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XIX_0_1257474264.html

Tulio Halperín Donghi: Adiós al retratista


del siglo XIX

Mariano Plotkin, Hilda Sabato y Francine Masiello


evocan el talento del fallecido historiador de la
Argentina, también especializado en peronismo. Su
último libro fue una semblanza de Belgrano. 

Berkeley, abril de 2014. En esas aulas, Halperín Donghi prefería el español y hablar de
literatura. Siempre añoró la Argentina. (Foto: Jim Block - Clas Berkeley)

Maestro sin discípulos

Por Mariano Ben Plotkin, doctor en Historia por la Universidad de California, Berkeley.

Tulio Halperin Donghi ha muerto y con él se ha ido no solamente uno de los historiadores
más brillantes y reconocidos de la Argentina (y me atrevería a decir de América Latina),
sino también uno de los intelectuales argentinos más relevantes de las últimas décadas. Hoy
en día, aun sus detractores no dudan en considerar sus obras como referencias ineludibles.
Pero su pensamiento y su imagen han trascendido en tiempos recientes al reducido círculo
de los historiadores profesionales y especialistas. Su rostro así como su fina ironía se
hicieron conocidos por muchos que jamás lo habían leído, a través de innumerables notas

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aparecidas en los medios locales en los que hablaba sobre los temas más diversos del
pasado y del presente.

Sin embargo, lo que podríamos llamar el “fenómeno Halperin” (su popularidad “ultra
disciplinaria”) ha sido un fenómeno relativamente reciente para un intelectual cuya
trayectoria se ha extendido a lo largo de más de medio siglo. Su estilo, tan complejo como
lo eran los fenómenos que historiaba, así como sus puntos de vista que iban por lo general a
contramano del sentido común básico que permea cierta historiografía muy difundida no
contribuían a convertirlo en un escritor popular. Y sin embargo, lo ha sido.

Aunque sus escritos fueron conocidos y admirados por especialistas desde finales de la
década de 1950, podríamos decir que la popularidad más o menos reciente de Halperin se
dio en dos etapas. Una primera entre los cultores de la profesión quienes, sobre todo a partir
de la vuelta de la democracia, encontraron tanto en sus textos como en la docencia que
llevaba a cabo anualmente en el país una forma rigurosa de hacer historia, nunca
despolitizada, pero sí ajena a su utilización como instrumento ideológico destinado a
legitimar posiciones políticas del presente; una historia que partía de perplejidades y
preguntas y no de certezas pre-concebidas. Esta actitud la conservó hasta el final. Su último
libro sobre Belgrano –que despertó grandes controversias– parte de una pregunta o enigma
que es el que le proporciona el título a la obra. La historia que proponía Halperin dejaba
atrás anacrónicos debates que hoy continúan esforzándose por mantener vivos aquellos
amantes de la historia a-priori. Se trataba de una historia compleja que se negaba a
proporcionar respuestas fáciles a preguntas complicadas, nunca lineal ni teleológica; y
aunque sus preguntas (como las de todo buen historiador) se originaban en el presente,
recusaba cualquier posibilidad de entender el devenir histórico como un proceso
determinístico. La segunda etapa de su popularidad, más reciente, estaba vinculada a su
posición como observador lúcido, ajeno pero a la vez intensamente comprometido con el
presente del país.

No haré aquí un análisis de los textos halperinianos. Sin embargo, quisiera detenerme
brevemente en un libro relativamente reciente, a cuya factura, junto con Jorge Lafforgue, he
asistido de manera más o menos directa: Son memorias. Y si me detengo en este texto no es

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sólo por el papel que me tocó jugar en él, sino porque considero que este libro de madurez
condensa algunas de las virtudes que hacen de Halperin un gran historiador. En una época
donde la memoria se ha convertido en el objeto de una verdadera industria académica –
pareciera que la inclusión de la palabra “memoria” en títulos de proyectos y libros garantiza
su éxito–, Halperin decide escribir un libro que es mucho más que sus memorias, y que de
alguna manera va a contrapelo de buena parte de las premisas sobre las que se basa una
porción considerable de la inmensa producción sobre la memoria que ha inundado el
mercado. He aquí una característica general de la obra de Halperin: nunca rehuyó a los
temas o herramientas metodológicas “de moda” (historia social, económica, cuantitativa,
intelectual, etc); pero se les acercaba y utilizaba desde una perspectiva que le era
enteramente propia, no se subía a ningún “carro historiográfico”.

