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JUAN PABLO II:

“Rosarium Virginis Mariae”


“Carta a los sacerdotes para el Jueves Santo 2002”
“Misericordia Dei”

CONGREGACIÓN PARA EL CLERO:


“Colaboración de los fieles laicos en el sagrado ministerio de los
sacerdotes”
“El presbítero, maestro de la Palabra, ministro de los Sacramentos
y guía de la comunidad cristiana ante el tercer milenio cristiano”
“El Presbítero, pastor y guía de la comunidad parroquial”
“Decreto por el que se enriquecen con indulgencias de culto en
honor de la Misericordia divina”
Juan Pablo II
Ángelus:
Inicio del XXV año de pontificado y carta apostólica
"Rosarium Virginis Mariae"
(13 de octubre de 2002)

Amadísimos hermanos y hermanas:


1. Durante el reciente viaje a Polonia, me dirigí a la Virgen María con
estas palabras:  "Madre santísima, (...) obtén también para mí las fuerzas
del cuerpo y del espíritu, para que pueda cumplir hasta el fin la misión que
me ha encomendado el Resucitado. En ti pongo todos los frutos de mi vida
y de mi ministerio; a ti encomiendo el destino de la Iglesia; (...) en ti
confío y te declaro una vez más:  Totus tuus, Maria! Totus tuus! Amén"
(Homilía en el santuario de Kalwaria Zebrzydowska, 19 de agosto de
2002, n. 5:  L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 23 de
agosto de 2002, p. 10). Repito hoy estas palabras, dando gracias a Dios
por los veinticuatro años de mi servicio a la Iglesia en la sede de Pedro.
En este particular día, pongo de nuevo en manos de la Madre de Dios la
vida de la Iglesia así como la vida, tan agitada, de la humanidad. A ella le
encomiendo también mi futuro. Lo pongo todo en sus manos, a fin de que
con amor de madre lo presente a su Hijo, "para alabanza de su gloria" ( Ef
1, 12).
2. El centro de nuestra fe es Cristo, Redentor del hombre. María no lo
eclipsa, ni eclipsa su obra salvífica. La Virgen, elevada al cielo en cuerpo
y alma, la primera que gustó los frutos de la pasión y la resurrección de su
Hijo, es quien nos conduce del modo más seguro a Cristo, el fin último de
nuestro obrar y de toda nuestra existencia. Por eso, al dirigir a la Iglesia
entera, en la carta apostólica Novo millennio ineunte, la exhortación de
Cristo a "remar mar adentro", añadí que "en este camino nos acompaña la
santísima Virgen, a la que (...) junto con muchos obispos (...) consagré el
tercer milenio" (n. 58). E, invitando a los creyentes a contemplar sin cesar
el rostro de Cristo, expresé mi vivo deseo de que María, su Madre, sea
para todos maestra de esa contemplación.
3. Hoy quiero renovar ese deseo con mayor claridad mediante dos gestos
simbólicos. Dentro de poco firmaré la carta apostólica Rosarium Virginis
Mariae. Además, juntamente con este documento, dedicado a la oración
del Rosario, proclamo el año que va desde octubre de 2002 hasta octubre
de 2003 "Año del Rosario". Lo hago no sólo porque este año es el
vigésimo quinto de mi pontificado, sino también porque se celebra el 120°
aniversario de la encíclica Supremi apostolatus officio, con la que, el 1 de
septiembre de 1883, mi venerado predecesor el Papa León XIII comenzó
la publicación de una serie de documentos dedicados precisamente al
Rosario. Hay, asimismo, otra razón:  en la historia de los grandes jubileos
existía la buena costumbre de que, después del Año jubilar dedicado a
Cristo y a la obra de la Redención, se convocaba uno en honor de María,
para implorar de ella la ayuda con el fin de hacer que fructificaran las
gracias recibidas.
4. Para la exigente, pero extraordinariamente rica, tarea de contemplar el
rostro de Cristo juntamente con María, ¿hay un instrumento mejor que la
oración del Rosario? Con todo, debemos redescubrir la profundidad
mística que entraña esta oración sencilla, tan querida para la tradición
popular. En efecto, esta plegaria mariana en su estructura es sobre todo
meditación de los misterios de la vida y de la obra de Cristo. Al repetir la
invocación del "Ave María", podemos profundizar en los acontecimientos
esenciales de la misión del Hijo de Dios en la tierra, que nos han
transmitido el Evangelio y la Tradición. Para que esa síntesis del
Evangelio sea más completa y ofrezca mayor inspiración, en la carta
apostólica Rosarium Virginis Mariae he propuesto añadir otros cinco
misterios a los actualmente contemplados en el Rosario, y los he llamado

4
"misterios de la luz". Comprenden la vida publica del Salvador, desde el
bautismo en el Jordán hasta el inicio de la Pasión. Esta sugerencia tiene
como finalidad ampliar el horizonte del Rosario, para que quien lo reza
con devoción y no mecánicamente pueda penetrar aún más a fondo en el
contenido de la buena nueva y conformar cada vez más su vida a la de
Cristo.
5. Os doy las gracias a vosotros, aquí presentes, y a los que en este
singular día están unidos espiritualmente a mí. Gracias por la
benevolencia, y especialmente por la seguridad del apoyo constante de la
oración. Encomiendo este documento sobre el santo Rosario a los pastores
y a los fieles de todo el mundo. El Año del santo Rosario, que viviremos
juntos, ciertamente producirá buenos frutos en el corazón de todos,
renovará e intensificará la acción de la gracia del gran jubileo del año
2000 y se transformará en fuente de paz para el mundo.
María, Reina del Santo Rosario, que está aquí representada en la hermosa
imagen venerada en Pompeya, lleve a los hijos de la Iglesia a la plenitud
de la unión con Cristo en su gloria.

5
CARTA APOSTÓLICA
ROSARIUM VIRGINIS MARIAE
DEL SUMO PONTÍFICE
JUAN PABLO II
AL EPISCOPADO, AL CLERO
Y A LOS FIELES
SOBRE EL SANTO ROSARIO

INTRODUCCIÓN
1. El Rosario de la Virgen María, difundido gradualmente en el segundo
Milenio bajo el soplo del Espíritu de Dios, es una oración apreciada por
numerosos Santos y fomentada por el Magisterio. En su sencillez y
profundidad, sigue siendo también en este tercer Milenio apenas iniciado una
oración de gran significado, destinada a producir frutos de santidad. Se
encuadra bien en el camino espiritual de un cristianismo que, después de dos
mil años, no ha perdido nada de la novedad de los orígenes, y se siente
empujado por el Espíritu de Dios a «remar mar adentro» (duc in altum!), para
anunciar, más aún, 'proclamar' a Cristo al mundo como Señor y Salvador, «el
Camino, la Verdad y la Vida» (Jn14, 6), el «fin de la historia humana, el punto
en el que convergen los deseos de la historia y de la civilización».1
El Rosario, en efecto, aunque se distingue por su carácter mariano, es una
oración centrada en la cristología. En la sobriedad de sus partes, concentra en sí
la profundidad de todo el mensaje evangélico, del cual es como un compendio.2
En él resuena la oración de María, su perenne Magnificat por la obra de la
Encarnación redentora en su seno virginal. Con él, el pueblo cristiano aprende
de María a contemplar la belleza del rostro de Cristo y a experimentar la
profundidad de su amor. Mediante el Rosario, el creyente obtiene abundantes
gracias, como recibiéndolas de las mismas manos de la Madre del Redentor.

Los Romanos Pontífices y el Rosario


2. A esta oración le han atribuido gran importancia muchos de mis
Predecesores. Un mérito particular a este respecto corresponde a León XIII que,
el 1 de septiembre de 1883, promulgó la Encíclica Supremi apostolatus officio,3
importante declaración con la cual inauguró otras muchas intervenciones sobre
esta oración, indicándola como instrumento espiritual eficaz ante los males de
la sociedad. Entre los Papas más recientes que, en la época conciliar, se han
distinguido por la promoción del Rosario, deseo recordar al Beato Juan XXIII 4
y, sobre todo, a PabloVI, que en la Exhortación apostólica Marialis cultus, en
consonancia con la inspiración del Concilio Vaticano II, subrayó el carácter
evangélico del Rosario y su orientación cristológica.
Yo mismo, después, no he dejado pasar ocasión de exhortar a rezar con
frecuencia el Rosario. Esta oración ha tenido un puesto importante en mi vida
espiritual desde mis años jóvenes. Me lo ha recordado mucho mi reciente viaje
a Polonia, especialmente la visita al Santuario de Kalwaria. El Rosario me ha
acompañado en los momentos de alegría y en los de tribulación. A él he
confiado tantas preocupaciones y en él siempre he encontrado consuelo. Hace
veinticuatro años, el 29 de octubre de 1978, dos semanas después de la elección
a la Sede de Pedro, como abriendo mi alma, me expresé así: «El Rosario es mi
oración predilecta. ¡Plegaria maravillosa! Maravillosa en su sencillez y en su
profundidad. [...] Se puede decir que el Rosario es, en cierto modo, un
comentario-oración sobre el capítulo final de la Constitución Lumen gentium
del Vaticano II, capítulo que trata de la presencia admirable de la Madre de
Dios en el misterio de Cristo y de la Iglesia. En efecto, con el trasfondo de las
Avemarías pasan ante los ojos del alma los episodios principales de la vida de
Jesucristo. El Rosario en su conjunto consta de misterios gozosos, dolorosos y
gloriosos, y nos ponen en comunión vital con Jesús a través –podríamos decir–
del Corazón de su Madre. Al mismo tiempo nuestro corazón puede incluir en
estas decenas del Rosario todos los hechos que entraman la vida del individuo,
la familia, la nación, la Iglesia y la humanidad. Experiencias personales o del
prójimo, sobre todo de las personas más cercanas o que llevamos más en el
corazón. De este modo la sencilla plegaria del Rosario sintoniza con el ritmo de
la vida humana ».5
Con estas palabras, mis queridos Hermanos y Hermanas, introducía mi primer
año de Pontificado en el ritmo cotidiano del Rosario. Hoy, al inicio del
vigésimo quinto año de servicio como Sucesor de Pedro, quiero hacer lo
mismo. Cuántas gracias he recibido de la Santísima Virgen a través del Rosario
en estos años: Magnificat anima mea Dominum! Deseo elevar mi
agradecimiento al Señor con las palabras de su Madre Santísima, bajo cuya
protección he puesto mi ministerio petrino: Totus tuus!

Octubre 2002 - Octubre 2003: Año del Rosario


3. Por eso, de acuerdo con las consideraciones hechas en la Carta apostólica
Novo millennio ineunte, en la que, después de la experiencia jubilar, he invitado

7
al Pueblo de Dios « a caminar desde Cristo », 6 he sentido la necesidad de
desarrollar una reflexión sobre el Rosario, en cierto modo como coronación
mariana de dicha Carta apostólica, para exhortar a la contemplación del rostro
de Cristo en compañía y a ejemplo de su Santísima Madre. Recitar el Rosario,
en efecto, es en realidad contemplar con María el rostro de Cristo. Para dar
mayor realce a esta invitación, con ocasión del próximo ciento veinte
aniversario de la mencionada Encíclica de León XIII, deseo que a lo largo del
año se proponga y valore de manera particular esta oración en las diversas
comunidades cristianas. Proclamo, por tanto, el año que va de este octubre a
octubre de 2003 Año del Rosario.
Dejo esta indicación pastoral a la iniciativa de cada comunidad eclesial. Con
ella no quiero obstaculizar, sino más bien integrar y consolidar los planes
pastorales de las Iglesias particulares. Confío que sea acogida con prontitud y
generosidad. El Rosario, comprendido en su pleno significado, conduce al
corazón mismo del vida cristiana y ofrece una oportunidad ordinaria y fecunda
espiritual y pedagógica, para la contemplación personal, la formación del
Pueblo de Dios y la nueva evangelización. Me es grato reiterarlo recordando
con gozo también otro aniversario: los 40 años del comienzo del Concilio
Ecuménico Vaticano II (11 de octubre de 1962), el «gran don de gracia»
dispensada por el espíritu de Dios a la Iglesia de nuestro tiempo. 7

Objeciones al Rosario
4. La oportunidad de esta iniciativa se basa en diversas consideraciones. La
primera se refiere a la urgencia de afrontar una cierta crisis de esta oración que,
en el actual contexto histórico y teológico, corre el riesgo de ser infravalorada
injustamente y, por tanto, poco propuesta a las nuevas generaciones. Hay quien
piensa que la centralidad de la Liturgia, acertadamente subrayada por el
Concilio Ecuménico Vaticano II, tenga necesariamente como consecuencia una
disminución de la importancia del Rosario. En realidad, como puntualizó Pablo
VI, esta oración no sólo no se opone a la Liturgia, sino que le da soporte, ya
que la introduce y la recuerda, ayudando a vivirla con plena participación
interior, recogiendo así sus frutos en la vida cotidiana.
Quizás hay también quien teme que pueda resultar poco ecuménica por su
carácter marcadamente mariano. En realidad, se coloca en el más límpido
horizonte del culto a la Madre de Dios, tal como el Concilio ha establecido: un
culto orientado al centro cristológico de la fe cristiana, de modo que «mientras
es honrada la Madre, el Hijo sea debidamente conocido, amado, glorificado». 8
Comprendido adecuadamente, el Rosario es una ayuda, no un obstáculo para el
ecumenismo.

8
Vía de contemplación
5. Pero el motivo más importante para volver a proponer con determinación la
práctica del Rosario es por ser un medio sumamente válido para favorecer en
los fieles la exigencia de contemplación del misterio cristiano, que he propuesto
en la Carta Apostólica Novo millennio ineunte como verdadera y propia
'pedagogía de la santidad': «es necesario un cristianismo que se distinga ante
todo en el arte de la oración». 9 Mientras en la cultura contemporánea, incluso
entre tantas contradicciones, aflora una nueva exigencia de espiritualidad,
impulsada también por influjo de otras religiones, es más urgente que nunca
que nuestras comunidades cristianas se conviertan en «auténticas escuelas de
oración».10
El Rosario forma parte de la mejor y más reconocida tradición de la
contemplación cristiana. Iniciado en Occidente, es una oración típicamente
meditativa y se corresponde de algún modo con la «oración del corazón», u
«oración de Jesús», surgida sobre el humus del Oriente cristiano.

Oración por la paz y por la familia


6. Algunas circunstancias históricas ayudan a dar un nuevo impulso a la
propagación del Rosario. Ante todo, la urgencia de implorar de Dios el don de
la paz. El Rosario ha sido propuesto muchas veces por mis Predecesores y por
mí mismo como oración por la paz. Al inicio de un milenio que se ha abierto
con las horrorosas escenas del atentado del 11 de septiembre de 2001 y que ve
cada día en muchas partes del mundo nuevos episodios de sangre y violencia,
promover el Rosario significa sumirse en la contemplación del misterio de
Aquél que «es nuestra paz: el que de los dos pueblos hizo uno, derribando el
muro que los separaba, la enemistad» (Ef 2, 14). No se puede, pues, recitar el
Rosario sin sentirse implicados en un compromiso concreto de servir a la paz,
con una particular atención a la tierra de Jesús, aún ahora tan atormentada y tan
querida por el corazón cristiano.
Otro ámbito crucial de nuestro tiempo, que requiere una urgente atención y
oración, es el de la familia, célula de la sociedad, amenazada cada vez más por
fuerzas disgregadoras, tanto de índole ideológica como práctica, que hacen
temer por el futuro de esta fundamental e irrenunciable institución y, con ella,
por el destino de toda la sociedad. En el marco de una pastoral familiar más
amplia, fomentar el Rosario en las familias cristianas es una ayuda eficaz para
contrastar los efectos desoladores de esta crisis actual.

« ¡Ahí tienes a tu madre! » (Jn 19, 27)


7. Numerosos signos muestran cómo la Santísima Virgen ejerce también hoy,
precisamente a través de esta oración, aquella solicitud materna para con todos

9
los hijos de la Iglesia que el Redentor, poco antes de morir, le confió en la
persona del discípulo predilecto: «¡Mujer, ahí tienes a tu hijo!» (Jn 19, 26). Son
conocidas las distintas circunstancias en las que la Madre de Cristo, entre el
siglo XIX y XX, ha hecho de algún modo notar su presencia y su voz para
exhortar al Pueblo de Dios a recurrir a esta forma de oración contemplativa.
Deseo en particular recordar, por la incisiva influencia que conservan en el vida
de los cristianos y por el acreditado reconocimiento recibido de la Iglesia, las
apariciones de Lourdes y Fátima, 11 cuyos Santuarios son meta de numerosos
peregrinos, en busca de consuelo y de esperanza.

Tras las huellas de los testigos


8. Sería imposible citar la multitud innumerable de Santos que han encontrado
en el Rosario un auténtico camino de santificación. Bastará con recordar a san
Luis María Grignion de Montfort, autor de un preciosa obra sobre el Rosario 12
y, más cercano a nosotros, al Padre Pío de Pietrelcina, que recientemente he
tenido la alegría de canonizar. Un especial carisma como verdadero apóstol del
Rosario tuvo también el Beato Bartolomé Longo. Su camino de santidad se
apoya sobre una inspiración sentida en lo más hondo de su corazón: « ¡Quien
propaga el Rosario se salva! ».13 Basándose en ello, se sintió llamado a construir
en Pompeya un templo dedicado a la Virgen del Santo Rosario colindante con
los restos de la antigua ciudad, apenas influenciada por el anuncio cristiano
antes de quedar cubierta por la erupción del Vesuvio en el año 79 y rescatada de
sus cenizas siglos después, como testimonio de las luces y las sombras de la
civilización clásica.
Con toda su obra y, en particular, a través de los «Quince Sábados», Bartolomé
Longo desarrolló el meollo cristológico y contemplativo del Rosario, que ha
contado con un particular aliento y apoyo en León XIII, el «Papa del Rosario».

10
CAPÍTULO I
CONTEMPLAR A CRISTO
CON MARÍA

Un rostro brillante como el sol


9. «Y se transfiguró delante de ellos: su rostro se puso brillante como el sol»
(Mt 17, 2). La escena evangélica de la transfiguración de Cristo, en la que los
tres apóstoles Pedro, Santiago y Juan aparecen como extasiados por la belleza
del Redentor, puede ser considerada como icono de la contemplación cristiana.
Fijar los ojos en el rostro de Cristo, descubrir su misterio en el camino ordinario
y doloroso de su humanidad, hasta percibir su fulgor divino manifestado
definitivamente en el Resucitado glorificado a la derecha del Padre, es la tarea
de todos los discípulos de Cristo; por lo tanto, es también la nuestra.
Contemplando este rostro nos disponemos a acoger el misterio de la vida
trinitaria, para experimentar de nuevo el amor del Padre y gozar de la alegría
del Espíritu Santo. Se realiza así también en nosotros la palabra de san Pablo:
«Reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, nos vamos transformando
en esa misma imagen cada vez más: así es como actúa el Señor, que es
Espíritu» (2 Co 3, 18).

María modelo de contemplación


10. La contemplación de Cristo tiene en María su modelo insuperable. El rostro
del Hijo le pertenece de un modo especial. Ha sido en su vientre donde se ha
formado, tomando también de Ella una semejanza humana que evoca una
intimidad espiritual ciertamente más grande aún. Nadie se ha dedicado con la
asiduidad de María a la contemplación del rostro de Cristo. Los ojos de su
corazón se concentran de algún modo en Él ya en la Anunciación, cuando lo
concibe por obra del Espíritu Santo; en los meses sucesivos empieza a sentir su
presencia y a imaginar sus rasgos. Cuando por fin lo da a luz en Belén, sus ojos
se vuelven también tiernamente sobre el rostro del Hijo, cuando lo «envolvió en
pañales y le acostó en un pesebre» (Lc 2, 7).
Desde entonces su mirada, siempre llena de adoración y asombro, no se
apartará jamás de Él. Será a veces una mirada interrogadora, como en el
episodio de su extravío en el templo: « Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? » (Lc
11
2, 48); será en todo caso una mirada penetrante, capaz de leer en lo íntimo de
Jesús, hasta percibir sus sentimientos escondidos y presentir sus decisiones,
como en Caná (cf. Jn 2, 5); otras veces será una mirada dolorida, sobre todo
bajo la cruz, donde todavía será, en cierto sentido, la mirada de la 'parturienta',
ya que María no se limitará a compartir la pasión y la muerte del Unigénito,
sino que acogerá al nuevo hijo en el discípulo predilecto confiado a Ella (cf. Jn
19, 26-27); en la mañana de Pascua será una mirada radiante por la alegría de
la resurrección y, por fin, una mirada ardorosa por la efusión del Espíritu en el
día de Pentecostés (cf. Hch 1, 14).

Los recuerdos de María


11. María vive mirando a Cristo y tiene en cuenta cada una de sus palabras: «
Guardaba todas estas cosas, y las meditaba en su corazón » (Lc 2, 19; cf. 2, 51).
Los recuerdos de Jesús, impresos en su alma, la han acompañado en todo
momento, llevándola a recorrer con el pensamiento los distintos episodios de su
vida junto al Hijo. Han sido aquellos recuerdos los que han constituido, en
cierto sentido, el 'rosario' que Ella ha recitado constantemente en los días de su
vida terrenal.
Y también ahora, entre los cantos de alegría de la Jerusalén celestial,
permanecen intactos los motivos de su acción de gracias y su alabanza. Ellos
inspiran su materna solicitud hacia la Iglesia peregrina, en la que sigue
desarrollando la trama de su 'papel' de evangelizadora. María propone
continuamente a los creyentes los 'misterios' de su Hijo, con el deseo de que
sean contemplados, para que puedan derramar toda su fuerza salvadora. Cuando
recita el Rosario, la comunidad cristiana está en sintonía con el recuerdo y con
la mirada de María.

El Rosario, oración contemplativa


12. El Rosario, precisamente a partir de la experiencia de María, es una oración
marcadamente contemplativa. Sin esta dimensión, se desnaturalizaría, como
subrayó Pablo VI: «Sin contemplación, el Rosario es un cuerpo sin alma y su
rezo corre el peligro de convertirse en mecánica repetición de fórmulas y de
contradecir la advertencia de Jesús: "Cuando oréis, no seáis charlatanes como
los paganos, que creen ser escuchados en virtud de su locuacidad" (Mt 6, 7). Por
su naturaleza el rezo del Rosario exige un ritmo tranquilo y un reflexivo
remanso, que favorezca en quien ora la meditación de los misterios de la vida
del Señor, vistos a través del corazón de Aquella que estuvo más cerca del
Señor, y que desvelen su insondable riqueza».14

12
Es necesario detenernos en este profundo pensamiento de Pablo VI para poner
de relieve algunas dimensiones del Rosario que definen mejor su carácter de
contemplación cristológica.

Recordar a Cristo con María


13. La contemplación de María es ante todo un recordar. Conviene sin embargo
entender esta palabra en el sentido bíblico de la memoria (zakar), que actualiza
las obras realizadas por Dios en la historia de la salvación. La Biblia es
narración de acontecimientos salvíficos, que tienen su culmen en el propio
Cristo. Estos acontecimientos no son solamente un 'ayer'; son también el 'hoy'
de la salvación. Esta actualización se realiza en particular en la Liturgia: lo que
Dios ha llevado a cabo hace siglos no concierne solamente a los testigos
directos de los acontecimientos, sino que alcanza con su gracia a los hombres
de cada época. Esto vale también, en cierto modo, para toda consideración
piadosa de aquellos acontecimientos: «hacer memoria» de ellos en actitud de fe
y amor significa abrirse a la gracia que Cristo nos ha alcanzado con sus
misterios de vida, muerte y resurrección.
Por esto, mientras se reafirma con el Concilio Vaticano II que la Liturgia, como
ejercicio del oficio sacerdotal de Cristo y culto público, es «la cumbre a la que
tiende la acción de la Iglesia y, al mismo tiempo, la fuente de donde mana toda
su fuerza»,15 también es necesario recordar que la vida espiritual « no se agota
sólo con la participación en la sagrada Liturgia. El cristiano, llamado a orar en
común, debe no obstante, entrar también en su interior para orar al Padre, que
ve en lo escondido (cf. Mt 6, 6); más aún: según enseña el Apóstol, debe orar
sin interrupción (cf. 1 Ts 5, 17) ».16 El Rosario, con su carácter específico,
pertenece a este variado panorama de la oración 'incesante', y si la Liturgia,
acción de Cristo y de la Iglesia, es acción salvífica por excelencia, el Rosario,
en cuanto meditación sobre Cristo con María, es contemplación saludable. En
efecto, penetrando, de misterio en misterio, en la vida del Redentor, hace que
cuanto Él ha realizado y la Liturgia actualiza sea asimilado profundamente y
forje la propia existencia.

Comprender a Cristo desde María


14. Cristo es el Maestro por excelencia, el revelador y la revelación. No se trata
sólo de comprender las cosas que Él ha enseñado, sino de 'comprenderle a Él'.
Pero en esto, ¿qué maestra más experta que María? Si en el ámbito divino el
Espíritu es el Maestro interior que nos lleva a la plena verdad de Cristo (cf. Jn
14, 26; 15, 26; 16, 13), entre las criaturas nadie mejor que Ella conoce a Cristo,
nadie como su Madre puede introducirnos en un conocimiento profundo de su
misterio.

13
El primero de los 'signos' llevado a cabo por Jesús –la transformación del agua
en vino en las bodas de Caná– nos muestra a María precisamente como maestra,
mientras exhorta a los criados a ejecutar las disposiciones de Cristo (cf. Jn 2, 5).
Y podemos imaginar que ha desempeñado esta función con los discípulos
después de la Ascensión de Jesús, cuando se quedó con ellos esperando el
Espíritu Santo y los confortó en la primera misión. Recorrer con María las
escenas del Rosario es como ir a la 'escuela' de María para leer a Cristo, para
penetrar sus secretos, para entender su mensaje.
Una escuela, la de María, mucho más eficaz, si se piensa que Ella la ejerce
consiguiéndonos abundantes dones del Espíritu Santo y proponiéndonos, al
mismo tiempo, el ejemplo de aquella «peregrinación de la fe», 17 en la cual es
maestra incomparable. Ante cada misterio del Hijo, Ella nos invita, como en su
Anunciación, a presentar con humildad los interrogantes que conducen a la luz,
para concluir siempre con la obediencia de la fe: « He aquí la esclava del Señor,
hágase en mí según tu palabra » (Lc 1, 38).

Configurarse a Cristo con María


15. La espiritualidad cristiana tiene como característica el deber del discípulo de
configurarse cada vez más plenamente con su Maestro (cf. Rm 8, 29; Flp 3, 10.
21). La efusión del Espíritu en el Bautismo une al creyente como el sarmiento a
la vid, que es Cristo (cf. Jn 15, 5), lo hace miembro de su Cuerpo místico (cf. 1
Co 12, 12; Rm 12, 5). A esta unidad inicial, sin embargo, ha de corresponder un
camino de adhesión creciente a Él, que oriente cada vez más el comportamiento
del discípulo según la 'lógica' de Cristo: «Tened entre vosotros los mismos
sentimientos que Cristo» (Flp 2, 5). Hace falta, según las palabras del Apóstol,
«revestirse de Cristo» (cf. Rm 13, 14; Ga 3, 27).
En el recorrido espiritual del Rosario, basado en la contemplación incesante del
rostro de Cristo –en compañía de María– este exigente ideal de configuración
con Él se consigue a través de una asiduidad que pudiéramos decir 'amistosa'.
Ésta nos introduce de modo natural en la vida de Cristo y nos hace como
'respirar' sus sentimientos. Acerca de esto dice el Beato Bartolomé Longo:
«Como dos amigos, frecuentándose, suelen parecerse también en las
costumbres, así nosotros, conversando familiarmente con Jesús y la Virgen, al
meditar los Misterios del Rosario, y formando juntos una misma vida de
comunión, podemos llegar a ser, en la medida de nuestra pequeñez, parecidos a
ellos, y aprender de estos eminentes ejemplos el vivir humilde, pobre,
escondido, paciente y perfecto».18
Además, mediante este proceso de configuración con Cristo, en el Rosario nos
encomendamos en particular a la acción materna de la Virgen Santa. Ella, que
es la madre de Cristo y a la vez miembro de la Iglesia como «miembro

14
supereminente y completamente singular»,19 es al mismo tiempo 'Madre de la
Iglesia'. Como tal 'engendra' continuamente hijos para el Cuerpo místico del
Hijo. Lo hace mediante su intercesión, implorando para ellos la efusión
inagotable del Espíritu. Ella es el icono perfecto de la maternidad de la Iglesia.
El Rosario nos transporta místicamente junto a María, dedicada a seguir el
crecimiento humano de Cristo en la casa de Nazaret. Eso le permite educarnos y
modelarnos con la misma diligencia, hasta que Cristo «sea formado»
plenamente en nosotros (cf. Ga 4, 19). Esta acción de María, basada totalmente
en la de Cristo y subordinada radicalmente a ella, «favorece, y de ninguna
manera impide, la unión inmediata de los creyentes con Cristo». 20 Es el
principio iluminador expresado por el Concilio Vaticano II, que tan
intensamente he experimentado en mi vida, haciendo de él la base de mi lema
episcopal: Totus tuus.21 Un lema, como es sabido, inspirado en la doctrina de
san Luis María Grignion de Montfort, que explicó así el papel de María en el
proceso de configuración de cada uno de nosotros con Cristo: «Como quiera
que toda nuestra perfección consiste en el ser conformes, unidos y consagrados
a Jesucristo, la más perfecta de la devociones es, sin duda alguna, la que nos
conforma, nos une y nos consagra lo más perfectamente posible a Jesucristo.
Ahora bien, siendo María, de todas las criaturas, la más conforme a Jesucristo,
se sigue que, de todas las devociones, la que más consagra y conforma un alma
a Jesucristo es la devoción a María, su Santísima Madre, y que cuanto más
consagrada esté un alma a la Santísima Virgen, tanto más lo estará a
Jesucristo».22 De verdad, en el Rosario el camino de Cristo y el de María se
encuentran profundamente unidos. ¡María no vive más que en Cristo y en
función de Cristo!

Rogar a Cristo con María


16. Cristo nos ha invitado a dirigirnos a Dios con insistencia y confianza para
ser escuchados: «Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá»
(Mt 7, 7). El fundamento de esta eficacia de la oración es la bondad del Padre,
pero también la mediación de Cristo ante Él (cf. 1 Jn 2, 1) y la acción del
Espíritu Santo, que «intercede por nosotros» (Rm 8, 26-27) según los designios
de Dios. En efecto, nosotros «no sabemos cómo edir» (Rm 8, 26) y a veces no
somos escuchados porque pedimos mal (cf. St 4, 2-3).
Para apoyar la oración, que Cristo y el Espíritu hacen brotar en nuestro corazón,
interviene María con su intercesión materna. «La oración de la Iglesia está
como apoyada en la oración de María». 23 Efectivamente, si Jesús, único
Mediador, es el Camino de nuestra oración, María, pura transparencia de Él,
muestra el Camino, y «a partir de esta cooperación singular de María a la
acción del Espíritu Santo, las Iglesias han desarrollado la oración a la santa

15
Madre de Dios, centrándola sobre la persona de Cristo manifestada en sus
misterios».24 En las bodas de Caná, el Evangelio muestra precisamente la
eficacia de la intercesión de María, que se hace portavoz ante Jesús de las
necesidades humanas: «No tienen vino» (Jn 2, 3).
El Rosario es a la vez meditación y súplica. La plegaria insistente a la Madre de
Dios se apoya en la confianza de que su materna intercesión lo puede todo ante
el corazón del Hijo. Ella es «omnipotente por gracia», como, con audaz
expresión que debe entenderse bien, dijo en su Súplica a la Virgen el Beato
Bartolomé Longo.25 Basada en el Evangelio, ésta es una certeza que se ha ido
consolidando por experiencia propia en el pueblo cristiano. El eminente poeta
Dante la interpreta estupendamente, siguiendo a san Bernardo, cuando canta:
«Mujer, eres tan grande y tanto vales, que quien desea una gracia y no recurre a
ti, quiere que su deseo vuele sin alas». 26 En el Rosario, mientras suplicamos a
María, templo del Espíritu Santo (cf. Lc 1, 35), Ella intercede por nosotros ante
el Padre que la ha llenado de gracia y ante el Hijo nacido de su seno, rogando
con nosotros y por nosotros.

Anunciar a Cristo con María


17. El Rosario es también un itinerario de anuncio y de profundización, en el
que el misterio de Cristoes presentado continuamente en los diversos aspectos
de la experiencia cristiana. Es una presentación orante y contemplativa, que
trata de modelar al cristiano según el corazón de Cristo. Efectivamente, si en el
rezo del Rosario se valoran adecuadamente todos sus elementos para una
meditación eficaz, se da, especialmente en la celebración comunitaria en las
parroquias y los santuarios, una significativa oportunidad catequética que los
Pastores deben saber aprovechar. La Virgen del Rosario continúa también de
este modo su obra de anunciar a Cristo. La historia del Rosario muestra cómo
esta oración ha sido utilizada especialmente por los Dominicos, en un momento
difícil para la Iglesia a causa de la difusión de la herejía. Hoy estamos ante
nuevos desafíos. ¿Por qué no volver a tomar en la mano las cuentas del rosario
con la fe de quienes nos han precedido? El Rosario conserva toda su fuerza y
sigue siendo un recurso importante en el bagaje pastoral de todo buen
evangelizador.

16
CAPÍTULO II
MISTERIOS DE CRISTO,
MISTERIOS DE LA MADRE

El Rosario «compendio del Evangelio»


18. A la contemplación del rostro de Cristo sólo se llega escuchando, en el
Espíritu, la voz del Padre, pues «nadie conoce bien al Hijo sino el Padre» (Mt
11, 27). Cerca de Cesarea de Felipe, ante la confesión de Pedro, Jesús
puntualiza de dónde proviene esta clara intuición sobre su identidad: «No te ha
revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos» (Mt 16,
17). Así pues, es necesaria la revelación de lo alto. Pero, para acogerla, es
indispensable ponerse a la escucha: «Sólo la experiencia del silencio y de la
oración ofrece el horizonte adecuado en el que puede madurar y desarrollarse el
conocimiento más auténtico, fiel y coherente, de aquel misterio».27
El Rosario es una de las modalidades tradicionales de la oración cristiana
orientada a la contemplación del rostro de Cristo. Así lo describía el Papa Pablo
VI: « Oración evangélica centrada en el misterio de la Encarnación redentora, el
Rosario es, pues, oración de orientación profundamente cristológica. En efecto,
su elemento más característico –la repetición litánica del "Dios te salve,
María"– se convierte también en alabanza constante a Cristo, término último
del anuncio del Ángel y del saludo de la Madre del Bautista: "Bendito el fruto
de tu seno" (Lc 1,42). Diremos más: la repetición del Ave Maria constituye el
tejido sobre el cual se desarrolla la contemplación de los misterios: el Jesús que
toda Ave María recuerda es el mismo que la sucesión de los misterios nos
propone una y otra vez como Hijo de Dios y de la Virgen».28

Una incorporación oportuna


19. De los muchos misterios de la vida de Cristo, el Rosario, tal como se ha
consolidado en la práctica más común corroborada por la autoridad eclesial,
sólo considera algunos. Dicha selección proviene del contexto original de esta
oración, que se organizó teniendo en cuenta el número 150, que es el mismo de
los Salmos.

17
No obstante, para resaltar el carácter cristológico del Rosario, considero
oportuna una incorporación que, si bien se deja a la libre consideración de los
individuos y de la comunidad, les permita contemplar también los misterios de
la vida pública de Cristo desde el Bautismo a la Pasión. En efecto, en estos
misterios contemplamos aspectos importantes de la persona de Cristo como
revelador definitivo de Dios. Él es quien, declarado Hijo predilecto del Padre en
el Bautismo en el Jordán, anuncia la llegada del Reino, dando testimonio de él
con sus obras y proclamando sus exigencias. Durante la vida pública es cuando
el misterio de Cristo se manifiesta de manera especial como misterio de luz:
«Mientras estoy en el mundo, soy luz del mundo» (Jn 9, 5).
Para que pueda decirse que el Rosario es más plenamente 'compendio del
Evangelio', es conveniente pues que, tras haber recordado la encarnación y la
vida oculta de Cristo (misterios de gozo), y antes de considerar los sufrimientos
de la pasión (misterios de dolor) y el triunfo de la resurrección (misterios de
gloria), la meditación se centre también en algunos momentos particularmente
significativos de la vida pública (misterios de luz). Esta incorporación de
nuevos misterios, sin prejuzgar ningún aspecto esencial de la estructura
tradicional de esta oración, se orienta a hacerla vivir con renovado interés en la
espiritualidad cristiana, como verdadera introducción a la profundidad del
Corazón de Cristo, abismo de gozo y de luz, de dolor y de gloria.

Misterios de gozo
20. El primer ciclo, el de los «misterios gozosos», se caracteriza efectivamente
por el gozo que produce el acontecimiento de la encarnación. Esto es evidente
desde la anunciación, cuando el saludo de Gabriel a la Virgen de Nazaret se une
a la invitación a la alegría mesiánica: «Alégrate, María». A este anuncio apunta
toda la historia de la salvación, es más, en cierto modo, la historia misma del
mundo. En efecto, si el designio del Padre es de recapitular en Cristo todas las
cosas (cf. Ef 1, 10), el don divino con el que el Padre se acerca a María para
hacerla Madre de su Hijo alcanza a todo el universo. A su vez, toda la
humanidad está como implicada en el fiat con el que Ella responde prontamente
a la voluntad de Dios.
El regocijo se percibe en la escena del encuentro con Isabel, dónde la voz
misma de María y la presencia de Cristo en su seno hacen «saltar de alegría» a
Juan (cf. Lc 1, 44). Repleta de gozo es la escena de Belén, donde el nacimiento
del divino Niño, el Salvador del mundo, es cantado por los ángeles y anunciado
a los pastores como «una gran alegría» (Lc 2, 10).
Pero ya los dos últimos misterios, aun conservando el sabor de la alegría,
anticipan indicios del drama. En efecto, la presentación en el templo, a la vez
que expresa la dicha de la consagración y extasía al viejo Simeón, contiene

18
también la profecía de que el Niño será «señal de contradicción» para Israel y
de que una espada traspasará el alma de la Madre (cf. Lc 2, 34-35). Gozoso y
dramático al mismo tiempo es también el episodio de Jesús de 12 años en el
templo. Aparece con su sabiduría divina mientras escucha y pregunta, y
ejerciendo sustancialmente el papel de quien 'enseña'. La revelación de su
misterio de Hijo, dedicado enteramente a las cosas del Padre, anuncia aquella
radicalidad evangélica que, ante las exigencias absolutas del Reino, cuestiona
hasta los más profundos lazos de afecto humano. José y María mismos,
sobresaltados y angustiados, «no comprendieron» sus palabras (Lc 2, 50).
De este modo, meditar los misterios «gozosos» significa adentrarse en los
motivos últimos de la alegría cristiana y en su sentido más profundo. Significa
fijar la mirada sobre lo concreto del misterio de la Encarnación y sobre el
sombrío preanuncio del misterio del dolor salvífico. María nos ayuda a aprender
el secreto de la alegría cristiana, recordándonos que el cristianismo es ante todo
evangelion, 'buena noticia', que tiene su centro o, mejor dicho, su contenido
mismo, en la persona de Cristo, el Verbo hecho carne, único Salvador del
mundo.

Misterios de luz
21. Pasando de la infancia y de la vida de Nazaret a la vida pública de Jesús, la
contemplación nos lleva a los misterios que se pueden llamar de manera
especial «misterios de luz». En realidad, todo el misterio de Cristo es luz. Él es
«la luz del mundo» (Jn 8, 12). Pero esta dimensión se manifiesta sobre todo en
los años de la vida pública, cuando anuncia el evangelio del Reino. Deseando
indicar a la comunidad cristiana cinco momentos significativos –misterios
«luminosos»– de esta fase de la vida de Cristo, pienso que se pueden señalar: 1.
su Bautismo en el Jordán; 2. su autorrevelación en las bodas de Caná; 3. su
anuncio del Reino de Dios invitando a la conversión; 4. su Transfiguración; 5.
institución de la Eucaristía, expresión sacramental del misterio pascual.
Cada uno de estos misterios revela el Reino ya presente en la persona misma de
Jesús. Misterio de luz es ante todo el Bautismo en el Jordán. En él, mientras
Cristo, como inocente que se hace 'pecado' por nosotros (cf. 2 Co 5, 21), entra
en el agua del río, el cielo se abre y la voz del Padre lo proclama Hijo predilecto
(cf. Mt 3, 17 par.), y el Espíritu desciende sobre Él para investirlo de la misión
que le espera. Misterio de luz es el comienzo de los signos en Caná (cf. Jn 2, 1-
12), cuando Cristo, transformando el agua en vino, abre el corazón de los
discípulos a la fe gracias a la intervención de María, la primera creyente.
Misterio de luz es la predicación con la cual Jesús anuncia la llegada del Reino
de Dios e invita a la conversión (cf. Mc 1, 15), perdonando los pecados de quien
se acerca a Él con humilde fe (cf. Mc 2. 3-13; Lc 47-48), iniciando así el

19
ministerio de misericordia que Él continuará ejerciendo hasta el fin del mundo,
especialmente a través del sacramento de la Reconciliación confiado a la
Iglesia. Misterio de luz por excelencia es la Transfiguración, que según la
tradición tuvo lugar en el Monte Tabor. La gloria de la Divinidad resplandece
en el rostro de Cristo, mientras el Padre lo acredita ante los apóstoles extasiados
para que lo « escuchen » (cf. Lc 9, 35 par.) y se dispongan a vivir con Él el
momento doloroso de la Pasión, a fin de llegar con Él a la alegría de la
Resurrección y a una vida transfigurada por el Espíritu Santo. Misterio de luz
es, por fin, la institución de la Eucaristía, en la cual Cristo se hace alimento con
su Cuerpo y su Sangre bajo las especies del pan y del vino, dando testimonio de
su amor por la humanidad « hasta el extremo » (Jn13, 1) y por cuya salvación
se ofrecerá en sacrificio.
Excepto en el de Caná, en estos misterios la presencia de María queda en el
trasfondo. Los Evangelios apenas insinúan su eventual presencia en algún que
otro momento de la predicación de Jesús (cf. Mc 3, 31-35; Jn 2, 12) y nada
dicen sobre su presencia en el Cenáculo en el momento de la institución de la
Eucaristía. Pero, de algún modo, el cometido que desempeña en Caná
acompaña toda la misión de Cristo. La revelación, que en el Bautismo en el
Jordán proviene directamente del Padre y ha resonado en el Bautista, aparece
también en labios de María en Caná y se convierte en su gran invitación
materna dirigida a la Iglesia de todos los tiempos: «Haced lo que él os diga» (Jn
2, 5). Es una exhortación que introduce muy bien las palabras y signos de Cristo
durante su vida pública, siendo como el telón de fondo mariano de todos los
«misterios de luz».

