiera resistencia o fuera descubierto en
flagrante delito; la norma penal imperante y los tratados de guerra –aunque pudieran no
aplicar– serían respetados para evitar conflictos internacionales, en lo relativo a
derechos humanos y a las reglas convencionales de enfrentamiento y combate.

La investigación del asesinato de Celina recayó en Roxana, por voluntad propia y en


mí, porque mi General Padrenuestro no quería que las relaciones entre ella y Quesada
fueran a entorpecer el proceso, a multiplicar los descuidos; lo entendimos –claro está–
como un recrudecimiento de sus aprensiones, como una de las muchas formas en que,
él, se dejó llevar por su inmenso dolor. Planteamos una primera hipótesis: la de que
quien envenenó el caldo del Banquete Milenario, fue quien cometió el asesinato; sin
embargo, hubo que exonerar a los auxiliares de cocina que habíamos encerrado y
vigilado en la bodega, pues eran empleados del Chef Miramonte con quien tenían una
familiaridad de muchos años. Los programas de reconocimiento facial no descubrieron
nada, las personas no identificadas fueron verificadas por sus acompañantes, los
meseros y ayudantes no sólo dieron la cara, sino que se sometieron sin levantar
sospechas a larguísimos interrogatorios. El cuerpo del asesino seguía en los
laboratorios de la Oseta, se le hicieron todas las pruebas, posibles, de que disponía la
tecnología forense y la conclusión es que hubiera podido llegar de otro planeta, el día
anterior, porque no hubo manera de reconocerlo, de ponerle un nombre o reconstruirle
unos antecedentes, nada, tuvo buen cuidado de no quedar registrado en las
fotografías, ni en las cámaras de video, lo que demuestra que –de alguna manera–
pensaba salir vivo después de cometer el crimen; no se trataba –valga la aclaración– de
un kamikaze, guiado por los designios de dioses más severos o de un lunático
programado para matar sin pensar en las consecuencias de sus actos. Los asistentes

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de dudosa reputación invitados, al evento, se podían contar con los dedos de la mano
–uno de los mellizos, para no ir más lejos– pero según las grabaciones permanecieron
en sus puestos; fuimos a visitar a los catorce o quince, de ellos, considerados
amenazas públicas, para no dejar cabos sueltos; el Mellizo, por ejemplo, nos recibió
con cordialidad y no le molestó la requisa total que le hicimos a su apartamento y otros
inmuebles de su propiedad; permitió, sin mosquearse, la confiscación de sus
computadores personales y los de sus empresas, en los cuales la Oseta no encontró
nada incriminatorio, ni ningún indicio de ilegalidad o de encubrimiento. Hoy, se me
ocurre que la labor del Mellizo por limpiar su nombre estaba resultando efectiva; ni
siquiera incurrió en el error –que esperábamos– de incriminar a Saskia; nunca la
mencionó, con todo y que Roxana lo presionó durante un interrogatorio casual que le
hicimos en una de sus fincas. Por su parte, la excusa de Saskia para no asistir al
Banquete se constituía en una coartada contundente: estuvo hospitalizada tres días
por una corrección estética –así lo mencionó y así fue corroborado– en los párpados y
en los glúteos.

El tiempo pasaba y nos estábamos quedando sin pistas a seguir. El atentado del
Banquete Milenario se trataba de uno de los más mortíferos que se hubieran planeado
en nuestro país y no era creíble que fuera la acción de un hombre solo pero, por otro
lado, era difícil pensar que la autoría de varias personas o una organización
delincuencial, más grande, no hubiera dejado, ya, al descubierto, un mínimo de cabos
sueltos. El móvil era, sin duda, el de causar terror, por lo que no se podía descartar al
Comando Machacán, quienes, era posible, por aquellas contradicciones de que está
hecha la democracia, que fuera el cimbronazo que estaban buscando para obligarnos a
firmar la paz; no tuvimos, tampoco, indicios pequeños, ni grandes, para culpar o dudar
de los hermanos Espinel, que buscaban la inestabilidad de la región; ni de los demás
grupos alzados en armas; ni de los Estados Unidos, quienes persistían en mostrarse
colaborativos; ni de los delincuentes comunes; ni de nadie. Estábamos en ceros,
adoloridos, con la autoestima emocional, personal y militar por el piso, sin consuelo,
con ganas de atrapar, torturar y ajusticiar a cualquiera con tal de encontrarle un reposo
a nuestras almas. Mi General Padrenuestro tenía una teoría: “Se debe tratar de un
enemigo personal mío” repitió varias veces, bajo el supuesto de que el objetivo fue
siempre Celina y lo demás un encubrimiento, incluida la puesta en evidencia del
veneno. A Roxana y a mí nos pareció que su teoría no aclaraba para nada el asunto:
pues los enemigos de mi General Padrenuestro eran, básicamente, los mismos de la
nación cundinamarquesa, los mismos que habíamos descartado. Alguna otra

382
elucubración era posible, desde una conspiración internacional o un complot interno,
hasta el acto de alguien con una irreprimible necesidad de venganza. Estábamos tan
jodidos, que aunque publicamos su foto en los diarios del país, mostramos su cara en
los canales de televisión y pusimos afiches en los postes de luz, del territorio nacional,
nadie dijo conocer al asesino, ni encontrarle un parecido con nadie; es más, en casos
similares mucha gente se inventa historias para darse protagonismo o mamarle gallo a
las autoridades, pero tampoco se recibió llamada, ni visita alguna en ese sentido. El
famoso profesor de inglés –sospechoso por antonomasia– nos buscó, él mismo, lloró
frente a nosotros, se le arrodilló a mi General Padrenuestro quien casi lo mata a
patadas en un arranque de ira; el pobre hombre con el cuerpo ensangrentado le pedía
unas disculpas ininteligibles. Inclusive, con Roxana descubrimos a otro par de amantes
que Celina frecuentaba y ellos se mostraron igual de “vueltos mierda” según sus
propias declaraciones y por lo que vimos, igual de capaces a dejarse golpear
inútilmente, tal era su abatimiento.

La última suposición era que Celina tuviera enemigos directos; yo conocía la verdadera
historia de la muerte de Caterpillar –y las faltantes, en la secuencia de los hechos, se la
podía preguntar a Blas– pero no dije nada porque, salvo sus dos sobrinos, el uno
encarcelado y el otro en rehabilitación por consumo de anfetaminas, no existía nadie
más que pudiera estar interesado en descubrir cómo murió y menos en vengarlo. La
Interpol nos dio nombres de criminales de interés, en otros países, que entraron a
Cundinamarca, en los últimos dos meses e investigamos a los que encontramos: sus
coartadas y sus razones para estar en el país; tres de ellos fueron interrogados en la
Oseta y otro pasó por la cuchilla torturadora de mi General Padrenuestro: nada, nada
de nada. Fuimos, incluso, hasta Buenos Aires a buscar una mujer que salió del
Aeropuerto Internacional Jorge Beltrán con pasaporte falso y peluca rubia, con el
antecedente de haber asesinado por contrato a una pareja de especuladores
inmobiliarios en Las Vegas; la encontramos en un hotel cinco estrellas y resultó ser una
agente del servicio británico; ella nos llevó a la embajada inglesa y nos ayudó en lo que
pudo; nos contactó, además, con el Mosad israelí quienes nos aseguraron –como lo
concluimos nosotros– que el modus operandi descartaba por completo una acción
encubierta de la CIA o de la DBA. Los medios de comunicación de nuestro país
–solidarios como nunca antes– nos hicieron partícipes de las investigaciones que
desarrollaron los periodistas y quedaron tan perplejos como nosotros al constatar que,
cada uno de los indicios iban a parar a un callejón sin salida. Roxana y yo nos
golpeamos, de frente, contra una realidad aún más dura: que nuestra irrevocable

383
voluntad de no darnos por vencidos no era suficiente; con un dolor infinito sufrimos, en
carne propia, el hecho de que los asuntos, emanados del expediente de Celina, se
fueron diluyendo. En un acto de desespero mi General Padrenuestro nos gritó, de
forma injusta y desmesurada, nos cantó la tabla, nos trató como a una partida de
zánganos, acostumbrados a la vida cómoda, a la deriva de la realidad y que nos
volvimos “una parranda de gallinas consentidas” rabió. Mandó traer a Blas de la zona
de despeje y lo puso a cargo de la investigación: “Ese sí es un hijueputa que sabe para
qué tiene las güevas” gritó, nos echó de su oficina dando alaridos y hacía, como si no
nos viera, cuando nos encontraba en los corredores; sin embargo, llamó a una reunión
para que actualizáramos a Blas sobre nuestras infructuosas pesquisas. Atento y sin
hacer preguntas durante las cuatro horas en que estuvimos “brifiándolo” Blas, por fin,
se dirigió a mi General Padrenuestro y le dijo, sin ambages: “Mi General, no necesita
sacarme de mi misión en San Juan de Rioseco, estoy convencido de que alguna
relación encontraremos y de que algo aparecerá sobre la muerte de doña Celina, por
allá: ¡Es mucho lo que se cuece en ese hueco!”

Las cosas, en la casa, no volvieron a la normalidad, por mayores que fueran los intentos
de las mamás de Carmen y de Eulalia, ellas no tenían el don de gentes, ni la paciencia,
ni el savoir faire de Celina. La falta de sostén vertebral del hogar le dio a las niñas una
independencia y un poder inusitados; como asistían a distintos colegios, cada una tenía
a su servicio un carro blindado y escoltas que permanecían cerca de ellas, parados
frente a la puerta de las clases; en los recreos los ponían a recoger los balones y a
comprar pastel gloria y cocacola para los amigos cercanos y a sostener y dar vuelta a
las cuerdas, con que saltaban lazo; las ayudaban, por las tardes, a hacer las tareas,
pero se trataba de un divertimento, para ellas, pues era muy poco lo que soldados u
oficiales, de menor grado, podían explicarles a unas estudiantes bilingües, viajadas,
cultas –gracias a que Celina las había obligado a leer y les apagaba la televisión a las
siete de la noche– y expertas en navegar por la internet. Tenían a mano muchos
recursos para manipular a los responsables de su seguridad, para que las llevaran al
centro comercial a comer helado, recogieran a sus amigas y las devolvieran a sus
casas, las llevaran al club donde nadaban, jugaban tenis y socializaban con los hijos
hombres de otros militares, por quienes sentían más atracción que por los niños del
colegio, a quienes conocían desde el kínder y trataban como hermanitos. Martina
respondió a la tragedia, de perder a su verdadera madre, reconcentrándose en sus
estudios, pero encontraba solaz emocional abrazando a sus dos hermanas menores y
repitiendo: “¡Somos más huérfanas que la oveja Dolly!”

384
Sin ser la mayor, Carmen era la líder indiscutible: las cosas debían hacerse a su modo y
punto. “Voy a conseguirte un novio” le decía a Martina para hacerla poner roja de la
timidez y de la rabia y quien cercana a cumplir quince años, se sumergía en la lectura de
historias de caballería, de damiselas en castillos inexpugnables, pendientes de las
aventuras de los príncipes de la comarca y esperando a que uno, de ellos, tocara a su
puerta con la esperanza de que fuera del tono correcto de azul que combinara con su
corazón. Eulalia, la menor –por escaso margen con Carmen– era consciente de su
belleza: sentía hasta en el último poro de su cuerpo la mirada de los hombres y
diferenciaba –sin definirlas aún– la lascivia de la ternura; era distante, protegía sus
espacios con las uñas o a mordiscos, de ser necesario, pero sin ser antipática; se
mimetizaba con facilidad en cualquier ambiente, aunque en algunos de éstos, como en
el Club Militar o en la piscina de Las Hamacas, le costaba trabajo pasar desapercibida
pues le gustaba mostrar su cuerpo, su cintura, sus senos prematuros y sus pantorrillas
gruesas y fuertes por la equitación; enfrentaba su precoz adolescencia, a horcajadas
entre sus juegos con las muñecas y las preguntas que, sobre sexo, le hacía a Andulima
y a Roxana, quienes eran sus heroínas absolutas y su ejemplo a seguir: le gustaba que
–esta última– era de las que se hacía sentir donde entraba, tenía opiniones distintas a
las de los hombres y desplegaba una independencia que protegía por sobre todas las
cosas. Carmen, un asunto que no le interesaba lo desechaba de inmediato, sin dudas,
sin mirar atrás; era de las que se tiraba al precipicio o no se tiraba al precipicio, pero no
se quedaba ahí, en el borde, mirando al vacío, pensándolo dos veces, ni analizando los
pros y los contras durante horas; tomaba decisiones con urgencia; cumplidos los trece
años, con la muerte de Celina, fue la que más perdió el norte por ser la más parecida,
con su misma fortaleza de carácter y su necesidad desmedida por complacer al mundo
entero. Las tres hermanas comprenderían más tarde –en instancias distintas de sus
vidas– que Celina era irremplazable porque, además de tener el estatus de una abeja
reina, fue una intermediaria tan efectiva del amor, entre ellas, que cada una tenía
pedazos de las otras dos; física, emocional y espiritualmente se cruzaban, unas con
otras, como tres cintas de Moebius enlazadas en círculo. Mi General Padrenuestro se
volvió sobreprotector, pero era demasiado tarde: la estela de libertad y
autodeterminación que Celina dejó, con esa pizca esencial de rebeldía, en las tres
niñas, las rondaría por el resto de sus vidas.

El Presidente Ananías Metileno –también y a su manera– había quedado viudo; volvió a


Las Hamacas porque Carmen, con esa precocidad tenaz, lo mandaba invitar y lo
entretenía con cuentos, inventados, sobre presidentes tristes que se volvían contentos

385
con sólo plantar una flor o pedir un deseo por la prosperidad de su reino; a él también,
varias veces, le dijo “le voy a levantar una novia Presidente” y reiteraba “¡como Celina,
pero que esté viva!” así era de punzante la niña –en el buen sentido de la palabra– en
sus apreciaciones. El Presidente Ananías, además de apoyar a mi General
Padrenuestro: al fortalecimiento de la fuerza pública, al acopio de más tecnología
digital para inteligencia, al mejoramiento académico de la Universidad Militar, a la
capacitación de los oficiales en países más desarrollados y al reforzamiento de la
seguridad fronteriza, entre otros asuntos y aunque tuvieran distintas perspectivas en el
manejo de la zona de despeje y en el manejo de los recursos naturales, dedicó los
esfuerzos de su gobierno a la consabida paz, en primera instancia y en segunda: al
saneamiento del Río Bogotá. Para principios del tercer milenio, las agendas oficiales de
los mandatarios, alrededor del mundo, estaban comprometidas con el medio ambiente,
en la reducción de los efectos nocivos del hombre contra el planeta. Se enseñaba ya,
por ejemplo, a los niños el valor de reciclar las basuras –así vayan a parar revueltas en
el mismo relleno sanitario– y la importancia de reconocer que compartimos las
maravillas de la naturaleza con seres, animales y vegetales, que merecen respeto; y
para no entrar en una extensiva enumeración de las prepotencias humanas, se les
concientiza sobre el hecho, irrefutable, de que no tenemos otra casa en nuestra
galaxia, ni en ninguna cercana, a donde podamos trastear nuestra torpeza. Por eso y
considerando que el Río Bogotá es la aorta de nuestro país y que desemboca en el Río
Grande de la Magdalena que a su vez nutre y alimenta a otros países hasta el Océano
Atlántico, en Bocas de Ceniza –donde el Ruso escondió un morral lleno de dólares
debajo de una palmera– el gobierno de Cundinamarca arreció los esfuerzos
encaminados a tratar sus aguas residuales, a dragar su cauce y librarlo de la mayor
cantidad de impurezas posibles; así, como a crear políticas ambientales para que los
artesanos, empresarios e industriales de Bogotá, la Sabana de Bogotá y las numerosas
comunidades vecinas al río, dejaran de usarlo como un cagadero-botadero-sumidero y
lo trataran como si fuera parte de nuestro propio cuerpo. A mi General Padrenuestro le
importaba un culo el porvenir del Río Bogotá y así lo decía, con desparpajo; en el
ascensor del edificio del Concilio Parlamentario, diagonal al Capitolio, exclamó,
terminando una conversación que tuvimos entre el carro: “¡Que manden a cagar a los
indigentes a otra parte y ¡listo el pollo! verán que el Río Bogotá se limpia solo!” con tan
mala suerte que, por razones de seguridad, recién habían instalado cámaras y
micrófonos en las áreas comunes, hasta en los baños de la corporación y la grabación
terminó en los noticieros de las nueve y media de la noche. La avalancha de críticas no
se hizo esperar; los periodistas rodearon la casa, de mi General Padrenuestro,

386
esperando una declaración y cuando los vimos, llegando, a media cuadra de distancia,
nos fuimos a dormir a Las Hamacas, donde aparecieron al otro día, cuando estábamos
desayunando. Atrapados, mientras discutíamos una posible y apropiada respuesta
–bastante improbable– que aclarara las cosas, entró una llamada de la Quinta de
Nariño; el Presidente Ananías reprendió a su Ministro de forma amistosa: “Cómo es de
guevón, General, si lo hubieran encontrado tirando con una parlamentaria del
Movimiento Cristiano le habría ido mejor” y se rio de su propio chiste. El Presidente
Ananías propuso una solución, la misma que le ofrecimos a los periodistas a la salida
de la finca; mi General Padrenuestro se bajó del carro, dejó que se acercaran los
micrófonos, sacó una cuchilla de su camisa al tiempo con un Paquistán que tacó en la
uña del dedo gordo, le quitó el filtro –esto lo hacía siempre que quería demostrar
tranquilidad– y lo prendió; dejó que le preguntaran lo que tenían que preguntar, escupió
pedacitos de tabaco al piso y carraspeó, antes de contestar: “Ni más faltaba, señores y
señoritas periodistas, que yo no estuviera de acuerdo con las nuevas políticas de
descontaminación del Río Bogotá” y prosiguió de forma enfática: “¡Eso sería una
traición a mi gobierno y a los cundinamarqueses!” tomó otra bocanada de su mentolado
y aseguró “mañana voy a acompañar al Presidente Metileno en un recorrido desde
Chocontá, hasta Mosquera y Soacha, para verificar el estado en que se encuentra el
afluente más importante del Río Magdalena”. Su popularidad estaba en juego; el titular
de uno de los noticieros vespertinos fue: “El Río Bogotá tan contaminado como los
pulmones del Ministro Padrenuestro”. El asunto empeoraba, a pasos agigantados y
estábamos muy preocupados; cuando dije, en voz alta, que eso era una Ley de Murphy,
nadie me entendió o me entendieron mal y creyeron que yo también le restaba
importancia al suceso. Al día siguiente, mi General Padrenuestro desayunó longaniza,
huevos fritos, una baguette entera de pan francés, con mantequilla, dos tazas de café,
una de chocolate con queso derretido y una jarra de jugo de mandarina. Cuando
llegamos a Chocontá el Presidente, frente a los medios de comunicación, lo invitó a
subir a un helicóptero y mi General Padrenuestro no encontró, en su cabeza, los
argumentos para devolverse, pues había pensado que el recorrido sería terrestre, pero
creyó –durante un intervalo de treinta segundos– que sería capaz de subirse, de vencer
su miedo a volar, de un tirón, como desprendiendo un esparadrapo; en cambio, vomitó
lo ingerido al desayuno, sobre los zapatos del Presidente Ananías, quien no podía dejar
esperando, en la aeronave, a los técnicos franceses que harían el diagnóstico del río,
por lo que no tuvo más remedio que dejar a su Ministro de Guerra, Defensa e
Inteligencia, ahí, botado en la mitad de un enjambre de periodistas que lo masacró en la
prensa, la radio y la televisión, durante los días siguientes, en los que –obviamente– se

387
asoció su desmadre estomacal con la fetidez y el estado lamentable de nuestro
imprescindible río. La Oseta formó, por esos días, un comité para el efecto de no dejar,
a la deriva, los manejos de la imagen de la institución; dirigido por un publicista, de
cabello blanco, sabedor de las argucias de la comunicación y que hubiera podido pasar
desapercibido –como todos en ese oficio diletante e ingrato– si no es porque hacía
esculturas de neón: felinos, Cleopatras y cerebelos de colores inventados y que
conjugados con el gas, algo encendían en el alma de los desprevenidos. Sobra decir,
que mi General Padrenuestro nunca llegó a la primera reunión; mandó decir que, sólo,
en el caso de que el narcotraficante Gerardo Belén Niño, alias Jesús, apareciera
caminando sobre las aguas del río Bogotá, lo volvieran a llamar.

La zona de despeje era un desastre anunciado; en tres años San Juan de Rioseco se
volvió la ciudad más costosa de Cundinamarca, una cocacola podía costar hasta tres
mil pesos y la finca raíz aumentó en seiscientos por ciento; había varias urbanizaciones
en construcción y se vendían como las más seguras del país: el único sitio donde era
prohibido el porte de armas, sin militares, ni policía y los guerrilleros, presuntos
delincuentes –cómo cambian las cosas– estaban a punto de ser amnistiados y
declarados almas de dios por decreto gubernamental; el noventa por ciento de las
mujeres eran prostitutas y eso era un atractivo para los hombres que gustan de saltarse
la conquista, el romance e inclusive las etapas de seducción previas a lo que se llama,
propiamente: el coito –una palabra tan fea, para designar algo tan bonito– o “la
inserción de la envergadura entre la cuquiblanda” en términos de Polanía, quien rara
vez hablaba o pensaba en algo distinto. La zona de despeje había pasado a ser una
inmensa zona de tolerancia, con lo que eso, de verdad, implica: tolerancia a la
inmoralidad, tolerancia a la contravención y tolerancia al desacato; a Blas se le ocurrió
una idea que, de plano, era bastante mala pero mi General Padrenuestro la aceptó sin
mayores discusiones, pues estaba harto de tener el poder pero no el control. Parece
una perogrullada pero cuando se habla de “la soledad del poder” o de “¿el poder para
qué?” se hace referencia a la grieta que se forma entre el líder y sus subalternos, entre
el líder y la realidad, entre el líder y la minucia diaria, fisura que el tiempo va horadando
hasta que se vuelve abismal; por eso y porque mi General Padrenuestro estaba
convencido de que nos estábamos ablandando, aceptó infiltrar armas en San Juan de
Rioseco: minas quiebrapatas, más exactamente, con el único argumento de “¿cómo
más me gano a esos hijueputas?” por parte de Blas y de tener una forma de ensuciar las
negociaciones de paz, por parte suya. Aldemar Esteban Chupacabras cuyo reto era
lograr el desarme y la desmovilización de la guerrilla a consciencia de que se trataba de

388
bandoleros dedicados al narcotráfico, el secuestro y el boleteo –sobre eso, en buena
hora, dejamos de decirnos mentiras– era un hombre estudioso y conocedor de la
problemática de la violencia; fue negociador en insurrecciones campesinas, trabajó el
tema de los derechos humanos en organismos internacionales y padeció la invasión de
sus fincas de Potrero Grande, por parte de sediciosos que asesinaron a su padre y
violaron, sin miramientos, a una hermano menor que sufría de un severo retraso
mental. Era, por otro lado, un hombre que poco arriesgaba, consentido y medio sibarita,
cuyo único interés –se decía en los corredores de Palacio– era llevar con decoro las
labores a su cargo y ser nombrado embajador en un país europeo, preferentemente
Francia, Suiza o Bélgica, pues hablaba el francés con fluidez. El universo se encontró
de nuestra parte: el Embajador en Suiza, de vacaciones en Madrid, se metió al Corte
Inglés en sudadera, escogió el vestido Armani más costoso, una camisa con las puntas
del cuello redondas –a la moda– mancornas, corbata, pisacorbatas de oro y
madreperla, calzoncillos, medias y zapatos de charol opaco –también a la moda– se
puso el conjunto completo en un vestidor y salió a la calle, sin pagar, pensando que el
pasaporte diplomático en su bolsillo era suficiente para capear cualquier eventualidad;
y sí lo fue, con eso logró que no lo desnudaran debajo de un semáforo, al subirse a un
taxi, pero el escándalo fue mayor y le tocó renunciar a su misión diplomática; con una
ínfima prerrogativa: que, de vuelta a Bogotá –gracias a su estatus diplomático cuando
cometió el robo– el Corte Inglés le devolvió, por correo, la sudadera y los tenis que
había dejado botados en el vestidor de la sección masculina. Aldemar Esteban
Chupacabras, entonces, dada su cercanía con el Presidente Ananías de quien era
condiscípulo de la universidad, no tuvo problemas en proponer, sin reato alguno, su
nombramiento en Suiza; a su partida, después de innumerables cocteles y fiestas de
despedida, dejó un reporte de mil ciento veinticuatro páginas sobre los avances de las
conversaciones con los alzados en armas, que hoy guarda –en el mismo sitio donde fue
dejado– esa pátina de polvo, inmune al trapo y al plumero, tan usual en las bibliotecas
de nuestros políticos. El Presidente de la República, en ascuas, recibió con beneplácito
el ofrecimiento de mi General Padrenuestro para hacerse, él mismo, cargo del proceso
que lograría la paz y en el cual –como siempre se decía– reposaban sobre la mesa
resoluciones, sin precedentes, en la historia de Cundinamarca. Los medios de
comunicación señalaron la contradicción de que fuera un militar quien, con su sola
presencia en San Juan de Rioseco, estuviera violando la esencia de la zona de
despeje; pero eso dejó de importar cuando El Crespo Carrascal envió un comunicado a
la Quinta de Nariño aceptando a mi General Padrenuestro, como interlocutor y
Comisionado Mayor para la Paz, con la condición de que vistiera de civil y por supuesto,

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de que no portara ningún tipo de arma.

El parte de victoria del Comandante Zamorano fue contundente. Viajamos, con mi


General Padrenuestro, a Ciudad Bolívar –en carro, otra vez– para recibirlo, después de
su travesía que él llamó “libertadora”. Llegamos de forma desprevenida y encontramos
una escena sin precedentes en el ámbito de nuestras democracias: desde que la
comitiva, integrada por el alto gobierno de Barinas Apure, partió de Puerto Carreño y
fue parando en los primeros pueblos, la gente se unió a su Presidente Comandante
para acompañarlo a lo largo del río; como una bola de nieve de carne y hueso,
caminado –la mayoría– y en embarcaciones pequeñas y artesanales, los que pudieron
y cupieron. El líder atrajo una estela de copartidarios, en un número no menor de medio
millón, que se unieron a otra cantidad parecida, venida de las demás regiones del país,
en su destino final: Ciudad Bolívar, capital del Estado de Bolívar. “El pueblo está
enamorado de este hombre” dijo Quesada y era cierto, la euforia, causada por su
cercanía, se hizo sentir y el Comandante Zamorano mostraba una cara de regocijo que
bien recompensaba los sacrificios que padeció para llegar al poder. Parado sobre el
Puente de Angostura, las ovaciones no cesaron, duraron hasta la medianoche, con dos
antorchas por cada hombre y me atrevería a decir que había más entusiastas en el río,
parados sobre canoas y planchones, que en tierra. Al estilo del Comandante
Zamorano, por cada cien hombres se instaló un altoparlante y su arenga no paró,
durante nueve horas y de la cual destaco la siguiente perla: “¡Copartidarios! Esta noche
he recibido, también, entre los millares de mensajes de felicitación a nuestra gesta
zamorana, una nota de la Nasa: se ve desde la Estación Espacial Vesubio VII, sin
telescopio, la Muralla China, las Pirámides de Egipto y de este lado del mundo: este río
de seguidores entusiastas, este monumento a la libertad, este fuego que hemos
encendido y que perdurará hasta que Barinas Apure sea una potencia comparable a los
Estados Unidos de Nuestra América”. Nos costó trabajo llegar hasta donde él se
encontraba, pero lo logramos atravesando el tumulto con paciencia y con más de
treinta escoltas, al frente nuestro, abriendo el paso. Mi General Padrenuestro, parco en
sus contactos con las masas, se emocionó y recibió los saludos de quienes se
acercaron a tocarlo y abrazarlo porque, aún sin conocerlo, su apostura imponente y sus
brillantes charreteras impelían a la muchedumbre a trasmitirle un cariño similar al del
paladín indiscutible de un país que auguraba, junto a él, un futuro pujante y exitoso para
una nación que salía del abuso recurrente de las élites y la extorsión de los hermanos
Espinel. Roxana no estaba tan extasiada –que digamos– porque fue bastante lo que la
manosearon en el corto pero demorado trayecto; sin embargo, logró una panorámica

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envidiable, durante los discursos. Con la demagogia tropical del Comandante
Zamorano, la opinión pública internacional no supo si sentirse ofendida por las
referencias ramplonas e hirientes contra el Presidente de los Estados Unidos de
Norteamérica –posesionado en su cargo hacía menos de tres meses– o si sentir
contentura de que, por fin, alguien le cantara unas cuantas verdades al imperialismo, al
“imperialismo yanqui” como repitió, bufando rabioso, varias veces: expresión que
desde la muerte de Herbert Marcuse, hacía más de veinte años, había perdido
vigencia. Mi General Padrenuestro, parado en la cúspide del Puente de Angostura,
quedó perplejo ante la apoteosis del Orinoco: su caudal, su vitalidad y protagonismo en
el progreso de Barinas Apure aumentaban, sin duda, su imponencia; se tocó el pecho
–dijo muchos años después, en una rueda de prensa– y compartió la revelación de que
“¡estremecido por la magia energética de la circunstancia!” sintió un escalofrío que
describió como una epifanía: “¡El hombre y la naturaleza somos una unidad y el río
Bogotá es la artería de nuestros corazones” agregó, como recitando el guion de una
telenovela.

El Comandante Zamorano, a sabiendas de que su recorrido político había sido


“extrañamente” seguido por asaltos continuos en las selvas y en los llanos y que
muchos de estos ataques se filtraron entre los periodistas, remató el discurso –con
descaro– diciendo: “No puedo dejar de mencionar que los pocos soldados y oficiales
que me acompañaron en esta jornada social, en beneficio de mi pueblo y de mi gente,
encontraron a su paso grupos sediciosos de narcotraficantes que fueron puestos bajo
custodia y laboratorios que fue preciso desmantelar en el acto”. Con esas palabras no
creo que haya calmado las dudas de sus opositores pero sí ganó el albedrío que tanto
necesitaba pues, como expresó aquella noche que nos atendió en el balneario “yo no
puedo dejar que me manejen a mí, ni a mi país, una camarilla de delincuentes”. Al día
siguiente, a puerta cerrada, mi General Padrenuestro y el Comandante Zamorano se
sentaron a la mesa con una cafetera enfrente y dulces varios de los regalados a lo largo
del Orinoco. Previo al encuentro, los dos consideraron imperativo rastrear el lugar en
busca de explosivos o dispositivos de grabación; ningún oído entrometido era
conveniente y los protocolos de seguridad se realizaron por duplicado, por parte
nuestra y por la de ellos. Las cifras de la operación Carabobo fueron impresionantes:
veintidós laboratorios allanados, trescientos cuarenta delincuentes muertos,
quinientos apresados, incluidos cuatro cabecillas –contra dieciocho militares-
mercenarios dados de baja– quince toneladas de cocaína decomisada, diez millones
de dólares en efectivo y casi la misma cantidad en bolívares –la moneda de Barinas

391
Apure– insumos por un valor no menor de cien millones de dólares, armas –gringas e
israelíes, en su mayoría– en una cantidad indeterminada y costalados inmensos de
marihuana y bazuco. El único motivo de desilusión fue que sólo cayó uno de los
Espinel, Juan Carlos “El Avión”. En cuanto a la repartición del botín, el Comandante
mencionó una cifra astronómica y mi General Padrenuestro lo paró en seco: “De eso no
hablamos, ni vamos a hablar, no me interesa y punto. Considere lo que usted piensa
ofrecerme como una donación, de la nación cundinamarquesa, a las causas
democráticas de nuestro continente” dijo y exclamó “¡yo no le recibo un peso!” El
Comandante se puso bravo y levantó la voz: “Entiéndame, General, no le quiero deber
nada a usted tampoco” se sentó, tomó una bocanada del mentolado que mi General
Padrenuestro se estaba fumando –eso no lo había hecho, nadie, nunca– y más
calmado siguió diciendo: “Me temo, estimado General y amigo, que debo insistir:
tómelo como un adelanto al inmenso servicio que usted le ha prestado a Barinas Apure,
mi patria; el saldo queda pendiente, en forma de favor, para cuando usted me necesite y
lo atenderé con la misma urgencia y denodado empeño con que usted lo ha hecho
conmigo”. Mi General Padrenuestro se dio cuenta de que lo que estaba en juego era la
total independencia que el líder de una nación necesita para gobernar tranquilo y
aceptó, con la condición de que se le pagara en lingotes de oro, los cuales necesitaba
para llevar a cabo una idea que estuvo fraguando desde que parado, en el Puente de
Angostura, lo sobrecogió el Orinoco. Nunca se volvieron a ver; hablaron muchas veces
por teléfono y se apoyaron en otros esfuerzos, pero el futuro no les brindó la
oportunidad de compartir otros atardeceres en las tierras heredadas de la gesta del
Libertador Simón Bolívar. Esa noche, igual, se emborracharon, compartieron mujeres
de ojos como el sol y cinturas como el horizonte, me pidieron recitar a Martí y a Ernesto
Cardenal y escuchamos a un mulato guayanés cantar a Silvio Rodríguez. “Me has
dejado a Cundinamarca grabada en el alma” le susurró el Comandante, a Roxana, al
despedirse con un beso en cada mejilla; con el recuerdo del jolgorio y los abrazos, nos
devolvimos esa misma noche para Bogotá. En el presente, el Comandante Zamorano
sigue siendo el Presidente de la ahora llamada República Zamorana de Barinas Apure.

Mi General Padrenuestro se volvió cada vez más descarado, llegó con la mamá de
Carmen y la mamá de Eulalia a la entronización de la Virgen de la Mazamorra como
patrona de Cundinamarca; ellas se vistieron “como para la inauguración de un
desvirgadero” según palabras de Polanía quien no dejaba de mirarles las piernas, los
strapless ceñidos y el dobladillo de sus faldas para ver si algo se les descosía. Tres
meses atrás se había mandado quitar la estatua de la Virgen de Guadalupe –de uno de

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los cerros que simbolizan nuestra ciudad de Bogotá– tiesa e inexpresiva, pintada mil
veces de blanco y se cambió por la de la Mazamorra, una estatua –¡perdón: escultura!–
tres veces más grande, con pretensión de Corcovado, con los brazos
desmesuradamente abiertos; una madona como para dar de lactar al país entero: con
mantos largos, desde sus hombros hasta sus pies descalzos, superpuestos, azules y
rojos para que fuera del gusto de ambos partidos políticos –los mayoritarios– con lazos
dorados alrededor de la cintura, piel cobriza-moreno-blanca, en un intento por abarcar
todas las razas –según donde uno se parara y dependiendo del clima se veía de distinto
color– y unos ojos a lo Michelangelo Buonarroti mirando de frente el horizonte que, en
Bogotá, es una línea ocre-grisácea-amarilla de contaminación que tapa los cerros
occidentales y que le da tonalidades de verdolaga oxidado a los atardeceres. La
escultura quedó montada en una bóveda cuadrada, rodeada de vitrales que
representan la historia de Jesús pero con la particularidad de que el entorno es
cundinamarqués: frailejones, vacas lecheras, pepas de eucalipto, cercas de piedra
caliza, geranios, campesinos en bicicleta, canchas de tejo y entre muchas otras cosas,
nuestras, la laguna de Guatavita y el Salto del Tequendama. José aparece con ruana y
María con trenzas y alpargatas, los reyes magos le llevan al niño recién nacido
esmeraldas, chocolate con almojábanas y palo santo. El Cardenal Poncio Carrillo lo
declaró lugar de peregrinación y como si hubiera contratado a un publicista, destacó los
beneficios de visitar el monumento, distintos a los del Señor Caído de Monserrate –en
la cumbre del otro cerro simbólico de Bogotá– donde había gran afluencia de
penitentes: subiendo a pie, arrodillados o con bultos de papa a las espaldas; era claro
que sin un buen acopio de fieles, regulares, el santuario no se podría mantener y para
lograr ese cometido, en el centro de la bóveda se instaló una vitrina de cristal con el
plato de mazamorra, donado por la pareja de Anolaima a cambio de una vida eterna en
el paraíso, sin juicio final, ni escala en el purgatorio. Los medios de comunicación
trajeron expertos de la Universidad de Harvard para que explicaran por qué el caldo no
se pudría, por qué la imagen permanecía incorruptible en un medio líquido y por qué, en
los días de guardar, la mazamorra se calentaba como recién sacada de la olla. Los
científicos se salieron por la tangente aseverando que tendrían que llevar una muestra
a un laboratorio especializado, en Maryland, con la certeza de que les sería prohibido
tomar, así fuera, una micropartícula del “brebaje” como lo llamaban, despectivamente.
Se fueron, por donde vinieron, alegando que algo se les estaba ocultando y que así no
se podía investigar nada; se supo después que, uno de ellos, de vuelta en Boston, se
convirtió al catolicismo y cambió la ciencia orgánica por la teología.

393
La cinta inauguratoria fue cortada por la hermana Sor Cecilia Angarita, de la Orden
Carpinteras de Nazareth, a quien acusaron de no cumplir los requisitos de castidad,
necesarios, para tal empresa; por lo que algunos obispos, que llevaban años tras el
fuero cardenalicio, consideraron espuria la entronización de la Virgen de la Mazamorra
y elevaron una queja al Vaticano, el cual contestó, con un lacónico mensaje: que “la
virginidad es un estado del alma” y que no procedía poner en tela de juicio la santidad
del acto. Después del discurso del Presidente Ananías, en el que ratificó la voluntad de
la iglesia por participar en el proceso de paz, invitó a sus miembros –o sea a la feligresía
católica, apostólica y romana de las ciudades y pueblos de Cundinamarca– a creer más
en las positivas acciones emanadas de la zona de despeje. Después de sus palabras,
una mujer se acercó a felicitar al Presidente Ananías y era innegable que se conocían; a
mi General Padrenuestro le llamó la atención porque, qué mujer tan hermosa –le
pareció– no sólo delicada sino con unos labios que prefiguraban una vagina de
voluptuosas carnosidades; dejó, el lugar, plagado de feromonas con su escote
vaporoso y sus muslos templados; tomó al Presidente del brazo y algo le susurró que lo
hizo sonrojarse un poco; se despidieron de beso y ella con sólo caminar hasta el
mirador y quedarse extasiada frente a la ciudad, condimentó con pensamientos
pecaminosos las bendiciones con las que el Cardenal Poncio Carrillo cerró el evento y
que acompañó con el Coro de los Niños Cantores de Sutatausa. Ese domingo en Las
Hamacas, después del almuerzo mi General Padrenuestro esperó a que la familia se
hubiera levantado de la mesa para preguntarle al Presidente Ananías que quién era la
mujer; él le respondió que se trataba de quien fuera la amante del fallecido expresidente
Dartañán Henríquez Arepuela, que se llamaba Jésica y que, al parecer, le tomó el gusto
a la cercanía del poder porque le hizo todas las insinuaciones que pudo para llevarlo, a
él, a la cama. Ananías reiteró –con aire de mejor persona– que no tenía intenciones de
ceder, a sus pretensiones, porque sus ideas conservadoras iban de la mano con un
altísimo estándar de sus principios morales; cosa que era “pura mierda” pensó sin decir
palabra mi General Padrenuestro porque Celina le había contado acerca del ínfimo
desliz, con ella, en Washington; lo que sí dijo mi General Padrenuestro fue “ qué
importa, Presidente, aproveche su soltería”. El mandatario le contestó que sería
arriesgado porque los medios de comunicación se enterarían, tarde o temprano, de que
Jésica era una de las prostitutas más cotizadas de un burdel llamado La Bombonera. Mi
General Padrenuestro se dio por enterado, pensó que merecía la pena conocer un
puteadero con mujeres así de lindas y masticando la información, atando cabos, cayó
en la cuenta de que se trataba de una de las casas del vecindario, donde Andulima
pasaba los domingos, donde vivía el hermano al que le cambiamos el nombre y donde

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la matrona era la señora, con pinta de pavorreal, que vio en el entierro de Henríquez
Arepuela; subió a su cuarto, se cambió para bajar a la piscina, pero –en vez– se metió
entre las cobijas, las que ordenó no cambiar, nunca, porque conservaban el olor
distintivo de Celina y aún lo hacían desear que ella no hubiera tenido un destino tan
corto o ¡mejor! él no uno tan largo.

Retomados los diálogos de paz en San Juan de Rioseco, pospuestos a causa del
rompimiento de la tregua por la matanza de Los Borricos, un pueblo casi fantasma –en
territorio reconocido del Comando Machacán– donde las fuerzas militares encontraron
una fosa común, recién cavada, con docenas de campesinos muertos y sus familias,
los niños y las mujeres por tiros de gracia; los cuerpos mostraban, al tiempo con la
sevicia inaudita, laceraciones infligidas por azotes y quemaduras en espaldas y
genitales. Mi General Padrenuestro llegó con una nueva comitiva que puso a los
guerrilleros –y presuntos narcotraficantes– a la defensiva, pero ellos la aceptaron
porque, en realidad, se les estaban acabando las opciones para seguir usufructuando
del paraíso que les montó el gobierno. El Crespo Carrascal se presentó con una
camiseta Lacoste, un reloj Rolex de oro y unas gafas de sol que no tuvo empacho en
decir que le costaron dos mil dólares; llegó con un grupo de diez hombres y dos
mujeres, muy dicharacheros, pero la verdad es que sólo unos pocos hablaban de
corrido y de ellos, sólo dos manifestaban bases filosóficas y políticas claras. El Crespo
Carrascal asistió a la primera reunión, presentó a su gente y desapareció; lo que a mi
General Padrenuestro “le cayó por las güevas” en esos términos lo expresó y aunque
era evidente de que el incidente no dejaba de ser una humillación a su rango, a su valía
y a su cargo, se obligó a calmarse para no echar por la borda el proceso; él no estaba
particularmente interesado en seguir con esa farsa, pero no podía retirarse de la mesa
de negociaciones y que con ello la culpa de un recrudecimiento de la guerra recayera
en el gobierno o peor aún, en las fuerzas militares. El Crespo Carrascal debía pensar
que su homólogo, por naturaleza, era el Presidente de la República y sus desplantes,
aunque inofensivos –sacaba la lengua y hacía pistola en público como si eso tuviera
algo de original– no dejaban de producirle escozor a mi General Padrenuestro,
teniendo en cuenta que estaba vestido de civil y se sentía como un mariquita frente a
sus interlocutores quienes vestían, las más de las veces, camuflados de uso privativo
del Ejército de Cundinamarca; los cuales se robaron o los mandaron hacer igualitos
para causar confusión. De sus primeras impresiones, lo único claro fue corroborar la
hipótesis de que el Comando Machacán había dejado de ser el grupo frentero y ávido
en buscar soluciones a la situación social y política de los cundinamarqueses; al

395
contrario, se mostraron mezquinos, desagradecidos y con la actitud de estar
bendecidos por el pueblo quien, según las encuestas, los consideraba, a la sazón,
menos que “limpiadores de culos”, “coimas de letrina” o “excremento de carroñeros”.

Mi General Padrenuestro prefería ir y volver a Bogotá, los días que la Comisión de Paz
se fuera a reunir, antes que pasar la noche en un territorio que nada tenía de
distensionado, como se planeó al principio; sino en el que imperaba un ambiente que se
tornó amenazante y peligroso. Blas lo mantenía informado acerca de la cantidad, cada
vez mayor, de minas quiebrapatas que él mismo les estaba vendiendo y que estaban
sembrando a lo largo de la frontera. Las conversaciones eran anodinas, un batiburrillo
ideológico lleno de contrasentidos; se barajaron muchas propuestas de lado y lado y
aquellas pre-aprobadas, por ambos bandos, eran las que se discutían, como la
liberación de ciertos secuestrados con nombre propio; la realización de un mapa
pormenorizado de la ubicación de los distintos frentes guerrilleros a lo largo y ancho del
país; la puesta en marcha de una amnistía para exonerar de responsabilidad penal a
los guerrilleros que no hubieran cometido crímenes de lesa humanidad y permitirles la
reinserción a la vida civil, con prioridad en los efectivos más jóvenes; la garantía de un
sueldo de tres salarios mínimos vigentes para los amnistiados, durante dos años y de
forma vitalicia a quienes tuvieran más de sesenta y cinco años; la construcción de un
club campestre con piscina, cancha de fútbol y helipuerto para que la adaptación a la
cotidianidad resultara menos traumática; el pago de cinco millones de pesos por cada
arma entregada y mil millones de pesos por cada secuestrado devuelto y lo más
importante: la permanencia de la zona de despeje por cien años contados a partir de la
firma del acuerdo. Mi General Padrenuestro descartó todas las propuestas que fueran
de “borrón y cuenta nueva” por considerar que generarían un marcado desequilibrio en
la justicia; rechazó, por la misma razón, la creación de un tribunal exclusivo para los
beneficiados de dicho acuerdo y se rehusó tajantemente –al punto de perder los
estribos– a permitir que los reinsertados pudieran ingresar a cursos de oficiales del
Ejército Nacional y ¡lo más ridículo! que se les fuera a homologar su experiencia en el
monte; ese golpe a la moral de sus hombres no lo permitiría “igualar a los guerrilleros
con los soldados se hará sobre mi cadáver” expresó, frente a los medios de
comunicación. En un tiempo récord se generó un documento final “apurémosle,
Lugarte, con el papeleo ¡que no veo la hora en que estos hijueputas se descuiden para
matarlos a todos!” me confesó a solas, en su oficina de la Oseta, dándome a entender
que cualquier resolución aprobada por el Concilio Parlamentario y ratificada por el
Presidente Ananías, sería firmada por él, ante el convencimiento de que ¿para qué

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seguirle poniendo trabas a un proceso que en realidad no cambiaba nada, distinto a
mostrar buena voluntad en el concierto internacional? Mi General Padrenuestro se
sentó a la mesa de negociación –pienso, hoy, escribiendo estas líneas– para conocer
mejor a su enemigo, calibrarlo, identificar sus fortalezas y debilidades y corroborar su
teoría de que quienes terminan dedicándose al narcotráfico y a crímenes atroces
relacionados con éste, relajan sus costumbres, se descuidan y caen “de culo” como
han caído los imperios, sus gobernantes y sus mafias a lo largo de la historia de la
humanidad. En nuestro caso era cuestión de agarrarlos en esa parábola descendiente;
“debemos quitarles el inodoro en la mitad de la cagada, Lugarte, escriba eso en mi
biografía” agregó, dándome palmaditas en la espalda y las buenas noches. Yo seguía
viviendo en su casa, con Andulima, mejor dicho, en la casa contigua que empezaba a
volverse ruidosa e invivible por la precoz adolescencia de las niñas. Al día siguiente de
la firma del acuerdo de paz con el Comando Machacán, que Cundinamarca entera
festejó, sin pensar en las consecuencias y con la misma euforia etílica con que se
celebra un reinado de belleza o un campeonato de fútbol, el Presidente Ananías llamó
temprano a mi General Padrenuestro para informarle: “¡Le acaban de arrancar ambos
testículos al Presidente de los Estados Unidos!” el grupo terrorista Al Qaeda estrelló
dos aviones contra las torres gemelas en Nueva York y contrario a cualquier presagio,
los edificios se desmoronaron como un castillo de naipes; ese crimen atroz cambiaba,
como por ensalmo, el equilibrio internacional: con los ojos de los gringos y los de sus
aliados, mirando al medio oriente, mi General Padrenuestro adquirió de forma inusitada
mayor libertad de movimiento en la región. Acordada y firmada la paz “se respiran
nuevos aires en Cundinamarca” expresó en alocución televisada el Presidente
Ananías, desde el Teatro Colón y acto seguido presentó la sinfonía Pax Regurgitae
Opus 44 para instrumentos de viento, compuesta por el arreglista zipaquireño
Verbigracio Polanco Cuestas en honor a la efemérides. “¡Lo que nos faltaba: una
orquesta de pedos!” comentó mi General Padrenuestro antes de comenzar a roncar,
recostado en las cómodas sillas de su palco privado y pensando: “Gracias a dios, mis
testículos son sagrados”.

Reina disfrutaba de la telenovela nocturna en uno de los canales nacionales, al tiempo


que miraba las imágenes de las cámaras instaladas en las zonas comunales de La
Bombonera. Cuin la acompañaba; de pronto, él, dio un gritico sobrecogedor –nada
nuevo desde que había salido del closet y se iba reafirmando en su homosexualidad,
vestido como un árbol de navidad, daba griticos sobrecogedores a cada rato– pero esta
vez sí tenía sus razones: le señaló a Reina que por la puerta grande de la casona entró

397
mi General Padrenuestro, uniformado y con sus botas de campaña puestas, debía
venir de algún operativo en la sabana o de supervisar algún entrenamiento a campo
traviesa. Ella sabía exactamente cómo reaccionar; había soñado la secuencia de
acontecimientos, incontables veces y la repetía en voz alta: “El General Padrenuestro
vendrá a la Bombonera, cuando el lugar adquiera fama y prestigio y yo me le presentaré
como la dama de alcurnia que soy; entablaremos una amistad –a los enemigos hay que
tenerlos cerca– y él me contará poco a poco sus pesares y entre chistes y chanzas,
entre mujeres, trago y jolgorio, cuando nuestra relación parezca de confesionario, él me
enumerará sus más recónditas cabronadas y el día que me diga que culeándose a una
reina de belleza le pareció divertido, o digno del más entretenido sadismo, botarla por la
puerta de un carro en movimiento, yo buscaré la manera de acercarme por su espalda y
le pegaré un tiro en la parte baja de la columna; cuando, parapléjico o cuadripléjico, se
haya recuperado, lo buscaré, le revelaré mi identidad y lo mataré, esta vez de frente
para que no pueda borrarme de su mente por toda la eternidad”. Con la rapidez de un
sueño, volvió a repetir, con ansiedad, el hilo de los acontecimientos en su cabeza y
ordenó a Cuin que entretuviera a mi General Padrenuestro; mientras tanto, en la planta
principal, bajo el candelabro de Murano, éste abrió un paquete de mentolados
Paquistán; ya en el reservado realizó la rutina completa para encender su cigarrillo y
una chica coquetonga, de faldita corta y zapatos de tacón bastante altos, se le sentó al
lado y procedió a quitarse la chaqueta abierta y larga, dejando al descubierto sus
hombros y un escote por el que se podían ver las antípodas. La chica le explicó el
funcionamiento del lugar: tenía la posibilidad de beber acompañado, con la chica o
chicas de su predilección, pero para pasar a un cuarto debía pagar una tarifa de
permanencia o comprar una botella de licor por cada una de las chicas que entraran con
él, además de lo que negociara, por aparte y con cada una de ellas, de acuerdo a los
servicio deseados. La chica finalizó su bienvenida, con un beso y recitando como una
autómata: “Aquí trabajamos jovencitas universitarias, cultas, muy bien presentadas,
buenas conversadoras, discretas, higiénicas y dispuestas a complacer las fantasías de
nuestros clientes, con la única condición obligatoria de la protección profiláctica
¿Quiere el señor que le sirva un trago? ¿O quiere que antes le presente a las chicas?”
Mi General Padrenuestro optó por lo segundo, con la esperanza de que se presentara
Jésica, la mujer que lo obnubiló durante el evento de inauguración de la Virgen de la
Mazamorra; pero no se presentó, dio su descripción y le fue informado que ella no había
vuelto y que “de pronto volvía pero, por allá, en diciembre”; se quedó entonces con
Pamela y con Berenice, la una blanca y la otra morena, que nada tenían que envidiarle
en belleza a Jésica, aunque les faltaba picante –por así decirlo–. No importó, mi

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General Padrenuestro las subió a un cuarto, pagó lo que tenía que pagar, aceptó lo que
ellas le cobraron y las sentó, por turnos, sobre su arisco pene, que llevaba un estado de
vigilia prolongado. Sólo se bajó los pantalones y de forma intermitente –como quien
pone las luces de parqueo– las sacudió, recostado en un sofá, con la cara roja del
esfuerzo, acalorado y feliz de gozar “la carne fresca, casi cruda” –de acuerdo con la
descripción que me dio días después– y que no probaba desde hacía mucho tiempo.
Quedó, sin duda, satisfecho con el servicio; hubiera preferido menos condón y más
roce animal, pero el lugar le agradó y fue fácil darse cuenta que era el mejor en su
categoría. En La Bombonera hacían sentir a cada cliente como a un jeque árabe o un
corredor de bolsa hongkonés o neoyorquino; las chicas eran perfectas, sin estrías, sin
tatuajes invasivos, los dientes blancos y parejos, la piel luminosa como las actrices de
cine y con olor a azahares como las mujeres de Macondo; y no es que cautivaran a los
clientes con instrumentos de cuerda como las geishas o las chalanas llaneras, pero sí
los tocaban como tal: les sacaban música de las entrañas, de los intestinos, al fin y al
cabo de eso están hechas las liras y de eso es que se tratan realmente los asuntos del
amor, que no son más que la búsqueda de una cadencia, de recuperar los acordes
perdidos entre jadeos cercanos a la divinidad. En ese nirvana temporal en el que
permaneció hasta después de subirse los pantalones, ajustarse el cinturón, sacar un
Paquistán del bolsillo y salir al corredor, estaba mi General Padrenuestro cuando se le
acercó Reina; él la saludó con cierta distancia, más por no tener alternativa que por
alegrarse de que lo sacaran de su sopor; ella, cordial, le manifestó: “General, qué
maravilla tenerlo aquí. Yo soy la dueña, la mamá de Andulima” y lo invitó a tomarse un
trago por cuenta de La Bombonera, trago que él rechazó porque no quería quedarse
más tiempo del necesario en un sitio al que no le había tomado confianza, todavía; sin
embargo, le dijo a Reina que volvería, que Andulima era muy estimada en su casa, que
se alegraba de conocerla y alabó la calidad del trato recibido. Reina le sintió ese olor a
bestia, esa que la agazapó contra el blindaje del lujoso carro desde donde la empujó
hacia su vida de deformidad y dolor; el recuerdo la acostó durante varios días, durante
los cuales Cuin puso en marcha su pospuesto plan de utilizar a Pili Vanilli para llegarle al
corazón de mi General Padrenuestro con una flecha letal y certera; procedió a llamarla
y ella se entusiasmó ante la perspectiva de seguir ascendiendo en la escala social,
haciendo lo que mejor sabía hacer: poner su cuerpo al servicio de sus intereses.