Son memorias no es un libro académico stricto-sensu, sino una reconstrucción de la historia


argentina entre la década de 1920 y la de 1950, basada en la memoria de alguien que vivió
esos años con una inusual intensidad. Pero es también una reflexión teórica acerca de los
vínculos existentes entre la historia y la memoria y el uso que el historiador puede hacer de
la segunda. Y acá Halperin, fiel a un estilo desarrollado a lo largo de su extensísima
trayectoria, hace una utilización sumamente sofisticada de la teoría pero sin hacerla jamás
explícita. Esa, creo, es una de las virtudes más importantes de su escritura: la teoría está
siempre ahí, sustentando el análisis, pero al mismo tiempo es casi invisible, velada,
entretejida en el texto y no añadida como un molde dentro del cual se intentan forzar los
hechos, como nos tiene acostumbrados cierta historiografía con pretenciones académicas.
Ese uso casi oculto de sofisticadísimas herramientas conceptuales (tanto las más recientes
como algunas clásicas) es la que permite a Halperin convertir a hechos del pasado –que en
manos menos hábiles serían meras ilustraciones de conclusiones obtenidas de antemano–,
en verdadera evidencia histórica, que por lo tanto, en vez de cerrar, abren nuevos universos
de problemas. En Son memorias Halperin reflexiona sobre el uso que el historiador puede
hacer de la memoria, en este caso la propia. Memoria e historia se van entrelazando
sutilmente conformando ésta última un riquísimo telón de fondo en el que se inserta y al
mismo tiempo del que se nutre la primera. Este entrecruzamiento le permite explicar
procesos mucho más generales. Así, episodios aparentemente mínimos, rescatados de la
memorias de su niñez le permiten ofrecer una corrección (o al menos un fuerte
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cuestionamiento) a la versión de la evolución social argentina ofrecida por cierta narrativa
sociológica considerada canónica. De la misma manera se permite brindar una visión
bastante matizada del gobierno del general Justo a partir de un hecho menor que su
memoria rescata pero que en sus manos adquiere estatuto de evidencia histórica.

Yo fui alumno de Tulio Halperin en Berkeley durante la segunda mitad de la década del 80,
y a lo largo de los años desarrollamos una relación bastante estrecha. Una de las cosas que
más he admirado siempre de él es que nunca ha tenido discípulos. Como él mismo le dijo a
una colega, “nunca había desarrollado la joroba epistemológica de la veneración”. Creo que
esa es una cualidad que habla también de su nobleza como intelectual. Le resultaba
inconcebible la idea de “formar escuela”, imponiendo puntos de vista o formas específicas
de abordar el pasado. Uno aprendía con Tulio, pero también aprendía que no tenía sentido
intentar escribir la historia como lo hacía él. Como me señaló alguien también cercano a él,
para muchos de nosotros va a ser difícil pensar el mundo sin Tulio Halperin Donghi.

Compromiso vital con la Argentina

Por Hilda Sabato, historiadora, CONICET, UBA. Autora de “Buenos Aires en armas ...”

Tulio Halperin Donghi murió el viernes 14 de noviembre. Reitero la frase tantas veces
repetida desde entonces para intentar convencerme de ese hecho definitivo y escribo así
para sumarme al recuerdo colectivo de ese hombre excepcional.

Halperin es el historiador más importante de la Argentina de nuestro tiempo. Desde sus


primeros trabajos y a lo largo de una vasta y complejísima obra revolucionó el estudio del
pasado, en un proceso incesante de creación y recreación que continuó hasta sus últimos
días. Esa obra, que abarca desde finales del período colonial hasta principios del siglo XXI,
ha sido la referencia principal e ineludible de toda la producción historiográfica argentina
de los últimos cuarenta años y seguramente lo seguirá siendo por muchos más. Al mismo
tiempo, su forma de hacer historia es irrepetible: no responde a ningún modelo previo ni
tampoco tiene sucesores evidentes. Lejos de cualquier pensamiento lineal o previsible, sus
trabajos combinan magistralmente erudición e imaginación y fraguan interpretaciones