Misterios de dolor
22. Los Evangelios dan gran relieve a los misterios del dolor de Cristo. La
piedad cristiana, especialmente en la Cuaresma, con la práctica del Via Crucis,
se ha detenido siempre sobre cada uno de los momentos de la Pasión, intuyendo
que ellos son el culmen de la revelación del amor y la fuente de nuestra
salvación. El Rosario escoge algunos momentos de la Pasión, invitando al
orante a fijar en ellos la mirada de su corazón y a revivirlos. El itinerario
meditativo se abre con Getsemaní, donde Cristo vive un momento
particularmente angustioso frente a la voluntad del Padre, contra la cual la
debilidad de la carne se sentiría inclinada a rebelarse. Allí, Cristo se pone en
lugar de todas las tentaciones de la humanidad y frente a todos los pecados de
los hombres, para decirle al Padre: «no se haga mi voluntad, sino la tuya» (Lc
22, 42 par.). Este «sí» suyo cambia el «no» de los progenitores en el Edén. Y
cuánto le costaría esta adhesión a la voluntad del Padre se muestra en los
misterios siguientes, en los que, con la flagelación, la coronación de espinas, la

20
subida al Calvario y la muerte en cruz, se ve sumido en la mayor ignominia:
Ecce homo!
En este oprobio no sólo se revela el amor de Dios, sino el sentido mismo del
hombre. Ecce homo: quien quiera conocer al hombre, ha de saber descubrir su
sentido, su raíz y su cumplimiento en Cristo, Dios que se humilla por amor
«hasta la muerte y muerte de cruz» (Flp 2, 8). Los misterios de dolor llevan el
creyente a revivir la muerte de Jesús poniéndose al pie de la cruz junto a María,
para penetrar con ella en la inmensidad del amor de Dios al hombre y sentir
toda su fuerza regeneradora.

Misterios de gloria
23. «La contemplación del rostro de Cristo no puede reducirse a su imagen de
crucificado. ¡Él es el Resucitado!».29 El Rosario ha expresado siempre esta
convicción de fe, invitando al creyente a superar la oscuridad de la Pasión para
fijarse en la gloria de Cristo en su Resurrección y en su Ascensión.
Contemplando al Resucitado, el cristiano descubre de nuevo las razones de la
propia fe (cf. 1 Co 15, 14), y revive la alegría no solamente de aquellos a los
que Cristo se manifestó –los Apóstoles, la Magdalena, los discípulos de
Emaús–, sino también el gozo de María, que experimentó de modo intenso la
nueva vida del Hijo glorificado. A esta gloria, que con la Ascensión pone a
Cristo a la derecha del Padre, sería elevada Ella misma con la Asunción,
anticipando así, por especialísimo privilegio, el destino reservado a todos los
justos con la resurrección de la carne. Al fin, coronada de gloria –como aparece
en el último misterio glorioso–, María resplandece como Reina de los Ángeles
y los Santos, anticipación y culmen de la condición escatológica del Iglesia.
En el centro de este itinerario de gloria del Hijo y de la Madre, el Rosario
considera, en el tercer misterio glorioso, Pentecostés, que muestra el rostro de la
Iglesia como una familia reunida con María, avivada por la efusión impetuosa
del Espíritu y dispuesta para la misión evangelizadora. La contemplación de
éste, como de los otros misterios gloriosos, ha de llevar a los creyentes a tomar
conciencia cada vez más viva de su nueva vida en Cristo, en el seno de la
Iglesia; una vida cuyo gran 'icono' es la escena de Pentecostés. De este modo,
los misterios gloriosos alimentan en los creyentes la esperanza en la meta
escatológica, hacia la cual se encaminan como miembros del Pueblo de Dios
peregrino en la historia. Esto les impulsará necesariamente a dar un testimonio
valiente de aquel «gozoso anuncio» que da sentido a toda su vida.

De los 'misterios' al 'Misterio': el camino de María


24. Los ciclos de meditaciones propuestos en el Santo Rosario no son
ciertamente exhaustivos, pero llaman la atención sobre lo esencial, preparando

21
el ánimo para gustar un conocimiento de Cristo, que se alimenta continuamente
del manantial puro del texto evangélico. Cada rasgo de la vida de Cristo, tal
como lo narran los Evangelistas, refleja aquel Misterio que supera todo
conocimiento (cf. Ef 3, 19). Es el Misterio del Verbo hecho carne, en el cual
«reside toda la Plenitud de la Divinidad corporalmente» (Col 2, 9). Por eso el
Catecismo de la Iglesia Católica insiste tanto en los misterios de Cristo,
recordando que «todo en la vida de Jesús es signo de su Misterio». 30 El «duc in
altum» de la Iglesia en el tercer Milenio se basa en la capacidad de los
cristianos de alcanzar «en toda su riqueza la plena inteligencia y perfecto
conocimiento del Misterio de Dios, en el cual están ocultos todos los tesoros de
la sabiduría y de la ciencia» (Col 2, 2-3). La Carta a los Efesios desea
ardientemente a todos los bautizados: «Que Cristo habite por la fe en vuestros
corazones, para que, arraigados y cimentados en el amor [...], podáis conocer el
amor de Cristo, que excede a todo conocimiento, para que os vayáis llenando
hasta la total plenitud de Dios» (3, 17-19).
El Rosario promueve este ideal, ofreciendo el 'secreto' para abrirse más
fácilmente a un conocimiento profundo y comprometido de Cristo. Podríamos
llamarlo el camino de María. Es el camino del ejemplo de la Virgen de Nazaret,
mujer de fe, de silencio y de escucha. Es al mismo tiempo el camino de una
devoción mariana consciente de la inseparable relación que une Cristo con su
Santa Madre: los misterios de Cristo son también, en cierto sentido, los
misterios de su Madre, incluso cuando Ella no está implicada directamente, por
el hecho mismo de que Ella vive de Él y por Él. Haciendo nuestras en el Ave
Maria las palabras del ángel Gabriel y de santa Isabel, nos sentimos impulsados
a buscar siempre de nuevo en María, entre sus brazos y en su corazón, el «fruto
bendito de su vientre» (cf. Lc 1, 42).

Misterio de Cristo, 'misterio' del hombre


25. En el testimonio ya citado de 1978 sobre el Rosario como mi oración
predilecta, expresé un concepto sobre el que deseo volver. Dije entonces que «
el simple rezo del Rosario marca el ritmo de la vida humana ».31
A la luz de las reflexiones hechas hasta ahora sobre los misterios de Cristo, no
es difícil profundizar en esta consideración antropológica del Rosario. Una
consideración más radical de lo que puede parecer a primera vista. Quien
contempla a Cristo recorriendo las etapas de su vida, descubre también en Él la
verdad sobre el hombre. Ésta es la gran afirmación del Concilio Vaticano II,
que tantas veces he hecho objeto de mi magisterio, a partir de la Carta Encíclica
Redemptor hominis: «Realmente, el misterio del hombre sólo se esclarece en el
misterio del Verbo Encarnado». 32 El Rosario ayuda a abrirse a esta luz.
Siguiendo el camino de Cristo, el cual «recapitula» el camino del hombre, 33

22
desvelado y redimido, el creyente se sitúa ante la imagen del verdadero hombre.
Contemplando su nacimiento aprende el carácter sagrado de la vida, mirando la
casa de Nazaret se percata de la verdad originaria de la familia según el
designio de Dios, escuchando al Maestro en los misterios de su vida pública
encuentra la luz para entrar en el Reino de Dios y, siguiendo sus pasos hacia el
Calvario, comprende el sentido del dolor salvador. Por fin, contemplando a
Cristo y a su Madre en la gloria, ve la meta a la que cada uno de nosotros está
llamado, si se deja sanar y transfigurar por el Espíritu Santo. De este modo, se
puede decir que cada misterio del Rosario, bien meditado, ilumina el misterio
del hombre.
Al mismo tiempo, resulta natural presentar en este encuentro con la santa
humanidad del Redentor tantos problemas, afanes, fatigas y proyectos que
marcan nuestra vida. «Descarga en el señor tu peso, y él te sustentará» (Sal 55,
23). Meditar con el Rosario significa poner nuestros afanes en los corazones
misericordiosos de Cristo y de su Madre. Después de largos años, recordando
los sinsabores, que no han faltado tampoco en el ejercicio del ministerio
petrino, deseo repetir, casi como una cordial invitación dirigida a todos para que
hagan de ello una experiencia personal: sí, verdaderamente el Rosario « marca
el ritmo de la vida humana », para armonizarla con el ritmo de la vida divina, en
gozosa comunión con la Santísima Trinidad, destino y anhelo de nuestra
existencia.

23
CAPÍTULO III
« PARA MÍ LA VIDA ES CRISTO »

El Rosario, camino de asimilación del misterio


26. El Rosario propone la meditación de los misterios de Cristo con un método
característico, adecuado para favorecer su asimilación. Se trata del método
basado en la repetición. Esto vale ante todo para el Ave Maria, que se repite
diez veces en cada misterio. Si consideramos superficialmente esta repetición,
se podría pensar que el Rosario es una práctica árida y aburrida. En cambio, se
puede hacer otra consideración sobre el rosario, si se toma como expresión del
amor que no se cansa de dirigirse hacia a la persona amada con manifestaciones
que, incluso parecidas en su expresión, son siempre nuevas respecto al
sentimiento que las inspira.
En Cristo, Dios ha asumido verdaderamente un «corazón de carne». Cristo no
solamente tiene un corazón divino, rico en misericordia y perdón, sino también
un corazón humano, capaz de todas las expresiones de afecto. A este respecto,
si necesitáramos un testimonio evangélico, no sería difícil encontrarlo en el
conmovedor diálogo de Cristo con Pedro después de la Resurrección. «Simón,
hijo de Juan, ¿me quieres?» Tres veces se le hace la pregunta, tres veces Pedro
responde: «Señor, tú lo sabes que te quiero» (cf. Jn 21, 15-17). Más allá del
sentido específico del pasaje, tan importante para la misión de Pedro, a nadie se
le escapa la belleza de esta triple repetición, en la cual la reiterada pregunta y la
respuesta se expresan en términos bien conocidos por la experiencia universal
del amor humano. Para comprender el Rosario, hace falta entrar en la dinámica
psicológica que es propia del amor.
Una cosa está clara: si la repetición del Ave Maria se dirige directamente a
María, el acto de amor, con Ella y por Ella, se dirige a Jesús. La repetición
favorece el deseo de una configuración cada vez más plena con Cristo,
verdadero 'programa' de la vida cristiana. San Pablo lo ha enunciado con
palabras ardientes: «Para mí la vida es Cristo, y la muerte una ganancia» (Flp 1,
21). Y también: «No vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí» (Ga 2, 20).
El Rosario nos ayuda a crecer en esta configuración hasta la meta de la
santidad.

24
Un método válido...
27. No debe extrañarnos que la relación con Cristo se sirva de la ayuda de un
método. Dios se comunica con el hombre respetando nuestra naturaleza y sus
ritmos vitales. Por esto la espiritualidad cristiana, incluso conociendo las formas
más sublimes del silencio místico, en el que todas las imágenes, palabras y
gestos son como superados por la intensidad de una unión inefable del hombre
con Dios, se caracteriza normalmente por la implicación de toda la persona, en
su compleja realidad psicofísica y relacional.
Esto aparece de modo evidente en la Liturgia. Los Sacramentos y los
Sacramentales están estructurados con una serie de ritos relacionados con las
diversas dimensiones de la persona. También la oración no litúrgica expresa la
misma exigencia. Esto se confirma por el hecho de que, en Oriente, la oración
más característica de la meditación cristológica, la que está centrada en las
palabras «Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí, pecador», 34 está
vinculada tradicionalmente con el ritmo de la respiración, que, mientras
favorece la perseverancia en la invocación, da como una consistencia física al
deseo de que Cristo se convierta en el aliento, el alma y el 'todo' de la vida.

... que, no obstante, se puede mejorar


28. En la Carta apostólica Novo millennio ineunte he recordado que en
Occidente existe hoy también una renovada exigencia de meditación, que
encuentra a veces en otras religiones modalidades bastante atractivas. 35 Hay
cristianos que, al conocer poco la tradición contemplativa cristiana, se dejan
atraer por tales propuestas. Sin embargo, aunque éstas tengan elementos
positivos y a veces compaginables con la experiencia cristiana, a menudo
esconden un fondo ideológico inaceptable. En dichas experiencias abunda
también una metodología que, pretendiendo alcanzar una alta concentración
espiritual, usa técnicas de tipo psicofísico, repetitivas y simbólicas. El Rosario
forma parte de este cuadro universal de la fenomenología religiosa, pero tiene
características propias, que responden a las exigencias específicas de la vida
cristiana.
En efecto, el Rosario es un método para contemplar. Como método, debe ser
utilizado en relación al fin y no puede ser un fin en sí mismo. Pero tampoco
debe infravalorarse, dado que es fruto de una experiencia secular. La
experiencia de innumerables Santos aboga en su favor. Lo cual no impide que
pueda ser mejorado. Precisamente a esto se orienta la incorporación, en el ciclo
de los misterios, de la nueva serie de los mysteria lucis, junto con algunas
sugerencias sobre el rezo del Rosario que propongo en esta Carta. Con ello,
aunque respetando la estructura firmemente consolidada de esta oración, quiero
ayudar a los fieles a comprenderla en sus aspectos simbólicos, en sintonía con

25
las exigencias de la vida cotidiana. De otro modo, existe el riesgo de que esta
oración no sólo no produzca los efectos espirituales deseados, sino que el
rosario mismo con el que suele recitarse, acabe por considerarse como un
amuleto o un objeto mágico, con una radical distorsión de su sentido y su
cometido

El enunciado del misterio


29. Enunciar el misterio, y tener tal vez la oportunidad de contemplar al mismo
tiempo una imagen que lo represente, es como abrir un escenario en el cual
concentrar la atención. Las palabras conducen la imaginación y el espíritu a
aquel determinado episodio o momento de la vida de Cristo. En la
espiritualidad que se ha desarrollado en la Iglesia, tanto a través de la
veneración de imágenes que enriquecen muchas devociones con elementos
sensibles, como también del método propuesto por san Ignacio de Loyola en los
Ejercicios Espirituales, se ha recurrido al elemento visual e imaginativo (la
compositio loci) considerándolo de gran ayuda para favorecer la concentración
del espíritu en el misterio. Por lo demás, es una metodología que se
corresponde con la lógica misma de la Encarnación: Dios ha querido asumir,
en Jesús, rasgos humanos. Por medio de su realidad corpórea, entramos en
contacto con su misterio divino.
El enunciado de los varios misterios del Rosario se corresponde también con
esta exigencia de concreción. Es cierto que no sustituyen al Evangelio ni
tampoco se refieren a todas sus páginas. El Rosario, por tanto, no reemplaza la
lectio divina, sino que, por el contrario, la supone y la promueve. Pero si los
misterios considerados en el Rosario, aun con el complemento de los mysteria
lucis, se limita a las líneas fundamentales de la vida de Cristo, a partir de ellos
la atención se puede extender fácilmente al resto del Evangelio, sobre todo
cuando el Rosario se recita en momentos especiales de prolongado
recogimiento.

La escucha de la Palabra de Dios


30. Para dar fundamento bíblico y mayor profundidad a la meditación, es útil
que al enunciado del misterio siga la proclamación del pasaje bíblico
correspondiente, que puede ser más o menos largo según las circunstancias. En
efecto, otras palabras nunca tienen la eficacia de la palabra inspirada. Ésta debe
ser escuchada con la certeza de que es Palabra de Dios, pronunciada para hoy y
«para mí».
Acogida de este modo, la Palabra entra en la metodología de la repetición del
Rosario sin el aburrimiento que produciría la simple reiteración de una
información ya conocida. No, no se trata de recordar una información, sino de

26
dejar 'hablar' a Dios. En alguna ocasión solemne y comunitaria, esta palabra se
puede ilustrar con algún breve comentario.

El silencio
31. La escucha y la meditación se alimentan del silencio. Es conveniente que,
después de enunciar el misterio y proclamar la Palabra, esperemos unos
momentos antes de iniciar la oración vocal, para fijar la atención sobre el
misterio meditado. El redescubrimiento del valor del silencio es uno de los
secretos para la práctica de la contemplación y la meditación. Uno de los límites
de una sociedad tan condicionada por la tecnología y los medios de
comunicación social es que el silencio se hace cada vez más difícil. Así como
en la Liturgia se recomienda que haya momentos de silencio, en el rezo del
Rosario es también oportuno hacer una breve pausa después de escuchar la
Palabra de Dios, concentrando el espíritu en el contenido de un determinado
misterio.

El «Padrenuestro»
32. Después de haber escuchado la Palabra y centrado la atención en el
misterio, es natural que el ánimo se eleve hacia el Padre. Jesús, en cada uno de
sus misterios, nos lleva siempre al Padre, al cual Él se dirige continuamente,
porque descansa en su 'seno' (cf Jn 1, 18). Él nos quiere introducir en la
intimidad del Padre para que digamos con Él: «¡Abbá, Padre!» (Rm 8, 15; Ga 4,
6). En esta relación con el Padre nos hace hermanos suyos y entre nosotros,
comunicándonos el Espíritu, que es a la vez suyo y del Padre. El
«Padrenuestro», puesto como fundamento de la meditación cristológico-
mariana que se desarrolla mediante la repetición del Ave Maria, hace que la
meditación del misterio, aun cuando se tenga en soledad, sea una experiencia
eclesial.

Las diez «Ave Maria»


33. Este es el elemento más extenso del Rosario y que a la vez lo convierte en
una oración mariana por excelencia. Pero precisamente a la luz del Ave Maria,
bien entendida, es donde se nota con claridad que el carácter mariano no se
opone al cristológico, sino que más bien lo subraya y lo exalta. En efecto, la
primera parte del Ave Maria, tomada de las palabras dirigidas a María por el
ángel Gabriel y por santa Isabel, es contemplación adorante del misterio que se
realiza en la Virgen de Nazaret. Expresan, por así decir, la admiración del cielo
y de la tierra y, en cierto sentido, dejan entrever la complacencia de Dios mismo
al ver su obra maestra –la encarnación del Hijo en el seno virginal de María–,
análogamente a la mirada de aprobación del Génesis (cf. Gn 1, 31), aquel
«pathos con el que Dios, en el alba de la creación, contempló la obra de sus
27
manos».36 Repetir en el Rosario el Ave Maria nos acerca a la complacencia de
Dios: es júbilo, asombro, reconocimiento del milagro más grande de la historia.
Es el cumplimiento dela profecía de María: «Desde ahora todas las
generaciones me llamarán bienaventurada» (Lc1, 48).
El centro del Ave Maria, casi como engarce entre la primera y la segunda parte,
es el nombre de Jesús. A veces, en el rezo apresurado, no se percibe este
aspecto central y tampoco la relación con el misterio de Cristo que se está
contemplando. Pero es precisamente el relieve que se da al nombre de Jesús y a
su misterio lo que caracteriza una recitación consciente y fructuosa del Rosario.
Ya Pablo VI recordó en la Exhortación apostólica Marialis cultus la costumbre,
practicada en algunas regiones, de realzar el nombre de Cristo añadiéndole una
cláusula evocadora del misterio que se está meditando. 37 Es una costumbre
loable, especialmente en la plegaria pública. Expresa con intensidad la fe
cristológica, aplicada a los diversos momentos de la vida del Redentor. Es
profesión de fe y, al mismo tiempo, ayuda a mantener atenta la meditación,
permitiendo vivir la función asimiladora, innata en la repetición del Ave Maria,
respecto al misterio de Cristo. Repetir el nombre de Jesús –el único nombre del
cual podemos esperar la salvación (cf. Hch 4, 12)– junto con el de su Madre
Santísima, y como dejando que Ella misma nos lo sugiera, es un modo de
asimilación, que aspira a hacernos entrar cada vez más profundamente en la
vida de Cristo.
De la especial relación con Cristo, que hace de María la Madre de Dios, la
Theotòkos, deriva, además, la fuerza de la súplica con la que nos dirigimos a
Ella en la segunda parte de la oración, confiando a su materna intercesión
nuestra vida y la hora de nuestra muerte.

El «Gloria»
34. La doxología trinitaria es la meta de la contemplación cristiana. En efecto,
Cristo es el camino que nos conduce al Padre en el Espíritu. Si recorremos este
camino hasta el final, nos encontramos continuamente ante el misterio de las
tres Personas divinas que se han de alabar, adorar y agradecer. Es importante
que el Gloria, culmen de la contemplación, sea bien resaltado en el Rosario. En
el rezo público podría ser cantado, para dar mayor énfasis a esta perspectiva
estructural y característica de toda plegaria cristiana.
En la medida en que la meditación del misterio haya sido atenta, profunda,
fortalecida –de Ave en Ave – por el amor a Cristo y a María, la glorificación
trinitaria en cada decena, en vez de reducirse a una rápida conclusión, adquiere
su justo tono contemplativo, como para levantar el espíritu a la altura del
Paraíso y hacer revivir, de algún modo, la experiencia del Tabor, anticipación
de la contemplación futura: «Bueno es estarnos aquí» (Lc 9, 33).

28
La jaculatoria final
35. Habitualmente, en el rezo del Rosario, después de la doxología trinitaria
sigue una jaculatoria, que varía según las costumbres. Sin quitar valor a tales
invocaciones, parece oportuno señalar que la contemplación de los misterios
puede expresar mejor toda su fecundidad si se procura que cada misterio
concluya con una oración dirigida a alcanzar los frutos específicos de la
meditación del misterio. De este modo, el Rosario puede expresar con mayor
eficacia su relación con la vida cristiana. Lo sugiere una bella oración litúrgica,
que nos invita a pedir que, meditando los misterios del Rosario, lleguemos a
«imitar lo que contienen y a conseguir lo que prometen».38
Como ya se hace, dicha oración final puede expresarse en varias forma
legítimas. El Rosario adquiere así también una fisonomía más adecuada a las
diversas tradiciones espirituales y a las distintas comunidades cristianas. En esta
perspectiva, es de desear que se difundan, con el debido discernimiento
pastoral, las propuestas más significativas, experimentadas tal vez en centros y
santuarios marianos que cultivan particularmente la práctica del Rosario, de
modo que el Pueblo de Dios pueda acceder a toda auténtica riqueza espiritual,
encontrando así una ayuda para la propia contemplación.

El 'rosario'
36. Instrumento tradicional para rezarlo es el rosario. En la práctica más
superficial, a menudo termina por ser un simple instrumento para contar la
sucesión de las Ave Maria. Pero sirve también para expresar un simbolismo,
que puede dar ulterior densidad a la contemplación.
A este propósito, lo primero que debe tenerse presente es que el rosario está
centrado en el Crucifijo, que abre y cierra el proceso mismo de la oración. En
Cristo se centra la vida y la oración de los creyentes. Todo parte de Él, todo
tiende hacia Él, todo, a través de Él, en el Espíritu Santo, llega al Padre.
En cuanto medio para contar, que marca el avanzar de la oración, el rosario
evoca el camino incesante de la contemplación y de la perfección cristiana. El
Beato Bartolomé Longo lo consideraba también como una 'cadena' que nos une
a Dios. Cadena, sí, pero cadena dulce; así se manifiesta la relación con Dios,
que es Padre. Cadena 'filial', que nos pone en sintonía con María, la «sierva del
Señor» (Lc 1, 38) y, en definitiva, con el propio Cristo, que, aun siendo Dios, se
hizo «siervo» por amor nuestro (Flp 2, 7).
Es también hermoso ampliar el significado simbólico del rosario a nuestra
relación recíproca, recordando de ese modo el vínculo de comunión y
fraternidad que nos une a todos en Cristo.

29
Inicio y conclusión
37. En la práctica corriente, hay varios modos de comenzar el Rosario, según
los diversos contextos eclesiales. En algunas regiones se suele iniciar con la
invocación del Salmo 69: «Dios mío ven en mi auxilio, Señor date prisa en
socorrerme», como para alimentar en el orante la humilde conciencia de su
propia indigencia; en otras, se comienza recitando el Credo, como haciendo de
la profesión de fe el fundamento del camino contemplativo que se emprende.
Éstos y otros modos similares, en la medida que disponen el ánimo para la
contemplación, son usos igualmente legítimos. La plegaria se concluye rezando
por las intenciones del Papa, para elevar la mirada de quien reza hacia el vasto
horizonte de las necesidades eclesiales. Precisamente para fomentar esta
proyección eclesial del Rosario, la Iglesia ha querido enriquecerlo con santas
indulgencias para quien lo recita con las debidas disposiciones.
En efecto, si se hace así, el Rosario es realmente un itinerario espiritual en el
que María se hace madre, maestra, guía, y sostiene al fiel con su poderosa
intercesión. ¿Cómo asombrarse, pues, si al final de esta oración en la cual se ha
experimentado íntimamente la maternidad de María, el espíritu siente necesidad
de dedicar una alabanza a la Santísima Virgen, bien con la espléndida oración
de la Salve Regina, bien con las Letanías lauretanas? Es como coronar un
camino interior, que ha llevado al fiel al contacto vivo con el misterio de Cristo
y de su Madre Santísima.

La distribución en el tiempo
38. El Rosario puede recitarse entero cada día, y hay quienes así lo hacen de
manera laudable. De ese modo, el Rosario impregna de oración los días de
muchos contemplativos, o sirve de compañía a enfermos y ancianos que tienen
mucho tiempo disponible. Pero es obvio –y eso vale, con mayor razón, si se
añade el nuevo ciclo de los mysteria lucis– que muchos no podrán recitar más
que una parte, según un determinado orden semanal. Esta distribución semanal
da a los días de la semana un cierto 'color' espiritual, análogamente a lo que
hace la Liturgia con las diversas fases del año litúrgico.
Según la praxis corriente, el lunes y el jueves están dedicados a los «misterios
gozosos», el martes y el viernes a los «dolorosos», el miércoles, el sábado y el
domingo a los «gloriosos». ¿Dónde introducir los «misterios de la luz»?
Considerando que los misterios gloriosos se proponen seguidos el sábado y el
domingo, y que el sábado es tradicionalmente un día de marcado carácter
mariano, parece aconsejable trasladar al sábado la segunda meditación semanal
de los misterios gozosos, en los cuales la presencia de María es más destacada.
Queda así libre el jueves para la meditación de los misterios de la luz.

30
No obstante, esta indicación no pretende limitar una conveniente libertad en la
meditación personal y comunitaria, según las exigencias espirituales y
pastorales y, sobre todo, las coincidencias litúrgicas que pueden sugerir
oportunas adaptaciones. Lo verdaderamente importante es que el Rosario se
comprenda y se experimente cada vez más como un itinerario contemplativo.
Por medio de él, de manera complementaria a cuanto se realiza en la Liturgia, la
semana del cristiano, centrada en el domingo, día de la resurrección, se
convierte en un camino a través de los misterios de la vida de Cristo, y Él se
consolida en la vida de sus discípulos como Señor del tiempo y de la historia.

31
CONCLUSIÓN
«Rosario bendito de María, cadena dulce que nos une con Dios»
39. Lo que se ha dicho hasta aquí expresa ampliamente la riqueza de esta
oración tradicional, que tiene la sencillez de una oración popular, pero también
la profundidad teológica de una oración adecuada para quien siente la exigencia
de una contemplación más intensa.
La Iglesia ha visto siempre en esta oración una particular eficacia, confiando las
causas más difíciles a su recitación comunitaria y a su práctica constante. En
momentos en los que la cristiandad misma estaba amenazada, se atribuyó a la
fuerza de esta oración la liberación del peligro y la Virgen del Rosario fue
considerada como propiciadora de la salvación.
Hoy deseo confiar a la eficacia de esta oración –lo he señalado al principio– la
causa de la paz en el mundo y la de la familia.

La paz
40. Las dificultades que presenta el panorama mundial en este comienzo del
nuevo Milenio nos inducen a pensar que sólo una intervención de lo Alto, capaz
de orientar los corazones de quienes viven situaciones conflictivas y de quienes
dirigen los destinos de las Naciones, puede hacer esperar en un futuro menos
oscuro.
El Rosario es una oración orientada por su naturaleza hacia la paz, por el
hecho mismo de que contempla a Cristo, Príncipe de la paz y «nuestra paz» (Ef
2, 14). Quien interioriza el misterio de Cristo –y el Rosario tiende precisamente
a eso– aprende el secreto de la paz y hace de ello un proyecto de vida. Además,
debido a su carácter meditativo, con la serena sucesión del Ave Maria, el
Rosario ejerce sobre el orante una acción pacificadora que lo dispone a recibir y
experimentar en la profundidad de su ser, y a difundir a su alrededor, paz
verdadera, que es un don especial del Resucitado (cf. Jn 14, 27; 20, 21).
Es además oración por la paz por la caridad que promueve. Si se recita bien,
como verdadera oración meditativa, el Rosario, favoreciendo el encuentro con
Cristo en sus misterios, muestra también el rostro de Cristo en los hermanos,
especialmente en los que más sufren. ¿Cómo se podría considerar, en los
misterios gozosos, el misterio del Niño nacido en Belén sin sentir el deseo de

32
acoger, defender y promover la vida, haciéndose cargo del sufrimiento de los
niños en todas las partes del mundo? ¿Cómo podrían seguirse los pasos del
Cristo revelador, en los misterios de la luz, sin proponerse el testimonio de sus
bienaventuranzas en la vida de cada día? Y ¿cómo contemplar a Cristo cargado
con la cruz y crucificado, sin sentir la necesidad de hacerse sus «cireneos» en
cada hermano aquejado por el dolor u oprimido por la desesperación? ¿Cómo se
podría, en fin, contemplar la gloria de Cristo resucitado y a María coronada
como Reina, sin sentir el deseo de hacer este mundo más hermoso, más justo,
más cercano al proyecto de Dios?
En definitiva, mientras nos hace contemplar a Cristo, el Rosario nos hace
también constructores de la paz en el mundo. Por su carácter de petición
insistente y comunitaria, en sintonía con la invitación de Cristo a «orar siempre
sin desfallecer» (Lc 18,1), nos permite esperar que hoy se pueda vencer también
una 'batalla' tan difícil como la de la paz. De este modo, el Rosario, en vez de
ser una huida de los problemas del mundo, nos impulsa a examinarlos de
manera responsable y generosa, y nos concede la fuerza de afrontarlos con la
certeza de la ayuda de Dios y con el firme propósito de testimoniar en cada
circunstancia la caridad, «que es el vínculo de la perfección» (Col 3, 14).

La familia: los padres...


41. Además de oración por la paz, el Rosario es también, desde siempre, una
oración de la familia y por la familia. Antes esta oración era apreciada
particularmente por las familias cristianas, y ciertamente favorecía su
comunión. Conviene no descuidar esta preciosa herencia. Se ha de volver a
rezar en familia y a rogar por las familias, utilizando todavía esta forma de
plegaria.
Si en la Carta apostólica Novo millennio ineunte he alentado la celebración de
la Liturgia de las Horas por parte de los laicos en la vida ordinaria de las
comunidades parroquiales y de los diversos grupos cristianos, 39 deseo hacerlo
igualmente con el Rosario. Se trata de dos caminos no alternativos, sino
complementarios, de la contemplación cristiana. Pido, por tanto, a cuantos se
dedican a la pastoral de las familias que recomienden con convicción el rezo del
Rosario.
La familia que reza unida, permanece unida. El Santo Rosario, por antigua
tradición, es una oración que se presta particularmente para reunir a la familia.
Contemplando a Jesús, cada uno de sus miembros recupera también la
capacidad de volverse a mirar a los ojos, para comunicar, solidarizarse,
perdonarse recíprocamente y comenzar de nuevo con un pacto de amor
renovado por el Espíritu de Dios.

33
Muchos problemas de las familias contemporáneas, especialmente en las
sociedades económicamente más desarrolladas, derivan de una creciente
dificultad comunicarse. No se consigue estar juntos y a veces los raros
momentos de reunión quedan absorbidos por las imágenes de un televisor.
Volver a rezar el Rosario en familia significa introducir en la vida cotidiana
otras imágenes muy distintas, las del misterio que salva: la imagen del
Redentor, la imagen de su Madre santísima. La familia que reza unida el
Rosario reproduce un poco el clima de la casa de Nazaret: Jesús está en el
centro, se comparten con él alegrías y dolores, se ponen en sus manos las
necesidades y proyectos, se obtienen de él la esperanza y la fuerza para el
camino.

... y los hijos


42. Es hermoso y fructuoso confiar también a esta oración el proceso de
crecimiento de los hijos. ¿No es acaso, el Rosario, el itinerario de la vida de
Cristo, desde su concepción a la muerte, hasta la resurrección y la gloria? Hoy
resulta cada vez más difícil para los padres seguir a los hijos en las diversas
etapas de su vida. En la sociedad de la tecnología avanzada, de los medios de
comunicación social y de la globalización, todo se ha acelerado, y cada día es
mayor la distancia cultural entre las generaciones. Los mensajes de todo tipo y
las experiencias más imprevisibles hacen mella pronto en la vida de los chicos y
los adolescentes, y a veces es angustioso para los padres afrontar los peligros
que corren los hijos. Con frecuencia se encuentran ante desilusiones fuertes, al
constatar los fracasos de los hijos ante la seducción de la droga, los atractivos
de un hedonismo desenfrenado, las tentaciones de la violencia o las formas tan
diferentes del sinsentido y la desesperación.
Rezar con el Rosario por los hijos, y mejor aún, con los hijos, educándolos
desde su tierna edad para este momento cotidiano de «intervalo de oración» de
la familia, no es ciertamente la solución de todos los problemas, pero es una
ayuda espiritual que no se debe minimizar. Se puede objetar que el Rosario
parece una oración poco adecuada para los gustos de los chicos y los jóvenes de
hoy. Pero quizás esta objeción se basa en un modo poco esmerado de rezarlo.
Por otra parte, salvando su estructura fundamental, nada impide que, para ellos,
el rezo del Rosario –tanto en familia como en los grupos– se enriquezca con
oportunas aportaciones simbólicas y prácticas, que favorezcan su comprensión
y valorización. ¿Por qué no probarlo? Una pastoral juvenil no derrotista,
apasionada y creativa –¡las Jornadas Mundiales de la Juventud han dado buena
prueba de ello!– es capaz de dar, con la ayuda de Dios, pasos verdaderamente
significativos. Si el Rosario se presenta bien, estoy seguro de que los jóvenes

34
mismos serán capaces de sorprender una vez más a los adultos, haciendo propia
esta oración y recitándola con el entusiasmo típico de su edad.

El Rosario, un tesoro que recuperar


43. Queridos hermanos y hermanas: Una oración tan fácil, y al mismo tiempo
tan rica, merece de veras ser recuperada por la comunidad cristiana. Hagámoslo
sobre todo en este año, asumiendo esta propuesta como una consolidación de la
línea trazada en la Carta apostólica Novo millennio ineunte, en la cual se han
inspirado los planes pastorales de muchas Iglesias particulares al programar los
objetivos para el próximo futuro.
Me dirijo en particular a vosotros, queridos Hermanos en el Episcopado,
sacerdotes y diáconos, y a vosotros, agentes pastorales en los diversos
ministerios, para que, teniendo la experiencia personal de la belleza del Rosario,
os convirtáis en sus diligentes promotores.
Confío también en vosotros, teólogos, para que, realizando una reflexión a la
vez rigurosa y sabia, basada en la Palabra de Dios y sensible a la vivencia del
pueblo cristiano, ayudéis a descubrir los fundamentos bíblicos, las riquezas
espirituales y la validez pastoral de esta oración tradicional.
Cuento con vosotros, consagrados y consagradas, llamados de manera
particular a contemplar el rostro de Cristo siguiendo el ejemplo de María.
Pienso en todos vosotros, hermanos y hermanas de toda condición, en vosotras,
familias cristianas, en vosotros, enfermos y ancianos, en vosotros, jóvenes:
tomad con confianza entre las manos el rosario, descubriéndolo de nuevo a la
luz de la Escritura, en armonía con la Liturgia y en el contexto de la vida
cotidiana.
¡Qué este llamamiento mío no sea en balde! Al inicio del vigésimo quinto año
de Pontificado, pongo esta Carta apostólica en las manos de la Virgen María,
postrándome espiritualmente ante su imagen en su espléndido Santuario
edificado por el Beato Bartolomé Longo, apóstol del Rosario. Hago mías con
gusto las palabras conmovedoras con las que él termina la célebre Súplica a la
Reina del Santo Rosario: «Oh Rosario bendito de María, dulce cadena que nos
une con Dios, vínculo de amor que nos une a los Ángeles, torre de salvación
contra los asaltos del infierno, puerto seguro en el común naufragio, no te
dejaremos jamás. Tú serás nuestro consuelo en la hora de la agonía. Para ti el
último beso de la vida que se apaga. Y el último susurro de nuestros labios será
tu suave nombre, oh Reina del Rosario de Pompeya, oh Madre nuestra querida,
oh Refugio de los pecadores, oh Soberana consoladora de los tristes. Que seas
bendita por doquier, hoy y siempre, en la tierra y en el cielo».

35
Vaticano, 16 octubre del año 2002, inicio del vigésimo quinto de mi
Pontificado.

36
Notas
1
Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 45.
2
Pablo VI, Exhort. ap. Marialis cultus, (2 febrero 1974) 42, AAS 66 (1974),
153.
3
Cf. Acta Leonis XIII, 3 (1884), 280-289.
4
En particular, es digna de mención su Carta ap. sobre el Rosario Il religioso
convegno del 29 septiembre 1961: AAS 53 (1961), 641-647.
5
Angelus: L'Osservatore Romano ed. semanal en lengua española, 5 noviembre
1978, 1.
6
AAS93 (2002), 285.
7
En los años de preparación del Concilio, Juan XXIII invitó a la comunidad
cristiana a rezar el Rosario por el éxito de este acontecimiento eclesial; cf.
Carta al Cardenal Vicario del 28 de septiembre de 1960: AAS 52 (1960), 814-
817.
8
Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 66.
9
N. 32: AAS 93 (2002), 288.
10
Ibíd., 33: l. c., 289.
11
Es sabido y se ha de recordar que las revelaciones privadas no son de la
misma naturaleza que la revelación pública, normativa para toda la Iglesia. Es
tarea del Magisterio discernir y reconocer la autenticidad y el valor de las
revelaciones privadas para la piedad de los fieles.
El secreto admirable del santísimo Rosario para convertirse y salvarse,en
12

Obras de San Luis María G. de Montfort, Madrid 1954, 313-391.


13
Beato Bartolo Longo, Storia del Santuario di Pompei, Pompei 1990, p.59.
14
Exhort. ap. Marialis cultus (2 febrero 1974), 47: AAS 66 (1974), 156.
15
Const. sobre Sagrada Liturgia Sacrosanctum Concilium,10.
16
Ibíd., 12.
17
Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 58.
18
I Quindici Sabati del Santissimo Rosario,27 ed., Pompeya 1916), p. 27.

37
19
Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 53.
20
Ibíd., 60.
21
Cf. Primer Radiomensaje Urbi et orbi (17 octubre 1978): AAS 70 (1978), 927.
22
Tratado de la verdadera devoción a la Santísima Virgen, 120, en: Obras. de
San Luis María G. de Montfort, Madrid 1954, p.505s.
23
Catecismo de la Iglesia Católica, 2679.
24
Ibíd., 2675.
25
La Suplica a la Reina del Santo Rosario, que se recita solemnemente dos
veces al año, en mayo y octubre, fue compuesta por el Beato Batolomé Longo
en 1883, como adhesión a la invitaciòn del Papa Leon XIII a los católicos en su
primera Encíclica sobre el Rosario a un compromiso espiritual orientado a
afrontar los males de la sociedad.
26
Divina Comedia,Par. XXXIII, 13-15.
27
Carta ap. Novo millennio ineunte (6 enero 2001), 20: AAS 93 (2001), 279.
28
Exort. ap. Marialis cultus (2 febrero 1974), 46: AAS 66 (1974), 155.
29
Carta ap. Novo millennio ineunte (6 enero 2001), 28: AAS 93 (2001), 284.
30
N. 515.
31
Angelus del 29 de octubre 1978: L'Osservatore Romano,ed. semanal en
lengua española, 5 noviembre 1978, 1.
32
Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 22.
33
S. Ireneo de Lyon, Adversus haereses, III, 18,1: PG 7, 932.
34
Catecismo de la Iglesia Católica,2616.
35
Cf. n. 33: AAS 93 (2001), 289.
36
Carta a los artistas(4 abril 1999), 1: AAS 91 (1999), 1155.
37
Cf. n. 46: AAS 66 (1974), 155. Esta costumbre ha sido alabada recientemente
por la Congregación para el Culto Divino y la disciplina de los Sacramentos,
Directorio sobre la piedad popular y la liturgia. Principios y orientaciones (17
diciembre 2001), n.201.
38
« ...concede, quæsumus, ut hæc mysteria sacratissimo beatæ Mariæ Virginis
Rosario recolentes, et imitemur quod continent, et quod promittunt assequamur
»: Missale Romanum (1960) in festo B. M. Virginis a Rosario.
39
Cf. n. 34: AAS 93 (2001), 290.