La dieta del ejército cundinamarqués constó, durante mucho tiempo, de grandes


cantidades de agua de panela, debido a que Blas sacaba su camión lleno de la panela
que se elaboraba en la zona de despeje –pagada por los rubros que la Oseta tenía para

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las operaciones encubiertas– y se devolvía con listas de pedidos de muchas personas
que le encargaban cosas; productos, la mayoría, que sólo se conseguían en Bogotá:
repuestos de automóviles y electrodomésticos, principalmente, dentro de los cuales
escondía las minas quiebrapatas que le vendía a los machacanes. En los retenes,
previos a entrar a la zona desmilitarizada, se manejaban contraseñas para dejar pasar
a Blas sin requisarlo; con la pantalla de prestar ese particular servicio de encomiendas
fue que Blas se compenetró con los primos Pascuas y con los cabecillas del Comando
Machacán quienes con las minas quiebrapatas que él les “contrabandeaba” estaban
consolidando una frontera inexpugnable y protegiendo la región donde se asentaron
con comodidad y al amparo de las múltiples prebendas otorgadas por el Estado para
que desarrollaran lo acordado por la paz consensual recién firmada. Por esa época, fue
que Blas conoció a Víctor Canallas Garrido, natural de San Juan de Rioseco, donde
había sido alcalde por cuatro años; a quien se le debía el progreso de la ciudad, gracias
a que era un hombre culto y emprendedor, con buenos contactos en Bogotá y heredero
–por el lado materno– de vastos latifundios que empleaban a más de la mitad de las
familias de la zona rural. Su visión sobre los logros de la paz era positiva, siempre y
cuando las tierras que lo vieron crecer y que eran como las niñas de sus ojos siguieran
en franca mejoría y aumentando su valor intrínseco. Para él, que a la zona de despeje
se le hubiera dado una elongación, de cien años, representaba una victoria de sus
lazos con el poder central. No era, en realidad, un hombre conciliador –como la gente y
sus pares lo veían– sino que tenía intereses en ambos bandos del conflicto, razón por la
cual transaba con los unos y con los otros. Gran lector de Coprolíades, el censor beocio
epígono de Solón, pensaba que los conflictos de la democracia no eran entre buenos y
malos sino entre fuerzas electorales y –partiendo de esa base– la estructura de su
pensamiento se resumía en cuatro reglas sencillas: la primera, la obtención del voto; la
segunda, hacer lo que fuera para conseguirlo; la tercera, las consideraciones éticas; y
la cuarta, el reconocimiento de que el orden precedente es inalterable.

Don Víctor fue puesto en contacto con Blas porque necesitaba un nuevo sistema para
el filtrado y limpieza de la piscina de su hacienda la Chucuita, conformada por una casa
estilo español pero sin balcones, con ventanas dobles, de vidrio y angeo, cubiertas de
enredaderas, espesas, de flores anaranjadas y amarillas que se habían tomado la
totalidad de la fachada; era prácticamente imposible abrir las ventanas, por eso en las
épocas de más calor permanecían abiertas las puertas de los recintos y cuartos que
daban al patio central, con fuente en la mitad y pescaditos que, como pasa en esas
tierras mágicas, toman el color de los ojos y los labios de las mujeres de la familia; la

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piscina era semi-olímpica, detrás de la casa, donde don Víctor nadaba, sin falta, por las
mañanas; y lejos, al fondo, atravesando un inmenso potrero donde, a veces, se jugaba
al fútbol, una porqueriza en la que se engordaban marranos para hacer las lechonas
dominicales, pero la familia se encariñaba tanto con ellos que, la verdad, eran muy
pocos los que se sacrificaban. El resto de la hacienda consistía en tierras de cultivo que
don Víctor le entregaba a terceros para la labranza, con equidad en la repartición y en la
negociación de su producido, además con la ventaja para los agricultores de que
cuando un plantío se perdía, a causa de las intemperancias del clima, él asumía la
totalidad de las pérdidas; por ese tipo de generosidades era que a don Víctor lo querían
y respetaban en la comunidad y muchos recurrían a su sapiencia para escuchar sus
consejos. Blas era un hombre callado y siempre parecía estar al acecho; sus
precauciones extremas lo alejaban de las personas que encontraba a su paso, pero un
mediodía canicular le aceptó una cerveza a don Víctor y se les volvió costumbre
sentarse a hablar; o sea, se le volvió costumbre a Blas escucharlo porque, él, no era
mucho o nada lo que musitaba, pero sí le interesaba el enfoque de alguien poderoso
sobre el manejo de lo que los medios de comunicación dieron en llamar “el
postconflicto” dentro de la zona de despeje; supo, por ejemplo, que don Víctor fue
parlamentario y ponente de una de las reformas agrarias más afortunadas que se
desarrollaron en el país, que en sus años mozos perteneció a los grupos políticos de
izquierda pero que apenas heredó su fortuna, a la muerte de su padre –como siempre
pasa– se volvió más de centro en sus creencias políticas, encontrando su equilibrio
ideológico en las filas del Partido Liberal, del cual uno de sus antepasados fuera de los
principales legisladores contra la tenencia improductiva de tierras por parte de los
latifundistas. A Blas mucho de lo que le contaban podía no interesarle pero estaba
dotado de una grande y recursiva memoria que le permitía reconstruir conversaciones
completas; se enteró, también, que don Víctor había participado en los fallidos diálogos
de paz del Presidente Nicéforo Cuervo de Pedroza y que, de joven, estableció una
cercana amistad con Julio María Machacán y que fue uno de los oradores durante el
sepelio de los tres hermanos; por eso no le extrañó cuando, una mañana, en que le
llevó a don Víctor una medicina que le compró en Bogotá para la psoriasis, lo encontró
desayunando con El Crespo Carrascal y los primos Pascuas; Blas guardó un silencio
de mármol y con esa manera muy suya de pasar desapercibido, de lograr una casi total
invisibilidad, inclinó la cabeza lo suficiente para significar un saludo cordial, sin molestar
a nadie y señalando respeto por los primos Pascuas, a quienes conocía y a quienes
entregaba, para su bodegaje e inmediata instalación, la totalidad de las minas
quiebrapatas. Su posición privilegiada dentro del curubito de la zona de despeje, hizo

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que su presencia se volviera normal en cualquier parte y como su extrema quietud era
signo de discreción pues, a nadie, se le ocurrió poner en duda, el interés puramente
lucrativo de sus negocios. El Crespo Carrascal, en cambio, lo trataba como a un
subalterno más, pero le dio el chance de conseguir en Bogotá granadas de
fragmentación; y como le compró más de las que había solicitado y se las cobró a un
precio menor del estipulado –con el argumento de que un conocido, que trabajaba en la
IMES, las sacaba antes de que fueran inventariadas– lo empezó a encargar de
suministros más especializados y por supuesto, a considerarlo como a un coequipero,
lo que era un gran avance. Como el neurocirujano que destapa el cerebelo y debe
intervenirlo sin dañar ningún punto vital, así de delicada era la situación de Blas, por eso
los acercamientos con la Oseta y con mi General Padrenuestro eran cada vez más
medidos y complejos; diez personas, de la oficina de inteligencia, estaban encargadas
de prestarle apoyo, conscientes de que El Crespo Carrascal y sus secuaces no
demorarían en investigarlo y seguirlo. En la zona de despeje se desarrolló un programa
social y cooperativo para ofrecer vivienda y trabajo a los reinsertados, por lo que San
Juan de Rioseco se convirtió en la tierra de las oportunidades; su población se triplicó y
continuó en ascenso porque “ningún sitio puede ser tan pacífico como el lugar, mismo,
donde se fraguó y se firmó la paz” era lo que la gente pensaba y por lo tanto su
reputación de paraíso fue divulgada con amplitud. El Presidente Ananías, aunque veía
con preocupación que la sustancia de lo pactado no se cumplía, mantuvo el cañazo de
la paz concertada por el resto de su mandato; nunca se enteró –porque hubiera sido
una dolorosa traición– que mi General Padrenuestro estaba fraguando un plan para
acabar con esa mancha de reinserción-despeje-y-distención-casi-vitalicia en nuestra
geografía, apenas fuera elegido el próximo Presidente de la República. El Ejército
Nacional dedicó meses enteros, después de la firma de la paz, a formar un cinturón
reforzado de fuerzas militares alrededor de San Juan de Rioseco: instalamos un
sistema de vigilancia satelital que permitía seguir los movimientos del Comando
Machacán y diseñamos –bajo la certeza de que la paz firmada era el instrumento más
peligroso que tendría la subversión para extorsionar al gobierno y sojuzgar a los
cundinamarqueses– un plan de acción secreto, de seguridad nacional, a menos de un
año de las elecciones. Si mi General Padrenuestro veía, en ese momento, del color de
las hormigas el futuro de nuestro país; éste no era lo suficientemente negro hasta que
una noche, a las tres de la mañana, Blas llegó a la casa, saltó la tapia cubierta de pinos
del jardín, se dejó desarmar de pies a cabeza, se identificó con los casi cincuenta
hombres que nos cuidaban y enruanado y con pasamontañas, entró al cuarto de mi
General Padrenuestro y le prendió la luz, en la mitad de un largo ronquido, sólo para

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manifestarle, con la privacidad del caso, que los hermanos Espinel habían llegado a
San Juan de Rioseco y que se habían reunido con El Crespo Carrascal.

Después de su epifanía en el Puente de Angostura, mi General Padrenuestro adquirió


un genuino interés por el Río Bogotá; no tenía que molestarse pero el esfuerzo, por
limpiarlo, del Presidente Ananías requería, sin duda, del respaldo de la fuerza pública,
pues no existía un verdadero control sobre quienes estaban contaminando sus aguas.
La primera medida fue contratar –por tercera vez– un par de dragas chinas que
parecían flotando sin ningún sostén, pero que se anclaban, a la ribera, con unos garfios
metálicos; desde el aire parecían arañas cortadas por la mitad; de sus vientres salían
unos tubos enormes que succionaban un lodo negro, un residuo repulsivo que era
“como alquitrán” o “ como el vómito de Satanás” según los vecinos del lugar,
entrevistados por un noticiero del mediodía. Se trató de pañitos de agua tibia, porque
era más la podredumbre que entraba al río, que la que salía; el Presidente Ananías
sabía que las labores, de limpieza, debían ir acompañadas por un paquete de
restricciones, a la industria cundinamarquesa, para evitar que sus desechos llegaran al
río pero, éste, no fue aprobado por el Concilio Parlamentario. La influencia –o lobby
como dicen ahora– de los grandes grupos económicos pudo más que la buena
voluntad del gobierno; razón por la cual, salvo las dragas y el desplazamiento de las
mujeres que lavaban ropa en sus orillas, a otros ríos –¡vaya inutilidad!– no fue mucho
más lo realizado y el primer mandatario perdió el impulso y el ánimo de seguir
buscándole una salida frontal al asunto; se rindió y mi General Padrenuestro se sentía,
de alguna manera, culpable. Una tarde, en Las Hamacas, le propuso una aproximación
más puntual y severa al problema: se analizarían, sin preguntarle a nadie y sin pedir
permiso, los desechos que cada fábrica despide al río; se calcularían las cantidades de
químicos perjudiciales para la naturaleza y el hombre, discriminados por las empresas
responsables de cada botadero y se impondrían, de acuerdo a las normas de
bioseguridad, vigentes, las multas correspondientes. Se darían, por añadidura, otros
fenómenos: los medios de comunicación tendrían argumentos y excusas para meter
sus narices, en el sector industrial y hacer lo que ellos saben hacer: preguntar más de la
cuenta y poner nerviosos a los protagonistas; los consumidores pondrían en tela de
juicio la calidad, la higiene y la pureza de muchos de los productos del mercado y
algunos, se esperaba que fueran de los que más confianza generaban entre los
cundinamarqueses; y muy importante, las redes sociales que empezaron, por esas
épocas a plagar la internet, harían el voz a voz suficiente para causar una debacle; la
cual –por qué no decirlo– se podía acentuar produciendo, con un montaje casi teatral,

403
unos cuantos allanamientos. Mi General Padrenuestro estaba seguro de que para
evitar un escándalo entre los consumidores, las industrias se decidirían a participar,
ellas mismas, en la recuperación del río y dejarían de ejercer presión entre los
parlamentarios y hacer más fácil el tránsito de las medidas ecológicas, más urgentes,
en el Capitolio. El Presidente Ananías asintió con la cabeza y mi General Padrenuestro
cambió de tema, antes de que el primer mandatario se arrepintiera. El lunes siguiente,
buscamos a los técnicos franceses que diagnosticaron el nivel de contaminación del río
y nos informaron sobre un problema, aún más grave: las talas, las quemas y la múltiples
causas de la deforestación agotaron, a tal grado, la capa vegetal ribereña, que las
aguas recibían, constantemente, también, grandes cantidades de tierra y piedra, lo que
hacía que los dragados fueran inútiles. Los técnicos señalaron que el problema era
sistémico –que abarcaba un ecosistema mucho más amplio– por lo que se debían
examinar los residuos líquidos –no tratados– y sólidos que vierten los ríos afluentes y a
la vez, tener en cuenta –como se había mencionado– que el río Bogotá es uno de los
depositarios de contaminación más grandes del Río Magdalena. La mayoría de los
cultivos de los municipios aledaños reciben riego de ambos ríos; entonces, es dable
concluir, con pasmosa desolación, que lo más nocivo de los desechos industriales va a
parar a las lechugas, papas, apios, curubas, moras, etcétera, que servimos en nuestra
mesa. Los técnicos franceses nos tuvieron al borde de las lágrimas y a Roxana le tocó
excusarse cuando, al tiempo que proyectaron fotos –tomadas los días anteriores– nos
informaron que nuestro ecosistema fluvial adolece de extensas áreas donde no existen
ni los más mínimos indicios de vida microcelular y que, entre muchas otras calamidades
–de las que mi General Padrenuestro tomó atenta nota– lo más impresionante es que,
por su fetidez intolerable y sus inhumanas condiciones sépticas, en los registros
internacionales el Río Bogotá no es considerado “río” sino que está clasificado bajo la
categoría de “alcantarilla abierta”.

Mi General Padrenuestro, a quien no le dolía una muela para hacer las cosas, pensó
que, en cuanto a la variedad de venenos encontrados en los vertederos de cada una de
las fábricas, podríamos –¿por qué no?– agregarle, nosotros mismos, otros
ingredientes, más perjudiciales, con el ánimo de lograr, de forma más expedita, los
cambios propuestos, pero no fue necesario el ardid, pues aparecieron cantidades
absurdas de cianuro provenientes de las papeleras y las textileras; fluoroacetato de
sodio presente en los plaguicidas contra roedores; toxina botulínica –cuya ingesta mata
dolorosamente– usado por la industria cosmética con el nombre de Botox; biocloruro
de mercurio y arsénico utilizados en productos farmacéuticos; plomo, presente en los

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cables de electricidad, teléfono, televisión e internet; benceno, sin el cual no se pueden
hacer pegantes, tintas, ni barnices; metanol, que además de causar ceguera en licores
adulterados se utiliza en la elaboración de resinas, plásticos y grasas; tetracloruro de
carbono y sulfuro de carbono, entre millares más. Los resultados de nuestro trabajo, de
la mano con expertos en química y bioquímica de la Universidad Nacional, arrojaron
conclusiones aterradoras pero lo que activó las alarmas y cambió, ciento ochenta
grados, el panorama de nuestra misión, fue la de constatar una realidad que nunca
imaginamos: se descubrieron cantidades, en excesivas proporciones, de disolventes
orgánicos, carbonatos, hidróxidos, permanganatos y soluciones utilizados en la
producción de cocaína; productos, éstos, que también se utilizan en procesos de
producción lícitos y que no habrían generado, ninguna duda, si no es porque tales
cantidades son, inclusive, inusuales, en los entornos de explotación química o mineral
y no se habían detectado, nunca, ni siquiera en resumideros cercanos a las industrias
farmacéuticas, de acuerdo a la experiencia y datos de los técnicos franceses; de los
cuales, uno de ellos, repetía mi General Padrenuestro: “Es un técnico que viene del
Instituto Pastor”. La posibilidad de que hubiera laboratorios de cocaína en nuestras
narices enfureció a mi General Padrenuestro; aunque este descubrimiento o sospecha,
le daba una delantera sobre el narcotráfico urbano que no podía desaprovechar. Por
otro lado, la aplicación y puesta en marcha del programa de manejo de desechos era de
tal envergadura –el reciclaje, el tratamiento de aguas, la conversión a otro tipo de
materias menos dañinas o inocuas y su reutilización en otros procesos industriales, el
transporte a rellenos adecuados para aminorar el impacto de las basuras y otras
alternativas, más sofisticadas, que requerían de cuantiosas inversiones e importación
de tecnología– que mi General Padrenuestro tomó dos decisiones sin que nadie lo
convenciera de lo contrario: la primera, que cada fábrica pequeña, mediana o grande
tuviera su propio pozo séptico, para evacuar residuos orgánicos; sistemas obligatorios
que correrían por cuenta de las empresas y como retribución al ecosistema que, con
conocimiento de causa o sin éste, venían contaminando desde hacía mucho tiempo;
desde hacía más de cien años, como en el caso de la industria cervecera, por ejemplo.
La segunda, fue la de construir un acueducto de aguas negras paralelo al río, a donde
fueran a parar los desechos, domésticos e industriales, inorgánicos y que
desembocara en el Río Magdalena después de haber pasado por una planta de
tratamiento que se construiría en inmediaciones de Puerto Salgar. Ninguno de nosotros
entendía, muy bien, por qué mi General Padrenuestro se daba el lujo de tomar
decisiones sobre temas que no eran de su incumbencia y cuando, yo, me referí a este
asunto en privado, él me contestó: “Mientras el Ministro para el Bienestar de la

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Naturaleza y la Protección del Ecosistema siga frecuentando los moteles del centro de
Bogotá y contratando puticas menores de edad, el medio ambiente, Lugarte, también
es cosa mía”.

La mamá de Carmen y la mamá de Eulalia convencieron a mi General Padrenuestro de


llevar a las niñas –si todavía se les podía llamar así– al concierto de Pili Vanilli; la gran
sensación entre adolescentes, con las canciones de su álbum: Mi primer amor. A todos
en la casa se nos pegó el sonsonete “… te veo… te persigo… te encuentro… derrites
mis labios… te acaricio… te beso… y sin pensarlo… estreno mi cuerpo contigo…
estreno mi cuerpo contigo… estreno mi cuerpo contigo …” Andulima y yo los
acompañamos, fuimos con cortesías que nos mandó Cuin –de la Bombonera– y nos
sentaron en primera fila; las niñas, felices, nos presentaron a sus amigos, que sentados
en distintos lugares del Coliseo Cubierto El Campín fueron a saludarlas; pero estaban
ansiosas de que llegara su padre, quien venía demorado, no querían pasar la
vergüenza –como les había pasado– de que interrumpieran el programa para darle
tiempo de que se sentara y de que se acabara la procesión interminable de gente que
se paraba a saludarlo. Cuando por fin entró al recinto, efectivamente, muchos adultos lo
abordaron para estrechar su mano, pero Carmen no tuvo problema en acapararlo,
sentarlo a su lado y decirle a quienes se seguían acercando que la hora de “los
saluditos” –así dijo– se había terminado, cosa que a mi General Padrenuestro le causó
mucha gracia. El concierto fue una sola gritería de muchachos, un paroxismo juvenil
impresionante; Pili Vanilli se cambió de atuendo para cada canción y su sexualidad, a
flor de piel, llenó hasta el último rincón del coliseo; sus senos parecían de metal porque,
sin importar lo que se pusiera, se veían hinchados y sólidos, a punto de atravesar la
escasa tela que los cubría; sus tangas blancas, como de niña, quedaban al descubierto
con cada vuelta y cada maroma; pasaba el micrófono sobre su vientre y debajo de los
brazos y lo sostenía entre las piernas mientras animaba a la audiencia a seguir el ritmo
con las palmas de las manos. Mi General Padrenuestro no esperaba que la cantante se
le sentara sobre las piernas mientras cantaba “estreno mi cuerpo contigo… estreno mi
cuerpo contigo… estreno mi cuerpo contigo …” se hizo el desentendido pero
–conociéndolo– sentir a esa mujer eléctrica y con la excitación multiplicada por un
público desbordado, al ritmo de sus movimientos, lo mantendría en vela por muchas
noches. El sábado de la semana siguiente llegó por la tarde, temprano, a La
Bombonera y escogió a una mulata curvilínea que le recordó a Celina, por lo que al
comienzo primaron las caricias y los besos, demorando el final, sintiendo mi General
Padrenuestro la piel oscura contra la suya; al cabo de unos minutos él se desnudó por

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completo, lo que era inusual, su sistema nervioso estaba concentrado en conectarse
con esa mujer, girardoteña, con la humedad de la tierra caliente en la curvatura de sus
pantorrillas. A ella, esos afectos manifiestos, aunque pequeños, por parte de un hombre
enrazado con animal y un uniforme plagado de insignias, la excitó sobremanera, lo que
también era inusual; se convirtieron en un solo amasijo, ninguno de los dos quería
soltar; mi General Padrenuestro eyaculó como un semental equino y sin embargo, la
mulata le pedía más, incesante, clavándole las uñas en la espalda, con los muslos
recogidos contra las costillas, apretando y jadeando y gritándole: “Soy su puta,
General, pártame por la mitad, déjeme la chocha como un campo de batalla,
atraviéseme como si se fuera a acabar el mundo”. Lo demás eran chillidos de gata
callejera que se apagaron con una última embestida que la dejó mordiendo las cobijas,
ahogando la gritería, para que, en la casa, no fueran a pensar que la estaban matando,
con un hierro candente o con la sodomía de los minotauros. Mi General Padrenuestro
se fumó tres mentolados seguidos; no quería salir de ahí, se sentía a gusto, sin
embargo se vistió y pidió una botella de whisky que Cuin se encargó de llevarle porque
quería presentarse como el hermano de Andulima y ponerse a sus órdenes;
conversaron, ambos, mientras la mulata, recién salida de la ducha, se ponía sus
calzoncitos de encaje oscuro que poco se distinguían de su cuerpo color tabaco, se
refrescaba la piel con una loción olor a menta-océano y se ponía un vestido plateado
que, a duras penas, le tapaba el montículo de su sexo, de por sí notoriamente abultado,
que ella sabía aprovechar: se paraba con la pelvis hacia adelante, mostrando su centro
con el convencimiento de que esa voluptuosidad era un anzuelo automático para
atrapar clientes. La mulata salió del cuarto y Cuin puso el tema –adrede, pero con tono
de casualidad– de las confiancitas de la Pili Vanilli durante el concierto y las fotos, de la
cantante sentada en las piernas del ministro, que habían salido en las revistas de
farándula; dejó que mi General Padrenuestro contara el cuento a su manera y se le
saliera esa lascivia que le produjo el sólo recuerdo de esos muslos y ese culito
recalentados por la música a todo volumen y las peripecias con el micrófono. Cuin se
extendió en la historia de la chica, que, con dieciocho años, había llegado a La
Bombonera con una alegría contagiosa y la manía de cantar en los baños y corredores
con una voz como la de los ángeles; contó la motivación de Reina –y la suya propia–
para que “Pilarrica” como le decían las otras chicas, persiguiera una carrera en el
espectáculo; ahondó en las circunstancias en que ganó su primer concurso,
organizado por una disquera cazatalentos que le costeó sus primeras giras, le hizo los
primeros arreglos y la sacó del anonimato. “Es una culiadora incansable y recursiva”
dijo Cuin y puntualizó en la tristeza inconsolable, en que quedaron varios clientes

407
cuando ella se fue; acto seguido, al margen y hablando con rapidez, entre una cosa y la
otra, comentó algo así como “por supuesto, que ella todavía se cuadra su platica como
prepago”, “¡Usted me entiende General!” exclamó, tapándose la boca como si se
tratara de una infidencia, pero poniendo las cartas sobre la mesa. Mi General
Padrenuestro pensó en hacerse el desentendido, pero sabía exactamente lo que le
estaban insinuando y su cuerpo se alegró de que existiera la oportunidad, real, de
acostarse con ella, de poseerla, por eso preguntó: “¿De cuánta plata estamos
hablando, don Cuin?” y sin ambages, sin que le temblara la voz porque en ese campo
era un experto, Cuin contestó: “¡Cincuenta millones de pesos!” y sin notar ningún
asomo de sorpresa en la cara de su interlocutor, remató: “Usted, General, consigna la
plata en la cuenta que yo le doy y arreglamos el encuentro”. Reina esperaba, afuera,
ansiosa de relacionarse con mi General Padrenuestro, pero Cuin consideró que era
mejor no presionar los acontecimientos por lo que prefirió dejarlo, tranquilo, con su
botella de whisky y le mandó dos chicas para que lo acompañaran; a la una, como
iniciando un juego infantil, la llamó Pili, a la otra Vanilli y las puso a tocarse y a besarse
entre ellas. Después de un rato mandó traer, de nuevo, a la mulata para que lo
masturbara con la boca mientras él miraba a las melcochudas –recién bautizadas–
chuparse los pezones y escupirse entre las piernas para lubricar sus sexos pelados y
abiertos como mangos dulces. Mi General Padrenuestro se fue pasada la medianoche
y le entregó a Cuin una suculenta propina para sellar el acuerdo. Cuando llegó a su
casa, Martina estaba llorando y llamando a su mamá porque se sentía muy sola; sin
quitarse los zapatos, se acostó a su lado, la abrazó y se durmió pensando: “¡Qué falta,
tan hijueputa la que me haces, Celina!”

Al otro día, domingo, en Las Hamacas, llegó Blas a caballo después de almuerzo. Dejó
su camión en un hostal cercano y atravesó el monte, durante la mañana, para evitar que
lo siguieran. Las niñas se botaron a saludarlo, lo llamaban “el monstruo comeniños” y
como estaban demasiado grandes para montársele en los hombros y colgarse de sus
enormes brazos, lo llenaron de besos. A Blas, el inconmovible, el asesino por
naturaleza, se le vio la alegría en su cara que ellas definían: entre carcelero y bulldog y
cuando eran más chiquitas: entre Shrek y Úrsula, la mujer pulpo, de la Sirenita. Mi
General Padrenuestro observó la escena y le reconfortó saber que, por lo menos, tenía
quien protegiera a sus hijas en caso de que él faltara o alguien indeseable se metiera
con ellas; para él no podían existir tres mujeres más hermosas sobre el planeta, sabía
que pronto iba a estar espantando pretendientes como moscas y se dio cuenta,
además, de que, sin que todavía ninguna tuviera novio: ¡ya los odiaba a todos! Blas nos

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reunió para actualizarnos y para decirnos que en la zona de despeje había un
descontento general por la alocución televisada del Presidente Ananías tres días antes,
aseverando que el Comando Machacán estaba incumpliendo lo pactado en los
acuerdos de paz, que estaban demorando –a propósito– el reintegro de sus soldados a
la vida civil, que entregaron un número poco significativo de armas y que, según
información clasificada –no mencionó la fuente– se estaban armando dentro del
perímetro de San Juan de Rioseco. Mi General Padrenuestro tenía muy claro,
paradójicamente, que haber firmado la paz era una flagrante declaración guerra; era
una manera de decir “ahora, vamos a hacernos pasito” y de ocultar acciones narco-
guerrilleras con acciones políticas e infiltrarse en el aparato del poder público que, en
este país, es la clave para lavar el pasado, el dinero y seguir delinquiendo al amparo de
la más rampante impunidad. Las fuerzas militares dábamos la impresión de estar
mirando los toros desde la barrera, pero, nada más alejado de la realidad: estábamos
esperando que se exaltaran los ánimos, por cualquier motivo que no fuera propiciado
por nosotros y que la tan mentada zona de despeje –el experimento socio-económico-
cultural ponderado por sociólogos y politólogos de todas las latitudes– se convirtiera en
el campo de batalla que, en realidad, era. El Crespo Carrascal, antes huidizo y ubicuo,
ahora –de acuerdo a los testimonios de Blas– actuaba como un verdadero mariscal de
campo: recorría el perímetro a diario, le tomaba diez horas y en cada punto de vigía,
formaba filas de hombres cuyos ejercicios y consignas revelaban un alto grado de
acuartelamiento y entrenamiento militar. Mi General Padrenuestro le rogaba al
Presidente Ananías, en privado, que buscara argumentos fehacientes para volver a
militarizar la zona, que, aunque, fuertemente acordonada y vigilada por las fuerzas del
ejército, era como un tumor canceroso que crecía con desmesura, se enraizaba cada
vez más profundo y que, así, sin tratar, no demoraría en hacer metástasis.

La presencia de los Espinel empeoraba las cosas, el hecho lo clasificamos como el más
peligroso augurio: la familia había perdido su negocio multimillonario en el Orinoco y
existían fuertes indicios de que estaban trasladando su operación a Cundinamarca. Mi
General Padrenuestro sacó su cuchilla del bolsillo de la camisa, cortó el filtro de los
Paquistán que quedaban entre la cajetilla y los alineó frente a él. La reunión se
extendería y mandó traer agua de panela, queso sabanero y mogollas para todos;
Roxana se lanzó a decir que ella podía ir a San Juan de Rioseco, hacerse pasar por
prostituta y castrar al Crespo Carrascal “yo le arranco esas güevas a ese triple cabrón
de la mierda, con mis propios dientes” fue que dijo y Quesada, con una sola mirada, la
apaciguó. Por ahí no era la cosa, mi General Padrenuestro estaba convencido de que

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no necesitarían ampliar la operación encubierta; “dejemos los santos quietos” repitió
varias veces, pues Blas había logrado algo insólito: el Comando Machacán lo tenía a
cargo de los suministros, estaba infiltrado hasta la médula, entre los duros de la
comandancia y no quería poner en peligro ese esfuerzo; se arremangó, dio dos
bocanadas seguidas a su mentolado y concretó “primero lo primero” y propuso el
desarrollo de dos planes paralelos: por un lado, continuar la revitalización del río
Bogotá, apostando policías en ambas riberas para evitar que se siguiera utilizando
como un basurero y retorciendo –con la ley en la mano– el pescuezo a las industrias
aledañas para que se hicieran cargo de sus propios desechos; y por el otro,
desenmascarar las fábricas que estaban funcionando como fachadas del narcotráfico,
para lo cual teníamos a nuestro favor el factor sorpresa y la puesta en marcha de una
buena idea, surgida de la mente maquiavélica de Reyes y que llamaría la atención de
los delincuentes porque, ellos la pusieron de moda para intercambiar dinero, tener un
espacio para hacer negocios y de paso, rumbear y rotarse las puticas de turno: una
pirámide.

Me encontré a Blas en la Oseta; estaba, con unos técnicos, incorporando un


microdispositivo de grabación, al sistema de un teléfono celular de la más alta
tecnología; se encontraron con el problema de que el aparato, así se viera apagado, no
lo estaría, seguiría gastando pila y eso obligaría a Víctor Canallas Garrido –quien le
pidió a Blas que se lo comprara en Bogotá– a mandarlo arreglar él mismo y que se
descubriera el engaño, la intrusión cometida. La solución al problema se demoraría una
semana: por medio de la Interpol conseguimos un dispositivo secreto más delgado,
ligero, con pilas iguales, tres veces más potentes y –lo más increíble– con casi el mismo
tiempo de recarga; Blas volvía a San Juan de Rioseco esa misma tarde, le tocó,
entonces, dejar ese celular en la Oseta para que lo terminaran de engallar y compró
otro que sumergió entre una cocacola. Al día siguiente llegó a la hacienda de don Víctor
y le dio las malas noticias: “Patroncito, usted me disculpará, pero saqué el celular, del
estuche, anoche, para traérselo cargado y se me regó una gaseosa encima; la semana
entrante le traigo otro y no se preocupe, patroncito, que va por cuenta mía, usted ha
sido muy generoso con mi persona y yo estoy muy apenado” dijo, le mostró el aparato
dañado, pegajoso y don Víctor le respondió: “Ni más faltaba Blas, usted ha sido
incondicional conmigo y yo le estoy muy agradecido; tráigamelo cuando pueda”. Así
quedaron las cosas y durante esa semana Blas se dedicó a hacer unas averiguaciones
que no daban espera y recorrió los alrededores de San Juan de Rioseco hasta que
encontró lo que quería: un galpón abandonado que debieron utilizar, en el pasado, para

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almacenar material inflamable porque las paredes y pisos tenías las manchas
ennegrecidas del ACPM y había bidones y mangueras deterioradas, en un rincón,
donde, además, se debió cometer un asesinato, a juzgar por lo que fuera un profuso
charco de sangre. Bajó de su camión carretes de alambre de púas y tablas de pino
corriente, del mismo de las cajas de la panela que transportaba; cercó el lugar y forró
con la madera el interior del cuartucho maloliente y después lo recubrió con brea; la
puerta era de metal y no fue sino martillarla para que entrara de nuevo en sus goznes;
finalmente colgó en las cercas unas señales preventivas: “Propiedad privada, los
intrusos serán perseguidos”; los letreros mostraban un perro, parecido a él, con dientes
enormes, que a Blas le parecieron graciosos.

El lunes siguiente, Blas llegó a la tienda de los primos Pascuas, entrada la noche –ni
lunes, ni martes recibían clientela–; había salido al mediodía, no quería que nadie viera
su camión, por eso caminó siete horas vestido con un impermeable negro que le cubría
la cabeza, una bolsa de tela con tres botellas de aguardiente agarradas con los cuatro
dedos de una mano y un tábano, al cinto, que les llevaba de encargo –de esos cuya
descarga eléctrica es capaz de detener un toro embravecido pero que a un ser humano
deja inconsciente–; los primos celebraron su llegada con copitas plásticas puestas
sobre la mesa y coquitas con gajos de naranja, limón y coco. Blas entregó el artefacto
con discreción y Venancio –como siempre hacía– le trajo del cuartico de atrás, donde
guardaba sus cosas, una propina por haberse puesto en el trabajo de comprarles el
tábano en Bogotá, le agradeció el aguardiente “¡para qué se puso en ese pereque!”
exclamó y con el ánimo de armar conversación contó que el gobierno estaba
empeñado en hacer un censo, para contar a todos los que estaban en la zona
desmilitarizada y carnetizarlos, lo que era motivo de descontento porque –se supo
después– muchos delincuentes oportunistas, después de la firma de la paz, llegaron a
la zona de despeje para hacerse pasar por guerrilleros y lograr rebaja de penas o
exoneraciones por delitos menores; asesinos y secuestradores que no lograron
quemar los juzgados donde reposaban sus procesos, ni sobornar a los jueces
encargados de sus sentencias, algunos de los cuales mataron a sus cómplices para
que nadie pudiera señalarlos por la autoría de las masacres y purgas cometidas en los
tiempos aciagos de las guerras entre carteles y la rapiña por los negocios y territorios
que fueran del Sangrón, principalmente. Esto lo narraban los primos como si le hubiera
sucedido a otras personas; pero con brillo en los ojos, como si se tratara de verdaderos
actos de heroísmo. Se referían, por ejemplo, a los múltiples mecanismos para encubrir
crímenes, como si fueran las acciones de hombres verracos y con temple,

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engrandecidos por la superioridad de las armas y el talante de la hombría; ese era el
tono épico y sublime de sus historias: protagonistas que tenían la audacia de matar a
sangre fría y el valor de enfrentar a la autoridad matando a sus mujeres y a sus hijos. Se
extendían, con minucia, en el morbo de los detalles, como la vez que un campesino
logró escaparse con su cabeza reventada, cayó en un charco y se lo comieron los
cerdos; o cuando una mujer asfixió a su hijo entre las tetas para que no le rociaran
gasolina y lo quemaran vivo; o el día en que unos guerrilleros caparon a unos soldados
prisioneros por haberse robado unas morcillas –les fritaron los testículos en aceite
caliente y se los hicieron comer con tajadas de plátano maduro–; o cuando untaron a
unos secuestrados extranjeros con mierda y los dejaron amarrados a un cepo, bajo el
sol canicular, para que los mosquitos acabaran con ellos; o la vez que, durante la toma
de un pueblo, le indicaron a las familias por dónde escapar a sabiendas de que
atravesarían un campo minado. “Lo que uno inventa, tomando trago entre amigos…
¡Ah compadre Blas!” le decía Saturnino Pascuas mientras le propinaba palmaditas en
la espalda como para esquilmarle algo de veracidad a sus propios recuerdos. Blas se
paró a orinar dos veces y a la tercera se le dio el milagrito de poder entrar, sin que lo
vieran, al cuartico de atrás, de donde tomó el tábano que Venancio dejó sobre un
arrume de dinero. Al atravesar, de vuelta, el mal iluminado pasillo y salir detrás del
mostrador, ambos primos se encontraban de espaldas a él; les aplicó dos corrientazos
rápidos en el cuello y tumbados en el suelo, les volvió a descargar tabanazos largos que
les quemaron el pecho y el estómago. Doña Marcelina –la mujer que había puesto las
copitas plásticas sobre la mesa– alcanzó a tomar un machete pero Blas saltó sobre ella
como un arquero de fútbol y arrancándole el filo se cortó la muñeca izquierda pero
inmovilizó a su atacante contra el piso, le hundió el metal por la boca del estómago
hacia los pulmones para mocharle la tráquea y matarla por falta de aire –evitando así
que cayera sangre en el piso–. Alrededor de la cintura Blas llevaba alambre y cinta
vulcanizada gruesa que utilizó para amarrar a los primos de pies y manos y para
taparles la boca; al meterlos en la parte de atrás de una de las dos burbujas Toyota
blindadas que encontró en el garaje, les propinó golpes en la cabeza para demorar su
despertar; encima de ellos echó el cuerpo de Doña Marcelina, a quien cargó bocarriba
para que la sangre no se le saliera del cuerpo. Encontró las llaves del vehículo al lado de
la caja registradora –donde siempre las dejaban– y se puso uno de los sombreros de
fieltro oscuro que usaba Venancio, apagó las luces, cerró la puerta, salió a la calle, quitó
la tranca y abrió las puertas del garaje haciendo el mayor ruido posible, para alertar a
los vecinos –un testigo que los viera salir era parte del plan–; sacó el carro, se bajó a
cerrar las mismas puertas, poner la misma tranca y hacer el ademán de agacharse y

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asegurar el candado que ponían siempre por las noches y que no encontró por ningún
lado. Arrancó chirriando llanta y se perdió en la oscuridad cundinamarquesa que, a
veces, por más luna que haya, tiene un espesor de nata impenetrable.

A las siete de la mañana se encontraba Reina en el comedor auxiliar de su casa, es


decir, en el área privada de La Bombonera, cuando sonó el timbre. “Deben ser los
bomberos para recibir la donación que les prometí. Hazlos seguir, Esmeraldita” le pidió
a la empleada, cuando levantó la vista, Reina se encontró con los ojos de mi General
Padrenuestro, parado en el patio de ropas, con un maletín en la mano; se ofuscó tanto
que sólo se le ocurrió regañar a Esmeraldita y recriminarla: “¿Eso se le parece a un
uniforme de bomberos? ¡Por dios!” antes de decir más, su visitante inoportuno se le
adelantó: “Aquiles Padrenuestro a su servicio, Señora Reina”. Alcanzó a taconear, por
la fuerza de la costumbre y estiró su mano para saludarla; debió suponer que el negocio
prepago era exclusivo de Cuin, por lo que, sin entrar en detalles, preguntó por él y
enseguida, Reina le pidió que se sentara; repuesta de la sorpresa, le ofreció un
chocolate con queso y almojábana que mi General Padrenuestro, gustoso, aceptó
–nunca se negaba a un chocolate santafereño con cubitos de queso para derretirlos y
una almojábana recién salida del horno–; además porque si pensaba vincular su vida
sexual a La Bombonera, era conveniente hacer buenas migas con su dueña.
Esmeraldita bajó y dijo que Cuin estaba indispuesto, que se había acostado hacía
media hora, después de tomarse un Trabacután para el dolor de cabeza; en pocas
palabras: estaba noqueado. Mi General Padrenuestro se sintió cometiendo una fuerte
intromisión, respondió que volvería más tarde y al levantarse de la silla fue que le
sirvieron los manjares prometidos; Reina, bajando un poco la voz, lo tranquilizó: “Si se
trata del asunto de Pili Vanilli, puede dejar el maletín conmigo”. La complicidad con
Reina, le daba mayor seriedad a la transacción, no fuera a ser que Cuin, de
descarriado, saliera corriendo con la plata. Sin embargo, la situación no dejaba de ser
incómoda, mi General Padrenuestro sintió la necesidad de explicar que timbró en la
puerta de servicio, siguiendo las indicaciones de Cuin y ofreció disculpas por llegar sin
avisar. Reina se alzó de hombros y le contestó que hacía rato quería conversar con él
“¡tomando chocolate o whisky, cualquiera de los dos!” exclamó con cierta chispa; le
agradeció haber recibido a Andulima en su casa de forma incondicional y reiteró que se
sentía honrada de recibirlo en La Bombonera. Reina siguió diciendo: “General, a este
negocio lo distingue la discreción; tenemos un jardín enorme con entrada
independiente; usted nos avisa por su celular dos cuadras antes de llegar y le abrimos,
por atrás, para que entre sin que nadie lo vea. ¿Qué le parece?” “No hay necesidad,

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Señora Reina” contestó él “por favor, dígame Reina” interrumpió ella y él prosiguió: “Un
militar entrando a un burdel es tan normal como un cura masturbándose en el
confesionario”. Reina se rio de verdad, por eso mi General Padrenuestro no se disculpó
por el tono subido del comentario. Terminada la segunda almojábana, seguían
conversando como si se hubieran conocido desde siempre; discutieron la situación del
país, coincidieron en lo importante que era mantener la tranquilidad del barrio y en que,
definitivamente, era más fácil trancar una pelea entre soldados que entre prostitutas,
pues sus garras de felinas son más peligrosas que las armas. “Me queda debiendo el
whisky” dijo, al despedirse, mi General Padrenuestro, tomó el maletín y se lo entregó a
Esmeraldita; “se nota que es una niña esperando la mayoría de edad para dedicarse a
putear” pensó, al detallarle su culito respingado y salió por donde entró, ensuciando con
su cigarrillo, recién encendido, una de las sábanas blancas extendidas en las cuerdas
de colgar la ropa. Cuin se levantó a las cuatro de la tarde del día siguiente; su cuarto
estaba decorado con regalos de las chicas: pompones, estampitas del Divino Niño y de
la Virgen de la Mazamorra, postales, recortes de Ricky Martin, ositos de felpa, colonias,
afiches de Batman y Robin, guirnaldas, banderas, instrumentos musicales, flores,
animalitos en origami y luces de navidad en el techo formando las constelaciones del
Zodiaco. Apenas vio el maletín, lo abrió y contó billete por billete los cincuenta millones
de pesos. “Obvio que el General no quiera hacer una consignación bancaria” pensó y
sacó los siete millones que le correspondían a Reina y los tres para él. Llamó a Pili
Vanilli desde su celular con forro de chispitas doradas; ella no contestó, pero le dejó un
mensaje: “Pili, mi amor, llámame, nos ganamos la lotería”. Reina, descompuesta, le
relató, trasbocando las palabras, los detalles del encuentro con mi General
Padrenuestro y le manifestó que, aunque pasó un tiempo agradable con él, quedó
sumida en los recuerdos de su tragedia: el asfalto, la sirena de la flota y las costillas,
como lanzas, metidas en su corazón.

El domingo, mi General Padrenuestro nos levantó de madrugada. Estábamos en


Bogotá y pensamos que le había entrado la ventolera de arrancar, más temprano que
de costumbre, para Las Hamacas y no fue sino hasta que estuvimos en el carro que dijo
que nos tenía una sorpresa: “Vamos a conocer el Salto del Tequendama”. Carmen,
amodorrada, le contestó que eso era como un inodoro inmenso y destruido, que fue con
el colegio y que muchos de sus compañeros vomitaron por el mal olor; Martina, en
cambio, daba brinquitos de satisfacción y nos contó que lo que antes era una caída de
agua, hermosísima, que llamaban, hace más de un siglo, Catarata de San Antonio de
Tequendama, era ahora un hilito de agua sucia que caía sin mucha gracia. “Además

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hay un hotel, papá, donde espantan los espíritus de las personas que se han suicidado
en los acantilados vecinos”. Ella no lo conocía, pero aprendió en la clase de sociales
que cuando terminaron de construir el hotel en 1927, una estación cercana del
Ferrocarril del Sur facilitaba que la gente más rica de Bogotá pasara temporadas de
reposo y vacaciones; “es de estilo francés y lo construyó un señor Pedro Nel Ospina”
agregó Martina y a mí me hubiera gustado puntualizar que ciertamente “se construyó
durante la presidencia de Pedro Nel Ospina” y corregirla, pero no quise incomodar a mi
General Padrenuestro, quien todavía pretendía ser un sabelotodo delante de sus hijas,
pero poco se interesaba por los temas históricos que no tuvieran relación directa con la
tradición militar. Llegamos a la vieja casona y el panorama era desolador; las niñas se
rehusaron a entrar al ver un par de ratas, en la cornisa de la puerta, los ventanales que
dan hacia el abismo y se abren sobre la vista de la caída de agua estaban rotos y sin
vidrios, por donde se colaba un viento pertinaz de mil neveras; lo que fueron elegantes
papeles de colgadura eran heridas suspendidas, del tiempo, a punto de caer como
costras; los cuartos eran inhabitables, las escaleras se sostenían porque, en una época
reciente, las reforzaron con cables de acero; los decorados de los techos eran apenas
cicatrices queloides de un pasado de abolengos caducos. Mi General Padrenuestro no
sabía de arquitectura, ni de ingeniería, pero pudo corroborar que la infraestructura era
sólida –la construcción fue levantada piedra sobre piedra, al borde de la ladera, con
vaciados de argamasa ferrosa incorruptible–. Cuando miró por la ventana vio que
Carmen reunió a más de treinta escoltas para que Martina les contara la historia del sitio
y cómo perdió su interés turístico cuando el río Bogotá disminuyó su caudal y el Salto
del Tequendama pasó a ser “un desagüe chiquitico” dijo Martina en su aleccionamiento
y mi General Padrenuestro se sonrió con la ocurrencia de su hija. Era cierto, el río
Bogotá, antes majestuoso, formaba la catarata, pero la realidad había pasado a ser
dolorosa porque la corrupción de nuestro país se veía reflejada en sus aguas: al fondo
de los ciento cincuenta y cuatro metros de caída, de lo que fuera uno de los paisajes
distintivos de Cundinamarca, lo que existía era un muladar lleno de cadáveres y
basura, de desidia administrativa y de torpeza en la toma de decisiones; se
construyeron dos represas hidroeléctricas que le mermaron la fuerza, al agua del río,
para saltar con la gracia que admiraran nuestros antepasados. Eulalia, mientras tanto,
miraba la niebla con un desinterés total por el paisaje o los detalles históricos que
relataba su hermana; sentada con Roxana en la baranda del mirador, hablaban de
mujer a mujer; la niña estaba emprendiendo el largo camino de descifrar su sexualidad
y le inquietaba, desde su escasa adolescencia, el asunto de que no lograba
comprender si los hombres eran tan básicos como parecían ser o si detrás de su

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pensamiento elemental se alojaba algún insondable misterio, alguna maravillosa
revelación. Por la tarde, en familia, en Las Hamacas, mi General Padrenuestro nos
manifestó sus irrevocables intenciones de salvar el río Bogotá y aseveró que ese sería
su legado a las futuras generaciones de cundinamarqueses y por ende, extensivo a sus
hijas, a sus nietos y a su estirpe venidera que imaginaba de tronco fuerte y ramas
frondosas como los sauces llorones de la Sabana de Bogotá.

Al otro día, durante una reunión que duró más de cuatro horas, se lanzó la operación
Asalto del Tequendama. Necesitábamos como aliado a un narcotraficante de primera
línea; Saskia era la candidata precisa pero no fue posible encontrarla, había
desaparecido del planeta; nunca volvió a su casa de La Cabreja que se estaba
cayendo, a pedazos, sobre los dos Maseratis color naranja, que un detective inoficioso
encendía una vez por semana sólo para oírlos rugir. La mansión en la isla Gran Caimán
se convirtió en una estación táctica de los marines de los Estados Unidos; sus demás
propiedades, por un valor incalculable, pasaron a nombre de una australiana y un
brasilero sobre quienes nadie daba ninguna razón. Sus cuentas bancarias fueron
congeladas –por lo menos en Cundinamarca– y la Interpol no pudo encontrarla ni en su
país de origen, ni en Estados Unidos, donde la buscaron con método, por razones
fiscales, según un reporte que llegó a la Oseta. Mi General Padrenuestro decidió
entonces echar mano de una segunda opción; nos mandó ponerle de frente a los
mellizos Velandia y sólo encontramos a uno; “con ese basta” dijo y lo llevamos directo a
una de las salas de interrogatorio-tortura-tirabuzón en los socavones de Paloquemao.
Lo sacamos empiyamado de su lujoso apartamento en los cerros orientales de Bogotá
y lo engrillamos a una pared como a un delincuente, pese a que él tuvo la precaución de
sacar su identificación como miembro del Concilio Parlamentario de Cundinamarca;
documento que mi General Padrenuestro cortó con su cuchilla en cuatro, antes de
encender uno de sus mentolados Paquistán. Es bueno aclarar que el Mellizo, en su
afán por limpiar su nombre y cambiar su imagen, ya no gozaba de las atenciones de sus
guardaespaldas personales, sino que lo cuidaban nuestros hombres –como a
cualquier servidor del Estado cundinamarqués– por lo que le fue difícil oponer
resistencia y por supuesto, alegó hasta lo imposible para que lo soltáramos. Gritó, lloró,
vomitó y respondió todas las preguntas, con la misma frase: “Me acojo a mi inmunidad
parlamentaria”. Con la ausencia de Blas, mi General Padrenuestro llamó a Polanía, le
entregó la cuchilla y le susurró, en voz alta para que el Mellizo oyera “necesito grabar a
este hijueputa incriminándose por cuanta malparidez, cierta o inventada, haya
cometido en la vida de narcorroedor que ha tenido” se levantó, escupió una flema

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pantanosa, a los pies del detenido y remató: “Cuando termine de hablar me llaman” y
salió de la sala de interrogatorios. Dejando su suerte, en un subalterno, era una manera
de darle a entender, al Mellizo, que, esta vez, no habría escapatoria y que le iba a cobrar
hasta la última violación u omisión de nuestro código penal, a costa de su sufrimiento y
el de su hermano, quien por esa extraña forma en que los mellizos comparten el mismo
sistema nervioso, también iba a sentir el dolor de la carne, separada de las costillas, por
finos cortes horizontales y el escarnio de verse al descubierto y de tener que pagar por
los crímenes imborrables de su pasado.

