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Perder a ambos padres de tan niño es de lo peor que te puede pasar en la vida, lo aseguro.

Mi nombre es Gavrel, sé que no es muy común, pero a mi madre le gustaba inventar


nuevos nombres y apodos a menudo, o eso me decía mi padre.

Yo a ella no la llegué a conocer, puesto que murió en mi parto, siendo yo primogénito y ella
madre primeriza. Mi padre quedó viudo, lógicamente, y mi abuela, también viuda, le
ayudaba a criarme.

No llegó por poco el día de mi sexto cumpleaños cuando a la puerta de mi pequeña y triste
casa llegó una carta. Carta que maldigo desde el día en que mi padre puso las manos sobre
ella por primera vez.

–"Estimado señor Avilés, tengo el placer de informarle que ha sido escogido como uno de
los noventa y cinco hombres que jurarán a la bandera española este día nueve de
septiembre en la plaza del pueblo, Sartaguda.
Recuerde por favor que allí no se dice que van obligados. Si alguien se atreve a preguntar
van 'voluntarios'. De lo contrario, o si no aparece allí ese día en concreto, iremos a su propia
casa por usted, arrasando terminalmente con todo lo que se interponga en nuestro camino.
Nos vemos allí a las doce del mediodía"–

Cuando mi padre leyó la carta se le cambió la expresión completamente. Yo siendo niño y


sin entender lo que estaba sucediendo le pregunté inocentemente que le pasaba, si había
hecho algo malo, o si era mi culpa el que estuviese triste. A lo que él respondió

–Para nada nene, tú siempre eres muy buen chico. No das problema alguno–

Y con esa frase me llevó a dormir un día siete de septiembre.

A la mañana siguiente, mi padre me sacó a la calle. Fuimos al parque, que quedaba cerca
de mi casa, y paseamos por allí durante horas.

A la hora del almuerzo llegamos a casa, la abuela preparó la comida. Sacrificó un pollo y lo
hizo con un par de patatas. Cuando nos sentamos a la mesa me di cuenta de que faltaba
comida, solo había dos platos y éramos tres personas. Aunque mi abuela se negaba, yo le
cedí mi plato. Me quedé sin comer ese día, pero feliz de que mi abuela lo comiera.

Y llegó el día. El temido día que me cambiaría de por vida. Era nueve de septiembre, la
abuela estaba triste, devastada, no tenía ánimo ni para levantarse del lecho, porque a eso
no se le podía llamar cama.

A las diez de la mañana, dos soldados llamaron a la puerta. Mi padre, listo para lo que sea
que le fuesen a hacer, abrió. Los dos soldados al verme esbozaron una leve sonrisa e
indicaron a mi abuela que nos querían a ambos allí. Sobre todo a mí al parecer.

Cuando llegamos mi abuela y yo, aquello estaba acribillado por la gente. Los generales nos
pasaron a primera fila y el acto comenzó.
Los militares desfilaban en formación y en un momento, no sé cómo pasó, mi padre y al
parecer noventa y cuatro hombres más iban metidos dentro de una enorme jaula, así como
si fuesen monos de feria.

Cuando terminó el desfile, sacaron a los hombres, uno a uno, siendo desgraciadamente el
primero mi padre. Le amarraron con grilletes las muñecas y los tobillos, le pusieron de
rodillas de espaldas a un muro y le enseñaron la bandera de la dictadura española.

Mi padre juró lealtad a ella, aún habiendo criticado muchas veces la dictadura con mi
abuela en voz muy baja. Yo en ese momento no entendía nada, me limité a observar,
atento. Mi abuela le sonrió tristemente, a modo de despedida y, al son de trompetas, un
disparo sonó. Mi padre yacía en el suelo, desangrado.

Así es, los soldados me obligaron a ver el fusilamiento de mi padre teniendo yo solo cinco
años de edad. Yo, aún incrédulo, lloraba. Era un niño pequeño, ¿¡En qué estaban pensando
para hacerme ver algo así!?

Ese día volví a casa triste, destrozado y mi vida no fue más la misma…

Años más tarde aquí sigo, trabajando como ganadero, en el pueblo en el que vi morir a
padre…

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