38
CARTA DEL SANTO PADRE
JUAN PABLO II
A LOS SACERDOTES
PARA EL JUEVES SANTO DE 2002
 

Queridos Sacerdotes:
1. Como es tradición, me dirijo a vosotros el día de Jueves Santo, comovido,
como si me sentara a vuestro lado en aquella mesa del Cenáculo en la que el
Señor Jesús celebró con los Apóstoles la primera Eucaristía: un don para toda la
Iglesia, un don que, si bien bajo el signo sacramental, lo hace presente
«verdadera, real y sustancialmente» (Concilio de Trento: DS 1651) en cada uno
de los Sagrarios de todo el mundo. Ante esta presencia especial, la Iglesia se
postra de siempre en adoración: «Adoro te devote, latens Deitas»; de siempre se
deja llevar por la elevación espiritual de los Santos y, como Esposa, se recoge
en íntima efusión de fe y de amor: «Ave, verum corpus natum de Maria
Virgine».
Al don de esta presencia especial, que se renueva en su supremo acto sacrificial
y lo convierte en alimento para nosotros, Jesús unió, precisamente en el
Cenáculo, una tarea específica de los Apóstoles y de sus sucesores. Desde
entonces, ser apóstol de Cristo, como son los Obispos y los presbíteros que
participan de su misión, significa estar autorizados a actuar in persona Christi
Capitis. Esto ocurre sobre todo cada vez que se celebra el banquete sacrificial
del cuerpo y la sangre del Señor. Entonces, es como si el sacerdote prestara a
Cristo el rostro y la voz: «Haced esto en conmemoración mía» (Lc 22, 19).
¡Qué vocación tan maravillosa la nuestra, mis queridos Hermanos sacerdotes!
Verdaderamente podemos repetir con el Salmista: «¿Cómo pagaré al Señor todo
el bien que me ha hecho? Alzaré la copa de la salvación, invocando su nombre»
(Sal 116, 12-13).
2. Al meditar de nuevo con gozo sobre este gran don, quisiera detenerme en un
aspecto de nuestra misión, sobre el cual llamé vuestra atención ya el año pasado
en esta misma circunstancia. Creo que merece la pena profundizar más sobre él.
Me refiero a la misión que el Señor nos ha dado de representarle, no sólo en el
Sacrificio eucarístico, sino también en el sacramento de la Reconciliación.
Hay una íntima conexión entre los dos sacramentos. La Eucaristía, cumbre de la
economía sacramental, es también su fuente: en cierto sentido, todos los
sacramentos provienen y conducen a ella. Esto vale de modo especial para el
Sacramento destinado a «mediar» el perdón de Dios, el cual acoge de nuevo
entre sus brazos al pecador arrepentido. En efecto, es verdad que la Eucaristía,
en cuanto representación del Sacrificio de Cristo, tiene también la misión de
rescatarnos del pecado. A este propósito, el Catecismo de la Iglesia Católica
nos recuerda que «la Eucaristía no puede unirnos a Cristo sin purificarnos al
mismo tiempo de los pecados cometidos y preservarnos de futuros pecados» (n.
1393). Sin embargo, en la economía de gracia elegida por Cristo, esta energía
purificadora, si bien obtiene directamente la purificación de los pecados
veniales, sólo indirectamente incide sobre los pecados mortales, que trastornan
de manera radical la relación del fiel con Dios y su comunión con la Iglesia.
«La Eucaristía – dice también el Catecismo – no está ordenada al perdón de los
pecados mortales. Esto es propio del sacramento de la Reconciliación. Lo
propio de la Eucaristía es ser el sacramento de los que están en la plena
comunión con la Iglesia» (n. 1395).
Reiterando esta verdad, la Iglesia no quiere ciertamente infravalorar el papel de
la Eucaristía. Lo que intenta es acoger su significado dentro de la economía
sacramental en su conjunto, tal como ha sido diseñada por la sabiduría
salvadora de Dios. Por lo demás, es la línea indicada perentoriamente por el
Apóstol, al dirigirse así a los Corintios: «Quien coma el pan o beba la copa del
Señor indignamente, será reo del Cuerpo y de la Sangre del Señor.Examínese,
pues, cada cual, y coma así el pan y beba de la copa.Pues quien come y bebe sin
discernir el Cuerpo, come y bebe su propio castigo» (1 Co 11, 27-29). En la
perspectiva de esta advertencia paulina se sitúa el principio según el cual «quien
tiene conciencia de estar en pecado grave debe recibir el sacramento de la
Reconciliación antes de acercarse a comulgar» (Catecismo de la Iglesia
Católica, n. 1385).
3. Al recordar esta verdad, siento el deseo, mis queridos Hermanos en el
sacerdocio, de invitaros ardientemente, como ya lo hice el año pasado, a
redescubrir personalmente y a hacer redescubrir la belleza del sacramento de la
Reconciliación. Éste, por diversos motivos, pasa desde hace algunos decenios
por una cierta crisis, a la que me he referido más de una vez, queriendo incluso
que un Sínodo de Obispos reflexionara sobre ella y recogiendo después sus

40
indicaciones en la Exhortación apostólica Reconciliatio et poenitentia. Por otro
lado, he de recordar con profundo gozo las señales positivas que, especialmente
en el Año jubilar, han puesto de manifiesto cómo este Sacramento, presentado y
celebrado adecuadamente, puede ser redescubierto también por los jóvenes.
Indudablemente, dicho redescubrimiento se ve favorecido por la exigencia de
comunicación personal, hoy cada vez más difícil por el ritmo frenético de la
sociedad tecnológica pero, precisamente por ello, sentida aún más como una
necesidad vital. Es verdad que se puede atender a esta necesidad de diversas
maneras. Pero, ¿cómo no reconocer que el sacramento de la Reconciliación,
aunque sin confundirse con las diversas terapias de tipo psicológico, ofrece
también, casi de manera desbordante, una respuesta significativa a esta
exigencia? Lo hace poniendo al penitente en relación con el corazón
misericordioso de Dios a través del rostro amigo de un hermano.
Sí, verdaderamente es grande la sabiduría de Dios, que con la institución de este
Sacramento ha atendido también una necesidad profunda e ineludible del
corazón humano.De esta sabiduría debemos ser lúcidos y afables intérpretes
mediante el contacto personal que estamos llamados a establecer con muchos
hermanos y hermanas en la celebración de la Penitencia.A este propósito, deseo
reiterar que la celebración personal es la forma ordinaria de administrar este
Sacramento, y que sólo en «casos de grave necesidad» es legítimo recurrir a la
forma comunitaria con confesión y absolución colectiva. Las condiciones
requeridas para esta forma de absolución son bien conocidas, recordando en
todo caso que nunca se dispensa de la confesión individual sucesiva de los
pecados graves, que los fieles han de comprometerse a hacer para que sea
válida la absolución (cf. ibíd., 1483).
4. Redescubramos con alegría y confianza este Sacramento. Vivámoslo ante
todo para nosotros mismos, como una exigencia profunda y una gracia siempre
deseada, para dar renovado vigor e impulso a nuestro camino de santidad y a
nuestro ministerio.
Al mismo tiempo, esforcémonos en ser auténticos ministros de la misericordia.
En efecto, sabemos que en este Sacramento, como en todos los demás, a la vez
que testimoniamos una gracia que viene de lo alto y obra por virtud propia,
estamos llamados a ser instrumentos activos de la misma. En otras palabras – y
eso nos llena de responsabilidad – Dios cuenta también con nosotros, con
nuestra disponibilidad y fidelidad, para hacer prodigios en los corazones. Tal
vez más que en otros, en la celebración de este Sacramento es importante que
los fieles tengan una experiencia viva del rostro de Cristo Buen Pastor.
Permitidme, pues, que me detenga con vosotros sobre este tema, como
asomándome a los lugares en que cada día –en las Catedrales, en las Parroquias,

41
en los Santuarios o en otro lugar– os hacéis cargo de la administración de este
Sacramento.Vienen a la mente las páginas evangélicas que nos presentan más
directamente el rostro misericordioso de Dios. ¿Cómo no pensar en el
encuentro conmovedor del hijo pródigo con el Padre misericordioso?¿O en la
imagen de la oveja perdida y hallada, que el Pastor toma sobre sus hombros
lleno de gozo? El abrazo del Padre, la alegría del Buen Pastor, ha de encontrar
un testimonio en cada uno de nosotros, queridos Hermanos, en el momento en
que se nos pide ser ministros del perdón para un penitente.
Para ilustrar aún mejor algunas dimensiones específicas de este especialísimo
coloquio de salvación que es la confesión sacramental, quisiera proponer hoy
como «icono bíblico» el encuentro de Jesús con Zaqueo (cf. Lc 19, 1-10).En
efecto, me parece que lo que ocurre entre Jesús y el «jefe de publicanos» de
Jericó se asemeja a ciertos aspectos de una celebración del Sacramento de la
misericordia. Siguiendo este relato breve, pero tan intenso, queremos descubrir
en las actitudes y en la voz de Cristo todos aquellos matices de sabiduría
humana y sobrenatural que también nosotros hemos de intentar expresar para
que el Sacramento sea vivido en el mejor de los modos.
5.Como sabemos, el relato presenta el encuentro entre Jesús y Zaqueo casi
como un hecho casual. 
Jesús entra en Jericó y lo recorre acompañado por la muchedumbre (cf. Lc 19,
3). Zaqueo parece impulsado sólo por la curiosidad al encaramarse sobre el
sicómoro. A veces, el encuentro de Dios con el hombre tiene también la
apariencia de la casualidad. Pero nada es «casual» por parte de Dios. Al estar
en realidades pastorales muy diversas, a veces puede desanimarnos y
desmotivarnos el hecho que no sólo muchos cristianos no hagan el debido caso
a la vida sacramental, sino que, a menudo, se acerquen a los Sacramentos de
modo superficial. Quien tiene experiencia de confesar, de cómo se llega a este
Sacramento en la vida habitual, puede quedar a veces desconcertado ante el
hecho de que algunos fieles van a confesarse sin ni siquiera saber bien lo que
quieren. Para algunos de ellos, la decisión de ir a confesarse puede estar
determinada sólo por la necesidad de ser escuchados.Para otros, por la
exigencia de recibir un consejo.Para otros, incluso, por la necesidad psicológica
de librarse de la opresión del «sentido de culpa». Muchos sienten la necesidad
auténtica de restablecer una relación con Dios, pero se confiesan sin tomar
conciencia suficientemente de los compromisos que se derivan, o tal vez
haciendo un examen de conciencia muy simple a causa de una falta de
formación sobre las implicaciones de una vida moral inspirada en el Evangelio.
¿Qué confesor no ha tenido esta experiencia?

42
Ahora bien, éste es precisamente el caso de Zaqueo. Todo lo que le sucede es
asombroso. Si en un determinado momento no se hubiera producido la
«sorpresa» de la mirada de Cristo, quizás hubiera permanecido como un
espectador mudo de su paso por las calles de Jericó. Jesús habría pasado al
lado, pero no dentro de su vida. Él mismo no sospechaba que la curiosidad, que
lo llevó a un gesto tan singular, era ya fruto de una misericordia previa, que lo
atraía y pronto le transformaría en lo íntimo del corazón.
Mis queridos Sacerdotes: pensando en muchos de nuestros penitentes, releamos
la estupenda indicación de Lucas sobre la actitud de Cristo: «cuando Jesús llegó
a aquel sitio, alzando la vista, le dijo: “Zaqueo, baja pronto; porque conviene
que hoy me quede yo en tu casa”» (Lc 19, 5).
Cada encuentro con un fiel que nos pide confesarse, aunque sea de modo un
tanto superficial por no estar motivado y preparado adecuadamente, puede ser
siempre, por la gracia sorprendente de Dios, aquel «lugar» cerca del sicómoro
en el cual Cristo levantó los ojos hacia Zaqueo. Para nosotros es imposible
valorar cuánto haya penetrado la mirada de Cristo en el alma del publicano de
Jericó.Sabemos, sin embargo, que aquellos ojos son los mismos que se fijan en
cada uno de nuestros penitentes. En el sacramento de la Reconciliación,
nosotros somos instrumentos de un encuentro sobrenatural con sus propias
leyes, que solamente debemos seguir y respetar. Para Zaqueo debió ser una
experiencia sobrecogedora oír que le llamaban por su nombre. Era un nombre
que, para muchos paisanos suyos, estaba cargado de desprecio.Ahora él lo oye
pronunciar con un acento de ternura, que no sólo expresaba confianza sino
también familiaridad y un apremiante deseo ganarse su amistad. Sí, Jesús habla
a Zaqueo como a un amigo de toda la vida, tal vez olvidado, pero sin haber por
ello renegado de su fidelidad, y entra así con la dulce fuerza del afecto en la
vida y en la casa del amigo encontrado de nuevo: «baja pronto; porque
conviene que hoy me quede yo en tu casa» (Lc 19, 5).
6. Impacta el tono del lenguaje en el relato de Lucas: ¡todo es tan personalizado,
tan delicado, tan afectuoso! No se trata sólo de rasgos conmovedores de
humanidad. Dentro de este texto hay una urgencia intrínseca, que Jesús expresa
como revelación definitiva de la misericordia de Dios. Dice: «debo quedarme
en tu casa» o, para traducir aún más literalmente: «es necesario para mí
quedarme en tu casa» (Lc 19, 5). Siguiendo el misterioso sendero que el Padre
le ha indicado, Jesús ha encontrado en su camino también a Zaqueo. Se
entretiene con él como si fuera un encuentro previsto desde el principio. La casa
de este pecador está a punto de convertirse, a pesar de tantas murmuraciones de
la humana mezquindad, en un lugar de revelación, en el escenario de un
milagro de la misericordia. Ciertamente, esto no sucederá si Zaqueo no libera su
corazón de los lazos del egoísmo y de las ataduras de la injusticia cometida con

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el fraude. Pero la misericordia ya le ha llegado como ofrecimiento gratuito y
desbordante. ¡La misericordia le ha precedido!
Esto es lo que sucede en todo encuentro sacramental. No pensemos que es el
pecador, con su camino autónomo de conversión, quien se gana la misericordia.
Al contrario, es la misericordia lo que le impulsa hacia el camino de la
conversión. El hombre no puede nada por sí mismo. Y nada merece. La
confesión, antes que un camino del hombre hacia Dios, es un visita de Dios a la
casa del hombre.
Así pues, podremos encontrarnos en cada confesión ante los más diversos tipos
de personas. Pero hemos de estar convencidos de una cosa: antes de nuestra
invitación, e incluso antes de nuestras palabras sacramentales, los hermanos que
solicitan nuestro ministerio están ya arropados por una misericordia que actúa
en ellos desde dentro. Ojalá que por nuestras palabras y nuestro ánimo de
pastores, siempre atentos a cada persona, capaces también de intuir sus
problemas y acompañarles en el camino con delicadeza, transmitiéndoles
confianza en la bondad de Dios, lleguemos a ser colaboradores de la
misericordia que acoge y del amor que salva.
7. «Debo quedarme en tu casa». Intentemos penetrar más profundamente aún en
estas palabras. Son una proclamación.Antes aún de indicar una decisión de
Cristo, proclaman la voluntad del Padre. Jesús se presenta como quien ha
recibido un mandato preciso. Él mismo tiene una «ley» que observar: la
voluntad del Padre, que Él cumple con amor, hasta el punto de hacer de ello su
«alimento» (cf. Jn 4, 34). Las palabras con las que Jesús se dirige a Zaqueo no
son solamente un modo de establecer una relación, sino el anuncio de un
designio de Dios.
El encuentro se produce en la perspectiva de la Palabra de Dios, que tiene su
perfecta expresión en la Palabra y el Rostro de Cristo.Éste es también el
principio necesario de todo auténtico encuentro para la celebración de la
Penitencia. Qué lástima si todo se redujera a un mero proceso comunicativo
humano. La atención a las leyes de la comunicación humana puede ser útil y no
deben descuidarse, pero todo se ha fundar en la Palabra de Dios. Por eso el rito
del Sacramento prevé que se proclame también al penitente esta Palabra.
Aunque no sea fácil ponerlo en práctica, éste es un detalle que no se ha de
infravalorar. Los confesores experimentan continuamente lo difícil que es
ilustrar las exigencias de esta Palabra a quien sólo la conoce superficialmente.
Es cierto que el momento en que se celebra el Sacramento no es el más apto
para cubrir esta laguna. Es preciso que esto se haga, con sabiduría pastoral, en
la fase de preparación anterior, ofreciendo las indicaciones fundamentales que
permitan a cada uno confrontarse con la verdad del Evangelio. En todo caso, el

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confesor no dejará de aprovechar el encuentro sacramental para intentar que el
penitente vislumbre de algún modo la condescendencia misericordiosa de Dios,
que le tiende su mano no para castigarlo, sino para salvarlo.
Por lo demás, ¿cómo ocultar las dificultades objetivas que crea la cultura
dominante en nuestro tiempo a este respecto? También los cristianos maduros
encuentran en ella un obstáculo en su esfuerzo por sintonizar con los
mandamientos de Dios y con las orientaciones expresadas por el magisterio de
la Iglesia, sobre la base de los mandamientos.Éste es el caso de muchos
problemas de ética sexual y familiar, de bioética, de moral profesional y social,
pero también de problemas relativos a los deberes relacionados con la práctica
religiosa y con la participación en la vida eclesial.Por eso se requiere una labor
catequética que no puede recaer sobre el confesor en el momento de administrar
el Sacramento. Esto debería intentarse más bien tomándolo como tema de
profundización en la preparación a la confesión. En este sentido, pueden ser de
gran ayuda las celebraciones penitenciales preparadas de manera comunitaria y
que concluyen con la confesión individual.
Para perfilar bien todo esto, el «icono bíblico» de Zaqueo ofrece también una
indicación importante.En el Sacramento, antes de encontrarse con «los
mandamientos de Dios», se encuentra, en Jesús, con «el Dios de los
mandamientos». Jesús mismo es quien se presenta a Zaqueo: «me he de quedar
en tu casa». Él es el don para Zaqueo y, al mismo tiempo, la «ley de Dios» para
Zaqueo. Cuando se encuentra a Jesús como un don, hasta el aspecto más
exigente de la ley adquiere la «suavidad» propia de la gracia, según la dinámica
sobrenatural que hizo decir a Pablo: «si sois conducidos por el Espíritu, no
estáis bajo la ley» (Ga 5, 18).Toda celebración de la penitencia debería suscitar
en el ánimo del penitente el mismo sobresalto de alegría que las palabras de
Cristo provocaron en Zaqueo, el cual «se apresuró a bajar y le recibió con
alegría» (Lc19, 6).
8. La precedencia y superabundancia de la misericordia no debe hacer olvidar,
sin embargo, que ésta es sólo el presupuesto de la salvación, que se consuma en
la medida en que encuentra respuesta por parte del ser humano. En efecto, el
perdón concedido en el sacramento de la Reconciliación no es un acto exterior,
una especie de «indulto» jurídico, sino un encuentro auténtico y real del
penitente con Dios, que restablece la relación de amistad quebrantada por el
pecado. La «verdad» de esta relación exige que el hombre acoja el abrazo
misericordioso de Dios, superando toda resistencia causada por el pecado.
Esto es lo que ocurre en Zaqueo. Al sentirse tratado como «hijo», comienza a
pensar y a comportarse como un hijo, y lo demuestra redescubriendo a los
hermanos. Bajo la mirada amorosa de Cristo, su corazón se abre al amor del

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prójimo. De una actitud cerrada, que lo había llevado a enriquecerse sin
preocuparse del sufrimiento ajeno, pasa a una actitud de compartir que se
expresa en una distribución real y efectiva de su patrimonio: «la mitad de los
bienes» a los pobres. La injusticia cometida con el fraude contra los hermanos
es reparada con una restitución cuadruplicada: «Y si en algo defraudé a alguien,
le devolveré el cuádruplo» (Lc 19, 8). Sólo llegados a este punto el amor de
Dios alcanza su objetivo y se verifica la salvación: «Hoy ha llegado la salvación
a esta casa» (Lc 19, 9).
Este camino de la salvación, expresado de un modo tan claro en el episodio de
Zaqueo, ha de ofrecernos, queridos Sacerdotes, la orientación para desempeñar
con sabio equilibrio pastoral nuestra difícil tarea en el ministerio de la
confesión. Éste sufre continuamente la fuerza contrastante de dos excesos: el
rigorismo y el laxismo. El primero no tiene en cuenta la primera parte del
episodio de Zaqueo: la misericordia previa, que impulsa a la conversión y
valora también hasta los más pequeños progresos en el amor, porque el Padre
quiere hacer lo imposible para salvar al hijo perdido. «Pues el Hijo del hombre
ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido» (Lc 19, 10). El segundo
exceso, el laxismo, no tiene en cuenta el hecho de que la salvación plena, la que
no solamente se ofrece sino que se recibe, la que verdaderamente sana y
reaviva, implica una verdadera conversión a las exigencias del amor de Dios. Si
Zaqueo hubiera acogido al Señor en su casa sin llegar a una actitud de apertura
al amor, a la reparación del mal cometido, a un propósito firme de vida nueva,
no habría recibido en lo más profundo de su ser el perdón que el Señor le había
ofrecido con tanta premura.
Hay que estar siempre atentos a mantener el justo equilibrio para no incurrir en
ninguno de estos dos extremos. El rigorismo oprime y aleja. El laxismo
desorienta y crea falsas ilusiones. El ministro del perdón, que encarna para el
penitente el rostro del Buen Pastor, debe expresar de igual manera la
misericordia previa y el perdón sanador y pacificador. Basándose en estos
principios, el sacerdote está llamado a discernir, en el diálogo con el penitente,
si éste está preparado para la absolución sacramental. Ciertamente, lo delicado
del encuentro con las almas en un momento tan íntimo y a menudo
atormentado, impone mucha discreción. Si no consta lo contrario, el sacerdote
ha de suponer que, al confesar los pecados, el penitente siente verdadero dolor
por ellos, con el consiguiente propósito de enmendarse. Ésta suposición tendrá
un fundamento ulterior si la pastoral de la reconciliación sacramental ha sabido
preparar subsidios oportunos, facilitando momentos de preparación al
Sacramento que ayuden cada uno a madurar en sí una suficiente conciencia de
lo que viene a pedir. No obstante, está claro que si hubiera evidencia de lo
contrario, el confesor tiene el deber de decir al penitente que todavía no está

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preparado para la absolución. Si ésta se diera a quien declara explícitamente
que no quiere enmendarse, el rito se reduciría a pura quimera, sería incluso
como un acto casi mágico, capaz quizás de suscitar una apariencia de paz, pero
ciertamente no la paz profunda de la conciencia, garantizada por el abrazo de
Dios.
9. A la luz de lo dicho, se ve también mejor por qué el encuentro personal entre
el confesor y el penitente es la forma ordinaria de la reconciliación sacramental,
mientras que la modalidad de la absolución colectiva tiene un carácter
excepcional. Como es sabido, la praxis de la Iglesia ha llegado gradualmente a
la celebración privada de la penitencia, después de siglos en que predominó la
fórmula de la penitencia pública. Este desarrollo no sólo no ha cambiado la
sustancia del Sacramento –y no podía ser de otro modo– sino que ha
profundizado en su expresión y en su eficacia. Todo ello no se ha verificado sin
la asistencia del Espíritu, que también en esto ha desarrollado la tarea de llevar
la Iglesia «hasta la verdad completa» (Jn 16, 13).
En efecto, la forma ordinaria de la Reconciliación no sólo expresa bien la
verdad de la misericordia divina y el consiguiente perdón, sino que ilumina la
verdad misma del hombre en uno de sus aspectos fundamentales: la
originalidad de cada persona que, aun viviendo en un ambiente relacional y
comunitario, jamás se deja reducir a la condición de una masa informe. Esto
explica el eco profundo que suscita en el ánimo el sentirse llamar por el
nombre. Saberse conocidos y acogidos como somos, con nuestras
características más personales, nos hace sentirnos realmente vivos. La pastoral
misma debería tener en mayor consideración este aspecto para equilibrar
sabiamente los momentos comunitarios en que se destaca la comunión eclesial,
y aquellos en que se atiende a las exigencias de la persona individualmente. Por
lo general, las personas esperan que se las reconozca y se las siga, y
precisamente a través de esta cercanía sienten más fuerte el amor de Dios.
En esta perspectiva, el sacramento de la Reconciliación se presenta como uno
de los itinerarios privilegiados de esta pedagogía de la persona. En él, el Buen
Pastor, mediante el rostro y la voz del sacerdote, se hace cercano a cada uno,
para entablar con él un diálogo personal hecho de escucha, de consejo, de
consuelo y de perdón. El amor de Dios es tal que, sin descuidar a los otros, sabe
concentrarse en cada uno. Quien recibe la absolución sacramental ha de poder
sentir el calor de esta solicitud personal. Tiene que experimentar la intensidad
del abrazo paternal ofrecido al hijo pródigo: «Se echó a su cuello y le besó
efusivamente» (Lc 15, 20). Debe poder escuchar la voz cálida de amistad que
llegó al publicano Zaqueo llamándole por su nombre a una vida nueva (cf. Lc
19, 5).

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10. De aquí se deriva también la necesidad de una adecuada preparación del
confesor a la celebración de este Sacramento. Ésta debe desarrollarse de tal
modo que haga brillar, incluso en las formas externas de la celebración, su
dignidad de acto litúrgico, según las normas indicadas por el Ritual de la
Penitencia. Eso no excluye la posibilidad de adaptaciones pastorales dictadas
por las circunstancias donde se viera su necesidad por verdaderas exigencias de
la condición del penitente, a la luz del principio clásico según el cual la salus
animarum es la suprema lex de la Iglesia.Dejémonos guiar en esto por la
sabiduría de los Santos. Actuemos también con valentía en proponer la
confesión a los jóvenes. Estemos en medio de ellos haciéndonos sus amigos y
padres, confidentes y confesores. Necesitan encontrar en nosotros las dos
figuras, las dos dimensiones. 
Sintamos la exigencia rigurosa de estar realmente al día en nuestra formación
teológica, sobre todo teniendo en cuenta los nuevos desafíos éticos y siendo
siempre fieles al discernimiento del magisterio de la Iglesia.A veces sucede que
los fieles, a propósito de ciertas cuestiones éticas de actualidad, salen de la
confesión con ideas bastante confusas, en parte porque tampoco encuentran en
los confesores la misma línea de juicio. En realidad, quienes ejercen en nombre
de Dios y de la Iglesia este delicado ministerio tienen el preciso deber de no
cultivar, y menos aún manifestar en el momento de la confesión, valoraciones
personales no conformes con lo que la Iglesia enseña y proclama.No se puede
confundir con el amor el faltar a la verdad por un malentendido sentido de
comprensión.No tenemos la facultad de expresar criterios reductivos a nuestro
arbitrio, incluso con la mejor intención. Nuestro cometido es el de ser testigos
de Dios, haciéndonos intérpretes de una misericordia que salva y se manifiesta
también como juicio sobre el pecado de los hombres. «No todo el que me diga:
“Señor, Señor”, entrará en el Reino de los Cielos, sino el que haga la voluntad
de mi Padre celestial» (Mt 7, 21).
11. Queridos Sacerdotes. Sentidme particularmente cercano a vosotros mientras
os reunís en torno a vuestros Obispos en este Jueves Santo del año 2002.Todos
hemos vivido un renovado impulso eclesial en el alba del nuevo milenio bajo la
consigna de «caminar desde Cristo» (cf. Novo millennio ineunte, 29 ss.). Fue
deseo de todos que eso coincidiera con una nueva era de fraternidad y de paz
para la humanidad entera. En cambio, hemos visto correr nueva sangre.Hemos
sido aún testigos de guerras. Sentimos con angustia la tragedia de la división y
el odio que devastan las relaciones entre los pueblos. 
Además, en cuanto sacerdotes, nos sentimos en estos momentos personalmente
conmovidos en lo más íntimo por los pecados de algunos hermanos nuestros
que han traicionado la gracia recibida con la Ordenación, cediendo incluso a las
peores manifestaciones del mysterium iniquitatis que actúa en el mundo. Se

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provocan así escándalos graves, que llegan a crear un clima denso de sospechas
sobre todos los demás sacerdotes beneméritos, que ejercen su ministerio con
honestidad y coherencia, y a veces con caridad heroica. Mientras la Iglesia
expresa su propia solicitud por las víctimas y se esfuerza por responder con
justicia y verdad a cada situación penosa, todos nosotros –conscientes de la
debilidad humana, pero confiando en el poder salvador de la gracia divina–
estamos llamados a abrazar el mysterium Crucis y a comprometernos aún más
en la búsqueda de la santidad. Hemos de orar para que Dios, en su providencia,
suscite en los corazones un generoso y renovado impulso de ese ideal de total
entrega a Cristo que está en la base del ministerio sacerdotal.
Es precisamente la fe en Cristo la que nos da fuerza para mirar con confianza el
futuro.En efecto, sabemos que el mal está siempre en el corazón del hombre y
sólo cuando el hombre se acerca a Cristo y se deja «conquistar» por Él, es capaz
de irradiar paz y amor en torno a sí. Como ministros de la Eucaristía y de la
Reconciliación sacramental, a nosotros nos compete de manera muy especial la
tarea de difundir en el mundo esperanza, bondad y paz. 
Os deseo que viváis en la paz del corazón, en profunda comunión entre
vosotros, con el Obispo y con vuestras comunidades, este día santo en que
recordamos, con la institución de la Eucaristía, nuestro «nacimiento»
sacerdotal. Con las palabras dirigidas por Cristo a los Apóstoles en el Cenáculo
después de la Resurrección, e invocando a la Virgen María, Regina
Apostolorum y Regina pacis, os acojo a todos en un abrazo fraterno: Paz, paz a
todos y a cada uno de vosotros.¡Feliz Pascua!
Vaticano, 17 de marzo, V Domingo de Cuaresma de 2002, vigésimo cuarto de
mi Pontificado.
 
JUAN PABLO II

49
 

CARTA APOSTÓLICA
EN FORMA DE «MOTU PROPRIO»
MISERICORDIA DEI
SOBRE ALGUNOS ASPECTOS
DE LA CELEBRACIÓN
DEL SACRAMENTO DE LA PENITENCIA
 

Por la misericordia de Dios, Padre que reconcilia, el Verbo se encarnó en el


vientre purísimo de la Santísima Virgen María para salvar «a su pueblo de sus
pecados» (Mt 1,21) y abrirle «el camino de la salvación». (1) San Juan Bautista
confirma esta misión indicando a Jesús como «el Cordero de Dios, que quita el
pecado del mundo» (Jn 1,29). Toda la obra y predicación del Precursor es una
llamada enérgica y ardiente a la penitencia y a la conversión, cuyo signo es el
bautismo administrado en las aguas del Jordán. El mismo Jesús se somete a
aquel rito penitencial (cf. Mt 3, 13-17), no porque haya pecado, sino porque «se
deja contar entre los pecadores; es ya “el cordero de Dios que quita el pecado
del mundo” (Jn 1,29); anticipa ya el “bautismo” de su muerte sangrienta». (2) La
salvación es, pues y ante todo, redención del pecado como impedimento para la
amistad con Dios, y liberación del estado de esclavitud en la que se encuentra al
hombre que ha cedido a la tentación del Maligno y ha perdido la libertad de los
hijos de Dios (cf.Rm 8,21).
La misión confiada por Cristo a los Apóstoles es el anuncio del Reino de Dios y
la predicación del Evangelio con vistas a la conversión (cf. Mc 16,15; Mt 28,18-
20). La tarde del día mismo de su Resurrección, cuando es inminente el
comienzo de la misión apostólica, Jesús da a los Apóstoles, por la fuerza del
Espíritu Santo, el poder de reconciliar con Dios y con la Iglesia a los pecadores
arrepentidos: «Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les
quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos» (Jn 20,22-
23).(3)
A lo largo de la historia y en la praxis constante de la Iglesia, el «ministerio de
la reconciliación» (2 Co 5,18), concedida mediante los sacramentos del
Bautismo y de la Penitencia, se ha sentido siempre como una tarea pastoral muy
relevante, realizada por obediencia al mandato de Jesús como parte esencial del
ministerio sacerdotal. La celebración del sacramento de la Penitencia ha tenido
en el curso de los siglos un desarrollo que ha asumido diversas formas
expresivas, conservando siempre, sin embargo, la misma estructura
fundamental, que comprende necesariamente, además de la intervención del
ministro – solamente un Obispo o un presbítero, que juzga y absuelve, atiende y
cura en el nombre de Cristo –, los actos del penitente: la contrición, la confesión
y la satisfacción.
En la Carta apostólica Novo millennio ineunte he escrito: «Deseo pedir, además,
una renovada valentía pastoral para que la pedagogía cotidiana de la comunidad
cristiana sepa proponer de manera convincente y eficaz la práctica del
Sacramento de la Reconciliación. Como se recordará, en 1984 intervine sobre
este tema con la Exhortación postsinodal Reconciliatio et paenitentia, que
recogía los frutos de la reflexión de una Asamblea general del Sínodo de los
Obispos, dedicada a esta problemática. Entonces invitaba a esforzarse por todos
los medios para afrontar la crisis del “sentido del pecado” [...]. Cuando el
mencionado Sínodo afrontó el problema, era patente a todos la crisis del
Sacramento, especialmente en algunas regiones del mundo. Los motivos que lo
originan no se han desvanecido en este breve lapso de tiempo. Pero el Año
jubilar, que se ha caracterizado particularmente por el recurso a la Penitencia
sacramental nos ha ofrecido un mensaje alentador, que no se ha de desperdiciar:
si muchos, entre ellos tantos jóvenes, se han acercado con fruto a este
sacramento, probablemente es necesario que los Pastores tengan mayor
confianza, creatividad y perseverancia en presentarlo y valorizarlo».(4)
Con estas palabras pretendía y pretendo dar ánimos y, al mismo tiempo, dirigir
una insistente invitación a mis hermanos Obispos – y, a través de ellos, a todos
los presbíteros – a reforzar solícitamente el sacramento de la Reconciliación,
incluso como exigencia de auténtica caridad y verdadera justicia pastoral, (5)
recordándoles que todo fiel, con las debidas disposiciones interiores, tiene
derecho a recibir personalmente la gracia sacramental.
A fin de que el discernimiento sobre las disposiciones de los penitentes en
orden a la absolución o no, y a la imposición de la penitencia oportuna por parte
del ministro del Sacramento, hace falta que el fiel, además de la conciencia de
los pecados cometidos, del dolor por ellos y de la voluntad de no recaer más, (6)

51
confiese sus pecados. En este sentido, el Concilio de Trento declaró que es
necesario «de derecho divino confesar todos y cada uno de los pecados
mortales».(7) La Iglesia ha visto siempre un nexo esencial entre el juicio
confiado a los sacerdotes en este Sacramento y la necesidad de que los
penitentes manifiesten sus propios pecados, (8) excepto en caso de imposibilidad.
Por lo tanto, la confesión completa de los pecados graves, siendo por institución
divina parte constitutiva del Sacramento, en modo alguno puede quedar
confiada al libre juicio de los Pastores (dispensa, interpretación, costumbres
locales, etc.). La Autoridad eclesiástica competente sólo especifica – en las
relativas normas disciplinares – los criterios para distinguir la imposibilidad real
de confesar los pecados, respecto a otras situaciones en las que la imposibilidad
es únicamente aparente o, en todo caso, superable.
En las circunstancias pastorales actuales, atendiendo a las expresas
preocupaciones de numerosos hermanos en el Episcopado, considero
conveniente volver a recordar algunas leyes canónicas vigentes sobre la
celebración de este sacramento, precisando algún aspecto del mismo, para
favorecer – en espíritu de comunión con la responsabilidad propia de todo el
Episcopado(9) – su mejor administración. Se trata de hacer efectiva y de tutelar
una celebración cada vez más fiel, y por tanto más fructífera, del don confiado a
la Iglesia por el Señor Jesús después de la resurrección (cf. Jn 20,19-23). Todo
esto resulta especialmente necesario, dado que en algunas regiones se observa
la tendencia al abandono de la confesión personal, junto con el recurso abusivo
a la «absolución general» o «colectiva», de tal modo que ésta no aparece como
medio extraordinario en situaciones completamente excepcionales. Basándose
en una ampliación arbitraria del requisito de la grave necesidad,(10) se pierde de
vista en la práctica la fidelidad a la configuración divina del Sacramento y,
concretamente, la necesidad de la confesión individual, con daños graves para
la vida espiritual de los fieles y la santidad de la Iglesia.
Así pues, tras haber oído el parecer de la Congregación para la Doctrina de la
fe, la Congregación para el Culto divino y la disciplina de los sacramentos y el
Consejo Pontificio para los Textos legislativos, además de las consideraciones
de los venerables Hermanos Cardenales que presiden los Dicasterios de la Curia
Romana, reiterando la doctrina católica sobre el sacramento de la Penitencia y
la Reconciliación expuesta sintéticamente en el Catecismo de la Iglesia
Católica,(11) consciente de mi responsabilidad pastoral y con plena conciencia de
la necesidad y eficacia siempre actual de este Sacramento, dispongo cuanto
sigue:
1. Los Ordinarios han de recordar a todos los ministros del sacramento de la
Penitencia que la ley universal de la Iglesia ha reiterado, en aplicación de la
doctrina católica sobre este punto, que:

52
a) «La confesión individual e íntegra y la absolución constituyen el único modo
ordinario con el que un fiel consciente de que está en pecado grave se reconcilia
con Dios y con la Iglesia; sólo la imposibilidad física o moral excusa de esa
confesión, en cuyo caso la reconciliación se puede conseguir también por otros
medios».(12)
b) Por tanto, «todos los que, por su oficio, tienen encomendada la cura de
almas, están obligados a proveer que se oiga en confesión a los fieles que les
están encomendados y que lo pidan razonablemente; y que se les dé la
oportunidad de acercarse a la confesión individual, en días y horas
determinadas que les resulten asequibles».(13)
Además, todos los sacerdotes que tienen la facultad de administrar el
sacramento de la Penitencia, muéstrense siempre y totalmente dispuestos a
administrarlo cada vez que los fieles lo soliciten razonablemente. (14) La falta de
disponibilidad para acoger a las ovejas descarriadas, e incluso para ir en su
búsqueda y poder devolverlas al redil, sería un signo doloroso de falta de
sentido pastoral en quien, por la ordenación sacerdotal, tiene que llevar en sí la
imagen del Buen Pastor.
2. Los Ordinarios del lugar, así como los párrocos y los rectores de iglesias y
santuarios, deben verificar periódicamente que se den de hecho las máximas
facilidades posibles para la confesión de los fieles. En particular, se recomienda
la presencia visible de los confesores en los lugares de culto durante los
horarios previstos, la adecuación de estos horarios a la situación real de los
penitentes y la especial disponibilidad para confesar antes de las Misas y
también, para atender a las necesidades de los fieles, durante la celebración de
la Santa Misa, si hay otros sacerdotes disponibles.(15)
3. Dado que «el fiel está obligado a confesar según su especie y número todos
los pecados graves cometidos después del Bautismo y aún no perdonados por la
potestad de las llaves de la Iglesia ni acusados en la confesión individual, de los
cuales tenga conciencia después de un examen diligente», (16) se reprueba
cualquier uso que restrinja la confesión a una acusación genérica o limitada a
sólo uno o más pecados considerados más significativos. Por otro lado,
teniendo en cuenta la vocación de todos los fieles a la santidad, se les
recomienda confesar también los pecados veniales.(17)
4. La absolución a más de un penitente a la vez, sin confesión individual previa,
prevista en el can. 961 del Código de Derecho Canónico, ha ser entendida y
aplicada rectamente a la luz y en el contexto de las normas precedentemente
enunciadas. En efecto, dicha absolución «tiene un carácter de
excepcionalidad»(18) y no puede impartirse «con carácter general a no ser que:

53
1º amenace un peligro de muerte, y el sacerdote o los sacerdotes no tengan
tiempo para oír la confesión de cada penitente;
2º haya una grave necesidad, es decir, cuando, teniendo en cuenta el número de
los penitentes, no hay bastantes confesores para oír debidamente la confesión de
cada uno dentro de un tiempo razonable, de manera que los penitentes, sin
culpa por su parte, se verían privados durante notable tiempo de la gracia
sacramental o de la sagrada comunión; pero no se considera suficiente
necesidad cuando no se puede disponer de confesores a causa sólo de una gran
concurrencia de penitentes, como puede suceder en una gran fiesta o
peregrinación».(19)
Sobre el caso de grave necesidad, se precisa cuanto sigue:
a) Se trata de situaciones que, objetivamente, son excepcionales, como las que
pueden producirse en territorios de misión o en comunidades de fieles aisladas,
donde el sacerdote sólo puede pasar una o pocas veces al año, o cuando lo
permitan las circunstancias bélicas, metereológicas u otras parecidas.
b) Las dos condiciones establecidas en el canon para que se dé la grave
necesidad son inseparables, por lo que nunca es suficiente la sola imposibilidad
de confesar «como conviene» a las personas dentro de «un tiempo razonable»
debido a la escasez de sacerdotes; dicha imposibilidad ha de estar unida al
hecho de que, de otro modo, los penitentes se verían privados por un «notable
tiempo», sin culpa suya, de la gracia sacramental. Así pues, se debe tener
presente el conjunto de las circunstancias de los penitentes y de la diócesis, por
lo que se refiere a su organización pastoral y la posibilidad de acceso de los
fieles al sacramento de la Penitencia.
c) La primera condición, la imposibilidad de «oír debidamente la confesión»
«dentro de un tiempo razonable», hace referencia sólo al tiempo razonable
requerido para administrar válida y dignamente el sacramento, sin que sea
relevante a este respecto un coloquio pastoral más prolongado, que puede ser
pospuesto a circunstancias más favorables. Este tiempo razonable y conveniente
para oír las confesiones, dependerá de las posibilidades reales del confesor o
confesores y de los penitentes mismos.
d) Sobre la segunda condición, se ha de valorar, según un juicio prudencial,
cuánto deba ser el tiempo de privación de la gracia sacramental para que se
verifique una verdadera imposibilidad según el can. 960, cuando no hay peligro
inminente de muerte. Este juicio no es prudencial si altera el sentido de la
imposibilidad física o moral, como ocurriría, por ejemplo, si se considerara que
un tiempo inferior a un mes implicaría permanecer «un tiempo razonable» con
dicha privación.

54
e) No es admisible crear, o permitir que se creen, situaciones de aparente grave
necesidad, derivadas de la insuficiente administración ordinaria del Sacramento
por no observar las normas antes recordadas(20) y, menos aún, por la opción de
los penitentes en favor de la absolución colectiva, como si se tratara de una
posibilidad normal y equivalente a las dos formas ordinarias descritas en el
Ritual.
f) Una gran concurrencia de penitentes no constituye, por sí sola, suficiente
necesidad, no sólo en una fiesta solemne o peregrinación, y ni siquiera por
turismo u otras razones parecidas, debidas a la creciente movilidad de las
personas.
5. Juzgar si se dan las condiciones requeridas según el can. 961, § 1, 2º, no
corresponde al confesor, sino al Obispo diocesano, «el cual, teniendo en cuenta
los criterios acordados con los demás miembros de la Conferencia Episcopal,
puede determinar los casos en que se verifica esa necesidad». (21) Estos criterios
pastorales deben ser expresión del deseo de buscar la plena fidelidad, en las
circunstancias del respectivo territorio, a los criterios de fondo expuestos en la
disciplina universal de la Iglesia, los cuales, por lo demás, se fundan en las
exigencias que se derivan del sacramento mismo de la Penitencia en su divina
institución.
6. Siendo de importancia fundamental, en una materia tan esencial para la vida
de la Iglesia, la total armonía entre los diversos Episcopados del mundo, las
Conferencias Episcopales, según lo dispuesto en el can. 455, §2 del C.I.C.,
enviarán cuanto antes a la Congregación para el Culto divino y la disciplina de
los sacramentos el texto de las normas que piensan emanar o actualizar, a la luz
del presente Motu proprio, sobre la aplicación del can. 961 del C.I.C. Esto
favorecerá una mayor comunión entre los Obispos de toda la Iglesia,
impulsando por doquier a los fieles a acercarse con provecho a las fuentes de la
misericordia divina, siempre rebosantes en el sacramento de la Reconciliación.
Desde esta perspectiva de comunión será también oportuno que los Obispos
diocesanos informen a las respectivas Conferencias Episcopales acerca de si se
dan o no, en el ámbito de su jurisdicción, casos de grave necesidad.Será además
deber de las Conferencias Episcopales informar a la mencionada Congregación
acerca de la situación de hecho existente en su territorio y sobre los eventuales
cambios que después se produzcan.
7. Por lo que se refiere a las disposiciones personales de los penitentes, se
recuerda que:
a) «Para que un fiel reciba validamente la absolución sacramental dada a varios
a la vez, se requiere no sólo que esté debidamente dispuesto, sino que se
proponga a la vez hacer en su debido tiempo confesión individual de todos los

55
pecados graves que en las presentes circunstancias no ha podido confesar de ese
modo».(22)
b) En la medida de lo posible, incluso en el caso de inminente peligro de
muerte, se exhorte antes a los fieles «a que cada uno haga un acto de
contrición».(23)
c) Está claro que no pueden recibir validamente la absolución los penitentes que
viven habitualmente en estado de pecado grave y no tienen intención de
cambiar su situación.
8. Quedando a salvo la obligación de «confesar fielmente sus pecados graves al
menos una vez al año»,(24) «aquel a quien se le perdonan los pecados graves con
una absolución general, debe acercarse a la confesión individual lo antes
posible, en cuanto tenga ocasión, antes de recibir otra absolución general, de no
interponerse una causa justa».(25)
9. Sobre el lugar y la sede para la celebración del Sacramento, téngase presente
que:
a) «El lugar propio para oír confesiones es una iglesia u oratorio», (26) siendo
claro que razones de orden pastoral pueden justificar la celebración del
sacramento en lugares diversos;(27)
b) las normas sobre la sede para la confesión son dadas por las respectivas
Conferencias Episcopales, las cuales han de garantizar que esté situada en
«lugar patente» y esté «provista de rejillas» de modo que puedan utilizarlas los
fieles y los confesores mismos que lo deseen.(28)
Todo lo que he establecido con la presente Carta apostólica en forma de Motu
proprio, ordeno que tenga valor pleno y permanente, y se observe a partir de
este día, sin que obste cualquier otra disposición en contra.Lo que he
establecido con esta Carta tiene valor también, por su naturaleza, para las
venerables Iglesias Orientales Católicas, en conformidad con los respectivos
cánones de su propio Código.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el 7 de abril, Domingo de la octava de
Pascua o de la Divina Misericordia, en el año del Señor 2002, vigésimo cuarto
de mi Pontificado.
JUAN PABLO II

56
Notas
Misal Romano,Prefacio del Adviento I.
(1)

Catecismo de la Iglesia Católica, 536.