El encuentro con Pili Vanilli se hizo por lo alto. Cuin reservó la suite más hermosa de la
ciudad, en el Hotel Estrella Calpurnia, con vista al Jardín Botánico donde todavía, entre
follajes y flores endémicas, crecía la marihuana. Sobre eso empezaron a hablar; mi
General Padrenuestro le contó a la cantante –para ir rompiendo el hielo– cómo un
Presidente de la República, por mandato y para demostrar los poderes curativos de la
hierba, decidió plantarla en el Jardín Botánico; “¡poco faltó para que la instituyéramos
como símbolo nacional!” exclamó y ella se rio a carcajadas, se puso a saltar sobre la
cama, prendió el jacuzzi, pidió un Long Island Ice Tea, encendió la televisión y se detuvo
en un canal en el que una niña –Avril Lavigne– cantaba y saltaba y bailaba y en cierto
momento ambas cantaban y saltaban y bailaban al ritmo de la misma canción. Pili
Vanilli se fue desnudando, de a poquitos, dejó una media aquí, una blusa allá, un guante
por otro lado, una bufanda colgada, un zapato al lado de la puerta y el otro sobre el
lavamanos; mi General Padrenuestro pensó que la hiperactividad se debía a que
estaba nerviosa pero, para nada, ella estaba feliz de compartir su chispeante energía
con alguien influyente; estaba feliz de tener cerca un pipí que pudiera sacar de su
envoltura –como un regalo– y metérselo a la boca y llenarlo de babas y restregárselo
por todo el cuerpo y hacerlo escupir como una fuente y hacer buches con su semen;
estaba feliz de poder quitarle el uniforme a un ministro de la guerra, de mostrarle el
hueco de su culito, de chuparle el de él, de cogerle esas güevotas y acariciarse con
ellas sus teticas rosaditas, de abrirle las piernas en la cara y ponerle su “gallinita ciega”
–así le decía– en la lengua, mientras tomaba su “bom bom bum” con las manos y le
exprimía su sabor a rojo cereza, su frambuesa rubí, su fresa encarnada. Mi General
Padrenuestro alzó a Pili Vanilli y la metió en el jacuzzi, le miró su sexo afeitadito y
minúsculo, la vio jugar con los chorros de agua y pensó que sólo le faltaba un patico de
hule amarillo con pico naranja para estar totalmente extasiada; su cara en el espejo, del
baño, le mostró las canas alrededor de su calva, la oscura sombra debajo de sus ojos y
las rugosidades de su piel oxidada como los herrajes de los cinturones que le fueron

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quedando cortos y que aún guardaba porque, de alguna manera, contaban su historia.
Mi General Padrenuestro se quitó el uniforme, lo dejó doblado sobre una silla, se metió
en la cama y se quedó dormido. Amaneció en la misma posición y Pili Vanilli, a su lado,
acurrucada entre sus brazos, se chupaba el dedo; la levantó a regañadientes y se la
llevó para Las Hamacas. “¡Niñas, les tengo una sorpresa!” gritó desde que llegó;
encontró a sus tres hijas en su cama; ellas no podían creer que estaban viendo a la Pili
Vanilli de carne y hueso; las cuatro, entonces, se pusieron a saltar en la cama y a cantar
y a bailar sin descanso; por la tarde, improvisaron un espectáculo imitando a Shakira,
Cristina Aguilera y Britney Spears. El Presidente Ananías, quien era, desde hacía rato,
huésped permanente de las Hamacas, al final de la presentación, preguntó: “¿Esa no
es la cantante de moda Pili Vainilla?” y mi General Padrenuestro le contestó: “Sí,
Presidente, otra niña que no tuvo infancia” y siguieron aplaudiendo los dos. Mi General
Padrenuestro estaba contento, con él mismo, por su determinación de no haberse
acostado con ella; en lo sucesivo, lo que tuviera que ver con los intereses de sus hijas y
que no fueran los suyos propios, dejó de atraerle, sin mayores esfuerzos; las leyes de la
vida –supongo– se impusieron a su moralidad de padre que, con los sentimientos
encontrados por la rabia aún latente del asesinato de Celina, lo volvieron cada vez más
sanguinario en la Oseta y más humano y presente en la interacción con su familia. Por
la noche, cuando Pili Vanilli se iba a despedir con un beso en la boca, mi General
Padrenuestro la apartó con suavidad y le susurró: “Lo siento, ahora eres amiga de mis
hijas”. Ella entendió de inmediato y lo abrazó con un agradecimiento que no entendería
sino después de los muchísimos errores que seguiría cometiendo y después de los
cuales, siempre, terminaría almorzando en Las Hamacas con las únicas personas que
le abrimos el corazón, incluido Reyes quien la enamoró y la llevaría al altar con la
condición expresa de que fuera ella la encargada de dar las serenatas.

La noche que retuvo a los primos Pascuas y que asesinó a Doña Marcelina, Blas se
obligó a dormir sólo una hora; le faltaba un último detalle para pasar un par de días
torturándolos, tranquilo, sin despertar sospechas por la desaparición de dos de las
personas más notorias en San Juan de Rioseco. Se fue para la Chucuita donde
encontró a don Víctor desayunando; le ofrecieron agua de panela con queso, pero él
aseguró que estaba de afán, que lo esperaban en Bogotá y que iba tarde, sin embargo,
musitó: “Patroncito, es que quería pedirle un favor” dijo, con la voz tímida que le servía
para acentuar su posición subalterna “lo que se le ofrezca, Blas, diga no más”
respondió don Víctor “es que, patroncito, no vuelvo sino hasta la próxima semana y
pasé por la tienda de los Pascuas y nadie me abrió”, “muy extraño eso, doña Marcelina

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siempre llega temprano” manifestó su interlocutor. Blas se tomó un sorbo del agua de
panela recién servida; tuvo buen cuidado de no mostrar el antebrazo y que se le viera la
herida en la muñeca y prosiguió: “¿Será, patroncito, que usted le puede entregar este
tábano a Don Venancio que él me mandó comprar?”, “por supuesto, Blas, no se
preocupe y no olvide el asunto de mi celular” respondió don Víctor. Blas dejó el tábano
sobre la mesa, en su caja original envuelta en papel periódico, se comió el queso casi
sin masticarlo, lo pasó con un último sorbo de agua de panela y salió pidiendo disculpas
por la visita tan corta; apuró el paso y tomó su camión rumbo al galpón donde había
dejado a sus rehenes amarrados. Los encontró despiertos –al lado del cadáver de
Doña Marcelina que yacía bocabajo en un charco de sangre– los miró a los ojos y se rio
como lo habría hecho Satanás; les quitó la cinta plástica de la boca y los dejó gritar y
desbocarse hasta que se cansaron y se dieron cuenta de su total indefensión. Es claro
que no tenían escapatoria, que iban a morir; sin embargo –como siempre sucede– le
ofrecieron a Blas, por su libertad, esta vida y la otra –más la otra, dada la situación–.
Cuando Blas les mostró su insignia de la Oseta con nombre y foto, ellos se calmaron,
pensaron que tratándose de un asunto de Estado tendrían, de pronto, la posibilidad de
salvarse. Blas, cortante con sus exigencias, les dijo: “Ustedes van directico a la cárcel,
par de hijueputas, pero si no me dicen lo que quiero saber, los dejo medio muertos y los
tiro de un helicóptero en la plaza de este pueblo de mierda”; les permitió gritar de nuevo,
putearlo y amenazarlo de todas las formas posibles, mientras él orinaba contra la pared
y dejaba que el hedor les llegara hasta las narices; les volvió a cubrir la boca con cinta y
se fue a dormir a su camión; se echó una ruana encima y sus ronquidos revelaban la
tranquilidad de un hombre que no se incomoda con nada. Por la noche, entró con una
olla de caldo de papa, comió frente a ellos y les preguntó: “¿Quién ordenó envenenar a
los invitados del Banquete Milenario?” durante un rato largo dejó que ellos,
amordazados, chapucearan palabras, expresiones y sonidos; con una navaja,
sostenida entre los nudillos, les cortó la tela de los pantalones, les hizo pequeños cortes
verticales en las piernas y cada vez que oponían resistencia les clavaba un tenedor
dentro de la carne viva. Trajo del camión una bolsita de sal y les quitó la cinta de la boca:
“¡Respondan!” gritó, sin prisa y agregó: “Les advierto que yo sé las respuestas a las
preguntas que les voy a hacer, sólo quiero corroborar ciertos detalles con ustedes”; los
invitó otra vez a responder y ellos siguieron ofreciendo plata y soltando amenazas
inútiles, por lo que Blas le puso un poquito de sal a las heridas de las piernas y les
explicó en su jerga militarizada que ellos, por más masacres que hubieran
protagonizado y más gente que hubieran visto morir, no conocían el dolor y que la sal
tenía las propiedades de llevarlos al infierno y hacerlos conocer sus más profundas

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cavernas, porque les iría carcomiendo la carne, hasta el hueso y les haría desear su
propia muerte. “Si usted, Blas, no dispone de tiempo, no se le ocurra torturar a nadie”
decía mi General Padrenuestro, pero Blas no le creía, pensaba que la aplicación
constante y progresiva de dolor era la clave y así lo había hecho siempre. En la Oseta
ordenaban, muchas veces, limpiar las heridas de los torturados y ofrecerles desayuno,
para ablandarlos, pero Blas veía eso como cariñitos innecesarios. Otras veces
mataban a los torturados sin obtener ninguna información y se los llevaban al monte
para hacerlos pasar como bajas de algún operativo, mecanismo que se iría volviendo
cada vez más frecuente dentro de las Fuerzas Armadas de Cundinamarca. Se hacía
para cumplir con la cuota de enemigos muertos que exigían los superiores y para el
efecto cualquier cuerpo servía: podían ser muchachos atrapados en alguna redada en
Bogotá, manifestantes tirando piedra frente a una universidad o campesinos muertos a
quemarropa durante alguna marcha de solidaridad; ¡eso no importaba! los cadáveres
eran disfrazados de guerrilleros y amontonados frente a una comisaría para contarlos y
enterrarlos en una fosa común, desnudos, para así reciclar los uniformes de la
delincuencia guerrillera o paramilitar, en otros cuerpos y conservar sus insignias,
cinturones, herrajes y calzado en el mejor estado posible. Esta situación engañosa,
para dar la impresión de estar venciendo a los alzados en armas, mostraba la
podredumbre de los mandos medios del Ejército Nacional y la inercia del gobierno; mi
General Padrenuestro no era ajeno a tal argucia: él mismo, había recurrido a otra
modalidad con el objetivo de sabotear las treguas de los diálogos de paz: mandaba
recoger una treintena de indigentes en Bogotá, los bañaba, los afeitaba, los vestía de
campesinos, les ofrecía un suculento almuerzo y montaba, con ellos, una masacre
guerrillera con tiros a sangre fría, gargantas cercenadas y fosas comunes que las
víctimas cavaban antes de su ejecución.

Dos días permaneció Blas abriendo pequeñas cortaduras en el cuerpo de los dos
hombres y echándoles pequeñas y proporcionales cantidades de sal; no les dio
comida, les orinó encima, cortaba pedazos del cadáver de Marcelina y se los ponía
sobre las heridas para acentuar la sensación de podredumbre. “¡Por piedad!” chilló
Venancio, en un último esfuerzo “mate a mi primo y yo le digo lo que necesita saber”
repuntó y no alcanzó a decir más, pues Blas le atravesó el cráneo, de un tiro, con el
cañón en la oreja. Por regla general quien utiliza este recurso es el más fuerte y el más
capaz de esperar la muerte sin abrir el pico y lo determinante, con seguridad, es que,
también, ha logrado evitar que el otro cante; y así fue, Saturnino se lanzó a hablar de
manera ininterrumpida: no sabía nada del atentado al Banquete Milenario pero contó la

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historia de Víctor Canallas Garrido: un hacendado que logró mantener su fachada de
hombre honesto y administrador justo y organizado, pero que se convirtió en el aliado
más útil del Comando Machacán y que, asociado con El Crespo Carrascal habían
formado, armado y entrenado un ejército para poner en jaque a las autoridades de la
mayoría de los pueblos bajo su influencia. Compraban niños a las familias campesinas
desde que estaban pequeños y les pagaban, con cuotas mensuales, que a los padres
les permitían cultivar y mantener bien alimentados a los futuros delincuentes; esas
mismas familias tenían la obligación de votar por los candidatos a los puestos locales,
municipales y nacionales que les fueran indicados, dar información equívoca a la
policía y a los militares sobre la localización de los puestos de mando o el sitio de
cautiverio de los secuestrados; y entregar la virginidad de sus hijas como premio a los
hombres que se distinguían en los grupos de entrenamiento, manejo de armas,
capacitación bélica, combate y pruebas de peligrosidad y pertenencia a la organización
guerrillera. Además de poner a marchar ese mecanismo de reclutamiento, don Víctor
era el nexo del Comando Machacán con los parlamentarios y los estamentos clericales;
a los primeros los sobornó, les untó la mano –con eso era suficiente– y a los segundos
los manipuló para influenciar los sermones dominicales y para que reportaran lo que los
soldados dijeran en los confesionarios. Antes de morir, exhausto y pidiéndole perdón a
dios, Saturnino Pascuas confesó sus pecados; Blas le escuchó la secuencia de su vida
inútil esperando que, de pronto, aflorara alguna perla de información. Le llamó la
atención que el torturado se refiriera a los Espinel como una organización, no los llamó
“hermanos” –como todos lo hacían– por lo que se podía inferir que se trataba, no de un
grupo de cohesión familiar sino de una multinacional delictiva heterogénea y
compartimentada, una milicia soterrada con una fachada doméstica que podría estar
ocultando unos tentáculos globales con el apoyo de los grandes enemigos de la
humanidad, cualquiera que éstos fueran. A Blas no le faltaba razón, mi General
Padrenuestro estuvo de acuerdo con su especulación y retuvo las mismas dudas en su
cabeza; Blas no le ofreció mayores detalles sobre la tortura, sino que se extendió en la
vida paralela de Víctor Canallas Garrido, tal y como se la contaron, pero se guardó el
dato más importante para el final: “Les di una buena muerte a ese par de hijueputas”
aseveró y “esto le va a gustar, mi General” siguió diciendo, dejando que su interlocutor
se impacientara un poco y buscando cómo expresarlo de la mejor manera: “El plan es
lanzar a don Víctor Canallas Garrido como candidato a la Presidencia de la República,
con el apoyo electoral y económico de la subversión y de los gringos” remató; “¿de los
gringos?” preguntó mi General Padrenuestro, sin dejar pasar la significativa revelación
“de los gringos” repuso Blas porque fue lo ultimo que pronunció Saturnino Pascuas, con

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el cañón en la frente: “!Mejor morir, porque esta mierda se la tomaron los gringos!” Mi
General Padrenuestro permaneció callado durante un cigarrillo completo y después de
pararse, carraspear y escupir por la ventana del último piso de la Oseta, ordenó: “Está
bien, Blas, llévele esta semana el celular chuzado al señor Canallas Garrido y no vuelva
más por allá. Vamos a hacerles la guerra desde aquí”. Antes de salir, Blas se volteó, con
su timidez acostumbrada y dijo: “Mi General, de lo que sí no pude averiguar nada fue lo
del asesinato de Doña Celina”. Eran las cinco de la tarde, mi General Padrenuestro se
quedó mirando la ciudad nublada, entre bocanadas de Paquistán, viendo el horizonte
asimétrico de los edificios y los cerros del centro de Bogotá.

Adosado a la pared con garfios y cadenas alrededor de las muñecas, el mellizo


Velandia estaba dispuesto a guardar silencio el tiempo que fuera necesario. No se iba a
dejar amilanar por alguien del poder ejecutivo ¡ni más faltaba que un ministro lo fuera a
interrogar! Estaba convencido de que “quienes legislan mandan” y que el orden lógico
en una democracia es que quienes ponen las reglas son los primeros. En el Capitolio
Nacional hay una frase, en latín, a la entrada que dice: “Gutta cavat lapidem, non vi, sed
saepe cadendo” se trata de una frase de Ovidio, que él le traducía a sus amigos como:
“Primero dios, segundo la patria y después los parlamentarios”; y como la ignorancia es
atrevida, uno de esos amigos lo corrigió, por molestarlo y se la tradujo como: “Primero
dios, segundo la patria y por último los parlamentarios”; hicieron una apuesta, para ver
cuál de las dos frases era la correcta y le preguntaron al celador, de la centenaria
edificación, sobre la frase que tenía encima de su cabeza, cincelada en la piedra, a lo
cual él respondió: “Ahí lo que dice es que la gota horada la piedra, no por su fuerza sino
por su constancia al caer”. El Mellizo se enfadó, trató al pobre hombre de inculto y lo
amenazó con hacerlo echar de su trabajo. El Concilio Parlamentario de Cundinamarca
era un cuerpo colegiado que convocaba a los grandes hombres de la nación; primero,
en el siglo XIX, a los próceres y después, en la primera mitad del siglo XX, a la crema y
nata de la sabiduría, patriotas afianzados a la médula del derecho, la filosofía y las
letras, cundinamarqueses probos y respetados por sus contiendas ideológicas por el
bien común y las causas más nobles del quehacer humano. Hoy, es otra cosa: la rama
legislativa, la conforman individuos cuyas acciones se centran más en los mecanismos
de acopio de poder y en el fortalecimiento y legitimación del estatus. Pareciera que
todos fueran mellizos, salvo unos pocos cuya honestidad y estima por el deber
cumplido son ofensivas para la gran mayoría y cuyos debates son, las más de las
veces, un riesgo para su integridad. Atrapado en los socavones de la Oseta, el mellizo
Velandia pensaba en su merecida alcurnia, en su casta intocable que justificaba las

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ilicitudes del pasado, en el campo de fuerza, invisible, que lo protegía –como a los
superhéroes de los comics que leía en su infancia– pero cuando le empezaron a doler
los huesos, su estómago sintió el vacío de la impotencia y sus gritos rebotaron contra
las paredes de kryptonita; cuando se dio cuenta de que el valor en las buenas no es el
mismo que el valor en las malas, afloró su verdadera esencia: una cobardía visceral
que lo hizo vociferar y llamar con alaridos de bestia acorralada al Ministro de Guerra,
Defensa e Inteligencia. Mi General Padrenuestro apareció al otro día, vio al Mellizo ahí
colgado con sus piyamas ensangrentadas, orinado y sucio y utilizó su acostumbrada
estrategia; gritó en voz alta: “¿Por qué está el parlamentario Velandia engrillado, si ya
se decidió a colaborar? Me lo bajan ahora mismo, me le traen ropa y me le dan de
comer” se fue, con aire de benevolencia –repito, como siempre hacía para aumentar la
ansiedad de los apresados– volvió al mediodía y encontró al Mellizo bufando,
enfurecido, pero con la suficiente voluntad de guardarse sus rabietas. “Usted me va a
ayudar, Mellizo” manifestó mi General Padrenuestro, con ese tono de mando que no
admite contradicción y en un par de horas le expuso la Operación Asalto del
Tequendama y lo convenció de ser él su organizador, o sea que, a puerta cerrada, lo
amenazó –¿cómo más se convence a alguien que ha pasado la noche parado en sus
propios excrementos?–. Al principio del interrogatorio, el Mellizo estaba confiado
–asustado pero confiado; pensando que no eran muchos los trapos que le podían sacar
al sol– hasta que mi General Padrenuestro llamó a Reyes y éste le hizo un relato
pormenorizado de sus delitos y los de su hermano; inclusive, anteriores al concierto
para delinquir que armaron con Saskia Leuenberger Wagenknecht, como por ejemplo:
haber guardado la marihuana de un capo de por los lados de Cáqueza en unas
bodegas madereras, cuyos dueños fueron asesinados en dudosas circunstancias y
haber ayudado a distribuirla reclutando niñas uniformadas de las escuelas públicas de
Bogotá; las menores de edad, en vez de estudiar, deambulaban por el centro de la
ciudad vendiendo la hierba que llevaban en sus loncheras y las más cancheras, de
paso, negociaban en las esquinas de los moteles de Chapinero “el rosconcito que
llevaban entre sus calzoncitos blancos” como lo expresó una de las profesoras
indagadas después de que el negocio fue delatado a la policía; haber creado la
compañía Taxis Velandia, que comenzó con cinco automotores y al cabo de pocos
meses había crecido a más de cien: los taxistas alternaban las carreras, de usuarios
comunes y corrientes, con entregas puerta a puerta de la marihuana y algunas marcas
de metacualona como la Mandy, la Mandrake y la Macumba. Reyes enumeró también
los territorios sobre los que los mellizos tuvieron dominio absoluto y donde llevaron a
cabo los negocios clásicos de cualquier mafioso: burdeles, casinos y centros de

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apuestas y usura. Por último y fue cuando el Mellizo se cimbronó y juró actuar en el
operativo como el más comprometido colaborador; Reyes le mencionó “la Yayita” una
central de usura, llamada así en honor a la voluptuosa novia, con cintura de avispa, de
un personaje de tiras cómicas, llamado Condorito, el cual, cuando se sorprendía, caía
hacia atrás al tiempo con la expresión: “¡Plop!” al final de cada una de las historietas; la
misma expresión que los mellizos dejaban escrita, con sangre, en las paredes de los
sitios donde castigaban a golpes a quienes no pagaban sus deudas. Al Mellizo se le vio
la cara de angustia; nunca pensó que su prontuario delictivo estuviera tan claro para las
autoridades. En la Oseta teníamos información suficiente para llenarlo de procesos
penales el resto de su vida –y él lo comprendió esa tarde– además de la posibilidad de
que la procuraduría lo inhabilitara para ocupar su curul de parlamentario. Reyes
terminó su informe e hizo alusión, muy por encima, de la forma indebida cómo los
mellizos se quedaron con los puestos de chance de Caterpillar y el agravante de que
éste había desaparecido sin dejar rastro. “Lo tenemos de las güevas, Mellizo malparido
y no me interesa si me ayuda conjuntamente con su hermano, tal como han hecho sus
marrullerías en la vida. Lo único cierto es que si me fallan, me importa un culo
desperdiciar los rondas de ametralladora que sean necesarias para dejar sus cuerpos
irreconocibles” le espetó, desmandado, mi General Padrenuestro a sabiendas de que
hombres tan vanidosos no soportan la idea de quedar desfigurados para toda la
eternidad.

Con los años, el juego de la pirámide se sofisticó y se popularizó, para aprovechar la


inmensa cantidad de incautos que arriesgaban su patrimonio y sus ahorros, con la
ilusión de multiplicarlos por arte de magia y con los beneficios de participar en rifas de
carros y electrodomésticos, con tantas boletas como familiares y amigos se llevaran a
participar y quienes también obtenían créditos, tarjetas plastificadas redimibles en
dinero, viajes y la promesa de tener su dinero produciendo, hasta cien veces, más que
en un banco y eso, sin contar que los organizadores del engaño lavaban grandes
cantidades de activos ilícitos en el proceso. El mecanismo propuesto al Mellizo y con el
que pondrían a jugar a potenciales mafiosos, con la excusa de estar ayudando a la
recuperación del Río Bogotá, era más sencillo, menos exponencial y requería de una
inauguración para sortear los puestos iniciales de la pirámide. El Mellizo se entusiasmó
con el asunto y en un acopio de hipocresía, le dijo a mi General Padrenuestro que
esperaba, de su parte, que sepultara su pasado para poder ayudar al pueblo
cundinamarqués y a las fuerzas militares desde el gobierno. Mi General Padrenuestro
se rio a carcajadas y lo mandó para su casa “¡no me dé excusas para meterlo a la

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cárcel, otra vez, señor parlamentario!” le respondió mientras prendía un Paquistán;
enseguida escupió en el corredor y subió a su oficina, donde decidimos dedicar la
semana santa a profundizar nuestras investigaciones sobre Víctor Canallas Garrido
quien había lanzado su candidatura a la Presidencia de la República, con una
multitudinaria manifestación en San Juan de Rioseco; durante su discurso se
pronunció a favor de las inversiones sociales y de infraestructura en la zona de despeje,
por considerarla el ámbito simbólico de la paz. Eso a los militares nos pareció
abominable, pero nos sacudimos, de los hombros, la rabia y nos impusimos el reto
militar y político de seguir en el empeño de recuperar ese pedazo de territorio. Blas
arrendó una casa en San Juan de Rioseco para recibir la señal del celular del candidato
y constató que el dispositivo de audio y auto-grabación estuviera funcionando
perfectamente; Roxana y Quesada quedaron a cargo del seguimiento de las pesquisas
que se hicieran en ese domicilio porque Blas, dispuesto a cumplir la orden impartida por
mi General Padrenuestro, no debía volver por la zona donde ya lo conocían como un
comerciante oportunista y, posiblemente, como sospechoso de la muerte de los
hermanos Pascuas, cuyos cadáveres encontraron en la casa-cambuche-escondrijo
donde fueron torturados; esa era una señal de alarma que los machacanes no dejarían
pasar.

En la casa, todavía era mucha la falta que hacía Celina; la mamá de Carmen y la mamá
de Eulalia cumplían con sus deberes –es cierto– pero fuera de ser mamás comedidas y
de atender las urgencias sexuales de mi General Padrenuestro, las vencían las
minucias diarias, los detalles que mantienen a un hogar marchando. Olvidaban, por
ejemplo, prender las chimeneas durante las tardes de lluvia o reemplazar los bombillos
fundidos o cerrar las cortinas al caer la noche. Mi General Padrenuestro cayó en cama
por un violento ataque de gota y no hubo quien lo calmara; sus gritos se escuchaban en
toda la cuadra y a nadie se le ocurría aplicarle compresas calientes; además lo atacó
una bacteria que le convirtió las amígdalas en piedras del desierto y para su desgracia,
cada bocanada, de sus amados mentolados, era un suplicio; alucinó durante cinco
días, porque sólo lo calmaba la morfina; llegado el jueves santo, creyó que su familia
estaba en Las Hamacas y mandó llevar de La Bombonera un par de chicas vestidas de
enfermeras, que lo consolaran. Carmen se había quedado en la casa porque tenía que
estudiar –o por lo menos eso dijo– y cuando vio a las enfermeras con sus
voluptuosidades aposentadas en la cama de su padre, fumando y usando el
estetoscopio para escucharse el corazón y los intestinos, las echó corriendo; mientras
bajaban las escaleras, mi General Padrenuestro escuchó los gritos de su hija: “¡O putas

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o enfermeras, decídanse!” el suceso, le produjo una conmoción incontrolable; cuando
ella volvió al cuarto, él, la abrazó y notó que su cercanía le aliviaba el dolor. Carmen
mandó traer a los galenos más reconocidos del Hospital Militar, pero sólo le hizo caso a
la doctora Nieves, la única que se dirigió a su padre sin zalamerías: “Usted, General, en
este momento no es Ministro, ni nada, sino un paciente más; o se ayuda o se ayuda. No
son muchas sus opciones”; Carmen se juntó con sus hermanas y entre las tres se
dedicaron a cuidarlo; escondieron los cigarrillos, le colocaron el pie hinchado sobre
amplios cojines, eliminaron de su dieta las carnes rojas y el vino tinto, le pusieron
películas para distraerlo y se turnaron para cuidarlo y ahuyentar a las enfermeras
piernilargas, atajar los subalternos con ansias de ganar indulgencias y alejarlo de las
noticias –grandes o pequeñas– que llegaran de la Oseta. Lo aislaron, interpusieron
entre él y el mundo exterior la única barrera capaz de mantenerlo concentrado en su
recuperación: el cariño. Martina le leía la prensa de manera selectiva, Carmen le
tomaba la temperatura, le aplicaba ungüentos en la hinchazón y le daba sus medicinas
y Eulalia lo distraía con crucigramas, adivinanzas y anécdotas del bachillerato, de las
fiestas y de los amigos y amigas que frecuentaban la casa. Pero mi General
Padrenuestro no dejaba de pensar en la seguridad del país y conmigo, al pie de su
convalecencia, hicimos un mapa mental de lo que estaba ocurriendo. Cuando se
levantó de la cama, diez días después, ya tenía claro el curso de los acontecimientos
que lo llevarían a liberar a Cundinamarca de sus enemigos más aguerridos. Acabar con
la zona de despeje y limpiar el Río Bogotá seguían siendo sus prioridades y la claridad
que le dieron el reposo, al tiempo con la morfina y el contacto con sus hijas, le permitió
complementar con juicio y detenimiento los planes que estaban en marcha. De esos
días de revitalización, sólo me falta destacar un hecho curioso: Reina se apareció, una
tarde, a llevarle un pastel de banano y para su sorpresa, él la hizo subir al cuarto;
conversaron durante varias horas y la tertulia –me contaron los escoltas– se celebró
entre risas y murmullos como si una extraña complicidad hubiera nacido entre ellos.

Para esa época, Andulima y yo nos fuimos a vivir a las casas fiscales, recién
construidas, en el Batallón Anselmo Gutiérrez Anzola que quedaba un poco a
trasmano, pero cuando uno toma decisiones enamorado nada le importa; la nuestra era
una casita de un piso, con enchapados en madera y persianas en las ventanas.
Gozábamos de todas las comodidades aunque su decoración era un poco rechinante,
para mi gusto, pero como corrió por cuenta de Cuin, yo no dije nada, pues me alegró
mucho el entusiasmo que él tuvo con los arreglos de nuestro “nidito de tórtolos” como
no se cansaba de llamarlo. Nos sentíamos en el cenit de nuestro amor: sin la mirada de

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nadie más, sin los ruidos de las niñas, sus reuniones para hacer tareas y sus
entrometidos amigos, sin los soldados entrando y saliendo, y sin Roxana, Quesada y
Reyes asaltando la nevera y viendo televisión en nuestro sofá; pero, sin la cercanía de
La Bombonera que era un oasis para nosotros dos, nuestra relación empezó a
fracturarse; resultó que yo era demasiado callado y Andulima mucho más animada, sin
ser bulliciosa y esa diferencia, entre los dos, empezó a notarse. Salíamos muy
temprano para la casa de mi General Padrenuestro, yo pasaba en la Oseta el día y
parte de la noche y la recogía, muy tarde, para llegar juntos a nuestro hogar. La vida se
volvió extenuante y para agravar la situación, ella me confesó que estaba aburrida de
cuidar a Martina, Carmen y Eulalia quienes, desde hacía rato, no necesitaban de una
niñera; su oficio se había vuelto desalentador, consistía en recogerles la ropa que
dejaban amontonada en los rincones –mucha sin estrenar– después de botar el
uniforme del colegio al piso y ya fuera que pasaran la tarde en el club, donde los amigos,
en Las Hamacas –a veces– o los viernes y sábados en los centros comerciales donde
se planeaban las fiestas de por la noche, Andulima se sentía desperdiciada; se
comparaba con Roxana y sentía que su trabajo era poco provechoso, sin emociones y
sin un verdadero propósito de vida. Era muy poco lo que, ella, podía contar conmigo,
pues mi tiempo le pertenecía a mi General Padrenuestro y eso le fue generando cierto
resentimiento; lo que antes no le importaba, ahora le estaba creando un hueco en el
estómago, sobre todo desde que compartimos, con él, nuestro deseo de tener un hijo y
nos respondió: “Ahora no es una buena idea” y yo agaché la cabeza y no defendí
nuestra decisión de pareja. La vida juntos se nos volvió cargante, quedamos a la deriva,
el uno del otro y esa distancia paulatina subrayó nuestras diferencias, las puso sobre la
mesa, a la orden del día y ninguno de los dos reaccionó a tiempo. Andulima decidió
devolverse sola, por las tardes, de la casa de mi General Padrenuestro y yo me
demoraba, cada vez más, en la Oseta; durante el día nos llamábamos por celular, al
menos un par de veces, pero en nuestro “nidito de tórtolos” ella se pegaba del teléfono y
yo metía el computador a la cama donde –dicho sea, de paso– pasaban muy pocas
cosas que no fueran mecánicas, como dictadas por un “ambiente rutinario y escaso” al
decir de uno de mis poetas favoritos. Y ¿cómo son las cosas? el universo no siempre
ayuda, frente a la ventana de nuestro cuarto instalaron una valla de neón cuya luz se
filtraba por los huequitos y los aires de las persianas y que proyectaba, directo, sobre
nuestra cama un mensaje que decía: “¡Mentolados Paquistán, los que más arranque
dan!” En fin, la vida que me ha tocado en suerte ha sido de completa subalternez o
subalternancia –¿a quién le importa?–. Apenas termine esta biografía llena de cabos
sueltos, como la vida misma, me voy a buscar a Andulima, quien una tarde se fue a vivir

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a La Bombonera, no sin antes dejar un papel cuadriculado pegado a la nevera con un
imán en forma de tapa de gaseosa, que decía: “Te espero”. A los pocos meses, me
mudé al apartamentico en el que vivo ahora, para facilitar la negación de tan inmenso
fracaso.

“Los acuerdos de paz no pueden convertirse en una camisa de fuerza” decía el


Presidente Ananías dándole la razón a los medios de comunicación que lo increpaban
sobre los abusos que se estaban cometiendo en San Juan de Rioseco y que eran de
conocimiento público. Además, empezó a surgir el problema de que los reinsertados a
la vida civil, que se venían a vivir a Bogotá, no sabían hacer nada distinto a robar,
extorsionar y matar a sus congéneres; el descontento de la comunidad iba en aumento.
La gente suponía que una vez firmada la paz habría paz y nada parecía estar más
lejano de la realidad. Las elecciones se venían encima y los candidatos sacaban de la
manga las promesas recocidas de siempre y basaban sus campañas en las
debilidades del gobierno de turno, hasta que apareció en la palestra Víctor Canallas
Garrido cuyo discurso, vibrante y firme, destacaba lo contrario: que la zona de despeje
era el mejor sitio de Cundinamarca, donde se vivía en paz gracias a que la fuerza
pública se mantenía al margen de sus procesos internos; su plataforma política se basó
en resaltar el remanso de tranquilidad que supuestamente existía en San Juan de
Rioseco; los comerciales de televisión mostraban una tierra prometida y pujante:
cascadas de imágenes revelaban un nuevo paraíso lleno de oportunidades de trabajo,
de campos cultivables y propicios para la ganadería, de proyectos de vivienda en
construcción, de infraestructura en ciernes, gente feliz, aire descontaminado, ausencia
de indigentes, calles limpias, canchas de fútbol, parques, alamedas, fuentes y agua,
electricidad, teléfono, internet y gas natural más barato que en las restantes ciudades
del país. “Nadie se va a ir a vivir a ese peladero” decía mi General Padrenuestro en tono
indignado y es como si lo hubieran escuchado porque el discurso de Canallas Garrido
tomó un giro distinto en los días venideros, tratando de venderle a los electores que el
progreso y la paz eran extensibles a todo el territorio nacional y con más veras a Bogotá
que bien necesitaba de un saneamiento sustancial en lo social, político, económico,
educativo, jurídico, ambiental, policial y militar. En escasas tres semanas, las
encuestas señalaban a Canallas Garrido a la par con sus más cercanos contendientes
y diez días antes de las elecciones lo mostraban “escapado del grupo” –para usar una
frase ciclística– y casi inalcanzable por los demás candidatos. Mi General
Padrenuestro no se preocupó por difundir el pasado incorrecto del virtual ganador, pues
la experiencia le había enseñado que dichos fenómenos son imparables: existe un

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periodo, en toda avanzada proselitista, en el cual los seguidores se cierran a la
posibilidad de asimilar cualquier imagen, frase o idea contraria a la de su candidato; una
frontera imaginaria, después de la cual hasta los argumentos negativos se convierten
en una oportunidad de alimentar y enriquecer su discurso. Además, no estaba
ocurriendo ningún distanciamiento real, ni tácito, entre Canallas Garrido y mi General
Padrenuestro ¿qué necesidad podía existir, entonces, de ir a patear el avispero? Lo
que no descuidamos, en la Oseta, fue el hecho contundente y definitivo de que lo que el
próximo Presidente de la República, hablara por su teléfono celular estaba quedando
grabado digitalmente y a buen recaudo, en una casita de San Juan de Rioseco, donde
una pareja joven y dinámica montó una papelería. La llamaron: “Papelería y
miscelánea La Perla” y se llevaron a Andulima para atenderla, mientras Roxana y
Quesada, que interpretaron, de nuevo –como hicieran en Panamá– a un matrimonio
establecido, se encerraban a escuchar las grabaciones y a tomar nota de las
infidencias que pudieran servir para neutralizar el poder del futuro mandatario, que, de
acuerdo al testimonio de Saturnino Pascuas –¡qué dios tenga en su infinita gloria!–
estaba dictado por los móviles más oscuros y soterrados de nuestra dependencia
narco-gringo-paramilitar-guerrillera.

En camisa de once varas estaba metido el Presidente Ananías cuando llegó la CMN, uno
de los noticieros con mayor influencia, a nivel global, a realizar un reportaje sobre la
limpieza del Río Bogotá. Hubo que llevar a los periodistas a otro río, mostrarles, desde
las alturas, en un helicóptero, las dragas chinas para que no sintieran la dentina
espantosa invadir sus narices y decirles, palabras más, palabras menos, que gracias a
medidas jurídicas –todavía sin aprobar– se había logrado torcer el brazo de las
industrias para que, éstas, se hicieran cargo de sus propios desechos. Se habló de
pozos sépticos en las fábricas, inmensos y profundos; de plantas de conversión de
aguas sucias en aguas de riego y consumo para el ganado vacuno; de recanalización
de aguas negras para desechos humanos; de centros de investigación para desarrollar
novedosas formas de tratamiento de aguas; de ambiciosos planes de reforestación
para evitar la erosión de las riberas y de los terrenos aledaños; se les mostraron,
además, comerciales de televisión creados para la concientización de los
cundinamarqueses sobre la utilidad de ahorrar el agua, el reciclaje de las basuras y el
respeto por los ríos. Todo era un sartal de mentiras; incluso, el Presidente condujo a los
reporteros hasta un campo donde se instalaron miles de recolectores de agua de lluvia,
en forma de paraguas al revés, que no era nuestro sino de la República Democrática
del Tolima, nuestro país vecino, cuyos gobernantes se prestaron para el engaño a

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cambio de que les pagáramos, por adelantado, los intereses de una deuda que
teníamos con ellos. El reportaje fue un éxito y la alegría del Presidente Ananías pronto
se convirtió en una nube negra cuyas aguas –valga la alegoría– lloverían sobre su
administración, con el potencial de hundirlo hasta el cuello y ahogarlo entre sus propias
patrañas; pues, las organizaciones-no-gubernamentales dedicadas a los cuidados
ecológicos del planeta se entusiasmaron por venir a Cundinamarca para ver, con sus
propios ojos, nuestras iniciativas limpia ríos-aguas-cauces-alcantarillas; inclusive la
OPA, Organización Mundial para la Preservación del Agua, anunció la apertura de
oficinas en Bogotá y declaró que un cambio, de tal magnitud, merecía de su apoyo y el
de la comunidad internacional. Así las cosas y teniendo en cuenta que nuestros
ministros y ministras para el medio ambiente han sido, por lo general, hijos e hijas de
papi con latifundios propios que proteger, con amigos dueños de terrenos para valorizar
y con más sellos en sus pasaportes que planteamientos serios, el Presidente Ananías
recurrió, en buena hora, a mi General Padrenuestro para que desarrollara los proyectos
que tenía entre el tintero; los que, entre tarde y tarde, en Las Hamacas, le había
expuesto esperando las circunstancias correctas para llevarlos a cabo. La verdad es
que estábamos dentro del margen propicio para realizar la pirámide, de la Operación
Asalto del Tequendama, en pro del ecosistema fluvial; hacía falta un apoyo mediático
que convenciera a los participantes de que sacaran sus chequeras y más importante,
aún, de que hicieran, acto de presencia, en su inauguración.

Con el apoyo incondicional del gobierno, la sucesión de los acontecimientos fue


milimétrica. Primero, a mi General Padrenuestro se le cambió el título de Comandante
Militar de las Fuerzas Terrestres, Aéreas y Marítimas de la Nación por el de
Comandante Militar de las Fuerzas Terrestres, Aéreas y Fluviales de la Nación para
otorgarle capacidad de acción sin la intervención de otros ministerios y de manera
temporal, pues nunca hemos renunciado a buscar, un día de estos, nuestra salida al
mar. Segundo, trasladamos –también temporalmente– el noventa por ciento de los
soldados que estaban protegiendo y vigilando la zona de despeje y los alineamos, a lo
largo de ambas orillas del Río Bogotá, con la misión de evitar que se botara hasta la
más mínima partícula de mugre en sus aguas, por parte de las fábricas –cuyos
desagües y botaderos estaban identificados– por parte de las empresas de recolección
de basura que muchas veces, por ahorrar plata en transporte, no utilizaban los
basureros municipales que quedaban bastante lejos o por parte de los particulares,
como las pequeñas y medianas empresas, lavanderas, cartoneros, agricultores,
acarreadores, areneros y gente del común que hacía sus necesidades en el río o

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botaba desde envolturas de chicle hasta colchones viejos. Por último, dimos el toque
mágico que distinguía las acciones de mi General Padrenuestro: los lingotes de oro que
adquirimos por nuestra participación en el saneamiento militar del Orinoco fueron
derretidos en miles –por no decir millones– de pepitas pequeñas y redonditas que
fueron desparramadas a lo largo del río, desde su origen hasta su desembocadura, por
ocho aviones de fumigación, los mismos que le incautamos a los Estados Unidos
cuando vinieron, sin autorización, a llenar de glifosato nuestro cultivos de mazorca,
zanahoria, sorgo y arroz. La fiebre del oro no se hizo esperar; bastó que tres personas
encontraran un par de pepitas y que un noticiero informara al respecto para que el tercio
de los bogotanos y otro tanto, venido de todos los rincones del país, invadiera el río para
buscar esos ínfimos pedacitos de paraíso preciados por la humanidad entera. Bueno,
la maniobra no fue tan sencilla, pero fue planeada hasta en sus últimos detalles: la
fuerza pública tenía dominio absoluto del río con camiones en ambas riberas, cada cien
metros, canastillas para el mazamorreo de las aguas y una especie de peajes por
donde la gente entraba y salía. A cada persona se le retenía la cédula de ciudadanía y a
los niños menores de edad se les asignaba un número relacionado con el documento
de su padre o su madre; a nadie con antecedentes penales le era permitido entrar,
como tampoco a ningún familiar –hasta en un segundo grado de consanguinidad– de
miembros de las Fuerzas Armadas de Cundinamarca o de la policía. Se calcula que
más de dos millones de personas se lanzaron, al agua, a buscar oro, pero para
conservarlo –así fuera una sola pepita o un puñado– cada quien debía sacar,
diariamente, su propio peso corporal en basura y cargarla hasta el camión más
cercano, que llevaría toda la porquería al Relleno Sanitario Doña Juana. A los hombres
jóvenes y saludables, entre dieciocho y treinta y cinco años, se les exigía el doble o el
triple de su peso en desechos. El apoyo del Ejército Nacional fue esencial, en el
proceso, porque tan sucio, como el río, era el ambiente de reyerta que, con la ausencia
de la autoridad, hubiera podido transformarse en violencia absoluta; mucha gente
tratando de entrar armas para intimidar a los más débiles y bastante otra tratando de
reclutar, bajo amenaza, a grupos indefensos para quedarse con su recolección diaria
de oro. La policía por su parte, se hacía cargo de los cuerpos o pedazos de cuerpo
humanos que yacían en el fondo: víctimas de asesinato, metidas entre costales llenos
de piedras, con grilletes de concreto amarrados entre las costillas o entre la tibia y el
peroné, algunos tan llenos de plomo que parecía como si les hubieran descargado
ráfagas de ametralladora por entre la garganta; cada hallazgo de carne humana, era un
pedazo de evidencia y su ADN era clave para reabrir casos penales de homicidio y
secuestro o para aportar pruebas de procesos en curso. También se hallaban armas de

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fuego, navajas y cuchillos, droga, ropa, cadáveres de animales, herrumbre de todas
clases, pilas, baterías y basura orgánica en descomposición. Las autoridades
sanitarias municipales y nacionales estuvieron pendientes de los brotes infecciosos
que aparecieron y se aplicaron programas preventivos y correctivos, sobre la marcha,
con jornadas de vacunación, tapabocas, botas de caucho y guantes de látex,
suministros de antibióticos y antipiréticos; dermatólogos, hematólogos y neumólogos,
entre muchos otros especialistas, participaron en el esfuerzo de que no se fueran a
volver más graves los remedios que las enfermedades e instalaron tiendas de
campaña para hacerle seguimiento a los inoculados, a los infectados por bacterias
resistentes a los fármacos comunes, a los contagiados y a quienes presentaron
síntomas de difícil diagnóstico. El precio del oro bajó pero mi General Padrenuestro se
las arregló para seguir pagándolo a los valores iniciales; éste, se acabó a los diez días y
así como no enriqueció a nadie, si mejoró sustancialmente la calidad de vida de
muchas familias de bajos recursos. Igual, durante varias semanas más logramos que
se remuneraran, entre quienes se quedaron trabajando, las cargas remanentes de
desperdicio. Al mes, el río quedó libre de impurezas, el agua transparente y millones de
peces reaparecieron vestidos de millones de colores como para festejar la
recuperación de sus dominios. La fuerza pública se retiró –volvió a la vigilancia en las
fronteras de la zona de despeje– y el Concilio Parlamentario aprobó el paquete de
medidas legales expedidas para mantener limpio el río Bogotá y sus afluentes. Los
países colindantes con el Río Magdalena mandaron felicitar al Presidente Ananías,
pues desde La Dorada hasta Bocas de Ceniza la flora reverdeció y sus aguas se
volvieron a llenar de carpas, coroncoros, tilapias rojas, mojarras plateadas y azules y
otras especies que habían caído en el olvido de los pescadores.

En buena hora, aprendió a reconocer, el Mellizo, que agachar la cabeza ante quienes
pueden hacernos daño es más un signo de inteligencia que de debilidad; por eso,
dedicó sus esfuerzos en congraciarse con mi General Padrenuestro poniendo de su
bolsillo el dinero para la adecuación del hotel en el Salto del Tequendama. En realidad,
lo quería remodelar, por completo, pero no hubo tiempo; se limitó a cambiar los pisos y
las ventanas de la planta principal y a reconstruir, estucar y pintar de blanco paredes y
techos; con las tuberías no se pudo hacer nada porque habría tocado tumbar la mitad
de la casa, por lo que se recurrió a la instalación de baños portátiles –de esos que se
usan en las construcciones y los conciertos musicales al aire libre– para el evento de
reinauguración del Salto del Tequendama que pasaría de ser un hilito de agua
impotente a convertirse de nuevo en una catarata. “¡Cómo las del Niágara!” gritó

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Martina, emocionada, cuando su padre les contó del acontecimiento por venir, mientras
desayunaban en el comedor auxiliar; Carmen, por su lado, participó que ya había
escogido el vestido para la ocasión y exclamó: “¡Vamos a cotizar un resto, Papá!”
reiteró. Mi General Padrenuestro sabía que “cotizar” quería decir gustarle a los
hombres, pero ese no era el asunto, les dijo que ellas no estaban invitadas y punto. No
hubo ruegos, ni rabietas; al contrario, Martina y Carmen sabían cuando un “¡no!” era
rotundo y cuando se podía negociar; éste era de los rotundos; él, les anunció, además,
que ellas pasarían las vacaciones de mitad de año en Europa y que les permitiría –por
supuesto– hacer una fiesta de despedida en Las Hamacas.

En la Oseta quedamos pasmados ante los nombres y apellidos importantes que


surgieron de las pesquisas derivadas de los desechos tóxicos de varias industrias
–fábricas en su mayoría– que podían estar produciendo cocaína en nuestras narices y
a las cuales no les era permitido botar desperdicios al Río Bogotá. Se trataba de
presuntos narcotraficantes, pero no a la manera comedida de los noticieros; que suelen
llamar “presuntos narcotraficantes” a los verdaderos narcotraficantes –incluso
después de muertos– a sabiendas de que sobornaron o ajusticiaron a los jueces que
llevaron procesos en su contra; sino de la manera soterrada como hombres ricos y
algunos famosos, decidieron invertir su platica en el tráfico de drogas, el negocio más
lucrativo desde el boom de la marihuana y el espejismo de las bonanzas cafeteras. No
se hizo ningún allanamiento a las fábricas, previo a la reinauguración del Salto del
Tequendama y al lanzamiento de la Fundación Ríos Limpios Mejor Futuro, para no
alertar a nadie, pero tuvimos un indicio de que íbamos por buen camino: se mandaron
primero las invitaciones, cuyo programa anunciaba el discurso de apertura a cargo del
Presidente Ananías y por el cual recibimos confirmación de asistencia de menos del
diez por ciento de los invitados. Unos días después enviamos una segunda invitación
para la Pirámide Ríos Limpios Mejor Futuro, cuyo dinero recaudado –un porcentaje de
cada pago que se hiciera durante el juego– se consignaría en la Fundación, con el
mismo nombre y a la que aseguraron su presencia casi todos los que la recibieron; tal
respuesta constituía un parte de victoria de nuestra estrategia. Durante la planeación
del operativo, la situación más delicada a tratar –y en la cual tuvimos más cuidado– era
que también habría, con seguridad, invitados inocentes o sea personas intachables de
la sociedad que, en realidad, si nada debían, nada tenían que temer; pero la prioridad
número uno sería la de garantizar su protección y, en últimas, hacerlos ver como los
héroes de la jornada.

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Mi General Padrenuestro convocó a una reunión de fin de semana en el club militar, sin
celulares, para ultimar los detalles de la pirámide; nos llamó la atención de que el
Mellizo incluyó en las listas de invitados a gran parte de sus exsocios de las varias
empresas para lavar fondos que tuvo, lo que era una señal de su compromiso con el
operativo y el objetivo de atrapar peces gordos del narcotráfico, así fuera sólo por mera
conveniencia personal. Mientras almorzábamos el domingo, apareció –¿quién lo
creyera?– precisamente, el Mellizo a hacer la sobremesa y tomarse un café con
nosotros. Lo vi esta vez como un hombre fuerte: fue humillado en dos ocasiones por mi
General Padrenuestro y ahí estaba, sonriente y dispuesto a colaborar, sin que se le
notara ningún temor. Incluso Roxana, que se las daba de experta en leer a las
personas, de encontrarles las fisuras, quedó impactada con su resuelta figura y espíritu
indoblegable; “de pronto el otro mellizo es un imbécil” pensamos, pero las pocas
personas que los habían visto juntos coincidían en su indetectable parecido, tanto en el
físico como en la personalidad; y no era cuestión de que se hubieran cambiado, de que
estuvieran jugando con nosotros, pues éste tenía las marcas de los grilletes a la altura
del “tobillo de la mano” como Roxana llamaba a ese huesito redondo de la muñeca, del
que, salvo los ortopedistas y profesores de anatomía, nadie más conoce su nombre. El
Mellizo fumaba la misma marca de cigarrillos que mi General Padrenuestro y con la
misma ansiedad, pero no les quitaba el filtro; nos concientizó acerca del crecimiento
exponencial de la pirámide y expresó que, si todo resultaba acorde con los planes, en
un par de meses estarían involucrados la mayoría de los delincuentes de la ciudad;
antes de marcharse y después de hacer esfuerzos inauditos por caernos bien, el
Mellizo nos pidió los lineamientos generales de seguridad y mi General Padrenuestro le
manifestó que ese no era su problema, dando por terminada la reunión; sin embargo, lo
acompañó hasta el carro y noté que, durante el corto trayecto, pararon tres veces a
conversar, no en forma acalorada sino amistosa, lo que significaba un logro importante
para el Mellizo, máxime que se despidieron de manera casi fraternal, a juzgar por el
alegre y largo apretón de manos que se dieron. Mi General Padrenuestro me comentó
más tarde que le inventó al Mellizo una mentira monumental que garantizaba el éxito de
la operación y que neutralizaba cualquier descontento de su parte: le manifestó que él
no podía hacer nada sobre los procesos jurídicos en su contra o en contra de sus
antiguas empresas, pero que existía un indulto presidencial, que se tramitaba, en
privado, para los servidores a la patria, que impedía acciones penales en contra de los
amparados por esa disposición “soberana e irrevocable” puntualizó categóricamente y
se comprometió a que, él mismo, se haría cargo de que a los hermanos Velandia les
fuera otorgado tal beneficio una vez que identificaran y encarcelaran, con su ayuda, a la

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nueva generación de narcotraficantes que funcionaban en Bogotá y que, de paso,
contaminaban el río. Mi General Padrenuestro se había acostumbrado a recibir soles
por sus encomiables logros en la defensa de la patria y ésta no fue la excepción; cuando
llegó a la Quinta de Nariño a informar al Presidente de la República de cómo se
desarrollarían los operativos, el mandatario le dijo que le daba todas las bendiciones
del cielo, que lo consideraba su más cercano aliado y amigo y que ya tenía el séptimo
sol listo para que le brillara aún más el pecho –el Presidente Ananías tenía, él también,
sus maneras de asegurarse de que la misión emprendida, por su reputado ministro,
tuviera mayores posibilidades de éxito–.