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fuertes pero a la vez sometidas a un mecanismo de interrogación inquietante que
desestabiliza cualquier lectura. Cada texto termina siendo así una usina de ideas
provocativas y de preguntas sin respuestas evidentes, abiertas a la indagación y el debate.
He ahí la impronta que ha marcado nuestra historiografía: no porque los estudios recientes
se aferren a las propuestas de Halperin –las copien, las sigan o las repitan–, sino porque
ellas constituyen el horizonte de sentido a partir del cual se escribe hoy, desde cualquier
corriente o disciplina que sea, sobre nuestro pasado.

La Argentina fue el principal foco en la obra de Halperin pero sus preocupaciones eran
universales. Miró a su país como parte del mundo y en particular de una América Latina
que también era motivo de sus reflexiones. Como humanista de vastísima cultura y
curiosidad insaciable, sus intereses intelectuales no tenían límites visibles, pero al mismo
tiempo, sus esperanzas y desesperanzas nacían de su profundo vínculo con la Argentina.
Nacido en el seno de una familia de clase media ilustrada de origen inmigrante y formado
en la Universidad de Buenos Aires, donde se inició en la profesión elegida, Halperin fue
uno de los tantos profesores que en 1966, con la intervención decretada por la dictadura de
Onganía, perdió su trabajo y su lugar institucional. Las universidades de la República (en
Montevideo), de Oxford y Harvard fueron estaciones en su búsqueda de un lugar
alternativo, hasta que recaló por fin en la sede de Berkeley de la Universidad de California
desde donde alcanzó proyección y prestigio internacionales. Desde allí, también, siguió
viviendo la Argentina, adonde volvía cada año. Durante la última dictadura, apoyó de mil
maneras los esfuerzos de quienes, en un contexto del todo adverso, sostuvieron la tarea
intelectual en el país y sus visitas periódicas fueron un estímulo fundamental para seguir
adelante en medio de la oscuridad. Después de 1983, contribuyó con enorme generosidad al
renacimiento de la vida académica y del debate intelectual a través de seminarios y cursos
dictados en diferentes universidades, conferencias, charlas y entrevistas públicas, el
contacto personal con jóvenes investigadores y estudiantes y los interminables encuentros
con amigos. Disfrutaba, incansable, de esa intensa actividad que realimentaba su inserción
en la Argentina.

Esa inserción marcó de manera decisiva toda su obra. La pasión por entender lo que
consideró un proyecto revolucionario de construcción de una sociedad a nuevo, que se

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inició con la ruptura del orden colonial y se reformuló una y otra vez a lo largo de casi dos
siglos, lo llevó a ensayar formas diferentes de aproximarse al pasado y a iluminar distintas
zonas de ese experimento (y sus derivas) que a la postre resultó fallido. Ese fracaso se ha
revelado en toda su magnitud al principio del nuevo milenio, cuando, escribe en la última
página de su último libro, la nación se encuentra “envuelta… más que nunca en una
despiadada guerra contra sí misma”.

Este diagnóstico sombrío no le impidió seguir escrutando el pasado con la perspicacia y el


ingenio de siempre. En esa tarea inacabable su punto de partida fue el presente, pero –en
sus palabras- “una de las cosas que caracterizan el estudio del pasado es que lo que uno
tiene que descubrir del pasado es que no es el presente”. Por ello, se sumergía en ese
pasado para hurgar, descubrir, imaginar y entender a los hombres en su tiempo y lugar, sin
presuponer un derrotero inevitable o subordinar la interrogación a la respuesta deseada. La
identificación con sus personajes pero a la vez el distanciamiento que marcaba a través de
una zumbona ironía le permitía una familiaridad con ellos y sus entornos que resultaba
demoledoramente desmitificadora. Su último y soberbio ensayo sobre Belgrano es una
muestra conmovedora de esa sabiduría tolerante y a la vez escéptica de la condición
humana.