(2)

Cf. Conc. Ecum. de Trento, sess.XIV, De sacramento paenitentiae, can. 3: DS


(3)

1703.
N. 37: AAS 93(2001) 292.
(4)

Cf. CIC, cann.213 y 843, § I.


(5)

Cf. Conc. Ecum. de Trento, sess. XIV, Doctrina de sacramento paenitentiae,


(6)

cap. 4: DS 1676.
Ibíd., can. 7: DS 1707.
(7)

Cf. ibíd., cap. 5: DS 1679; Conc. Ecum. de Florencia, Decr. pro Armeniis (22
(8)

noviembre 1439): DS 1323.


Cf. can. 392; Conc. Ecum. Vatic. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la
(9)

Iglesia, 23.27; Decr.Christus Dominus, sobre la función pastoral de los obispos,


16.
(10)
Cf. can. 961, § 1, 2º.
(11)
Cf. nn. 980-987; 1114-1134; 1420-1498.
(12)
Can. 960.
(13)
Can. 986, § 1.
Cf. Conc. Ecum. Vatic. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, sobre el ministerio
(14)

y vida de los presbíteros, 13; Ordo Paenitentiae, editio typica, 1974,


Praenotanda, 10,b.
Cf. Congregación para el Culto divino y la disciplina de los sacramentos,
(15)

Responsa ad dubia proposita: «Notitiae», 37(2001) 259-260.


(16)
Can. 988, § 1.
Cf. can. 988, § 2; Exhort. ap. postsinodal Reconciliatio et paenitentia (2
(17)

diciembre 1984), 32: AAS 77(1985) 267; Catecismo de la Iglesia Católica,


1458.

57
Exhort. ap. postsinodal Reconciliatio et paenitentia (2 diciembre 1984), 32:
(18)

AAS 77(1985) 267.


Can. 961, § 1.
(19)

Cf. supra nn. 1 y 2.


(20)

Can. 961, § 2.
(21)

Can. 962, § 1.
(22)

Can. 962, § 2.
(23)

Can. 989.
(24)

Can. 963.
(25)

Can. 964, § 1.
(26)

Cf. can. 964, 3.


(27)

Consejo pontificio para la Interpretación de los textos legislativos, Responsa


(28)

ad propositum dubium: de loco excipiendi sacramentales confessiones (7 julio


1998): AAS 90 (1998) 711.

58
Dicasterios
de la curia romana
60
INSTRUCCION
SOBRE ALGUNAS CUESTIONES
ACERCA DE LA COLABORACION
DE LOS FIELES LAICOS EN EL SAGRADO
MINISTERIO DE LOS SACERDOTES

PREMISA
Del misterio de la Iglesia nace la llamada dirigida a todos los miembros del
Cuerpo místico para que participen activamente en la misión y edificación del
Pueblo de Dios en una comunión orgánica, según los diversos ministerios y
carismas. El eco de tal llamada se ha sentido constantemente en los documentos
del Magisterio, sobre todo del Concilio Ecuménico Vaticano II(1) en adelante.
En particular en las últimas tres Asambleas generales ordinarias del Sínodo de
los Obispos, se ha reafirmado la identidad, en la común dignidad y diversidad
de funciones propias, de los fieles laicos, de los sagrados ministros y de los
consagrados, y se ha estimulado a todos los fieles a edificar la Iglesia
colaborando en comunión para la salvación del mundo.
Es necesario tener presente la urgencia y la importancia de la acción apostólica
de los fieles laicos en el presente y en el futuro de la evangelización. La Iglesia
no puede prescindir de esta obra, porque le es connatural, en cuanto Pueblo de
Dios, y porque tiene necesidad de ella para realizar la propia misión
evangelizadora.
La llamada a la participación activa de todos los fieles a la misión de la Iglesia
no ha sido desatendida. El Sínodo de los Obispos del 1987 ha constatado «
como el Espiritu ha continuado a rejuvenecer la Iglesia suscitando nuevas
energías de santidad y de participación en tantos fieles laicos. Esto es
testimoniado, entre otras cosas, por el nuevo estilo de colaboración entre
sacerdotes, religiosos y fieles laicos; por la participación activa en la liturgia, en
el anuncio de la Palabra de Dios y en la catequesis; por los múltiples servicios y
tareas confiadas a los fieles laicos y por ellos asumidas; por el fresco florecer de
grupos, asociaciones y movimientos de espiritualidad y de compromiso laical;
por la participación más amplia y significativa de las mujeres en la vida de la
Iglesia y en el desarrollo de la sociedad ».(2) De igual modo en la preparación
del Sínodo de los Obispos del 1994 sobre la vida consagrada se ha encontrado «
en todas partes un deseo sincero de instaurar auténticas relaciones de comunión
y de colaboración entre Obispos, institutos de vida consagrada, clero secular y
laicos ».(3) En la sucesiva Exhortación Apostólica post-sinodal, el Sumo
Pontífice confirma el aporte específico de la vida consagrada a la misión y
edificación de la Iglesia.(4)
Se tiene, en efecto, una colaboración de todos los fieles en los dos ámbitos de la
misión de la Iglesia, sea en aquel espiritual de llevar el mensaje de Cristo y de
su gracia a los hombres, sea en aquel temporal de permear y perfeccionar el
orden de las realidades seculares con el espíritu evangélico.(5) Especialmente
en el primer ámbito —evangelización y santificación— « el apostolado de los
laicos y el ministerio pastoral se completan mutuamente ».(6) En él, los fieles
laicos, de ambos sexos,
tienen innumerables ocasiones de hacerse activos, con el coherente testimonio
de vida personal, familiar y social, con el anuncio y la condivisión del
evangelio de Cristo en todo ambiente y con el compromiso de enuclear,
defender y rectamente aplicar los principios cristianos a los problemas actuales.
(7) En particular los Pastores son invitados « a reconocer y promover los
ministerios, los oficios y las funciones de los fieles laicos, que tienen su
fundamento sacramental en el Bautismo y en la Confirmación, y además, para
muchos de ellos, en el Matrimonio ».(8)
En realidad la vida de la Iglesia, en este campo, ha conocido, sobre todo
después del notable impulso dado por el Concilio Vaticano II y por el
Magisterio Pontificio, un sorprendente florecer de iniciativas pastorales.
Hoy, en particular, el prioritario compromiso de la nueva evangelización, que
implica a todo el Pueblo de Dios, exige junto al « especial protagonismo » del
sacerdote, la total recuperación de la conciencia de la índole secular de la
misión del laico.(9)
Esta empresa abre de par en par a los fieles laicos horizontes inmensos —
algunos de ellos todavía por explorar— de compromiso secular en el mundo de
la cultura, del arte, del espectáculo, de la búsqueda cientifica, del trabajo, de los
medios de comunicación, de la política, de la economía, etc., y les pide de

62
genialidad de crear siempre modadilades más eficaces para que estos ambientes
encuentren en Jesucristo la plenitud de su significado.(10)
Dentro de esta vasta área de concorde trabajo, sea especificamente espiritual o
religiosa, sea en la consecratio mundi, existe un campo más especial, aquel que
se relaciona con el sagrado ministerio de los clérigos, en el ejercicio del cual
pueden ser llamados a colaborar los fieles laicos, hombres y mujeres, y,
naturalmente, también los miembros no ordenados de los Institutos de Vida
Consagrada y de las Sociedades de Vida Apostólica. A tal ámbito particular se
refiere el Concilio Ecuménico Vaticano II, allí en donde enseña: « La jerarquía
encomienda a los seglares ciertas funciones que están más estrechamente unidas
a los deberes de los pastores, como, por ejemplo, en la exposición de la doctrina
cristiana, en determinados actos litúrgicos y en la cura de almas ».(11)
Precisamente porque se trata de tareas intimamente relacionadas con los
deberes de los pastores —que para ser tales deben ser marcados con el
Sacramento del Orden— se exige, de parte de todos aquellos que en cualquier
modo están implicados, una particular atención para que se salvaguarden bien,
sea la naturaleza y la misión del sagrado ministerio, sea la vocación y la índole
secular de los fieles laicos. Colaborar no significa, en efecto, sustituir.
Debemos constatar, con viva satisfacción, que en muchas Iglesias particulares
la colaboración de los fieles no ordenados en el ministerio pastoral del clero se
desarrolla de manera bastante positiva, con abundantes frutos de bien, en el
respeto los límites fijados por la naturaleza de los sacramentos y por la
diversidad de carismas y funciones eclesiales, con soluciones generosas e
inteligentes para hacer frente a las situaciones de falta o escasez de sagrados
ministros.(12) De este modo se ha aclarado aquel aspecto de la comunión, por
el que algunos miembros de la Iglesia se ocupan con solicitud de remediar, en
la medida en que les es posible, no siendo marcados por el carácter del
sacramento del Orden, a situaciones de emergencia y crónicas necesidades en
algunas comunidades.(13) Tales fieles son llamados y delegados para asumir
precisas tareas, tan importantes cuanto delicadas, sostenidos por la gracia del
Señor, acompañados por los sagrados ministros y bien acogidos por las
comunidades en favor de las cuales prestan el propio servicio. Los sagrados
pastores agradecen profundamente la generosidad con la cual numerosos
consagrados y fieles laicos se ofrecen para este específico servicio, desarrollado
con un fiel sensus Ecclesiae y edificante dedicación. Particular gratitud y
estímulo va a cuantos asumen estas tareas en situaciones de persecución de la
comunidad cristiana, en los ambientes de misión, sean ellos territoriales o
culturales, allí en donde la Iglesia aún está escasamente radicada, y la presencia
del sacerdote es sólo esporádica.(14)

63
No es este el lugar para profundizar toda la riqueza teológica y pastoral del
papel de los fieles laicos en la Iglesia. La misma ha sido ya aclarada
ampliamente en la Exhortación Apostólica Chritifidelis laici.
El objetivo del presente documento, más bien, es simplemente aquel de dar una
respuesta clara y autorizada a las urgentes y numerosas peticiones enviadas a
nuestros Dicasterios de parte de obispos, sacerdotes y laicos los cuales, de
frente a nuevas formas de actividad « pastoral » de los fieles no ordenados en el
ámbito de las parroquias y de las diócesis, han pedido de ser iluminados.
Con frecuencia, en efecto, se trata de praxis que, si bien originadas en
situaciones de emergencia y precariedad, y repetidamente desarrolladas con la
voluntad de brindar una generosa ayuda en las actividades pastorales, pueden
tener consecuencias gravemente negativas para la entera comunión eclesial.
Tales prácticas, en realidad están presentes de modo especial en algunas
regiones y, a veces, varian bastante al interno de la misma zona.
Las mismas, sin embargo, son un llamado a la grave responsabilidad, pastoral
de cuantos, sobre todo Obispos,(15) son responsables de la promoción y tutela
de la disciplina universal de la Iglesia sobre la base de algunos principios
doctrinales ya claramente enunciados por el Concilio Ecumenico Vaticano
II(16) y por el sucesivo Magisterio Pontificio.(17)
Se ha tenido un trabajo de reflexión al interno de nuestros Dicasterios, se ha
reunido un Simposio en el que han participado representantes de los
Episcopados mayormente interesados en el problema y, en fin, se ha realizado
una amplia consulta entre los numerosos Presidentes de las Conferencias
Episcopales y otros Presules y expertos de distintas disciplinas eclesiásticas y
áreas geográficas. Ha resultado un clara convergencia en el sentido preciso de
la presente Instrucción que, sin embargo, no pretende agotar el tema, bien
porque se limita a considerar los casos hoy más conocidos, bien por la extrema
variedad de circunstancias particulares en las cuales tales casos se verifican.
El texto, redactado sobre la segura base del magisterio extraordinario y
ordinario de la Iglesia, se confía para su fiel aplicación, a los Obispos
interesados, pero se hará conocer también de los Présules de aquellas
circunscripciones eclesiásticas en donde, aunque no se presenten de momento
praxis abusivas, podrían ser implicados en breve tiempo, dada la actual rapidez
de difusión de los fenómenos.
Antes de dar respuesta a los casos concretos que nos han sido enviados, se
estima necesario anteponer en mérito al significado del Orden sagrado en la
constitución de la Iglesia, algunos breves y esenciales elementos teológicos
tendientes a favorecer una motivada inteligencia de la misma disciplina
eclesiástica la cual, en el respeto de la verdad y de la comunión eclesial,

64
pretende promover los derechos y los deberes de todos, para aquella « salvación
de las almas que debe ser en la Iglesia la ley suprema ».(18)

PRINCIPIOS TEOLOGICOS
1. El sacerdocio común y el sacerdocio ministerial
Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote, ha deseado que su único e indivisible
sacerdocio fuese participado a su Iglesia. Esta es el pueblo de la nueva alianza,
en el cual, por la « regeneración y la acción del Espíritu Santo, los bautizados
son consagrados para formar un templo espiritual y un sacerdocio santo, para
ofrecer, mediante todas las actividades del cristiano, sacrificios espirituales y
hacer conocer los prodigios de Aquel que de las tinieblas le llamó a su
admirable luz (cfr. 1 Pe 2, 4-10).(19) « Un sólo Señor, una sola fe, un solo
bautismo (Ef 4, 5); común es la dignidad de los miembros que deriva de su
regeneración en Cristo, común la gracia de la filiación; común la llamada a la
perfección ».(20) Vigente entre todos « una auténtica igualdad en cuanto a la
dignidad y a la acción común a todos los fieles en orden a la edificación del
Cuerpo de Cristo », algunos son constituidos, por voluntad de Cristo, «
doctores, dispensadores de los misterios y pastores para los demás ».(21) Sea el
sacerdocio común de los fieles, sea el sacerdocio ministerial o jerárquico, «
aunque diferentes esencialmente y no sólo de grado, se ordenan, sin embargo, el
uno al otro, pues ambos participan a su manera del único sacerdocio de Cristo
».(22) Entre ellos se tiene una eficaz unidad porque el Espíritu Santo unifica la
Iglesia en la comunión y en el servicio y la provee de diversos dones
jerárquicos y carismáticos.(23)
La diferencia esencial entre el sacerdocio común y el sacerdocio ministerial no
se encuentra, por tanto, en el sacerdocio de Cristo, el cual permanece siempre
único e indivisible, ni tampoco en la santidad a la cual todos los fieles son
llamados: « En efecto, el sacerdocio ministerial no significa de por sí un mayor
grado de santidad respecto al sacerdocio común de los fieles; pero, por medio
de él, los presbíteros reciben de Cristo en el Espiritu un don particular, para que
puedan ayudar al Pueblo de Dios a ejercitar con fidelidad y plenitud el
sacerdocio común que les ha sido conferido ».(24) En la edificación de la
Iglesia, Cuerpo de Cristo, está vigente la diversidad de miembros y de
funciones, pero uno solo es el Espíritu, que distribuye sus variados dones para
el bien de la Iglesia según su riqueza y la necesidad de servicios (cfr. 1 Cor 12,
1-11).(25)
La diversidad está en relación con el modo de participación al sacerdocio de
Cristo y es esencial en el sentido que « mientras el sacerdocio común de los
fieles se realiza en el desarrollo de la gracia bautismal —vida de fe, de
esperanza y de caridad, vida según el Espíritu— el sacerdocio ministerial está al
65
servicio del sacerdocio común, en orden al desarrollo de la gracia bautismal de
todos los cristianos ».(26) En consecuencia, el sacerdocio ministerial « difiere
esencialmente del sacerdocio común de los fieles porque confiere un poder
sagrado para el servicio de los fieles ».(27) Con este fin se exhorta el sacerdote
« a crecer en la conciencia de la profunda comunión que lo víncula al Pueblo de
Dios » para « suscitar y desarrollar la corresponsabilidad en la común y única
misión de salvación, con la diligente y cordial valoración de todos los carismas
y tareas que el Espíritu otorga a los creyentes para la edificación de la Iglesia ».
(28)
Las características que diferencian el sacerdocio ministerial de los Obispos y de
los presbíteros de aquel común de los fieles, y delinean en consecuencia los
confines de las colaboración de estos en el sagrado ministerio, se pueden
sintetizar así:
a) el sacerdocio ministerial tiene su raíz en la sucesión apostólica y esta dotado
de una potestad sacra,(29) la cual consiste en la facultad y responsabilidad de
obrar en persona de Cristo Cabeza y Pastor;(30)
b) esto es lo que hace de los sagrados ministros servidores de Cristo y de la
Iglesia, por medio de la proclamación autorizada de la Palabra de Dios, de la
celebración de los Sacramentos y de la guía pastoral de los fieles.(31)
Poner el fundamento del ministerio ordenado en la sucesión apostólica, en
cuanto tal ministerio continúa la misión recibida de los Apóstoles de parte de
Cristo, es punto esencial de la doctrina eclesiólogica católica.(32)
El ministerio ordenado, por tanto, es constituido sobre el fundamento de los
Apóstoles para la edificación de la Iglesia:(33) « está totalmente al servicio de
la Iglesia misma ».(34) « A la naturaleza sacramental del ministerio eclesial
está intrinsicamente ligado el carácter de servicio. Los ministros en efecto, en
cuanto dependen totalmente de Cristo, quien les confiere la misión y autoridad,
son verdaderamente 'esclavos de Cristo' (cfr. Rm 11), a imagen de El que,
libremente ha tomado por nosotros 'la forma de siervo' (Flp 2, 7). Como la
palabra y la gracia de la cual son ministros no son de ellos, sino de Cristo que se
las ha confiado para los otros, ellos se harán libremente esclavos de todos ».(35)
2. Unidad y diversidad en las funciones ministeriales
Las funciones del ministerio ordenado, tomadas en su conjunto, constituyen, en
razón de su único fundamento,(36) una indivisible unidad. Una y única, en
efecto, como en Cristo,(37) es la raíz de acción salvífica, significada y realizada
por el ministro en el desarrollo de las funciones de enseñar, santificar y
gobernar a los fieles. Esta unidad cualifica esencialmente el ejercicio de las

66
funciones del sagrado ministerio, que son siempre ejercicio, bajo diversas
prospectivas, de la función de Cristo, Cabeza de la Iglesia.
Si, por tanto, el ejercicio de parte del ministro ordenado del munus docendi,
sanctificandi et regendi constituye la sustancia del ministerio pastoral, las
diferentes funciones de los sagrados ministros, formando una indivisible
unidad, no se pueden entender separadamente las unas de las otras, al contrario,
se deben considerar en su mutua correspondencia y complementariedad. Sólo
en algunas de esas, y en cierta medida, pueden colaborar con los pastores otros
fieles no ordenados, si son llamados a dicha colaboración por la legítima
Autoridad y en los debidos modos. « En efecto, El mismo conforta
constantemente su cuerpo, que es la Iglesia, con los dones de los ministerios,
por los cuales, con la virtud derivada de El, nos prestamos mutuamente los
servicios para la salvación ».(38) «El ejercio de estas tareas no hace del fiel
laico un pastor: en realidad no es la tarea la que constituye un ministro, sino la
ordenación sacramental. Solo el Sacramento del Orden atribuye al ministerio
ordenado de los Obispos y presbíteros una peculiar participación al oficio de
Cristo Cabeza y Pastor y a su sacerdocio eterno. La función que se ejerce en
calidad de suplente, adquiere su legitimación, inmediatamente y formalmente,
de la delegación oficial dada por los pastores, y en su concreta actuación es
dirigido por la autoridad eclesiástica ».(39)
Es necesario reafirmar esta doctrina porque algunas prácticas tendientes a suplir
a las carencias numéricas de ministros ordenados en el seno de la comunidad,
en algunos casos, han podido influir sobre una idea de sacerdocio común de los
fieles que tergiversa la índole y el significado específico, favorenciendo, entre
otras cosas, la disminución de los candidatos al sacerdocio y oscureciendo la
especificidad del seminario como lugar tipico para la formación del ministro
ordenado. Se trata de fenómenos intimanente relacionados, sobre cuya
interdependencia se deberá oportunamente reflexionar para llegar a sabias
conclusiones operativas.
3. Insostituibilidad del ministerio ordenado
Una comunidad de fieles para ser llamada Iglesia y para serlo verdaderamente,
no puede derivar su guía de criterios organizativos de naturaleza asociativa o
política. Cada Iglesia particular debe a Cristo su guía, porque es El
fundamentalmente quien ha concedido a la misma Iglesia el ministerio
apostólico, por lo que ninguna comunidad tiene el poder de darlo a sí misma,
(40) o de establecerlo por medio de una delegación. El ejercicio del munus de
magisterio y de gobierno, exige, en efecto, la canónica o jurídica determinación
de parte de la autoridad jerárquica.(41)

67
El sacerdocio ministerial, por tanto, es necesario a la existencia misma de la
comunidad como Iglesia: « no se debe pensar en el sacerdocio ordenado (...)
como si fuera posterior a la comunidad eclesial, como si ésta pudiera concebirse
como constituida ya sin este sacerdocio ».(42) En efecto, si en la comunidad
llega a faltar el sacerdote, ella se encuentra privada de la presencia y de la
función sacramental de Cristo Cabeza y Pastor, esencial para la vida misma de
la comunidad eclesial.
El sacerdocio ministerial es por tanto absolutamente insostituible. Se llega a la
conclusión inmediatamente de la necesidad de una pastoral vocacional que sea
diligente, bien organizada y permanente para dar a la Iglesia los necesarios
ministros como también a la necesidad de reservar una cuidadosa formación a
cuantos, en los seminarios, se preparan para recibir el presbiterado. Otra
solución para enfrentar los problemas que se derivan de la carencia de sagrados
ministros resultaría precaria.
« El deber de fomentar las vocaciones afecta a toda la comunidad cristiana, la
cual ha de procurarlo ante todo con una vida plenamente cristiana ».(43) Todos
los fieles son corresponsables en el contribuir a fortalecer las respuestas
positivas a la vocación sacerdotal, con una siempre mayor fidelidad en el
seguimiento de Cristo superando la indiferencia del ambiente, sobre todo en las
sociedades fuertemente marcadas por el materialismo.
4. La colaboracion de fieles no ordenados en el ministerio pastoral
En los documentos conciliares, entre los varios aspectos de la participación de
fieles no marcados por el carácter del Orden a la misión de la Iglesia, se
considera su directa colaboración en las tareas específicas de los pastores.(44)
En efecto, « cuando la necesidad o la utilidad de la Iglesia lo exige, los pastores
pueden confiar a los fieles no ordenados, según las normas establecidas por el
derecho universal, algunas tareas que están relacionadas con su propio
ministerio de pastores pero que no exigen el carácter del Orden ».(45) Tal
colaboración ha sido sucesivamente regulada por la legislación post-conciliar y,
en modo particular, por el nuevo Código de Derecho Canónico.
Este, después de haberse referido a las obligaciones y los derechos de todos los
fieles,(46) en el título sucesivo, dedicado a las obligaciones y derechos de los
fieles laicos, trata no solo de aquello que especificamente les compete, teniendo
presente su condición secular,(47) sino también de tareas o funciones que en
realidad no son exclusivamente de ellos. De estas, algunas corresponderían a
cualquier fiel sea o no ordenado,(48) otras, al contrario se colocan en la línea de
directo servicio en el sagrado ministerio de los fieles ordenados.(49) Respecto a
estas últimas tareas o funciones, los fieles no ordenados no son detentores de un
derecho a ejercerlas, pero son « hábiles para ser llamados por los sagrados

68
pastores en aquellos oficios eclesiásticos y en aquellas tareas que están en grado
de ejercitar según las prescripciones del derecho »,(50) o también « donde no
haya ministros (...) pueden suplirles en algunas de sus funciones (...) según las
prescripciones del derecho ».(51)
Al fin que una tal colaboración se pueda inserir armonicamente en la pastoral
ministerial, es necesario que, para evitar desviaciones pastorales y abusos
disciplinares, los principios doctrinales sean claros y que, de consecuencia, con
coherente determinación, se promueva en toda la Iglesia una atenta y leal
aplicación de las disposiciones vigentes, no alargando, abusivamente, los
límites de excepcionalidad a aquellos casos que no pueden ser juzgados como «
excepcionales ».
Cuando, en algún lugar, se verifiquen abusos o prácticas trasgresivas, los
Pastores adopten todos los medios necesarios y oportunos para impedir a
tiempo su difusión y para evitar que se altere la correcta comprensión de la
naturaleza misma de la Iglesia. En particular, aplicarán aquellas normas
disciplinares establecidas, las cuales enseñan a conocer y respetar realmente la
distinción y complementariedad de funciones que son vitales para la comunión
eclesial. En donde tales prácticas abusivas están ya difundidas, es
absolutamente indispensable la intervención responsable de quien tiene la
autoridad de hacerlo, haciéndose así verdadero artífice de comunión, la cual
puede ser constituída exclusivamente en torno a la verdad. Comunión, verdad,
justicia, paz y caridad son términos interdependientes.(52)
A la luz de los principios apenas recordados se señalan a continuación los
oportunos remedios para enfrentar los abusos señalados a nuestros Dicasterios.
Las disposiciones que siguen son tomadas de la normativa de la Iglesia.

69
DISPOSICIONES PRACTICAS
Artículo 1
Necesidad de una terminología apropiada
El Santo Padre en el Discurso dirigido a los participantes en el Simposio sobre
« Colaboración de los fieles laicos en el ministerio presbiteral », ha subrayado
la necesidad de aclarar y distinguir las varias acepciones que el término «
ministerio » ha asumido en el lenguaje teológico y canónico.(53)
§ 1. « Desde hace un cierto tiempo se ha introducido el uso de llamar ministerio
no solo los officia (oficios) y los munera (funciones) ejercidos por los Pastores
en virtud del sacramento del Orden, sino también aquellos ejercidos por los
fieles no ordenados, en virtud del sacerdocio bautismal. La cuestión del
lenguaje se hace más compleja y delicada cuando se reconoce a todos los fieles
la posibilidad de ejercitar —en calidad de suplentes, por delegación oficial
conferida por los Pastores— algunas funciones más propias de los clérigos, las
cuales, sin embargo, no exigen el carácter del Orden. Es necesario reconocer
que el lenguaje se hace incierto, confuso y, por lo tanto, no útil para expresar la
doctrina de la fe, todas las veces que, en cualquier manera, se ofusca la
diferencia 'de esencia y no sólo de grado' que media entre el sacerdocio
bautismal y el sacerdocio ordenado ».(54)
§ 2. « Aquello que ha permitido, en algunos casos, la extensión del termino
ministerio a los munera propios de los fieles laicos es el hecho de que también
estos, en su medida, son participación al único sacerdocio de Cristo. Los Officia
a ellos confiados temporalmente, son, más bien, esclusivamente fruto de una
delegación de la Iglesia. Sólo la constante referencia al único y fontal
'ministerio de Cristo' (...) permite, en cierta medida, aplicar también a los fieles
no ordenados, sin ambiguedad, el término ministerio: sin que éste sea percibido
y vivido como una indebida aspiración al ministerio ordenado, o como
progresiva erosión de su especificidad.
En este sentido original, el termino ministerio (servitium) manifiesta solo la
obra con la cual los miembros de la Iglesia prolongan, a su interno y para el
mundo, la misión y el ministerio de Cristo. Cuando, al contrario, el termino es
diferenciado en relación y en comparación entre los distintos munera e officia,
entonces es necesario advertir con claridad que sólo en fuerza de la sagrada

70
ordenación éste obtiene aquella plenitud y correspondencia de significado que
la tradición siempre le ha atribuido ».(55)
§ 3. El fiel no ordenado puede asumir la denominación general de « ministro
extraordinario », sólo si y cuando es llamado por la Autoridad competente a
cumplir, unicamente en función de suplencia, los encargos, a los que se refiere
el can. 230, § 3,(56) además de los cann. 943 y 1112. Naturalmente puede ser
utilizado el término concreto con que canónicamente se determina la función
confiada, por ejemplo, catequista, acólito, lector, etc.
La delegación temporal en las acciones litúrgicas, a las que se refiere el can.
230, § 2, no confiere alguna denominación especial al fiel no ordenado.(57) No
es lícito por tanto, que los fieles no ordenados asuman, por ejemplo, la
denominación de « pastor », de « capellán », de « coordinador », « moderador »
o de títulos semejantes que podrían confundir su función con aquella del Pastor,
que es unicamente el Obispo y el presbítero.(58)
Artículo 2
El ministerio de la palabra(59)
§ 1. El contenido de tal ministerio consiste « en la predicación pastoral, la
catequesis, y en puesto privilegiado la homilía ».(60)
El ejercicio original de las relativas funciones es propio del Obispo diocesano,
como moderador, en su Iglesia, de todo el ministerio de la palabra,(61) y es
también propio de los presbíteros, sus cooperadores.(62)
Este ministerio corresponde también a los diáconos, en comunión con el obispo
y su presbiterio.(63)
§ 2. Los fieles no ordenados participan según su propia índole, a la función
profética de Cristo, son constituidos sus testigos y proveídos del sentido de la fe
y de la gracia de la palabra. Todos son llamados a convertirse, cada vez más, en
heraldos eficaces « de lo que se espera » (cfr. Heb 11, 1).(64) Hoy, la obra de la
catequesis, en particular, mucho depende de su compromiso y de su
generosidad al servicio de la Iglesia.
Por tanto, los fieles y particularmente los miembros de los Institutos de vida
consagrada y las Sociedades de vida apostólica pueden ser llamados a
colaborar, en los modos legítimos, en el ejercicio del ministerio de la palabra.
(65)
§ 3. Para que la colaboración de que se habla en el § 2 sea eficaz, es necesario
retomar algunas condiciones relativas a las modalidades de tal colaboración.
El C.I.C., can. 766, establece las condiciones por las cuales la competente
Autoridad puede admitir los fieles no ordenados a predicar in ecclesia vel

71
oratorio. La misma expresión utilizada, admitti possunt, resalta, como en
ningún caso, se trata de un derecho propio como aquel específico de los
Obispos(66) o de una facultad como aquella de los presbíteros o de los
diáconos.(67)
Las condiciones a las que se debe someter tal admisión —« si en determinadas
circunstancias se necesita de ello », « si en casos particulares lo aconseja la
utilidad »— evidencia la excepcionalidad del hecho. El can. 766, además,
precisa que se debe siempre obrar iuxta Episcoporum conferentiae praescripta.
En esta última claúsula el canón citado establece la fuente primaria para
discernir rectamente en relación a la necesidad o utilidad, en los casos
concretos, ya que en las mencionadas prescripciones de la Conferencia
Episcopal, que necesitan de la "recognitio" de la Sede Apostólica, se deben
señalar los oportunos criterios que puedan ayudar al Obispo diocesano en el
tomar las apropiadas decisiones pastorales, que le son propias por la naturaleza
misma del oficio episcopal.
§ 4. En circunstancias de escasez de ministros sagrados en determinadas zonas,
pueden presentarse casos en los que se manifiesten permanentemente
situaciones objetivas de necesidad o de utilidad, tales de sugerir la admisión de
fieles no ordenados a la predicación.
La predicación en las iglesias y oratorios, de parte de los fieles no ordenados,
puede ser concedida en suplencia de los ministros sagrados o por especiales
razones de utilidad en los casos particulares previstos por la legislación
universal de la Iglesia o de las Conferencias Episcopales, y por tanto no se
puede convertir en un hecho ordinario, ni puede ser entendida como auténtica
promoción del laicado.
§ 5. Sobre todo en la preparación a los sacramentos, los catequistas se
preocupen de orientar los intereses de los catequizandos a la función y a la
figura del sacerdote como solo dispensador de los misterios divinos a los que se
están preparando.
Artículo 3
La homilia
§ 1. La homilía, forma eminente de predicación « qua per anni liturgici cursum
ex textu sacro fidei mysteria et normae vitae christianae exponuntur »,(68) es
parte de la misma liturgia.
Por tanto, la homilía, durante la celebración de la Eucaristía, se debe reservar al
ministro sagrado, sacerdote o diácono.(69) Se excluyen los fieles no ordenados,
aunque desarrollen la función llamada « asistentes pastorales » o catequistas, en
cualquier tipo de comunidad o agrupación. No se trata, en efecto, de una

72
eventual mayor capacidad expositiva o preparación teológica, sino de una
función reservada a aquel que es consagrado con el Sacramento del Orden, por
lo que ni siquiera el Obispo diocesano puede dispensar de la norma del canón,
(70) dado que no se trata de una ley meramente disciplinar, sino de una ley que
toca las funciones de enseñanza y santificación estrechamente unidas entre si.
No se puede admitir, por tanto, la praxis, en ocasiones asumida, por la cual se
confía la predicación homilética a seminaristas estudiantes de teología, aún no
ordenados.(71) La homilía no puede, en efecto, considerarse como una práctica
para el futuro ministerio.
Se debe considerar abrogada por el can. 767, § 1 cualquier norma anterior que
haya podido admitir fieles no ordenados a pronunciar la homilia durante la
celebración de la Santa Misa.(72)
§ 2. Es licita la propuesta de una breve monición para favorecer la mayor
inteligencia de la liturgia que se celebra y también cualquier eventual
testimonio siempre según las normas litúrgicas y en ocasión de las liturgias
eucarísticas celebradas en particulares jornadas (jornada del seminario, del
enfermo, etc.), si se consideran objetivamente convenientes, como ilustrativas
de la homilía regularmente pronunciada por el sacerdote celebrante. Estas
explicaciones y testimonios no deben asumir características tales de llegar a
confundirse con la homilía.
§ 3. La posibilidad del « diálogo » en la homilía,(73) puede ser, alguna vez,
prudentemente usada por el ministro celebrante como medio expositivo con el
cual no se delega a los otros el deber de la predicación.
§ 4. La homilía fuera de la Santa Misa puede ser pronunciada por fieles no
ordenados según lo establecido por el derecho o las normas litúrgicas y
observando las claúsulas allí contenidas.
§ 5. La homilía no puede ser confiada, en ningún caso, a sacerdotes o diáconos
que han perdido el estado clerical o que, en cualquier caso, han abandonado el
ejercicio del sagrado ministerio.(74)
Artículo 4
El párroco y la parroquia
Los fieles no ordenados pueden desarrollar, como de hecho en numerosos casos
sucede, en las parroquias, en ámbitos tales como centros hospitalarios, de
asistencia, de instrucción, en las cárceles, en los Obispados Castrenses, etc.,
trabajos de efectiva colaboración en el ministerio pastoral de los clérigos. Una
forma extraordinaria de colaboración, en las condiciones previstas, es aquella
regulada por el can. 517, § 2.

73
§ 1. La recta comprensión y aplicación de tal canón, según el cual « si ob
sacerdotum penuriam Episcopus dioecesanus aestimaverit participationem in
exercitio curae pastoralis paroeciae concrecendam esse diacono aliive personae
sacerdotali charatere non insignitae aut personarum communitati, sacerdotem
constituat aliquem qui, potestatibus et facultatibus parochi instructus, curam
pastoralem moderetur », exige que tal disposición excepcional tenga lugar
respetando escrupulosamente las claúsulas en él contenidas, es decir:
a) ob sacerdotum penuriam, y no por razones de comodidad o de una
equivocada « promoción del laicado », etc.
b) permaneciendo el hecho de que se trata de participatio in exercitio curae
pastoralis y no de dirigir, coordinar, moderar o gobernar la parroquia, cosa que
según el texto del canón, compete sólo a un sacerdote.
Precisamente porque se trata de casos excepcionales, es necesario, sobre todo,
considerar la posibilidad de valerse, por ejemplo, de sacerdotes ancianos,
todavía con posibilidades de trabajar, o de confiar diversas parroquias a un solo
sacerdote o a un coetus sacerdotum.(75)
Se tiene presente, de todos modos, la preferencia que el mismo canon establece
para el diácono.
Permanece la afirmación, en la misma normativa canónica, que estas formas de
participación en el cuidado de las parroquias no se pueden identificar, en algún
modo, con el oficio de párroco. La normativa ratifica que también en aquellos
casos excepcionales « Episcopus dioecesanus (...) sacerdotem constituat
aliquem qui, potestatibus et facultatibus parochi instructus, curam pastoralem
moderetur ». El oficio de párroco, en efecto, puede ser válidamente confiado
solamente a un sacerdote (cfr. can. 521, § 1), también en los casos de objetiva
penuria de clero.(76)
§ 2. A tal propósito se debe tener en cuenta que el párroco es el pastor propio de
la parroquia a él confiada(77) y permanece como tal hasta cuando no ha cesado
su oficio pastoral.(78)
La presentación de la dimisión del párroco por haber cumplido 75 años de edad
no lo hace por eso mismo cesar ipso iure de su oficio pastoral. Esto se verifica
sólo cuando el Obispo diocesano —después de la prudente consideración de
todas las circunstancias— haya aceptado definitivamente sus dimisiones, a
norma del can. 538, § 3, y se lo haya comunicado por escrito.(79) Aún más, a la
luz de situaciones de penuria de sacerdotes existentes en algunas partes, será
sabio hacer uso, a tal propósito, de una particular prudencia.
También considerando el derecho que cada sacerdote tiene de ejercitar las
propias funciones inherentes a la ordenación recibida, a no ser que se presenten

74
graves motivos de salud o de disciplina, se recuerda que el 75o año de edad no
constituye un motivo que oblige el Obispo diocesano a la aceptación de la
dimisión. Esto también para evitar una concepción funcionalista del sagrado
ministerio.(80)
Artículo 5
Los organismos de colaboración en la Iglesia particular
Estos organismos, pedidos y experimentados positivamente en el camino de la
renovación de la Iglesia según el Concilio Vaticano II y codificados en la
legislación canónica, representan una forma de participación activa en la misión
de la Iglesia como comunión.
§ 1. La normativa del código sobre el Consejo presbiteral establece cuales
sacerdotes puedan ser miembros.(81) El mismo, en efecto, es reservado a los
sacerdotes, porque encuentra su fundamento en la común participación del
Obispo y de los sacerdotes en el mismo sacerdocio y ministerio.(82)
No pueden, por tanto, gozar del derecho de elección ni activo ni pasivo, los
diáconos y los otros fieles no ordenados, aunque si son colaboradores de los
sagrados ministros, así como los presbíteros que han perdido el estado clerical o
que, en cualquier caso, han abandonado el ejercicio del sagrado ministerio.
§ 2. El Consejo pastoral, diocesano o parroquial(83) y el consejo parroquial
para los asuntos económicos,(84) de los cuales hacen parte los fieles no
ordenados, gozan unicamente de voto consultivo y no pueden, de algún modo,
convertirse en organismos deliberativos. Pueden ser elegidos para tal cargo sólo
aquellos fieles que poseen las cualidades exigidas por la normativa canónica.
(85)
§ 3. Es propio del párroco presidir los consejos parroquiales. Son por tanto
inválidas, y en consecuencia nulas, las decisiones deliberativas de un consejo
parroquial no reunido bajo la presidencia del párroco o contra él.(86)
§ 4. Todos los consejos diocesanos pueden manifestar válidamente el propio
consenso a un acto del Obispo sólo cuando tal consenso ha sido solicitado
expresamente por el derecho.
§ 5. Dadas las realidades locales los Ordinarios pueden valerse de especiales
grupos de estudio o de expertos en cuestiones particulares. Sin embargo, los
mismos no pueden constituirse en organismos paralelos o de desautorización de
los consejos diocesanos presbiteral y pastoral, como también de los consejos
parroquiales, regulados por el derecho universal de la Iglesia en los cann. 536, §
1 y 537.(87) Si tales organismos han nacido en pasado en base a costumbres
locales o a circunstancias particulares, se dispongan los medios necesarios para
adaptarlos conforme a la legislación vigente de la Iglesia.