La protección del Presidente Ananías durante el evento era lo más importante porque
se encontraría solo, entre personas de dudosa reputación; ofrecería su discurso a las
seis de la tarde y tendría que salir por la puerta de atrás, de urgencia, mientras se
lanzaban los juegos artificiales y justo antes de las palabras del Mellizo quien, sin duda,
aprovecharía para darse palmaditas en la espalda antes de cumplir con su
responsabilidad de presentar la pirámide. De los parlamentarios, sólo fueron invitados
los de la comisión de asuntos ecológicos –eran cuatro– no se invitó a ningún otro
general, a ningún diplomático o a ningún miembro del gabinete presidencial –aunque
aparecieron algunos sapos– pues el operativo podría complicarse, por lo que era
imperativo minimizar los riesgos al máximo. Valga la pena señalar, de que éste era el
tipo de ocasiones en que mi General Padrenuestro tenía oportunidad de repetir una de
sus frases favoritas: “¡Quesada, minimizar al máximo!”, “¡Reyes, minimizar al
máximo!”, “¡Lugarte, minimizar al máximo!” y no es que fuera uno de los puntales de su
filosofía –si es que tenía alguna– sino que, básicamente, es lo que hacemos las fuerzas
armadas: minimizar al máximo los riesgos, los estragos, los heridos, los dados de baja,
las fugas de información, el presupuesto, la cadena de mando, etcétera.

Los invitados comenzaron a llegar temprano, muchos querían instalarse en primera fila
y tomarse fotos con el Presidente de la República –de ser posible–; de entrada se
presentó el inconveniente de que uno que otro llegaba con su esposa, a pesar de que la
tarjeta de invitación puntualizaba: “No llevar acompañantes”; éste era un imponderable
con el que no contábamos, sólo había sillas para los confirmados y contratamos sólo un
baño para damas, más amplio y con espejo. Los guardaespaldas tenían la obligación
de dejar a la persona a su cargo en la puerta de la casa y estacionar cien metros más
arriba, en un lote baldío adecuado como parqueadero. El que quisiera cuidar a su jefe
más de cerca, podría hacerlo con la condición de permanecer en los alrededores de la

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casa, no adentro. Teníamos la orden de registrar a todos los invitados y
afortunadamente nadie se opuso ni se molestó, al fin y al cabo se trataba de medidas
que se volvieron rutina en un país considerado: violento, en el concierto de las
naciones. Los únicos con protección autorizada dentro de la casa, eran el Presidente
de la República y mi General Padrenuestro; los medios de comunicación tenían
restringida la entrada al recinto donde se realizarían los discursos –nada de cámaras–
con la idea de que desde el mirador cubrieran el portentoso renacimiento del Salto del
Tequendama. El Presidente comenzó su discurso explicando la importancia turística y
ecológica del lugar, después hizo un recuento de las malas decisiones tomadas sobre
el Río Bogotá y su desafortunada evolución; y fue cuando Reyes –encargado del
dispositivo de seguridad y del emplazamiento estratégico del ejército y la policía
durante el operativo– se le acercó a mi General Padrenuestro y le musitó al oído: “Mi
General ¡Alerta roja zeta! ¡Nos descubrieron!” Alerta roja zeta era el estatus máximo de
urgencia militar que obligaba a poner bajo protección inmediata a los altos funcionarios
del Estado, empezando por el Presidente de la República, pero sólo podía ser puesta
en marcha por el General con mayor rango, quien tenía la responsabilidad de dar una
de dos respuestas: “Zeta confirmado” en cuyo caso habría que sacar, de inmediato, al
Presidente Ananías de donde estuviera y una vez bajo protección, declarar Estado de
Sitio, a nivel nacional –confirmado por él– y sofocar por la fuerza cualquier peligro
inminente contra Cundinamarca o contra los máximos representantes de las tres ramas
del poder público; o “zeta en espera” en cuyo caso mi General Padrenuestro tendría
quince minutos para confirmar el estado de alerta roja o para cambiar el status de la
alerta y de no hacerlo –de viva voz y frente a un oficial de alto rango a su cargo– dar por
comprometida la salvaguardia del alto mando y de la presidencia de la república y
transferir la autoridad a la junta de generales. Mi General Padrenuestro cerró los ojos
durante veinte segundos, le respondió a Reyes “zeta en espera” se acercó al oído del
Presidente Ananías y le pidió que alargara su discurso lo más que pudiera; y salió a la
calle, donde más de treinta escoltas lo rodearon mientras hablaba con Reyes. El
subalterno le reveló que Roxana y Quesada acababan de intervenir una conversación
del candidato a la presidencia Víctor Canallas Garrido, en la que un informante, con
excitación en la voz y sin identificarse, le dijo: “Don Víctor, mi contacto en la Oseta dice
que debemos tener cuidado, que la Fundación Ríos Limpios Mejor Futuro es tan sólo
una fachada para atraparnos” y colgó, sin esperar ninguna respuesta.

Le tomó diez minutos a mi General Padrenuestro valorar la situación y la única prioridad


que le vino a su mente, con esa intuición alimentada por la experiencia, fue la

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circunstancia irrebatible de que nunca volvería a tener, en un solo lugar y con actitud tan
desprevenida, a tanto “presunto” narcotraficante. Consciente de que había una fuga de
información, se subió a su Toyota negra blindada, en la que nos encontrábamos Reyes
y yo, cerró la puerta y preguntó: “¿Quiénes, de confianza, están en la Oseta?”, “Blas y
Polanía” le contesté, habló con Blas primero y le recordó una de la operaciones alternas
que teníamos planeada la noche de la Masacre de los Pájaros y que no hubo necesidad
de realizar, pero que de haberse realizado, hubiera habido que subirse al techo de un
edificio al norte de la ciudad. Aunque mi General Padrenuestro estaba en una línea
celular segura, Blas no quería tomar riesgos y fingió no acordarse de nada, se hizo el
pendejo, pero devolvió la pregunta: “¿Está, mi General, pensando en los explosivos
que metimos en las carteras de unas prostitutas o en la del bazucazo?”, “¡la del
bazucazo, Blas, póngala en marcha inmediatamente!” respondió con apremio; acto
seguido, habló con Polanía y le mandó que se dirigiera a la oficina de comunicaciones e
implementara, también de inmediato, la comunicación radial-satelital entre los
oficiales; “lo dejo con Lugarte y él le dirá qué oficiales conectar al sistema y cuáles no”
terminó diciendo; me pasó su celular y me rogó que involucrara sólo a quienes eran de
nuestra plena confianza. “Lo dejo a su criterio, Lugarte, acuérdese que tenemos un
soplón en nuestras filas” me manifestó y salió del carro con Reyes, reunió a los escoltas
a su alrededor –soldados y de la Policía Militar, por supuesto– y dirigiéndose a Reyes
anunció en voz alta: “¡Declaro, desde este momento, alerta naranja equis!” Antes de
volver al recinto, dio otro par de órdenes: “Devuélvanme los guardaespaldas privados
al parqueadero y queda prohibido que alguien salga o entre de la casa” volvió a su
puesto y se dio cuenta de que le hizo falta fumarse un cigarrillo. Por su parte, Reyes
improvisó otra medida: acordonó el patio, donde estaban los baños portátiles y a los
pocos invitados que salieron les prohibió llamar o contestar llamadas por sus celulares;
una persona se fastidió, a la cual le rapó el teléfono, lo tiró al precipicio y sólo atinó a
comentar “es que, disculpe usted, la señal del celular impide que se puedan halar los
inodoros”.

El Presidente Ananías tenía la habilidad innata de la mayoría los políticos: era capaz de
volver un discurso de cinco minutos en una letanía interminable de logros, promesas y
agradecimientos tanto a vivos como a fallecidos. Su mandato estaba por terminar, por
eso era entendible para la audiencia de invitados, que el Presidente se extendiera en
los éxitos que sus acciones le habían proveído a la nación y a los cundinamarqueses;
cada diez minutos miraba a mi General Padrenuestro quien, dibujando remolinos con
los dedos, le indicaba que siguiera. Blas llegó al edificio acordado en un tiempo record,

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con treinta y cinco policías; le indicó al portero, mostrando su identificación, que se
comunicara con todos los apartamento por citófono y les informara que se encontraba
en curso un allanamiento, por lo que nadie podría salir a la calle, ni a las áreas comunes
del edificio. En cada uno de los diez pisos escogieron un apartamento el azar y entraron
sin generar ningún tipo de violencia; las órdenes eran muy claras: hacer unas cuantas
preguntas irrelevantes y retirarse a los quince minutos, amablemente y pidiendo
disculpas por la intromisión. Mientras tanto, Blas subió solo a la terraza, instaló la
bazuca sobre el trípode y dirigió el telescopio hacia el techo del edificio de enfrente,
donde quedaban las instalaciones de Cundicel, el único proveedor de telefonía celular
que funcionaba en nuestro país; apuntó a la antena central enorme y semicircular que
transmitía a las demás repetidoras de la ciudad y de cada municipio del país; respiró
profundo, pero antes optó por llamar desde su propio teléfono móvil a mi General
Padrenuestro, quien de inmediato salió del recinto donde aún se encontraba hablando
el Presidente de la República. “¿Qué pasa, Blas?” preguntó con cierto afán “mi
General, tendríamos entre cuatro y cinco bajas civiles. La antena no se puede tumbar
sin afectar el puesto de control ¿Usted dirá, mi General?” preguntó, casi que
conociendo la respuesta “me importa un culo, Blas, rece un padre nuestro antes de
disparar” contestó y colgó ahí mismo. En ese lapso, llegó Reyes con los aparatos
satelitales que se utilizarían para dirigir el resto de la operación y a los treinta segundos
mi General Padrenuestro comprobó que en la pantalla de su celular apareciera el
mensaje de “señal interrumpida” y se tranquilizó; volteó, miró a Reyes fijamente y
exclamó: “¡El que sea narcotraficante sale de aquí directo para la cárcel!” el subalterno
comprendió, al vuelo, la colosal dimensión de los sucesos y se le adelantó a su jefe:
“Ahora mismo pido refuerzos”; “que los traigan por helicóptero, no me importa cuántos
viajes tengan que hacer” respondió mi General Padrenuestro y prosiguió: “Reyes,
cranéese la forma de inmovilizar a los guardaespaldas durante los fuegos artificiales.
¡Cuento con usted!” le puso la mano en el hombro, en señal de confianza absoluta, para
rematar: “Y otra cosa, Reyes. Prepárese para una noche de varios días”. Cuando volvió
al recinto, los invitados aplaudían alborozados el discurso del Presidente de la
República. Entre discurso y discurso se notó la molestia de algunos por la falta de señal
celular; uno de los parlamentarios, por razones personales, se dirigió al parqueadero
para irse, pero no lo dejaron subirse al carro “doctor, son órdenes de seguridad, nadie
sale antes del Presidente de la República” le dijeron y fastidiado se devolvió. Mi General
Padrenuestro le ordenó también al Mellizo que alargara su discurso, esgrimiendo que
los encargados del servicio de comidas estaban demorados; salió al patio de los baños
portátiles y se comunicó por teléfono satelital con Polanía en la Oseta; “mi General, los

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medios de comunicación ya están en Cundicel, sintieron el cimbronazo”. Después del
disparo explosivo de la bazuca, Blas trasladó su comando al edificio de enfrente y
acordonó el lugar; a quienes se acercaron, incluidos los periodistas, les dijo que se
trataba de un atentado del Comando Machacán y que la investigación estaba en curso,
por lo que no podía dejar entrar a nadie. “Polanía, necesito toda la fuerza pública,
disponible y no disponible, a las cinco de la mañana en el Batallón Aguirre. Mande venir
a Roxana y a Quesada y dígales que ahí los espero” agregó mi General Padrenuestro a
la conversación que tuvo con la Oseta y se aseguró, con el Departamento de
Tecnologías de la Información, que las comunicaciones satelitales, entre ellos,
estuvieran encriptadas; los invitados quedaron aislados pues no había ningún teléfono
fijo en el hotel, ni en los alrededores del Salto del Tequendama; pero ellos no lo sabían
todavía, ni percibían la gravedad del asunto.

Afortunadamente las ventanas del recinto que daban a la calle estaban clausuradas y
los invitados no alcanzaban a ver el inusual movimiento de la tropa. El Mellizo, con su
discurso, no sólo estaba cumpliendo su parte del trato, con palabras sugestivas y
motivadoras sobre la importancia de ayudar a la Fundación Ríos Limpios Mejor Futuro,
sino que estaba haciendo reír a su selecta audiencia. Mi General Padrenuestro se
rodeó de varios uniformados y se dirigió al mirador del Salto del Tequendama donde los
periodistas se veían contrariados por la falta de señal celular; dos de ellos disponían de
comunicación satelital e informaron que el Comando Machacán hizo explotar la antena
madre del edificio Cundicel y matado a cuatro personas. “¿Qué hacen aquí? ¡Vayan a
cubrir esa noticia!” vociferó mi General Padrenuestro, mientras los militares y policías
que lo acompañaban –sin preguntarle a nadie– recogieron las cámaras, desconectaron
aparatos y sacaron a empujones a cuanto periodista estaba en el lugar; ninguno de
ellos recibió órdenes expresas de cubrir la explosión, que dejó sin telefonía celular a
Cundinamarca entera, pero, en realidad no les estaban dando mayores alternativas y
se fueron como borregos. Se podría pensar, haciendo uso de la lógica hollywoodiense
que algún sagaz periodista habría sospechado una noticia más sustanciosa en la forma
urgente como los estaban sacando del lugar y se hubiera arriesgado a quedarse,
escondido o utilizando algún recursivo ardid pero, no, se fueron todos como borregos,
regañados y con el rabo entre las piernas.

Reyes le comentó a mi General Padrenuestro que para neutralizar a los


guardaespaldas tendría que valerse de casi toda la comida, destinada a los invitados;
“vale verga, Reyes, haga lo que tenga que hacer que después pedimos pizzas a

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domicilio” respondió mi General Padrenuestro con ese tono socarrón, tan suyo que, no
abandonaba ni en las situaciones más apremiantes. En breve empezarían los fuegos
artificiales, una de las instancias claves de la operación; más de cincuenta mil
voladores se soltarían desde el fondo del barranco y se abrirían frente a los invitados, el
ruido sería tan tremendo que nadie notaría que el embalse Del Muña y la hidroeléctrica
El Charquito serían también voladas para dejar salir el agua, del río Bogotá, contenida
durante más de cincuenta años y cuyo caudal liberado le daría un nuevo impulso al
Salto del Tequendama. La electricidad sería suplida, inmediatamente, por los Diques
de San Lorenzo, sobre el Río Magdalena, terminados hacía poco por los holandeses y
costeados por una empresa mixta cuyos principales socios eran los gobiernos del
Tolima y de Cundinamarca. Reflectores potentísimos de esos que se usan para hacer
comerciales de televisión –bien difíciles de conseguir, por cierto– dejarían ver cómo el
preciado chorro cambiaría a catarata. Ese se constituiría en el símbolo de los esfuerzos
de saneamiento de nuestras aguas y a la postre sería uno de los puntos de partida de
los programas ecológicos para proteger también el aire, los suelos y los recursos
minerales; y que repoblarían de flora, fauna y buenas intenciones a nuestra bello país.

Antes de volver al recinto de los discursos, mi General Padrenuestro se paró en el


mirador, sacó su cuchilla, cercenó el filtro de un Paquistán mentolado y escupió hacia el
precipicio; la carraspera de su garganta y pulmones era cada vez más arisca, le
costaba más trabajo expulsar la flema acumulada en la tráquea; él nunca pensaba en la
vejez, tomaba el devenir de los años con naturalidad, pensaba eso sí en sus hijas y en el
futuro que le quedaría a una generación de jóvenes desprovistos de patriotismo o
ideales políticos. Se sentía afortunado –me lo dijo muchas veces– de tener la
oportunidad de truncarle la vida a tanto hijueputa y tanta lacra social “es que Lugarte, en
Cundinamarca existe un lumpen con riqueza y mi deber es exterminarlo” fue como me
lo expresó y en alguna ocasión se refirió a esa noche y a los días que le seguirían, como
aquí lo recuerdo: “Me paré en el mirador, con mi pucho, miré a la puta mierda y pensé:
que caigan los que tienen que caer y los demás, Lugarte, los inocentes que resulten
sacrificados: ¡qué se den por bien servidos! La mayoría son una mano de inútiles que
dedican su vida a las causas más culas”. Terminado su discurso, el Mellizo recibió un
abrazo del Presidente de la República quien también había quedado exaltado por sus
palabras y sus menciones históricas a la patria. Al explotar los primeros voladores y las
primeras luces pirotécnicas los invitados se acercaron a los inmensos ventanales; con
un cielo negro de fondo, se empezaron a ver dragones de luz con lenguas verdes,
ramilletes de chispas doradas formando efímeros bosques y frondas de bengalas

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multicolor; el ruido era bárbaro y desmesurado, como la visión misma de lo que
parecían ser manadas de corceles de neón atravesando el firmamento, en la mitad de
una batalla intergaláctica. Los invitados manifestaban su estupor con gritos ahogados,
menos el Presidente Ananías a quien mi General Padrenuestro retiró del recinto,
aprovechando la oscuridad; lo haló del brazo y una caravana de quince carros y la
misma cantidad de escoltas, en motocicleta, procedieron a sacarlo del perímetro; antes
de subirlo a su Toyota azul oscura blindada y recordarle los protocolos de seguridad, se
le entregó un teléfono satelital para mantenerlo en contacto durante el trayecto hasta la
Quinta de Nariño.

Reyes contaría años más tarde que puso en marcha una técnica aprendida durante sus
entrenamientos, en Corea del Norte, que podía dejar fuera de combate a más de
trescientos soldados, en este caso personal de seguridad que, en realidad, no sumaba
más de setenta u ochenta hombres; aunque distraídos con los fuegos artificiales, logró
reunirlos alrededor de una mesa con comida que instaló en el potrero habilitado como
parqueadero; jamás habían visto estos sujetos, acostumbrados a la morcilla y a la papa
chorreada con gaseosa, manjares tan suculentos y en tal cantidad; de eso se trataba,
no en vano, a los invitados no fue mucho lo que les quedó. Se acercaron –tanto
choferes, como guardaespaldas– y procedieron a servirse, con las manos, mientras
descuidadamente soltaban sus ametralladoras –las dejaron sobre los asientos,
apoyadas contra las llantas de los carros o recostadas contra el alambre de púas que
los rodeaba– se añadieron, por supuesto, tres pacas de cerveza para reforzar la
estrategia. Reyes emplazó a diez de sus hombres, armados con mini-uzis y camuflados
–en los potreros aledaños– y les dio la orden de disparar ráfagas continuas, a ras del
piso, para tumbar al enemigo sin matarlo y dejar las llantas de los automotores
inservibles. La acción sirvió para inmovilizarlos y siendo hombres, como nosotros,
destinados a proteger a otros hombres, inclusive muchos de ellos conocidos y algunos
excompañeros, Reyes tomó la determinación de no matarlos, pero los gritos de dolor
causados por las piernas y tobillos heridos fueron de espanto. La mayoría sacó sus
armas personales, pistolas y rifles de cañón recortado, pero no había a quién
dispararle, ni claridad acerca del lugar desde donde eran atacados y los que lograron
arrastrarse hasta sus metrallas, igual no supieron adónde apuntar. Cerramos el
perímetro sobre ellos y en la medida en que iban desfalleciendo y separándose del
grupo, nuestros hombres los desarmaban y esposaban a los postes de la cerca. Las
miles de veces que rememoró tal emboscada, Reyes terminaba diciendo lo mismo:
“¿Podrán creer que esos mancancanes heridos, con la muerte a la vuelta de la esquina

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y adoloridos como un verraco, muchos seguían comiendo y que arrastrándose como
perros se pelearon hasta el último pedazo de carne?” El resto de la tropa rodeó la casa y
cuando acabaron de abrir los últimos voladores se sintió un silencio infinito que mi
General Padrenuestro rompió, desde afuera, con la ayuda de un altoparlante: “Les
habla su General Aquiles Padrenuestro, Ministro de Guerra, Defensa e Inteligencia y
Comandante Militar de las Fuerzas Terrestres, Aéreas y Fluviales de Cundinamarca;
estamos bajo un ataque terrorista, repito: ¡estamos siendo atacados por terroristas,
pero no podemos protegerlos si salen de la casa! Queda prohibido salir de la casa,
repito: ¡queda prohibido salir de la casa!” Los invitados comenzaron a gritar y a vociferar
y se abalanzaron contra las puertas y ventanas; mi General Padrenuestro ordenó dar
varios tiros al aire y por el altoparlante, siguió diciendo: “Todos los guardaespaldas han
sido asesinados, repito: ¡todos los guardaespaldas han sido asesinados y los carros
destruidos! Si salen, no los podremos proteger; por favor guarden la calma; no
conocemos la suerte del Presidente de la República, repito: no sabemos quién está al
mando de este país”. El silencio dejó de ser infinito y se volvió sepulcral. Los primeros
helicópteros en llegar, dos horas más tarde, fueron de primeros auxilios; para entonces
los guardaespaldas estaban desarmados y bajo custodia, ningún muerto, la mayoría
heridos y dos en estado de gravedad que fueron los primeros atendidos. Una vez
estabilizados, fueron trasladados por aire al tiempo con los demás, por tandas, al sitio
más cercano con control militar; era clave aislarlos para que no se pudieran comunicar
con nadie, pero en el Batallón Aguirre –donde los llevaron– no habría ningún problema
porque contaba con instalaciones hospitalarias y personal médico militar, por lo que no
habría que llevar a los heridos a otra parte. Los helicópteros seguían aterrizando llenos
de soldados y al amanecer contábamos, alrededor del Salto del Tequendama, con una
fuerza suficiente para contener las intervenciones indirectas que se pudieran presentar
por parte de los ejércitos privados de algunos de los retenidos o de cualquier grupo
guerrillero, narcotraficante o paramilitar que hubiera podido ser –subrepticiamente–
alertado. El grueso del personal disponible permaneció en el Batallón Aguirre
esperando las órdenes que mi General Padrenuestro impartiría por la mañana; y el
estado de extrema precaución se mantuvo porque así como había un soplón, podía
haber cien y porque el candidato Canallas Garrido conocía la realización de un serio
operativo en contra de la delincuencia y eso no podía ser dejado a la ligera; “¡lo único
que puede hacer, ese hijueputa, es cagarse del susto!” y no le faltaba razón, a mi
General Padrenuestro, al hacer esta afirmación porque, muy seguramente, caerían,
durante el operativo en curso, piezas claves para la financiación de su campaña, que
estaba entrando en la recta final. Las elecciones a la Presidencia de la República

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tendrían lugar en dos semanas.

Mi General Padrenuestro mandó traer chalecos blindados de varios tamaños, que le


servirían para imprimirle dramatismo a la situación de los invitados-rehenes-carne-de-
cañón; entró a la casa, donde ellos estaban esperando una hecatombe y donde se las
arreglaron para protegerse, dentro de las restringidas circunstancias: esperando lo
peor, se apretujaron, entre ellos, para darse calor y valor, en los rincones más alejados
de los ventanales, sobre todo en los momentos tensionantes en que se escuchaban
aterrizar los helicópteros. La noche seguía en un estado de letal oscuridad y la linterna
de mi General Padrenuestro asustó a quienes se escondieron en lo que debió ser un
patio de ropas o un comedor auxiliar; en el tono más comedido que pudo, les informó
que la situación era de suma gravedad, que el país entero estaba sin luz y sin
comunicación celular –falso lo primero, cierto lo segundo–. Los ahora prisioneros le
hicieron mil preguntas, al tiempo y en desorden, pero mi General Padrenuestro se ciñó
al guion escrito en su cabeza; difícil interrumpirlo, además, pues se trataba del hombre
más impetuoso de Cundinamarca y su apostura de bestia al acecho estremecía; les
respondió, con urgencia, que se escondieran en los pisos inferiores de la casa, del lado
del precipicio, que cualquier ataque sería por la carretera o por el monte y descartó, de
plano, la posibilidad de un ataque aéreo. “El aire es lo único que tenemos controlado”
afirmó, no sin antes agregar que, sin embargo, por la noche habían dejado maltrecho a
uno de los helicópteros de la Cruz Roja que venía a rescatar a los guardaespaldas
heridos; terminó asegurando que arriesgaría su vida tratando de llegar al Batallón
Aguirre y que, dios mediante, volvería al mediodía con víveres y noticias de Bogotá;
exclamó al salir: “¡Espero traerles noticias alentadoras”. Al rato, entró Reyes a pedirles
que escogieran, como interlocutores, a un grupo de diez personas que representara a
la mayoría, para facilitar las comunicaciones y a quienes les serían entregados los
chalecos antibalas para ser repartidos entre los retenidos. A Reyes le tocó, también,
racionar la poca comida que sobró, la noche anterior y él contaría –años después– que
algunos de los invitados, acostumbrados a llevar mucho dinero entre los bolsillos,
lograron que los meseros y encargados de la cocina les reservaran comida y que –con
el mayor descaro– se las llevaran servida, como si no estuviera pasando nada. Por
supuesto que hasta el más corajudo estaba asustado pero, muchas cosas no cambian
–supongo– incluso en condiciones azarosas ¡la plata manda!

Cuando llegamos al Batallón Aguirre faltando cinco minutos para las cinco de la
mañana, mi General Padrenuestro nos hizo formar a todos. Quesada le informó que

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tenía acuartelados a un poco menos de mil quinientos efectivos, contando los que
estaban en licencia; se volteó y gritó: “¡Saludar al Ministro de Guerra, Defensa e
Inteligencia!”, “¡a sus órdenes, mi General!” respondimos con mano terciada en la
frente, hacia afuera, en un ángulo de cuarenta y cinco grados y chocar de tacones.
Quesada pegó otro gritó: “¡Saludar al Comandante Militar de las Fuerzas Terrestres,
Aéreas y Marítimas de la Nación!”, “¡a sus órdenes, mi General!” respondimos de
nuevo; y un último grito: “¡Apoyo, discreción y fidelidad a nuestro General
Padrenuestro!” y con más energía contestamos: “¡Cuente con nosotros mi General!” A
puerta cerrada, Roxana y Quesada recibieron con atención las órdenes del día:
“Lugarte tiene la lista de las empresas que vamos a allanar, sospechosas de
narcotráfico” empezó diciendo mi General Padrenuestro y a las dos horas ya teníamos
el operativo sobre la marcha. A cada una de las empresas –cuyos desechos al Río
Bogotá mostraban exagerados contenidos de la materia prima utilizada en el
procesamiento de la cocaína– entrarían treinta hombres armados hasta los dientes.
Supusimos que, en cualquier caso, encontraríamos resistencia por lo que se trataba de
allanamientos a la fuerza –no necesitaban de orden judicial– habilitados legalmente por
la alerta naranja declarada por mi General Padrenuestro unas horas antes; para poder
hacerlos al mismo tiempo y con la misma secuencia de acciones, se dividió el número
de soldados por el número de empresas-fábricas-industrias y cada contingente tenía
instrucciones expresas de neutralizar el contrataque, pedir refuerzos ante el más
mínimo fuego cruzado, asegurar el perímetro y buscar la droga. La policía recibiría
órdenes perentorias de no intervenir. El mensaje de mi General Padrenuestro fue
enérgico: “No nos sirven indicios, laboratorios hay de mil clases y todos son parecidos.
Su misión es encontrar droga y nada más”. Quesada y Roxana, comprometidos con el
resultado positivo de las maniobras repitieron, antes de salir, los detalles finales:
“Encontrada la droga, arrestamos a los involucrados, incluidos los celadores y lo
llamamos a usted, Lugarte, para que nos suministre los datos de los dueños y socios de
cada empresa que deberán ser detenidos. Cualquier falla reportarla directamente a mí
General Padrenuestro” los cuatro asentimos y ellos dos se retiraron, con el apremio que
demandaba la situación. De vuelta al Salto del Tequendama dentro de una ambulancia
blindada que usábamos para circunstancias extremas –y que fue incautada durante los
allanamientos realizados a la muerte del Sangrón– mi General Padrenuestro me pidió
llamar a Blas para repetirle que debía evitar, fuera como fuera, que se restableciera el
servicio celular. Blas tenía claro que ese era el meollo de su misión y me respondió:
“Dígale a mi General que pierda cuidado, que arreglar este mierdero sería como
coserle las tripas a un muerto con una engrapadora; además, dijeron que toca traer

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técnicos del extranjero”. Nosotros también fuimos presa de los trancones causados por
las desviaciones norte-sur y sur-norte que se implementaron para que ningún carro
pasara frente a la casa donde teníamos a los cautivos; pero gracias al refuerzo de
nuestros escoltas en motocicleta logramos abrirnos paso y llegamos pasado el
mediodía. Mi General Padrenuestro observó cómo el Salto del Tequendama se
convirtió, de nuevo, en una catarata imponente “con la fuerza de cien mil caballos”
–diría él, después, contándole el suceso a sus hijas y afirmando que fue una de las
emociones más satisfactorias de su vida; la caída de agua describía un arco hacia
adelante como la melena de una diosa blanca y espumosa y con un rugido que salía de
las entrañas mismas de la tierra. La noche anterior no se vio nada porque el agua salió
expulsada mucho más lejos de lo previsto y no se lograron redireccionar los reflectores;
y aunque se trataba de personas amedrentadas por una situación que los vejaba y
empobrecía, cuando llegamos con víveres, sudaderas y cobijas la mayoría de los
rehenes estaban extasiados con el influjo reparador del agua, con la visión de una
naturaleza monumental que, por más que neguemos a dios ante los tiempos sombríos,
nos conecta con él y su justicia divina.

La diferencia entre Quesada y Reyes, para mi General Padrenuestro, era que, el


primero, se distinguía por ser más activo y emprendedor en las acciones del día a día y
en los operativos puntuales, pero, el segundo, era más visionario, veía el bosque y no
los árboles, pensaba más como general y ejercía una mayor independencia en la toma
de decisiones. A nuestra llegada, Reyes nos rindió un informe pormenorizado de la
jornada matinal; mi General Padrenuestro no esperaba tanta efectividad: reportó, por
ejemplo, que las llantas de muchos de los carros en el parqueadero eran blindadas y las
mandó pinchar con un cortafuegos de esos que se usan para romper candados; dividió
por pisos a los rehenes de acuerdo con su peligrosidad, pues empezaba a evidenciarse
quiénes eran gente decente y quiénes no –lo que no quería decir que los decentes no
fueran narcotraficantes y viceversa, pero sí era de vital importancia mantener a los
alborotadores aparte–. Cinco de ellos, incluido un parlamentario –siguió informando
Reyes– fueron esposados y amordazados porque estaban violando a una mujer: la
susodicha era una acompañante que uno de ellos contrató para el evento, pero esto no
daba pie para que abusaran de ella; cada cierto tiempo, también, mandaba unos
cuantos soldados a internarse en el monte y hacer disparos al aire para mantener el
estado de miedo y alerta y evitar que los rehenes se salieran de madre; las rondas de
vigilancia, además, se cumplieron con exactitud y no parecía existir ninguna amenaza
externa. Reyes comentó por último que trató de sacar a los meseros y a los encargados

445
de la cocina, pero que ellos prefirieron quedarse porque se estaban llenando los
bolsillos de dinero, escondiendo, racionando y vendiendo la comida y el trago
sobrantes. Mi General Padrenuestro no había pensado en eso, se dirigió a la cocina y
entre las neveras que se instalaron provisoriamente y que se estaban descongelando,
aún quedaban unas cuantas botellas de whisky, vodka y vino. Permitimos que “los
sirvientes” –como se dirigían a ellos los rehenes más encumbrados– siguieran con su
negocito y caímos en cuenta de que muchos llevaron efectivo para pagar su puesto en
la Pirámide, sin saber que se trataba apenas del sorteo de los puestos y que sólo la
siguiente semana se empezarían a pedir los pagos.

Antes de comunicarse con los diez personas retenidas escogidas como interlocutores,
mi General Padrenuestro fue arrinconado por el Mellizo, sus escoltas se le fueron
encima, pero no pasó nada, los dos entraron a hablar a un cuartico sin puerta, que a
juzgar por los tubos que salían de las paredes, debió haber sido un baño. “Quiero
ayudarle, General, quiero ganarme con creces lo prometido por usted” fue lo primero
que le dijo y reiteró “sé que me están ocultando cosas” y señaló, a grandes rasgos, que
él podía ayudar internamente en lo que fuera necesario, que lo pusiéramos a prueba. Mi
General Padrenuestro, que aprovechaba una buena oportunidad apenas la veía, lo
tomó del brazo, se dirigió hacia los rehenes –todos llevaban sus sudaderas y chalecos
blindados– y les informó que autorizaba al Mellizo a mediar entre ellos y el ejército.
“Estamos en guerra, yo no puedo permanecer aquí con ustedes, es peligroso porque es
posible que esta avanzada terrorista sea para acabar conmigo y no quiero poner a
nadie más en riesgo” manifestó con el tono entre intimidatorio y magnánimo que
ameritaba la circunstancia. Mi General Padrenuestro salió de la casa y a la altura del
mirador mandó llamar al Mellizo para aleccionarlo: “Improvise, Mellizo, necesito ganar
tiempo. Al mediodía de mañana debe haber acabado este horrible episodio”. “General,
cuente conmigo como su más irrestricto aliado” expresó el parlamentario con un
genuino ánimo de servicio –a sus propios intereses, por supuesto–. Los motores de la
caravana se encendieron, mi General Padrenuestro consideró necesario darle un
apretón de manos y manifestarle, antes de despedirse: “Prometa lo que quiera, Mellizo,
lo único que no puedo suplir es ni radios para que oigan noticias, ni teléfonos satelitales
para que se comuniquen con el exterior, ni computadores portátiles. Hágales sentir que
esto va para largo”. Se montó a una Land Rover plateada –usaba distintos vehículos
para despistar– donde yo lo estaba esperando y apenas arrancamos con dirección a la
Oseta, me dijo: “Este Mellizo es o un actor consumado o un grandísimo hijo de perra”;
“¡o los dos!” contesté yo, mi General Padrenuestro lanzó una carcajada perruna, cosa

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que sucedía muy pocas veces con mis comentarios.

La vista desde la terraza de la Oseta hacia los cerros orientales le recordaba a mi


General Padrenuestro la noche en que Celina agonizaba en el Hospital Militar
esperando sus palabras de amor para salvarse y recuperarse y casarse con él frente a
Cundinamarca entera. Una cadena de televisión le pidió los derechos sobre la historia
de su vida para llevar, a la pantalla chica, una telenovela que se llamaría: Un padre muy
nuestro, no accedió porque le pareció muy boleta –como decían sus hijas– y porque
volverían su vida una secuencia de eventos triviales y “nada más ajeno a su vida que la
trivialidad” pensaba esa noche en su oficina-penthouse-bunker-anti-rockets. Se quitó
las botas, se desabotonó la camisa y le cortó el filtro a dos cigarrillos que puso junto al
encendedor encima del tapete persa que le regaló José Roberto Verborrea de la Peña,
embajador de España, que se la pasaba en los moteles de Chapinero de donde mi
General Padrenuestro lo sacó drogado y rasguñado por una menor de edad, que hubo
que esconder, de afán, entre un bote de basura para que los medios de comunicación
no la vieran. Pensó en sus hijas y dibujó –como siempre con los vaivenes del sueño–
mapas mentales del cuerpo de Celina, con sus colinas, sus valles y su isla del tesoro.
En esas estaba cuando a su teléfono satelital entró la llamada de Blas para informarle
que Cundicel podría restablecer la señal celular, en menos tiempo del estipulado,
utilizando la antena de un operador en Ibagué –la capital de nuestro país vecino– “mi
General, tenemos cuarenta y cinco minutos antes de que eso suceda” agregó Blas
antes de colgar. Mi General Padrenuestro se despabiló de un salto, se puso las botas,
bajó al parqueadero y se montó a la primera burbuja blindada que encontró. Durante los
diez minutos que estuvo ahí, solo, esperando a que llegara el mínimo de treinta
efectivos que necesitaba su dispositivo de seguridad, llamó a Reyes, le expuso la
situación y le ordenó que entrara un soldado por cada tres rehenes y que simulara un
enfrentamiento guerrillero; también le dijo que contara con el Mellizo para calmar los
ánimos dentro de la casa y que le entregara un teléfono satelital para comunicarse con
él; le dio un tremendo ataque de tos, de esos que lo dejaban sin aire; se dio cuenta que
se estaba apresurando y de que estaba a punto de tomar decisiones afanadas. Esta
vez, en la mitad de una noche sin luna y sin estrellas, no podía equivocarse; apenas
llegó el conductor, le pidió que esperara, que ni él ni nadie se moviera de su sitio ni para
orinar y subió de nuevo a su oficina, sacó una botella de aguardiente y me llamó por su
teléfono satelital; yo estaba, en mi cama, tratando de conciliar un sueño, máximo, de
media hora. En treinta segundos me narró los sucesos y me ordenó que pasara por la
Bombonera, que sacara a la mulata y dos chicas más y que me esperaba en la Oseta;

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era la una y quince de la mañana.

El Mellizo entendió, de una, la problemática; llamó a la Oseta y mi General


Padrenuestro le inventó una mentira, no tan piadosa: “Mellizo, fájese ahora sí. En dos
semanas va a ganar las elecciones Canallas Garrido y antes de que se posesione yo le
puedo ayudar a limpiar su nombre por completo, no le puedo decir más” colgó, tomó
otro trago de aguardiente, se bajó los pantalones y los calzoncillos, sintió sus testículos
calientes y se los agarró mientras miraba por la ventana: “¡Ésta es la verdadera soledad
del poder!” se dijo para sí mismo. Sacó del cajón de su escritorio un cartón completo de
mentolados Paquistán, sacó los cigarrillos de sus cajetillas y los puso en fila sobre el
tapete; fue pasando, uno por uno, por la guillotina y los devolvió a las cajetillas. La inútil
secuencia se demoró porque, mi General Padrenuestro, se dio a la tarea mental de
recordar, con cada uno de los filtros que caían al piso, a una persona que él mismo
hubiera matado, por su nombre o en su defecto por su cara o le bastó, en algunos
casos, con la memoria de un chorreón de sangre en una pared o un pedazo de intestino
por fuera de los muchos vientres que reventó a balazos. En eso estaba –pensando
también en los cuerpos inermes que sus hombres pateaban, con rabia y sin medida,
antes de llevarlos a medicina legal o botarlos en una zanja sin bendiciones, ni cruces–
cuando llegué, yo, con la mulata y dos chicas monas, con cuerpos del color de las
mazorcas dominicales, tan parecidas entre ellas que disfrutaban diciendo que eran
hermanas; nunca se imaginaron encontrar al hombre más poderoso de Cundinamarca,
de rodillas, con su virilidad colgándole por fuera de la bragueta y ensimismado en una
labor de autista. La mulata lo conocía bien, pero le debió parecer que con mi presencia y
la de las otras dos chicas era incómodo revelar las argucias de su mutua intimidad en
las que, ella, se dejaba llamar Celina y él le declaraba un amor más allá de la muerte,
con cada aliento ronco con que le besaba el cuello y mientras le peinaba con la lengua
el pelo cortico de su “chochita a fuego lento” como él le decía que la tenía; por eso, optó
por quitarse la ropa, sentarse en el centro del sofá y abrir las piernas, en toda su
extensión, apretar uno de sus pezones entre el índice y el pulgar, como si fuera el botón
de un radio y con la otra mano darse palmaditas en el clítoris, hasta ponerlo rojo como
los icacos en dulce. “Tú eres el guapito de Andulima” me dijo una de las monitas
acomodando su rodilla entre mis piernas, mientras la otra se tomaba un sorbo grande
de aguardiente, a pico de botella y alzaba con sus dos manos el desproporcionado
miembro de mi General Padrenuestro quien, apenas terminó de cortar el último filtro y
las felaciones de la pequeña mujer, con una garganta de estrella porno, lo pusieron a
punto, se abalanzó sobre la mulata y eyaculó casi en el momento de penetrarla con un

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resoplido de locomotora llegando a la estación; o debería decir, más bien “saliendo de
la estación” porque, con la misma inmediatez con que se vino, se paró, se subió los
pantalones, prendió un Paquistán de los recién cortados y me apuró: “¡Puye la burra,
Lugarte!” exclamó y para mi sorpresa –porque era una faceta que no conocía de mi
General Padrenuestro– ayudó a la mulata a ponerse el vestido, la abrazó y le dio las
gracias. Me pareció –aún, hoy, no estoy seguro– ver algo de ternura en esos gestos de
carnicero y esas ojeras de latigazo que tenía.

De vuelta en el carro y con las energías renovadas, mi General Padrenuestro hizo tres
llamadas: la primera, al presidente del Consorcio Petrolero de Cundinamarca,
Cundipetrol, quien se comprometió a prestarle ocho helicópteros; contábamos,
entonces, con una flotilla de catorce aeronaves listas para despejar del Batallón Aguirre
en una hora, a las cuatro en punto de la mañana; la segunda, al Instituto Meteorológico
Nacional, Inma, donde le pasaron a un experto en cuestiones de clima –medio
dormido– que le aseguró que amanecería, con exactitud, a las cinco y veinte de la
mañana; y la tercera, a Roxana, a quien le dio órdenes explícitas de citar a una rueda de
prensa en el mirador adyacente a la casa del Salto del Tequendama, a las cinco en
punto de la mañana y que despertara, a quien hubiera que despertar, en la oficina de
comunicaciones de la Oseta, para que le ayudaran. El terraplén detrás del improvisado
parqueadero era lo suficientemente plano y extendido para la operación aérea que mi
General Padrenuestro tenía diseñada en su cabeza. “¡Ese Mellizo es un mago!” gritó
Reyes apenas llegamos; parecíamos estar en la mitad de una guerra y el Mellizo había
logrado contener a los rehenes con una diatriba –que después nos contaría en detalle–
que exaltaba la esperanza y el valor ante los desafíos de la vida; no sólo eso, sino que
se inventó que las comunicaciones celulares eran peligrosas porque servían de guía a
los radares de los sediciosos y con esa patraña –sin sentido pero que entre el miedo y la
inminencia de la muerte funcionó– logró que hasta el último aparato digital fuera dejado
en una canasta, la cual el Mellizo mojó con gasolina, encendió y botó al precipicio en
forma de una bola de fuego que terminó perdiéndose en el vacío. Cuando mi General
Padrenuestro apareció de nuevo en el hotel, el alborozo fue total porque –como les fue
anunciado– los rehenes estaban bajo la impresión de que su suerte era incierta;
prendiendo un Paquistán tras otro, se reunió con los diez interlocutores, escogidos y
mantuvo el hilo completo de la invención: “El Comando Machacán nos tiene rodeados,
no nos queda otra alternativa que sacarlos a todos ustedes por aire” y agregó, como si
eso tuviera alguna relevancia: “el Cardenal Carrillo está rezando por ustedes”. Salió al
patio donde estaban instalados los baños portátiles y le dio la orden a Reyes de

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interrumpir el tiroteo ficticio, para que “los honorables retenidos” –así los llamó–
pudieran salir con cierta tranquilidad y que los medios de comunicación, asimismo,
llegaran al Salto del Tequendama sin contratiempos.

Los helicópteros, fueron y volvieron hasta cinco veces cada uno, en sucesión
milimétrica y trasladaron a los rehenes y a los miembros del Ejército Nacional –en una
proporción de cinco militares por cada presunto delincuente– al Batallón Aguirre; fueron
congregados en el casino de oficiales donde se instalaron camas, camillas y sillas de
ruedas, al tiempo con el personal médico que proveyó atención a los más afectados,
emocionalmente, a quienes se les ofrecieron tranquilizantes en grandes cantidades,
sobre todo después de que Quesada se parara en una tarima acompañado de
soldados con los dedos en los gatillos, tomara el micrófono y anunciara con una voz que
sonó a parlante de misa dominical: “Sus vidas están a salvo, pero no su futuro”; acto
seguido, procedió a informarles su situación: las inspecciones masivas, en curso, a sus
empresas; la posibilidad grande de encontrar laboratorios para la producción de
estupefacientes; los mecanismos de arresto que se impondrían después del mediodía
y describió –“de puro hijueputa” anotaría Roxana más tarde– las frías celdas que
estarían esperando en la Oseta a quienes resultaran implicados en narcotráfico u otras
acciones al margen de la ley. Para donde se mirara había hombres armados y detrás de
los amplios ventanales del casino del Batallón Aguirre, sin verse, porque aún no
amanecía, varias hileras circulares de francotiradores escrutaban sus movimientos por
las mirillas de sus telescopios. Bogotá era un hervidero de agentes de seguridad,
socios, secuaces y familiares buscando a los hombres que verdaderamente tomaban
las decisiones en cada empresa; la zona industrial estaba paralizada y mientras tanto,
los medios de comunicación estaban al borde del Salto del Tequendama, escuchando
el estruendo del agua nueva magnificado por el eco del acantilado y viendo a mi
General Padrenuestro aparecer de la penumbra, como si no pasara nada. Saludó a los
periodistas, uno por uno, les agradeció su presencia; miró su reloj, generó una
expectativa de tres interminables minuto y exclamó: “¡Les presento el nuevo símbolo de
Cundinamarca!” El primer rayo de sol cayó sobre el chorro más imponente que esta
tierra haya visto, en el último medio siglo y los presentes sintieron un escalofrío tan
conmovedor, que es como si el mismísimo Bochica hubiera reencarnado en las aguas
del Río Bogotá. Los periodistas entraron en un estado de magnificencia tal que
olvidaron, con el estupor, la retahíla de preguntas que tenían sobre los recientes
acontecimientos nacionales.

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Los allanamientos terminaron a las nueve de la mañana y para las doce del día, se
habían hecho todos los cruces de información entre los dueños y sus propiedades:
laboratorios, bodegas, armarios, oficinas, muros dobles, cajas fuertes, pisos falsos,
tanques de inodoro y agua, cañerías, ductos de ventilación, caletas, archiveros, baúles
de carro, camiones de reparto, llantas de tractomula, costales, cojines, refrigeradores,
productos terminados, envases, cajas de embalaje, carrocerías y maquinaría en
desuso donde se encontró droga, cocaína, bazuco y también envoltorios de látex,
llenos de heroína, entre el abono de uno de los campos floricultores más importantes
del país. Esa misma tarde se realizaron ciento setenta y cuatro arrestos en el Batallón
Aguirre; treinta y dos más de personas que hubo que buscar en sus propias casas y un
incalculable valor en decomisos de droga, de los cuales un alto porcentaje fue
quemado frente a los medios de comunicación nacionales e internacionales. A los
liberados –incluido el Mellizo, por supuesto– se les ofrecieron disculpas oficiales por
parte del Presidente de la República quien los llamó, a cada uno, en persona y a
quienes, dos semanas después, condecoró con la Orden de Cocorná al valor civil por
su participación en una de las operaciones más exitosas contra las mafias de
Cundinamarca. Nunca supimos quién le sopló la información del operativo al Canallas,
pero desde, ahí, mi General Padrenuestro no volvió a confiar en nadie distinto a
quienes nos consideraba: su familia.

Cuando mi General Padrenuestro, Quesada, Reyes, Roxana y yo llegamos a la Oseta,


Polanía nos recibió con abrazos y salticos de alegría; sin embargo, mencionó estar un
poco alterado porque no había logrado encontrar a dos hermanitas, monas, que vio por
la ventana, de un piso a otro, vagando desnudas por los corredores. El domingo
siguiente, en Las Hamacas, el Presidente Ananías le colgó el séptimo sol a su amigo
Aquiles Padrenuestro delante de Martina, Carmen y Eulalia; por la noche, al
despedirse, lo abrazó y le dijo: “¡Mi General gracias por todo!”

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Líbranos del mal

“Las peores democracias, son aquellas en las que los corruptos pasan desapercibidos”
expresó una tarde mi General Padrenuestro, durante la sobremesa en Las Hamacas.
La frase la expresó como propia, pero la tomó de un documental que vio por televisión
sobre las mafias italianas y cómo, éstas, lograron amalgamarse con el poder político
para mantener y acrecentar sus fortunas y sus negocios. El domingo de elecciones, por
la mañana, acompañamos al Presidente Ananías a votar y hacia el mediodía la plana
mayor del gobierno fue llegando a la Quinta de Nariño, de donde el mandatario se
escabulló para pasar la tarde con la que consideraba su más cercana familia. Le
sirvieron –como lo hubiera hecho Celina– el mejor ajiaco santafereño del país, con
alcaparras de las pequeñas y crema agria, el toque secreto que sorprendía, a los
invitados, porque la receta original es con crema de leche sencilla. Ananías Metileno se
preciaba de haber robustecido el presupuesto y la capacidad militar del Ejército
Nacional, pensaba que no se podía negociar con los alzados en armas sino desde una
posición de fuerza, pero le atemorizaba que dicho esfuerzo, hacia el futuro, se
aprovechara para defender la Presidencia de sus opositores, que la recién adquirida
tecnología en inteligencia y espionaje se usara con intenciones personales, con el
propósito de privilegiar un ideal de gobierno continuista o hegemónico. Sin las
cuantiosas inversiones en defensa no se habrían logrado los acuerdos de paz de San
Juan de Rioseco y éstos prevalecerían, sólo, en la medida en que la destinación de los
recursos militares y sus continuas actualizaciones, se siguieran usando con el mismo
criterio pacifista. Ese temor dejó de ser infundado desde que la Quinta de Nariño
conociera, en secreto y por medio de las agencias internacionales de seguridad, lo que
nosotros ya sabíamos: el prontuario delictivo de quien ganaría las elecciones ese
mismo día; Víctor Canallas Garrido anunciaría su triunfo electoral a las nueve de la

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noche y desde ese momento quedaría en vilo el poder de mi General Padrenuestro o
por lo menos eso pensaba el Presidente Ananías quien –tres meses después– el siete
de agosto, siguiente, se retiraría para dedicarse a sus negocios y para hacer lo que
hacen los expresidentes de Cundinamarca: seguir defendiendo la posición histórica de
su nombre y de su mandato, hasta el día de su muerte.

Cada cuatro años hay más gente con capacidad de votar en este país y nuestra
sociedad está tan politizada que una abstención electoral del cincuenta por ciento es
considerada grave; con todo y eso, Canallas Garrido fue elegido Presidente de la
República por una cantidad de votos que superó todas las expectativas y con una
concurrencia sin precedentes a las urnas, razón por la cual sintió un respaldo popular
que –pensó– le permitiría gobernar sin inconvenientes. Su intención de desmontar la
infraestructura militar que apoderaba, casi sin limitaciones, a mi General Padrenuestro,
se hizo evidente desde sus primeras intervenciones ante los medios de comunicación.
Para sucederlo, se barajaron los nombres de otros generales que ya contaban con las
credenciales y requisitos para acceder al cargo de Ministro de Guerra, Defensa e
Inteligencia; todos ellos, con hojas de vida impolutas –hasta no demostrarse lo
contrario– y dedicados en cuerpo y alma a defender la patria de las amenazas externas
e internas, además de su vocación civilista, su respeto por la democracia y toda la
retahíla de adjetivos sobrevaluados de los que echan mano los periodistas cuando
especulan sobre los principales nombramientos de un nuevo presidente electo, aún no
posesionado. Durante esos días, de limbo gubernamental, mi General Padrenuestro
buscaba a su mulata en la Bombonera, pero –en mi sentir– lo que más disfrutaba eran
las interminables conversaciones con Reina, quien lo tenía hipnotizado a punta de
almojábanas y chocolate y con quien había adquirido una confianza que le permitía
exponer, sin cortapisas, los asuntos más recónditos de su alma. Incluso, le pareció
importante mi presencia pues “a ella le cuento cosas que no le cuento a nadie” me dijo y
como yo era el depositario final del compendio de excesos e incorrecciones que fue su
vida, asistí como convidado de piedra, a dichas tertulias, con la idea de hacer lo mismo
que venía haciendo durante los últimos veinte años: escuchar y observar a mi General
Padrenuestro, como si mi existencia dependiera de ello. Hablábamos –o hablaban– de
las minucias de la vida, que son las que nos marcan como seres humanos; los dos
mostraron –figuradamente, por supuesto– sus heridas. En esas conversaciones me
acuerdo que mi General Padrenuestro, dada la coyuntura histórica, alcanzó a pensar
en retirarse, en permitir que nombraran en su ministerio a quien les diera la gana, a
abandonar la comandancia e irse a vivir a Las Hamacas “engordar como un cerdo,

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pasarme las tardes en la Bombonera y vivir pendiente de mis hijas” manifestó y en la
siguiente frase exclamó: “¡No, ni por el putas voy a dejar sola a Cundinamarca!” Dejó
claro que esa no era una opción “moriré guerreando en las trincheras del poder” remató
y ese habría sido un epitafio apropiado –se me ocurre– si hubiera querido uno.