Un lector brillante y provocador

Por Francine Masiello, profesora de español y literatura comparada en Berkeley

Hemos perdido al gran historiador, al autor del retrato más complejo que tenemos del siglo
XIX argentino. Ávido lector de archivos, como sólo él los conocía, apasionado en su afán
por perseguir hasta el último detalle, por entrar en los recovecos minuciosos del pasado y
del presente y llegar a integrarlos, como él mismo había dicho en su prólogo a Revolución y
guerra , en una narrativa de sustancial valor explicativo de los problemas que enfrenta la
nación. La suya ha sido siempre una lectura original y brillante y, sin que sea necesario
decirlo, sumamente provocadora.

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Aun para los que leyeron la historia desde otro ángulo o con una mirada sobre la política
que distara de la suya, era imposible negar que Halperin cambió nuestro modo de entender
la historia de la Argentina y la de América Latina. Para este lector dedicado a los legajos,
diarios, novelas inglesas y folletines, el mundo impreso era su deleite y, con su memoria
infalible (nuestro Funes, le decíamos en los pasillos de Dwinelle, allí funcionaba el
departamento de historia y el de letras hispánicas en Berkeley), traía a la escena del debate
desde el detalle mínimo hasta los paradigmas más deslumbrantes para hacernos entender las
consecuencias de la problemática del Estado y la nación a lo largo del siglo XIX, su efecto
en la articulación de diversos pactos entre los actores políticos, y, en especial, en la
formación del letrado como protagonista de su teatro. Desde su libro sobre Echeverría, de
1951, hasta su Letrados y pensadores de 2013 y El enigma Belgrano , Halperin se dedicaba
a pensar la formación del intelectual, su angustiante relación con el pasado, sus triunfos y
fracasos, su uso de los saberes para alcanzar un lugar en el mundo.

En Berkeley, donde trabajó de profesor desde 1972, Tulio efectivamente fue conocido
como el gran historiador, pero también fue conocido como hombre generoso y cálido,
abierto a los colegas y los alumnos, siempre dispuesto a conversar sobre historia, literatura
y política y también de la vida cotidiana. Etico y sagaz, Tulio fue respetado en la
universidad como un intelectual del más alto nivel. El director de la editorial de la
Universidad lo consideraba su más agudo y perspicaz lector; sus colegas en historia lo
veían como un talento luminoso sin par. Pasaba muchísimo tiempo con sus colegas en
letras hispánicas porque le parecía más entretenido.

Primero, porque le gustaba conversar en castellano (aunque su inglés era impecable);


segundo, porque le gustaba que le invitáramos a las clases de literatura para hablar de
Sarmiento, de Borges, de las crisis de las políticas culturales. Lo sabía todo. Terminó de
dirigir su última tesis en diciembre (sobre temporalidades y culturas impresas del s. XIX);
el mes pasado aceptó participar en un comité de tesis sobre Artigas.

Añoraba la Argentina. Cuando en abril le hicimos un homenaje para festejar el premio que
le fue otorgado por la Asociación de Estudios Latinoamericanos (LASA), vinieron algunos
músicos. Le preguntaron por su canción predilecta e insistió en el tango “Volver”. Durante

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estas últimas semanas, estaba contento con la publicación de su Belgrano pero extrañaba a
sus amigos de Buenos Aires. Para distraerlo, fui a su casa para festejar el nuevo libro. Allí,
como siempre, hablamos de los amigos, de los libros, de la cultura argentina a principios
del siglo XIX. Yo le pregunté detalles sobre Hipólito Vieytes porque estaba leyendo su
periódico de 1802; él miró a su esposa Doris y le dijo “vos sabés quien es, el de la familia
de los jabones”. Todo casero. La historia desde la mirada familiar. Entrañarse con los
actores. De la charla sobre los jabones, pasa a hablar del blueing, el azul que se usaba en
otra época para lavar las sábanas y blanquearlas. “Pusieron una fábrica para el azul en
1840”, me dice, “pero Rosas, cuando se enteró de esta novedad, se puso paranoico porque
pensaba que los unitarios estaban detrás de esta movida, con la cual querían ver pintados de
azul todos los dormitorios de Buenos Aires.” ¿De dónde sacaba estas cosas? ¿Quién podrá
conocerlas mejor que él?

Pero, fundamentalmente, a partir de ahora no tendremos a quien nos cuente estos relatos,
faltará quien nos haga sentir que la historia ofrece tan inmenso placer que se bordea con las
estrategias de la ficción.

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