75
§ 6. Los Vicarios foráneos, llamados también decanos, arciprestes o con otros
nombres, y aquellos que se le equiparan, « pro-vicarios », « pro-decanos », etc.
deben ser siempre sacerdotes.(88) Por tanto, quien no es sacerdote no puede ser
validamente nombrado a tales cargos.
Artículo 6
Las celebraciones litúrgicas
§ 1. Las acciones litúrgicas deben manifestar con claridad la unidad ordenada
del Pueblo de Dios en su condición de comunión orgánica(89) y por tanto la
íntima conexión que media entre la acción liturgica y la manifestación de la
naturaleza orgánicamente estructurada de la Iglesia.
Esto se da cuando todos los participantes desarrollan con fe y devoción la
función propia de cada uno.
§ 2. Para que también en este campo, sea salvaguardada la identidad eclesial de
cada uno, se deben abandonar los abusos de distinto tipo que son contrarios a
cuanto prevee el canon 907, según el cual en la celebración eucarística, a los
diáconos y a los fieles no ordenados, no les es consentido pronunciar las
oraciones y cualquier parte reservada al sacerdote celebrante —sobre todo la
oración eucarística con la doxología conclusiva— o asumir acciones o gestos
que son propios del mismo celebrante. Es también grave abuso el que un fiel no
ordenado ejercite, de hecho, una casi « presidencia » de la Eucaristía dejando al
sacerdote solo el mínimo para garantizar la válidez.
En la misma línea resulta evidende la ilicitud de usar, en las ceremonias
litúrgicas, de parte de quien no ha sido ordenado, ornamentos reservados a los
sacerdotes o a los diáconos (estola, casulla, dalmática).
Se debe tratar cuidadosamente de evitar hasta la misma apariencia de confusión
que puede surgir de comportamientos litúrgicamente anómalos. Como los
ministros ordenados son llamados a la obligación de vestir todos los sagrados
ornamentos, así los fieles no ordenados no pueden asumir cuanto no es propio
de ellos.
Para evitar confusiones entre la liturgia sacramental presidida por un clérigo o
un diácono con otros actos animados o guiados por fieles no ordenados, es
necesario que para estos últimos se adopten formulaciones claramente
diferentes.
Artículo 7
Las celebraciones dominicales en ausencia de presbitero
§ 1. En algunos lugares, las celebraciones dominicales(90) son guiadas, por la
falta de presbíteros o diáconos, por fieles no ordenados. Este servicio, válido

76
cuanto delicado, es desarrollado según el espíritu y las normas específicas
emanadas en mérito por la competente Autoridad eclesiástica.(91) Para animar
las mencionadas celebraciones el fiel no ordenado deberá tener un especial
mandato del Obispo, el cual pondrá atención en dar las oportunas indicaciones
acerca de la duración, lugar, las condiciones y el presbítero responsable.
§ 2. Tales celebraciones, cuyos textos deben ser los aprobados por la
competente Autoridad eclesiástica, se configuran siempre como soluciones
temporales.(92) Está prohibido inserir en su estructura elementos propios de la
liturgia sacrificial, sobre todo la « plegaria eucarística », aunque si en forma
narrativa, para no engendrar errores en la mente de los fieles.(93) A tal fin debe
ser siempre recordado a quienes toman parte en ellas que tales celebraciones no
sustituyen al Sacrificio eucarístico y que el precepto festivo se cumple
solamente participando a la S. Misa.(94) En tales casos, allí donde las distancias
o las condiciones físicas lo permitan, los fieles deben ser estimulados y
ayudados todo el posible para cumplir con el precepto.
Artículo 8
El ministro extraordinario de la Sagrada Comunión
Los fieles no ordenados, ya desde hace tiempo, colaboran en diversos
ambientes de la pastoral con los sagrados ministros a fin que « el don inefable
de la Eucaristía sea siempre más profundamente conocido y se participe a su
eficacia salvífica con siempre mayor intensidad ».(95)
Se trata de un servicio litúrgico que, responde a objetivas necesidades de los
fieles, destinado, sobre todo, a los enfermos y a las asambleas litúrgicas en las
cuales son particularmente numerosos los fieles que desean recibir la sagrada
Comunión.
§ 1. La disciplina canónica sobre el ministro extraordinario de la sagrada
Comunión debe ser, sin embargo, rectamente aplicada para no generar
confusión. La misma establece que el ministro ordinario de la sagrada
Comunión es el Obispo, el presbítero y el diacono,(96) mientras son ministros
extraordinarios sea el acólito instituido, sea el fiel a ello delegado a norma del
can. 230, § 3. (97)
Un fiel no ordenado, si lo sugieren motivos de verdadera necesidad, puede ser
delegado por el Obispo diocesano, en calidad de ministro extraordinario, para
distribuir la sagrada Comunión también fuera de la celebración eucarística, ad
actum vel ad tempus, o en modo estable, utilizando para esto la apropiada forma
litúrgica de bendición. En casos excepcionales e imprevistos la autorización
puede ser concedida ad actum por el sacerdote que preside la celebración
eucarística.(98)

77
§ 2. Para que el ministro extraordinario, durante la celebración eucarística,
pueda distribuir la sagrada Comunión, es necesario o que no se encuentren
presentes ministros ordinarios o que, estos, aunque presentes, se encuentren
verdaderamente impedidos.(99) Pueden desarrollar este mismo encargo también
cuando, a causa de la numerosa participación de fieles que desean recibir la
sagrada Comunión, la celebración eucarística se prolongaria excesivamente por
insuficiencia de ministros ordinarios. (100)
Tal encargo es de suplencia y extraordinario (101) y debe ser ejercitado a
norma de derecho. A tal fin es oportuno que el Obispo diocesano emane normas
particulares que, en estrecha armonía con la legislación universal de la Iglesia,
regulen el ejercicio de tal encargo. Se debe proveer, entre otras cosas, a que el
fiel delegado a tal encargo sea debidamente instruido sobre la doctrina
eucarística, sobre la índole de su servicio, sobre las rúbricas que se deben
observar para la debida reverencia a tan augusto Sacramento y sobre la
disciplina acerca de la admisión para la Comunión.
Para no provocar confusiones han de ser evitadas y suprimidas algunas
prácticas que se han venido creando desde hace algún tiempo en
algunas Iglesias particulares, como por ejemplo:
— la comunión de los ministros extraordinarios como si fueran concelebrantes;
— asociar, a la renovación de las promesas de los sacerdotes en la S. Misa
crismal del Jueves Santo, otras categorías de fieles que renuevan los votos
religiosos o reciben el mandato de ministros extraordinarios de la Comunión.
— el uso habitual de los ministros extraordinarios en las SS. Misas,
extendiendo arbitrariamente el concepto de « numerosa participación ».
Artículo 9
El apostolado para los enfermos
§ 1. En este campo, los fieles no ordenados pueden aportar una preciosa
colaboracion. (102) Son innumerables los testimonios de obras y gestos de
caridad que personas no ordenadas, bien individualmente o en formas de
apostolado comunitario, tienen hacia los enfermos. Ello constituye una
presencia cristiana de primera línea en el mundo del dolor y de la enfermedad.
Allí donde los fieles no ordenados acompañan a los enfermos en los momentos
más graves es para ellos deber principal suscitar el deseo de los Sacramentos de
la Penitencia y de la sagrada Unción, favoreciendo las disposiciones y
ayudándoles a preparar una buena confesión sacramental e individual, como
también a recibir la Santa Unción. En el hacer uso de los sacramentales, los
fieles no ordenados pondrán especial cuidado para que sus actos no induzcan a
percibir en ellos aquellos sacramentos cuya administración es propia y

78
exclusiva del Obispo y del Presbítero. En ningún caso, pueden hacer la Unción
aquellos que no son sacerdotes, ní con óleo bendecido para la Unción de los
Enfermos, ni con óleo no bendecido.
§ 2. Para la administración de este sacramento, la legislación canónica acoge la
doctrina teológicamente cierta y la practica multisecular de la Iglesia, (103)
según la cual el único ministro válido es el sacerdote. (104) Dicha normativa es
plenamente coherente con el misterio teológico significado y realizado por
medio del ejercicio del servicio sacerdotal.
Debe afirmarse que la exclusiva reserva del ministerio de la Unción al sacerdote
está en relación de dependencia con el sacramento del perdón de los pecados y
la digna recepción de la Eucaristía. Ningún otro puede ser considerado ministro
ordinario o extraordinario del sacramento, y cualquier acción en este sentido
constituye simulación del sacramento. (105)
Artículo 10
La asistencia a los Matrimonios
§ 1. La posibilidad de delegar a fieles no ordenados la asistencia a los
matrimonios puede revelarse necesaria, en circunstancias muy particulares de
grave falta de ministros sagrados.
Tal posibilidad, sin embargo, está condicionada a la verificación de tres
requisitos. El Obispo diocesano, en efecto, puede conceder tal delegación
únicamente en las casos en los cuales faltan sacerdotes o diáconos y sólo
después de haber obtenido, para la propia diócesis, el voto favorable de la
Conferencia Episcopal y la necesaria licencia de la Santa Sede. (106)
§ 2. También en estos casos se debe observar la normativa canónica sobre la
validez de la delegación (107) y sobre la idoneidad, capacidad y actitud del fiel
no ordenado. (108)
§ 3. Excepto el caso extraordinario previsto por el can. 1112 del CIC, por
absoluta falta de sacerdotes o de diáconos que puedan asistir a la celebración
del matrimonio, ningún ministro ordenado puede delegar a un fiel no ordenado
para tal asistencia y la relativa petición y recepción del consentimiento
matrimonial a norma del can. 1108, § 2.
Artículo 11
El ministro del Bautismo
Se debe alabar particularmente la fe con la cual no pocos cristianos, en
dolorosas situaciones de persecución, pero también en territorios de misión y en
casos de especial necesidad, han asegurado —y aún aseguran— el sacramento

79
del Bautismo a las nuevas generaciones, cuando se da la ausencia de ministros
ordenados.
Además del caso de necesidad, la normativa canónica establece que, en el caso
que el ministro ordinario faltara o fuera impedido, (109) el fiel no ordenado
pueda ser ministro extraordinario del bautismo. (110) Sin embargo, se debe
estar atento a interpretaciones demasiado extensivas y evitar conceder tal
facultad de modo habitual.
Así, por ejemplo, la ausencia o el impedimento, que hacen lícita la delegación
de fieles no ordenados a administrar el bautismo, no pueden asimilarse a las
circunstancias de excesivo trabajo del ministro ordinario o a su no residencia en
el territorio de la parroquia, como tampoco a su no disponibilidad para el día
previsto por la familia. Tales motivaciones no constituyen razones suficientes.
Artículo 12
La animación de la celebración de las exequias eclesiásticas
En las actuales circunstancias de creciente descristianización y de abandono de
la practica religiosa, el momento de la muerte y de las exequias puede constituir
una de las más oportunas ocasiones pastorales para un encuentro directo de los
ministros ordenados con aquellos fieles que, ordinariamente, no frecuentan.
Por tanto, es auspicable que, aunque con sacrificio, los sacerdotes o los
diáconos presiedan personalmente ritos fúnebres según las más laudables
costumbres locales, para orar convenientemente por los difuntos, acercándose a
las familias y aprovechando para una oportuna evangelización.
Los fieles no ordenados pueden animar las exequias eclesiásticas sólo en caso
de verdadera falta de un ministro ordenado y observando las normas litúrgicas
para el caso. (111) A tal función deberán ser bien preparados, sea bajo el
aspecto doctrinal que litúrgico.
Artículo 13
Necesaria selección y adecuada formación
Es deber de la Autoridad competente, cuando se diera la objetiva necesidad de
una "suplencia", en los casos anteriormente detallados, de procurar que la
persona sea de sana doctrina y ejemplar conducta de vida. No pueden, por tanto,
ser admitidos al ejercicio de estas tareas aquellos católicos que no llevan una
vida digna, no gozan de buena fama, o se encuentran en situaciones familiares
no coherentes con la enseñanza moral de la Iglesia. Además, la persona debe
poseer la formación debida para el adecuado cumplimiento de las funciones que
se le confían.

80
A norma del derecho particular perfeccionen sus conocimientos frecuentando,
por cuanto sea posible, cursos de formación que la Autoridad competente
organizará en el ámbito de la Iglesia particular, (112) en ambientes diferentes
de los seminarios, que son reservados sólo a los candidatos al sacerdocio, (113)
teniendo gran cuidado que la doctrina enseñada sea absolutamente conforme al
magisterio eclesial y que el clima sea verdaderamente espiritual.

81
CONCLUSION
La Santa Sede confía el presente documento al celo pastoral de los Obispos
diocesanos de las varias Iglesias particulares y a los otros Ordinarios, en la
confianza que su aplicación produzca frutos abundantes para el crecimiento, en
la comunión, entre los sagrados ministros y los fieles no ordenados.
En efecto, como ha recordado el Santo Padre, « es necesario reconocer,
defender, promover, discernir y coordinar con sabiduría y determinación el don
peculiar de todo miembro de la Iglesia, sin confusión de papeles, de funciones o
de condiciones teológicas y canónicas ». (114)
Si, de una parte, la escasez numérica de sacerdotes es especialmente advertida
en algunas zonas, en otras se verifica un prometente florecer de vocaciones que
deja entrever positivas perspectivas para el futuro. Las soluciones propuestas
para la escasez de ministros ordenados, por tanto, no pueden ser que transitorias
y contemporáneas a una prioridad pastoral específica para la promoción de las
vocaciones al sacramento del Orden. (115)
A tal propósito recuerda el Santo Padre que « en algunas situaciones locales se
han creado soluciones generosas e inteligentes. La misma normativa del Código
de Derecho Canónico ha ofrecido posibilidades nuevas que, sin embargo, van
aplicadas rectamente para no caer en el equívoco de considerar ordinarias y
normales soluciones normativas que han sido previstas para situaciones
extraordinarias de falta o de escasez de ministros sagrados ». (116)
Este documento pretende trazar precisas directivas para asegurar la eficaz
colaboración de los fieles no ordenados en tales contingencias y en el respeto a
la integridad del ministerio pastoral de los clérigos. « Es necesario hacer
comprender que estas precisaciones y distinciones no nacen de la preocupación
de defender privilegios clericales, sino de la necesidad de ser obedientes a la
voluntad de Cristo, respetando la forma constitutiva que El ha indeleblemente
impreso a su Iglesia ». (117)
Su recta aplicación, en el cuadro de la vital communio jerárquica, ayudará a los
mismos fieles laicos, invitados a desarrollar todas las ricas potencialidades de
su identidad y de una « disponibilidad siempre más grande para vivirla en el
cumplimiento de la propia misión. (118)
La apasionada recomendación que el Apóstol de las gentes dirige a Timoteo, «
Te conjuro en presencia de Dios y de Cristo Jesús (...) proclama la palabra,

82
insiste a tiempo y a destiempo, reprende, exhorta (...) vigila atentamente (...)
desempeña a la perfección tu ministerio » (2 Tim. 4, 1-5), interpela en modo
especial los sagrados Pastores llamados a desarrollar la propia tarea de «
promover la disciplina común a toda la Iglesia (...) y urgir la observancia de
todas las leyes eclesiásticas ». (119)
Tal gravoso deber constituye el instrumento necesario para que las ricas
energias existentes en cada estado de la vida eclesial sean correctamente
orientadas según los maravillosos designios del Espíritu Santo y la communio
sea realidad efectiva en el cuotidiano camino de la entera comunidad.
La Virgen Maria, Madre de la Iglesia, a cuya intercesión confiamos este
documento, nos ayude a todos a comprender sus intenciones y a hacer toda
clase de esfuerzo para su fiel aplicación al fin de una más amplia fecundidad
apostólica.
Quedan revocadas las leyes particulares y las costumbres vigentes que sean
contrarias a estas normas, como asimismo eventuales facultades concedidas ad
experimentum por la Santa Sede o por cualquier otra autoridad a ella
subordinada.
El Sumo Pontífice, en fecha del 13 Agosto 1997, ha aprobado de forma
específica el presente decreto general ordenando su promulgación.
Del Vaticano, 15 Agosto 1997. Solennidad de la Asunción de la B.V. Maria.
Congregación para el Clero
Darío Castrillón Hoyos Pro-Prefecto
Crescenzio Sepe Secretario
Pontificio Consejo para los Laicos
James Francis Stafford Presidente
Stanislaw Rylko Secretario
Congregación para la Doctrina de la Fe
Joseph Card. Ratzinger Prefecto
Tarcisio Bertone SDBSecretario
Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos
Jorge Arturo Medina Estévez Pro-Prefecto
Geraldo Majella Agnelo Secretario
Congregación para los Obispos
Bernardin Card. Gantin Prefecto

83
Jorge María Mejía Secretario
Congregación para la Evangelización de los Pueblos
Jozef Card. Tomko Prefecto
Giuseppe Uhac Secretario
Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de
Vida Apostólica
Eduardo Card. Martínez Somalo Prefecto
Piergiorgio Silvano Nesti CP Secretario
Pontificio Consejo para la Interpretación de los Textos Legislativos
Julián Herranz Presidente
Bruno Bertagna Secretario

84
Notas
(1) Cfr. Concilio Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium, 33; Dec.
Apostolicam actuositatem, 24.
(2) Juan Pablo II, Exhort. ap. post-sinodal Christifidelis laici (30 diciembre
1988), 2: AAS 81 (1989), p. 396.
(3) Sinodo de los Obispos, IXa Asamblea General Ordinaria Instrumentum
laboris, n. 73.
(4) Cfr. Juan Pablo II, Exhort. ap. post-sinodal Vita consecrata (25 marzo
1996), n. 47: AAS 88 (1996), p. 420.
(5) Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Dec. Apostolicam actuositatem, n. 5.
(6) Ibid., n. 6.
(7) Cfr. ibid.
(8) Cfr. Juan Pablo II, Exhort. ap. post-sinodal Chritifidelis laici, 23: l.c., p.
429.
(9) Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, n. 31; Juan Pablo
II, Exhort. ap. post-sinodal Christifidelis laici, n. 15: l.c., pp. 413-416.
(10) Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, n. 43.
(11) Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Apostolicam actuositatem, n. 24.
(12) Cfr. Juan Pablo II, Discurso en el Simposio sobre « Colaboración de los
laicos en el ministerio pastoral de los presbíteros » (22 abril de 1994), n. 2:
L'Osservatore Romano, 23 abril 1994.
(13) Cfr. C.I.C., cann. 230, § 3; 517, § 2; 861, § 2; 910, § 2; 943; 1112; Juan
pablo II, Exhort. ap. post-sinodal Christifideles laici, n. 23 y nota 72: l.c., p.
430.
(14) Cfr. Juan Pablo II, Carta enc. Redemptoris missio (7 diciembre 1990), n.
37, AAS 83 (1991), pp. 282-286.
(15) Cfr. C.I.C., can. 392.
(16) Cfr. sobre todo: Conc. Ecum. Vat. II, Const. Dogm. Lumen gentium;
Const. Sacrosanctum concilium; Dec. Presbyterorum ordinis e Dec. Apostolica
actuositatem.
85
(17) Cfr. sobre todo las Exhortaciones apostólicas Christifidelis laici y Pastores
dabo vobis.
(18) C.I.C., can. 1752.
(19) Conc. Ecum. Vat. II, Const. Lumen gentium, n. 10.
(20) Ibid., n. 32.
(21) Ibid.
(22) Ibid., n. 10.
(23) Cfr. ibid., n. 4.
(24) Juan Pablo II, Exhort. ap. post-sinodal Pastores dabo vobis (25 marzo
1992), n. 17: AAS 84 (1992), p. 684.
(25) Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, n. 7.
(26) Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1547.
(27) Ibid., n. 1592.
(28) Juan Pablo II, Exhort. ap. post-sinodal Pastores dabo vobis, n. 74: l.c., p.
788.
(29) Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium nn. 10, 18, 27, 28;
Dec. Presbyterorum ordinis n. 2, 6; Catecismo de la Iglesia Católica nn. 1538,
1576.
(30) Cfr. Juan Pablo II, Exhort. ap. post-sinodal Pastores dabo vobis, n. 15: l.c.,
p. 680; Catecismo de la Iglesia Católica, n. 875.
(31) Cfr. Juan Pablo II, Exhort. ap. post-sinodal Pastores dabo vobis, n. 16: l.c.,
pp. 681-684; Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1592.
(32) Cfr. Juan Pablo II, Exhort. ap. post-sinodal Pastores dabo vobis, nn. 14-16:
l.c., pp. 678-684; Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta Sacerdotium
ministeriale (6 agosto 1983), III, 2-3: AAS 75 (1983), pp. 1004-1005.
(33) Cfr. Ef 2, 20; Ap 21, 14.
(34) Juan Pablo II, Exhort. ap. post-sinodal Pastores dabo vobis, n. 16: l.c., p.
681.
(35) Catecismo de la Iglesia Católica, n. 876.
(36) Cfr. ibid., n. 1581.
(37) Cfr. Juan Pablo II, Carta Nuovo incipiente (8 abril 1979), n. 3: AAS 71
(1979), p. 397.
(38) Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, n. 7.

86
(39) Juan Pablo II, Exhort. ap. Chritifidelis laici, n. 23: l.c., p. 430.
(40) Cfr. Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta Sacerdotium
ministeriale, III, 2: l.c., p. 1004.
(41) Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium. Nota explicativa
praevia, n. 2.
(42) Juan Pablo II, Exhort. ap. post-sinodal Pastores dabo vobis, n. 16: l.c., p.
682.
(43) Conc. Ecum. Vat. II, Dec. Optatam totius, n. 2.
(44) Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Dec. Apostolicam actuositatem, n. 24.
(45) Juan Pablo II, Exhort. ap. post-sinodal Christifideles laici, n. 23: l.c., p.
429.
(46) Cfr. C.I.C., cann. 208-223.
(47) Cfr. ibid., cann. 225, § 2; 226; 227; 231, § 2.
(48) Cfr. ibid., cann. 225, § 1; 228, § 2; 229; 231, § 1.
(49) Cfr. ibid., can. 230, §§ 2-3, en lo relacionado con el ámbito litúrgico; can.
228, § 1, en relación a otros campos del sagrado ministerio; este último
parágrafo se extiende también a otros ámbitos fuera del ministerio de los
clérigos.
(50) Ibid., can. 228, § 1.
(51) Ibid., can. 230, § 3; cfr. 517, § 2; 776; 861, § 2; 910, § 2; 1112.
(52) Cfr. Sagrada Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los
Sacramentos, Inst. Inaestimabile donum (3 abril 1980), proemio: AAS 72
(1980), pp. 331-333.
(53) Cfr. Juan Pablo II, Discurso al Simposio sobre « Colaboración de los fieles
laicos al Ministerio presbiteral », n. 3; l.c.
(54) Ibid.
(55) Cfr. Juan Pablo II, Discurso al Simposio sobre « Colaboración de los fieles
laicos al Ministerio presbiteral », n. 3; l.c.
(56) Cfr. Pontificia Comisión para la interpretación auténtica del Codigo de
Derecho Canónico, Respuesta (1 junio 1988): AAS 80 (1988) p. 1373.
(57) Cfr. Pontificio Consejo para la Interpretación de los Textos Legislativos,
Respuesta (11 julio 1992): AAS 86 (1994) pp. 541-542. Cuando se prevee una
función para el inicio de un ministerio laical de cooperación de los asistentes
pastorales al ministerio de los clérigos, se evite de hacer coincidir o de unir
dicha función con una ceremonia de sagrada ordenación, como también de

87
celebrar un rito análogo a aquel previsto para conceder el acólitado y el
lectorado.
(58) En tales ejemplos se deben incluir todas aquellas expresiones linguísticas
que, en los idiomas de los distintos Países, pueden ser análogas o equivalentes e
indicar una función directiva de guía o de vicariedad respecto a la misma.
(59) Para las diversas formas de predicación, cfr. C.I.C., can. 761; Missale
Romanum, Ordo lectionum Missae, Praenotanda: ed. Typica altera, Libreria
editrice Vaticana, 1981.
(60) Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, n. 24.
(61) Cfr. C.I.C., can. 756, § 2.
(62) Cfr. ibid., can. 757.
(63) Cfr. ibid.
(64) Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, n. 35.
(65) Cfr. C.I.C., nn. 758-759; 785, § 1.
(66) Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, n. 25; C.I.C., can.
763.
(67) Cfr. C.I.C., can. 764.
(68) Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Sacrosanctum Concilium, n. 52; cfr.
C.I.C., can. 767, §, 1.
(69) Cfr. Juan Pablo II, Exhort. ap. Catechesi tradendae (16 octubre 1979), n.
48: AAS 71 (1979), pp. 1277-1340; Pontificia Comisión para la interpretacion
de los Decretos del Concilio Vaticano II, Respuesta (11 enero 1971): AAS 63
(1971), p. 329; Sagrada Congregación para el Culto Divino, Instrucción Actio
pastoralis (15 mayo 1969), n. 6d: ASS 61 (1969), p. 809; Institutio Generalis
Missalis Romani (26 marzo 1970), nn. 41; 42; 165; Instrución Liturgicae
instaurationes (15 septiembre 1970), n. 2a: AAS 62 (1970), p. 696; Sagrada
Congregación para los Sacramentos y el Culto Divino, Instrución Inaestimabile
donum, n. 3: AAS 72 (1980), p. 331.
(70) Pontificia Comisión para la interpretación auténtica del Código de Derecho
Canónico, Respuesta (20 junio 1987): AAS 79 (1987), p. 1249.
(71) Cfr. C.I.C., can. 266, § 1.
(72) Cfr. ibid. can. 6, § 1, 2.
(73) Cfr. Sagrada Congregación para el Culto Divino, Directorio Pueros
Baptizatos para las Misas de los niños (1 noviembre 1973), n. 48: AAS 66
(1974), p. 44.

88
(74) A propósito de los sacerdotes que han obtenido la dispensa del celibato cfr.
Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, Normae de dispensatione a
sacerdotali coelibatu ad
instantiam partis (14 octubre 1980), « Normae substantiales » art. 5.
(75) Cfr. C.I.C., 517, § 1.
(76) Se evite por lo tanto nominar con el título de « Guía de la comunidad » —o
con otras expresiones que indiquen el mismo concepto— el fiel no ordenado o
grupo de fieles a los cuales se confía una participación en el ejercicio de la cura
pastoral.
(77) Cfr. C.I.C., can. 519.
(78) Cfr. ibid., can. 538, §§ 1-2.
(79) Cfr. C.I.C., can. 186.
(80) Cfr. Congregación para el Clero, Directorio para el ministerio y la vida de
los presbíteros Tota Ecclesia (31 enero 1994), n. 44.
(81) Cfr. C.I.C., cann. 497-498.
(82) Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, dec. Presbyterorum ordinis, n. 7.
(83) Cfr. C.I.C., can. 514, 536.
(84) Cfr. ibid., can. 537.
(85) Cfr. ibid., can. 512, §§ 1 y 3; Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1650.
(86) Cfr. C.I.C., can. 536.
(87) Cfr. ibid., can. 135, § 2.
(88) Cfr. C.I.C., can. 553, § 1.
(89) Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Conciium, nn. 26-28;
C.I.C., can. 837.
(90) Cfr. C.I.C., can. 1248, § 2.
(91) Cfr. ibid., can. 1248, § 2; Sagrada Congregación de los Ritos, Instr. Inter
oecumenici (26 septiembre 1964), n. 37; AAS 66 (1964), p. 885; Sagrada
Congregación para el Culto Divino, Directorio para las celebraciones
dominicales en ausencia de presbítero Christi Ecclesia (10 junio 1988): Notitiae
263 (1988).
(92) Cfr. Juan Pablo II, Alocución (5 junio 1993): AAS 86 (1994), p. 340.
(93) Sagrada Congregación para el Culto Divino, Directorio para las
celebraciones dominicales en ausencia de presbítero Christi Ecclesia n. 35: l.c.;
cfr. también C.I.C., can. 1378, § 2, n. 1 y § 3; can. 1384.

89
(94) Cfr. C.I.C., can. 1248.
(95) Sagrada Congregación para la Disciplina de los Sacramentos, Instrucción
Immensae caritatis (29 enero 1973), proemio: AAS 65 (1973), p. 264.
(96) Cfr. C.I.C., can. 910, § 1; cfr. también Juan Pablo II, Carta Dominicae
Coenae (24 febrero 1980), n. 11: AAS 72 (1980), p. 142.
(97) Cfr. C.I.C., can. 910, § 2.
(98) Cfr. Sagrada Congregación para la Disciplina de los Sacramentos,
Instrución Immensae caritatis, n. 1: l.c., p. 264; Missale Romanum, Appendix:
Ritus ad deputandum ministrum S. Communionis ad actum distribuendae;
Pontificale Romanum: De institutione lectorum et acolythorum.
(99) Pontificia Comisión para la Interpretación auténtica del Codigo de Derecho
Canónico, Respuesta (1 junio 1988): AAS 80 (1988), p. 1373.
(100) Sagrada Congregación para las Disciplina de los Sacramentos, Instrución
Immensae caritatis, n. 1: l.c., p. 264; Sagrada Congregación para los
Sacramentos y el Culto Divino, Instrución Inaestimabile donum, n. 10: l.c., p.
336.
(101) El can. 230, § 2 y § 3 del C.I.C. afirma que los servicios litúrgicos allí
mencionados pueden ser asumidos por los fieles no ordenados solo « ex
temporanea deputatione » o en suplencia.
(102) Cfr. Rituale Romanum - Ordo Unctionis Infirmorum, praenotanda, n. 17:
Editio Typica, 1972.
(103) Cfr. St 5, 14-15; S. Tomas de Aquino, In IV Sent., d. 4, q. un.; Conc.
Ecum. de Florencia, bolla Exsultate Deo (DS 1325); Conc. Ecum. Trid.,
Doctrina de sacramento extremae unctionis, cap. 3 (DS 1697, 1700) y can. 4 de
estrema unctione (DS 1719); Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1516.
(104) Cfr. C.I.C., can. 1003, § 1.
(105) Cfr. C.I.C., cann. 1379 y 392, § 2.
(106) Cfr. ibid., can. 1112
(107) Cfr. ibid., can. 1111, § 2.
(108) Cfr. ibid., can. 1112, § 2.
(109) Cfr. C.I.C., can. 861, § 2; Ordo baptismi parvulorum, praenotanda
generalia, nn. 16-17.
(110) Cfr. ibid., can. 230.
(111) Cfr. Ordo Exsequiarum, praenotanda, n. 19.
(112) Cfr. C.I.C., can. 231, § 1.

90
(113) Se deben excluir los llamados seminarios « integrados ».
(114) Juan Pablo II, Discurso al Simposio sobre « Colaboración de los laicos en
el ministerio pastoral de los presbíteros », n. 3: l.c.
(115) Cfr. ibid., n. 6.
(116) Ibid., n. 2.
(117) Juan Pablo II, Discurso al Simposio sobre « Colaboración de los laicos en
el ministerio pastoral de los presbíteros », n. 5.
(118) Juan Pablo II, Exhort. ap. post-sinodal Christrifidelis laici, n. 58: l.c., p.
507.
(119) C.I.C., can. 392.

91
CONGREGACION PARA EL CLERO
EL PRESBITERO,
MAESTRO DE LA PALABRA,
MINISTRO DE LOS SACRAMENTOS
Y GUIA DE LA COMUNIDAD,
ANTE EL TERCER MILENIO CRISTIANO

PRESENTACIÓN
A los Emmos. y Excmos. Ordinarios:
La Iglesia entera se prepara en espíritu de penitencia al inminente ingreso en el
Tercer Milenio de la Encarnación del Verbo, estimulada por la continua
solicitud apostólica del Sucesor de Pedro hacia una siempre más viva memoria
de la voluntad de su divino Fundador.
En íntima comunión de intenciones, la Congregación para el Clero, en su
Asamblea Plenaria, reunida en los días 13-15 octubre 1998, ha decidido confiar
a todos los Obispos esta Carta Circular dirigida, a través de ellos, a todos los
sacerdotes. El Santo Padre, en el discurso pronunciado en tal ocasión, decía: "
La prospectiva de la nueva evangelización encuentra un momento fuerte en el
compromiso del Grande Jubileo. Aquí se cruzan en modo providencial las vías
trazadas por la Carta Apostólica Tertio Millennio adveniente y aquellas
indicadas por los Directorios para los Presbíteros y para los Diáconos
permanentes, por la Instrucción sobre algunas cuestiones acerca de la
colaboración de los fieles laicos en el ministerio pastoral de los sacerdotes y
por cuanto será fruto de la presente Plenaria. Gracias a la universal aplicación
de estos documentos, la ya familiar expresión nueva evangelización se podrá
traducir más eficazmente en operante realidad ".
Se trata de un instrumento que — atento a las actuales circunstancias, es
destinado a provocar un examen de conciencia de cada uno de los Sacerdotes y

92
de los presbiterios, sabiendo que el nombre del amor, en el tiempo, es fidelidad.
En el texto se subrayan en modo especial las enseñanzas del concilio, de los
papas y se remite a otros documentos recordados por el mismo Sumo Pontífice.
Se trata, en efecto, de documentos fundamentales para responder a las
auténticas exigencias de los tiempos y no correr en vano en la misión
evangelizadora.
Los puntos que se presentan al final de cada uno de los capítulos no tienen
como finalidad una respuesta a la Congregación; los mismos constituyen, sobre
todo, una ayuda, en cuanto buscan interpelar la realidad cotidiana a la luz de las
mencionadas enseñanzas. Los destinatarios se pueden servir de los mismos en
las modalidades que estimen más convenientes.
Conscientes de que ninguna empresa misionera podría ser realísticamente lleva
a término sin el compromiso motivado y el entusiasmo de los Sacerdotes,
primeros y preciosos colaboradores del Orden Episcopal, con esta Carta
Circular se pretende, entre otras cosas, ofrecer una ayuda también para las
jornadas sacerdotales, los retiros, los ejercicios espirituales y las reuniones
presbiterales, promovidas en las diferentes circunscripciones, en este período
propedéutico al Grande Jubileo y, sobre todo, durante la celebración del mismo.
Con el augurio que la Reina de los Apóstoles, estrella luminosa, guíe los pasos
de sus dilectos Sacerdotes, hijos en su Hijo, por los caminos de la comunión
efectiva, de la fidelidad, del ejercicio generoso e integral de su indispensable
ministerio, deseo todo bien en el Señor y manifiesto mis sentimientos con mi
cordial vínculo de afecto colegial.
Darío Card. Castrillón Hoyos
Prefecto
Csaba Ternyák
Secretario

93
INTRODUCCIÓN
Nacida y desarrollada en el fértil terreno de la gran tradición católica, la
doctrina que describe al presbítero como maestro de la Palabra, ministro de los
sacramentos y guía de la comunidad cristiana que le ha sido encomendada,
constituye un camino de reflexión sobre su identidad y su misión en la Iglesia.
Siempre la misma y, al mismo tiempo, siempre nueva, tal doctrina necesita ser
meditada, también hoy, con fe y esperanza de cara a la nueva evangelización a
la que el Espíritu Santo está llamando a todos los fieles por medio de la persona
y la autoridad del Santo Padre.
Es necesario un creciente empeño apostólico de todos en la Iglesia, renovado y
generoso, personal y al mismo tiempo comunitario. Pastores y fieles, animados
especialmente por el testimonio y las enseñanzas luminosas de Juan Pablo II,
deben comprender siempre con mayor profundidad que es el momento de
acelerar el paso, de mirar hacia adelante con ardiente espíritu apostólico, de
prepararse a atravesar los umbrales del siglo XXI con una actitud decidida a
abrir de par en par las puertas de la historia a Jesucristo, nuestro Dios y único
Salvador. Pastores y fieles han de sentirse llamados a hacer que en el 2000
resuene con renovado vigor la proclamación de la verdad: " Ecce natus est
nobis Salvator mundi ".(1)
" En los países de antigua cristiandad, pero a veces también en las Iglesias más
jóvenes, donde grupos enteros de bautizados han perdido el sentido vivo de la
fe o incluso no se reconocen ya como miembros de la Iglesia, llevando una
existencia alejada de Cristo y de su Evangelio. En este caso es necesaria una
"nueva evangelización" o "reevangelización" ".(2) La nueva evangelización
representa, pues, ante todo una reacción maternal de la Iglesia ante el
debilitamiento de la fe y el oscurecimiento de las exigencias morales de la vida
cristiana en la conciencia de tantos hijos suyos. Son muchos, en efecto, los
bautizados que, ciudadanos de un mundo religiosamente indiferente, aun
manteniendo quizás una cierta fe, viven sin embargo en el indiferentismo
religioso y moral, alejados de la Palabra y de los sacramentos, fuentes
esenciales de la vida cristiana. Existen también otras muchas personas, nacidas
de padres cristianos y quizás también ellas bautizadas, que no han recibido sin
embargo los fundamentos de la fe y llevan una vida prácticamente atea. A todos
ellos mira la Iglesia con amor sintiendo de modo particular el urgente deber de
atraerlos a la comunión eclesial donde, con la gracia del Espíritu Santo, podrán
reencontrar a Jesucristo y al Padre.
Junto a este empeño de una nueva evangelización, que vuelva a encender en
muchas conciencias cristianas la luz de la fe y haga resonar en la sociedad el
alegre anuncio de la salvación, la Iglesia siente fuertemente la responsabilidad

94
de su perenne misión ad gentes, es decir, el derecho-deber de llevar el
Evangelio a cuantos no conocen todavía a Cristo y no participan de sus dones
salvíficos. Para la Iglesia, Madre y Maestra, la misión ad gentes y la nueva
evangelización constituyen, hoy más que nunca, aspectos inseparables del
mandato de enseñar, santificar y guiar a todos los hombres hacia el Padre.
También los cristianos fervientes, que son tantos, tienen necesidad de que se les
anime amable y continuamente a buscar la propia santidad, a la que son
llamados por Dios y por la Iglesia. Aquí está el verdadero motor de la nueva
evangelización.
Todo fiel cristiano, todo hijo de la Iglesia debería sentirse interpelado por esta
común y urgente responsabilidad, pero de un modo muy particular los
sacerdotes, especialmente elegidos, consagrados y enviados para hacer presente
a Cristo como auténticos representantes y mensajeros suyos.(3) Se impone,
pues, la necesidad de ayudar a todos los presbíteros seculares y religiosos a
asumir en primera persona " la tarea pastoral prioritaria de la nueva
evangelización "(4) y a redescubrir, a la luz de tal empeño, la llamada divina a
servir a la porción del pueblo de Dios que les ha sido encomendada, como
maestros de la Palabra, ministros de los sacramentos y pastores del rebaño.

95
Capítulo I
AL SERVICIO DE LA NUEVA
EVANGELIZACION
" Yo os he elegido a vosotros, y os he destinado para que vayáis " (Jn
15,16)

1. La nueva evangelización tarea de toda la Iglesia


La llamada y la invitación por parte del Señor son siempre presentes, pero en
las actuales circunstancias históricas, adquieren un relieve particular. El final
del siglo XX manifiesta, en efecto, fenómenos contrastantes desde el punto de
vista religioso. Si de una parte, se constata un alto grado de secularización en la
sociedad, que vuelve la espalda a Dios y se cierra a toda referencia
trascendente, emerge por otra parte, cada vez con más fuerza una religiosidad
que trata de saciar la innata aspiración de Dios presente en el corazón de todos
los hombres, pero que no siempre logra encontrar un desahogo satisfactorio. "
La misión de Cristo Redentor, confiada a la Iglesia, está aún lejos de cumplirse.
A finales del segundo milenio después de su venida, una mirada global a la
humanidad demuestra que esta misión se halla todavía en los comienzos y que
debemos comprometernos con todas nuestras energías en su servicio ".(5) Este
urgente empeño misionero se desarrolla hoy, en gran medida, en el cuadro de la
nueva evangelización de tantos países de antigua tradición cristiana en los que
ha decaído sin embargo en gran medida, el sentido cristiano de la vida. Pero
también se dirige hacia el ámbito más amplio de toda la humanidad, hacia
donde los hombres aún no han oído o no han comprendido todavía bien el
anuncio de la salvación traída por Cristo.
Es un hecho dolorosamente real la presencia, en muchos lugares y ambientes,
de personas que han oído hablar de Jesucristo pero que parecen conocer y
aceptar su doctrina más como un conjunto de valores éticos generales que como
compromisos de vida real. Es elevado el número de bautizados que se alejan del
seguimiento de Cristo y que viven un estilo de vida marcado por el relativismo.
El papel de fe cristiana se ha reducido, en muchos casos, a un factor puramente

96
cultural, a una dimensión meramente privada, sin ninguna relevancia en la vida
social de los hombres y de los pueblos.(6)
Después de veinte siglos de cristianismo no son pocos ni pequeños los campos
abiertos a la misión apostólica. Todos los cristianos, por razón de su sacerdocio
bautismal (cfr. 1 Pe 2, 4-5.9; Ap 1, 5-6, 9-10; 20, 6), deben saberse llamados a
colaborar según sus circunstancias personales en la nueva misión
evangelizadora, que se configura como una responsabilidad eclesial común.(7)
La responsabilidad de la actividad misionera " incumbe ante todo al Colegio
episcopal encabezado por el Sucesor de Pedro ".(8) Como " colaboradores del
Obispo, los presbíteros, en virtud del sacramento del Orden, están llamados a
compartir la solicitud por la misión ".(9) Se puede por tanto decir que, en un
cierto sentido, los presbíteros son " los primeros responsables de esta nueva
evangelización del tercer milenio ".(10)
La sociedad contemporánea, animada por las muchas conquistas técnicas y
científicas, ha desarrollado un profundo sentido de independencia crítica ante
cualquier autoridad o doctrina, ya sea secular o religiosa. Esto exige que el
mensaje cristiano de salvación, aunque siempre permanecerá su condición de
misterio, sea explicado a fondo y presentado con la amabilidad, la fuerza y la
capacidad de atraer que poseía en la primera evangelización, sirviéndose con
prudencia de todos los medios idóneos que ofrecen las técnicas modernas, pero
sin olvidar que los instrumentos nunca podrán llegar a sustituir el testimonio
directo de una vida de santidad. La Iglesia tiene necesidad de verdaderos
testigos, comunicadores del Evangelio en todos los sectores de la vida social.
De ahí que los fieles cristianos en general, y los sacerdotes en particular, deban
adquirir una profunda y recta formación filosófico-teológica(11) que les
permita dar razón de su fe y de su esperanza y, al mismo tiempo, advertir la
imperiosa necesidad de presentarla siempre de un modo constructivo, con una
disposición personal de diálogo y comprensión. El anuncio del Evangelio no
puede, sin embargo, agotarse en el diálogo; la audacia de la verdad es, en
efecto, un reto ineludible ante la tentación de buscar una fácil popularidad o
ante la propia comodidad.
En la realización de la obra evangelizadora tampoco conviene olvidar que
algunos conceptos y palabras, con los que tradicionalmente ha sido realizada,
han llegado a ser casi incomprensibles en la mayor parte de las culturas
contemporáneas. Conceptos como el de pecado original y sus consecuencias,
redención, cruz, necesidad de la oración, sacrificio voluntario, castidad,
sobriedad, obediencia, humildad, penitencia, pobreza, etc., han perdido en
algunos contextos su original sentido positivo cristiano. Por eso la nueva
evangelización, con extrema fidelidad a la doctrina de fe enseñada
constantemente por la Iglesia y con un fuerte sentido de responsabilidad

97
respecto del vocabulario doctrinal cristiano, debe ser capaz también de
encontrar modos idóneos de expresarse hoy en día, ayudando a recuperar el
sentido profundo de estas realidades humanas y cristianas fundamentales, sin
que por ello deba renunciar a la formulación de la fe, ya fijada y adquirida, que
se contiene de modo sintético en el Credo.(12)

2. La necesaria e insustituible función de los sacerdotes


Aunque los pastores " no fueron constituidos por Cristo para asumir por sí solos
toda la misión salvífica de la Iglesia acerca del mundo ",(13) desempeñan, sin
embargo, una función evangelizadora insustituible. La exigencia de una nueva
evangelización hace apremiante la necesidad de encontrar un modo de ejercitar
el ministerio sacerdotal que esté realmente en consonancia con la situación
actual, que lo impregne de incisividad y lo haga apto para responder
adecuadamente a las circunstancias en las que debe desarrollarse. Todo esto, sin
embargo, debe ser realizado dirigiéndose siempre a Cristo, nuestro único
modelo, sin que las circunstancias del tiempo presente aparten nuestra mirada
de la meta final. No son únicamente, en efecto, las circunstancias socio-
culturales las que nos deben empujar a una renovación espiritual válida sino,
sobre todo, el amor a Cristo y a su Iglesia.
La meta de nuestros esfuerzos es el Reino definitivo de Cristo, la recapitulación
en Él de todas las cosas creadas. Y aunque esa meta sólo será plenamente
alcanzada al final de los tiempos, ya ahora está sin embargo presente a través
del Espíritu Santo vivificador, por medio del cual Jesucristo ha constituido su
Cuerpo, que es la Iglesia, como sacramento universal de salvación.(14)
Cristo, Cabeza de la Iglesia y Señor de la entera creación, continúa actuando
salvíficamente entre los hombres, y precisamente en este marco operativo
encuentra su lugar propio el sacerdocio ministerial. Cristo quiere implicar de
modo especial a sus sacerdotes en ese atraer hacia sí a todos (cfr. Jn 12, 32).
Nos hallamos ante un designio divino (la voluntad de Dios de implicar a toda la
Iglesia con sus ministros en la obra de la redención), que si bien está claramente
atestiguado en la doctrina de la fe y por la teología, encuentra todavía no pocas
dificultades para ser aceptado por los hombres de nuestro tiempo. Hoy en día,
de hecho, muchos discuten la mediación sacramental y la estructura jerárquica
de la Iglesia; se cuestiona su necesidad y su fundamento.
Como la vida de Cristo también la del presbítero ha de ser una vida consagrada,
en Su nombre, a anunciar con autoridad la amorosa voluntad del Padre (cfr. Jn
17, 4; Heb 10, 7-10). Este fue el comportamiento del Mesías: sus años de vida
pública estuvieron dedicados " a hacer y a enseñar " (Hech 1, 1), por medio de
una predicación llena de autoridad (cfr. Mt 7, 29). Ciertamente tal autoridad le
correspondía ante todo por su condición divina, pero también, a los ojos de la

98
gente, por su modo de actuar sincero, santo, perfecto. De igual manera el
presbítero debe unir a la autoridad espiritual objetiva, que posee por fuerza de la
sagrada ordenación,(15) una autoridad subjetiva que proceda de su vida sincera
y santificada,(16) de su caridad pastoral, que es manifestación de la caridad de
Cristo.(17) No ha perdido actualidad la exhortación que San Gregorio Magno
dirigía a los sacerdotes: " Es necesario que él (el pastor) sea puro en el
pensamiento, ejemplar en el obrar, discreto en su silencio, útil con su palabra;
esté cerca de cada uno con su compasión y dedicado más que nadie a la
contemplación; sea un aliado humilde de quien hace el bien, pero por su celo
por la justicia, sea inflexible contra los vicios de los pecadores; no atenúe el
cuidado de la vida interior en las ocupaciones externas, ni deje de proveer a las
necesidades externas por la solicitud del bien interior ".(18)
En nuestros días, como en toda época, en la Iglesia —afirmaba el Santo Padre,
refiriéndose concretamente a la recristianización de Europa pero con palabras
que tienen validez universal— " se necesitan heraldos del Evangelio expertos
en humanidad, que conozcan a fondo el corazón del hombre de hoy, participen
de sus gozos y esperanzas, de sus angustias y tristezas, y al mismo tiempo sean
contemplativos, enamorados de Dios. Para esto se necesitan nuevos santos. Los
grandes evangelizadores de Europa han sido los santos. Debemos suplicar al
Señor que aumente el espíritu de santidad en la Iglesia y nos mande nuevos
santos para evangelizar al mundo de hoy ".(19) Se debe tener presente que no
pocos de nuestros contemporáneos se forman una cierta idea de Cristo y de la
Iglesia, ante todo, a través de los sagrados ministros, por lo que resulta todavía
más urgente su testimonio genuinamente evangélico, de ser una " imagen viva y
transparente de Cristo Sacerdote ".(20)
En el ámbito de la acción salvífica de Cristo, se pueden distinguir dos objetivos
inseparables. De un lado, una finalidad que podría ser definida como de carácter
intelectual: enseñar, instruir a las muchedumbres que estaban como ovejas sin
pastor (cfr. Mt 9, 36), encaminar las inteligencias hacia la conversión (cfr. Mt 4,
17). Y por otra parte mover los corazones de quienes le escuchaban hacia el
arrepentimiento y la penitencia por los propios pecados, abriendo de esta
manera camino a la recepción del perdón divino. Así es también hoy: " la
llamada a la nueva evangelización es antes de nada una llamada a la conversión
",(21) y una vez que la Palabra de Dios ha instruido el entendimiento del
hombre y ha movido su voluntad, alejándola del pecado, es entonces cuando la
actividad evangelizadora alcanza su culmen a través de la participación
fructuosa en los sacramentos y, sobre todo, en la celebración eucarística. Como
enseñaba Pablo VI, " la tarea de evangelización es propiamente la de educar en
la fe de manera tal que ella conduzca a cada cristiano a vivir los sacramentos

99
como verdaderos sacramentos de la fe, y no a recibirlos pasivamente, o a
tolerarlos ".(22)
La evangelización incluye: anuncio, testimonio, diálogo y servicio, y se
fundamenta en la unión de tres elementos inseparables: la predicación de la
Palabra, el ministerio sacramental y la guía de los fieles.(23) No tendría sentido
una predicación que no formase continuamente a los fieles y no desembocase
en la práctica sacramental, ni tampoco lo tendría una participación en los
sacramentos separada de la plena aceptación de la fe y los principios morales, o
en la que faltase la conversión sincera del corazón. Si desde un punto de vista
pastoral el primer lugar en orden a la acción le corresponde, lógicamente, a la
función de predicación,(24) en el orden de la intención o finalidad el primer
puesto debe ser asignado a la celebración de los sacramentos y, en particular, de
la Penitencia y de la Eucaristía.(25) Conjugar de manera armónica estas dos
funciones es precisamente el modo de manifestar la integridad del ministerio
pastoral del sacerdote al servicio de la nueva evangelización.
Un aspecto de esta nueva evangelización, que está adquiriendo una importancia
siempre mayor, es la formación del sentido ecuménico de los fieles. El Concilio
Vaticano II ha exhortado a todos los católicos a que " participen con decisión en
la obra del ecumenismo " y " estimen los bienes verdaderamente cristianos,
provenientes del patrimonio común, que se encuentran entre nuestros hermanos
separados ".(26) Al mismo tiempo también se debe tener en cuenta que " nada
hay tan ajeno al ecumenismo como el falso irenismo que atenta contra la pureza
de la doctrina católica y oscurece su sentido genuino y cierto ".(27) En
consecuencia, los presbíteros deberán vigilar para que el ecumenismo se
desarrolle en el respeto fiel a los principios señalados por el Magisterio de la
Iglesia, en los que no hay fractura sino armónica continuidad.
PUNTOS DE REFLEXION
1. ¿Se siente realmente en nuestras comunidades eclesiales y, especialmente
entre nuestros sacerdotes, la necesidad y urgencia de la nueva evangelización?
2. ¿Se predica abundantemente sobre ella? ¿Se tiene presente en las reuniones
de los presbíteros, en los programas pastorales, en los medios de formación
permanente?
3. ¿Están los sacerdotes especialmente empeñados en la promoción audaz de
una misión evangelizadora nueva; —nueva sobre todo " en su ardor, en sus
métodos, en su expresión "(28) —ad intra y ad extra de la Iglesia?
4. ¿Consideran los fieles al sacerdocio como un don divino, tanto para quién lo
recibe, como para la misma comunidad, o lo ven en clave de pura funcionalidad
organizativa? ¿Se enseña a rezar para que el Señor conceda vocaciones

100
sacerdotales y para que no falte la generosidad necesaria para responder
afirmativamente?
5. ¿Se mantiene en la predicación de la Palabra de Dios y en la catequesis la
debida proporción entre el aspecto de instrucción en la fe y práctica de los
sacramentos? ¿Se caracteriza la actividad evangelizadora de los presbíteros por
la complementariedad entre predicación y sacramentalidad, entre "munus
docendi " y "munus sanctificandi "?