Belarmino Congote que no había logrado matar a nadie desde que se decidió a seguir
una carrera como asesino a sueldo, fue contratado por la Oseta para cubrir, como
periodista, la Cumbre sobre Amnistía y Reinserción a la Vida Civil que el Comando
Machacán iba a realizar para explicarle al país las razones por las cuales existía una
gran reticencia, por parte de sus integrantes, a cumplir con los acuerdos de paz y para
responder por el hecho de que, a su nombre, se perpetraron asesinatos y ajustes de
cuentas en los municipios cercanos a Ubaté y Villapinzón: rifirrafes entre los dominios
del Jeque y del Turco; lo que demostraba, con poco margen a la especulación, que
persistía un forcejeo interno en la organización por los negocios ilegales que aún
usufructuaban. De todas maneras, una sensación general de tranquilidad creció, de
nuevo, en el territorio y a lo largo de las carreteras y los cundinamarqueses volvieron a
sus fincas, sin ser asaltados, ni boleteados; el apoyo en las urnas a Canallas Garrido
significaba también un voto de confianza por el desarrollo rural, por la equitativa
repartición de las tierras y por mantener el supuesto impulso de progreso y
bienaventuranza de una “paz firmada y afirmada” como lo repitió, una ingente cantidad
de veces, durante su campaña. Que los machacanes salieran a dar unas explicaciones
que nadie les estaba pidiendo era, para mi General Padrenuestro, un indicio inequívoco
de lo empoderados que se sentían con el nuevo Presidente de la República, quien –sin
duda– los apoyaría en la recuperación del estatus de movimiento político que alguna
vez tuvieron, proceso que necesitaría de un “remozamiento de su imagen pública”
como dirían los publicistas. Lo único que tendría que hacer Belarmiño sería disparar su
cámara fotográfica y mandar las fotografías, de los participantes, a la Oseta, con el
ánimo de lograr una plena identificación de aquellos que, ahora, se sentían en plena
libertad de salir a la luz pública, sin importar la cantidad de cocaína coronada en otros
países, su pasado extorsivo o el peso de los cadáveres sobre sus hombros.

Se llegó, pues, el siete de agosto, temido por mi General Padrenuestro pero esperado
por todos los cundinamarqueses: nunca se había entronizado en el solio de Bolívar un
mandatario en el que se fincaran tantas esperanzas por parte de la gente del común: la
clase trabajadora, las madres cabeza de familia, los comerciantes, los necesitados de
atención médica, los vendedores ambulantes, los poetas, los educadores, los

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agricultores, los ancianos, los homosexuales, los minusválidos, los desempleados, los
campesinos, los idealistas, los taciturnos, los rumberos, los políglotas, los
editorialistas, los presos, los fugados, los abogados, los indocumentados, los
reinsertados, los estafadores, los raponeros, los violadores, los rateros, los asesinos,
los secuestradores, los guerrilleros, los paramilitares, los narcotraficantes, los
parlamentarios, los terratenientes, las élites y los Estados Unidos. No dejaba de ser
emotivo que el pueblo entero pensara –al atestiguar el juramento con la mano derecha
del nuevo presidente sobre la biblia y la consabida e inútil frase “y que si así no lo
hicierais, que Dios y la Patria os lo demanden”– que Víctor Canallas Garrido nos iba a
mejorar el futuro. Al pronunciar los nombres de quienes ocuparían los más altos cargos
de la nación y con la banda presidencial cruzada en el pecho, la sorpresa de los
asistentes y de los televidentes, fue la ratificación de mi General Padrenuestro en su
cargo. La hipocresía fue absoluta; lo felicitaron con desmesuradas sonrisas, le dieron
palmadas en la espalda, le recordaron sus más grandes triunfos, le auguraron toda la
ventura posible entre los mortales y sólo le faltó, a los sapos y lagartos de turno, sacar
sus lenguas y brillar con sus babas los siete soles de sus charreteras. No podía ser de
otra manera “uno se labra su vida con azadón o con machete” decía mi General
Padrenuestro y los noticieros informaron, una y mil veces, como discos rayados, las
proezas de sus merecidos galones. Lo que no contaron –porque nunca se enteraron–
es que esa mañana mi general-ministro-comandante-jefe-de-policía se apareció en
San Juan de Rioseco –de allí saldría la caravana con rumbo al patio Núñez, donde se
realizaría la posesión presidencial– vestido de civil y pidió hablar en privado con el
presidente electo; iba solo, sin conductor y sin escoltas pero con su cajetilla de
mentolados Paquistán, su cuchilla en el bolsillo de la camisa y su actitud desbocada de
prócer contemporáneo. Canallas Garrido se molestó con la visita y no trató de ocultarlo,
estaba desayunando con el General Mendieta Insignares quien sonaba para
reemplazarlo, con cuatro oficiales de la Guardia de Corps y con algunos familiares; en
tono displicente le pidió que lo esperara afuera. Mi General Padrenuestro recibió el
saludo de los militares presentes –así estuviera de civil era perentorio hacerlo– él les
dio permiso de sentarse, enseguida se le acercó a Canallas Garrido y susurrando pero
con volumen suficiente para que todos oyeran, exclamó: “¡Yo no espero a nadie!” sacó
una grabadora de su bolsillo, la puso sobre la mesa, tomó un pedazo de huevo perico
con los dedos y se lo metió a la boca. “Voy a hacer caso omiso de que usted trajo
militares a la zona de despeje y de que se trata de una violación a los acuerdos de paz”
empezó, los militares invitados, sin saber qué hacer, optaron por lo más fácil: quedarse;
mi General Padrenuestro continuó: “Voy a hacer caso omiso de que afuera hay gente

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armada y de que se trata de otra violación a los acuerdos de paz”. Doña Glenda, su
mujer, le indicó un puesto para que se sentara y le sirvió un plato colmado de panes y
huevo y un café negro con bastante azúcar; mi General Padrenuestro dio las gracias y
siguió desenredando el hilo de sus palabras: “La Oseta tiene grabadas las últimas
reuniones suyas con El Crespo Carrascal, tres de los hermanos Espinel y más de diez
personas buscadas por la DBA y la Interpol” alargó su cuerpo sobre la mesa para
alcanzar la sal, miró al virtual Presidente de la República directo a los ojos y le preguntó:
“¿Quiere que hablemos en privado?” Canallas Garrido hizo salir a su familia del
comedor pero le pidió a los militares que se quedaran “bajo mi responsabilidad, no se
preocupen” les dijo, visiblemente alterado y apenas salieron los niños –sobrinos y
nietos– mi General Padrenuestro, por debajo de la mesa, le agarró los testículos y le
gritó en la cara: “Hasta que las conversaciones privadas, que tengo aquí grabadas, se
vuelvan públicas y usted responda por la repetida traición a la patria en la que ha
incurrido, aquí mando yo ¿está claro?” y volvió a preguntar, con un grito seco: “¿Está
claro?” Canallas Garrido asintió con la cabeza y no musitó palabra alguna; prefirió
quedarse callado. Al salir, mi General Padrenuestro ordenó a los cinco militares volver
con él a Bogotá. El General Mendieta Insignares era un excelente militar, pero tenía el
problema de tener una marcada obsesión por la honestidad; estaba claro que la idea de
Canallas Garrido era usarlo como un títere; apenas cruzaron los límites de la zona de
despeje, mi General Padrenuestro bajó a los militares del carro, no quería que lo vieran
con quien se daba por hecho que lo relevaría en el ministerio. Antes de cerrar la puerta,
le dijo: “De la que lo salvé, General Mendieta, me debe una”; él también optó por
quedarse callado.

Canallas trató, desde el principio, de caerle bien a la nación entera, pero incurrió en
contradicciones imposibles de conciliar, pues sus políticas fueron tan radicales que no
pudo favorecer a los campesinos y al mismo tiempo a los terratenientes; con ese criterio
causó graves desequilibrios entre los industriales y los importadores, entre los bancos y
los ahorradores, por dar sólo unos ejemplos; pero lo más notorio y que soterradamente
fue causándole daños irreparables a su mandato fue la enorme distancia que tomó la
justicia de los narcotraficantes, como si la ley fuera “para los de ruana” como dice el
dicho. Estos últimos ya no asesinaban en la calle a los jueces que por reparto recibían
sus expedientes, sino que desarrollaron unos mecanismos de extorsión sofisticados
–para ablandar a quienes en primera instancia no se dejaban sobornar– que incluían
montajes fotográficos –y en video– porno-sexuales con menores de edad; apertura de
cuentas millonarias, en ultramar, a nombre de los fiscales, sin su consentimiento, con la

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indispensable falsificación de firmas, la duplicación fraudulenta de pasaportes y
cédulas de ciudadanía; amenazas por internet con fotos de los hijos y los cónyuges en
sus colegios, oficina y en la propia casa; alteración de los programas de computador
que manejan la información de los procesos, para causar confusión en las fechas de las
notificaciones, expedidas por los juzgados y las de los términos señalados por la ley. Su
primera acción contra mi General Padrenuestro no se hizo esperar, fue la de quitarle el
título de Comandante Militar de la Fuerzas Terrestres, Aéreas y Marítimas de la Nación;
como se trataba, sólo, de una ley de honores sin efectos reales en las funciones
ejecutivas, militares o jurisdiccionales derivadas de la Constitución Nacional de
Cundinamarca y que nació de un capricho presidencial –como muchas de las leyes de
nuestro país– se le pidió dictamen a la Corte Suprema de Justicia y en un comunicado,
que se demoró más de la cuenta, lleno de adendas y repeticiones superfluas, no
concluyeron nada distinto de lo que intuíamos: que mi General Padrenuestro no era
comandante de nada porque: un honor no es, de ninguna manera, homologable a: un
cargo. Los asesores jurídicos de la Quinta de Nariño, con sus corbatas como lenguas
retorcidas, señalaron –a puerta cerrada, por supuesto– que lo que la Presidencia de la
República otorga asimismo lo puede desotorgar o retirar con el mismo capricho con que
fue entregado. En resumen, la historia de nuestro país está llena de situaciones
parecidas: a una discrepancia político-jurídico-legislativa le dan una importancia
superlativa, piden el concepto de los altísimos oráculos del Estado y se demoran meses
en armar un mamotreto indigerible cuya única lectura posible es: “¡Presidente, haga lo
que se le de la gana!”

Por su parte, mi General Padrenuestro decidió dejar tanta proactividad y volverse


reactivo “vivir el día” decía él, como si acabara de inventarse el carpe diem. Se volvió un
solucionador de problemas puntuales y decidió, sólo para sacarle la piedra al Canallas,
ir a los consejos de ministros de los jueves por la mañana. En la Quinta de Nariño se
prohibió fumar, pero nadie se atrevía a decirle nada cuando prendía sus mentolados; al
contrario, las señoras de los tintos y las secretarias –que sentían absoluta adoración
por él– le alcanzaban los ceniceros que guardaban en los cajones y le acercaban las
canecas y macetas para que escupiera a su antojo. Mi General Padrenuestro
pontificaba sobre la mayoría de los temas y cuando se trataba de finanzas retardaba la
toma de decisiones porque ponía a su homólogo de Hacienda y Crédito Público a
explicarle los conceptos básicos de economía. La mayoría de los ministros lo criticaban
enérgicamente a sus espaldas, pero nadie se le atravesaba. Era como el Cardenal
Richelieu, como Rasputín o como Fouché, actuaba a la sombra para que ningún

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advenedizo viniera a tumbarle lo que había construido y porque sentía que si quienes
debían procurar no procuraban y quienes debían controlar no controlaban, pues no
tenía más remedio que mantenerse vigilante y pendiente de los movimientos de la
carroña trepadora y oportunista.

La Oseta tenía una de las bases de datos criminalísticas más completas de


Latinoamérica, tanto así que la Interpol cruzaba información con nosotros; sin
embargo, la estructura de la organización Espinel, el don de la ubicuidad del Crespo
Carrascal y el asesinato de Celina, seguían siendo las espinas que mi General
Padrenuestro no se podía arrancar y cada día trataba de hacer avances al respecto;
estaba de acuerdo con Blas en que todo podía estar relacionado y por eso, cualquier
averiguación se filtraba y se cruzaba: las conversaciones telefónicas, entre unos y
otros; las revelaciones de los cientos de informantes a lo largo del país; las fotografías
públicas y privadas de los sospechosos y las indagaciones de otras agencias de
inteligencia internacionales, incluidas las de la DBA –quienes se preciaban de tener
infiltrados, hasta en la sopa y con quienes estábamos volviendo a afianzar lazos–. La
cumbre del Comando Machacán fue un desastre anunciado, pero las fotografías de
Belarmiño resultaron impecables, como “de paparazzi italiano” le dijo Roxana como por
hacerle el cumplido, cuando lo recibió en una de las salitas de juntas de la Oseta; sin
embargo, una de las floppies identificó unos retoques digitales sospechosos en las
fotos del Crespo Carrascal almorzando, en privado y en la piscina del Hotel Sochagota;
se veía acompañado de una mujer cuya cara siempre quedaba detrás del codo de
alguien, tapada por una cartera o difusa. Mi General Padrenuestro lo hizo comparecer,
en un socavón de la Oseta y Belarmiño, que era un cobarde consumado, reveló, con
sólo mostrarle las fotos, que se trataba de Saskia. “¡La muy perra desaparece y ahora
está de pipí cogido con este hijueputa!” exclamó Roxana mirando las fotos con
desconfianza; convocamos a una reunión para hablar del asunto, tres días después,
para darle tiempo a los de inteligencias que actualizaran la información sobre Saskia.
Otra curiosidad de las fotos fue que al Jeque, al Turco y al Crespo Carrascal nunca se
les vio juntos, ni siquiera coincidieron los mismos días, lo que indicaba que no querían
pisarse los cayos o que pretendían –también era posible– que nosotros pensáramos
que existía entre ellos una pugna interna de poder.

Doña Glenda Másmela de Canallas invitó a mi General Padrenuestro a tomar el té.


Había redecorado la Quinta de Nariño, la cundinamarquizó con artesanías y símbolos
patrios, como matas de frailejón forradas en laminilla de oro y réplicas en arcilla de los

459
principales monumentos de Bogotá, en los colores azul cielo, amarillo quemado y rojo
fresa de nuestra bandera. La Primera Dama sirvió chocolate santafereño porque sabía
que a mi General Padrenuestro el té “le sabía a orines” –como lo manifestó en una
entrevista para una revista de farándula– y almojábanas recién horneadas. Doña
Glenda habló de cuanta nimiedad se le ocurrió hasta que, pasadas la cinco y media de
la tarde, el Canallas apareció con su edecán –quien se quedó en la puerta– saludó con
cordialidad y se sentó en una mecedora, como las de su tierra; Doña Glenda se
disculpó y salió del recinto, sin importarle el inocente ardid para que se reunieran los
dos hombres. Mi General Padrenuestro prendió un Paquistán y le explicó al Presidente
de la República que le quitaba el filtro para que el tabaco le supiera más fuerte y que lo
hacía con una cuchilla –y no con los dedos– para que el cigarrillo no se desbaratara con
las bocanadas finales que “son las más sabrosas” puntualizó y esperó a que su
interlocutor tomara la palabra. Después de muchos rodeos, Canallas habló de Roma y
de los cónsules que se dividían el poder para no matarse entre ellos; habló de los papas
que se trasladaron, del Vaticano a Aviñón, porque los responsables de su destino
dejaron de ser ellos mismos y finalizó, afirmando que a dios le quedaría muy difícil dirigir
un gobierno celestial, magnánimo y bondadoso si no existiera el diablo. “Me saben a
mierda sus metáforas históricas o religiosas, Presidente. Dígame, con exactitud, lo que
tiene que decirme, sin tanto bla, bla, bla” vociferó mi General Padrenuestro, poniendo
de presente –por el tono de voz y sus gestos despreciativos– que le había perdido todo
el respeto. “Usted está dividiendo al país, en dos, General Padrenuestro y le voy a
demostrar que, pese a su inmenso poder, yo voy a gobernar a mi antojo y que, al final,
será suya la culpa del descalabro que sufrirá nuestra amada Cundinamarca” dijo el
Canallas como fraseando una premonición. Mi General Padrenuestro carraspeó,
escupió sobre una hoja brillante de frailejón y se levantó para irse “soldado avisado no
muere en guerra, Presidente” se le ocurrió decir y la única réplica que obtuvo fue: “Sólo
quisiera pedirle un favor, General”, “qué será, Presidente?” contestó de mala gana mi
General Padrenuestro y se dio cuenta, en un momento ínfimo de lucidez, que estaba
perdiendo ese forcejeo intelectual en el que la contraparte, Víctor Canallas Garrido, lo
estaba acorralando, con el objetivo de dejarle claro que la fuerza bruta no determina la
inclinación de la balanza. “Le prometí a mi esposa que usted se quedaría a comer,
General” y con esa respuesta lo desarmó por completo. A mi General Padrenuestro
sólo le quedaba –despelucado como estaba– hacer gala de su malparidez cósmica y
largarse, como el chafarote inculto y acomplejado que en realidad era o recobrar algo
de dignidad durante la cena.

460
A veces, la mezquindad de los hombres –incluida la suya– lo cegaba para ver lo positivo
en los demás. Su visión generalizada de que el universo era un cruce infinito de
cañerías y los hombres –sin excepción– “ratas de alcantarilla” como lo decía después
de mirar el cielo nocturno tomando aguardiente en Las Hamacas y exclamar: “¡Para mí
que Dios es un plomero!” hacía que mi General Padrenuestro –sumado a sus
complejos y resentimientos– fuera poco dado a fraternizar con las personas ajenas a su
pequeño círculo de confianza; estaba reacio a participar de la encerrona que le montó
la familia presidencial, pero para cuando sirvieron el postre se dio cuenta de que se
sentía contento y cómodo entre ellos. Los Canallas tenían tres hijas mayores, casadas,
sus maridos eran de la alta sociedad, la rancia, la que no ostenta su fortuna sino se
prepara en Harvard para servir a la sociedad desde sus puestos de influencia.
Sentados a la mesa había ocho nietos, tres de la edad de sus hijas y otros más
pequeños, juiciosos y divertidos que le hicieron preguntas que revelaban su nivel
cultural, sus viajes y su interés por la lectura y el conocimiento, con discreción, sin
sentirse más que los demás, ni ufanarse por estar sentados, en el mismo comedor,
donde Jorge Tadeo Lozano accedió a que Antonio Nariño se hiciera cargo de la
Presidencia de la República durante los años esperanzadores previos a la reconquista
española. Los adultos trataron temas álgidos de la realidad nacional y para su sorpresa,
escucharon a mi General Padrenuestro con un respeto infinito y lo interpelaron con
interesantes argumentos. “La verdad, General, me da la impresión de que usted
privilegia la estrategia militar por encima de los intereses de las diversas fuerzas en
conflicto” le dijo la menor de las hijas, quien –según lo comentó al margen– era la
representante en Cundinamarca de algunas firmas de inversión internacionales. Mi
General Padrenuestro le contestó sin ambages: “Mire, señora …”, “Melissa, General,
dígame Melissa” interrumpió ella y él prosiguió: “Melissa, como yo lo veo, existe un país
progresista, conectado con la globalización, pero existe otro país, al que yo me
enfrento, representado por delincuentes que buscan su sustento de la única forma que
conocen: la violencia, con el agravante de que lo que, ellos, entienden por: progreso, es
la generación de más violencia y así es como, al tenor de las enseñanzas de Jesús,
crecen y se multiplican”. Doña Glenda le trajo ella misma de la cocina un cenicero
–como tácito permiso para fumarse uno de sus mentolados– y mi General
Padrenuestro siguió su perorata: “Es muy triste, por ejemplo, que la bonanza de la
droga lo único que nos haya aportado sean señalamientos ofensivos por parte de las
grandes potencias y que los herederos de los enormes capitales mal habidos no tengan
más interés que el de seguir coronando toneladas de cocaína, en los cinco continentes”
en ese punto sintió que el interés por su discurso crecía y que sus planteamientos, lejos

461
de revelar su escasa cultura personal, tenían la validez de su experiencia y todos,
durante la sobremesa –los niños se fueron a acostar– estaban atentos a su opinión y
motivados en avivar la discusión, no en vano estaban frente a las dos figuras más
poderosas del país. Mi General Padrenuestro prosiguió, entonces, a sabiendas de la
controversia que generaría: “Y ustedes me disculparán, pero la problemática política y
socio-económica del Estado no es de mi incumbencia; ustedes pensarán que estoy
haciendo como la avestruz, pero la realidad es que mi oficio es el de apagar el fuego con
fuego” hizo una pausa y Melissa lo interpeló con rabia y cierta irreverencia; mi General
Padrenuestro se sonrió con la reacción, pero no le importó –o estaba acostumbrado–
porque era el mismo tratamiento cáustico e incisivo que recibía de su hija Carmen y
–mal que bien– la expresión de la independencia de carácter que admiraba de Roxana,
Quesada y Reyes; de mí no tanto pues no era mucho lo que me gustaba contradecirlo.
“General, ¿cómo va a decir que no le importa? Lo mínimo que se le pide a un ministro es
que ponga sobre la balanza los principales factores e imponderables que influyen en la
toma de decisiones” manifestó Melissa y en ese punto el Presidente Canallas se
levantó dando por terminada la velada. No le debió parecer conveniente la controversia
y no quería arruinar su plan, hasta ahora exitoso, de acercarse a mi General
Padrenuestro; sin embargo, él, respondió con agudeza: “Créame, Melissa, dios no lo
quiera, pero si a usted le secuestran un hijo, lo mínimo que exigiría de mí es su
recuperación, sin detenerme a pensar si la presión atmosférica es la correcta o si la
temporada de caza de patos está vigente”. Melissa siguió su diatriba en el corredor:
“Veo, General, que usted le ha aprendido a los políticos que cuando no tienen
respuestas utilizan el sarcasmo” él le contestó, entre los apretones de mano de la
despedida: “Yo prefiero que le pidan tesis profundas a los sociólogos, a los humanistas,
a los pedagogos, que organicen foros en la Universidad Nacional, si quieren, que
traigan catedráticos extranjeros, lo que yo no puedo permitir es que tanta conjetura
interrumpa mi trabajo. Los que tengan tiempo de mirarse el ombligo, pues que se lo
miren” dijo y salió, cuchilla en mano, para fumarse otro par de cigarrillos camino a su
casa.

Belarmiño fue interrogado sobre sus nexos con Saskia, pero no se sacó nada en
concreto, salvo que, mal que bien, estaba diciendo la verdad: no la había vuelto a ver y
decidió ocultar su rostro en las fotografías con recursos digitales porque le debía “una
fidelidad personal” según argumentó y nos pareció razonable dado que ella lo protegió
y le arregló la vida, a cambio de trabajos a destajo que nunca realizó a cabalidad, pero
que el pobre hombre resarció recogiéndole la ropa en la lavandería, polichando sus

462
maseratis y ahuyentándole a los indeseables que la buscaban para sacarle plata. La
cosa no era por ese lado, fue lo primero que se definió en la reunión que realizamos con
el objetivo de emprender su búsqueda y hablar con ella. Mi General Padrenuestro
insistía en que podría ser de suma utilidad tenerla de infiltrada en las filas del Comando
Machacán, tan cercana como se le veía al Crespo Carrascal en las fotografías.
Además, no olvidemos que fue en la Oseta donde se enteró que él era el mismísimo
José María Espinel, con quien compartió tragos –y quién sabe qué más– la noche en
que se conocieron en Panamá –¡vaya casualidad!– haciendo parte del concierto de
cuellos blancos que le propinaron el frustrado golpe de Estado a nuestro gobierno.

Hacía tres meses, unos submarinistas que buscaban el galeón Aberdeen que, en 1614,
los españoles le hundieron a los ingleses en su empeño por tomarse –por segunda
vez– la fortaleza de San Pedro de la Roca del Morro en la isla La Juana –hoy
Guantánamo– encontraron una tubería de oleoducto llena de cocaína. La Blue Kiev fue
identificada y la DBA, efectuando las investigaciones de rigor, descubrió la que fue
considerada, la forma más ingeniosa de meter droga a los Estados Unidos y así lo
publicaron los medios de comunicación a nivel mundial; razón por la cual Saskia,
después de perder hasta la blusa, no se atrevió a salir de su agujero. La perseguían los
carteles a los que les transportó la droga, los mellizos para ajustar cuentas y ahora los
Estados Unidos o eso pensaba ella, pues la información suministrada a nosotros por
las autoridades de la Florida sólo responsabilizaba al Ruso –cuyo nombre era Fiódor
Poporovich Golintsky– de tan aparatosa operación de narcotráfico. El expediente hacía
una somera descripción de su muerte y aseveraba que, según varios testigos, había
enterrado cofres llenos de monedas de oro debajo de un cocotero en Bocas de Ceniza;
se hablaba de una amante alemana –sin nombre– y se especulaba que el negocio fue
enteramente montado por la mafia ucraniana de Brighton Beach, desde el Estado de
Nueva York y que la cocaína era producida en el Caquetá, en las inmediaciones de lo
que fue Tranquilandia, uno de los enclaves cocaleros más importantes de Pablo
Escobar con diecinueve laboratorios y ocho pistas de aterrizaje, allanado y
desmontado por una fuerza conjunta transnacional para la que la Oseta prestó apoyo
logístico. En resumidas cuentas, a Saskia sólo la buscaban las autoridades de
Cundinamarca por enriquecimiento ilícito y eso era favorable, para ella, a menos de que
la DBA estuviera reteniendo información de carácter más inculpatorio. Con respecto,
entonces, a su situación ante nuestra justicia, mi General Padrenuestro tenía
suficientes argumentos para negociar con Saskia una rebaja sustancial de penas si le
ayudaba a servir de informante sobre las operaciones non sanctas del Crespo

463
Carrascal.

La operación de espionaje en San Juan de Rioseco se cerró porque al Presidente


Canallas le quedó muy fácil inferir que las grabaciones, que mi General Padrenuestro le
tiró en la cara, venían de su celular; a Andulima, entonces, no le quedó más remedio
que volver a Bogotá y nos encontramos, en la Bombonera, en una de las tertulias
vespertinas con Reina. Mi General Padrenuestro se alegró de verla y le contó que ya la
había recomendado para que tomara el curso de inteligencia militar y policial; ella, se
puso muy contenta con la noticia, preguntó por las niñas y dijo que pasaría a verlas; él,
sabía de nuestro distanciamiento, sin embargo, me imagino que se daba cuenta de la
falta que nos hacíamos: nos sugirió que pasáramos el fin de semana en Las Hamacas,
tendríamos el sábado para estar juntos y el domingo iría toda la familia. Andulima
respondió con un sí lánguido y lo que yo tuviera que decir, al respecto, no fue de su
interés. El sábado por la tarde la recogí y antes de saludar, dejó claro que se trataba,
sólo, de un paseo entre amigos. ¡Cómo era de hermosa Andulima y yo cómo era de
güevón! por tratarla a la ligera la estaba perdiendo; en Las Hamacas, sentados a la
mesa comiendo una picada de carnes y ensalada de papa, estábamos más lejos que
nunca; ella llevaba una camiseta que mostraba su cintura de mariposa y acentuaba sus
senos templados; con sus botas de tacón alto y bluyines ajustados, caminaba de un
lado a otro con desenfado; le había dado por fumar. Su timidez se había vuelto
imperceptible y yo, escondido detrás del uniforme, sentía las ramificaciones del amor
que se manifiestan a lo largo de la piel. La deseaba, ahí mismo, pero me encontraba
estático, como una piedra, imposibilitado para sacar del pecho mis más hondos
sentimientos o para tomarla por asalto, tumbarla en la cama y desnudarla a punta de
besos y caricias. “A las mujeres se les seduce hablando” decía Roxana y no se me
ocurría nada que pudiera interesarla a reanudar las conversaciones que nunca
concluimos; no tocó el vino, habló de sus experiencias en San Juan de Rioseco y sus
intensiones de trabajar para las fuerzas militares. “Por primera vez me sentí realmente
útil” dijo y me contó que la convivencia con Roxana y Quesada fue maravillosa porque
ninguno de los dos avasallaba al otro, ni se indilgaban culpas y se extendió sobre la
relación de ellos “lo único que hacen es amarse, ayudarse y alegrarse, cada día, de
seguir juntos y vivos; toman cada día como un milagro y siempre se les ven las ganas de
tener sexo, de pichar, de comerse entre ellos” yo sentí las indirectas, cada una como
una puñalada al corazón, pero ni así musité palabra. Es como si llevara bultos de
mierda a cuestas, le dedico tanto tiempo y esfuerzo a cargarlos que no me resta energía
para nada más; para empeorar las cosas, esa noche dormimos en la misma cama,

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como hermanitos; ella se quitó los bluyines, se dejó la camiseta que decía: “Tome
Cocacola” y se echó a dormir; yo salí del baño con mi piyama de cuadritos azules,
apagué la luz y me quedé mirando el techo o mejor dicho: el universo sin estrellas,
porque “¡jueputa, qué noche más oscura!” pensé. Nos conocíamos nuestras
respiraciones, a la media hora, era evidente que los dos seguíamos despiertos y
pasaron unos largos minutos, antes de ella decir: “Conocí a alguien”; prendí la luz “¿por
eso has estado tan comemierda conmigo?” pregunté, envalentonado, pues me
acababan de dar un argumento válido para molestarme y seguir con el círculo vicioso
de recriminaciones que nos incapacitaba para amarnos, como Roxana y Quesada o
como las parejas felices, distintas a la de uno. “¡Comemierda!” gritó ella “porque no
quiero hacer el amor contigo soy una comemierda?” se quitó los calzones y la camiseta,
abrió las piernas y siguió gritando: “Ven, culéame, salgamos de eso, pero no vaya a ser
que se te arrugue tu piyamita nueva”; pues, quién lo creyera, la rabia me hizo soltar el
par de bultos de mierda a los que mi subconsciente se aferra con desespero, hasta los
calzoncillos y las medias rompí, con manos y dientes, para terminar desnudo, frente a
ella; la penetré como en las películas porno, con rugidos como de rey de la selva, como
Tarzán a Jane, como recién salido de la cárcel. Ella se me pegó al cuerpo, sin soltarme,
asfixiándome con su lengua, amándome con ferocidad, sin tregua; entregamos todo,
quedaron en el piso las armaduras y los puñales, pasamos a la agresión de los labios y
de las babas “soy tuya, sólo tuya” me susurraba, en la medida en que el ritmo frenético
se fue convirtiendo en un oleaje calmo y reparador, en el nirvana íntimo de quienes
rechazan alternativas distintas a la de amarse.

Los Padrenuestro llegaron el domingo a la hora del desayuno; en el comedor auxiliar, al


lado de la cocina, los recibieron con tocino, huevos con crema, almojábanas y
chocolate caliente recién molido. “¿Dónde estarán Lugarte y Andulima?” preguntó con
curiosidad mi General Padrenuestro y Eulalia respondió: “No te preocupes, papá, están
en el cuarto de huéspedes, abrazados en la cama, desnudos” él se sonrió, con la
complicidad de Martina. Hacia el mediodía llegó la familia presidencial; mi General
Padrenuestro quería devolver las atenciones y ¿por qué no? conocer mejor a Melissa,
quien lo dejó intrigado; llegaron con sus vestidos de baño y Martina se alegró de ver a
Sebastián, uno de los nietos del Presidente Canallas, algo mayor que ella y como
estudiaban en el mismo colegio, se sentían en confianza; fueron los primeros en
meterse al agua, seguidos por los demás jóvenes. Uno a uno, los escoltas se sentaron
alrededor de la piscina y mi General Padrenuestro los mandó al parqueadero; “me
basto y me sobro para cuidarlos, a todos, yo solo” les gritó; eran de los hombres

465
entrenados, a escondidas en San Juan de Rioseco, por eso esperaron la aprobación
del Presidente de la República y se alejaron con tranquilidad. Cuando nos acercamos
con Andulima, las niñas se salieron del agua a saludarla, abrazarla y expresarle su
cariño “te vez divina y nos haces mucha falta” le repitieron. Cualquiera pensaría que se
trataba de unas niñas consentidas y antipáticas, de esas que critican a la gente y se
creen poseedoras de la verdad, pero no, las hijas de mi General Padrenuestro eran
unas niñas –mujercitas ya– en extremo amables y conscientes de la responsabilidad,
que el poder y la fortuna de su padre, les imponía de convertirse en personas útiles para
la sociedad y el país. “Oye, está muy lindo ese amigo tuyo” le comentó Andulima a
Martina y ella le respondió sonrojada: “No, nada que ver, es sólo un amigo del colegio, le
decimos Popeye porque es el único que se come las espinacas a la hora de almuerzo”,
“pues está muy lindo y se ve que te quiere mucho” dijo Andulima con picardía y Martina
la abrazó y le confesó, en secreto, que él le quería dar un beso; “qué rico” respondió ella
y Martina, ofuscada, se tapó la cara.

Melissa debía ser una mujer de cuarenta años, sus hijos eran los menores de la familia,
su marido era uno de los miembros más respetados de la Junta del Banco Estatal,
bastante mayor que ella –incluso mayor que mi General Padrenuestro– pero se
conservaba muy bien, montaba en bicicleta y jugaba al golf. Melissa era un espectáculo
en vestido de baño, llevaba un bikini ceñido, color naranja, que muchas mujeres
menores y sin hijos no hubieran sido capaces de ponerse; mojada se veía casi desnuda
y ella misma se encargaba –me dio la impresión– de que la hendidura de la vagina se le
notara lo más posible. “Mi estilo es ser sexy” había confesado para una revista de
modas que la puso de terceras en el ranking de las mujeres más bellas de
Cundinamarca; además era influyente, las pocas empresas nacionales que cotizaban
en la Bolsa de Nueva York no hacían un solo movimiento sin su consejo. Esa tarde en
las Hamacas, utilizó el trampolín de la piscina como una pasarela y después de
lanzarse al agua esperaba a salir por las escalerillas para ajustarse sus escasas
prendas. No me pareció –ni a Andulima tampoco– que tal despliegue feromónico
estuviera dirigido a mi General Padrenuestro; se trataba más bien de su personalidad
exhibicionista, de un comportamiento con el cual, sin duda, se apoderaba de los
entornos masculinos, herramienta que bastante le debía servir en su trabajo y en su
vida pública. En la privada –valga decirlo– de pronto no tanto, porque su marido parecía
uno de esos hombres que se encuentran en una etapa, de su recorrido vital, en la que
los placeres epidérmicos han pasado a un honroso tercer lugar, por debajo del club y los
negocios. A mí me parecía desatinado –por decir lo menos– que a mi General

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Padrenuestro le diera por arrebatarse con una mujer casada y tan mediática, pero ¡qué
raro! preferí no meterme. El día siguiente en la Oseta, me comentó que había notado
cierta incomodidad entre los miembros de la familia presidencial, pero no precisó sobre
qué podría tratarse; sobre Melissa no dijo nada, a pesar de que los vi conversando, al
caer la tarde, por los lados de las caballerizas.

De vuelta a Bogotá, Andulima me pidió que la dejara en la Bombonera; me expresó su


amor, pero volvió a adoptar una actitud lejana; “se trata de la persona que conociste
¿verdad?” pregunté y ella me contestó con evasivas, que quería que tuviéramos un
segundo noviazgo; frené en seco, dos cuadras antes de llegar y le dije: “Cuéntamelo
todo, tarde o temprano lo sabré” y eso no quedó muy bien dicho porque ella lo interpretó
como si yo la fuera a espiar –como en el pasado– o a utilizar los servicios de la Oseta
para hacerlo; estaba a punto de un enfado mayúsculo, pero la volví a besar, encendí el
carro, lo puse en marcha y le dije, en un acopio de madurez, que cuando estuviera
preparada me podía contar lo que fuera, que lo único que me importaba era no perderla.
Igual, me respondió a la defensiva: “Lo haces sonar como si te estuviera ocultando un
gran romance, como si hubiera pasado algo, entre él y yo, pero no es así; me hizo sentir
deseada y bonita, no más. Parte del problema, es que tú eres el único con quien me he
acostado y eso es una carga enorme para una mujer tan joven como yo”. “¡Ah,
entonces!” alcancé a musitar, pero me di cuenta de que era yo quien se estaba
enfureciendo, entonces volví a lo seguro: “Tómate tu tiempo, Andulima” le dije y
pregunté: “¿Entonces somos novios?”, “Te amo, te amo, te amo” repitió, varias veces,
me besó con ese escupis delicioso de ella y se bajó del carro. Cuando llegué a mi
apartamento, me esperaban Roxana y Quesada, la pareja estrella del amor; ellos
notaron mi sorpresa; “tenemos que hablar” me dijeron. Los hice pasar y les serví café y
galletas polvorosas; “Lugarte, el asunto es que Andulima conoció a alguien en San
Juan de Rioseco, se trata de Eduardo Espinel Ricaurte”. Roxana esperó mi reacción,
que fue demasiado lenta, por eso Quesada reviró: “¡Uno de los Espinel, güevón!” Traté
de hacerme el tarugo, como dicen los mexicans, pero era obvio lo que estaban
pensando, uno no trabaja al lado de dos personas, a las que quiere y admira, sin
conocer los móviles que los hacen reaccionar: el posible romance y mi posible
decepción, eran lo de menos, ellos tenían pensado infiltrar a Andulima en la zona de
despeje porque la alternativa de buscar, encontrar y convencer a Saskia de que lo
hiciera, tenía demasiados imponderables y era mejor no correr ese riesgo; ella
generaba desconfianza, por más de que mi General Padrenuestro quisiera volver “a
ponerle las manos encima” en el sentido verdaderamente literal de la expresión.

467
Roxana y Quesada revelaron que los servicios prestados por Andulima en el
encubrimiento de la operación y en el manejo de la información de las grabaciones del
celular del Presidente Canallas que, además de invaluables, fueron realizados con
método y con una habilidad innata para determinar las conversaciones importantes y
desechar las inservibles. Lo único certero –y en esas apreciaciones, es que se basa el
éxito del espionaje y la subsecuente infiltración de un informante– es que Eduardo
Espinel consideraba a Andulima sólo como el papel que ella había representado: el de
una mujer bonita, encargada de atender una tienda de papelería y miscelánea en San
Juan de Rioseco.

Entre semana, mi General Padrenuestro reservaba uno o dos días para almorzar en
alguno de los restaurantes de moda, de los que quedaban al norte de Bogotá y después
se iba para la Bombonera a retozar con su mulata y las amigas de ella, mientras Reina
arreglaba la mesa del comedor auxiliar con flores y cubiertos importados para ofrecerle
su chocolate santafereño a las cinco de la tarde y quedarse conversando con él hasta
por la noche. Por los corredores y los salones de espera, que cambiaron sus decorados
árabes por exquisiteces más internacionales, se sentía el olor de sus cigarrillos
Paquistán y se escuchaban los gruñidos de sus ejercicios amatorios y los chillidos de
las mujeres que se le medían a su rejoneo y a sus estocadas. Sucedió más de una vez
¡qué descaro! que, entre un agite y otro, llegaban a la Bombonera, las secretarias de la
Oseta y golpeaban a la puerta de su reservado, con papeles urgentes para firmar o con
recados del Presidente de la República. Siempre que podía, mi General Padrenuestro
iba conmigo, le seguía pareciendo importante que yo escuchara, durante las tertulias,
sus opiniones sobre todas las cosas –la mayoría de las cuales resultaron no ser
relevantes a este compendio, de retazos biográficos, hilvanados por la memoria– así
como tampoco quería que mi relación con Andulima se acabara, éramos su familia;
nunca lo expresó abiertamente, pero Celina sí lo hizo en varias ocasiones y él sentía
que honrar sus designios era una forma de capear los temporales del olvido. Es válido
señalar aquí que, aunque mi General Padrenuestro no tenía mayores aprehensiones
ante la eventualidad de quedarse solo, prefería estar acompañado, como los tiburones
que arrasan su entorno pero que se amañan con los pescaditos que se pegan a sus
aletas y a su cola. Cuin era el único que se fastidiaba, con nuestra presencia, pues
nuestras visitas empezaron a tener un efecto negativo en el costo-beneficio del
negocio: muchos clientes importantes –dirigentes, industriales, jueces y
parlamentarios– preferían no entrar a la Bombonera cuando veían a los escoltas de mi
General Padrenuestro en el parqueadero. Por otro lado, nunca entendimos, muy bien,

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por qué Reina sabía tanto sobre Saskia; supimos de su amistad y que ambas eran
mujeres con la afinidad de haberse labrado una fortuna, a pulso; tampoco era de
extrañar que la alemana recurriera, también, a las prostitutas para darle rienda suelta a
sus desafueros, pero, ahí, había, sin duda, una madeja que desenredar y mi General
Padrenuestro ponía el tema con bastante frecuencia. Reina pensaba, sin explayarse al
respecto, que su amiga era un mar de contradicciones, pero entendía las razones de su
alianza con El Crespo Carrascal: vivía perseguida por narcotraficantes-asesinos-
quiebrahuesos insatisfechos; se quedó sin plata o sin la suficiente, por lo menos, para
manipular su peligroso entorno, ni para rodearse de un ejército de mercenarios que la
protegieran; no tenía verdaderos amigos desde que los mellizos le voltearon la espalda
y tenía cuentas pendientes con la justicia. Pegarse al Crespo Carrascal le permitía a
Saskia estar tranquila, alejada de sus más inminentes amenazas. Fue mi General
Padrenuestro el que me hizo notar que, siempre que Reina hablaba de Saskia, escogía
sus palabras con cuidando, como evitando hablar más de la cuenta; curioso, porque
con los demás temas o sobre otras personas, era cizañera y excesiva en sus
comentarios.

Una de esas tardes, mi General Padrenuestro estaba intranquilo porque nos


informaron que aviones extraños estaban aterrizando en la zona de despeje y aunque
él fue quien más insistió en encontrar a Saskia, su búsqueda había sido infructuosa,
principalmente por la restringida capacidad de acción que teníamos en San Juan de
Rioseco, donde era lo más seguro que estuviera. Nos quedamos sin informantes, en la
zona, desde que se hizo imposible que Blas volviera; por eso, mandó llamar a Andulima
y en mi presencia le soltó, sin escrúpulo alguno, lo que estaba pensando: “Andulima,
siento mucho decirle que, a usted, le va a tocar saltarse el curso de instrucción de
inteligencia” dijo y ella se asustó, pensó que le estaban truncando su sueño. “Usted
sabe, Andulima” siguió hablándole de frente y mirándola a los ojos: “Lugarte me cuenta
todo y me hizo una infidencia suya porque la quiere y no desea verla en peligro” ella se
asustó aún más todavía y me miraba como diciéndome: “¿Qué hiciste?”, “Eduardo
Espinel Ricaurte, el hombre que quedó ilusionado con usted, allá, en San Juan de
Rioseco, cuando trabajó con Roxana y Quesada, es uno de los individuos más
peligrosos de Cundinamarca. Necesito que finja un romance con él y que nos sirva de
informante”. Mi General Padrenuestro no dijo nada más, su mulata lo estaba esperando
en el cuarto de siempre, con una chica nueva llegada de Silvania y yo me quedé
lidiando, en la cocina, con las emociones encontradas de Andulima quien, aunque vio la
oportunidad de entrar por la puerta grande a la vida de servicios patrios que le daban

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sentido a su vida, sintió que no estaba preparada para una misión que representaba
más un riesgo fatal que una aventura. Sus sentimientos, desatados, no eran nada
comparados con los de Reina, quien se sintió mareada y se fue a acostar; sentir que la
vida de Andulima podía estar en peligro la hizo redimensionar su vida: se dio cuenta que
existía, en su corazón, un sentimiento más grande y alentador que proferir la venganza,
mil veces planeada, contra mi General Padrenuestro y eso la descompuso, pues, a
esas alturas, no sabía sí apegarse al único motivo por el cual se mantuvo viva o si dejar
su pasado en el olvido, en razón a que sus prioridades cambiaron y a que el aprecio, por
el hombre que no merecía sino su escarmiento y odio, había dejado, hace mucho
tiempo, de ser fingido.

La revista Casanova dirigida –como su nombre lo indica– al género masculino, publicó


un artículo titulado: “El poder detrás de la Oseta” con fotos y sustanciosas, pero ficticias,
reseñas de mi General Padrenuestro, Quesada, Reyes, Blas, Roxana, Polanía y mías.
Las personas de confianza, del Ministro y Comandante, quedamos al descubierto; si
bien era cierto que los delincuentes nos tenían identificados, existía un velo secreto que
nos daba cierta flexibilidad de acción y éste se desvaneció por completo. El más
molesto fue Blas, quien siempre supo ocultarse y con mayor razón, durante esa etapa,
en la que tenía varios enemigos en San Juan de Rioseco que lo querían muerto,
además del Presidente de la República por haberle chuzado su teléfono celular. Reyes
fue el más indignado pues en su reseña decía que su romance con la cantante de
moda, Pili Vanilli, hacía parte de una operación encubierta para meterse en el ambiente
de los productores de conciertos, que tenían fama de drogadictos y pendencieros
distribuidores de cocaína. Mi General Padrenuestro nos prohibió desmentir tal
publicación y nos obligó a seguir guardando un bajo perfil, no quería que por salir a
reivindicar unas anécdotas, que más parecían chismes de cafetín, los medios de
comunicación siguieran metiendo la cabeza en el departamento de inteligencia y se
agravara la situación. Realizamos, sin embargo, algunas indagaciones y nos
enteramos de que los mismos periodistas estuvieron husmeando en la Bombonera;
pero Cuin, con ese olfato de hiena en celo, los sacó corriendo y no insistieron en volver,
pues descubrieron que el accionista mayoritario de la revista era uno de los clientes que
más frecuentaba el lugar. Teníamos otros agentes, por supuesto, pero de la entraña
misma de nuestro grupo sólo Andulima quedó a salvo de las miradas amarillistas y la
oportunidad, fortuita, de infiltrarla en el seno de la familia Espinel, no la podíamos dejar
pasar; ella entendió su responsabilidad y la asumió, a sabiendas de que pasar de ser
una muchacha de tímidos flirteos a una espía efectiva y útil, no era una transición fácil.

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Tampoco tuvo mucho tiempo de alimentar sus dudas porque, sin perder un segundo,
Roxana la enlistó en un entrenamiento intensivo: preparación física, manejo de armas,
informática, comunicaciones, logística y personalmente le enseñó –desde su bien
ganada experiencia– la manera de infiltrarse y los mecanismos básicos para conseguir
y pasar información sin ser detectada. Sin importar los sentimientos, Andulima debía
focalizar sus esfuerzos en acostarse con Eduardo Espinel, sobre eso no había ninguna
duda y le tocaría enamorarlo y hacerlo sentir como si ella fuera indispensable en su
contexto diario; eso era lo difícil de la misión: lograr la suficiente confianza para hacer
parte de sus rutinas y ser reconocida, en últimas, como un miembro valioso de la
familia. “Es un reto muy bravo” le repitió Roxana, como un martilleo, para que tuviera
mucho cuidado pero, al tiempo, la preparó como a un actor de cine que tiene la
oportunidad de representar el papel de su vida. Antes de que extrañaran demasiado su
ausencia, Andulima volvió a San Juan de Rioseco a hacerse cargo de La Perla, con la
pantalla de que sus hermanos –Roxana y Quesada– le dejaron el negocio; llegó con
dos supuestos primos, Mosca y Gutiérrez, expertos asesinos, agentes y
deshuesadores entrenados por Blas, ni más ni menos. El plan era esperar a que
Eduardo Espinel volviera a pasar por el local –buscarlo sería un error– y mientras tanto,
la Oseta le mandaba cajas con mercancía para vender en la papelería, mucha de la
cual era de dudosa demanda; podía poner los precios que quisiera, al fin y al cabo no
importaba que el negocio funcionara, como tal; sin embargo, no quería despertar ni las
más mínimas sospechas y mandó a Gutiérrez a Bogotá, para que averiguara los
precios de las cosas en una papelería de verdad. Lo que sí pidió, fue una fotocopiadora,
que era el servicio que más solicitaban los clientes, lo mismo que los implementos para
coser, en la parte de miscelánea, como hilos, agujas y telas de diversos estampados.
Andulima me llamaba a diario, pero cuando Roxana pasó a chequear sus avances –ella
era la responsable de la operación– le cambió el celular y la obligó a que no me llamara
sino en casos urgentes y por teléfonos públicos, pues no se podía dejar nada al azar;
las llamadas por el móvil debían ser estrictamente a Roxana –su hermana, la que le
dejó el negocio– y a nadie más de la Oseta. Podía –eso sí– llamar a sus amigas de la
Bombonera, a Reina, a su hermano y era bueno también que buscara amigos en la
zona para que no diera la impresión de estar aislada de la sociedad. “¡Me contaron que
andabas por aquí, hermosura!” exclamó Eduardo Espinel entrando a La Perla.
Andulima se sonrojó y lo saludó de mano: “¿Cómo le va, Eduardo?” y él se lanzó con
preguntas, que ella contestó con asertividad y coquetería. Le contó que estuvo de
vacaciones en Bogotá, en la casa de una mujer que era como su madre y que sus
hermanos le dejaron el negocio porque prefirieron vivir en Sopó, donde tienen un

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restaurante. También le reveló que seguía “solterita” intercambiaron los números de
celular y Eduardo se despidió clamando, mientras se dirigía a su carro: “Usted, mi
preciosa, lo que necesita es un príncipe”.

Los burdeles en Bogotá son como laberintos: salitas de espera para tomar trago con las
chicas antes de escoger a alguna y subir con ella –o ellas– a un reservado; es necesario
que estas salitas sean privadas porque los clientes, desde que se bajan del carro,
caminan afanados, timbran afanados, entran afanados y corren a esconderse donde
nadie más los pueda ver; no hay vistas panorámicas, todo son recovecos para
garantizar la máxima discreción. De la salita de espera, al reservado, se despliega un
sistema de señales, entre las chicas y los encargados, para que un cliente no se
encuentre con otro: se cierran puertas, se vigilan los corredores, se escuchan
expresiones como “despejado hall de entrada”, “escaleras libres” o “corredor
comprometido” parece un servicio proveído por agentes de contraespionaje. En el caso
de la Bombonera, Cuin era la persona a cargo de ese tejemaneje; sin embargo, a veces
la coordinación fallaba y algunos clientes –casados, generalmente– se fastidiaban con
encontrones desafortunados y no volvían o volvían con toda clase de condiciones y
advertencias. A mi General Padrenuestro lo tenía sin cuidado que lo vieran, incluso él
era de quienes saludaban a los conocidos; era impermeable a la doble moral de
quienes se acuestan con prostitutas porque le parecía normal que los hombres gozaran
de esa alternativa; “cuando uno va y orina en un baño público, no tiene que rendirle
cuentas al inodoro de la casa” decía. Una noche, la ducha del baño donde se
encontraba con su mulata se atascó, disparando agua hacia todos lados; mi General
Padrenuestro se amarró una toalla en la cintura y al salir en busca de otro baño se
encontró, de narices, con el marido de Melissa, quien dijo –sin que nadie le preguntara–
que estaba atendiendo a unos clientes, pero Reina le confirmó que el señor era un
cliente regular y que le gustaba que le metieran jugueticos por el ano, lo que “de
ninguna manera es un indicio de homosexualidad, sino que hay hombres que disfrutan
con la estimulación anal” se apresuró a explicar Reina, pero mi General Padrenuestro,
no entendía de esas sutilezas pueriles y preguntó, por molestar: “¿O sea que el tipo ve
un lápiz bien tajado y se excita?” Reina se rio con el comentario, pero en su fuero interno
se sintió incómoda al revelar las mañas sexuales de uno de sus clientes. Mi General
Padrenuestro sabía que había algún repentismo más mordaz, al respecto, pero como
no se le ocurrió lo único que hizo fue exclamar: “¡De cacorro a maricón sólo hay un
paso, créame, señora Reina!”