101
Capítulo II
MAESTROS DE LA PALABRA
" Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva

a toda la creación " (Mc 16,15)

1. Los presbíteros, maestros de la Palabra " nomine Christi et nomine


Ecclesiae "
Un punto de partida adecuado para la correcta comprensión del ministerio
pastoral de la Palabra es la consideración de la revelación de Dios en sí misma.
" Por esta revelación, Dios invisible (cfr. Col 1, 15; 1 Tm 1, 17), movido por su
gran amor, habla a los hombres como amigos (cfr. Ex 33, 11; Jn 15, 14-15) y
mora con ellos (cfr. Ba 3, 38), para invitarlos a la comunicación consigo y
recibirlos en su compañía ".(29) En la Escritura el anuncio del Reino no habla
sólo de la gloria de Dios, sino que la hace brotar de su mismo anuncio. El
Evangelio predicado en la Iglesia no es solamente mensaje, sino una divina y
salutífera acción experimentada por aquellos que creen, que sienten, que
obedecen al mensaje y lo acogen.
Por tanto, la Revelación no se limita a instruirnos sobre la naturaleza de un Dios
que vive en una luz inaccesible, sino que al mismo tiempo nos muestra cuánto
hace Dios por nosotros con la gracia. La Palabra revelada, al ser presentada y
actualizada " en " y " por medio " de la Iglesia, es un instrumento mediante el
cual Cristo actúa en nosotros con su Espíritu. La Palabra es, al mismo tiempo,
juicio y gracia. Al escucharla, el contacto con Dios mismo interpela los
corazones de los hombres y pide una decisión que no se resuelve en un simple
conocimiento intelectual sino que exige la conversión del corazón.
" Los presbíteros, como cooperadores de los Obispos, tienen como primer
cometido predicar el Evangelio de Dios a todos; para (...) constituir e
incrementar el Pueblo de Dios ".(30) Precisamente porque la predicación de la
Palabra no es la mera transmisión intelectual de un mensaje, sino " poder de
Dios para la salvación de todo el que cree " (cfr. Rom 1, 16), realizada de una
vez para siempre en Cristo, su anuncio en la Iglesia exige, en quienes anuncian,

102
un fundamento sobrenatural que garantice su autenticidad y su eficacia. La
predicación de la Palabra por parte de los ministros sagrados participa, en cierto
sentido, del carácter salvífico de la Palabra misma, y ello no por el simple
hecho de que hablen de Cristo, sino porque anuncian a sus oyentes el Evangelio
con el poder de interpelar que procede de su participación en la consagración y
misión del mismo Verbo de Dios encarnado. En los oídos de los ministros
resuenan siempre aquellas palabras del Señor: " Quien a vosotros oye, a mí me
oye; quien a vosotros desprecia, a mí me desprecia " (Lc 10, 16), y pueden decir
con Pablo: " nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu
que viene de Dios, para que conozcamos los dones que Dios nos ha concedido;
y enseñamos estas cosas no con palabras aprendidas por sabiduría humana, sino
con palabras aprendidas del Espíritu, expresando las cosas espirituales con
palabras espirituales " (1 Cor 2, 12-13). La predicación queda así configurada
como un ministerio que surge del sacramento del Orden y que se ejercita con la
autoridad de Cristo.
Sin embargo, la gracia del Espíritu Santo no garantiza de igual manera todas las
acciones de los ministros. Mientras que en la administración de los sacramentos
existe esa garantía, de modo que ni siquiera el pecado del ministro puede llegar
a impedir el fruto de la gracia, existen también otras muchas acciones en las
cuales la componente humana del ministro adquiere una notable importancia. Y
su impronta puede tanto beneficiar como perjudicar a la fecundidad apostólica
de la Iglesia.(31) Si bien el entero munus pastorale debe estar impregnado de
sentido de servicio, tal cualidad resulta especialmente necesaria en el ministerio
de la predicación, pues cuanto más siervo de la Palabra, y no su dueño, es el
ministro, tanto más la Palabra puede comunicar su eficacia salvífica.
Este servicio exige la entrega personal del ministro a la Palabra predicada, una
entrega que, en último término, mira a Dios mismo, " al Dios, a quien sirvo con
todo mi espíritu en la predicación del Evangelio de su Hijo " (Rom 1, 9). El
ministro no debe ponerle obstáculos, ni persiguiendo fines ajenos a su misión,
ni apoyándose en sabiduría humana o en experiencias subjetivas que podrían
oscurecer el mismo Evangelio. ¡La Palabra de Dios no puede ser
instrumentalizada! Antes al contrario, el predicador " debe ser el primero en
tener una gran familiaridad personal con la Palabra de Dios (...), debe ser el
primer "creyente" de la Palabra, con la plena conciencia de que las palabras de
su ministerio no son "suyas", sino de Aquél que lo ha enviado ".(32)
Existe, por tanto, una especial relación entre oración personal y predicación.
Al meditar la Palabra de Dios en la oración personal debe también manifestarse
de modo espontáneo " la primacía de un testimonio de vida, que hace descubrir
la potencia del amor de Dios y hace persuasiva la palabra del predicador ".(33)
Fruto de la oración personal es también una predicación que resulta incisiva no

103
sólo por su coherencia especulativa, sino porque nace de un corazón sincero y
orante, consciente de que la tarea del ministro " no es la de enseñar la propia
sabiduría, sino la Palabra de Dios e invitar con insistencia a todos a la
conversión y a la santidad ".(34) Para ser eficaz, la predicación de los ministros
requiere estar firmemente fundada sobre su espíritu de oración filial: " sit
orator, antequam dictor ".(35)
En la vida personal de oración de los sacerdotes encuentran apoyo e impulso la
conciencia de su ministerialidad, el sentido vocacional de su vida, su fe viva y
apostólica. Aquí se alcanza también, un día tras otro, el celo por la
evangelización. Y ésta, convertida en convicción personal, se traduce en una
predicación persuasiva, coherente y convincente. En este sentido, el rezo de la
Liturgia de las Horas no mira sólo a la piedad personal, ni se agota en ser
oración pública de la Iglesia, sino que posee también una gran utilidad
pastoral(36) en cuanto ocasión privilegiada para familiarizarse con la doctrina
bíblica, patrística, teológica y magisterial, que después de interiorizada es
derramada sobre el Pueblo de Dios a través de la predicación.

2. Para un anuncio eficaz de la Palabra


En la perspectiva de la nueva evangelización se debe subrayar la importancia de
hacer madurar en los fieles el significado de la vocación bautismal, es decir, la
convicción de estar llamados por Dios para seguir a Cristo de cerca y para
colaborar personalmente en la misión de la Iglesia. " Transmitir la fe es revelar,
anunciar y profundizar en la vocación cristiana, esa llamada que Dios dirige a
cada hombre al manifestarle el misterio de la salvación ".(37) Es, pues, función
de la obra de evangelización manifestar a Cristo delante de los hombres, porque
sólo Él, " el nuevo Adán, en la revelación misma del misterio del Padre y de su
amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la
sublimidad de su vocación ".(38)
Nueva evangelización y sentido vocacional de la existencia del cristiano
caminan en unidad. Y es ésta la " buena nueva " que debe ser anunciada a los
fieles sin reduccionismos ni respecto a su bondad ni a la exigencia de
alcanzarla, recordando al mismo tiempo que " ciertamente apremia al cristiano
la necesidad y el deber de luchar con muchas tribulaciones contra el mal, e
incluso de sufrir la muerte; pero, asociado al misterio pascual y configurado con
la muerte de Cristo, podrá ir al encuentro de la resurrección robustecido por la
esperanza ".(39)
La nueva evangelización pide un ardiente ministerio de la Palabra, integral y
bien fundado, con un claro contenido teológico, espiritual, litúrgico y moral,
atento a satisfacer las concretas necesidades de los hombres. No se trata,
evidentemente, de caer en la tentación del intelectualismo que, más que

104
iluminar, podría llegar a oscurecer las conciencias cristianas; sino de desarrollar
una verdadera " caridad intelectual " mediante una permanente y paciente
catequesis sobre las verdades fundamentales de la fe y la moral católicas y su
influjo en la vida espiritual. Entre las obras de misericordia espirituales destaca
la instrucción cristiana, pues la salvación tiene lugar en el conocimiento de
Cristo, ya que " no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que
nosotros debamos salvarnos " (Hch 4, 12).
Este anuncio catequético no se puede desarrollar sin el vehículo de la sana
teología, pues, evidentemente, no se trata sólo de repetir la doctrina revelada,
sino de formar la inteligencia y la conciencia de los creyentes sirviéndose de
dicha doctrina, para que puedan vivir de forma coherente las exigencias de la
vocación bautismal. La nueva evangelización se llevará a cabo en la medida en
que, no sólo la Iglesia en su conjunto y cada una de sus instituciones, sino
también cada cristiano, sean puestos en condiciones de vivir la fe y de hacer de
la propia existencia un motivo viviente de credibilidad y una creíble apología de
la fe.
Evangelizar significa, en efecto, anunciar y propagar, con todos los medios
honestos y adecuados disponibles, los contenidos de las verdades reveladas (la
fe trinitaria y cristológica, el sentido del dogma de la creación, las verdades
escatológicas, la doctrina sobre la Iglesia, sobre el hombre, la enseñanza de fe
sobre los sacramentos y los demás medios de salvación, etc.) Y significa
también, al mismo tiempo, enseñar a traducir esas verdades en vida concreta, en
testimonio y compromiso misionero.
El empeño en la formación teológica y espiritual (en la formación permanente
de los sacerdotes y diáconos y en la formación de todos los fieles) es ineludible
y, al mismo tiempo, enorme. Es necesario, pues, que el ejercicio del ministerio
de la Palabra y quienes lo realizan estén a la altura de las circunstancias. Su
eficacia, basada antes que nada en la ayuda divina, dependerá de que se lleve a
cabo también con la máxima perfección humana posible. Un anuncio doctrinal,
teológico y espiritual renovado del mensaje cristiano —anuncio que debe
encender y purificar en primer lugar las conciencias de los bautizados— no
puede ser improvisado perezosa o irresponsablemente. Ni puede tampoco
decaer entre los presbíteros la responsabilidad de asumir en primera persona esa
tarea de anunciar, especialmente en lo que se refiere al ministerio homilético,
que no puede ser confiado a quien no haya sido ordenado,(40) ni fácilmente
delegado en quien no esté bien preparado.
Pensando en la predicación sacerdotal es necesario insistir, como siempre se ha
hecho, en la importancia de la preparación remota que puede concretarse, por
ejemplo, en una orientación adecuada de las propias lecturas, e incluso de los

105
propios intereses, hacia aspectos que puedan mejorar la preparación de los
sagrados ministros. La sensibilidad pastoral de los predicadores debe estar
continuamente pendiente de individuar los problemas que preocupan a los
hombres y sus posibles soluciones. " Además, para responder convenientemente
a los problemas propuestos por los hombres de nuestro tiempo, es menester que
los presbíteros conozcan los documentos del Magisterio, y sobre todo, de los
Concilios y Romanos Pontífices, y consulten los mejores y más probados
autores de teología ",(41) sin olvidarse de consultar el Catecismo de la Iglesia
Católica. En este sentido convendría insistir sin cansancio en la importancia de
la formación permanente del clero, teniendo como referencia el Directorio para
el ministerio y la vida de los presbíteros.(42) Todo esfuerzo en este campo será
recompensado con abundantes frutos. Junto a lo dicho, es también importante
una preparación próxima de la predicación de la Palabra de Dios. Salvo en
casos excepcionales en los que no cabrá hacerlo de otro modo, la humildad y la
laboriosidad deben llevar a preparar con atención al menos un esquema de lo
que se debe decir.
La fuente principal de la predicación debe ser, lógicamente, la Sagrada
Escritura, profundamente meditada en la oración personal y conocida a través
del estudio y la lectura de libros adecuados.(43) La experiencia pastoral pone de
manifiesto que la fuerza y la elocuencia del Texto sagrado mueven
profundamente a los oyentes. Así mismo, los escritos de los Padres de la Iglesia
y de otros grandes autores de la Tradición enseñan a penetrar y a hacer
comprender a otros el sentido de la Palabra revelada,(44) lejos de cualquier
forma de " fundamentalismo bíblico " o de mutilación del mensaje divino.
Debería constituir igualmente un punto de referencia para la preparación de la
predicación la pedagogía con que la liturgia de la Iglesia lee, interpreta y aplica
la Palabra de Dios en los diversos tiempos del año litúrgico. La consideración,
además, de la vida de los santos —con sus luchas y heroísmos— ha producido
en todo tiempo grandes frutos en las almas cristianas. También hoy,
amenazados por comportamientos y doctrinas equívocas, los creyentes tienen
especial necesidad del ejemplo de estas vidas heroicamente entregadas al amor
de Dios y, por Dios, a los demás hombres. Todo esto es útil para la
evangelización, como lo es también el promover en los fieles, por amor de
Dios, el sentido de solidaridad con todos, el espíritu de servicio, la generosa
donación a los demás. La conciencia cristiana madura precisamente a través de
una referencia cada vez más estrecha con la caridad.
Tiene también notable importancia para el sacerdote el cuidado de los aspectos
formales de la predicación. Vivimos en una época de información y de
comunicación rápida, en la que estamos habituados a escuchar y a ver
profesionales valiosos de la televisión y de la radio. En cierto modo, el

106
sacerdote, que es también un comunicador social singular, al transmitir su
mensaje delante de los fieles entra en pacífica concurrencia con esos
profesionales, y en consecuencia el mensaje ha de ser presentado de modo
decididamente atractivo. Junto al saber aprovechar con competencia y espíritu
apostólico los " nuevos púlpitos " que son los medios de comunicación, el
sacerdote debe, sobre todo, cuidar que su mensaje esté a la altura de la Palabra
que predica. Los profesionales de los medios audiovisuales se preparan bien
para cumplir su trabajo; no sería ciertamente exagerado que los maestros de la
Palabra que se ocuparan de mejorar, con inteligente y paciente estudio, la
calidad " profesional " de este aspecto de su ministerio. Hoy en día, por
ejemplo, está volviendo con fuerza en diversos ambientes universitarios y
culturales el interés por la retórica; quizás sea necesario despertarlo también
entre los sacerdotes, sin separarlo de una actitud humilde y noblemente digna
de presentarse y de conducirse.
La predicación sacerdotal debe ser llevada a cabo, como la de Jesucristo, de
modo positivo y estimulante, que arrastre a los hombres hacia la Bondad, la
Belleza y la Verdad de Dios. Los cristianos deben hacer " irradiar el
conocimiento de la gloria de Dios que está en el rostro de Cristo " (2 Cor 4, 6) y
deben presentar la verdad recibida de modo interesante. ¿Cómo no encontrar en
la Iglesia el atractivo de la exigencia, fuerte y serena a la vez, de la existencia
cristiana? No hay nada que temer. " Desde que (la Iglesia) ha recibido como
don, en el Misterio Pascual, la verdad última sobre la vida del hombre, se ha
hecho peregrina por los caminos del mundo para anunciar que Jesucristo es "el
camino, la verdad y la vida" (Jn 14, 6). Entre los diversos servicios que la
Iglesia ha de ofrecer a la humanidad, hay uno del cual es responsable de un
modo muy particular: la diaconía de la verdad ".(45)
Resulta también de utilidad, lógicamente, usar en la predicación un lenguaje
correcto y elegante, comprensible para todos nuestros contemporáneos,
evitando banalidades y generalidades.(46) Es necesario hablar con auténtica
visión de fe, pero con palabras comprensibles en los diversos ambientes y
nunca con una terminología propia de especialistas ni con concesiones al
espíritu mundano. El " secreto " humano de una fructuosa predicación de la
Palabra consiste, en buena medida, en la " profesionalidad " del predicador, que
sabe lo que quiere decir y cómo decirlo, y ha realizado una seria preparación
próxima y remota, sin improvisaciones de aficionado. Sería un dañoso irenismo
ocultar la fuerza de la plena verdad. Debe, pues, cuidarse con atención el
contenido de las palabras, el estilo y la dicción; debe ser bien pensado lo que se
quiere acentuar con mayor fuerza y, en la medida de lo posible, sin caer en
exagerada ostentación, ha de ser cuidado el tono mismo de la voz. Hay que
saber dónde se quiere llegar y conocer bien la realidad existencial y cultural de

107
los oyentes habituales; de este modo, conociendo la propia grey, no se incurre
en teorías o generalizaciones abstractas. Conviene usar un estilo amable,
positivo, que sabe no herir a las personas aun " hiriendo " las conciencias..., sin
tener miedo de llamar a las cosas por su nombre.
Es muy útil que los sacerdotes que colaboran en los diversos encargos
pastorales se ayuden entre sí mediante consejos fraternos sobre éstos y otros
aspectos del ministerio de la Palabra. Por ejemplo, sobre el contenido de la
predicación, su calidad teológica y lingüística, el estilo, la duración —que debe
ser siempre sobria—, los modos de decir y de moverse en el ambón, sobre el
tono de voz —que debe ser normal, sin afectación, aunque varíe según los
momentos de la predicación—, etc. De nuevo resulta necesaria la humildad al
sacerdote para que se deje ayudar por sus hermanos, e incluso, quizás
indirectamente, por los fieles que participan en sus actividades pastorales.
PUNTOS DE REFLEXION
6. ¿Tenemos instrumentos para valorar la incidencia real del ministerio de la
Palabra en la vida de nuestras comunidades? ¿Existe la preocupación de utilizar
este medio esencial de evangelización con la mayor profesionalidad humana
posible?
7. En los cursos de formación permanente del clero, se presta la debida atención
al perfeccionamiento del anuncio de la Palabra en sus diversas formas?
8. ¿Son animados los sacerdotes para que dediquen tiempo al estudio de la sana
teología, a la lectura de los Padres, de los Doctores de la Iglesia y de los
Santos? ¿Se manifiesta un positivo compromiso por conocer y dar a conocer los
grandes maestros de espiritualidad?
9. ¿Se favorece la existencia de buenas bibliotecas sacerdotales, con espíritu
práctico y una perspectiva doctrinal sana?
10. En este sentido ¿existen y se conocen posibilidades locales de conectarse a
bibliotecas en Internet, incluso la incipiente biblioteca electrónica de la
Congregación para el Clero (www.clerus.org)?
11. ¿Los Sacerdotes hacen uso de las catequesis y de las enseñanzas del Santo
Padre, como también de los varios documentos de la Santa Sede?
12. ¿Existe la convicción de la importancia de formar profesionalmente
personas (sacerdotes, diáconos permanentes, religiosos, laicos) capaces de
desarrollar a un alto nivel este servicio clave de la evangelización de la cultura
contemporánea, que es la comunicación?

108
Capítulo III
MINISTROS DE LOS SACRAMENTOS
" Servidores de Cristo y administradores

de los misterios de Dios " (1 Cor 4, 1)

1. " In persona Christi Capitis "


" La misión de la Iglesia no se añade a la de Cristo y del Espíritu Santo, sino
que es su sacramento: con todo su ser y en todos sus miembros ha sido enviada
para anunciar y dar testimonio, para actualizar y extender el misterio de la
comunión de la Santísima Trinidad ".(47) Esta dimensión sacramental de la
entera misión de la Iglesia brota de su mismo ser, como una realidad al mismo
tiempo " humana y divina, visible y dotada de elementos invisibles, entregada a
la acción y dada a la contemplación, presente en el mundo y, sin embargo,
peregrina ".(48) En este contexto de la Iglesia como " sacramento universal de
salvación ",(49) en el que Cristo " manifiesta y al mismo tiempo realiza el
misterio del amor de Dios al hombre ",(50) los sacramentos, como momentos
privilegiados de la comunicación de la vida divina al hombre, ocupan el centro
del ministerio de los sacerdotes. Estos son conscientes de ser instrumentos
vivos de Cristo Sacerdote. Su función corresponde a la de unos hombres
capacitados por el carácter sacramental para secundar la acción de Dios con
eficacia instrumental participada.
La configuración con Cristo mediante la consagración sacramental sitúa al
sacerdote en el seno del Pueblo de Dios, haciéndole participar de un modo
específico y en conformidad con la estructura orgánica de la comunidad eclesial
en el triple munus Christi. Actuando in persona Christi Capitis, el presbítero
apacienta al pueblo de Dios conduciéndolo hacia la santidad.(51) De ahí deriva
la " necesidad del testimonio de la fe por parte del presbítero con toda su vida,
pero, sobre todo, en el modo de apreciar y de celebrar los mismos sacramentos
".(52) Es preciso tener presente la doctrina clásica, reiterada por el Concilio
Ecuménico Vaticano II, según la cual " aún siendo verdad que la gracia de Dios
puede realizar la obra de la salvación incluso por medio de ministros indignos, a

109
pesar de ello Dios, de ordinario, prefiere mostrar su grandeza a través de
aquellos que, habiéndose hecho más dóciles a los impulsos y a la dirección del
Espíritu Santo, pueden decir con el apóstol, gracias a su íntima unión con Cristo
y a su santidad de vida: "ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí" ( Gal 2, 20)
".(53)
Las celebraciones sacramentales, en las que los presbíteros actúan como
ministros de Jesucristo, partícipes en manera especial de Su sacerdocio por
medio de Su Espíritu,(54) constituyen momentos cultuales de singular
importancia en relación con la nueva evangelización. Téngase en cuenta
además que para todos los fieles, pero sobre todo para aquellos habitualmente
alejados de la práctica religiosa, pero que participan de vez en cuando en
celebraciones litúrgicas con motivo de acontecimientos familiares o sociales
(bautismos, confirmaciones, matrimonios, ordenaciones sacerdotales, funerales,
etc.), estas ocasiones son de hecho los únicos momentos para transmitirles los
contenidos de la fe. La disposición creyente del ministro deberá ir siempre
acompañada de " una excelente calidad de la celebración, bajo el aspecto
litúrgico y ceremonial ",(55) no en busca del espectáculo sino atenta a que de
verdad el elemento " humano esté ordenado y subordinado a lo divino, lo
visible a lo invisible, la acción a la contemplación y lo presente a la ciudad
futura que buscamos ".(56)

2. Ministros de la Eucaristía: " el centro mismo del ministerio


sacerdotal "
" "Amigos": así llamó Jesús a los Apóstoles. Así también quiere llamarnos a
nosotros que, gracias al sacramento del Orden, somos partícipes de su
Sacerdocio. (...) ¿Podía Jesús expresarnos su amistad de manera más elocuente
que permitiéndonos, como sacerdotes de la Nueva Alianza, obrar en su nombre,
in persona Christi Capitis? Pues esto es precisamente lo que acontece en todo
nuestro servicio sacerdotal, cuando administramos los sacramentos y,
especialmente, cuando celebramos la Eucaristía. Repetimos las palabras que Él
pronunció sobre el pan y el vino y, por medio de nuestro ministerio, se realiza
la misma consagración que Él hizo. ¿Puede haber una manifestación de amistad
más plena que ésta? Esta amistad constituye el centro mismo de nuestro
ministerio sacerdotal ".(57)
La nueva evangelización debe significar para los fieles una claridad también
nueva sobre la centralidad del sacramento de la Eucaristía, cúlmen de toda la
vida cristiana.(58) De una parte, porque " no se edifica ninguna comunidad
cristiana si no tiene como raíz y quicio la celebración de la Sagrada Eucaristía ",
(59) pero también porque " los demás sacramentos, al igual que todos los
ministerios eclesiásticos y las obras de apostolado, están unidos con la

110
Eucaristía y hacia ella se ordenan. Pues en la Sagrada Eucaristía se contiene
todo el bien espiritual de la Iglesia ".(60)
La Eucaristía es también un punto de mira del ministerio pastoral. Los fieles
deben ser preparados para obtener fruto de ella. Y si por una parte se ha de
promover su participación " digna, atenta y fructuosa " en la liturgia, por otra
resulta absolutamente necesario hacerles comprender que " de ese modo son
invitados e inducidos a ofrecerse con Él ellos mismos, sus trabajos, y todas las
cosas creadas. Por lo tanto, la Eucaristía se presenta como la fuente y cima de
toda la evangelización ",(61) verdad ésta de la cual se derivan no pocas
consecuencias pastorales.
Es de importancia fundamental formar a los fieles en lo que constituye la
esencia del santo Sacrificio del Altar y fomentar su participación fructuosa en la
Eucaristía.(62) Y es necesario también insistir, sin temor y sin cansancio, sobre
la obligación de cumplir con el precepto festivo,(63) y sobre la conveniencia de
participar con frecuencia, incluso a diario si fuese posible, en la celebración de
la Santa Misa y en la comunión eucarística. Conviene recordar también la grave
obligación de recibir siempre el Cuerpo de Cristo con las debidas condiciones
espirituales y corporales, y de acudir por tanto a la confesión sacramental
cuando se tiene conciencia de no estar en estado de gracia. La lozanía de la vida
cristiana en cada Iglesia particular y en cada comunidad parroquial depende en
gran medida del redescubrimiento del gran don de la Eucaristía, en un espíritu
de fe y de adoración. Si en la enseñanza de la doctrina, en la predicación y en la
vida, no se logra manifestar la unidad entre vida cotidiana y Eucaristía, la
práctica eucarística acaba siendo descuidada.
También por esta razón es fundamental la ejemplaridad del sacerdote
celebrante. " Celebrar bien constituye una primera e importante catequesis
sobre el Santo Sacrificio ".(64) Aunque no sea esta la intención del sacerdote,
es importante que los fieles le vean recogido cuando se prepara para celebrar el
Santo Sacrificio, que sean testigos del amor y la devoción que pone en la
celebración, y que puedan aprender de él a quedarse algún tiempo para dar
gracias después de la comunión. Deben ser también cuidadas con atenta
solicitud las concelebraciones eucarísticas, que exigen por sí mismas a los
ministros sagrados un suplemento de atención y de piedad sincera.
Si un elemento esencial de la obra evangelizadora de la Iglesia consiste en
enseñar a los hombres a rezar al Padre por Cristo en el Espíritu Santo, la nueva
evangelización implica la recuperación y reafirmación de prácticas pastorales
que manifiesten la fe en la presencia real del Señor bajo las especies
eucarísticas. " El presbítero tiene la misión de promover el culto de la presencia
eucarística, aún fuera de la celebración de la Misa, empeñándose por hacer de

111
su iglesia una "casa de oración" cristiana ".(65) Es necesario, ante todo, que los
fieles conozcan con profundidad las condiciones imprescindibles para recibir
con fruto la comunión. De igual modo, es importante favorecer en ellos la
devoción hacia Cristo, que les espera amorosamente en el Sagrario. Un modo
sencillo y eficaz de catequesis eucarística es el cuidado material de todo cuanto
atañe al templo y, sobre todo, al altar y al Tabernáculo: limpieza y decoro,
dignidad de los ornamentos y de los vasos sagrados, esmero en la celebración
de las ceremonias litúrgicas,(66) la práctica de la genuflexión, etc. Es además
particularmente importante asegurar que en la capilla del Santísimo, como es
tradición multisecular en la Iglesia, haya un ambiente de recogimiento,
cuidando ese sagrado silencio que facilita el coloquio amoroso con el Señor.
Dicha capilla, o en su caso el lugar destinado a conservar y adorar a Cristo
Sacramentado, constituye ciertamente el corazón de nuestros edificios sagrados,
y como tal se ha de procurar facilitar su acceso.
Es evidente que todas estas manifestaciones —que no son formas de un vago "
espiritualismo ", sino que revelan una devoción teológicamente fundada— sólo
serán posibles si el sacerdote es verdaderamente un hombre de oración y de
auténtica pasión por la Eucaristía. Solamente el pastor que reza sabrá enseñar a
rezar, y al mismo tiempo atraerá la gracia de Dios sobre aquellos que dependen
de su ministerio pastoral, favoreciendo así las conversiones, los propósitos de
vida más fervorosa, las vocaciones sacerdotales y de almas consagradas. En
definitiva, sólo el sacerdote que experimenta a diario la " conversatio in coelis
", que convierte en vida de su vida la amistad con Cristo, estará en condiciones
de imprimir un verdadero impulso a una evangelización auténtica y renovada.

3. Ministros de la Reconciliación con Dios y con la Iglesia


En un mundo en el que el sentido del pecado ha disminuido en gran medida,
(67) es necesario recordar con insistencia que la falta de amor a Dios es
precisamente lo que impide percibir la realidad del pecado en toda su malicia.
La conversión, entendida no sólo como momentáneo acto interno sino como
disposición estable, viene impulsada por el conocimiento auténtico del amor
misericordioso de Dios. " Quienes llegan a conocer de este modo a Dios,
quienes lo ven así, no pueden vivir sino convirtiéndose sin cesar a Él. Viven
pues "in statu conversionis" (en estado de conversión) ".(68) Y así la penitencia
constituye un patrimonio estable en la vida eclesial de los bautizados,
acompañada al mismo tiempo por la esperanza del perdón: " estuvisteis por un
tiempo excluidos de la misericordia, pero ahora en cambio habéis obtenido
misericordia " (1 Pdr 2, 10).
La nueva evangelización exige, pues, —y esta es una exigencia pastoral
absolutamente ineludible— un empeño renovado por acercar a los fieles al

112
sacramento de la Penitencia,(69) " que allana el camino a cada uno, incluso
cuando se siente bajo el peso de grandes culpas. En este sacramento cada
hombre puede experimentar de manera singular la misericordia, es decir, el
amor que es más fuerte que el pecado ".(70) No hemos de tener ningún temor a
promover con ardor la práctica de este sacramento, sabiendo renovar y
revitalizar con inteligencia algunas antiguas y saludables tradiciones cristianas.
En un primer momento se tratará de incitar a los fieles a una profunda
conversión que provoque, con la ayuda del Espíritu Santo, el reconocimiento
sincero y contrito de los desórdenes morales presentes en la vida de cada uno;
después será necesario enseñarles la importancia de la confesión individual y
frecuente, llegando en la medida de lo posible a iniciar una auténtica dirección
espiritual personal.
Sin confundir el momento sacramental con el de la dirección espiritual, los
presbíteros deben saber aprovechar las oportunidades, precisamente tomando
pie de la celebración del sacramento, para iniciar un coloquio de orientación
espiritual. " El descubrimiento y la difusión de esta práctica, también en
momentos distintos de la administración de la Penitencia, es un beneficio
grande para la Iglesia en el tiempo presente ".(71) Así se ayudará a redescubrir
el sentido y la eficacia del sacramento de la Penitencia, sentando las bases para
superar su crisis. La dirección espiritual personal es la que permite formar
verdaderos apóstoles, capaces de difundir la nueva evangelización en la
sociedad civil. Para poder llegar lejos en la misión de reevangelizar a tantos
bautizados que se han alejado de la Iglesia, es necesario formar muy bien a
aquellos que están cerca.
La nueva evangelización requiere poder contar con un número adecuado de
sacerdotes: una experiencia plurisecular enseña que gran parte de las respuestas
afirmativas a la vocación surgen a través de la dirección espiritual, además con
el ejemplo de vida de sacerdotes fieles a la propia identidad interior y
exteriormente. " Cada sacerdote reservará una atención esmerada a la pastoral
vocacional. No dejará de (...) favorecer, además, iniciativas apropiadas, que,
mediante una relación personal, hagan descubrir los talentos y sepa individuar
la voluntad de Dios hacia una elección valiente en el seguimiento de Cristo. (...)
Es "exigencia ineludible de la caridad pastoral" que cada presbítero —
secundando la gracia del Espíritu Santo— se preocupe de suscitar al menos una
vocación sacerdotal que pueda continuar su ministerio ".(72)
Ofrecer a todos los fieles la posibilidad real de acceder a la confesión requiere,
sin duda, una gran dedicación de tiempo.(73) Se aconseja vivamente tener
previstos tiempos determinados de presencia en el confesionario, que sean
conocidos por todos, sin limitarse a una disponibilidad teórica. A veces es
suficiente, para disuadir a un fiel de la intención de confesarse, el hecho de

113
obligarlo a buscar un confesor, mientras que los fieles acuden con gusto a
recibir este sacramento allí donde saben que hay sacerdotes disponibles.(74)
Las parroquias y en general las iglesias destinadas al culto deberían tener un
horario claro, amplio y cómodo de confesiones, y corresponde a los sacerdotes
asegurar que dicho horario sea respetado con regularidad. En conformidad con
la solicitud de facilitar al máximo que los fieles acudan al sacramento de la
Reconciliación, es así mismo conveniente cuidar la sede del confesionario: la
limpieza, que sean visibles, la posibilidad de elegir el uso de rejilla y de
conservar el anonimato,(75) etc.
No siempre es fácil mantener y defender estas diligencias pastorales, mas no
por ello se debe ser silenciada su eficacia y la necesidad de reimplantarlas allí
donde hubiesen caído en desuso. Del mismo modo que se ha de incentivar la
colaboración de sacerdotes seculares y religiosos. Debe también prestarse
reconocimiento con veneración al servicio cotidiano de confesionario realizado
admirablemente por tantos sacerdotes ancianos, auténticos maestros espirituales
de las diversas comunidades cristianas.
Todo este servicio a la Iglesia será considerablemente más fácil si son los
mismos sacerdotes los primeros en confesarse regularmente.(76) En efecto,
para un generoso ministerio de la Reconciliación es condición indispensable el
recurso personal del presbítero al sacramento, como penitente. " Toda la
existencia sacerdotal sufre un inevitable decaimiento, si le falta, por negligencia
o cualquier otro motivo, el recurso periódico e inspirado en una auténtica fe y
devoción al sacramento de la Penitencia. En un sacerdote que no se confesase o
se confesase mal, su ser como sacerdote y su ministerio se resentirían muy
pronto, y se daría cuenta también la comunidad de la que es pastor ".(77)
" El ministerio de los presbíteros es, ante todo, comunión y colaboración
responsable y necesaria con el ministerio del Obispo, en su solicitud por la
Iglesia universal y por cada una de las Iglesias particulares, al servicio de las
cuales constituyen con el Obispo un único presbiterio ".(78) También los
hermanos en el presbiterado deben ser objeto privilegiado de la caridad pastoral
del sacerdote. Ayudarles material y espiritualmente, facilitarles delicadamente
la confesión y la dirección espiritual, hacerles amable el camino del servicio,
estar cerca de ellos en toda necesidad, acompañarles con fraternal solicitud
durante cualquier dificultad, en la vejez, en la enfermedad... He aquí un campo
vedaderamente precioso para la práctica de las virtudes sacerdotales.
Entre las virtudes necesarias para un fructuoso ejercicio del ministerio de la
Reconciliación es fundamental la prudencia pastoral. Así como al impartir la
absolución el ministro participa en la acción sacramental con eficacia
instrumental, así también en los otros actos del rito penitencial su tarea consiste

114
en poner al penitente de cara a Cristo, secundando, con extrema delicadeza, el
encuentro misericordioso. Esto implica evitar discursos genéricos que no toman
en consideración la realidad del pecado y, por esta razón, se hace necesaria en
el confesor la ciencia oportuna.(79) Pero al mismo tiempo, el diálogo
penitencial debe estar siempre lleno de aquella comprensión que sabe conducir
a las almas gradualmente por el camino de la conversión, sin caer en falsas
concesiones a la llamada " gradualidad de las normas morales ".
Dado que la práctica de la confesión ha disminuido en muchos lugares, con
gran detrimento de la vida moral y de la buena conciencia de los creyentes,
existe el peligro real de rebajar la densidad teológica y pastoral con la que el
ministro de la confesión realiza su función. El confesor debe rogar al Paráclito
la capacidad de llenar de sentido sobrenatural este momento salvífico(80) y
transformarlo en un encuentro auténtico del pecador con Jesús que perdona. Al
mismo tiempo, debe aprovechar la oportunidad de la confesión para formar
rectamente —tarea en extremo importante— la conciencia del penitente,
dirigiéndole delicadamente las preguntas necesarias para asegurar la integridad
de la confesión y la validez del sacramento, ayudándole a agradecer desde lo
profundo del corazón la misericordia que Dios ha tenido con él, a formular un
propósito firme de rectificación de la propia conducta moral. Y no olvidará
dirigirle alguna palabra apropiada para animarle, confortarle y estimularle a la
realización de obras de penitencia que, junto a la satisfacción por sus propios
pecados, le ayuden a crecer en las virtudes.
PUNTOS DE REFLEXION
13. La esencia y el significado salvífico de los sacramentos son invariables,
¿Partiendo de estas premisas, ¿cómo renovar, la pastoral de los sacramentos
poniéndola al servicio de la nueva evangelización?
14. ¿Nuestras Comunidades son una " Iglesia de la Eucaristía y de la Penitencia
"? ¿Se alimenta en ella la devoción eucarística en todas sus formas? ¿Se facilita
la práctica de la confesión individual?
15. ¿Se hace habitualmente referencia a la presencia real del Señor en el
sagrario, animando, por ejemplo, a la fructuosa práctica de la visita al Santísimo
Sacramento? ¿Son frecuentes los actos de culto eucarístico? ¿Disponen nuestras
iglesias de un ambiente acogedor para la oración delante del Santísimo?
16. Con espíritu pastoral, ¿se tiene especial cuidado en manterner el decoro de
las iglesias.? ¿Visten los sacerdotes regularmente según la normativa canónica
(cfr. CIC can. 284 y 669; Directorio n. 66) y, en el ejercicio del culto divino,
usan todos los ornamentos establecidos (cfr. can. 929)?
17. ¿Los sacerdotes se confiesan regularmente y, a su vez, se meten a
disposición para este ministerio tan fundamental?
115
18. ¿Existen iniciativas adecuadas para proporcionar al clero una formación
permanente sobre el perfeccionamiento del ministerio de la confesión? ¿Se
anima a ponerse al día en este insustituible ministerio?
19. Considerando la gran importancia de un verdadero renacimiento de la
práctica de la confesión personal de cara a la nueva evangelización, ¿son
respetadas las normas canónicas sobre las absoluciones colectivas? ¿Se cuidan
con prudencia y caridad pastoral, en todas las parroquias e iglesias, las
celebraciones litúrgicas penitenciales?
20. ¿Se están tomando iniciativas para que los fieles cumplan motivada con el
precepto dominical?