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Después del encontrón con su marido, mi General Padrenuestro volvió a pensar en
Melissa, no lograba sacársela de la cabeza; su personalidad arrolladora le quedó
rondando como por el estómago, sólo recordar su cuerpo al lado de la piscina y su
forma altanera de ser le producían un vacío, de deseo, arriba del ombligo, como una
úlcera abriéndose camino. Además, su marido debía ser un fiasco en la cama “con esa
mano de caprichitos culiprontos” pensó, ninguno de los cuales Melissa debía tener
interés en satisfacer y le pareció que, muy probablemente, ella no estaba recibiendo el
gozo que esas curvas suyas anhelaban. Siguiendo ese hilo de pensamiento, mi
General Padrenuestro se estaba preparando para cortejarla, a conciencia de que, por
ser una de esas mujeres que quieren lo que quieren y lo buscan salvando cualquier
impedimento, lo más probable es que tuviera un séquito de amantes desechables o
algún tinieblo nocturno al que amara con esa sinrazón en que los romances se fundan;
sin importar cuál fuera la situación, le entró la ventolera de verla y la citó en la Oseta con
la excusa de querer comprar acciones de la bolsa de Nueva York. Ella confirmó, pero no
apareció nunca; él le pidió, entonces, otra cita y llegó a la oficina de Melissa con media
hora de antelación; ella lo hizo esperar casi una hora y salió por fin, a la recepción, para
informarle que no lo podía atender, que lo sentía mucho, que hablara con su secretaria
para arreglar otro encuentro. Mi General Padrenuestro le pidió su número celular y ella
le contestó que le parecía demasiado prematuro entregárselo y con el presagio de esa
sola expresión “demasiado prematuro” y la sonrisa tan hermosa con que se lo dijo, mi
General Padrenuestro se aguantó como tres desplantes más hasta que, incapaz de
aguantarse unas ganas de ese tamaño; incurrió, incluso, en la niñería de masturbarse,
en el baño de su oficina, con las fotos que salían de ella en las revistas sociales; no
sirviendo, para nada, este recurso ¡tan a la mano! y llevado por sus instintos más bajos
allanó el edificio donde quedaba su firma de asesoría en inversiones. Habría podido
tomarse sólo el piso catorce, pero se inventó un operativo de trescientos hombres, con
la excusa de que estaban buscando a un delincuente de alta peligrosidad; a la media
hora asumió el control del perímetro, subió al bufete de asociados del que Melissa era la
presidente, entró a la sala de juntas donde estaba reunida con una veintena de
personas, las hizo salir, instaló una guardia de treinta soldados afuera y la violó: se sacó
la verga que ya no le cabía entre los pantalones, le tapó la boca, la alzó contra la pared
mientras ella le mordía la mano hasta hacérsela sangrar, mientras peleaba y gritaba
sordamente, con toda la fuerza de sus extremidades, clavándole las uñas en el cuello a
su agresor, quien procedió a arrancarle la ropa con su fuerza descomunal, la tiró hacia
atrás sobre la mesa de caoba roja traída de Madagascar, le escupió las tetas, se las
metió entre la boca y con los pezones entre los dientes la agarró de la cintura con

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ambas manos y la aprisionó contra él, recibiendo golpes en la cara y aruñazos en la
cabeza; la volteó, le amarró los brazos a la espalda con los calzones que le había
quitado y así, doblada, con las piernas colgando y las nalgas al aire, Melissa sintió los
embates de mil caballos turnándose para penetrarle su amplia vagina y dejarla llena de
un semen almidonoso y agrio que sintió hasta la garganta y en el culmen de esa
violencia, de esa barbarie no provocada, lo único que ella alcanzó a decir fue: “Ahora,
métamela por el culo, General” lo que revivió al instante la gruesa animalidad que le
reventó las entrañas, la hizo gritar como nunca lo había hecho y le arrancó de lo más
hondo de su ser, la represión de la carne a la que estuvo sometida por culpa de las
conveniencias sociales. Desde ese día se amaron a mordiscos, se desgarraron la piel
como bestias y se aniquilaron el cuerpo hasta dejarlo libre de los nudos que nos atan a
lo que no somos.

La capacidad de trabajo de Canallas Garrido era inmensa, pero se le iba demasiado


tiempo en protocolos de seguridad; cualquier persona era un enemigo potencial hasta
que no demostrara lo contrario: saludaba de mano a sus setenta escoltas antes de
subirse al carro y con frecuencia descartaba a alguno porque no le gustó su mirada o
porque lo vio mal afeitado; el más mínimo desliz era válido para prescindir de los
servicios de alguien y el temor a ser víctima de una traición o un intento de asesinato era
extensivo a las secretarias, a los cocineros, a quienes le pedían una cita y por supuesto,
a sus más cercanos colaboradores. “Yo no creo esa güevonada de que a los enemigos
hay que tenerlos cerca” vociferó, un día, que vio a un jardinero acercarse a la ventana
con un cuchillo para podar las rosas; el hombre fue inmovilizado de inmediato por la
Guardia de Corps y “desarmado” en el acto; al otro día se le informó al Presidente que la
empresa de jardinería fue reemplazada, por una menos peligrosa; se mostró aún más
molesto y a gritos preguntó que por qué, más bien, no habían quitado los rosales.
Aunque irracional a veces, su miedo no era una invención, dado el empeño de su
gobierno por mantener a ultranza una zona de despeje que sirvió para firmar la paz pero
que se convirtió en un remedio más grave que la enfermedad. Sin embargo el país
mejoró, el alarmismo constante y la cobardía intrínseca del Canallas se convirtieron en
el ímpetu para asegurar aún más las carreteras, las fronteras, los estadios y los
aeropuertos, entre otros, en franca concomitancia con mi General Padrenuestro y el
ejército quienes lograron lo inimaginable: que a los cundinamarqueses se nos quitara el
miedo. Llegaron, por consiguiente, más turistas, se multiplicó la inversión, se crearon
más ferias caballísticas y más reinados de belleza; pero la ilusión de paz y prosperidad
duró poco: subyacían –como siempre– los verdaderos problemas, como la

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desigualdad en la justicia, la falta de salud pública y los esfuerzos inútiles en educación,
entre otros, que fueron generando resentimientos, en nuestra sociedad, avivados por la
deslenguada imprudencia de los medios de comunicación que hicieron de un vaso de
limonada una amarga tormenta. En un debate televisado sobre la situación en San
Juan de Rioseco y ante la pregunta de si no consideraba apropiado que el ejército
retomara el control de la zona de despeje, el Presidente Canallas se salió de casillas
con su respuesta: “No somos nosotros quienes vamos a incumplir los acuerdos de paz.
Si es del caso ¡voy a llenar la región de minas quiebrapatas para que nadie se atreva a
entrar!” Los periodistas, sorprendidos con la gravedad de la afirmación, se quedaron
mudos; “y como no hay más preguntas, me largo de aquí” rugió, en caliente, el
Presidente de la República, se soltó el micrófono que le colgaron en la corbata y salió,
dando manotazos en el aire, del estudio de grabación.

Pese a la controversia, en la que medió la opinión pública calificada con su mala leche y
su sarcasmo, las encuestas de la semana siguiente demostraron que la imagen de
Víctor Canallas Garrido repuntó y que una mayoría apreciable de cundinamarqueses
sintió que, por fin, un primer mandatario se había puesto los pantalones; de ahí en
adelante se dio un fenómeno muy particular: en la medida en que el Presidente
Canallas mostraba una posición de fuerza, cualquiera que ésta fuera e
independientemente de contra quién fuera, el respaldo del pueblo aumentaba. Era
cierto, los analistas políticos revisaron las encuestas y constataron que se realizaron
con transparente metodología y loable precisión. La única explicación plausible era que
llevábamos –desde la dictadura de los años cincuenta– una seguidilla de presidentes
aguas tibias que actuaban sólo para caerle bien a la gente y que Cundinamarca vio con
buenos ojos el repentino cambio de actitud del gobierno por uno más decidido y
frentero. Mi General Padrenuestro permaneció neutral: “¡Entre más alto suba el
Canallas, más duro será el porrazo!” decía en privado y aunque, él mismo, era blanco
directo de muchos de los improperios de la nueva discursiva presidencial, se hizo a un
lado, pero terminó cometiendo un error garrafal llevado por la rabia –que es, en
definitiva, una mala consejera–. La comisión de ética del Concilio Parlamentario, lo citó
para que corrobora la destinación de una cuantiosa suma de dinero que se utilizó para
adquirir drones de vigilancia; mi General Padrenuestro iba tranquilo porque explicaría,
primero, lo que eran los drones –naves aéreas de vigilancia manejadas a control
remoto– y su utilidad en las labores de inteligencia militar y segundo, la importancia de
tener más de uno. Negaría lo obvio y es que los drones eran la forma más efectiva para
mantener custodiada la zona de despeje; nadie lo sacaría de un “¡no!” rotundo, a ese

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respecto; por eso se encontraba imperturbable, hasta antes de entrar al Capitolio
Nacional cuando le pidieron que se dejara requisar: “Es por la seguridad del
Presidente” le dijeron con timidez dos uniformados; le tomó dos segundos irritarse: “¡El
Presidente no está aquí!” exclamó mientras sacaba la cuchilla, el cigarrillo y el
encendedor; “mi General, son órdenes de más arriba”, “¿de dios?” preguntó mi General
Padrenuestro; “del Presidente, mi General, tiene miedo de que lo maten o algo así”
respondió el pobre subalterno, amilanado y sin imaginarse que el general con las
charreteras más brillantes de Cundinamarca montaría en cólera: “¡Si el Presidente no
está muerto es gracias a mí, soldado!” Tomó unas cortas y profundas bocanadas de su
mentolado, escupió en el piso y tratando de dominar la furia, se dejó requisar, pero
siguió gritando: “Y sepa, soldado, que no necesito estar armado. ¡Yo mismo podría
despescuezar al Canallas con una sola mano!” Esa frase mandó al traste los esfuerzos
por mantener la neutralidad; se demoró menos en pronunciarla que en salir por
televisión: los medios de comunicación la utilizaron para inventar una nueva
polarización de poderes entre civiles y militares, agravada por el Cardenal Carrillo
–entrevistado para avivar el cotarro– quien declaró delante de la prensa que “gracias a
dios la iglesia era el pegamento que mantenía a Cundinamarca unida” y ante la lluvia de
preguntas que se le vinieron encima, contestó que “la justicia divina también tiene sus
espías y sus armas, para luchar contra la mala ventura” y sofocado, frente a los
micrófonos increpándolo sobre la posibilidad de que él, también, tuviera un ejército
propio, el Cardenal Carrillo respondió: “Mi ejército son el arcángel Gabriel y su camarilla
de efebos alados y las armas son las de la buena voluntad” pero el daño estaba hecho.
¡Quién dijo miedo! Pasamos a ser un país tripolarizado –por llamarlo así– y nos
sumimos en un oscurantismo que atentó contra la democracia. Los poderes públicos se
sintieron amenazados, la gente salió a las calles a apoyar a uno de los tres bandos y por
obra y gracia de los medios de comunicación, los cundinamarqueses entramos en un
estado de guerra, sin precedentes desde el Bogotazo, como se le conoce a los días
posteriores al asesinato del líder político liberal, de raigambre popular, Jorge Eliécer
Gaitán, el 9 de abril de 1948.

El Segundo Bogotazo –así fue bautizada la conmoción de esos días– empezó en la


Universidad Nacional donde los estudiantes quemaron carros, lanzaron piedras contra
las instalaciones educativas y bombas molotov a los buses con pasajeros; la Plaza de
Bolívar se vio asaltada por encapuchados que gritaban consignas contra el gobierno,
contra la iglesia y contra los militares. El ejército estrenó los uniformes y el aparataje
antimotines que no se usaban, desde que se compraron, cuando se pensó que el golpe

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de Estado al Presidente Henríquez Arepuela pasaría a mayores; se sacaron a las calles
las tanquetas que disparaban agua y la retaliación militar indignó a la ciudadanía, al
punto de que por salir los cundinamarqueses a protestar, el país colapsó: los
transportadores dejaron de prestar el servicio, las oficinas públicas cerraron, los
almacenes tapiaron o soldaron las puertas y enrejaron las vitrinas para evitar el
vandalismo; lo mismo hicieron los bancos, los restaurantes, los supermercados, las
tiendas de abarrotes, las universidades y los centros comerciales. Los hospitales
expandieron, hasta donde se pudo, la prestación de las urgencias médicas y se vieron
ante la imperiosa situación de recibir a los heridos que fueran, así no tuvieran cobertura
de salud privada o por cuenta del Estado. Las cadenas noticiosas internacionales
apuntaron los ojos hacia Cundinamarca y en sus titulares no faltaron expresiones como
“guerra civil”, “amotinamientos fuera de control”, “polvorín”, “fratricidio”, “sublevación”,
“paro nacional”, etcétera; se habló de la intervención de mediadores internacionales,
incluido los Estados Unidos –cómo no– quienes detectaron la oportunidad de ser juez y
parte en la contienda y le ofrecieron a mi General Padrenuestro el armamento más
sofisticado, existente en sus arsenales, para contrarrestar las hostilidades. Mi General
Padrenuestro los mandó para la mierda, así dijo: “¡A la mierda los Estados Unidos, la
ropa sucia se lava en casa!” y reprendió por teléfono al Presidente Canallas por no
ofrecer una solución, cuando, a falta de una mejor, salió por televisión a decir que
acababa de crear otro día feriado en el calendario nacional dedicado a la Santísima
Trinidad, a realizarse el martes siguiente –estábamos en viernes–. Esas eran las
buenas noticias; las malas noticias eran que ese día –dedicado al misterio de un hijo, un
padre y un espíritu santo, pero un solo dios verdadero; que era lo mismo que decir una
presidencia, un ejército y una iglesia, pero una sola Cundinamarca inseparable– habría
toque de queda total: durante veinticuatro horas sólo podrían salir a la calle las fuerzas
militares; los civiles fuera de sus casas serían arrestados y los delincuentes atrapados
en el desarrollo de una acción ilícita serían inmovilizados con descargas eléctricas o
balas de goma y en el caso de ofrecer resistencia podrían ser dados de baja. Cinco
minutos después de la alocución presidencial que anunció la medida, el Canallas se
comunicó con mi General Padrenuestro para decirle: “la pelota está en su cancha
General, si no pacificamos este país para el próximo martes, ¡que dios se apiade de
nosotros!” La reacción de la ciudadanía fue contraria a las amenazas de nuestro
Presidente y Cundinamarca entera se preparó para salir ese día a la calle, vestir
camisetas blancas y protestar contra la desesperada situación; “Caminata por la
Reconciliación” la llamaron y la idea era tomarse las vías principales de todas las
ciudades. Mi General Padrenuestro habría visto con buenos ojos la manifestación e

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incluso la habría apoyado, de no ser porque la subversión aprovecharía el papayazo
para desestabilizar el país, con una avanzada delictiva –sin precedentes– que le diera
la oportunidad de amedrentar a la sociedad civil y así devolvernos el miedo que
teníamos antes, cuando los presidentes eran asustadizos y cedían, fácilmente a las
demandas de la guerrilla, del narcotráfico y del paramilitarismo.

Disponíamos de un fin de semana para preparar nuestra estrategia de defensa; era


imperativo lograr que la gente, la común y corriente, no saliera a la calle y que la
delincuencia se quedara sin carne de cañón para cometer actos terroristas y sin motivo
para enfrentar la fuerza pública; para el efecto, mi General Padrenuestro utilizó los
servicios de una compañía cinematográfica. Producciones Cine Chitá, domiciliada en
Bogotá, se hizo cargo de la difícil encomienda de filmar, en tres días, diez homicidios,
tres masacres de más de veinte personas cada una, tres violaciones a dos muchachas
menores de edad y a una tendera de por los lados de Carmen de Carupa, ocho atracos
y catorce incendios a almacenes, albergues y puestos de chance, todos ficticios –por
supuesto–. Se utilizó sangre de verdad donada por soldados voluntarios, pues los
hospitales –no les faltaba razón– se negaron a colaborar dada la nefasta situación que
estábamos viviendo y –sobra decir– la sangre ficticia sólo se ve bien en Hollywood. Los
productores buscaron locaciones urbanas y rurales discretas o que se pudieran aislar
para evitar curiosos y posibles infiltrados; trajeron, en secreto, ciento cincuenta actores
y extras del Ecuador en aviones que aterrizaban en el sigilo de la noche y en
helicópteros que los dejaban en las escenografías de los crímenes: unos hacían de
malos, otros de buenos, se improvisaron gritos de terror y una que otra frase de cajón,
para terminar –de acuerdo a guiones bastante improvisados– muertos a retorcijones
frente a sus familias ahogadas de dolor y desesperanza. Se les pagó con dólares en
efectivo y de inmediato, fueron devueltos a su lugar de origen. “Ni Tarantino hubiera
logrado unas escenas tan sangrientas y dolorosas” comentó Reyes cuanto vimos las
secuencias finalizadas el lunes por la tarde, en uno de los comedores de la Oseta. En
alocución televisada y radial esa misma noche, mi General Padrenuestro le informó a
los cundinamarqueses: “¡Estamos en Estado de Sitio!” y rogó a los televidentes
respetar el toque de queda que sería impuesto desde las doce de la noche. “La
oportunidad de una manifestación pacífica ya pasó” y repitió varias veces que los
sediciosos, de todas las pelambres, no tenían otro objetivo que el de hacerle daño a los
civiles; les pidió tener confianza en las fuerzas armadas y por último soltó la frase:
“Tengan en cuenta que en río revuelto, ganancia de delincuentes” y después de una
pausa remató con una advertencia que acentuó el dramatismo de la situación, cuya

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intención fue meramente estratégica: “Hemos repartido al Ejército Nacional a lo largo y
ancho de nuestro país para garantizar que el Día de la Santísima Trinidad transcurra en
paz. Nuestro objetivo es el de ejercer control militar absoluto de los territorios, salvo San
Juan de Rioseco, donde tenemos prohibido entrar. El toque de queda será de
veinticuatro horas pero el Estado de Sitio durará hasta que se normalice la situación de
nuestra amada Cundinamarca y que dios y la patria nos protejan”. Su intervención duró
cinco minutos y fue transmitida por los canales nacionales y las grandes cadenas
noticiosas internacionales la replicaron, casi al instante. Se trataba, básicamente, de
una acción golpista pues el Estado de Sitio no podía ser declarado de forma unilateral
sin la confirmación del Presidente de la República; mi General Padrenuestro pensó que
el Canallas pasaría la noche rodeado de sus juristas de confianza analizando la
situación y que saldría por televisión a desmentir a su Ministro de Guerra, Defensa e
Inteligencia y Comandante Militar de las Fuerzas Terrestres, Aéreas y Marítimas de la
Nación, pero ninguna de las dos cosas sucedió: se debió dar cuenta de que ese era un
pulso que, mediado por la opinión pública, no podía ganar y se quedó callado. Tal
reacción preocupó mucho a mi General Padrenuestro porque lo confundió: no sabía si
el Presidente le descubrió la jugada y como un buen ajedrecista, lo dejó estar a la
ofensiva o si, como un Fisher o un Karpov, tenía una visión estratégica del tablero y
tenía calculados todos los movimientos posibles. Sea como fuere, no había vuelta
atrás; mi General Padrenuestro fue al baño, se abrió la bragueta y orinó en el piso, dejó
que el líquido llegara al sifón, sacó un par de monedas del bolsillo y las lanzó al río
amarillento salido de sus entrañas, diciendo en voz baja: “la jalea harta es” –que era su
forma, bastante parroquial, de decir, como Julio César cruzando el Rubicón, que la
suerte estaba echada–.

Mi General Padrenuestro no durmió, se pasó la noche con la lengua entre las nalgas
abiertas de Melissa y forzando sus orificios –como a ella le gustaba– sin descanso,
hasta terminar retozando entre el espesor de sus cuerpos. Con los primeros rayos del
sol, los medios de comunicación recibieron las imágenes de video filmadas durante el
fin de semana y las transmitieron –de acuerdo con lo previsto– como si estuvieran
sucediendo en vivo: las atrocidades de la delincuencia contra la sociedad civil
exacerbaron el miedo y aunque, para muchos noticieros –y así lo manifestaron– fue
evidente que se trataba de un montaje –la luminotecnia era demasiado cinematográfica
y los mismos actores aparecieron muertos en distintas secuencias– se logró el
cometido de que nadie, en su sano juicio, se arriesgara a salir a la calle y que hasta los
posibles infractores, criminales y terroristas permanecieran escondidos. Los actos

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delictivos fueron escasos; el personal de los hospitales y los periodistas,
principalmente, que portaban sus salvoconductos a la vista, se movilizaron a sus
anchas por la ciudad y la gente, desde sus casas y por la redes sociales de internet,
alabó con feliz orgullo a mi General Padrenuestro, con el agravante de que la
multiplicidad de voces que se alzaron en Cundinamarca fueron convergiendo en una
sola: “¡Abajo el Canallas, arriba el General Padrenuestro!” A las cuatro de la tarde, en un
asomo de torpe y rabiosa osadía –porque hubiera podido izar, él mismo, las banderas
del triunfo de la jornada y nadie le iba a quitar ese derecho– el Presidente de la
República agradeció el ánimo pacífico de los ciudadanos y acto seguido, pidió el
arresto pacífico de mi General Padrenuestro: explicó que su Ministro había declarado
un Estado de Sitio sin preguntarle a él y que tal desacato era intolerable. “Mi deber es
proteger la potestad que el pueblo me entregó en las urnas y mi voluntad ha sido
soslayada, en breves minutos parto para San Juan de Rioseco, mi pueblo, que será
proclamado mañana: Capital de la República y desde donde despacharé, hasta que el
General Padrenuestro renuncie a sus fueros y le devuelva a nuestro país la democracia
que nos ha quitado. Le reitero mi fidelidad al pueblo cundinamarqués y le encomiendo a
dios mi destino y el de mis compatriotas”. Con estas palabras se despidió y dos horas
después, los medios de comunicación lo mostraron entrando a su finca donde, uno a
uno, fueron llegando su familia y los otros ministros, salvo Melissa quien permaneció en
la Oseta apoyando al único hombre merecedor de su amor y por quien estaba
dispuesta a entregar su vida, si fuera necesario.

“¡Este Canallas es mucho güevón! ¿Cómo se le ocurre entregarme el país en bandeja


de plata? ¿Quién se cree que soy: un oportunista?” fue lo único que dijo mi General
Padrenuestro y nos citó en la Oseta. Durmió un rato abrazado a Melissa y pensó en
decirle algo así como: “Mi amor por ti es más fuerte que cualquier encrucijada histórica”
pero le pareció tan cursi –tan telenovelesco– que a duras penas musitó: “Te amo”. Nos
reunimos hasta la medianoche, mientras los medios de comunicación esperaban que
Aquiles Padrenuestro Chacón llegara a la Quinta de Nariño y formalizara, con un
valiente discurso, su toma de poder, pero esto no sucedió, ni sucedería, simple y
sencillamente porque nunca fueron, esas, sus intenciones. La situación ni siquiera se le
presentó como un dilema que lo hiciera dudar de sus principios; sus reflexiones en voz
alta, frente a nosotros, mientras cortaba y se fumaba un mentolado tras otro, fueron de
otra índole; sus dudas eran otras, las identificó y a cada una le aplicó un correctivo
posible, aunque, a la postre, el resultado fuera distinto a como lo imaginamos esa
noche.

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Hoy pienso que mi General Padrenuestro era un atador de cabos: cualquiera que veía
suelto no descansaba hasta entenderlo, darle su justa dimensión e incorporarlo al tejido
de las circunstancias y fue con base en ese mecanismo –aprendido por ensayo y error
durante su vida– que se desarrollaron los hechos que salvaron a Cundinamarca de la
catástrofe. Es importante revelar, en este punto, que mi General Padrenuestro nunca
movió los ejércitos alrededor de San Juan de Rioseco; no quería dejar de vigilar a los
machacanes, no quería aflojar el cerco porque estaba seguro que harían alguna
estupidez, como salir del perímetro asignado donde podíamos –según los acuerdos de
paz– arrestar a quienes, a la fecha, no estuvieran reinsertados a la vida civil. “El
Presidente Canallas no sólo me está entregando el poder para que la comunidad
internacional me señale, me saque del país y me juzgue, como a tantos otros
dictadores, sino que, también, me está invitando a invadir la zona de despeje para tener
la prueba reina de mi insubordinación” nos dijo, se quedó pensativo un rato largo,
dando bocanadas a su Paquistán y finalmente, gritó golpeando la mesa: “¡Pues el muy
hijueputa no me conoce!” Miró a Melissa como disculpándose –al fin y al cabo se
trataba de su padre– y asignó, con método, cada una de las acciones a seguir:
Quesada salió, de inmediato, a dirigir los ejércitos que vigilaban las fronteras de San
Juan de Rioseco –como venía haciendo– con la orden perentoria de no realizar
ninguna clase de ataque sino de arrestar a quienes trataran de huir; Reyes se inventó,
sobre la marcha, un concierto de Pili Vanilli en Ciudad de Panamá y la acompañó, con el
objetivo de averiguar lo que nunca supimos a cabalidad sobre El Crespo Carrascal;
Roxana diría que a mi General Padrenuestro lo enloqueció el poder y tomó una lancha
rápida por el Orinoco para buscar al Comandante Zamorano en Barinas Apure y pedirle
protección, ganar su confianza –o retomarla– y averiguar quiénes eran, en realidad, los
hermanos Espinel; Blas, arriesgando su vida –pues había quedado como un traidor
dentro de la zona de despeje– tenía la misión de buscar a Saskia en San Juan de
Rioseco, sacarle hasta el último pedazo de información que tuviera y coaccionarla para
que nos sirviera de informante “esa vieja malparida no ha hecho sino jugarme sucio,
Blas, recurra a todas las porquerías que usted sabe hacer” le dijo mi General
Padrenuestro antes de verlo partir. “¿Y usted, Lugarte, no creerá que mis reuniones con
Reina, su suegrita, eran de pura cortesía?” yo sentí un inesperado baldado de agua fría
“esa señora es más lo que oculta que lo que dice” puntualizó y viendo mi cara de
perplejidad exclamó: “¡Deje de ser tan marica, Lugarte, esa señora sabe más de la
cuenta sobre Saskia; hágala hablar y comuníquese con Blas”. En una especie de sopor
incrédulo, sentí que mi General Padrenuestro era un total desconocido y hubiera
podido sentirme ofendido o muy confundido, pero yo era, ya, uno de los herederos de

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su obsesión por los altos designios del deber, que es lo que justifica, hoy, mis
interminables tardes de lluvia alejado de Andulima.

Al día siguiente, miércoles, el orden público había mejorado, pero el ánimo de los
cundinamarqueses seguía siendo de incertidumbre; la gente, por inercia, salió a
trabajar, pero atemorizada; satanizado el Presidente Canallas y endiosado mi General
Padrenuestro, la sensación seguía siendo de inestabilidad pero el miedo detuvo las
protestas: una cosa era ejercer el derecho –intrínseco y constitucional– a disentir y otra,
muy distinta, estar al borde de una guerra. Cundinamarca reaccionó y tuvimos una
prueba positiva de la índole democrática de nuestro país pues, ante el impropio
comportamiento de nuestro primer mandatario, el pueblo retomó las riendas habituales
de la vida e hizo lo que pudo por normalizar la situación. El mayor indicio de esta férrea
voluntad fue el de mandar a los hijos al colegio, el día entero se constituyó en un acto de
valor civil: se abrieron las oficinas, se barrieron los andenes y los buses –polichados y
brillantes– salieron a recorrer sus rutas desde temprano. Hubo algunas protestas, claro
está, pero sin conatos de asonada ni abuso por parte de los manifestantes; los
noticieros le dieron la palabra a la población y desde la Plaza de Bolívar hasta las plazas
principales de la mayoría de los municipios, los cundinamarqueses le pidieron a mi
General Padrenuestro que se hiciera cargo del poder constitucional. Su mutismo fue
absoluto, los periodistas lo asediaron como nunca antes y fue Melissa quien salió a
defenderlo: “Mal podría el General Padrenuestro contradecir la decisión de las
mayorías que votaron en las últimas elecciones”; las especulaciones no se hicieron
esperar, corrió el runrún de que, en breve, se llamaría a elecciones extraordinarias,
pero Melissa, también públicamente, desmintió tal rumor diciendo que, sin importar el
lugar desde donde realizara sus labores, había un Presidente de la República en
ejercicio y que, por lo tanto, poco o nada tenía que cambiar. El problema es que, estas
palabras, en boca de la hija del Presidente Canallas tenían muy poca credibilidad,
sumado al hecho de que mi General Padrenuestro nunca formalizó, ni respaldó, su
vocería. Sin embargo, la opinión pública, más calificada, en la prensa, la radio y la
televisión expresó, desde sus tribunas locales hasta los salones y corredores
entapetados de la ONU, lo mismo: que lo que estaba sucediendo en Cundinamarca no
era un golpe de Estado, pese a que los críticos más punzantes señalaron que “el
General Padrenuestro no necesita de más investiduras para gobernar a sus anchas”.

El Presidente Canallas se inventó que la figura político-administrativa-militar del Estado


de Sitio, instaurada unilateralmente por mi General Padrenuestro, le permitía –sin

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consultar ni pedir aprobación alguna al Concilio Parlamentario– declarar a San Juan de
Rioseco como Capital de la República y así lo hizo. El revuelo mediático fue de magnas
proporciones y el Presidente de Francia salió a decir, en tono sarcástico: “Bueno, a mí
también me gustaría gobernar desde la Costa Azul”. En el ámbito internacional el
asunto se tomó como una particularidad, más, de un país subdesarrollado y se trajeron
a colación otros ejemplos que poco tenían que ver con lo nuestro pero que cumplieron
el cometido de las grandes potencias: seguir trivializando la realidad del tercer mundo.
Incluso, un gobernante de una nación –de las tantas que ahora quedan en Eurasia del
Norte– que tenía fama de reunir a sus ministros en un jacuzzi, exclamó: “¡Eso no
sucede sino por allá, en las repúblicas bananeras!” En fin, no éramos –ni somos– un
país que, en el contexto de la globalización, sea tomado en serio; sin embargo, dimos
de qué hablar y pasamos de ser la patria de la cocaína a la que tiene dos capitales de la
República; no fue –para nada– un mal negocio. Los esfuerzos de Quesada por atrapar
delincuentes no amnistiados –no reinsertados a la vida civil– estaban fracasando; los
retenes en las principales vías de acceso y en los caminos veredales más utilizados
hacia San Juan de Rioseco estaban –ante la confusión– atestados tanto de ida como
de vuelta, como si la gente tratara de adivinar cuál de los bandos terminaría cediendo
ante el otro, por lo que muchos optaron por tener un pie en Bogotá y otro en la zona de
despeje –que de despejada no tenía nada y así se lo reportó Quesada a mi General
Padrenuestro después de informarle que pululaban mercenarios armados y
uniformados con insignias del Comando Machacán por todos lados–. Con evidente
agobio, Quesada exclamó: “¡Esto, mi General, parece como otro país!” y fue ahí, en ese
instante, que mi General Padrenuestro encendió las alarmas y exclamó con rabia:
“¡Otro país, eso es lo que quieren estos hijueputas!” De inmediato pidió que lo
comunicaran con Roxana, quien llevaba tres celulares desechables entre su morral
para reaccionar ante cualquier eventualidad, lo que le permitía hacer o recibir una
llamada de urgencia, por cada uno y deshacerse después del aparato; estaba llegando,
por el río Orinoco, al Puente de Angostura y contestó la llamada sin delatar la identidad
de quien le timbró; al otro lado, mi General Padrenuestro ordenó: “Roxana, cambio de
planes” y le explicó que no necesitaba buscar asilo, ni maldecir contra él, ni inventar que
se había escapado de sus garras. “Dígale al Comandante Zamorano que usted va de
mi parte a interrogar al Avión Espinel; yo lo llamo enseguida y le cobro el favor que me
debe” colgó, echó el asiento para atrás y los técnicos de la Oseta le pasaron, por la línea
que encripta las voces, la llamada a Barinas Apure. Sentada en el sofá, frente al
escritorio de mi General Padrenuestro, a Melissa le pareció excitante echarle seguro a
la puerta, abrirse la blusa, bajarse los bluyines y los calzones y acariciarse su

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enrojecido clítoris mientras, él, hablaba con el Comandante Zamorano. Mi General
Padrenuestro trató de darle a la conversación la misma cadencia con la que ella se
masturbaba, se manoseaba las tetas y se apretaba la punta de los pezones y pensó en
la posibilidad –no tan remota– de que su interlocutor estuviera en las mismas. Le habló
–sosteniendo el auricular con una mano y abriéndose el pantalón con la otra– y le
manifestó que, efectivamente, se trataba de momentos aciagos, que necesitaba de su
ayuda y que Roxana no demoraría en llegar a Ciudad Barinas. Cruzaron dos o tres
palabras de viejos amigos y a la pregunta del Comandante “¿cómo va la vida?” mi
General Padrenuestro contestó: “No me puedo quejar, aquí tengo a una hembrita
mostrándome el coño” y ambos colgaron, entre risas de complicidad.

Melissa no era una mujer a la que le gustara pasar desapercibida y si todavía no había
desarrollado, a cabalidad, su papel protagónico como “la segunda primera dama” –por
decirlo de alguna manera– era porque el reencuentro con su sexualidad le ocupaba un
porcentaje importante de su mente; desde su precoz adolescencia hasta el día en que
se casó por conveniencia “con una persona digna y de estatus capitalino” como lo
mencionaba su padre, no le había dedicado tanto tiempo a los regocijos de su cuerpo.
Para mi General Padrenuestro –tratándose de sexo– nada de lo que ella hiciera estaba
fuera de lugar; de día o de noche, por estrafalaria que pareciera, cualquier avanzada
era bienvenida, si se trataba de saciar las ganas que ambos tenían por compenetrarse
en el otro. Siempre que se quedaban solos en el carro o en la oficina, Melissa se quitaba
los calzones y los metía entre su cartera como diciendo: “Aquí está tu chochita, tu
arepita al aire, para cuando te la quieras comer”. Muchas veces se los quitaba antes de
entrar a una reunión y se sentaba en un ángulo específico, estudiado, para que él le
pudiera mirar su entrepierna afeitadita y su labia vertical que le colgaba, un poquito y
cuya humedad, él, percibía en el ambiente, entre más corta fuera la distancia entre los
dos. Mi General Padrenuestro alcanzaba, incluso, a oler el almizcle que se salía por el
quiebre abierto de las falditas cortas y los escasos vestiditos que le dio por ponerse
para poder desnudarse, sin demora. No pasaba un solo minuto del día en que ella no
quisiera tener el sexo de su amante metido entre sus muslos; llegó al extremo de irse
detrás cuando él iba al baño, para sostenerle el miembro mientras orinaba o para verlo
cagar mientras se masturbaban juntos. Esa misma semana, un escuadrón de asalto
recibía instrucciones de mi General Padrenuestro; su misión era la de apoyar a las
tropas de Quesada en una emboscada nocturna al campamento donde,
presuntamente, se encontraba El Crespo Carrascal y que quedaba en la zona de
despeje pero, justo, al borde de la frontera como para alegar –si fuera el caso– un error

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de cálculo admisible. Asistió con Melissa a la izada de bandera y al cambio de guardia
en el patio del Batallón Aguirre; frente a ellos, doscientos cincuenta hombres les daban
el saludo militar. Él le preguntó en voz baja a Melissa si quería que se la culearan todos
esos hombres al tiempo y ella le siguió el cuento: “¿Cuántos son, cien, doscientos?”
preguntó e imaginó al batallón completo con sus pantalones abajo, haciendo fila,
esperando turno para mancillarla, para horadarle su sexo de par en par; pensó que
podría suceder ahí mismo, con la falda corta de su sastre marrón subida hasta la
cintura, las tetas hinchadas al sol y la cabeza recostada contra el asta de la bandera de
Cundinamarca que, igual, se la podrían meter una vez saciado hasta el último soldado;
sintió un hilo de humedad correrle por la pierna hacia la pantorrilla pero entendió que,
de agacharse a detenerlo con la yema de los dedos, habría podido causar una
conmoción apocalíptica; no importa, en pocos minutos no se notaría, el calor espeso
auguraba una lluvia torrencial. Los hombres de Quesada entraron, antes del amanecer
del día siguiente, por Cambao, a la zona de despeje y atraparon, en una casa de
campo, a cinco machacanes que estaban contando una cantidad inmensa de dólares.
No encontraron rastros de ningún cabecilla, pero, sí, una putica de cuatro pesos que
dejaron ahí tirada –según dice el reporte– y armas a granel, explosivos, computadores
y propaganda: “San Juan de Rioseco libre: libre de crimen, libre de policías y militares,
libre de todo mal” se leía en la mayoría de líbelos, calcomanías y pancartas ocultos
entre cipote arsenal. “El comemierdismo histórico” al que se refería mi General
Padrenuestro cuando se las daba de politólogo y filósofo, para expresar, en voz alta y
levantando la ceja derecha, su frase favorita: “¡Si la Monalisa tuviera culo, su hueco
sería el centro del mundo!”

El Comandante Zamorano estuvo galante con Roxana, la llenó de frases hermosas,


como: “Tiene usted el brillo de la madrugada, bella dama” o “está usted como la fruta
recién caída del árbol”; las insinuaciones sexuales vendrían después, Roxana lo sabía
y pasara lo que pasara estaba dispuesta a disfrutarlo; “a una no la tratan como a una
reina muy a menudo” pensó, ante tal eventualidad. Su relación con Quesada estaba a
salvo pues la infidelidad no era achacable tratándose del cumplimiento de sus
funciones militares o de inteligencia. La buena noticia, para ella, fue que le asignaron el
penthouse más suntuoso de Ciudad Barinas y la mala, que iba a pasar los días que
fueran necesarios en la cárcel, pues la encerrarían en la celda contigua al Avión
Espinel. Al Comandante se le ocurrió que teniendo en cuenta la imposibilidad de haber
cedido a interrogatorios anteriores, en los que fracasaron diversas técnicas de tortura,
era mejor intentar otro tipo de acercamiento, más íntimo o amistoso, que pudiera arrojar

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información más certera. El operativo se puso en marcha; al otro día un ala de la cárcel
de mujeres se incendió y hubo que trasladar a las reclusas a otras penitenciarías del
país. Menuda sorpresa la que se llevaron los hombres del pabellón catorce de la Cárcel
de Sabaneta, en el Zulia, cuando vieron llegar a las mujeres con la excusa de que “será,
sólo, por unos días”; por supuesto que ninguno se puso bravo, lo que no sabían era que
se trataba de agentes destacadas de la fuerza pública y potencialmente más peligrosas
que ellos. La consigna era nunca permanecer solas; se movían en grupos y el primer
día, no más, cortaron a más de cuatro tipos y le patearon los testículos a otros tantos.
“Nos trajeron una ráfaga de mapaneras” fue el comentario general de los hombres y a
los pocos que quisieron acercarse les tocó a las buenas, con alguna clase de modales,
porque además –sin que necesitaran mayores argumentos– los guardias del penal las
defendían. El Avión era un hombre culto, distante, tenía ocultos varios teléfonos
celulares; era notorio que, desde su encierro, seguía pendiente de la chamba, del
trabajo, cualquiera que éste fuera; se comunicaba bastante con su familia y sus
amigos, pero cuando contestaba el único teléfono que siempre llevaba consigo,
pegado a la espalda, se le notaba la tensión y su esfuerzo por alejarse o por hablar en
clave, como si pesara sobre él una amenaza universal, una espada de Damocles. A
veces parecía como si estuviera en la cárcel por voluntad propia, porque hasta el
director del centro penitenciario le rendía cuentas de los antecedentes de cada reo que
entraba o salía, delitos cometidos, bandas a las que pertenecía, valoración de su
peligrosidad y posibles nexos con el partido Zamorano, no fuera a ser que les infiltraran
a un enemigo. Pero en el caso de las mujeres que llegaron de improviso, ni siquiera él
tuvo precauciones suficientes porque, pese a su presencia de hombre duro y
calculador, tener tetas, cinturas y piernas depiladas, alrededor, era un favor de dios que
no se ponía en discusión; podían ser asesinas despiadadas o portadoras de
enfermedades incurables, a nadie le importó y pronto todos los hombres de ese
peladero de roedores dejaron de afilarse el diente y descuidaron el instinto de la
supervivencia por el de la complacencia carnal, lo cual –valga aclarar– sólo sucede en
la raza humana; ningún otro animal es tan pendejo. Bastó una semana para que se
notara el cambio: las cuchillas de afeitar se agotaron en el repositorio de suministros,
entraron de contrabando colonias y jabones aromáticos y disminuyeron las peleas
entre los reos; la enfermería recibió heridas del corazón pero no producidas por armas
cortopunzantes sino por los vapuleos del sentimiento; incluso proliferaron los
encuentros homosexuales “por el alto contenido de feromonas en las moléculas del
aire” según dictaminó el internista que pasaba dos o tres veces a la semana –según las
urgencias médicas del penal– y que previno a Roxana ante la posibilidad de que los

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semáforos de El Avión pasaran de fucsia a verde limón.

El The Channel Between my Legs Tour se presentó una noche en Colón y dos noches
en Ciudad de Panamá; Pili Vanilli no estaba muy contenta con el asunto de involucrar su
carrera artística con los aparatosos operativos de la Oseta pero es que, la verdad,
estaba muy enamorada de Reyes y en esos términos lo expresó en su última
composición titulada: “I'm truly in love with my King” primera canción de su repertorio en
inglés y que lanzó con el ánimo de abrirse paso en el mercado disquero de los Estados
Unidos. Las pistas entregadas por la Oseta eran muy pocas, Panamá era un cabo
suelto y además deshilachado. Malapata mencionó antes de su muerte, antes de que le
pegaran un tiro de gracia sin torturarlo, que para dar con los Espinel tocaba encontrar a
su madre. Incluso Reyes vio el video de su testimonio, varias veces, para cerciorarse de
sus palabras y sí, así fue: Malapata mira de frente a Quesada, su verdugo, piensa,
durante infinitos segundos en el destino, en el universo ¿quién sabe? pero la verdad es
que se gastó el último aliento de su vida dando una clave –que parecía más una
tontería– con la intención –supongo– de ayudarnos a vengarlo: “Para acabar con los
Espinel, hay que dar con Mamá Susana” dijo. Reyes pensaba que era posible colegir
que algo de resentimiento le tuviera a la hermandad de hombres apellidados Espinel, al
fin y al cabo ellos fueron los “productores ejecutivos” –así los había llamado el finado
Henríquez Arepuela quien podía “ser tarado pero no idiota” como decía Quesada– de la
fracasada Masacre de los Pájaros. De la grabación le molestaba que, antes de decir
“Susana” un escupitajo de mi General Padrenuestro no dejó escuchar la palabra
inmediatamente anterior; podía no tener ninguna importancia, pero Reyes se
obsesionó con ese detalle; buscó en Ciudad de Panamá un instituto de sordos y salió,
de ahí, con una mujer y dos jóvenes expertos en leer los labios y después de un par de
horas y mucha paciencia –que a Reyes no es que le sobrara– los tres coincidieron en
que la palabra era; mamá. “Mamá Susana” era, según Malapata, la forma de encontrar
a los Espinel o en el mejor de los casos: de descubrir su identidad.

Antes de recurrir a los taxistas, que son por antonomasia los informantes de una ciudad
y que con un billete de cien dólares se convierten en soplones –o en espías por el doble
del dinero– Reyes recorrió los muelles; estaba convencido de que Mamá Susana era el
nombre de un yate o cualquier otra embarcación sofisticada, con lo último en
tecnologías de comunicación, desde donde se movían los nuevos narcotraficantes:
más astutos que los capos precedentes y sin las ínfulas de pensar que con tener
enterrados, en el jardín, miles de canecas de dólares son los dueños del universo;

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capaces de buscar cambios políticos sin llamar la atención, a punta de alianzas,
trabajando con grupos y subgrupos secretos, aislados, apenas con el suficiente
contacto entre ellos y funcionando como una multinacional; pero nada. Reyes perdió
dos días buscando de malecón en malecón y lo más parecido que encontró fue una
embarcación llamada “Súper mamita”; al parecer, no se estila ponerle el nombre de la
mamá a los yates. Llamó a la Oseta y mandó trasladar a Polanía a Colón, en el otro mar,
en la otra boca del Canal de Panamá, para que buscara en los muelles y
desembarcaderos caribeños y de paso, desarrollara sus propias pesquisas; no pasó
nada tampoco. Pili Vanilli insistió en quedarse, porque su presencia podía ser de gran
ayuda; encontró a Mamá Susana en la forma de un brazo de reina, un postre largo de
masa esponjosa enrollada con crema y mermelada y azúcar pulverizada por encima y
llevó a Reyes a probarlo, ella creyó que la panadería era la guarida de un complot
internacional y fingiendo necesitar el baño, se metió husmeando a la cocina, la
reconocieron como la diva que era y le cambiaron una gallina por autógrafos para toda
la familia; “¡no me la puedo llevar, ¡está viva!” exclamó la cantante y una muchacha que
se sabía sus canciones, se la despescuezó sin miramientos y después le preguntó:
“¿Quiere que se la desplume y se la corte en pedacitos?” Hasta ahí llegaron las buenas
intenciones de Pili Vanilli quien, esa misma tarde, compró un pasaje aéreo para
devolverse a Bogotá y se habría devuelto –de muy buena gana– si no es porque el
taxista, camino del aeropuerto, le reveló que Mamá Susana era el nombre de un burdel,
“un bar putero” fue que dijo y Pili Vanilli se devolvió pensando que lo peor que podía
pasar era que Reyes fuera con ella y de no encontrar, allí, una oficina secreta de
contraespionaje o una madriguera de forajidos, le conociera, al menos, esa faceta puto-
lesbiana con la que a tantos hombres había rendido a sus pies.

En su relación con Eduardo Espinel, Andulima se fue reafirmando en el hecho de que,


ella, era una mujer para un solo hombre, le costaba trabajo tener el corazón de un lado y
el cuerpo del otro; la experiencia le sirvió para hacer comparaciones y darse cuenta de
que le gustaba el arrunchis, la tibia presencia y compartir tardes enteras alrededor de
un simple café y tomarse tiempo en el conocimiento de la pareja. Eduardo la recogía en
una camioneta lujosa, la llevaba a comer y a beber –o sólo a beber– y de ahí al motel o a
su apartamento de soltero, lo que quedara más cerca; no se tomó el tiempo de
enamorarla: asumió que su camioneta cuatro por cuatro engallada con un paral sobre
el techo de dieciséis luces halógenas y exploradoras al frente, sus cadenas de oro puro
colgadas al cuello, su pelo en el pecho, su revolver entre la guantera y sus maneras de
hombre cerrero, era lo que Andulima y las mujeres, en estado de merecer, necesitaban.

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Durante una de esas citas, por la carretera a Lomalarga, ante un atardecer púrpura y
dorado, Espinel frenó en seco, en una especie de mirador, se bajó de la camioneta y
orinó contra la llanta; Andulima lo regañó con cierta parsimonia: “Al menos hubieras
orinado de frente al atardecer, está precioso” y él contestó: “Yo sé que te gusta, si me lo
quieres ver mejor, espérame que ya voy” ella se sonrojó y antes de poder dar
explicaciones, Espinel se subió con la bragueta abierta y antes de ponerse el cinturón
de seguridad, tomó su mano y la puso sobre su miembro, que aún seguía goteando.
Provocar malentendidos, como éste, era lo que él consideraba divertido, pesadeces
que se multiplicaban cuando estaba entre sus amigos; cualquier nimiedad era tomada
en doble sentido, al límite de que Andulima no había logrado escucharle a su amante
ningún comentario serio, ningún argumento sobre nada. “Eduardo, ¿qué haces en la
vida?” le preguntó y su respuesta, monosilábica, fue: “Cultivo” enseguida cambió de
tema. Su vida era, en apariencia, apacible: trasteaba campesinos de un lado a otro,
cargaba semillas y por el color de sus uñas, abonaba él mismo la tierra de sus plantas;
por celular, hablaba con agricultores, con sus amigos y le marcaba, bastantes veces al
día, a su madre, como ella lo corroboraba en el listado, de las llamadas registradas en la
memoria del celular, que chequeaba cuando él se metía a la ducha o hacía su rutina de
ejercicios, por las mañanas. Andulima sentía que no estaba haciendo bien su trabajo;
en una de sus llamadas a Roxana, ella la tranquilizó y le repitió que la paciencia era la
clave en las labores de infiltración; le compartió, también, que no veía que su relación
pudiera convertirse en noviazgo y que Espinel tampoco la hacía partícipe, en absoluto,
de ninguna de sus actividades; “Eduardo va a lo que va, Roxana” dijo y se echó a llorar.
En tono de oficial a cargo Roxana la paró en seco, se limitó a recordarle sus
obligaciones y que su vida estaba en juego; Andulima entendió que era perentorio
sobreponerse a las flaquezas y que el éxito de la operación dependía de su
compostura.

Mientras Gutiérrez acompañaba a Andulima en La Perla y la asistía sacando


fotocopias, llevando el inventario y sacudiendo el polvo, Mosca se dio a la tarea de
seguir a Eduardo Espinel; de la Oseta le mandaban motos que le cambiaban cada
semana, al tiempo con el casco, por unos de distinta marca y color, para no levantar
sospechas; pero, los resultados continuaban siendo desalentadores; Espinel repetía
las mismas rutinas, los mismos recorridos, los mismos contertulios a la hora del
almuerzo y durante las dos o tres noches a la semana en las que no veía a Andulima, se
iba para su apartamento y se acostaba temprano; ni siquiera los últimos
acontecimientos del Presidente de la República viviendo y trabajando en San Juan de

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Rioseco cambiaron sus horarios, ni sus temas de conversación. Nada lo alteraba, los
sábados pescaba en el río y los domingos por la mañana iba a la Parroquia San Juan
Bautista acompañado de dos tías y un primito y por las tardes visitaba el cementerio.
Mosca tomaba fotos digitales y Andulima las descargaba en el computador, las miraba,
una por una, detenidamente, en busca de pistas que pudieran ser valiosas. Cuando
estaba con Eduardo y en razón a que se estableció que lo de ellos no era de carácter
romántico, ella se dedicó a mejorar sus artes amatorias; “si no se enamora de mí, que
por lo menos se vuelva adicto a mi cuerpo” le dijo a Quesada, quien le contestó
–mientras Roxana andaba por Barinas Apure– con los modales de guache, que a veces
se le salían: “Buena idea, Andulimita, no se le olvide que pelo de chocha retiene más
que ancla de barco”.