116
Capítulo IV
PASTORES CELOSOS DE SU GREY
" El buen pastor da su vida por las ovejas " (Jn 10, 11)

1. Con Cristo, para encarnar y difundir la misericordia del Padre


" La Iglesia vive una vida auténtica, cuando profesa y proclama la misericordia
—el atributo más estupendo del Creador y del Redentor— y cuando acerca a
los hombres a las fuentes de la misericordia del Salvador, de las que es
depositaria y dispensadora ".(81) Esta realidad distingue esencialmente a la
Iglesia de todas las demás instituciones que procuran también el bien de los
hombres; pues aun cuando estas últimas puedan desempeñar una función de
solidaridad y de filantropía, impregnadas incluso de espíritu religioso, aun así
no podrían presentarse por sí mismas come dispensadoras efectivas de la
misericordia de Dios. De frente a una concepción secularizada de la
misericordia, que no logra transformar el interior del hombre, la misericordia de
Dios ofrecida en la Iglesia se presenta como perdón y como medicina saludable.
Para su eficacia en el hombre se requiere la aceptación de la plena verdad sobre
el propio ser, el propio obrar y la propia culpabilidad. De ahí la necesidad del
arrepentimiento y la importancia de armonizar el anuncio de la misericordia con
la verdad completa. Estas afirmaciones tienen una gran importancia para los
sacerdotes, que por vocación singular están llamados en la Iglesia y por la
Iglesia a desvelar y simultáneamente a actualizar el misterio del amor del Padre
a través de su ministerio, vivido " según la verdad en la caridad " (Ef 4, 15) y
con docilidad a los impulsos del Espíritu Santo.
El encuentro con la misericordia de Dios tiene lugar en Cristo, como
manifestación del amor paterno de Dios. Cuando revela a los hombres su
función mesiánica (cfr. Lc 4, 18), Cristo se presenta como misericordia del
Padre con todos los necesitados, y de modo especial con los pecadores, que
necesitan el perdón y la paz interior. " Con relación a éstos especialmente,
Cristo se convierte sobre todo en signo legible de Dios que es amor; se hace
signo del Padre. En tal signo visible, al igual que los hombres de aquel
entonces, también los hombres de nuestros tiempos pueden ver al Padre ".(82)

117
Dios que " es amor " (1 Jn 4,16) no puede revelarse sino como misericordia.
(83) Por amor, el Padre ha querido implicarse en el drama de la salvación de los
hombres a través del sacrificio de su Hijo.
Si ya en la predicación de Cristo la misericordia alcanza rasgos conmovedores,
que superan ampliamente —como en el caso de la parábola del hijo pródigo—
(cfr. Lc 15, 11-32) cualquier realización humana, es sin embargo, sobre todo en
el sacrificio de sí mismo en la cruz donde la misericordia se manifiesta de modo
especial. Cristo crucificado es la revelación radical de la misericordia del Padre,
" es decir, del amor que sale al encuentro de lo que constituye la raíz misma del
mal en la historia del hombre: al encuentro del pecado y de la muerte ".(84) La
tradición espiritual cristiana ha visto en el Corazón Sacratísimo de Jesús, que
atrae hacia sí los corazones sacerdotales, una síntesis profunda y misteriosa de
la misericordia infinita del Padre.
La dimensión soteriológica del entero munus pastorale de los presbíteros está
centrada, por tanto, en el memorial de la ofrenda de su vida realizada por Jesús,
es decir, en el Sacrificio eucarístico. " De hecho, existe una intima unión entre
la primacía de la Eucaristía, la caridad pastoral y la unidad de vida del
presbítero (...). Si el presbítero presta a Cristo —Sumo y Eterno Sacerdote— la
inteligencia, la voluntad, la voz y las manos para que mediante su propio
ministerio pueda ofrecer al Padre el sacrificio sacramental de la redención, él
deberá hacer suyas las disposiciones del Maestro y como Él, vivir como don
para sus hermanos. Consecuentemente deberá aprender a unirse íntimamente a
la ofrenda, poniendo sobre el altar del sacrificio la vida entera como un signo
claro del amor gratuito y providente de Dios ".(85) En el don permanente del
Sacrificio eucarístico, memorial de la muerte y de la resurrección de Jesús, los
sacerdotes ejercen sacramentalmente la capacidad única y singular de llevar a
los hombres, como ministros, el testimonio del inagotable amor de Dios: un
amor que, en la perspectiva más amplia de la historia de la salvación, se
confirmará más potente que el pecado. El Cristo del misterio pascual es la
encarnación definitiva de la misericordia, es su signo vivo tanto en el plano
histórico-salvífico como en el escatológico.(86) El sacerdocio, decía el Santo
Cura de Ars, " es el amor del Corazón de Jesús ".(87) Con Él también los
sacerdotes son, gracias a su consagración y a su ministerio, un signo vivo y
eficaz de este gran amor, de aquel " amoris officium " del que hablaba San
Agustín.(88)

2. " Sacerdos et hostia "


A la misericordia auténtica le es esencial su naturaleza de don. Debe ser
recibida como un don que es ofrecido gratuitamente, que no proviene del propio
merecimiento. Esta liberalidad está inscrita en el designio salvífico del Padre,

118
pues " en esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino
en que Él nos amó y envió a su Hijo como víctima de propiciación por nuestros
pecados " (1 Jn 4, 10). Y es precisamente en este contexto en donde el
ministerio ordenado encuentra su razón de ser. Nadie puede conferirse a sí
mismo la gracia: ésta debe ser dada y aceptada. Eso exige que haya ministros de
la gracia, autorizados y capacitados por Cristo. La tradición de la Iglesia llama "
sacramento " a este ministerio ordenado, a través del cual los enviados de Cristo
realizan y entregan por don de Dios lo que ellos por sí mismos no pueden
realizar ni dar.(89)
Así, pues, los sacerdotes deben considerarse como signos vivientes y portadores
de una misericordia que no ofrecen como propia, sino como don de Dios. Son
sobre todo servidores del amor de Dios por los hombres, ministros de la
misericordia. La voluntad de servicio se integra en el ejercicio del ministerio
sacerdotal como un elemento esencial, que exige también en el sujeto la
disposición moral correspondiente. El presbítero hace presente ante los hombres
a Jesús, que es el Pastor que " no ha venido a ser servido, sino a servir " (Mt 20,
28). El sacerdote sirve en primer lugar a Cristo, pero siempre de un modo que
pasa necesariamente a través del servicio generoso a la Iglesia y a su misión.
" Él nos ama y derramó su sangre para limpiar nuestros pecados: Pontifex qui
dilexisti nos et lavasti nos a peccatis in sanguine tuo. Se entregó a sí mismo por
nosotros: tradidisti temetipsum Deo oblationem et hostiam. En efecto, Cristo
introduce el sacrificio de sí mismo, que es el precio de nuestra redención, en el
santuario eterno. La ofrenda, esto es, la víctima, es inseparable del sacerdote ".
(90) Si bien solamente Cristo es al mismo tiempo Sacerdos et Hostia, el
ministro, injertado en el dinamismo misionero de la Iglesia, es
sacramentalmente sacerdos, pero a la vez está llamado ha ser también hostia, a
tener " los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús " (Flp 2, 5). De esta
inquebrantable unidad entre sacerdote y víctima,(91) entre sacerdocio y
Eucaristía, depende la eficacia de toda acción evangelizadora. De la sólida
unidad entre Cristo y su ministro, realizada en el Espíritu Santo, desechando
toda pretensión, por parte del ministro, de sustituir a Cristo, sino apoyándose en
Él y dejándole obrar en su persona y a través de su persona, depende también
hoy la obra eficaz de la misericordia divina contenida en la Palabra y en los
sacramentos. También a esta conexión del sacerdote con Jesús se extiende el
contenido de las palabras: " Yo soy la vid (...). Como el sarmiento no puede dar
fruto por sí mismo si no permanece en la vid, así tampoco vosotros si no
permanecéis en mí " (Jn 15, 4).
La llamada a ser hostia con Jesús está también en la base de la coherencia del
compromiso celibatario con el ministerio sacerdotal en beneficio de la Iglesia.
Se trata de la incorporación del sacerdote al sacrificio en el cual " Cristo amó a

119
la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella para santificarla " (Ef 5, 25-26). El
presbítero está llamado a ser " imagen viva de Jesucristo Esposo de la Iglesia ",
(92) haciendo de su vida entera una oblación en beneficio de ella. " Por eso el
celibato sacerdotal es un don de sí mismo en y con Cristo a su Iglesia y expresa
el servicio del sacerdote a la Iglesia en y con el Señor ".(93)

3. La acción pastoral de los sacerdotes: servir y conducir en el amor y


en la fortaleza
" Los presbíteros, ejerciendo, según su parte de autoridad, el oficio de Cristo
Cabeza y Pastor, reúnen, en nombre del Obispo, a la familia de Dios, con una
fraternidad alentada unánimemente, y la conducen a Dios Padre por medio de
Cristo en el Espíritu ".(94) El ejercicio del munus regendi del presbítero no
puede entenderse sólo en términos sociológicos, como una capacidad
meramente organizativa, pues procede también del sacerdocio sacramental: " en
virtud del sacramento del Orden, han sido consagrados como verdaderos
sacerdotes del Nuevo Testamento, según la imagen de Cristo, Sumo y Eterno
Sacerdote (Hb 5,1-10; 7,24; 9,11-28), para predicar el Evangelio y apacentar a
los fieles y para celebrar el culto divino ".(95)
Como ministros que participan de la autoridad de Cristo, los sacerdotes poseen
un gran ascendiente entre los fieles. Pero ellos saben que esa presencia de
Cristo en su ministro " no debe ser entendida como si éste estuviese exento de
todas las flaquezas humanas, del afán de poder, del error, e incluso del pecado
".(96) La palabra y la guía de los ministros son, pues, susceptibles de una mayor
o menor eficacia según sus cualidades, naturales o adquiridas de inteligencia,
voluntad, carácter o madurez. Esta convicción, unida al conocimiento de las
raíces sacramentales de la función pastoral, les lleva a imitar a Jesús, Buen
Pastor, y hace de la caridad pastoral una virtud indispensable para el desarrollo
fructuoso del ministerio.
" El fin esencial de su actividad pastoral y de la autoridad que se les confiere "
es el de " conducir a un pleno desarrollo de vida espiritual y eclesial la
comunidad que se les ha encomendado ".(97) Sin embargo " la dimensión
comunitaria del cuidado pastoral (...) no puede descuidar las necesidades del
fiel concreto (...). Se puede decir que Jesús mismo, Buen Pastor, que "llama sus
ovejas una a una" con voz que ellas bien conocen (Jn 10, 3-4), ha establecido
con su ejemplo el primer canon de la pastoral individual: el conocimiento y la
relación de amistad con las personas ".(98) En la Iglesia debe existir una
adecuada armonía entre las dimensiones personal y comunitaria; y en su
edificación, el pastor procede moviéndose desde la primera hacia la segunda.
En su relación con cada una de las personas y con la comunidad el sacerdote se
esfuerza para tratar a todos " eximia humanitate ",(99) nunca se pone al servicio

120
de una ideología o de una facción humana (100) y trata a los hombres no "
según el beneplácito de los hombres, sino conforme a las exigencias de la
doctrina y de la vida cristiana ". (101)
En los tiempos actuales es más necesario que antes adecuar el estilo de la
actividad pastoral a la situación de aquellas sociedades de pasado cristiano, pero
que se encuentran hoy ampliamente secularizadas. En este contexto, la
consideración del munus regendi según su auténtico sentido misionero adquiere
un relieve especial, y no puede reducirse al mero cumplimiento de una tarea
burocrática-organizativa. Esto exige, por parte de los presbíteros, un ejercicio
amoroso de la fortaleza, modelado conforme a la actitud pastoral de Jesucristo.
Él, como vemos en los Evangelios, nunca huye de las responsabilidades
derivadas de su autoridad mesiánica, sino que la ejerce con caridad y fortaleza.
Por esto, su autoridad no es nunca dominio oprimente sino disponibilidad y
espíritu de servicio. Este doble aspecto —autoridad y servicio— constituye el
cuadro de referencia en el que encuadrar el munus regendi del sacerdote; éste
deberá esforzarse siempre por realizar de modo coherente su participación en la
condición de Cristo como Cabeza y Pastor de su grey. (102)
El sacerdote, que junto con el Obispo y bajo su autoridad es el pastor de la
comunidad que le ha sido confiada, y animado siempre por la caridad pastoral
no debe temer ejercer la propia autoridad en aquellos campos en los que está
llamado a ejercerla, pues para este fin ha sido constituido en autoridad. Es
necesario recordar que, también cuando es ejercida con la debida fortaleza, la
autoridad se realiza intentando " non tam praesse quam prodesse " (no tanto
mandar cuanto servir). (103) Debe más bien cuidarse de la tentación de eludir
esa responsabilidad. En estrecha comunión con el Obispo y con todos los fieles,
evitará introducir en su ministerio pastoral tanto formas de autoritarismo
extemporáneo como modalidades de gestión democratizante ajenas a la realidad
más profunda del ministerio, que conducen como consecuencia a la
secularización del sacerdote y a la clericalización de los laicos. (104) Los
comportamientos de este tipo esconden no raramente el miedo a asumir
responsabilidades, a equivocarse, a no agradar y caer en la impopularidad, etc.
En el fondo, se oscurece así la raíz auténtica de la identidad sacerdotal: la
asimilación a Cristo, Cabeza y Pastor.
En este sentido, la nueva evangelización exige que el sacerdote haga evidente
su genuina presencia. Se debe ver que los ministros de Jesucristo están
presentes y disponibles entre los hombres. También es importante por eso su
inserción amistosa y fraterna en la comunidad. Y en este contexto se comprende
la importancia pastoral de la disciplina referida al traje eclesiástico, del que no
debe prescindir el presbítero pues sirve para anunciar públicamente su entrega
al servicio de Jesucristo, de los hermanos y de todos los hombres. (105)

121
El sacerdote debe estar atento para no caer en un comportamiento
contradictorio en base al cual podría eximirse de ejercitar la autoridad en los
sectores de su propia competencia, y luego, en cambio, entrometerse en
cuestiones temporales, como el orden socio-político, (106) dejadas por Dios a la
libre disposición de los hombres.
Aunque el sacerdote pueda gozar de notable prestigio ante los fieles, y al menos
en algunos lugares también ante las autoridades civiles, es de todo punto
necesario que recuerde que dicho prestigio ha de ser vivido con humildad,
sirviéndose de él para colaborar activamente en la " salus animarum ", y
recordando que sólo Cristo es la verdadera Cabeza del pueblo de Dios: hacia Él
deben ser dirigidos los hombres, evitando que permanezcan apegados a la
persona del sacerdote. Las almas pertenecen sólo a Cristo, porque sólo Él, para
la gloria del Padre, las ha rescatado al precio de su sangre preciosa. Y sólo Él
es, en el mismo sentido, Señor de los bienes sobrenaturales y Maestro que
enseña con autoridad propia y originaria. El sacerdote es sólo un administrador,
en Cristo y en el Espíritu Santo, de los dones que la Iglesia le ha confiado, y
como tal no tiene el derecho de omitirlos, desviarlos, o modelarlos según el
propio gusto. (107) No ha recibido, por ejemplo, la autoridad de enseñar a los
fieles que se le han encomendado sólo algunas verdades de la fe cristiana,
dejando de lado otras consideradas por él más difíciles de aceptar o " menos
actuales ". (108)
Pensando, pues, en la nueva evangelización y en la necesaria guía pastoral de
los presbíteros, es importante esforzarse para ayudar a todos a realizar una obra
atenta y sincera de discernimiento. Bajo la actitud del " no quererse imponer ",
etc., podría esconderse un desconocimiento de la sustancia teológica del
ministerio pastoral, o quizás una falta de carácter que rehuye la responsabilidad.
Tampoco deben subestimarse los apegamientos indebidos a personas o a
encargos ministeriales, o el deseo de popularidad o las faltas de rectitud de
intención. La caridad pastoral nada es sin la humildad. A veces, detrás de una
rebeldía aparentemente justificada, o bajo la actitud de reticencia ante un
cambio de actividad pastoral propuesto por el obispo, o detrás de un modo
excéntrico de predicar o de celebrar la liturgia se puede esconder el amor propio
y un deseo, quizá inconsciente, de hacerse notar.
La nueva evangelización también exige del sacerdote una disponibilidad
renovada para ejercer el propio ministerio pastoral donde resulte más necesario.
Como subraya el Concilio, " el don espiritual que los presbíteros recibieron en
la ordenación no los prepara a una misión limitada y restringida, sino a la
misión universal y amplísima de salvación hasta los confines del mundo, pues
cualquier ministerio sacerdotal participa de la misma amplitud universal de la
misión confiada por Cristo a los apóstoles' ". (109) La escasez de clero,

122
verificable en algunos países, unida a la dinamicidad característica del mundo
contemporáneo, hace especialmente necesario poder contar con sacerdotes
dispuestos no solamente a cambiar de encargo pastoral, sino también de ciudad,
región o país, según las diversas necesidades, y a desempeñar la misión que en
cada circunstancia sea necesaria, pasando, por amor de Dios, por encima de los
propios gustos y proyectos personales. " Por la naturaleza misma de su
ministerio, deben por tanto estar llenos y animados de un profundo espíritu
misionero y "de un espíritu genuinamente católico que les habitúe a trascender
los límites de la propia diócesis, nación o rito y proyectarse en una generosa
ayuda a las necesidades de toda la Iglesia y con ánimo dispuesto a predicar el
Evangelio en todas partes" ". (110) El justo sentido de la Iglesia particular,
también en la formación permanente, no debe oscurecer el sentido de la Iglesia
universal, sino armonizarse con él.
PUNTOS DE REFLEXION
21. ¿Cómo manifestar más vivamente, a través de nuestras comunidades y
especialmente a través de los sacerdotes, la misericordia de Dios respecto a los
necesitados? ¿Se insiste suficientemente, por ejemplo, en la práctica de las
obras de misericordia, tanto espirituales como corporales, como camino de
maduración cristiana y de evangelización?
22. ¿La caridad pastoral en todas sus dimensiones es verdaderamente " el alma
y la fuerza de la formación permanente " de nuestros sacerdotes?
23. ¿Concretamente, se anima a los sacerdotes a ocuparse de todos sus
hermanos en el sacerdocio, en particular de los enfermos y de los ancianos y de
cuantos se encuentran en dificultad? ¿Existen formas de vida en común elegidas
libremente o experiencias similares?
24. ¿Nuestros sacerdotes comprenden y ejercitan correctamente su función
específica de rectores de las comunidades puestas a su cuidado? ¿Cómo la
ejercen?
25. En la formación espiritual de los sacerdotes, ¿se da relieve suficiente a la
dimensión misionera de su ministerio y la dimensión universal de la Iglesia?
26. ¿Existen verdades de fe o principios morales que sean fácilmente omitidos
en la predicación?
27. Una de las tareas específicas del ministerio pastoral es la de unir fuerzas al
servicio de la misión evangelizadora. ¿Se estimulan todas las vocaciones
presentes en la Iglesia, respetando el carisma específico de cada una?

123
CONCLUSIONES
" La nueva evangelización tiene necesidad de nuevos evangelizadores, y éstos
son los sacerdotes que se comprometen a vivir su sacerdocio como camino
específico hacia la santidad ". (111) Para que sea así es de fundamental
importancia que cada sacerdote descubra cada día la necesidad absoluta de su
santidad personal. " Hay que comenzar purificándose a sí mismo antes de
purificar a los demás; hay que instruirse para poder instruir; hay que hacerse luz
para iluminar, acercarse a Dios para acercar a los demás a Él, hacerse santos
para santificar ". (112) Esto se concreta en la búsqueda de una profunda unidad
de vida que conduce al sacerdote a tratar de ser, de vivir y de servir como otro
Cristo en todas las circunstancias de la vida.
Los fieles de la parroquia, o quienes participan en las diversas actividades
pastorales, ven —¡observan!— y oyen —¡escuchan!— no sólo cuando se
predica la Palabra de Dios, sino también cuando se celebran los distintos actos
litúrgicos, en particular la Santa Misa; cuando son recibidos en la oficina
parroquial, donde esperan ser atendidos con cordialidad y amabilidad; (113)
cuando ven al sacerdote que come o que descansa, y se edifican por su ejemplo
de sobriedad y de templanza; cuando lo van a buscar a su casa, y se alegran por
la sencillez y la pobreza sacerdotal en la que vive; (114) cuando lo ven vestido
con orden su propio habito, cuando hablan con él, también sobre cosas sin
importancia, y se sienten confortados al comprobar su visión sobrenatural, su
delicadeza y la finura humana con la que trata también a las personas más
humildes, con auténtica nobleza sacerdotal. " La gracia y la caridad del altar se
difunden así al ambón, al confesionario, al archivo parroquial, a la escuela, a las
actividades juveniles, a las casas y a las calles, a los hospitales, a los medios de
transporte y a los de comunicación social, allí donde el sacerdote tiene la
posibilidad de cumplir su tarea de pastor: de todos modos es su Misa la que se
extiende, es su unión espiritual con Cristo Sacerdote y Hostia que lo lleva a ser
—como decía san Ignacio de Antioquía— "trigo de Dios para que sea hallado
pan puro de Cristo" (cfr. Epist. ad Romanos, IV, 1), para el bien de los
hermanos ". (115)
De este modo, el sacerdote del Tercer Milenio hará que se repita nuevamente en
nuestros días la reacción de los discípulos de Emaús, los cuales, después de
haber escuchado del Divino Maestro Jesús la explicación del Texto sagrado, no

124
pueden dejar de preguntarse admirados: " ¿No es verdad que ardía nuestro
corazón dentro de nosotros, mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba
las Escrituras? " (Lc 24, 32).
A la Reina y Madre de la Iglesia nos encomendamos nosotros mismos, los
Pastores, para que, en unidad de intenciones con el Vicario de Cristo, sepamos
descubrir los modos adecuados para hacer brotar en todos los presbíteros de la
Iglesia un sincero deseo de renovación en su función de maestros de la Palabra,
ministros de los Sacramentos y guías de la comunidad. Rogamos a la Reina de
la Evangelización que la Iglesia de hoy sepa descubrir los caminos que la
misericordia del Padre, en Cristo y por el Espíritu Santo, ha preparado desde la
eternidad para atraer a todos los hombres, también a los de nuestra época, a la
comunión con Él.
Roma, del Palacio de las Congregaciones, el 19 marzo 1999, solemnidad de
San José, Patrón de la Iglesia Universal.
Darío Card. Castrillón Hoyos
Prefecto
Csaba Ternyák
Arzobispo. tit. di Eminenziana
Segretario

*****

ORACION A MARÍA SANTISIMA


Maria,
Estrella de la nueva evangelización,
que desde el principio has sostenido y animado a los Apóstoles y a sus
colaboradores en la difusión del Evangelio, aumenta en los sacerdotes en el alba
del Tercer Milenio la conciencia de ser los primeros responsables de la nueva
evangelización.
Maria,
Primera evangelizada y primera evangelizadora,
que con fe, esperanza y caridad incomparables has correspondido al anuncio del
Ángel, intercede por quienes están configurados a tu Hijo, Cristo Sacerdote,
para que también ellos correspondan con idéntico espíritu a la llamada urgente
que el Papa, en nombre de Dios, les dirige con ocasión del Gran Jubileo.

125
Maria,
Maestra de fe vivida,
que has recibido la Palabra divina con disponibilidad plena, enseña a los
sacerdotes a familiarizarse, a través de la oración, con esa Palabra, y a ponerse a
su servicio con humildad y con ardor, de modo que continúe realizando toda su
fuerza salvífica durante el Tercer Milenio de la redención.
Maria,
Llena de gracia y Madre de la gracia,
cuida a tus hijos sacerdotes, los cuales, como Tú, están llamados a ser
colaboradores del Espíritu Santo para hacer renacer a Jesús en el corazón de los
fieles. En el aniversario del nacimiento de tu Hijo, enséñales a ser fieles
dispensadores de los misterios de Dios: para que, con tu ayuda, abran a tantas
almas el camino de la Reconciliación y hagan de la Eucaristía la fuente y la
cumbre de su propia vida y de la de los fieles que tienen encomendados.
Maria,
Estrella en el alba del Tercer Milenio,
continúa guiando a los sacerdotes de Jesucristo, para que, según el ejemplo de
tu amor a Dios y al prójimo, sepan ser pastores auténticos y encaminar los
pasos de todos hacia tu Hijo, Luz verdadera que ilumina a todo hombre (cfr. Jn
1, 9). Que los sacerdotes y, a través de ellos, todo el Pueblo de Dios, escuchen
la afectuosa súplica que les diriges en el umbral del nuevo Milenio de la historia
de la salvación: " haced lo que Él os diga " (Jn 2, 5). " En el año 2000 —nos
dice el Vicario de Cristo— deberá resonar con fuerza renovada la proclamación
de la verdad: " Ecce natus est nobis Salvator mundi " (Tertio millennio
adveniente, n. 38).

126
NOTAS
(1) Juan Pablo II, Carta. Ap. Tertio Millennio adveniente, (10 Noviembre
1994), n. 38: AAS 87 (1995), p. 30.
(2) Juan Pablo II, Carta Enc. Redemptoris missio, (7 Diciembre 1990), n. 33:
AAS 83 (1991), p. 279.
(3) Cfr. Congregación para el Clero, Directorio para el ministerio y la vida de
los presbíteros, Tota Ecclesia (31 Enero 1994) n. 7: Libreria Editrice Vaticana,
1994, p. 11.
(4) Juan Pablo II, Exhort. Ap. Pastores dabo vobis, 25 de marzo de 1992, n. 18:
AAS 84 (1992), p. 685.
(5) Juan Pablo II, Carta Enc. Redemptoris missio, n. 1: l.c., p. 249.
(6) " Con frecuencia la religión cristiana corre el peligro de ser considerada
como una religión entre tantas o quedar reducida a una pura ética social al
servicio del hombre. En efecto, no siempre aparece su inquietante novedad en la
historia: es "misterio"; es el acontecimiento del Hijo de Dios que se hace
hombre y da a cuantos lo acogen el "poder de hacerse hijos de Dios" (Jn 1, 12)
" (Juan Pablo II, Exhort. Ap. Pastores dabo vobis, n. 46): l.c., pp. 738-739.
(7) Cfr. Concilio Ecuménico Vaticano II, Decr. Presbyterorum ordinis, n. 2;
Juan Pablo II, Exhort. Ap. Pastores dabo vobis, n. 13: l.c., 677-678;
Congregación para el Clero, Directorio para el ministerio y la vida de los
presbíteros, Tota Ecclesia nn. 1, 3, 6: l.c., pp. 7,9,10-11; congregación para el
clero, pontificio consejo para los laicos, congregación para la doctrina de la fe,
congregación para el culto divino y la disciplina de los sacramentos,
congregación para los obispos, congregación para la evangelización de los
pueblos, congregación para los institutos de vida consagrada y las sociedades de
vida apostólica, pontificio consejo para la interpretación de los textos
legislativos, Instrucción Interdicasterial Ecclesiae de mysterio sobre algunas
cuestiones a cerca de la colaboración de los fieles laicos al ministerio de los
sacerdotes, 15.8.97, Premisa: AAS 89 (1997), p. 852.
(8) Juan Pablo II, Carta Enc. Redemptoris missio, n. 63: l.c., p. 311.
(9) Ibid., n. 67: l.c., p. 315.

127
(10) Congregación para el Clero, Directorio para el ministerio y la vida de los
Presbíteros. Tota Ecclesia, Introducción: l.c. p. 4; Cfr. Juan Pablo II, Exhort.
Ap. Pastores dabo vobis, nn. 2 y 14: l.c., pp. 659-660; 678-679.
(11) Cfr. Juan Pablo II, Carta enc. Fides et ratio, n. 62 (14 Septiembre 1998), n.
62.
(12) Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 171.
(13) Concilio Ecuménico Vaticano II, Const. Dog. Lumen gentium, n. 30.
(14) Cfr. Ibíd., n. 48.
(15) Cfr. Juan Pablo II, Exhort. Ap. Pastores dabo vobis, n. 21: l.c., p. 688-690.
(16) Cfr. Concilio Ecuménico Vaticano II, Decr. Presbyterorum ordinis, n. 12;
Juan Pablo II, Exhort. Ap. Pastores dabo vobis, n. 25: l.c., pp. 695-697.
(17) Cfr. Congregación para el Clero, Directorio para el ministerio y la vida de
los presbíteros. Tota Ecclesia, n. 43: l.c., p. 42.
(18) S. Gregorio Magno, La Regla Pastoral, II, 1.
(19) Juan Pablo II, Discurso al VI Simposio de los Obispos europeos,
(11.Octubre.1985): Insegnamenti VIII2 (1985) 918-919.
(20) Juan Pablo II, Exhort. Ap. Pastores dabo vobis, n. 12: l.c., pp. 675-677.
(21) Juan Pablo II, Alocución en la inauguración de la IV Conferencia General
del Episcopado latinoamericano, Santo Domingo (12 Octubre 1992), n. 1 : AAS
85 (1993), p. 808; cfr. Exhort. Ap. Post-sinodal Reconciliatio et poenitentia (2
Diciembre 1984), n. 13: AAS77 (1985) pp. 208-211.
(22) Pablo VI, Exhort. Ap. Evangelii nuntiandi, (8 Diciembre 1975) n. 47: AAS
68 (1976), p. 37.
(23) Cfr. Concilio Ecuménico Vaticano II, Const. Dog. Lumen gentium, n. 28.
(24) Cfr. Concilio Ecuménico Vaticano II, Decr. Presbyterorum ordinis, n. 4;
Juan Pablo II, Exhort. Ap. Pastores dabo vobis, n. 26: l.c., pp. 697-700.
(25) Cfr. Concilio Ecuménico Vaticano II, Decr. Presbyterorum ordinis, n. 5,
13, 14; Juan Pablo II, Exhort. Ap. Pastores dabo vobis, n. 23, 26, 48; l.c., pp.
691-694; 697-700; 742-745; Congregación para el Clero, Directorio para el
ministerio y la vida de los presbíteros, Tota Ecclesia n. 48: l.c., pp. 48ss.
(26) Concilio Ecuménico Vaticano II, Decr. Unitatis redintegratio, n. 4.
(27) Ibidem., n. 11.
(28) Juan Pablo II, Discurso a los Obispos del CELAM, (9 Marzo 1983);
Insegnamenti, VI,1 (1983), p. 698; Exhort. Ap. Pastores dabo vobis, n. 18: l.c.,
pp. 684-686.

128
(29) Concilio Ecuménico Vaticano II, Const. Dog. Dei Verbum, n. 2.
(30) Concilio Ecuménico Vaticano II, Decr. Presbyterorum ordinis, n. 4.
(31) Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1550.
(32) Juan Pablo II, Exhort. Ap. Pastores dabo vobis, n. 26: l.c., p. 698.
(33) Congregación para el Clero, Directorio para el ministerio y la vida de los
Presbíteros. Tota Ecclesia, n. 45: l.c., p. 44.
(34) Concilio Ecuménico Vaticano II, Decr. Presbyterorum ordinis, n. 4.
(35) S. Agustín, De doctr. christ., 4,15,32: PL 34,100.
(36) Cfr. Pablo VI, Const. ap. Laudis canticum, n. 8. (1 Noviembre 1970): AAS
63 (1971), pp. 533-543.
(37) Congregación para el Clero, Directorio para el ministerio y la vida de los
Presbíteros. Tota Ecclesia, n. 45: l.c., p. 43.
(38) Concilio Ecuménico Vaticano II, Const. Past. Gaudium et spes, n. 22.
(39) Ibidem...
(40) Cfr. congregación para el clero, pontificio consejo para los laicos,
congregación para la doctrina de la fe, congregación para el culto divino y la
disciplina de los sacramentos, congregación para los obispos, congregación
para la evangelización de los pueblos, congregación para los institutos de vida
consagrada y las sociedades de vida apostólica, pontificio consejo para la
interpretación de los textos legislativos, Instrucción Interdicasterial Ecclesiae
de mysterio sobre algunas cuestiones a cerca de la colaboración de los fieles
laicos al ministerio de los sacerdotes, (15 Agosto 1997), art. 3: AAS 89 (1997),
pp. 852ss.
(41) Concilio Ecuménico Vaticano II, Decr. Presbyterorum ordinis, n. 19.
(42) Cfr. Juan Pablo II, Exhort. Ap. Pastores dabo vobis, nn. 70 y ss. : l.c., pp.
778 ss.; Congregación para el Clero, Directorio para el ministerio y la vida de
los presbíteros. Tota Ecclesia, n. 69 y ss: l.c., pp. 72 ss.
(43) Cfr. Juan Pablo II, Exhort. Ap. Pastores dabo vobis, nn. 26 y 47: l.c., pp.
697-700; 740-742; Congregación para el Clero, Directorio para el ministerio y
la vida de los presbíteros. Tota Ecclesia, n. 46: l.c., p. 46.
(44) Congregación para la Educación Católica, de los Seminarios y de los
Institutos de Estudio, Instrucción sobre el estudio de los Padres de la Iglesia en
la formación sacerdotal, (10 Noviembre 1989, nn. 26-27: AAS 82 (1990), pp.
618-619.
(45) Juan Pablo II, Carta Enc. Fides et ratio, (14 Septiembre 1998) , n. 2.

129
(46) Cfr. Congregación para el Clero, Directorio para el ministerio y la vida de
los presbíteros, Tota Ecclesia. n. 46: l.c., p. 46.
(47) Catecismo de la Iglesia Católica, n. 738.
(48) Concilio Ecuménico Vaticano II, Const. Lit.. Sacrosanctum Concilium, n.
2.
(49) Concilio Ecuménico Vaticano II, Const. Dog. Lumen gentium, n. 48.
(50) Concilio Ecuménico Vaticano II, Const. Past. Gaudium et Spes, n. 45.
(51) Cfr. Congregación para el Clero, Directorio para el ministerio y la vida de
los Presbíteros. Tota Ecclesia, n. 7b-c: l.c., pp. 11-12.
(52) Juan Pablo II, Audiencia del (5 Mayo 1993): Insegnamenti XVI, 1 (1993)
1061.
(53) Concilio Ecuménico Vaticano II, Decr. Presbyterorum ordinis, n. 12.
(54) Cfr. ibidem, n. 5.
(55) Juan Pablo II, Audiencia del (12 Mayo 1993): Insegnamenti XVI, 1 (1993)
1197.
(56) Concilio Ecuménico Vaticano II, Const. Sacrosanctum Concilium, n. 2.
(57) Juan Pablo II, Carta a los sacerdotes en el Jueves Santo 1997, n. 5: AAS 39
(1997), p. 662.
(58) Cfr. Concilio Ecuménico Vaticano II, Const. Sacrosanctum Concilium, nn.
2;10.
(59) Concilio Ecuménico Vaticano II, Decr. Presbyterorum ordinis, n. 6.
(60) Ibidem, n. 5.
(61) Cfr. Ibidem.
(62) Cfr. Juan Pablo II, Audiencia del (12 Mayo 1993): Insegnamenti XVI,1
(1993) 1197-1198.
(63) Cfr. Juan Pablo II, Carta Ap. Dies Domini, (31 Mayo 1998) n. 46: AAS XC
(1998), p. 742.
(64) Congregación para el Clero, Directorio para el ministerio y la vida de los
Presbíteros. Tota Ecclesia, n. 49.
(65) Juan Pablo II, Audiencia del 12 Mayo 1993: Insegnamenti XVI,1 (1993)
1198.
(66) Cfr. ibidem; Concilio Ecuménico Vaticano II, Const. Sacrosantum
Concilium, nn. 112, 114, 116, 120, 122-124, 128.

130
(67) Cfr. PIO XII, Radiomensaje al Congreso Catequético Nacional de los
Estados Unidos, (26 Octubre 1946): Discorsi e Radiomessaggi VIII (1946)
288; Juan Pablo II, Exhort. Ap. Reconciliatio et paenitentia, (2 Diciembre
1984) n. 18: AAS 77 (1985), pp. 224-228.
(68) Juan Pablo II, Carta Enc. Dives in misericordia, (30 Noviembre 1980) n.
13: AAS 72 (1980), pp. 1220-1221.
(69) Cfr. Juan Pablo II, Audiencia del 22 Septiembre 1993: Insegnamenti XVI2
(1993) 826.
(70) Juan Pablo II, Carta Enc. Dives in misericordia, n. 13: l.c., p. 1219.
(71) Congregación para el Clero, Directorio para el ministerio y la vida de los
Presbíteros. Tota Ecclesia, n. 54: l.c., p. 54; Cfr. Juan Pablo II, Exhort. Ap.
Reconciliatio et paenitentia, n. 31: l.c., pp. 257-266.
(72) Congregación para el Clero, Directorio para el ministerio y la vida de los
Presbíteros. Tota Ecclesia, n. 32: l.c., p. 31.
(73) Cfr. Concilio Ecuménico Vaticano II, Decr. Presbyterorum ordinis, n. 13;
Congregación para el Clero, Directorio para el ministerio y la vida de los
Presbíteros. Tota Ecclesia, n. 52: l.c., pp. 52-53.
(74) Congregación para el Clero, Directorio para el ministerio y la vida de los
Presbíteros. Tota Ecclesia, n. 52: l.c., p. 53; cfr. concilio ecum. Vat. II, Decret.
Presbyterorum ordinis, n. 13.
(75) Cfr. Pontificio Consejo para la Interpretación de los Textos Legislativos,
Declaración acerca del can. 964 § 2 CIC, 16.6.98 (7 Julio 1998): AAS 90
(1998), p. 711.
(76) Cfr. Concilio Ecuménico Vaticano II, Decr. Presbyterorum ordinis, n. 18;
Juan Pablo II, Exhort. Ap. Pastores dabo vobis, nn. 26, 48: l.c., pp. 697-700;
742-745; Audiencia del 26 Mayo 1993: Insegnamenti XVI1 (1993), p. 1331;
Exhort. Ap. Reconciliatio et paenitentia, n. 31: l.c., pp. 257-266; Congregación
para el Clero, Directorio para el ministerio y la vida de los Presbíteros. Tota
Ecclesia, n. 53: l.c., p. 54.
(77) Juan Pablo II, Exhort. Ap. Reconciliatio et paenitentia, n. 31 VI: l.c., p.
266.
(78) Juan Pablo II, Exhort. Ap. Pastores dabo vobis, n. 17: l.c., p. 683.
(79) A este respecto se le pide una sólida preparación sobre los temas más
habituales. En este sentido es de gran ayuda el Vademecum para los confesores
sobre algunos temas de moral concernientes a la vida conyugal (Pontificio
Consejo para la Familia, 12 Febrero 1997).

131
(80) Cfr. ibidem.
(81) Juan Pablo II, Carta Enc. Dives in misericordia, n. 13: l.c., p. 1219.
(82) Ibidem , n. 3: l.c., p. 1183.
(83) Cfr. Ibidem, n. 13: l.c., pp. 1218-1221.
(84) Ibidem, n. 8: l.c., p. 1204.
(85) Congregación para el Clero, Directorio para el ministerio y la vida de los
Presbíteros. Tota Ecclesia, n. 48: l.c., p. 49.
(86) Cfr. Juan Pablo II, Exhort. Ap. Pastores dabo vobis, n. 8: l.c., pp. 668-669.
(87) Cfr. Jean-Marie Vianney, curé d'Ars: sa pensée, son coeur, présentés par
Bernard Nodet, Le Puy 1960, p. 100.
(88) S. Agustín, In Johannis evangelium tractatus, 123, 5: CCL 36, 678.
(89) Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 875.
(90) Juan Pablo II, Carta a los sacerdotes en el Jueves Santo, 16 de Marzo de
1997, n. 4: AAS 89 (1997), p. 661.
(91) Cfr. Santo Tomás de Aquino, Summa Theol. III, q. 83, a. 1, ad 3.
(92) Juan Pablo II, Exhort. Ap. Pastores dabo vobis, n. 22: l.c., p. 691.
(93) Ibidem, n. 29: l.c., p. 704.
(94) Concilio Ecuménico Vaticano II, Decr. Presbyterorum ordinis, n. 6.
(95) Concilio Ecuménico Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium, n. 28.
(96) Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1550.
(97) Juan Pablo II, Audiencia del 19 Mayo 1993: Insegnamenti XVI, 1 (1993)
1254.
(98) Ibidem, n. 4: l.c., pp. 1255-56.
(99) Cfr. Concilio Ecuménico Vaticano II, Decr. Presbyterorum ordinis, n. 6.
(100) Cfr. ibidem. 6.
(101) Ibidem, 6.
(102) Cfr. Congregación del Clero, Directorio para el ministerio y la vida de
los presbíteros. Tota Ecclesia, n. 17: l.c., pp. 18-20.
(103) S. Agustín, Ep. 134, 1: CSEL 44, 85.
(104) Cfr. Congregación del Clero, Directorio para el ministerio y la vida de
los presbíteros. Tota Ecclesia, n. 19: l.c., p. 21; Juan Pablo II, Discurso al
Simposio sobre la " Colaboración de los laicos en el ministerio pastoral de los
presbíteros " (22 de abril de 1994), n. 4: " Sacrum Ministerium " 1 (1995) 64;

132
congregación para el clero, pontificio consejo para los laicos, congregación para
la doctrina de la fe, congregación para el culto divino y la disciplina de los
sacramentos, Congregación para los obispos, Congregación para la
evangelización de los pueblos, Congregación para los institutos de la vida
consagrada y las sociedades de vida apostólica, pontificio consejo para la
interpretación de los textos legislativos, Instrucción Interdicasterial Ecclesiae
de mysterio sobre algunas cuestiones acerca de la colaboración de los fieles
laicos en el sagrado ministerio de los sacerdotes, 15 Agosto 1997, Premisa: AAS
89 (1997), p. 852.
(105) Cfr. Congregación del Clero, Directorio para el ministerio y la vida de
los presbíteros. Tota Ecclesia, n. 66: l.c., pp. 67-68.
(106) Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2442; C.I.C., can. 227;
Congregación del Clero, Directorio para el ministerio y la vida de los
presbíteros. Tota Ecclesia, n. 33: l.c., pp. 31-32.
(107) Cfr. Concilio Ecuménico Vaticano II, Const. Sacrosanctum Concilium, n.
22; C.I.C., can. 846; Congregación del Clero, Directorio para el ministerio y la
vida de los presbíteros. Tota Ecclesia, nn. 49 y 64: l.c., 49 e 66.
(108) Cfr. Juan Pablo II, Exhort. Ap. Pastores dabo vobis, n.26: l.c., pp. 697-
700; Audiencia del 21 Abril 1993: Insegnamenti XVI,1 (1993), p. 938;
Congregación para el Clero, Directorio para el ministerio y la vida de los
Presbíteros. Tota Ecclesia, n. 45: l.c., pp. 43-45.
(109) Juan Pablo II, Exhort. Ap. Pastores dabo vobis, n. 18: l.c., p. 684; cfr.
Concilio Ecuménico Vaticano II, Decr. Presbyterorum ordinis, n. 10.
(110) Juan Pablo II, Exhort. Ap. Pastores dabo vobis, n. 18: l.c., p. 684; cfr.
Concilio Ecuménico Vaticano II, Decr. Optatam totius, n. 20.
(111) Juan Pablo II, Exhort. Ap. Pastores dabo vobis, n. 82: l.c., p. 801.
(112) S. Gregorio Nacianceno, Oraciones, 2, 71: PG 35, 480.
(113) Cfr. Juan Pablo II, Exhort. Ap. Pastores dabo vobis, n. 43: l.c. pp. 731-
733.
(114) Cfr. Concilio Ecuménico Vaticano II, Decr. Presbyterorum ordinis, n. 17;
C.I.C., can. 282; Juan Pablo II, Exhort. Ap. Pastores dabo vobis, n. 30: l.c., pp.
705-707; Congregación del Clero, Directorio para el ministerio y la vida de los
presbíteros. Tota Ecclesia, n. 67: l.c., pp. 68-70.
(115) Juan Pablo II, Audiencia del 7 Julio 1993, n. 7: Insegnamenti XVI,
(1993).