Así las cosas, Andulima compró aceite de almendras, Eduardo Espinel celebró el
detalle y se dejó untar el sexo con lo que resultó ser un elíxir; la renovación del placer los
invitó a probar cosas nuevas: miel, crema de leche y mermelada de naranja; con una
evolución tan positiva en la cama y gracias a ese nuevo aire de liberalidad, ella, le
sugirió: “Eduardo, me gustaría mucho si me metes un dedito por el culito” le pidió, con
exactitud y él lo hizo; hasta parece que lo disfrutó porque, cuando terminaron, él cambió
su actitud por una más jovial y mamagallista del todo desconocida; inclusive comentó:
“Sería bueno, preciosa, que me acompañaras a misa, al padre le va a tocar santiguarse
con tu confesión”. El domingo siguiente, Andulima entró a la parroquia colgada de su
brazo y al lado del primito y las dos tías; ella, trató de no ilusionarse demasiado pero vio,
en ese compartir familiar, una señal de avance en su objetivo; la otra señal fue que, él, le
aceptó una invitación a comer a su casa una semana después. Andulima compró
toallitas y jabones en forma de estrellas, para poner en el baño del segundo piso de La
Perla y se apersonó de la cocina: preparó arvejas con tocineta –le quedaban
deliciosas– puré de papa, arroz con cilantro y lomo de res en salsa de champiñones.
Quesada la felicitó por el progreso de la operación y le dijo que Mosca y Gutiérrez
instalarían micrófonos y estarían pendientes de cualquier imprevisto, que se pudiera
presentar; eso puso a Andulima muy nerviosa. Además, se alarmó bastante cuando,
revisando las fotos de nuevo, se dio cuenta de que el primito que conoció en la iglesia
no era el mismo del domingo anterior y que, esos dos, tampoco eran los mismos de las
otras fotos; alcanzó a contar, entre primitos y primitas, a diez distintos. Imaginó que los
niños eran mensajeros entre mafiosos, que se trataba de prostitución infantil, que los
ponían a transportar droga o que los vendían en el extranjero para sacarles los riñones
y los ojos; se le ocurrió, también, dejándose arrastrar por las conjeturas, que su amante

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era un pederasta consumado o que estaba planeando perpetrar un ataque terrorista en
Bogotá –contra mi General Padrenuestro, por ejemplo– con unos niños-bomba
rellenos de dinamita. Cuando su invitado timbró, Andulima trató de disimular su estado
de alteración: lo invitó a subir las escaleras y sirvió el vino en el comedor, comentó lo
espumoso y rico que le supo, pasó los platos servidos y fue cuando notó que Eduardo
Espinel, uno de los sobrevivientes de los Doce del Patíbulo, sindicado de crímenes de
lesa humanidad y miembro de la familia más temida de esta región del continente,
estaba llorando. “¿Qué te pasa, mi amor lindo?” preguntó Andulima; cuando lo fue a
abrazar él la retiró con fuerza, sollozando le ofreció disculpas, se levantó de la mesa, se
puso su chaqueta que había dejado colgada en el respaldar del asiento y salió
corriendo; ella le tiró por la ventana los platos llenos de comida, las copas, el vino, su
frustración y las cosas que fue encontrando; le habría gustado cerrar los ojos y al
abrirlos aparecer en la Bombonera para tener con quien lamentar su suerte, pero
decidió bañarse. El agua caliente sobre su cuerpo obró maravillas, la distanció
temporalmente de un romance-trabajo-relación-sexo-misión que le estaba quedando
grande y le permitió llorar sin que Mosca y Gutiérrez la oyeran; cerró la ducha, se paró
desnuda sobre la tapa del inodoro para ver su cuerpo reflejado en el espejo y
cerciorarse de que, por lo menos, aún era bella. Me gustaría poder escribir que pensó
en mí, pero ¿quién sabe? se secó sin afanes, se enrolló una toalla en el pelo, se puso
una bata y unas sandalias y desde la habitación vio que Eduardo seguía entre el carro,
fumándose un cigarrillo tras otro, según reportó Mosca quien lo observaba desde la
penumbra. De manera casi irreflexiva, Andulima bajó las escaleras, encontró la puerta
abierta y con paso firme salió a su encuentro; “es lo que una novia enamorada haría,
ante las circunstancias” pensó en el escaso trayecto; a dos metros de la camioneta,
creyó que Eduardo le abriría la puerta pero, en cambio, hizo un ademán de despedida y
nunca más lo volvimos a ver o a saber de él. Blas a veces se pregunta, mientras
duerme: “¿Qué habrá sido de ti, Eduardo malparido?” y al rato, vuelve y juega, como un
disco que se salta: “¿Qué habrá sido de ti, Eduardo hijueputa?” Con los indicios de las
fotos, las pesquisas y lo poco que supimos de él, descubrimos –por medio de las tías–
que su verdadero apellido era Simbaqueba, que tenía bastante parentela en el
municipio y que tenía como veinte primos pequeños. Andulima se quedó en San Juan
de Rioseco buscándolo, que “es lo que una novia enamorada haría, ante las
circunstancias” y dedujo que si nunca llevó a todos los primos juntos, a misa, fue para
no llamar la atención sobre su numerosa familia; que si la llevó de su brazo a la iglesia
fue para que no pensaran que ella era una puta –lo que concuerda con la visión judeo-
cristiana del machismo– y lo más importante, Mosca descubrió que a quien visitaba en

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el cementerio, los domingos por la tarde, era a su madre, quien había fallecido por culpa
de una tuberculosis. “¡No sólo lleva más de diez años bajo tierra sino que se llamaba
Tranquilina” le dijo Andulima a mi General Padrenuestro y de forma inmediata, se le
pidió a la sección de inteligencia de la Oseta que rastrearan las llamadas hechas a una
tal Mamá Susana desde el celular de Eduardo Espinel y que los resultados los
compartieran con Reyes para que él hiciera todas las conjeturas posibles acerca de esa
sorpresiva coincidencia.

Con el primer café y el primer cigarrillo del día, mi General Padrenuestro recibió en su
celular una llamada de Quesada; se demoraron en hablar, porque, con el Estado de
Sitio, las comunicaciones telefónicas debían pasar, primero, por la Oseta para su
encriptación y una operadora, con voz de sargento, indicaba el inicio de la
conversación; “Alcanfor Cuatro conecta con Bravo Veintiuno, comunicación habilitada”
dijo y Quesada, del otro lado del auricular, estaba eufórico: le contó a su superior, con el
atropello propio de la excitación, que inteligencia militar acababa de detectar un
cargamento de armas con destino a San Juan de Rioseco, apilado en un planchón, por
el Río Magdalena, a la altura de La Dorada. “Espero su autorización, mi General, para
tomarlo por asalto” manifestó; “hace bien en llamarme, Quesada, pero déjelo pasar” le
respondió mi General Padrenuestro y le dio las explicaciones del caso, aunque no tenía
que hacerlo, porque sintió una inocultable frustración del otro lado de la línea; le reiteró
sus sospechas sobre la creación de un segundo país, lo previno sobre la inminencia de
un duro enfrentamiento y le esbozó los argumentos principales por los cuales la
situación de Cundinamarca, con una capital de sobra y un presidente rodeado de
delincuentes, era insostenible. “Estamos preparando un cocido sin precedentes,
Quesada y sus hombres serán los héroes del acontecimiento” reveló mi General
Padrenuestro y luego exclamó: “¡No quiero darle al enemigo ningún motivo de alarma!”
el subalterno recuperó el tono de voz y antes de colgar respondió: “¡Cuente conmigo, mi
General!” A la operadora de telecomunicaciones de la Oseta se le escuchó anunciar:
“Bravo Veintiuno cancelado” pero mi General Padrenuestro alcanzó a gritar: “¡No,
señorita, comuníquemelo otra vez!” pasaron unos segundos: “Alcanfor Cuatro, conecta
con Bravo Veintiuno, comunicación habilitada” y se le escuchó preguntar: “¿Qué pasó
con los cinco machacanes atrapados, en la emboscada de la otra noche y qué se supo
del contenido de los computadores?” Quesada había colgado con premura, con la
intención de evitar esas dos preguntas, pero no tuvo más remedio que contarle la
verdad: “Mi General, no ha pasado nada” dijo, con la voz entrecortada –no estaba
acostumbrado a parecer negligente en su trabajo– pero siguió hablando, más por

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nerviosismo que porque tuviera algo que decir y reiteró que los sujetos resultaron ser
menos que nada; “están en la base de la cadena alimenticia, esos hijueputicas”
comentó y acerca de los computadores aseguró que estaban limpios, a no ser por una
cantidad absurda de comunicaciones por internet, tanto de entrada como de salida, con
una tal Mamá Susana, en las que sólo se escribían nimiedades cotidianas: listas de
mercado, la alimentación de los animales domésticos, el clima, los suministros de
algunas fincas y muchas otras pequeñeces, acompañadas de un lenguaje almibarado,
con expresiones de cariño filial y siempre respetuoso hacia la “doña” que era como los
interlocutores se referían a ella; le decían indistintamente mamá o madre, según la
ocasión y a veces también: ama o patrona. “Hablan mucho de claveles y espinas, mi
General” dijo Quesada y como escuchó “ajás” y “hums” de interés del otro lado de la
línea, se extendió en la descripción de los dibujos, de claveles espinados, que
aparecían en los correos electrónicos. Mi General Padrenuestro, refrenando el
entusiasmo y para no ilusionarse, tampoco, con lo que podía ser una distracción creada
por el enemigo, se despidió: “Los claveles no tienen espinas, Quesada, mándeme a los
cinco retenidos y los computadores, a la Oseta, hoy mismo” remató y le contó a Melissa,
durante el desayuno, una a una, las coincidencia alrededor del nombre de Mamá
Susana.

Efectivamente, El Avión Espinel resultó ser un homosexual consumado; su


distanciamiento de las mujeres no era, entonces, el efecto de un disciplinado
estoicismo sino debido a un flagrante desinterés por recorrer la geografía femenina.
Esto echaba al traste el arriesgado operativo de Roxana y estuvo a punto de rendirse si
no es porque Felicia, su compañera de celda, una salgareña de ascendencia guajira le
contó, durante los innumerables ratos libres de que disponían, que ella, terminado el
servicio militar y antes de tomar el entrenamiento de inteligencia, para entrar a la Oseta,
se ganaba mucha plata disfrazada de travesti, participando en shows como drag queen
en el Exhosto Dorado, un bar de Chapinero frecuentado por parejas de hombres. A
Roxana no le sorprendieron las historias de Felicia a ese respecto, porque, aunque no
era hombre –bastaba verla, mientras se duchaban, esa cavidad inmensa entre muslo y
muslo, que tanto le gustaba mostrar– tenía una voz ronqueta de fumadora, pómulos
salientes, piernas musculosas, profusión de pelo y levantaba la pierna para tirarse
pedos –nada más varonil que eso– por lo que bastó acentuar dichas facetas y regar en
los patios el rumor de que Felicia tenía unos pezones duros y templados como
monedas de un dólar y un platanudo pene, tan grueso, que éste mismo roncaba por las
noches. Si bien es cierto que las motivaciones de los hombres no son, siempre,

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sexuales, Roxana era consciente de que ella no se defendía muy bien en otras áreas; el
acercamiento al Avión Espinel habría podido ser de índole intelectual, futbolístico o
numismático –coleccionaba billetes que hubieran salido de circulación– pero el afán
por obtener respuestas, por parte de él, ya no permitía cambiar de táctica; Felicia
averiguaría lo que pudiera, hasta cuando le tocara inventarse una jaqueca o un
desajuste hormonal, que les permitiera salir corriendo, antes de que se descubriera la
trampa. Pasaron tres días y Roxana alcanzó a pensar que generar interés por la “mujer
barbuda” –como empezaron a llamarla– no resultaría en nada positivo pero, como la
curiosidad es la madre de todos los vicios y se trataba, además, de una circunstancia
que rompía con la cargante rutina del presidio, los reos estaban esperando la
oportunidad de caerle al hombre-mujer-taco-buchaca-tres-bandas-bola-ocho y
necesitaban, para poderlo hacer, saber si el Avión Espinel –tal era su poder– tomaría el
primer turno, para estar con Felicia, que por derecho sobre muchas de las cosas, de la
cárcel, le tocaba; de lo contrario, se la rifarían e intentarían entre varios accederla
carnalmente, ante la vista gorda de los guardias a quienes habría que pagarles u
ofrecerles la oportunidad de aprovechar el juguete que les caía del cielo.

“Le voy a dar una probadita” manifestó, por fin, el Avión y esa misma noche se la
llevaron a la celda; “puedes sacar a tus matones, mi lindo, que vengo por mi propia
voluntad” dijo Felicia y agregó: “Además, me gustaría invitar a dos amiguitas para que
nos miren, si no hay inconveniente”, “lo primero sí, lo segundo no” respondió el Avión y
con un par de chasquidos, después de requisarla, los otros hombres se fueron y los
dejaron solos, él con la expectativa de pasar un buen rato y ella con las instrucciones de
Roxana de abrir los ojos y como la loca desaforada que pretendía ser, gritar en caso de
peligro. El Avión la invitó a quitarse la ropa y él se desnudó pero se dejó las medias, se
acercó a una estantería de donde sacó una cuchara, una jeringa y una especie de
arcilla grasosa de color ámbar oscuro, miró a Felicia de frente y asumió, sin problema,
que tenía que haber, entre ese bulto-protuberancia-maraña-de-pelo, una portentosa
verga, esperándolo, debajo de los calzones amplios y rojos que, ella, aún no se había
quitado; le pidió que le apretara el torniquete alrededor del brazo y mientras se pegaba
palmadas, en el antebrazo, para que las venas afloraran por encima de la piel, le
entregó la cuchara con la droga y le indicó que la pusiera sobre la llama del encendedor;
apenas el contenido se derritió y se convirtió en líquido, él la succionó con la jeringa y se
la inyectó. En escasos segundos, la felicidad le llegó a los rincones del sistema
nervioso; cuando el sopor lo dejó hablar, le dijo a Felicia que lo abrazara y que le cantara
una canción de cuna, le cogió, con la boca y ambas manos, uno de los pechos como si

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fuera un biberón y no lo soltó hasta quedarse dormido en sus brazos. El Avión se
despertaba a medias, cuando ella trataba de soltarse o dejaba de cantar, por lo que
Felicia, inmovilizada, sin mayores posibilidades de acción, optó por lo más sensato:
robarse los siete u ocho celulares que estaban entre una misma gaveta; cuando vio que
un guardia pasaba frente a la celda, ella le hizo señas, pero el hombre pareció no
escucharla; la segunda vez que pasó, al inspeccionar con la linterna hacia adentro,
hacia donde ellos estaban, Felicia le mostró la billetera del Avión llena de dinero; el
guardia abrió la reja y ella se soltó de un empujón, tomó los celulares, le dio una propina
al guardia; a dos vigilantes más que se encontró en el camino y corrió hacia donde la
esperaba Roxana, quien llamó, sin chistar, al Comandante Zamorano; en cinco
minutos, llegaron ciento cincuenta hombres y dos helicópteros a sacar a las mujeres.
Tal despliegue –Roxana lo supo por experiencia– tan rápido y efectivo, era parte del
cortejo de atenciones que la esperaban los siguientes días. Felicia resultó ser una
mujer esencial, con hilo argumental propio, creativa, poseedora de esa facultad –difícil
de encontrar– de distinguir sobre la marcha lo que sirve de lo que no sirve. Mientras la
preocupación de Roxana se focalizó en el contenido de los celulares, Felicia le hizo una
revelación: “Olvida eso, Roxie, están con clave, debes mandarlos a la Oseta. Lo que sí
te puedo decir es que ese cabrón nunca ha sido torturado, como tú crees. Tiene la piel
sin marcas y un tatuaje en la espalda que es como una flor, con una sola espina”. A
Roxana se le iluminaron los ojos y Felicia siguió hablando: “El hombre está llevado por
la droga, es lo único que tiene en su celda; con el síndrome de abstinencia que le dé en
un par de días, cantará como un ruiseñor, te lo aseguro”. Para sorpresa de las dos, no
hubo que esperar tanto; el Avión Espinel era un cobarde, antes que cualquier otra cosa;
abrió los ojos en un socavón desconocido y apenas se dio cuenta de que se encontraba
por fuera de sus dominios, que no reconocía a ninguno de los vigilantes y que sobre un
mueble de metal había aparatos como baterías de carros, alicates, cables eléctricos y
collares de ahogo para perros, declaró lo que sabía sin tener que tocarle ni un solo pelo.
Roxana se levantó al mediodía, llamó a mi General Padrenuestro y le soltó la retahíla
que escuchó durante la noche: “El Avión le responde a una organización cuya
identificación es: Mamá Susana; tiene un clavel y una espina tatuados en la espalda;
asegura que El Crespo Carrascal es una figura simbólica, un monstruo de mil cabezas y
que Víctor Canallas es un muñeco de ventriloquía” también le explicó, durante la larga
conversación, que para ser Espinel hay que cumplir con los requisitos de delincuencia,
obediencia y compromiso meritorios para ser hijo de Mamá Susana; estos son
estipulados y evaluados según cada caso, según pruebas impuestas a cada candidato
y una vez aceptado, éste, jura –en una ceremonia secreta– servirla

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incondicionalmente, dedicar la vida a la supremacía de la Orden del Clavel y de la
Espina y ser su vasallo, a cambio de crecer, dentro de la familia y lograr, con cada
misión, más comodidades materiales y mayor influencia y respeto por parte de la
susodicha Hermandad. “¿Quién está detrás de la Hermandad, como tal? Eso sí es algo
que no sabemos, mi General” se preguntó y se contestó Roxana y sin hacer ninguna
pausa, dejó lo más importante para el final: “El Avión Espinel también dijo, mi General,
que la República Independiente de San Juan de Rioseco es una realidad, a estas
alturas, imparable”. El Comandante Zamorano, al lado de Roxana y atento a la
conversación, tomó, sin pedir permiso, el teléfono y a los gritos vociferaba: “¡Eso son
los Estados Unidos, General, eso son los gringos que se creen dioses! ¡Vamos a acabar
con esos hijueputas, General, son un cáncer que nos está infectando a todos! Usted
tranquilo, General, que yo mañana hablo con los muamares, los ayatolas, los osamas,
la resistencia iraquí, el Hezbollah, las organizaciones de los estados islámicos, los
talibanes, los palestinos, los sandinistas, los norcoreanos, los comunistas, los sirios,
los chinos, los iraníes, los pakistaníes, los neonazis, los neosoviéticos y hasta con los
guaguas, miembros del Grupo Alianza Libertaria Guantanamera”, “gracias,
Comandante. Sólo le pido que no haga nada hasta que tengamos un operativo en
marcha” respondió mi General Padrenuestro, se despidió y colgó; por la noche volvió a
hablar con Roxana y fue enfático en decirle que hiciera lo que tuviera que hacer para
evitar que el Comandante Zamorano emprendiera acciones por su lado; le pidió, por
último, que le anunciara a Felicia su merecido ascenso y que enviara con ella los
celulares, a Bogotá “no quiero que se pierdan en el trayecto” remató y colgó sin
despedirse. Roxana tenía, de nuevo, una misión; al lujoso penthouse donde estaba
alojada, llegaba a diario el Comandante Zamorano con su bonhomía de espíritu, rosas
y galanterías, pero nunca rebasó el límite de alabar las curvas escultóricas de su
cuerpo, ni sus frutos tórridos como la zona tropical que compartían ambos países; por
fortuna, él, que a veces perdía la noción de su propio discursiva, en lo referente a las
menciones sobre Cundinamarca por radio o por televisión, fue muy cuidadoso en
consultarlas con ella; de resto, el matriarcado a su alrededor –como imaginó Roxana–
era responsable de su agenda política, social y familiar; era un milagro que pudiera
escaparse para verla y conversar con ella, lo que no sucedió sino en cuatro o cinco
oportunidades y cada vez con más apremio y afán, tanto así que no tuvo la ocasión de
contarle que el Avión Espinel no había sido torturado nunca, como él creía, lo que
implicaba que, internamente, el Comandante tenía gente cercana, en la cual no podía
confiar; pero, ese, no era nuestro problema. La última tarde que se vieron, se quejó de
un dolor agudo en la cadera y le contó que los estudios médicos exhaustivos,

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practicados en Moscú, mostraron una artrosis avanzada de la cabeza del fémur y que,
en el futuro, habría que reemplazarla por una de metal “como el hombre nuclear” dijo, al
despedirse, con cariño denodado y expreso, pero Roxana no entendió la analogía;
sollozaron con un abrazo largo y agradecido.

De ahí, en adelante, las investigaciones sobre los hermanos Espinel: archivos digitales
de texto, imagen y sonido, evidencias físicas, archivos muertos y el contenido de otras
informaciones, en la Oseta, arrojaban los mismos resultados: Mamá Susana, claveles y
siempre, una sola espina; “por su simpleza, se debe tratar de algo muy elaborado” le
planteó mi General Padrenuestro a Melissa mientras le mostraba el cartapacio de
evidencias que le mandaron del departamento de inteligencia, tres pisos más abajo;
ella estaba conectada a internet, en su laptop, sobre la mesa donde les acababan de
retirar los platos de la comida y el símbolo le pareció familiar; tecleó unos cuantos
segundos y se encontró una imagen muy similar: el logotipo de una de las compañías
de suministros militares más grandes de los Estados Unidos. El problema era que,
abstrayendo ambos elementos –el clavel y la espina– muchos otros símbolos, en varios
entornos y culturas, se parecían; quedó tan inmersa, en su propia curiosidad, que no
tuvo ánimos para aceptar las insinuaciones sexuales de mi General Padrenuestro,
pues se le presentaba un enigma que quería ayudar a solucionar. A las pocas horas, en
el silencio de la noche y mi General Padrenuestro dormido en el sofá, de su oficina, con
una mano entre la camisa –como un Napoleón en reposo– Melissa llamó a sus amigos
relacionados con la compañía de suministros militares en cuestión y a todos –en Nueva
York, Tokio, Hong Kong, Melbourne, Kuala Lumpur, Dubai, Telaviv, Johannesburgo,
Roma, Londres y Sao Paulo– les preguntó lo mismo: “¿Cuál podría ser la relación entre
un clavel, una espina y una madre llamada Susana?” en un inglés perfecto y poniendo
en práctica las expresiones de cortesía que se sabía en Chino, italiano, japonés, árabe
y portugués; con la ayuda de las operadoras de la Oseta, le dio la vuelta al mundo pero
quedó todavía más confundida; escuchó tantas elucubraciones entre lo absurdo y lo
real, tantas teorías dispares que, al sentir los primeros rayos de sol, del día siguiente,
sobre su cara, decidió tomar en cuenta las únicas dos hipótesis que se relacionaban
con Cundinamarca: el comentario de un amigo australiano, muy querido, quien, al no
ocurrírsele ninguna respuesta coherente, le dijo: con cierto sarcasmo “Sólo acuérdate,
Melissa, que a las susanas, las llaman: Susie” refiriéndose, claro, a la South American
Ultra Secret Infiltration Endeavour, organización ultra secreta –como su nombre lo
indica– sobre la cual se especuló que hubiera podido estar detrás de la Masacre de los
Pájaros; y la versión de otro amigo, experto en los movimientos financieros de las

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empresas agrícolas que cotizan en la bolsa, que le aseguró a Melissa que la Thorn
Carnation, una compañía discreta pero en existencia desde principios de los años
cincuenta, no sólo se dedicaba al suministro de armas sino que, desde hacía más de
dos décadas, se había convertido en la principal proveedora de semilla barata de trigo,
sorgo, arroz, maíz y centeno para países subdesarrollados y que, inclusive, era la
primera en proveer ayuda, con traslado y distribución de alimentos, cuando la
hambruna azotaba a países surasiáticos y del África central. Sin embargo –le recordó,
también, su amigo financista– que en Cundinamarca los aviones de la Thorn Carnation
fueron asociados a la fumigación, no autorizada, de glifosato que los Estados Unidos
realizó, en el valle del río Veraguas, sin que después se hubieran encontrado rastros de
cultivos de coca y el gobierno hubiera tenido que lidiar con los pescadores que
aseveraron que hasta los anzuelos se chamuscaban en el agua. Sin revelarle la regular
confiabilidad en sus afirmaciones, Melissa convenció a mi General Padrenuestro de
que averiguara los posibles movimientos, en el país, de la compañía militar-agrícola
Thorn Carnation y compartió con él, además, la curiosidad de que tal nombre significara
“thorn”: espina y “carnation”: clavel; mi General Padrenuestro –fastidiado porque no
entendió ni papa– la puso en contacto con Reyes. A las cinco y cuarenta y cinco de la
tarde, Melissa vio el atardecer desde un avión con destino a Ciudad de Panamá para
encontrarse con él, ayudarlo en su investigación y servirle de apoyo en relaciones
públicas y con los contactos internacionales que se pudieran necesitar. Al mismo
tiempo, Roxana miraba las luces de Bogotá, desde la ventanilla del avión comercial que
la trajo de vuelta de Ciudad Barinas; aunque la noche estaba lluviosa y no descansó,
durante el vuelo, pasó por la Oseta antes de ir a su casa y encontró a mi General
Padrenuestro con la cuchilla entre los dedos, amedrentando a los cinco pobres diablos,
sacados a la fuerza de San Juan de Rioseco, que ni siquiera fueron formalmente
arrestados, ante la eventualidad de tener que eliminarlos sin, por supuesto, dejar rastro
de ellos. Los dos mayores eran: un hombre de más de cincuenta años –cercano a los
sesenta, de pronto– pero con una contextura, fuerte, de tronco enraizado entre la
maleza y el otro, también robusto, algo más joven, tenía ese aire invencible e idiota de
“¡es mejor no meterse conmigo!”; los dos hombres, de esos a quienes no les pesa lo
vivido porque son, en esencia, sobrevivientes, llevaban tatuajes de vieja data –y
retocados varias veces– con el clavel y la espina, en la espalda y en el muslo. Roxana
no había visto el símbolo porque al Avión Espinel, como no hubo necesidad de
torturarlo, lo interrogó con la camisa puesta, pero le bastó una ojeada para acordarse
del que llevaba el embajador Paxton Cobbs en la base del cuello, el que tenía buen
cuidado de taparse cuando se peinaba; así se lo hizo saber a mi General Padrenuestro,

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quien exclamó en voz alta: “¡puta madre, lo que tenemos entre manos es real y es más
grande que nosotros mismos!”

Melissa se instaló en el mismo hotel de Reyes y Pili Vanilli, pero no los acompañó al bar
Mamá Susana, que resultó ser, como lo explicó el taxista, un icónico burdel de la ciudad
con fotos de gente famosa que ha visitado el Canal de Panamá, colgadas en las
paredes, entre las cuales se encontraban, por ejemplo: las de ocho presidentes
norteamericanos, incluida una, muy vieja y amarilla, de Theodore Roosevelt cuando en
1906 fue a inspeccionar las obras de los ingenieros franceses que lo proyectaron y
construyeron. Por la mañana, Pili despidió a Reyes y Melissa que lograron tomar un
avión a la Florida, con escala en Mérida y desde Bogotá, Roxana, con el mismo destino,
tomó un avión directo a Miami; la Oseta descubrió, por fin, de las declaraciones de los
últimos cinco torturados, que la Thorn Carnation aterrizaba casi a diario, en la zona de
despeje, con vuelos rasantes desde un aeropuerto clandestino en Planeta Rica,
violando nuestro espacio aéreo y que sus oficinas principales quedaban en
Jacksonville, a mitad de camino entre un nido de marines –la Estación Militar Aérea
Naval de Jacksonville– y la casa de Paxton Cobbs, el exembajador que –de acuerdo a
las fotos de la prensa y las descripciones de Roxana– más parecía una mala
combinación entre John Rambo y Rocky Balboa. “Demasiadas coincidencias,
constituyen una verdad” manifestó mi General Padrenuestro, antes de ordenar el viaje,
de sus tres emisarios, a los Estados Unidos. Roxana, sin desayunar y con los tobillos
hinchados, pensaba que ni siquiera tuvo tiempo de bañarse en la tina, como anhelaba
hacerlo, con sales aromáticas y en compañía de una cerveza helada, pero sus
prioridades –como las de cualquiera de nosotros– eran las de mi General
Padrenuestro; la azafata se acercó y le recordó que se abrochara el cinturón de
seguridad porque se acercaba una turbulencia; ella cerró los ojos y exclamó en voz
baja: “¡Dios, líbranos del mal!”

La australiana, cuya nobleza era su faceta más acentuada, buscó a Saskia, hasta el
cansancio; después de encontrar, en su Maserati, la cajetilla de fósforos con el logotipo
de la Bombonera, pasó muchas veces por allá, donde –al principio– creyó que se la
estaban negando; pero, en una de sus incursiones se emborrachó con Cuin, quien se
dio cuenta de que a la mona ojiverde, con piernas dóricas y cintura de carnaval, no le
cabía la plata entre la cartera, por lo que le pidió su dirección de correo electrónico y la
invitó a hacerse miembro de la página de Facebook donde podía ver las fotos de las
chicas y ordenar la que quisiera con anticipación a su visita; le dijo, también, para

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mantenerla interesada, que apenas supiera algo de Saskia le mandaría un email de
inmediato. La australiana se entusiasmó con el ofrecimiento; desde que descubrió su
bisexualidad buscó mujeres hasta en los burdeles más finos, de Río de Janeiro, en
compañía del Capitán Figueras; sin embargo, cuando comprobó que la Bombonera era
una zona de tolerancia de cuello blanco, donde entraban, indistintamente, militares del
más alto rango, políticos e industriales ricos y poderosos, recapacitó: se dio cuenta que
Saskia, en su huida de la justicia, no podría estar en un lugar tan notorio y que ella
tampoco se sentía cómoda en un ambiente tan extraño, frío e indiferente a las caricias.
Se volvió costumbre que las prostitutas cobraran una tarifa básica por entrar, con el
cliente, al cuarto y de ahí en adelante era como tomar una carretera de peajes: se
pagaba extra por cada capricho y hasta por los besos en la boca, sin lengua eran más
baratos y por cada docena hacían rebaja. La australiana, entonces, se devolvió para
Zacambú a llorar durante muchos días, como parte de un duelo que consideraba
definitivo. Nunca supo que Saskia se fue para el monte persiguiendo al Crespo
Carrascal y tratando de revivir su sueño antimperialista post-adolescente; que cuando
se vio perdida, buscada y traicionada por todos, tuvo claro que primero muerta antes
que vivir escondida como una rata; y que, además, su fantasía de tener sexo durante un
tiroteo seguía sin cumplirse: Saskia imaginaba que mientras ella disparaba y mataba
enemigos, hombres detrás de ella la agarraban de sus caderas mientras arriesgaban
sus vidas para penetrarla, por turnos; que era capturada y como prisionero de guerra,
sus captores hacían lo mismo, pero con la brutalidad de la dominación, la lubricación de
la sangre y una tremenda humillación; o sea, soñaba con esas sensaciones extremas
que le gustaban tanto y que determinaron –desde el inconciente– el curso de sus
acciones.

Los acuerdos de paz, que llevaban dos años largo de estar en vigencia, se firmaron
–entre muchas otras faltas– sin la entrega del Bastón de Mando de Gonzalo Jiménez de
Quesada, robado a la Casa Museo Emblemático de Bogotá, por el Comando
Machacán; “se lo quedamos debiendo a la nación cundinamarquesa” dijo en tono de
perorata, El Crespo Carrascal y como en la mayoría de los puntos del documento final,
se hizo el pendejo; ni él, ni los miembros de su élite, volvieron a mencionar nada,
ocupados –como estaban– inventando, a su imagen y semejanza, un país en las
inmediaciones de San Juan de Rioseco. Era fácil concluir, por lo tanto, que ellos no
conocían su paradero; pero quienes lo buscaron, supieron, como Saskia –hacía mucho
tiempo– que se encontraba en manos de un poeta altanero y pobre, fallecido, cercano a
sus causas: su tumba fue abierta varias veces, sus huesos dejados en desorden y la

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calma de su reposo alterada por la inútil exhumación. Lo que, al parecer, no se le ocurrió
a los profanadores –o no tuvieron el recurso metafórico-lírico-deductivo para
averiguarlo– fue que “la poesía homologa a los poetas” pensó Saskia y “los hace a
todos altaneros y pobres y a uno sólo portador de las causas de todos” afirmaba para sí
misma, recordando las lecturas que, impuestas por su abuelo eran –paradójicamente–
su único haber intelectual, por eso se propuso no llegar donde El Crespo Carrascal con
las manos vacías y entregarle el Bastón de Mando como muestra de su buena
voluntad: lo buscó en la tumba de la luna, aquella que merodea por los alrededores de
Bogotá, barnizada de blanco; en la tumba de Teresa, en cuya frente el cielo empieza; en
la tumba que retumba; en la tumba que fue de Ricard; en la tumba de la rosa, la que
inaugura su forma deseada en el vago espejo del amor; en la tumba de la doncella, con
el sexo apenas sombreado; y en la tumba de Sergio Stepansky, quien cambiaría su vida
por lámparas viejas o por un anillo de hojalata; ahí lo encontró. El Bastón de Mando es
un palo de guayacán con incrustaciones de esmeraldas y agarradera de oro que
Gonzalo Jiménez de Quesada le robó a los Chibchas porque sus hombres observaron
que los indígenas lo adoraban como a un instrumento de dios; el conquistador se lo
apropió y supo de una mujer, de nombre Huitaca –“la Malinche de Quesada” la llamaría
un historiador, en el siglo XX– que era el cetro con el que Bochica salvó a su pueblo de la
gran inundación –el “diluvio universal precolombino” haría referencia el mismo
historiador– tocando un par de rocas que se abrieron sobre un abismo, desaguaron el
altiplano y formaron el Salto del Tequendama. Cuando Saskia lo empacó en una
maleta, al tiempo con sus consoladores de varios colores, ya las esmeraldas eran vidrio
y el oro era bronce, pero su poder simbólico había crecido con su desaparición y podía
–a esas alturas– volverse en una buena excusa para avivar la llama machacana,
venida a bastante menos desde que el Presidente Canallas buscara su inefable
protección, en San Juan de Rioseco. Cuando El Crespo Carrascal lo vio, no lo
reconoció; hasta el otro día que llegó a la tienda, que le asignó a Saskia, con cara de
consternación a decir: “Cómo se nubla el entendimiento, a veces; dormí con esa
reliquia durante noches interminables, asediado por las autoridades pisándome los
talones” le contó y después de salir de un supuesto trance emotivo, le dijo: “Yo te he
visto en alguna parte” y la puso al tanto de que, antes de que el Bastón de Mando se
volviera una pieza de Museo, el Banco Estatal depositó sus gemas y su oro en una de
las cajas de seguridad, en el subsuelo a cincuenta metros de profundidad debajo del
Parque Santander, al lado de las custodias desamortizadas, retenidas a los jesuitas a
finales del siglo XIX, de la copia de Los Derechos del Hombre y del Ciudadano traída por
Antonio Nariño desde Burdeos con comentarios al margen del Marqués de Lafayette; y

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del machete con cacha de marfil que un miembro de la Junta Militar, que nombró a
Zacarías Papilla presidente, le regaló a Guadalupe Salcedo antes de mandarlo matar a
la salida de una cafetería en un barrio industrial de Bogotá, violando los acuerdos de
paz firmados, por esas épocas, para tratar de mermar la violencia partidista.

“¡No soy una máquina de pichar!” exclamó Saskia, sorprendida de sí misma, ante El
Crespo Carrascal después de tenerlo tres días sorteando las encrucijadas de su
cuerpo; hacían el amor sin razón, ni medida, inclusive mientras, él, hablaba por su
teléfono satelital, en inglés y con una pronunciación impecable. Se encontraron "el
hambre con las ganas de comer” como se dice cuando dos personas encajan,
perfectamente, la una en la otra y con los bríos de una atracción impetuosa; se
compenetraron, además, en diversos planos de la existencia y como sucede entre las
parejas que logran recitar el verbo existir en todas sus conjugaciones: se enamoraron.
Ella se peluqueó bien cortico y rescató, de la memoria de sus años impúberes, el acento
alemán para facilitar la tarea de mantenerse oculta; y él, para reducir su exposición al
peligro, dejó de disfrazarse de jeque, de turco, de oficial del ejército cundinamarqués,
de vendedor de seguros, de esmeraldero, de drogadicto y de payaso –de esos que se
paran al mediodía en la puerta de los restaurantes a gritar “frijolitos con plátano maduro,
arroz y chorizo, huevo, aguacate y carne molida, venga por su bandeja tocaimuna,
calientica, sabrosita, barata, con encime de gaseosa y postre tres leches”– disfraz que
utilizó para infiltrarse en Bogotá y participar en las manifestaciones que terminaron en
el segundo bogotazo. Saskia y El Crespo cometieron la estupidez de asistir, juntos, a la
deplorable Cumbre sobre Amnistía y Reinserción a la Vida Civil donde Belarmiño
tomaba fotografías y donde no hubo forma de evitar que los vieran; sabían que,
irremediablemente, se pensaría en una alianza entre el Comando Machacán y el
narcotráfico pero no les importaba, lo de ellos era Amor –con mayúsculas– y se
sintieron más fuertes que nunca: ese sentimiento mutuo, embrutecedor y sin reversa,
los llenó de una seguridad que se traducía en valentía para enfrentar el presente,
olvidar las arideces del pasado e imaginar un futuro juntos, a salvo de la tormentosa
vida que se habían forjado. “Iba a matarte cuando me trajiste el Bastón de Mando y
ahora, prefiero morirme si me alejan de ti” dijo él, la tarde en que le prometió el cielo, la
tierra y las estrellas; Saskia se acurrucó bajo sus brazos y con su pie balanceó la
hamaca, en la que durmieron la siesta, al resguardo de hombres armados, hasta los
dientes, quienes, para sorpresa de ella, eran grandes como paredes de concreto,
monos y también hablaban inglés con fluidez. Como la mujer del Crespo Carrascal,
Saskia recorría la región a sus anchas, protegida por unos guardaespaldas que hacían

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bien su papel de hacerse pasar por hispanos, sólo llamaban la atención cuando abrían
la boca porque, aunque el acento gringo no se les notaba, tenían un vocabulario escaso
y hacían traslapos literales que sonaban extraños, en nuestro contexto, como: “lakuna”
en vez de laguna; “awa” en vez de agua; o “miusica” en vez de música; manejaban,
además, equipos militares que trataban de hacer pasar por tecnología china, rusa o
coreana pero sus acabados, mecanismos y sistemas electrónicos y digitales de diseño
norteamericano, eran inconfundibles. Para Saskia, nada pasaba desapercibido y
pensaba, mucho, en mi General Padrenuestro y la utilidad de la información que podría
entregarle a cambio de su inmunidad, pero no sólo no quería arriesgarse a que la
tratara como a cualquier soplona sino que ya había signado su destino y el de su
cuerpo, al Crespo Carrascal; notó, eso sí, que, en la medida que comprometía el
corazón a su nueva causa, que tomaba impulso su nuevo amor, el odio por mi General
Padrenuestro crecía exponencialmente por lo que no albergó, en su conciencia, ningún
tipo de arrepentimiento que la hiciera dudar de su futuro, ni de las arbitrariedades de su
pasado. Con su pelo corto, ahora, volvió a las mismas sensaciones de cuando tenía
cara de niño y de mil amores habría ido donde el doctor Ramiro Astoria para dejarse las
tetas como las tenía antes, más cómodas para una guerrillera iniciática que se
encontraba, de nuevo, en un sitio privilegiado para cumplir sus objetivos más
recurrentes: llenarse los bolsillos de dinero y el más oculto e imborrable –grabado en su
alma por el mismo fierro candente con que se marcan las vacas– la necesidad de ver
“revolcándose en la mierda” –así lo pensó– a mi General Padrenuestro, el único
hombre que sin dejarse manipular por sus caprichos, ni dudar de su alta peligrosidad, le
chupó su sexo hasta dejarlo seco y abierto al punto de ver la irredenta podredumbre de
su alma. “Si San Juan de Rioseco tuviera mar, se parecería mucho a Guantánamo” le
comentó Saskia al Crespo Carrascal una tarde en que la lluvia metía el calor adentro de
las casas y él respondió con algún monosílabo, se alistaba para un viaje y dejó una
serie de pasaportes al descubierto que Saskia había visto esculcando sus
pertenencias: eran falsos. Mientras él se bañaba, ella vació el maletín de mano con el
que El Crespo tomaría un vuelo comercial en la Florida –según le dijo– y encontró una
tarjeta de identidad y una licencia de conducción del Estado de Virginia a nombre era
Edward Frontino Larimer; ella lo confrontó, su relación amorosa había tomado un cariz
tan serio que ya reclamaba la más inflexible honestidad. “Entiendo que seas gringo,
que hagas parte de un plan mayor para garantizar la supremacía norteamericana en
nuestro continente pero ¿quién eres? ¿Me puedes decir?” El Crespo se sentó y le
reveló que esa era su verdadera identidad, señalando las identificaciones que ella
sostenía en la mano y le explicó que crespos carrascales, jeques, turcos y hermanos

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espineles eran muchos, la mayoría marines, otros agentes del servicio secreto y otros,
como él, actores entrenados en disciplinas militares para asistir en misiones
encubiertas. El Crespo Carrascal que buscó la cercanía con los hermanos Machacán
para llevarlos al matadero, era uno; otro, el que abrió los primeros diálogos de paz –que
permitieron entronizar la guerrilla en las ciudades– y que se dio un abrazo con el
Presidente Nicéforo; otro –el más peligroso de todos– el que por una vendetta interna
en el seno de los servicios secretos gringos, secuestró a Lily Delmar, al Paredón
Valbuena y a la Kika Tutti Frutti para demandar la cabeza de John Paxton Cobbs; y otro,
el que no se pudo presentar a la inauguración de la zona de despeje con el Presidente
Metileno porque, éste, cuando era periodista, había conocido, de cerca, al Crespo
Carrascal anterior y se hubiera descubierto el encubrimiento.

“Así de fácil como uno se enamora, se desenamora” se le escuchaba decir a uno de los
mellizos Velandia. Saskia recordó sus palabras porque amar al Crespo Carrascal era
amar a Ricardo Corazón de León, a José de San Martín, a Alejandro Magno, a León
Trotsky, a Jesús, pero amar a Edward Frontino, originario de Radford, Virginia, era
como llegar a una fiesta de aristócratas y levantarse al mesero. Afloró de nuevo la rabia
en sus acciones y comenzó a tratar a los militares y a los campesinos “a los vergajazos”
según ellos atestiguaban. La tuvieron entre ojos, porque un día –mientras su amante se
encontraba de viaje– la vieron pegarle a un capitán porque no quiso acostarse con ella,
con una gallina que agarró y zarandeó del pescuezo mientras gritaba: “My name is
Saskia, and I'm German, ¡gringo malparido!” como si eso la distinguiera de los demás;
poco a poco se quedó sola, sin guardaespaldas, porque los fue alejando con su
grosería y su complejo de superioridad. Su idea era meter las narices por donde no
estuviera permitido y usar su camuflaje de Comando Machacán para pasar
desapercibida y cuando fuera necesario, disfrazarse de putica de pueblo –que harto le
gustaba– para escuchar a los hombres hablar, después de los actos amatorios, que es
cuando más sueltan la lengua. Los marines eran más difíciles de roer, por eso los
evadía, pero los seguía cada vez que podía, porque ellos eran los verdaderos dueños
de San Juan de Rioseco: instalaron un radar especializado en control de drones,
construyeron un bunker para proteger a Víctor Canallas e implementaron un programa,
llamado, con torpeza: “Lingüística estratégica” para introducir y desarrollar entre los
lugareños la enseñanza del idioma inglés; también instalaron ultra sofisticados
aparatos de requisa en las entradas fronterizas y establecieron unos controles de
aduana más estrictos que los de Tijuana o Laredo y multiplicaron los puestos de vigía,
con el mismo tipo de patrullaje implementado en Iraq o en Afganistán. El descontento se

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hizo presa de la gente de la región y de quienes se fueron a vivir a “la nueva tierra
prometida” atraídos por la publicidad de los nuevos proyectos arquitectónicos, la
promesa de una paz duradera y la discursiva de Víctor Canallas, quien se veía radiante,
decidido y con aires de conquistador por las cadenas noticiosas inglesas y
norteamericanas. Saskia sintió deseos de iniciar una revolución por su cuenta; estaba
asqueada y como una alemana enraizada desde niña a su amada Cundinamarca,
estaba dispuesta a liderar acciones contra los Estados Unidos, hasta que descubrió lo
que quería, la oportunidad de volverse a enriquecer: unos aviones de la compañía
Thorn Carnation que traían suministros de guerra, volaban muy bajo, evitando los
radares y pensó que perfectamente se podrían devolver a su país cargados de droga.
Apenas volvió de su viaje, Edward se mando oscurecer y enrizar el pelo para retomar su
identidad del Crespo Carrascal. Saskia empezó, con indirectas, a tratar de manipularlo:
“Mi amor ¿qué nos quedará de esta vida tan arriesgada y tú trabajando tan duro?” y él
siempre le contestaba lo mismo: “Conmigo serás ciudadana de los Estados Unidos”,
“¡vida hijueputa, lo que me faltaba!” exclamaba ella para sus adentros con esa
respuesta y se agarraba sus escasas mechas pensando: “Moriré como una gringuita
culipronta, engordada a punta de McDonalds”. La visión de su futuro le parecía tan
escabrosa que volvió a su refugio: el alcohol y las drogas; y como los adictos no
arrancan de nuevo a consumir de a poquitos, en un par de noches, con sus días, el
embalaje fue de tal magnitud que sin ninguna clase de cortapisas le contó a Edward lo
que nadie sabía de su vida, incluidas las coordenadas para llegar a Zacambú y la
fórmula de la descontinuada pero aún famosa Blue Kiev. Lo que menos le interesó, a su
pareja, fue la idea de devolver los aviones de la Thorn Carnation a Estados Unidos
cargados con droga y esa particularidad le sonó a Saskia como si no fuera nada nuevo
para él, como si, desde hiciera rato, lo estuvieran haciendo; Edward, ni corto, ni
perezoso, preparó un operativo para atacar Zacambú y quedarse con ese enclave en el
Amazonas, pues adueñarse de laboratorios de cocaína, en completo estado de
operabilidad, era lo que los machacanes-espineles-marines pertenecientes a una
misma familia supranacional y orgullosos de ser americanos –como si no hubiera otros,
en su propio continente– hacían para costear sus operaciones gringo-invasivas, pro-
capitalistas y tumba-naciones independientes.

Cuando Zacambú estuvo cercada por más de trescientos hombres, que se


mantuvieron sigilosamente ocultos, Edward y Saskia llegaron en avión, con la idea de
dar la orden de ataque, desde adentro, una vez que se identificaran los puntos
neurálgicos, que no se podían ver en los reconocimientos aéreos. Efectuaron un vuelo

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rasante en forma de letra ka, que era la clave para que, en tierra, retiraran la maleza y
las hojas de palma africana con que tapaban la pista de aterrizaje, pero esa tarea fue
innecesaria porque la pista se encontraba al descubierto; al tocar tierra y frenar en un
espacio tan reducido, se levantó una inmensa nube de polvo pero aún así cantidades
de niños se acercaron a recibirlos. Los ucranianos más viejos reconocieron a Saskia y
le mostraron los maravillosos cambios que habían efectuado en el lugar. El laboratorio
fue convertido en una línea de control de calidad y empacado de huevos, en la que el
trabajo era manual: la cortada de la guadua, la manufactura de las cajas, la selección de
los huevos y el empaque; las barracas eran, ahora, galpones de gallinas ponedoras de
unos huevos enormes del color del sol, que se distribuían por las mismas rutas que
antes fueran del bazuco; lo único que permanecía intacto era la piscina alrededor de la
cual se construyeron casas –también de guadua– metidas en una exuberante
vegetación llena de pájaros, micos y boas constrictor, que son las que mantienen el
lugar libre de sapos venenosos y roedores. Apenas se apareció la australiana con los
cachetes iluminados, Saskia se le abalanzó, la agarró del pelo, la botó contra una
cerca, le clavó las uñas en el cuello y le gritó: “¿Qué hiciste con mi negocio, cabrona
desagradecida hija de puta?” ella respondió con la misma violencia y después de unos
cuantos zarpazos, de parte y parte, el Capitán Figueras las separó, saludó a Edward y
le dijo: “No se deje confundir, están felices de verse” y lo invitó a tomar vodka, con jugo
de piña, al lado de la piscina. Sin orden chiquita ni grande, los trescientos hombres –la
mayoría mercenarios– alrededor de Zacambú, se fueron para sus casas antes de que
se los comiera la selva; algunos de ellos se devolvieron, justo, en el momento de llegar
porque les contaron que la región estaba habitada y custodiada por unos ucranianos
peligrosos y arrebatados que le tomaron el gusto, como los indígenas de la región, al
caldo de menudencias humanas con tallos de yuca amarga. Lo que Saskia vislumbró
como un recreo, en el paraíso, con su amante gringo, fue lo contrario: un infierno;
porque Edward, aunque no dio la orden de atacar –por obvias razones– sabía que
tendría que pagarle a los efectivos y oportunistas que se fueron hasta allá en aviones
militares y helicópteros fantasmas que los dejaron y soltaron, en paracaídas,
aprovechando los descampados que encontraron entre la tupida selva; sabía, también,
que Mamá Susana, que era como, él, se refería a sus superiores, pondría en tela de
juicio su decisión de arriesgar el operativo de San Juan de Rioseco por ir a buscar
suerte al Amazonas con el sólo testimonio de su noviecita alemana; y sabía que Saskia
tenía razón: “Tanto joderse, ¿para qué?” acabar con una pensión de militar retirado en
un conjunto cerrado, lleno de mosquitos, cerca de los Everglades, de pronto le pareció
muy poca cosa, a cambio de todo lo que le había entregado y estaba dispuesto a seguir

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entregándole a la gloria de los Estados Unidos de América. La australiana les hizo el
relato de cómo trataron de mantener el negocio, pero que perdidos los contactos de los
mellizos en Bogotá y a Yuri y a Volodia –quienes no volvieron a dar señales de vida–
para alcanzar y atravesar el Caribe, no pudieron sobrevivir a la competencia
desmesurada que se les vino encima y menos sin tener un medio de transporte propio
para meterle la cocaína a los gringos o a los europeos; “vinieron españoles y marroquís
a proponer grandes negocios” continuó diciendo, mientras Edward hacía una cara de
desinterés total por escuchar los antecedentes del golpe financiero, pero apenas se
mencionó la caleta con seis o siete millones de dólares para Saskia –dinero que les
quedó después de pagar la droga perdida de otros proveedores y vender el remanente
de la Blue Kiev Special que nunca salió de Zacambú– en cuestión de segundos, el
gringo actor-marine-oportunista, planeó el resto de sus vidas: esconderían la plata en
San Juan de Rioseco, terminarían la misión encomendada de fundar un país; insistiría
–por supuesto– en el protagonismo de Saskia, para que en agradecimiento por sus
acciones, le fuera otorgada la inmunidad suficiente para viajar a los Estados Unidos y
casarse con él; pero, ella, no compartió el mismo entusiasmo. El cuarto principal seguía
ocultando, en los techos, pequeños escondites con cocaína que solo Saskia conocía y
al tiempo, con su vicio preferido, reanudó los acercamientos rasantes de su lengua
sobre los valles y altiplanicies del cuerpo de la australiana, volvió a untarse la
lubricación de su vagina en los labios para besarla y volvió a quedarse abrazada, a ella,
bajo los inclementes aguaceros del Amazonas –unas cataratas más espesas que la
misma vegetación– bajo la mirada encantada del Capitán Figueras quien dormía junto
a ellas, pendiente de espantarles los alacranes que se les subían al cuerpo. Cuando
Saskia le pidió a Edward que se fuera, que se pensaba quedar a vivir en Zacambú, le
puso cuatro ucranianos en la puerta de su cuarto para que lo acompañaran hasta el
avión; impertérrito, Edward le pidió al más alto y acuerpado de ellos que se adelantara
con la maleta, a escasos diez metros, la maleta explotó, dejando sólo a medio hombre;
con el despiste de la explosión, mató a otro de una puñalada, a otro de un tiro y al último
lo ahorcó con un aparato que le colgó alrededor de la nuca, con ruido de reloj de cocina,
que enrolló un fino cable de acero, hasta que le cercenó la cabeza. Buscó a Saskia, la
forzó a subirse al avión y le gritó: “Ordena que traigan tu dinero, ¡nos vamos de aquí!”
Ella lo miró con cara de “¡a mí no me manda nadie!” y él, con el pulgar presionándole la
tráquea, la obligó a escucharlo: “Trescientos efectivos, entre marines y mercenarios,
saben dónde estás. en caso de que yo no aparezca. Me imagino que tampoco te
arriesgarás a que yo le cuente a los panameños y al General Padrenuestro quién es y
dónde está la asesina de Rubicundo Cornejo y de Celina Ancízar”. Saskia lloró durante

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el trayecto a San Juan de Rioseco, pero no de arrepentimiento –“lo hecho, hecho está”
era su sedante argumental– sino por la estupidez de que, por meterse otra vez con la
cocaína, había quedado a merced de quien hubiera podido ser su redentor. Pasada la
medianoche, entraron a la zona de despeje por un aeropuerto clandestino paralelo a la
carretera que lleva a Cambao. Mientras Edward contaba la plata –la herencia de
Saskia– con otros hombres que se encontraban en la casa de campo a la que llegaron,
más de doscientos soldados cundinamarqueses, camuflados, los inmovilizaron y se los
llevaron al tiempo con el dinero. Saskia, desde el dormitorio principal, escuchó el
barullo, alcanzó a desordenarse el pelo, destender la cama, arrugar las cobijas y a
echarse, encima, un cuncho de aguardiente que quedaba de una botella que llevaba en
la cartera; colocó billetes en forma de abanico en la mesita de noche, se corrió el
maquillaje con los dedos, se pintó ojeras, escupió en la almohada para simular un hilo
de babas chorreándole de la boca, se inventó un ronquido de perra a punto de vomitar y
se hizo la dormida, asegurándose –para darle un tono roñoso y barato a la escena– de
que se notara la toalla sanitaria sucia, por fuera de los calzones. Los militares la
requisaron, la manosearon con voluptuosidad y Saskia alcanzó a escuchar a uno de
ellos por su radio: “Sacamos todo, mi coronel Quesada, sólo dejamos a una putica de
cuatro pesos, hincha de la perra y nada más; arrasamos con todo, mi coronel, nos
vemos en el punto de encuentro, cambio y fuera”.

Desde que mi General Padrenuestro dejó de visitar la Bombonera, por estar


atendiendo sus apuros carnales con Melissa, Reina me recibía en su cuarto; como las
venerables matronas patricias de la antigua Roma que preferían moverse lo menos
posible y estar siempre listas para recibir a su prole, sus ahijados y sus amantes, mandó
instalar, para el efecto, unos sillones para las visitas al lado de su cama. Con Andulima y
conmigo jugaba al rol de chaperona, como si apenas fuéramos novios, como si no
tuviéramos una historia juntos; era claro que quería tenerla cerca día y noche, pues ella
le hacía masajes en las pantorrillas, le inyectaba la droga para evitar los calambres, le
tomaba y controlaba la tensión arterial, le organizaba el pastillero semanal, le
preparaba la tina y la ayudaba a vestirse y a peinarse; en su ausencia, Cuin coordinaba
esas labores con las demás chicas, pero no era lo mismo: la descuidaban, con facilidad,
por estar pendientes de sus clientes, de sus comisiones, de sus afeites y algunas de
sus hijos. Reina entendió que mi General Padrenuestro desapareciera a juzgar por su
ardoroso romance y la compleja situación del país, pero le hacían falta las tardes de
almojábanas con chocolate en compañía de su desprevenida charla; el único contento
era Cuin, quien odiaba el olor a mentolado que se alojaba en los rincones de la casa; de

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resto, las chicas añoraban sus jugosas propinas y la mulata, de su predilección, trataba
de disimular su pena, pero, aún así, dejaba de arreglarse y se presentaba ante los
clientes en bluyines, camisetas playeras y el cabello recogido. Para mí era un misterio
la –no tan súbita– desconfianza de mi General Padrenuestro hacia Reina, pero Blas me
aseguró que Cuin “cuando aún carburaba con testosterona” había dedicado tardes
enteras a seguir los movimientos de mi General Padrenuestro, a fotografiar su casa y a
examinar las canecas de basura cuando se sacaban para recolección; “y esa incógnita,
mi estimado Lugarte, todavía no ha sido resuelto” agregó Blas, tratando –como
siempre– de pellizcarme una tetilla. Confronté a Andulima; le inventé la mentira de que
en los anales digitales de la Oseta su hermano aparecía como un merodeador y que era
imperativo solucionar ese problema; inventé también que estaba de vacaciones, que
mi apartamento lo estaban fumigando y pintando y le pedí el favor a Reina de que me
dejara quedar en la Bombonera un par de semanas. Andulima no tragaba entero y me
replicó: “Tú no tomas vacaciones nunca y fumigar y pintar tu apartamentico, demora
media hora” tomó mi cara en sus manos “si quieres estar conmigo, Amor, no necesitas
inventar excusas” reiteró y me besó, agradecida. Pienso, ahora, que en el fondo, ella
tenía razón y que mi incomodidad de espiar a Reina era menos grave, casi que inocua,
si se trataba de volver a estar, con ella, durante algunos días. Sobrevivir a mi General
Padrenuestro y escribir su historia, es posible gracias a que inmediatamente después
del punto final está la A mayúscula, de Andulima, esperándome para reanudar la vida
juntos, de no ser, así, bien puede Blas echarme veneno de ratas en las mazamorras y
ajiacos que me trae los domingos. Una de las prostitutas más viejas de la Bombonera
–que llegó, al negocio, porque no tenía con qué pagar los pañales de su hijo y ahora el
muchacho, casado y con hijos, daba clases de filosofía en la Universidad Nacional– me
contó que recordaba haber visto un cuarto, de los de atrás, de los que después
convirtieron en saunas y baños turcos, con una pared llena de polaroids del Ministro de
Guerra, Defensa e Inteligencia; recordó, también, que Reina se refería a él como “un
monstruo” o como “el anticristo” y cada vez que encontraba su imagen, en los
periódicos, se persignaba y echaba, en los rincones de la casa, agua bendita –de la que
le traía el párroco de La Porciúncula a cambio de una eximia donación– como para
alejar su maldad y mantenernos libres de malaventuranza, de su influencia perversa;
bajando la voz, agregó que tenía la impresión de que “la patroncita” –como le decían
con cariño las más antiguas– se suscribía a los diarios y revistas, sólo, para buscar las
noticias relativas a mi General Padrenuestro y así poder realizar ese tipo de lavatorio,
ese exorcismo. Fue muy fácil identificar la ubicación de la pared porque otras chicas
–también de la vieja guardia– se acordaban del collage al que Cuin le montaba guardia

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con recelo y las tardes interminables que, con Reina y Andulima, pasaban ahí
encerrados. La pared fue cubierta con listones de madera para el sauna y nos
inventamos un problema de plomería para retirarlos; A Cuin no le importó porque creyó,
cuando se remodeló, que con la orden de raspar el estuco se sobreentendía que, se
debía botar el material pegado con goma y colbón, pero los pintores decidieron –sin
preguntar– que sobre el estuco nuevo se volvían a poner unas fotografías, que
parecían importantes; por su lado, los que instalaron el sauna, que eran distintos
contratistas, sólo tenían la urgencia de acabar el trabajo, lo más rápido posible;
pusieron los listones de madera encima de las fotos y listo ¡sauna para rato! O sea, que
los unos por proactivos y los otros por negligentes permitieron que yo pudiera tener una
prueba que Andulima no podía negarme; la volví a confrontar in situ y –“¡cómo son las
mujeres de perras”! me acuerdo haber pensado– sin pestañear, ella, decidió que me iba
a contar lo que sabía, pero a medida que hablaba y le daba rodeos al asunto, me abrió la
bragueta, me desabrochó el pantalón y cuando logró sacar mi pene de su zona de
confort, ocupó su boca en hacerlo sentir activo, seguro de sí mismo, por lo que
permaneció callada un buen rato –me imagino que mientras pensaba qué decir–
demoró cada movimiento, cada succión, recibió mi eyaculación adentro de su garganta
y después de saborear mi semen lo escupió en su mano, jugó con éste, se lo metió
entre los calzones que estaban mojados; con la mezcla de nuestros efluvios se
masturbó, al tiempo que sostenía, con la otra mano, mi recién adquirida flacidez, que
empezaba a renacer, de nuevo; y –“¡cómo somos de güevones los tipos!” me acuerdo,
también, haber pensado– dejé que practicara el acto completo que terminara “a
satisfacción” por usar un término militar y lo único que reveló, ahí parada, con los
pantalones y calzones abajo, frente a un centenar de fotos, tomadas por su hermano
con una máquina Polaroid, fue: “Reina odiaba a tu General Padrenuestro pero, créeme,
por favor, si te digo que no sé por qué”. Andulima salió corriendo y a la postre descubrí
que era cierto: ella nunca supo el motivo por el cual Reina odiaba a mi General
Padrenuestro y aunque hubiera podido contarme que pensaba hacerle daño, hoy,
entiendo, que su obligada nobleza con la mujer que la sacó de la miseria fue su
verdadero impedimento.

Camino de la casa de Paxton Cobbs, cerca de Jacksonville, en un carro rentado,


Melissa pensaba que sería más acertado hacer una denuncia, a través de los
organismos internacionales, divulgar los atropellos de la Thorn Carnation, apelar a
ambas embajadas, a la de Washington y la de Nueva York, ante las Naciones Unidas y
recurrir, paralelamente, a los medios de comunicación. Reyes llamó a mi General

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Padrenuestro y le expuso la disyuntiva, después de saludarlo, su superior le preguntó
por su tía moribunda: la clave que utilizaban para hablar en privado, para alejarse –con
cualquier excusa– de otros que pudieran escuchar la conversación. “Mi general, ¡no le
oigo, no le oigo!” gritó Reyes, hasta que volteó la esquina; Roxana se sonreía con la
pésima actuación de su compañero. “Reyes coja desprevenido a Paxton Cobbs,
póngale un revólver, a ese hijo de la gran puta, entre la boca y dispare; cuando los
sesos, de tamaño cabrón, empiecen a escurrirse de la pared, usted me llama” ordenó
mi General Padrenuestro, con el mismo tono procaz, pero tranquilo, con que hubiera
pedido que le barrieran la oficina o que le despincharan una llanta. Reyes entendió el
mensaje, el exembajador era un marine entrenado, necesitaba sentir la inminencia de
la muerte para hablar; se propuso tener a Paxton Cobbs arrodillado y dispuesto a cantar
como un ruiseñor, cuando volviera a llamar a mi General Padrenuestro. La
comunicación se dio, efectivamente, cerca de la media noche, pero Paxton Cobbs ya
estaba muerto “era de los duros de roer” pensó, en voz alta, mi General Padrenuestro
“¡o no sabía nada, mi General!” reviró Reyes, mientras Roxana y Melissa entraban a la
casa de la víctima –habían esperado en el carro a que Reyes hiciera el trabajo sucio–
prendieron las linternas y aunque la cara del cadáver quedó desfigurada, Roxana
aseguró que ese no era Paxton Cobbs, por lo menos no el diplomático que estuvo en
Cundinamarca. Entre los tres emprendieron la requisa del cuarto de estudio y de la
alcoba principal; de las fotos enmarcadas, a lo largo de la escalera que subía al
segundo piso, llegaron a la conclusión de que no se trataba de ninguna duplicación de
identidad sino que acababan de matar a un hermano del exembajador; otros papeles,
entre los cajones del escritorio, corroboraron que se trataba de Francis Alexander
Paxton Cobbs, también integrante de la Marina de los Estados Unidos y homosexual a
juzgar por las fotos, el contenido de los cajones de las mesitas de noche y la pornografía
sobre los estantes de la televisión. Las diferentes tallas de ropa y las etiquetas de los
remedios farmacéuticos indicaban que, en la casa, vivían dos hombres y que, sin duda,
eran pareja; optaron por esperar al otro hombre y sacarle información a la fuerza. Con
cierta reciedumbre, Reyes ordenó a Melissa que se fuera, porque no la podía seguir
involucrando; Ella reconoció la gravedad del lío en que se metieron y salió tapándose la
cabeza; por seguridad, tomó el carro alquilado a su nombre y lo devolvió en Atlanta al
amanecer. Roxana no era de autoflagelarse emocionalmente y no le importó mucho el
error cometido, menos aún cuando percibió, en las costillas, debajo del brazo del
cadáver, un tatuaje con el clavel y la espina; ella y Reyes lograron una espera
productiva, hurgando entre archiveros baratos de cartón armable, de esos que se
compran en los stationeries japoneses, se toparon con un sobre que contenía una llave,

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cuadrada y grande, con el número 315 en letras rojas y un logotipo borroso que parecía
un marrano. Habrían podido restarle importancia pero, revisando una laptop que
encontraron sobre la mesa de la cocina, leyeron una serie de correos electrónicos,
entre John Paxton Cobbs –el exembajador– y su hermano, de los cuales se infería que
John vivía en Filipinas y que dejó sus pertenencias en una bodega arrendada: la 315 de
Big Pig Storage for Rent, en Pensacola, a un poco más de cinco horas por carretera; la
pista –es cierto– no parecía mayor cosa, sin embargo revisar la bodega podría resultar
más eficiente que torturar a un desconocido que, de pronto, no sabía nada. Reyes y
Roxana decidieron salir mientras estuviera oscuro, escucharon el pestillo de la puerta y
ambos apuntaron sus armas al hombre que entraba, a la casa, pero estaba tan
borracho que acertó, sólo, a llegar al sofá, balbucear: “¡I´m home, my love!” y caer
privado. Reyes y Roxana procedieron a montar un escenario que simulaba el suicidio
de su amante; salieron corriendo, con el temor de haber dejado una escena del crimen
plagada de fallas, a pesar de que nunca se quitaron los guantes y Roxana se cubrió el
pelo con una gorra plástica que encontró en la ducha. “Esperemos que los técnicos
forenses, de verdad, no sean tan efectivos como los de las televisión” comentó uno de
los dos, pero fue muy poco lo que se rieron. En Pensacola se reunieron, de nuevo, con
Melissa; ella y Roxana entraron a la compañía de bodegaje; conscientes de las
cámaras de seguridad, utilizaron cachuchas deportivas, se cambiaron de peinado y de
maquillaje; mantuvieron contacto con Reyes por celular. Las pesquisas resultaron
infructuosas porque no encontraron nada incriminatorio: ni armas, ni drogas, ni fotos, ni
listas de espías enemigos, ni códigos sospechosos entre maletas con clave, ni
aparatos con luces de colores, ni nada que hiciera tic tac; no había ninguna cajita negra
con un microship adentro, ni una palanquita capaz de desencadenar la tercera guerra
mundial, sólo muebles de cocina, de comedor y de sala baratos apilados unos sobre
otros. En un restaurante, desapacible, de comida tex-mexican, los tres se sentaron a
esperar a que los atendieran y con base en una propuesta de Melissa, tomaron una
decisión: la única forma de no levantar sospechas –“porque el que huye, otorga” decía
mi General Padrenuestro– era llegar, pisando fuerte, a las oficinas de la Thorn
Carnation y a nombre del Ministerio de Guerra, Defensa e Inteligencia de un país
soberano, pedir las explicaciones, del caso, sobre la invasión del espacio aéreo por
cuenta de sus aviones que, reiteradamente y durante los últimos meses, infringían las
leyes internacionales y los tratados entre ambos países. De vuelta a Jacksonville, las
dos mujeres compraron ropa nueva, mientras Reyes ultimaba algunos detalles con mi
General Padrenuestro; estaban con la moral en el piso, pero los animó pensar, por lo
menos, que se estaban librando de ser arrestados y de tener que dar explicaciones por

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un crimen sin móvil aparente o algo peor, como ocultar información criminal o
conspiración internacional.

Al día siguiente llegaron a la Thorn Carnation ofreciendo disculpas por llegar sin cita
previa. Melissa tomó la vocería y amenazó con volver más tarde, con periodistas de las
principales cadenas noticiosas, si la más alta autoridad de la compañía no los recibía;
su figura decidida, su gestualidad de mujer poderosa y una dicción perfecta del inglés,
lograron que los tomaran en serio; se presentó como asesora de asuntos
internacionales especializada en derechos humanos, Reyes como representante de
las fuerzas militares de Cundinamarca y Roxana como su asistente. Los recibió un
hombre viejo –el director general, en persona– en una oficina amplia y decorada con
fotos de los últimos ocho presidentes de los Estados Unidos –exceptuando a Jimmy
Carter– y una muy particular de J. Edgar Hoover entregándole un diploma, a un joven,
ante una audiencia de universitarios; las demás imágenes, en las paredes, eran dibujos
de niños, africanos y asiáticos, la mayoría, mostrando su agradecimiento por la ayuda
de la Thorn Carnation en desastres naturales y paisajes desolados de hambruna y
guerra. La edificación parecía de un solo piso, pero el viejo les contó, mientras los
guiaba por interminables jardines de invernadero, que había más niveles bajo tierra,
dedicados a la investigación. Los impactaron varios proyectos, especialmente el de la
modificación genética de un plancton para ser cultivado en lagunas artificiales de muy
poca profundidad, la creación de ecosistemas vegetales en el desierto y la invención de
un filtro de agua con capacidad para eliminar bacterias y al tiempo proteinizar y
vitaminizar el liquido con extractos vegetales y leguminosos. A la hora del almuerzo, los
cuatro se dirigieron a una cafetería rodeada de fuentes y estanques de agua cristalina y
azulejos plateados como espejos; “es como estar en la mitad de una biosfera” comentó
Melissa y el viejo contestó en español que estaban debajo de una cúpula o domo, de
ambiente controlado y se puso feliz de poder contarles que su mujer era costarricense y
sus hijos bilingües. Roxana retomó un nuevo aire al comprobar que podía hablar en
español –la intimidaba su regular manejo del inglés– y se lanzó a preguntar en tono de
reportera: “¿Podría explicar usted, señor director, por qué se ven marines uniformados
caminando por sus instalaciones?” sin asomo de excitación, el viejo les explicó sobre el
programa de colaboración que manejaban, con el ejército naval de los Estados Unidos,
para acceder con rapidez a los sitios más remotos y peligrosos de la tierra, con el
propósito de llevar alimentos a los más desfavorecidos y repartir equitativamente
–hasta donde la buena voluntad fuera posible– los recursos alimenticios de las
regiones con superávit agrícola. Después se extendió por varios minutos sobre el

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carácter esencial y proactivo de la participación de los marines en los países
subdesarrollados y fue cuando Melissa aprovechó para introducir el motivo de la visita,
poniendo sobre la mesa un reporte pormenorizado del itinerario de sus aviones y la
frecuencia con que aterrizaban en San Juan de Rioseco, seguido de la pregunta: “¿Por
qué, su compañía, señor director, está violando nuestro espacio aéreo?” El viejo no
perdió la compostura y explicó que la Thorn Carnation goza de la misma credibilidad
que la Cruz Roja, en las zonas de conflicto y que muchas aeronaves de traficantes de
armas y otros tipos de actividad delictiva, se hacen pasar por ellos; se comprometió, sin
embargo, a investigar más a fondo el asunto y rendir un informe, al gobierno de
Cundinamarca, que le tomaría un par de semanas. La respuesta del viejo fue la
esperada, sólo les quedaba despedirse de él y apurarse en llegar al aeropuerto de
Jacksonville, antes del último vuelo a Guantánamo y de ahí, hacer la conexión para
regresar a El Dorado; tenían tiempo para tomarse el café que se acababan de servir y
recapacitar ante el hecho de que al no encontrar el ambiente hostil que esperaban,
alertarían a los medios de comunicación, desde Bogotá, para acelerar la entrega del
informe y las respuestas, por parte de la Thorn Carnation y eventualmente del gobierno
de los Estados Unidos. En el televisor del híper moderno establecimiento, la noticia de
última hora mostraba la casa y el cuerpo inerme que, ellos, dejaron esa noche; Roxana
se levantó con la excusa de buscar más azúcar para su café, pero con el ánimo de
discernir si el reportaje hablaba de suicidio o de asesinato; cerca del dispensador, cruzó
la mirada con uno de los marines que conversaban frente al televisor. Se reconocieron
al instante; ella trató de agarrarlo por la camisa color caqui, no pudo y se lanzó a
perseguirlo; el uniformado conocía la edificación, entró por una puerta lateral tumbando
canecas a su alrededor; Roxana gritaba: “¡Stop him! ¡Stop him!” pero nadie se
entrometía, ni colaboraba. Quienes atestiguaron la persecución, pensarían que una
mujer descalza, en bermudas y blusa playera –porque fue dejando atrás la chaqueta y
los zapatos que le incomodaban para correr– persiguiendo a un marine en una de las
instalaciones más protegidas de la Florida, debía ser un lío de faldas –supongo, yo, que
debía pasar a menudo porque nadie se inmutó, ni sonaron alarmas, ni se cerraron
puertas de seguridad, ni nada– continuaron corriendo a través de espacios de
experimentación biológica, que era como pasar de una atmósfera, a otra; entre más
pisos subterráneos bajaban, más iluminados los invernaderos artificiales, más amplios
y más oxigenados; Roxana sentía un aliento irrefrenable que le permitía correr sin
cansarse y al mismo tiempo soltar improperios y amenazas. Finalmente, el perseguido
se deslizó en un barrial y cayó al suelo, ella tomó un cable de hidro-alimentación para
atraparlo por el cuello y agachada, con su rodilla en la espalda del marine, le presionó

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las carótidas. A cuatro o cinco pisos de profundidad, en un sitio que parecía Wyoming,
en verano y al mediodía, Roxana le había causado un desmayo a Belarmino Congote
–el tonto, el retraído, el bueno para nada, coime por excelencia, capaz de ganar
indulgencias limpiando orinales con la lengua o disparando con una puntería
extraordinaria– lo escondió en un baño donde lo amarró, con su propio cinturón, a la
tubería de un inodoro y enseguida lo despertó a cachetadas. Lo primero que el hombre
musitó –con acento de norteamericano, para no sentirse rebajado en su propio país–
fue: “¿Usted cree, señorita Roxana, que va a poder sacarme de aquí?” a lo que ella
contestó: “No creo, por eso la idea, es matarlo aquí mismo, a menos que usted me diga
algo que merezca mantenerlo con vida” se le sentó en las rodillas para inmovilizarlo, le
introdujo los pulgares entre la garganta hasta tocarle la tráquea y Belarmiño, nacido en
la Ciudad de Belice –un puerto gringo-asociado-turístico-caribeño frente al Golfo de
Texas– y bautizado Manuel Hernando Salmuera, se sacudió para salvar su vida, pero el
espasmo de su propio vómito no le permitió articular palabra. Mientras golpeaban del
otro lado de la puerta para derribarla, Roxana la trancó atravesando unos casilleros de
metal, se sentó sobre la tapa del inodoro, le rodeó la cabeza con las piernas y ejerció
presión para estrangularlo; su víctima alcanzó a balbucear: “El celular, las fotos del
celular” antes de caer inconsciente, de nuevo; después de mirar las fotos y exclamar
“¡Puta vida!” Roxana lo soltó, le dio respiración boca a boca y apenas Belarmiño
reaccionó, cinco guardias de seguridad forzaron su entrada al baño. Reyes había
corrido detrás de ellos y los alcanzó; él y Roxana mostraron sus credenciales de la
Oseta que, por el reverso, los habilitaban como agentes internacionales reconocidos
por la Interpol y declararon: “Este hombre ha violado las leyes penales internacionales,
ha cometido crímenes en nuestro país y debe ser arrestado inmediatamente”. Una vez
enterados de las causas del incidente, a Melissa no le costó ningún trabajo negociar
con el viejo director general: “Nos llevamos al marine y nunca hemos visto aviones
suyos en los cielos de Cundinamarca”. No sólo aceptaron el trato sino que dispusieron
de un avión de la Thorn Carnation –para evitarles contratiempos en inmigración– que
los trajo hasta Bogotá. Reyes se acuerda haberse preguntado: ¿Por qué se pusieron en
evidencia tan fácil? La aeronave que los trasladó estaba equipada con la última
tecnología en espionaje y los miembros de la tripulación ni se ruborizaron, al relatar, por
ejemplo, sobre desembarco de hombres, equipos y dotación militar en zonas
estratégicas secretas y el uso compartido, con el narcotráfico, de pistas de aterrizaje
clandestinas; inclusive se ufanaron de su avanzado sistema de camuflaje aéreo, capaz
de evadir los rastreos de las torres de control de los aeropuertos internacionales y de
los radares fronterizos. Hablaron, también –los tripulantes de la nave– como un hecho

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cierto e irreversible, de la conversión de San Juan de Rioseco en un nuevo país: la
República de Marquetalia, cuya capital sería Dry River City. Manuel Hernando
Salmuera, alias Belarmino Congote, llamado: Belarmiño, murió antes de llegar a
Bogotá. Roxana se sintió mal con mi General Padrenuestro porque nos quedamos sin
saber qué tan enterado estaba, el imberbe infiltrado, de nuestras operaciones o sobre
la posibilidad de que existieran espías en niveles más altos de la Oseta; y lo más
importante, qué tan involucrada podía estar Saskia con los objetivos norteamericanos.
Tampoco logramos reconfirmar la sospecha –casi cierta– de que la Thorn Carnation
fuera –y siga siendo porque aún existe– una empresa de espionaje y de infiltración
militar disfrazada de Sor Teresa de Calcuta. En todo caso, quedamos asustados, con
un fuerte sentimiento de vulnerabilidad; mi General Padrenuestro se preguntó: “Si una
mosquita muerta como Belarmiño logró servir de agente encubierto por tantos años
¿en quién podemos confiar ahora?” lanzó conjeturas al aire, se comunicó con Blas para
averiguar cómo iba su búsqueda de Saskia en San Juan de Rioseco y éste le contestó
que desde la presencia permanente del Presidente Canallas –quien seguía
rehusándose a volver a Bogotá– él sólo veía incremento de ejército, de armamento y la
instalación meticulosa de las minas quiebrapatas, a lo largo de las fronteras, que él
mismo –antes de quedar al descubierto su traición– había llevado y que los
machacanes ensayaron, delante de él, haciendo saltar un perro y un cerdo por los
aires; reiteró que Saskia era inalcanzable, pues usufructuaba del mismo círculo de
protección del Crespo Carrascal y que sólo lograba verla, desde sus escondites, con
potentes binoculares, muy de vez en cuando, recorriendo la región y actuando –pienso,
yo, ahora– como una Manuelita Saenz o una Eva Perón, en la sombra –si se me permite
el exabrupto–. El expediente de Saskia estaba lejos de quedar cerrado, pero estuvo a
punto de pasar a un segundo plano, hasta que Roxana, con el ceño fruncido y una
extraña solemnidad, le mostró a mi General Padrenuestro las fotos del celular de
Belarmiño: diversas tomas de Saskia, apoyada en la baranda de un muelle,
conversando con el asesino de Celina. Primera y última vez –porque no recuerdo otra–
en que mi General Padrenuestro sintió la rabia de su propia ingenuidad, tenía la cuchilla
en la mano y cerró el puño hasta cortarse, hasta ver salir la sangre; pasó la noche en su
oficina, solo, sin Melissa, sin nadie, frente al ventanal, asimilando el horizonte de la
ciudad al del cuerpo de Celina y sintiendo, con las andanadas del recuerdo, su fuerza
de mujer nervio-cordillera-asfalto.

Mi General Padrenuestro hizo venir a Quesada y a Blas de San Juan de Rioseco; antes
de la reunión, citada para el mediodía, nos enteramos que Belarmiño no murió de las

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heridas infligidas por Roxana, que los exámenes forenses revelaron una dosis letal de
Bromitán que le ocasionó un paro cardíaco y que le fue suministrada, en el avión, por
los supuestos paramédicos que de buena voluntad se ofrecieron a acompañarlos de la
Florida, hasta nuestra capital; mi General Padrenuestro hizo subir su cadáver a la sala
de juntas y lo colgó, frente a nosotros, desnudo y atravesado por los cosidos de la
autopsia, de un gancho de esos que se usan en los congeladores de las carnicerías.
Melissa se disculpó y salió corriendo después de suplicar con rabieta de niña
consentida: “Aquiles, ¡no hagas una locura!” Mi General Padrenuestro sacó del cajón
de su escritorio una pistola Macarov –regalo del terrorista Ilich Ramírez Sánchez por
haberlo escondido, en el segundo piso de una casa en arriendo, en la misma cuadra de
la embajada de Francia, en Bogotá– y vació el cargador en el cuerpo inerte que con la
potencia de los disparos se balanceó durante un rato: un acto simbólico que sólo él
entendió. Blas descolgó al hombre, muerto dos veces y de una brazada se lo echó a la
espalda, lo devolvió a la morgue y dio instrucciones claras de que lo disolvieran en
ácido hasta que quedara irreconocible. Mi General Padrenuestro declaró a Saskia
objetivo militar número uno del Ejército de Cundinamarca, salió a buscar a Melissa y
cuando volvió sembró sus ojos, en los de ella y exclamó: “¡lástima no haberme dado
cuenta antes!” y concluyó que, de la misma manera como la familia Espinel-Carrascal-
Machacán-marines-Estados Unidos manipuló al Comandante Zamorano para ponerlo
al mando de Barinas Apure, facilitado su ascenso al poder y coaccionado sus
decisiones –antes de que él se sacudiera de su asfixiante yugo– estaban haciendo lo
mismo con el Presidente Canallas para crear un nuevo país: la nueva República de
Marquetalia, la cual –dicen las malas lenguas– ya aparecía en los mapas secretos de la
CIA. Mi General Padrenuestro golpeando la mesa, con las venas del cuello a punto de
estallar, gritó: “¡Vamos a extirpar ese tumor canceroso que nos está matando!” y aún,
hoy, debatimos si se refirió a Saskia, a los Estados Unidos o a ambos.

Teníamos dimensionado al enemigo y el escenario no podía ser peor; como los


adversarios que sucumbieron frente a los estandartes de las águilas romanas o
–cientos de años después– frente al águila imperial alemana, estábamos enfrentados,
nosotros, al águila norteamericana: majestuosa, sí, pero con sus patas de mil garras se
había convertido en la gran conquistadora-avasalladora-subyugadora de nuestra
época. Los Estados Unidos logró polarizar a Cundinamarca, pero mi General
Padrenuestro no les dio el gusto de tomarse el poder y se quedaron sin un enemigo
personalizado con el cual justificar una guerra o una invasión soterrada; como lo
hicieran, en nuestra región, con Salvador Allende, en Chile y eso, por no dar nombres

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propios de sus intervenciones en otras partes como: Corea, Indonesia, Vietnam,
Líbano, Libia (dos veces), Iraq (dos veces), Somalia, Bosnia Herzegovina, Sudán,
Afganistán (dos veces), Yugoslavia y Filipinas, entre otros. Por mi parte, quedaba un
cabo suelto y mi General Padrenuestro no demoraría en preguntarme por mis
averiguaciones sobre Reina, en la Bombonera; Andulima debió creer que después de
sus evasivas, condimentadas de sexo, se libró de mi insistencia por conocer el origen
del odio, de su madre putativa, por mi General Padrenuestro y nada más lejano de la
realidad: ella, tendría que ayudarme a resolver la incógnita. La discusión seguía vigente
y en eso fui muy claro; la invité a comer, no pudo ocultar su molestia de que tocara el
tema, desde antes de llegar al restaurante, pero entendió que yo tenía órdenes
expresas que cumplir, así, como ella, las tenía, también, implícitas de colaborarme, no
tanto porque entre los dos hubiera un lazo romántico sino para no echar por la borda los
esfuerzos que, ella, había hecho por pertenecer al departamento de inteligencia de la
Oseta, para lo cual sólo le faltaba el grado y un diploma con la firma de mi General
Padrenuestro. Logró convencerme sobre su desconocimiento de los móviles de Reina,
entonces debatimos, hasta la saciedad, las distintas estrategias para lograr conocerlos
y escogimos la más idónea y que no involucraba a Cuin, cuya fidelidad con su mentora-
amiga-patrona nos hubiera puesto en su contra –era lo más seguro–; Andulima se
reuniría con Reina en el cuarto donde quedaba el espejo falso y la confrontaría,
mientras yo grabaría la conversación para tener una prueba física definitiva; ella no
entraba nunca a ese cuarto, salvo cuando le hacían la terapia antivárices, por eso
Andulima –a escondidas– canceló dicha cita y cuando la masajista no apareció, le
sugirió a Reina que, ella misma, podía frotarle las pantorrillas y los muslos con vaselina
y azúcar, que era como le estaban tratando el problema, dos veces a la semana, previo
a sus interminables baños con sales aromáticas. Mientras preparaba la cámara de
video, me encontré rezando para que el asunto fuera un malentendido; si me iba a
casar con Andulima –algún día– y hacer el esfuerzo de que lo nuestro funcionara, lo
mínimo que necesitaba era que mi General Padrenuestro –figura paterna mía y de los
cundinamarqueses– se malquistara con mi futura suegra. Me sentí mal cuando
empecé a filmar; Reina celaba su intimidad debido a las inseguridades que le causaban
las deformidades de su cuerpo, por eso aborrecí, tener que hacerlo pero fui lo más
discreto que pude con los encuadres del lente. Después de unos masajes con los
nudillos, Andulima consideró oportuno comentar: “Reina linda, no sabe cómo me alegro
de que usted haya hecho las paces con el General Padrenuestro”. Reina no dijo nada;
Andulima, entonces, para no frustrar nuestro plan, fingió reflexionar en voz alta: “¡Es tan
querendón, mi General –no se le ocurrió otro adjetivo– es una especie de padrino para

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nosotros y siempre me he preguntado, mi Reinita linda ¿usted por qué lo odiaba
tanto?!” Antes de lo esperado y para su sorpresa logró una respuesta: “Andulimita,
cariño, mirémoslo de esta forma” le hizo señas para que no interrumpiera el masaje y
prosiguió: “Tuve la oportunidad de vengarme y la dejé pasar, a consciencia: compré una
pistola e hice prácticas de tiro y en la alacena tengo, todavía, el arsénico, sin destapar,
para ponerle a las almojábanas que se come con tanto deleite” se volteó boca abajo
para que Andulima le masajeara la espalda, se bajó los calzones hasta la mitad de las
nalgas; pensamos que iba a seguir hablando, a poner un punto final, pero no lo hizo; al
cabo de unos minutos lloró, en silencio, con lagrimones que de haberse prolongado,
hubieran podido inundar una ciudad; se volteó hacia un costado y sólo se escuchó un
resoplido profundo, como salido del alma y fue cuando: ¡le vi el tatuaje! Acercándome,
con el zoom de la cámara, ahí, donde termina la columna vertebral, le vi el mapa de
Cundinamarca y lo entendí todo: recordé la limusina del Presidente Robusto Arcángel
de la Peña, su cojinería de cuero rojo, el cuerpo desnudo más bello que he visto en la
vida, la tarde infernal y los ininterrumpidos sonidos de las flotas volviendo a Bogotá.
Interrumpí la filmación, ya no necesitaba de ningún testimonio. Reina se sentó en la
camilla y con sus ojos en los de Andulima, preguntó: “¿O esperabas otra respuesta?” y
quedó, en el aire, un punto de interrogación definitivo. Andulima no tuvo más que
quedarse callada y pensar que la irrestricta evasiva de Reina, bien podía ser, por la
razón que fuera, la antesala del perdón.

“Un hombre sin cabeza está muerto y con dos cabezas está desahuciado” le dijo mi
General Padrenuestro a Roxana, refiriéndose al estado crítico de nuestro país, antes
de pedirle que organizara una rueda de prensa, para esa misma tarde, en la que
anunció que al día siguiente, a las cinco de la mañana, entraría a la zona de despeje por
la fuerza, recuperaría la soberanía en San Juan de Rioseco, traería sano y salvo al
Presidente en ejercicio, Víctor Canallas Garrido y lo reinstalaría en la Quinta de Nariño.
Quesada, Roxana, Reyes, Blas, Polanía y yo nos reunimos enseguida a compartir
nuestra preocupación y era que sin tener una evaluación clara del despliegue militar de
los Estados Unidos en la zona, mi General Padrenuestro, cegado por la furia y con el
único objetivo de sacar a Saskia de su guarida, nos estaba llevando a una derrota
segura; manoteamos y nos halamos las mechas; menos Blas, quien se mantuvo
–como de costumbre– callado en una esquina, con esa cara de “aquí no pasa nada”
que siempre tenía, pero con sus maquinaciones siempre atentas. Nuestra reunión
resultó inútil, por dos razones: porque nadie sería capaz de señalarle a nuestro
comandante su equivocación y porque todos lo apoyaríamos, al otro día, convencidos,

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como lo habíamos estado siempre, de que mi General Padrenuestro era invencible y
muy posiblemente: inmortal.

Los medios de comunicación internacionales titularon en un mismo sentido: “Se agrava


la crisis en Cundinamarca; el General Padrenuestro a punto de romper acuerdos de
paz”; sólo la primera plana de uno de los periódicos locales tituló algo distinto: “General
Padrenuestro busca su octavo sol”. Me pareció digno de enmarcar, porque ese titular
es el símbolo de que nuestro periodismo –después de la muerte de Emilio Esparta–
siempre ha estado a la altura de las circunstancias –no digo que no– pero en el bando
equivocado, es decir: en el de la parcialidad, al servicio de los tejemanejes políticos y de
las componendas económicas, aliados con las grandes potencias. Lo único cierto, de
ese acontecimiento que se presagiaba histórico, era que mi General Padrenuestro, por
apresurado, tenía la adversidad en su contra: el enemigo más peligroso, del hemisferio
occidental, mal evaluado cualitativa y cuantitativamente; una toma de decisiones
motivada por la sed de venganza; un cinturón de minas quiebrapatas alrededor del
campo de batalla con niños, niñas, mujeres y familias enteras en la mitad de las
hostilidades y el hecho –para no entrar en más detalles desafortunados– de que a
Cundinamarca, la opinión global le estaba otorgando el mismo tratamiento de paria
que, en su momento, le otorgó a países que no demoraron en hundirse en la desidia
movediza de la diplomacia y el escarnio internacional.

Con el preaviso televisado de nuestro intento de reunificación nacional, las vías de


acceso a San Juan de Rioseco fueron clausuradas, las filas de carros y de gente que,
antes del amanecer, intentaron alejarse de un campo de batalla anunciado,
encontraron barricadas de hombres uniformados que se negaron, en español y en
inglés, a dejarlos pasar. Sólo tenían vía libre los periodistas de los medios de
comunicación, locales y extranjeros, a quienes situaron en puntos estratégicos con la
clara intención de garantizar un cubrimiento noticioso efectivo, para que –por
supuesto– hicieran lo propio y mostraran familias completas de padres, madres,
abuelos, tíos, hijos, perros y gatos estancados en una situación de tragedia
involuntaria. Los televidentes se compadecieron de la barbarie que estaban a punto de
atestiguar; los reporteros se peleaban, de antemano, la primicia del primer disparo, de
la primera explosión y del primer niño muerto y los comentaristas de siempre –los que
narran generalidades para no comprometerse– distrajeron la atención de los
verdaderos hechos: los de un país llevado a la demencia por los mismos intereses
imperialistas, de conquista y manipulación, desde Babilonia hasta nuestros días.

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El primer rayo de sol pegó en la frente de mi General Padrenuestro, al mando de la
fuerza militar y de policía disponible en Cundinamarca entera. A cualquiera que hubiera
querido cometer un delito, en otra parte distinta de nuestra geografía, no le habría
faltado la oportunidad de hacerlo, pero nadie estaba en ánimos de aprovechar una
situación tan desventajosa y lamentable; “se puede ser un asesino desnaturalizado, un
estafador o un raponero, ninguno sale a quebrantar la ley con su madre enferma” decía
mi General Padrenuestro, en ocasiones, lo que demuestra un asomo de fe en la
bondad, supongo; por eso, verlo por televisión acercarse a la entrada principal del
municipio de San Juan de Rioseco, al mando de tantos hombres y rodeado de tanto
valor, con una ametralladora terciada a su espalda y dispuesto a matar a un Goliat
–cancerbero y medusa al mismo tiempo– hubiera sido el final idóneo de su vida y de su
biografía póstuma. Nuestros adversarios esperarían a que entrara armado y él sería el
primer caído en una guerra de uno, treinta, quinientos o mil días ¡qué importaba! La
historia es un ringlete y se trataba, otra vez y como muchas otras, de verdaderos
monstruos de brazos inalcanzables y no de molinos de viento.

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Amén

“¿De verdad pensó eso, Lugarte, que yo iba directo al paredón? ¡Pero usted sí es
mucho güevón!” exclamó mi General Padrenuestro, un par de meses después, en Las
Hamacas. La mañana fatídica, en San Juan de Rioseco, con cámaras y armas de largo
alcance apuntándole a la cabeza, él miró al cielo, apagó, después de una larguísima
bocanada, su mentolado Paquistán, tomó su ametralladora, de la punta del cañón, con
dos dedos –no se movieron ni los mosquitos– la puso lentamente en el piso y se quitó su
uniforme militar hasta quedar en calzoncillos; mientras tanto le hacía señas a un niño
para que se acercara, lo levantó en sus brazos y ordenó a los uniformados hacer lo
mismo: a entrar acompañados, abrazados o de la mano con un civil, pues, no en vano,
se trataba del futuro de todos. Ciertas cosas no cambian, las cámaras de televisión se
distrajeron con las mujeres-soldados-curvilíneas cuyas tanguitas y brassieres lilas,
anaranjados, amarillos, azules, rosados y verde limón colorearon el acontecimiento.
Una vez las armas fueron dejadas de lado en su totalidad, las municiones tiradas hacia
atrás –como se hace con la sal para rechazar la mala suerte– y las tanquetas y
motocicletas de combate se alejaron hasta no verse más, una avalancha humana
–como un plancton multicolor– de militares en ropa interior, abuelos, tíos, tías, padres,
madres e hijos entraron corriendo por diversos flancos sin dejar un solo metro sin cubrir
y al irrumpir en los inmensos sembrados de minas quiebrapatas –que los Espinel y los
machacanes instalaron, proveídas por Blas y con la anuencia de los Estados Unidos,
para ganar la batalla sin mover un solo dedo– el mundo entero lo que observó fue un
espectáculo de dulces, colombinas y algodón de azúcar asaltar el espacio, al accionar
los mecanismos que, del piso, de debajo de la tierra, disparaban –como piñatas
invertidas– toda clase de cosas infantiles y pacíficas que volaron por los aires como
pompas de jabón, con visos de luz como los del arco iris y al ritmo de la música de Led

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Zeppelin; para terminar de joder a los gringos: “I wondered how tomorrow could ever
follow today. The mountains and the canyons started to tremble and shake. as the
children of the sun began to awake. Seems that the wrath of the Gods got a punch on the
nose and it started to flow (…)”

La escena más transmitida por las cadenas internacionales –como sacada de una
secuencia del Correcaminos– fue la pataleta de un marine que, furioso por el engaño,
fue pateando lo que encontró a su paso hasta que se topó con un dispositivo, encondido
debajo de un tronco, que disparó una banderita en la que se leía: “Bang”. Quienes
hubieran podido disparar no lo hicieron, debió ser porque cuando se puede tirar la
piedra, pero no esconder la mano, la maldad se abstiene para no ponerse roja; de resto:
los gringos, invisibles como vinieron, se devolvieron; los miembros del Comando
Machacán que no se habían reinsertado a la civilidad, lo hicieron –por fin– “en nombre
de la paz” dijeron; los narcotraficantes quedaron con las uñas negras de desenterrar
caletas y echárselas al hombro; y Víctor Canallas golpeó al Crespo Carrascal en la
cara, ese fue el único acto de violencia que aconteció ese día.

A Saskia la encontró Quesada en uno de los puteaderos de San Juan de Rioseco


–tratando de repetir el truco de pasar desapercibida– comiendo chicle y “patiabierta
como la lengua de una serpiente venenosa” repetiría él, durante su larga vida; la
sacaron con todo y catre y así la dejaron en los socavones de la Oseta, separada por
una pared de su amante gringo: el penúltimo Crespo Carrascal que le prometió la
residencia en Estados Unidos, como si fuera el paraíso. Cuando mi General
Padrenuestro bajó a matarla, los guardias la sacaron de su celda y no le permitieron ni
lavarse la cara; cuando vio a Edward Frontino, empezó a gritar: “¡Ese señor de allá es El
Crespo Carrascal, lo juro! ¡Ese trigueñito con raíces claras en el pelo es El Crespo
Carrascal!” vociferaba en un tono embrutecido, sin poderse controlar; la sentaron a la
fuerza, esposada a una silla de metal y cuando sintió los pasos recios y la presencia de
quien fuera su bestia, no pudo mirar de frente; para cuando lo hizo, ya tenía una bala
alojada en el cerebro, entre la ínsula y el núcleo estriado, que es donde se origina el
deseo sexual. Mi General Padrenuestro, se paró frente al cadáver y miró al infinito
desde un cuarto, con poca luz, sin ventanas y techos de concreto; el cielo, sin embargo,
le mostró una estrella enorme y pertinaz en su brillo, como Celina.

A las ocho de la mañana del día siguiente, fue reinstaurado en la Quinta de Nariño el
Presidente de la República Víctor Canallas Garrido, primer mandatario de nuestra

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democracia que, mala o buena, es la nuestra, la propia, la que tiene tanto de río, como
de cordillera, tanto de sabana, como de frailejón. Para otorgarle el octavo sol a mi
General Padrenuestro, se invitó a una ceremonia sin precedentes: el salón
Independencia de la Quinta de Nariño, que no se había vuelto a utilizar, desde las
kermeses sabatinas organizadas por la hija del Presidente Zacarías Paipilla, abrió sus
puertas a lo más granado del gobierno y la sociedad y a las cadenas de noticias locales.
Las cámaras hicieron primeros planos de varios de los invitados principales, inclusive
del embajador de los Estados Unidos, quien paladeaba su whisky con mesura y
compartía pasabocas con sus pares diplomáticos. En primera fila, estábamos los que le
importaban a mi General Padrenuestro: Martina, cuyo color de piel le recordaba a
Celina, ruborizándose, aún, con la mirada de los jóvenes cadetes; Carmen, estrenando
el poder de su escote y su minifalda; Eulalia –la más bella– soñando con estar en otra
parte; Quesada y Roxana, con sus meñiques entrelazados; Reyes, molesto con Pili
Vanilli porque salió muy desabrigada; Polanía, emparejado con una de las floppies;
Reina, la más emocionada, luciendo un sombrero ornamentado y enaguas de crinolina,
como una matrona victoriana; y a Andulima y a mí, nos tocó sentarnos a lado y lado de
las mamás de Carmen y de Eulalia que ya no se separaban ni para ir al baño. Blas
permaneció parado en una esquina, con las manos atrás y el cuerpo inclinado hacia
delante “en posición de pingüino” como nos gustaba decir, porque era capaz de no
moverse por horas, como si estuviera congelado. Melissa se abstuvo de ir a la
ceremonia; se fue a vivir sola y empezó los trámites de su divorcio; no asistió, con la
argumento de no quitarle protagonismo a las hijas de mi General Padrenuestro, excusa
que funcionó varias veces, incluso para no casarse con él, pues a ellos los unía el
desapego: la fórmula más duradera del amor.

Pasamos la tarde, tomando chocolate con queso y almojábanas, en la Bombonera;


rememorando viejos cuentos y empezando a fortalecer nuevos lazos. Cuando Reina se
disculpó para irse a arreglar, sacamos a los clientes de los cuartos y los reservados, con
el ardid de siempre: “¡La policía volteó la esquina!” gritamos, los ayudamos a salir, en
ventolera y con las demás chicas corrimos muebles, prendimos luces, inflamos
bombas y colgamos serpentinas; a las dos horas, Reina bajó las escaleras y se topó, de
frente, con una mesa de centro y una champaña Viuda de Clicquot entre cubos de hielo.
¡Se veía radiante! –debió pensar que alguien, estaba celebrando algo– Llamó a Cuin,
sin alzar la voz, pues no quería despeinarse y ahí fue cuando entramos todos al salón,
por las puertas corredizas que daban al comedor y nos quedamos aplaudiendo, hasta
que mi General Padrenuestro tomó la botella e hicimos silencio, de acuerdo a lo

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planeado. “Señora Reina, permítame pedir, a nombre de Lugarte, la mano de Andulima
en matrimonio” dijo con solemnidad y apenas descorchó la champaña, se llenaron las
copas y gozamos, en familia, la estridencia de los abrazos y las felicitaciones. Después
de dar el “sí” y agregar: “Se la entrego toda” Reina y mi General Padrenuestro –¡buen
augurio!– compartieron la limosina y otra botella de champaña, camino a la Quinta de
Nariño.

Antes de subir al estrado, donde se pronunciarían los discursos de rigor, Víctor


Canallas y mi General Padrenuestro coincidieron en un camerino; el primero ordenó a
la maquilladora, encargada de quitarles el brillo de la cara, que los dejara solos y –con
atropello en sus palabras– tomó a mi General Padrenuestro del brazo y se lanzó a decir:
“Esos hijos de puta llegaron una noche y sin sentarse, ni dejarse invitar a un tinto, me
pidieron que fuera Presidente de la República” después de una pausa incómoda,
continuó: “¿Usted me entiende, mi General?” y sin esperar respuesta, pero lanzando
una pregunta al universo, exclamó: “¡¿Usted cree que alguien puede sustraerse a una
dignidad así?!” Con la mirada fija en las luces alrededor del espejo, mi General
Padrenuestro le contestó: “Yo lo entiendo, Presidente, no se preocupe” y no tuvo más
remedio que poner su mano sobre la del primer mandatario, quien aún no le soltaba el
brazo.

En vez de uno, le impusieron dos soles a mi General Padrenuestro: el octavo y el


noveno “uno, mi General, que le otorgan las instituciones de nuestra democracia y otro
que le otorga el pueblo” expresó, con tono alegórico, Víctor Canallas, al tiempo con
otras frases de cajón. Yo le había escrito un discurso para agradecer sólo un sol y me
intrigaba comprobar cómo se las arreglaría para corregir el entuerto; sin embargo, por
más pendiente que estuve, mi mente no registró sino bla, bla, bla, blablá, blablá y bla.
Los titulares del día siguiente, fueron predecibles: “Tomó uno y se llevó el otro gratis”,
“tiene más soles que una constelación”, “al que no quiere caldo …” El fin de semana
siguiente, en Las Hamacas, mi General Padrenuestro comentó: “Menos mal que la
ceremonia no cayó el día de mi cumpleaños porque, fijo, son capaces de ponerme tres
soles”.

Mi General Padrenuestro dedicó sus días a espantar sin misericordia a los novios de
sus hijas, que eran “unos imbéciles hasta que no demostraran lo contrario” decía él y a
ninguno le dio la oportunidad de desmentirlo; le tocaba a Melissa interceder cuando
alguno de ellos se convertía en pretendiente. Quesada y Roxana se casaron cuando

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ella quedó embarazada de una niña a quien bautizaron Celina. Reyes y Pili Vanilli se
fueron a vivir a Miami, él renunció a su carrera militar y se dedicó a vender equipos de
alta tecnología militar. Polanía se fue como socio de Reyes. Blas siguió trayendo panela
de San Juan de Rioseco y llevando mercancías a La Perla, negocio que convirtió en
ferretería. Las veces que logró reunirnos a todos, a la familia de su corazón, en Las
Hamacas, mi General Padrenuestro señalaba el cielo y decía: “Celina nos está
mirando”.

El Presidente Víctor Canallas logró acomodar la Constitución para hacerse reelegir y


duró ocho años en el poder; una mañana se levantó nadando entre un hedor
nauseabundo y sus subalternos le confesaron que el Río Bogotá llevaba un par de
meses desbordado; llamó, con alarma, a la Oseta y vociferó: “¡Estamos de mierda
hasta la coronilla, mi General, hay que hacer algo!” mi General Padrenuestro contestó
“Presidente, ese ya no es mi problema”. Del otro lado de la línea salieron, por la bocina,
palabras ininteligibles y al rato se escuchó decir: “Habría otro sol disponible para usted,
mi General, si nos presta su ayuda” y prendiendo su mentolado, con dos bocanadas
seguidas, contestó: “Presidente, eso ya sería demasiado” y colgó; Melissa lo esperaba,
sentada en el inodoro del baño de mujeres, a donde mi General Padrenuestro entró,
golpeándose el pecho y dando un grito como los de Tarzán en la selva.

A mí, sólo me faltaban dos últimas tareas para honrar la memoria de mi General
Padrenuestro: la primera fue llevar a Reina a la Casa Museo Emblemático de Bogotá,
donde hacía un par de años exhibían la limusina negra y vino tinto que fuera del
Presidente Robusto Arcángel de la Peña; se subió temblando la pobre, adolorida por el
recuerdo, acarició el cuero rojo, pero se repuso de inmediato. “Siempre supe quién era
usted, Lugarte, el enfermero imberbe de aquella tarde aciaga” confesó y me explicó que
cuando el tiempo le sanó las heridas –las del alma– rogaba a dios para que yo no
descubriera la verdad pero “¡ya no importa!” exclamó y reiteró: “La Reina que murió en
esa carretera no habría sido una mujer feliz” y sonó con la seguridad de quien ha
descubierto la justa dimensión de su propia vida. Reina no logró contener un llanto
enorme, que calificó como “liberador” y que duró tantos días como años duró
planeando su venganza, cuando le expliqué que la limusina tenía un botón escondido
debajo del tapete –imposible de ver– que el dictador utilizaba para deshacerse de sus
enemigos, mecanismo que mi General Padrenuestro desconocía.

La segunda tarea fue leerle esta biografía a Blas, en voz alta, quien aseguró haberse

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emocionado mucho, aunque ni sus palabras, ni sus gestos, en algún momento lo
revelaran. A duras penas emitía unos ruidos como de burro bien alimentado cuando yo
leía su nombre y mencionaba sus proezas. Lo último que dijo, antes de irse, pellizcarme
la tetilla, cerrar la puerta y por la fuerza de la costumbre, echarle llave por fuera, fue:
“Por si acaso no se ha dado cuenta, Lugarte, esta también es nuestra biografía”.

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Datos del autor:

Cr. 6 B # 113-11 Ap. 201


Bogotá, Colombia

(571) 3041838

fabiolozanouribe@gmail.com

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Número: 5779121586
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