133
 
CONGREGACIÓN PARA EL CLERO
"EL PRESBÍTERO,
PASTOR Y GUÍA
DE LA COMUNIDAD
PARROQUIAL"

Premisa
La presente Instrucción, que a través de los obispos se dirige a los párrocos
presbíteros y a sus hermanos colaboradores en la “cura animarum”, se inserta
coherentemente en un amplio contexto de reflexión ya iniciado hace algunos
años. Con los “Directorios para el ministerio y la vida de los presbíteros” y de
los diáconos permanentes, con la Instrucción interdicasterial “Ecclesiae de
mysterio” y con la Carta circular “El presbítero, maestro de la palabra, guía de
la comunidad y ministro de los sacramentos”, se ha seguido la huella de los
documentos del Concilio Vaticano II, especialmente “Lumen Gentium” y
“Presbiterorum Ordinis”, del “Catecismo de la Iglesia Católica”, del Código de
Derecho Canónico y del ininterrumpido Magisterio de la Iglesia.
En concreto, el documento se sitúa dentro de la gran corriente misionera del
“duc in altum”, que marca la obra indispensable de la nueva evangelización del
Tercer Milenio cristiano. Por este motivo, y en consideración de las numerosas
peticiones que resultaron de la consulta hecha a nivel mundial, se ha
aprovechado la ocasión para proponer nuevamente una parte doctrinal que
ofrece elementos de reflexión sobre los valores teológicos fundamentales que
empujan a la misión y que, algunas veces, son oscurecidos. Se ha buscado,
además, poner en evidencia la relación entre la dimensión eclesiológica-
pneumatológica, que toca la esencia del ministerio, y la dimensión
eclesiológica, que ayuda a comprender el significado de su función específica.

134
Con esta Instrucción también se ha querido reservar una atención afectuosa y
particular a los presbíteros que revisten el invalorable ministerio de párroco,
que, en cuanto tales, se encuentran entre la gente y sufren, a menudo,
innumerables dificultades. Justamente esta delicada e importante posición
ofrece la ocasión para afrontar con mayor claridad la diferencia esencial y vital
entre sacerdocio común y sacerdocio ordenado, para hacer emerger
debidamente la identidad de los presbíteros y la esencial dimensión sacramental
del ministerio ordenado.
Ya que se ha buscado seguir las indicaciones—particularmente ricas, aún sobre
plano práctico—que el Santo Padre ha ofrecido en la alocución a los
participantes de la Asamblea Plenaria de la Congregación, es útil citarla a
continuación:

«Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
amadísimos hermanos y hermanas:

1. Con gran alegría os acojo, con ocasión de la plenaria de la Congregación para


el clero. Saludo cordialmente al cardenal Darío Castrillón Hoyos, prefecto del
dicasterio, a quien agradezco las amables palabras que me ha dirigido en
nombre de todos los presentes. Saludo a los señores cardenales, a los venerados
hermanos en el episcopado y a los participantes en vuestra asamblea plenaria,
que ha dedicado su atención a un tema muy importante para la vida de la
Iglesia: el presbítero, pastor y guía de la comunidad parroquial. Al destacar la
función del presbítero en la comunidad parroquial, se ilustra la centralidad de
Cristo, que siempre debe resaltar en la misión de la Iglesia.
Cristo está presente en su Iglesia del modo más sublime en el santísimo
Sacramento del altar. El concilio Vaticano II, en la constitución dogmática
Lumen gentium, enseña que el sacerdote in persona Christi celebra el sacrificio
de la misa y administra los sacramentos (cf. n. 10). Además, como observaba
oportunamente mi venerado predecesor Pablo VI en la carta encíclica
Mysterium fidei, inspirándose en el número 7 de la constitución Sacrosanctum
Concilium, Cristo está presente a través de la predicación y la guía de los fieles,
tareas a las que el presbítero está llamado personalmente (cf. AAS 57 [1965]
762 s).
2. La presencia de Cristo, que así se realiza de manera ordinaria y diaria, hace
de la parroquia una auténtica comunidad de fieles. Por tanto, tener un sacerdote
como pastor es de fundamental importancia para la parroquia. El título de

135
pastor está reservado específicamente al sacerdote. En efecto, el orden sagrado
del presbiterado representa para él la condición indispensable e imprescindible
para ser nombrado válidamente párroco (cf. Código de derecho canónico, c.
521, 1). Ciertamente, los demás fieles pueden colaborar activamente con él,
incluso a tiempo completo, pero, al no haber recibido el sacerdocio ministerial,
no pueden sustituirlo como pastor.
La relación fundamental que tiene con Cristo, cabeza y pastor, como su
representación sacramental, determina esta peculiar fisonomía eclesial del
sacerdote. En la exhortación apostólica Pastores dabo vobis afirmé que "la
relación con la Iglesia se inscribe en la única y misma relación del sacerdote
con Cristo, en el sentido de que la "representación sacramental" de Cristo es la
que instaura y anima la relación del sacerdote con la Iglesia" (n. 16). La
dimensión eclesial pertenece a la naturaleza del sacerdocio ordenado. Está
totalmente al servicio de la Iglesia, de forma que la comunidad eclesial tiene
absoluta necesidad del sacerdocio ministerial para que Cristo, cabeza y pastor,
esté presente en ella. Si el sacerdocio común es consecuencia de que el pueblo
cristiano ha sido elegido por Dios como puente con la humanidad y pertenece a
todo creyente en cuanto injertado en este pueblo, el sacerdocio ministerial, en
cambio, es fruto de una elección, de una vocación específica: "Jesús llamó a sus
discípulos, y eligió doce de entre ellos" (Lc 6, 13). Gracias al sacerdocio
ministerial los fieles son conscientes de su sacerdocio común y lo actualizan
(cf. Ef 4, 11-12), pues el sacerdote les recuerda que son pueblo de Dios y los
capacita para "ofrecer sacrificios espirituales" (cf. 1 P 2, 5), mediante los cuales
Cristo mismo hace de nosotros un don eterno al Padre (cf. 1 P 3, 18). Sin la
presencia de Cristo representado por el presbítero, guía sacramental de la
comunidad, esta no sería plenamente una comunidad eclesial.
3. Decía antes que Cristo está presente en la Iglesia de manera eminente en la
Eucaristía, fuente y culmen de la vida eclesial. Está realmente presente en la
celebración del santo sacrificio, así como cuando el pan consagrado se conserva
en el tabernáculo "como centro espiritual de la comunidad religiosa y de la
parroquial" (Pablo VI, carta encíclica Mysterium fidei, 38:  ;AAS 57 [1965]
772).
Por esta razón, el concilio Vaticano II recomienda que "los párrocos han de
procurar  que  la  celebración de la Eucaristía sea  el  centro y la cumbre de toda
la vida de la comunidad cristiana" (Christus Dominus, 30).
Sin el culto eucarístico, como su corazón palpitante, la parroquia se vuelve
estéril. A este propósito, es útil recordar lo que escribí en la carta apostólica
Dies Domini:  "Entre las numerosas actividades que desarrolla una parroquia
ninguna es tan vital o formativa para la comunidad como la celebración
dominical del día del Señor y de su Eucaristía" (n. 35). Nada podrá suplirla

136
jamás. Incluso la sola liturgia de la Palabra, cuando es efectivamente imposible
asegurar la presencia dominical del sacerdote, es conveniente para mantener
viva la fe, pero debe conservar siempre, como meta a la que hay que tender, la
regular celebración eucarística.
Donde falta el sacerdote se debe suplicar con fe e insistencia a Dios para que
suscite numerosos y santos obreros para su viña. En la citada exhortación
apostólica Pastores dabo vobis reafirmé que "hoy la espera suplicante de
nuevas vocaciones debe ser cada vez más una práctica constante y difundida en
la comunidad cristiana y en toda realidad eclesial" (n. 38). El esplendor de la
identidad sacerdotal y el ejercicio integral del consiguiente ministerio pastoral,
juntamente con el compromiso de toda la comunidad en la oración y en la
penitencia personal, constituyen los elementos imprescindibles para una urgente
e impostergable pastoral vocacional. Sería un error fatal resignarse ante las
dificultades actuales, y comportarse de hecho como si hubiera que prepararse
para una Iglesia del futuro imaginada casi sin presbíteros. De este modo, las
medidas adoptadas para solucionar las carencias actuales resultarían de hecho
seriamente perjudiciales para la comunidad eclesial, a pesar de su buena
voluntad.
4. La parroquia es, además, lugar privilegiado del anuncio de la palabra de
Dios. Este anuncio se articula en diversas formas, y cada fiel está llamado a
participar activamente en él, de modo especial con el testimonio de la vida
cristiana y la proclamación explícita del Evangelio, tanto a los no creyentes,
para conducirlos a la fe, como a cuantos ya son creyentes, para instruirlos,
confirmarlos e impulsarlos a una vida más fervorosa. Por lo que respecta al
sacerdote, "anuncia la Palabra en su calidad de "ministro", partícipe de la
autoridad profética de Cristo y de la Iglesia" (ib., 26). Y para desempeñar
fielmente este ministerio, correspondiendo al don recibido, "debe ser el primero
en tener una gran familiaridad personal con la palabra de Dios" (ib.). Aunque
otros fieles no ordenados lo superaran en elocuencia, esto no anularía el hecho
de que es representación sacramental de Cristo, cabeza y pastor, y de esto
deriva sobre todo la eficacia de su predicación.
La comunidad parroquial necesita esta eficacia, especialmente en el momento
más característico del anuncio de la Palabra por parte de los ministros
ordenados:  precisamente por esto la proclamación litúrgica del Evangelio y la
homilía que la sigue están reservadas ambas al sacerdote.
5. También la función de guiar a la comunidad como pastor, función propia del
párroco, deriva de su relación peculiar con Cristo, cabeza y pastor. Es una
función que reviste carácter sacramental.

137
No es la comunidad quien la confía al sacerdote, sino que, por medio del
obispo, le viene del Señor. Reafirmar esto con claridad y desempeñar esta
función con humilde autoridad constituye un servicio indispensable a la verdad
y a la comunión eclesial. La colaboración de otros que no han recibido esta
configuración sacramental con Cristo es de desear y, a menudo, resulta
necesaria. Sin embargo, estos de ningún modo pueden realizar la tarea de pastor
propia del párroco. Los casos extremos de escasez de sacerdotes, que aconsejan
una colaboración más intensa y amplia de fieles no revestidos del sacerdocio
ministerial en el cuidado pastoral de una parroquia, no constituyen
absolutamente excepción a este criterio esencial para la cura de las almas, como
lo establece de modo inequívoco la normativa canónica (cf. Código de derecho
canónico, c. 517, 2). En este campo, ofrece un camino seguro para seguir la
exhortación interdicasterial Ecclesiae de mysterio, hoy muy actual, que aprobé
de modo específico.
En el cumplimiento de su deber de guía, con responsabilidad personal, el
párroco cuenta ciertamente con la ayuda de los organismos de consulta
previstos por el Derecho (cf. Código de derecho canónico, cc. 536-537); pero
estos deberán mantenerse fieles a su finalidad consultiva. Por tanto, será
necesario abstenerse de cualquier forma que, de hecho, tienda a desautorizar la
guía del presbítero párroco, porque se desvirtuaría la fisonomía misma de la
comunidad parroquial.
6. Dirijo ahora mi pensamiento, lleno de afecto y gratitud, a los párrocos
esparcidos por el mundo, especialmente a los que trabajan en la vanguardia de
la evangelización. Los animo a proseguir su difícil tarea, pero verdaderamente
valiosa para toda la Iglesia. A cada uno recomiendo recurrir, en el ejercicio del
munus pastoral diario, a la ayuda materna de la bienaventurada Virgen María,
tratando de vivir en profunda comunión con ella. En el sacerdocio ministerial,
como escribí en la Carta a los sacerdotes con ocasión del Jueves santo de
1979, "se da la dimensión espléndida y penetrante de la cercanía a la Madre de
Cristo" (n. 11: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 15 de abril
de 1979, p. 12). Cuando celebramos la santa misa, queridos hermanos
sacerdotes, junto a nosotros está la Madre del Redentor, que nos introduce en el
misterio de la ofrenda redentora de su divino Hijo. "Ad Iesum per Mariam": que
este sea nuestro programa diario de vida espiritual y pastoral.
Con estos sentimientos, a la vez que os aseguro mi oración, os imparto a cada
uno una especial bendición apostólica, que de buen grado extiendo a todos los
sacerdotes del mundo.»
(Discurso del Santo Padre Juan Pablo II a la asamblea plenaria de la
Congregación para el Clero. Viernes 23 de noviembre de 2001)

138
CONGREGACIÓN PARA EL CLERO
“EL PRESBÍTERO, 
PASTOR Y GUÍA
DE LA COMUNIDAD PARROQUIAL”

PARTE I
Sacerdocio común y Sacerdocio ordenado
1. Levantad vuestros ojos (Jn 4,35)
1. «Levantad vuestros ojos y mirad los campos que están dorados para la siega»
(Jn 4,35).Estas palabras del Señor tienen la virtud de mostrar el inmenso
horizonte de la misión de amor del Verbo encarnado.«El Hijo eterno de Dios ha
sido enviado “para que el mundo se salve por medio de Él” (Jn 3,17) y toda su
existencia terrena, plenamente identificada con la voluntad salvífica del Padre,
es una constante manifestación de esa voluntad divina: la salvación universal,
querida eternamente por Dios Padre. Este proyecto histórico lo confía en legado
a toda la Iglesia y, de manera particular, dentro de ella, a los ministros
ordenados. En verdad es grande el misterio del cual hemos sido hechos
ministros. Misterio de un amor sin límites, ya que “habiendo amado a los suyos
que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn 13,1)»[1].
Habilitados, pues, por el carácter y por la gracia del sacramento del Orden, y
hechos testigos y ministros de la misericordia divina, los sacerdotes de
Jesucristo se consagran voluntariamente al servicio de todos en la Iglesia. En
cualquier contexto social y cultural, en todas las circunstancias históricas,
incluidas las actuales, en que se advierte un clima agresivo de secularismo y de
consumismo que aplasta el sentido cristiano en la conciencia de muchos fieles,
los ministros del Señor son conscientes de que «ésta es la victoria que ha
vencido al mundo: nuestra fe» (1 Jn 5,4). Las actuales circunstancias sociales
constituyen , de hecho, una buena ocasión para volver a llamar la atención
sobre la fuerza invencible de la fe y del amor en Cristo, y para recordar que,

139
pese a las dificultades y a la «frialdad» del ambiente, los fieles cristianos -
como también, aunque de modo distinto, los no creyentes - están siempre
presentes en el diligente trabajo pastoral de los sacerdotes. Los hombres desean
encontrar en el sacerdote a un hombre de Dios, que diga con San Agustín:
«Nuestra ciencia es Cristo, y nuestra sabiduría es también Cristo. Él plantó en
nuestras almas la fe de las cosas temporales, y en las eternas nos manifiesta la
verdad»[2]. Estamos en un tiempo de nueva evangelización: hay que saber ir en
busca de las personas que se encuentran a la espera de poder encontrar a Cristo.
2. En el sacramento del Orden, Cristo ha transmitido, en diversos grados, la
propia condición de Pastor de almas a los obispos y a los presbíteros,
haciéndolos capaces de actuar en su nombre y de representar su potestad capital
en la Iglesia. «La unidad profunda de este nuevo pueblo no excluye la
presencia, en su interior, de tareas diversas y complementarias. Así, a los
primeros apóstoles están ligados especialmente aquellos que han sido puestos
para renovar in persona Christi el gesto que Jesús realizó en la Última Cena,
instituyendo el sacrificio eucarístico, “fuente y cima de toda la vida cristiana”
(Lumen gentium, 11). El carácter sacramental que los distingue, en virtud del
Orden recibido, hace que su presencia y ministerio sean únicos, necesarios e
insustituibles»[3]. La presencia del ministro ordenado es condición esencial de
la vida de la Iglesia, y no sólo de su buena organización.
3. Duc in altum![4] Todo cristiano que percibe en el corazón la luz de la fe,
queriendo caminar al ritmo marcado por el Sumo Pontífice, ha de intentar
traducir en hechos este urgente y decidido mandato misionero. Especialmente
los pastores de la Iglesia deberían saberlo captar y ponerlo en práctica con
apremiante diligencia, pues de su sensibilidad sobrenatural depende la
posibilidad de que sea comprensible el camino por el cual Dios quiere guiar a
su pueblo. «Duc in altum! El Señor nos invita a ir mar adentro, fiándonos de su
palabra. ¡Aprendamos de la experiencia jubilar y continuemos en el
compromiso de dar testimonio del Evangelio con el entusiasmo que suscita en
nosotros la contemplación del rostro de Cristo!»[5].
4. Es importante recordar que las perspectivas de fondo delineadas por el Santo
Padre al término del Gran Jubileo del año 2000 fueron establecidas pensando en
las Iglesias particulares, alentadas por el Papa a traducir en «fervor de
propósitos y concretas líneas operativas»[6] la gracia recibida durante el año
jubilar. Esta gracia lleva consigo un reclamo a la misión evangelizadora de la
Iglesia, la cual exige la santidad personal de pastores y fieles, así como un
ferviente sentido apostólico en todos ellos, cada uno según su propia vocación,
al servicio de las propias responsabilidades y deberes, conscientes de que la
salvación eterna de muchos hombres depende de la fidelidad en mostrar a
Cristo con la palabra y con la vida. Urge dar mayor impulso al ministerio

140
sacerdotal en la Iglesia particular, y especialmente en la parroquia, sobre la base
de la auténtica comprensión del ministerio y de la vida del presbítero.
Los sacerdotes«hemos sido consagrados en la Iglesia para este ministerio
específico. Estamos llamados a contribuir, de varios modos, donde la
Providencia nos pone, en la formación de la comunidad del pueblo de Dios.
Nuestra tarea consiste en apacentar la grey de Dios que se nos ha confiado, no
por la fuerza, sino voluntariamente, no tiranizando, sino dando un testimonio
ejemplar (cfr. 1 Pe 5,2-3)(...)Éste es para nosotros el camino de la santidad (...).
Ésta es nuestra misión al servicio del pueblo cristiano»[7].

2. Elementos centrales del ministerio y de la vida de los presbíteros [8]


a) La identidad del presbítero
5. La identidad del sacerdote debe meditarse en el contexto de la voluntad
divina a favor de la salvación, puesto que es fruto de la acción sacramental del
Espíritu Santo, participación de la acción salvífica de Cristo, y puesto que se
orienta plenamente al servicio de tal acción en la Iglesia, en su continuo
desarrollo a lo largo de la historia. Se trata de una identidad tridimensional:
pneumatológica, cristológica y eclesiólogica. No ha de perderse de vista esta
arquitectura teológica primordial en el misterio del sacerdote, llamado a ser
ministro de la salvación, para poder aclarar después, de modo adecuado, el
significado de su concreto ministerio pastoral en la parroquia[9]. Él es el siervo
de Cristo, para ser, a partir de él, por él y con él, siervo de los hombres. Su ser
ontológicamente asimilado a Cristo constituye el fundamento de ser ordenado
para servicio de la comunidad. La total pertenencia a Cristo, convenientemente
potenciada y hecha visible por el sagrado celibato, hace que el sacerdote esté al
servicio de todos. El don admirable del celibato[10], de hecho, recibe luz y
sentido por la asimilación a la donación nupcial del Hijo de Dios, crucificado y
resucitado, a una humanidad redimida y renovada.
El ser y el actuar del sacerdote - su persona consagrada y su ministerio - son
realidades teológicamente inseparables, y tienen como finalidad servir al
desarrollo de la misión de la Iglesia[11]: la salvación eterna de todos los
hombres. En el misterio de la Iglesia - revelada como Cuerpo Místico de Cristo
y Pueblo de Dios que camina en la historia, y establecida como sacramento
universal de salvación[12] -, se encuentra y se descubre la razón profunda del
sacerdocio ministerial, «de manera que la comunidad eclesial tiene absoluta
necesidad del sacerdocio ministerial para que Cristo, cabeza y pastor, esté
presente en ella»[13].
6. El sacerdocio común o bautismal de los cristianos, como participación real
en el sacerdocio de Cristo, constituye una propiedad esencial del Nuevo Pueblo

141
de Dios[14]. «Vosotros sois linaje escogido, sacerdocio real, nación santa,
pueblo adquirido en propiedad...» (1 Pe 2,9); «Nos ha hecho estirpe real,
sacerdotes para su Dios y Padre» (Ap 1,6); «Los hiciste un reino de sacerdotes
para nuestro Dios (Ap 5,10)... serán sacerdotes de Dios y de Cristo, y reinarán
con él» (Ap 20,6).Estos pasajes recuerdan lo que había sido dicho en el Éxodo,
aplicando al Nuevo Israel lo que allí se decía del Antiguo: «Entre todos los
pueblos... vosotros seréis para mí un reino de sacerdotes y una nación santa»
(Ex 19,5-6); y recuerdan todavía más lo dicho en el Deuteronomio: «Tú eres un
Pueblo consagrado al Señor tu Dios; el Señor tu Dios te ha elegido para ser su
Pueblo privilegiado entre todos los pueblos que están sobre la tierra» (Dt 7,6).
«Si el sacerdocio común es consecuencia de que el pueblo cristiano ha sido
elegido por Dios como puente con la humanidad y pertenece a todo creyente en
cuanto injertado en este pueblo, el sacerdocio ministerial, en cambio, es fruto de
una elección, de una vocación específica:  "Jesús llamó a sus discípulos, y
eligió doce de entre ellos" (Lc 6, 13). Gracias al sacerdocio ministerial los fieles
son conscientes de su sacerdocio común y lo actualizan (cfr. Ef 4,11-12), pues
el sacerdote les recuerda que son pueblo de Dios y los capacita para "ofrecer
sacrificios espirituales" (cfr. 1 Pe 2, 5), mediante los cuales Cristo mismo hace
de nosotros un don eterno al Padre (cfr. 1 Pe 3,18). Sin la presencia de Cristo
representado por el presbítero, guía sacramental de la comunidad, ésta no sería
plenamente una comunidad eclesial»[15].
En el seno de este pueblo sacerdotal el Señor ha instituido por tanto un
sacerdocio ministerial, al cual son llamados algunos fieles para servir, por
medio de la sagrada potestad, a todos los demás con caridad pastoral. El
sacerdocio común y el sacerdocio ministerial se distinguen esencialmente y no
sólo en grado[16]: no se trata de una mayor o menor intensidad de participación
en el único sacerdocio de Cristo, sino de participaciones esencialmente
diversas. El sacerdocio común se funda en el carácter bautismal, que es el sello
espiritual de pertenencia a Cristo que «capacita y compromete a los cristianos
para servir a Dios mediante una participación viva en la santa Liturgia de la
Iglesia y a ejercer su sacerdocio bautismal mediante el testimonio de una vida
santa y de una caridad eficaz»[17].
El sacerdocio ministerial, en cambio, se funda en el carácter impreso por el
sacramento del Orden, que configura a Cristo sacerdote, y le permite, con la
sagrada potestad, actuar en la persona de Cristo Cabeza - in persona Christi
Capitis -, para ofrecer el Sacrificio y para perdonar los pecados[18]. A los
bautizados que han recibido en un segundo momento el don del sacerdocio
ministerial, les es conferida sacramentalmente una nueva y específica misión:
impersonar en el seno del pueblo de Dios la triple función – profética, cultual y
real – del mismo Cristo, en cuanto Cabeza y Pastor de la Iglesia[19]. Por tanto,

142
en el ejercicio de sus específicas funciones actúan in persona Christi Capitis e
igualmente, en consecuencia, in nomine Ecclesiae[20].
7. «Nuestro sacerdocio sacramental, pues, es sacerdocio “jerárquico” y al
mismo tiempo “ministerial”. Constituye un ministerium particular, es decir, es
“servicio” respecto a la comunidad de los creyentes. Sin embargo, no tiene su
origen en esta comunidad, como si fuera ella la que “llama” o “delega”. Éste es,
en efecto, don para la comunidad y procede de Cristo mismo, de la plenitud de
su sacerdocio (...) Conscientes de esta realidad comprendemos de qué modo
nuestro sacerdocio es “jerárquico”, es decir, relacionado con la potestad de
formar y dirigir el pueblo sacerdotal (cfr.. Ivi) y precisamente por esto
“ministerial”. Realizamos esta función mediante la cual Cristo mismo “sirve”
incesantemente al Padre en la obra de nuestra salvación. Toda nuestra
existencia sacerdotal está y debe estar impregnada profundamente por este
servicio, si queremos realizar de manera real y adecuada el Sacrificio
eucarístico in persona Christi»[21].
En los últimos decenios la Iglesia ha conocido problemas de «identidad
sacerdotal», derivados, en algunas ocasiones, de una visión teológica que no
distingue claramente entre los dos modos de participación en el sacerdocio de
Cristo. En algunos ambientes se ha llegado a romper aquel profundo equilibrio
eclesiológico, tan propio del Magisterio auténtico y perenne. 
Hoy se dan todas las condiciones para superar el peligro tanto de la
«clericalización» de los laicos[22] como de la «secularización» de los ministros
sagrados.
El generoso empeño de los laicos en los ámbitos del culto, de la transmisión de
la fe y de la pastoral, en un momento además de escasez de presbíteros, ha
inducido en ocasiones a algunos ministros sagrados y a algunos laicos a ir más
allá de lo que consiente la Iglesia, e incluso de lo que supera su ontológica
capacidad sacramental. De aquí se deriva también una minusvaloración teórica
y práctica de la específica misión laical, que consiste en santificar desde dentro
las estructuras de la sociedad.
De otra parte, en esta crisis de identidad, se produce también la
«secularización» de algunos ministros sagrados, por un oscurecimiento de su
específico papel, absolutamente insustituible, en la comunión eclesial.
8. El sacerdote, alter Christus, es en la Iglesia el ministro de las acciones
salvíficas esenciales[23]. Por su poder de ofrecer el Sacrificio del Cuerpo y la
Sangre del Redentor, por su potestad de anunciar con autoridad el Evangelio, de
vencer el mal del pecado mediante el perdón sacramental, él – in persona
Christi Capitis – es fuente de vida y de vitalidad en la Iglesia y en su parroquia.
El sacerdote no es la fuente de esta vida espiritual, sino el hombre que la

143
distribuye a todo el pueblo de Dios. Es el siervo que, con la unción del espíritu,
accede al santuario sacramental: Cristo Crucificado (Cfr. Jn 19, 31-37) y
Resucitado (cfr. Jn 20,20-23), del cual emana la salvación.  
En María, Madre del Sumo y Eterno Sacerdote, el sacerdote toma conciencia de
ser con Ella, «instrumento de comunicación salvífica entre Dios y los
hombres», aunque de modo diferente: la Santísima Virgen mediante la
Encarnación, el sacerdote mediante el poder del Orden[24]. La relación del
sacerdote con María no se reduce sólo a la necesidad de protección y ayuda; se
trata ante todo de tomar conciencia de un dato objetivo: «la cercanía de la
Señora», como «presencia operante junto a la cual la Iglesia quiere vivir el
misterio de Cristo»[25].
9. En cuanto partícipe de la acción directiva de Cristo Cabeza y Pastor sobre su
Cuerpo[26], el sacerdote está específicamente capacitado para ser, en el plano
pastoral, el «hombre de la comunión»[27], de la guía y del servicio a todos. Él
está llamado a promover y a mantener la unidad de los miembros con la cabeza,
y de todos entre sí. Por vocación, él une y sirve a la doble dimensión que la
misma función pastoral de Cristo posee (Cfr. Mt 20,28; Mc 10,45; Lc 22,27).
La vida de la Iglesia requiere, para su desarrollo, energías que sólo este
ministerio de la comunión, de la guía y del servicio puede ofrecer. Exige
sacerdotes que, totalmente asimilados al Maestro, depositarios de una vocación
originaria a la plena identificación con Cristo, vivan ,“con” Él y “en” Él, todo el
conjunto de las virtudes manifestadas en Cristo Pastor, y que, entre otras cosas,
recibe luz y sentido de la asimilación a la donación nupcial del Hijo de Dios,
crucificado y resucitado, a una humanidad redimida y renovada. Exige que haya
sacerdotes que quieran ser fuente de unidad y de donación fraterna a todos –
especialmente a los más necesitados–, hombres que reconozcan su identidad
sacerdotal en el Buen Pastor[28], y que esa imagen sea vivida internamente y
manifestada externamente de modo que todos puedan reconocerla, en cualquier
lugar y tiempo[29].
El sacerdote hace presente a Cristo Cabeza de la Iglesia mediante el ministerio
de la Palabra, participación en su función profética[30]. In persona et in nomine
Christi, el sacerdote es ministro de la palabra evangelizadora, que invita a todos
a la conversión y a la santidad; es ministro de la palabra cultual, que ensalza la
grandeza de Dios y da gracias por su misericordia; es ministro de la palabra
sacramental, que es fuente eficaz de gracia. Según esta múltiple modalidad el
sacerdote, con la fuerza del Paráclito, prolonga la enseñanza del divino Maestro
en el interior de su Iglesia.

b) La unidad de vida

144
10. La configuración sacramental con Jesucristo impone al sacerdote un nuevo
motivo para alcanzar la santidad[31], a causa del ministerio que le ha sido
confiado, que es en sí mismo santo. Esto no significa que la santidad, a la cual
son llamados los sacerdotes, sea subjetivamente mayor que la santidad a la que
son llamados todos los fieles cristianos por motivo del bautismo. La santidad es
siempre la misma[32], si bien con diversas expresiones[33], pero el sacerdote
debe tender a ella por un nuevo motivo: corresponder a la nueva gracia que le
ha conformado para representar a la persona de Cristo, Cabeza y Pastor, como
instrumento vivo en la obra de la salvación[34]. En el cumplimiento de su
ministerio, por tanto, aquel que es “sacerdos in aeternum”, debe esforzarse por
seguir en todo el ejemplo del Señor, uniéndose a Él «en el conocimiento de la
voluntad del Padre, y en el don de sí mismos por el rebaño»[35]. Sobre este
fundamento de amor a la voluntad divina y de caridad pastoral se construye la
unidad de vida[36], es decir, la unidad interior[37] entre la vida espiritual y la
actividad ministerial. El crecimiento de esta unidad de vida se fundamente en la
caridad pastoral[38] nutrida por una sólida vida de oración, de manera que el
presbítero ha de ser inseparablemente testimonio vivo de caridad y maestro de
vida interior.
11. La entera historia de la Iglesia se encuentra iluminada por espléndidos
modelos de donación pastoral verdaderamente radical. Existe ciertamente un
numeroso batallón de santos sacerdotes que, como el Cura de Ars, patrono de
los párrocos, han llegado a una eximia santidad a través de la generosa e
incansable dedicación a la cura de almas, acompañada de una profunda ascesis
y de una gran vida interior. Estos pastores, inflamados por el amor de Cristo y
por la consiguiente caridad pastoral, constituyen un Evangelio vivo.
Algunas corrientes culturales contemporáneas confunden la virtud interior, la
mortificación y la espiritualidad con una forma de intimismo, de alienación y,
por tanto, de egoísmo incapaz de comprender los problemas del mundo y de la
gente. Se ha desarrollado también, en algunos lugares, una tipología multiforme
de presbíteros: desde el sociólogo al terapeuta, del obrero al político, al
“manager”... hasta llegar al sacerdote “jubilado”. A este propósito se debe
recordar que el presbítero es portador de una consagración ontológica que se
extiende a tiempo completo. Su identidad de fondo hay que buscarla en el
carácter conferido por el sacramento del Orden, por el cual se desarrolla
fecundamente la gracia pastoral. Por tanto, el presbítero debería saber actuar
siempre en cuanto sacerdote. Él, como decía San Juan Bosco, es sacerdote tanto
en el altar y en el confesionario como en la escuela o por la calle: en cualquier
sitio. Alguna vez los mismos sacerdotes son inducidos, por circunstancias
actuales, a pensar que su ministerio se encuentra en la periferia de la vida,

145
cuando en realidad se encuentra en el corazón mismo de ella, puesto que tiene
la capacidad de iluminar, reconciliar y renovar todas las cosas.
 Puede suceder también que algunos sacerdotes, tras haber comenzado su
ministerio con un entusiasmo cargado de ideales, experimenten el desinterés y
la desilusión, e incluso el fracaso. Muchas son las causas: desde la deficiente
formación hasta la falta de fraternidad en el presbiterio diocesano, desde el
aislamiento personal hasta la ausencia de interés y apoyo por parte del
Obispo[39] mismo y de la comunidad, desde los problemas personales, incluso
de salud, hasta la amargura de no encontrar respuestas y soluciones, desde la
desconfianza por la ascesis y el abandono de la vida interior hasta la falta de fe.
De hecho el dinamismo ministerial exento de una sólida espiritualidad
sacerdotal se traduciría en un activismo vacío y privado de valor profético.
Resulta claro que la ruptura de la unidad interior en el sacerdote es
consecuencia, sobre todo, del enfriamiento de su caridad pastoral, o sea, del
descuido a la hora de «custodiar con amor vigilante el misterio del que es
portador para el bien de la Iglesia y de la humanidad»[40].
Entretenerse en coloquio íntimo de adoración frente al Buen Pastor, presente en
el Santísimo Sacramento del altar, constituye una prioridad pastoral superior
con mucho a cualquier otra. El sacerdote, guía de una comunidad, debe poner
en práctica esta prioridad para no caer en la aridez interior y convertirse en
canal seco, que a nadie puede ofrecer cosa alguna.
La obra pastoral de mayor relevancia es, sin duda alguna, la espiritualidad.
Cualquier plan pastoral, cualquier proyecto misionero, cualquier dinamismo en
la evangelización, que prescindiese del primado de la espiritualidad y del culto
divino estaría destinado al fracaso.
c) Un camino específico hacia la santidad
12. El sacerdocio ministerial, en la medida en que configura con el ser y el
obrar sacerdotal de Cristo, introduce una novedad en la vida espiritual de quien
ha recibido este don. Es una vida espiritual conformada por la participación en
la capitalidad de Cristo en su Iglesia, y que madura en el servicio ministerial a
ella: una santidad en el ministerio y para el ministerio.
13. La profundización en la «conciencia de ser ministro»[41] es, por tanto, de
gran importancia para la vida espiritual del sacerdote y para la eficacia de su
ministerio mismo.
La relación ministerial con Jesucristo «instaura y exige en el sacerdote una
posterior relación que procede de la “intención”, es decir, de la voluntad
consciente y libre de hacer, mediante los gestos ministeriales, lo que quiere
hacer la Iglesia»[42]. La expresión «tener la intención de hacer lo que hace la

146
Iglesia» ilumina la vida espiritual del ministro sagrado, invitándole a reconocer
la personal instrumentalidad al servicio de Cristo y de su Esposa, y a ponerla en
práctica en las concretas acciones ministeriales. La «intención», en este sentido,
contiene necesariamente una relación con el actuar de Cristo Cabeza en y a
través de la Iglesia, adecuación a su voluntad, fidelidad a sus disposiciones,
docilidad a sus gestos: el quehacer ministerial es instrumento del obrar de
Cristo y de la Iglesia, que es su Cuerpo.
Se trata de una voluntad personal permanente: «Semejante relación tiende, por
su propia naturaleza, a hacerse lo más profunda posible, implicando la mente,
los sentimientos, la vida, o sea, una serie de disposiciones morales y espirituales
correspondientes a los gestos ministeriales que el sacerdote realiza»[43].
La espiritualidad sacerdotal exige respirar un clima de cercanía al Señor Jesús,
de amistad y de encuentro personal, de misión ministerial «compartida», de
amor y servicio a su Persona en la «persona» de la Iglesia, su Cuerpo, su
Esposa. Amar a la Iglesia y entregarse a ella en el servicio ministerial requiere
amar profundamente al Señor Jesús. «Esta caridad pastoral fluye, sobre todo,
del Sacrificio Eucarístico, que se manifiesta por ello como centro y raíz de toda
la vida del presbítero, de suerte que lo que se efectúa en el altar lo procure
reproducir en sí el alma del sacerdote. Cosa que no puede conseguirse si los
mismos sacerdotes no penetran más íntimamente cada vez, por la oración, en el
misterio de Cristo».[44]
En la penetración de este misterio viene en nuestra ayuda la Virgen Santísima,
asociada al Redentor, porque «cuando celebramos la Santa Misa, en medio de
nosotros está la Madre del Hijo de Dios y nos introduce en el misterio de su
ofrenda de redención. De este modo, se convierte en mediadora de las gracias
que brotan de esta ofrenda para la Iglesia y para todos los fieles»[45]. De hecho,
«María fue asociada de modo único al sacrificio sacerdotal de Cristo,
compartiendo su voluntad de salvar el mundo mediante la cruz. Ella fue la
primera persona y la que con más perfección participó espiritualmente en su
oblación de Sacerdos et Hostia. Como tal, a los que participan en el plano
ministerial del sacerdocio de su Hijo puede obtenerles y darles la gracia del
impulso para responder cada vez mejor a las exigencias de la oblación espiritual
que el sacerdocio implica: sobre todo, la gracia de la fe, de la esperanza y de la
perseverancia en las pruebas, reconocidas como estímulos para una
participación más generosa en la ofrenda redentora»[46].
La Eucaristía debe ocupar para el sacerdote «el lugar verdaderamente central de
su ministerio»[47], porque en ella está contenido todo el bien espiritual de la
Iglesia y es de por sí fuente y culmen de toda la evangelización[48]. ¡De aquí la
posición tan relevante que ocupa dentro de la jornada la preparación a la Santa

147
Misa, su celebración cotidiana[49], la acción de gracias y la visita a Jesús
Sacramentado!
14. El sacerdote, además del Sacrificio eucarístico, celebra diariamente la
sagrada Liturgia de las Horas, a la que se ha comprometido libremente con
obligación grave. Por la inmolación incruenta de Cristo sobre el altar, por la
celebración del Oficio divino junto con toda la Iglesia, el corazón del sacerdote
intensifica su amor al divino Pastor, haciéndolo visible a los fieles. El sacerdote
ha recibido el privilegio de “hablar a Dios en nombre de todos”, de hacerse
“como la boca de toda la Iglesia”[50]; completa con el oficio divino lo que falta
a la alabanza de Cristo, y en cuanto embajador acreditado, su intercesión está
entre las más eficaces para la salvación del mundo[51].
d) La fidelidad del sacerdote a la disciplina eclesiástica
15. La «conciencia de ser ministro» comporta también la conciencia del actuar
orgánico del cuerpo de Cristo. De hecho, la vida y la misión de la Iglesia, para
poder desarrollarse, exigen un ordenamiento, unas reglas y unas leyes de
conducta, es decir, un orden disciplinar. Es preciso superar cualquier prejuicio
frente a la disciplina eclesiástica, comenzando por la expresión misma, y
superar también cualquier temor o complejo a la hora de referirse a ella o de
solicitar oportunamente su cumplimiento. Cuando se observan las normas y los
criterios que constituyen la disciplina eclesiástica, se evitan las tensiones que,
de otro modo, comprometerían el esfuerzo pastoral unitario del cual la Iglesia
tiene necesidad para cumplir eficazmente su misión evangelizadora. La
asunción madura del propio empeño ministerial comprende la certeza de que la
Iglesia «necesita unas normas que pongan de manifiesto su estructura jerárquica
y orgánica, y que ordenen debidamente el ejercicio de los poderes confiados a
ella por Dios, especialmente el de la potestad sagrada y el de la administración
de los sacramentos»[52].
Además, la conciencia de ser ministro de Cristo y de su Cuerpo místico implica
el empeño por cumplir fielmente la voluntad de la Iglesia, que se expresa
concretamente en las normas[53]. La legislación de la Iglesia tiene como fin
una mayor perfección de la vida cristiana, para un mejor cumplimiento de la
misión salvífica, y por tanto, es preciso vivirla con ánimo sincero y buena
voluntad. 
Entre todos los aspectos, merece particular atención el de la docilidad a las
leyes y a las disposiciones litúrgicas de la Iglesia, es decir, el amor fiel a una
normativa que tiene el fin de ordenar el culto de acuerdo con la voluntad del
Sumo y Eterno Sacerdote y de su Cuerpo místico. La sagrada Liturgia es
considerada como el ejercicio del sacerdociode Jesucristo[54], acción sagrada
por excelencia, «cumbre a la cual tiende la actividad de la Iglesia y al mismo

148
tiempo la fuente de donde mana toda su fuerza»[55]. Por consiguiente, éste es
el ámbito donde mayor debe ser la conciencia de ser ministro, y de actuar en
conformidad con los compromisos libre y solemnemente asumidos ante Dios y
la comunidad. «La reglamentación de la sagrada liturgia es de la competencia
exclusiva de la autoridad eclesiástica; ésta reside en la Sede Apostólica y, en la
medida que determine la ley, en el Obispo. (...) Por lo mismo, que nadie,
aunque sea sacerdote, añada, quite o cambie cosa alguna por iniciativa propia
en la liturgia»[56]. Arbitrariedades, expresiones subjetivistas, improvisaciones
y desobediencia en la celebración eucarística constituyen otras tantas evidentes
contradicciones con la esencia misma de la Santísima Eucaristía, que es el
sacrificio de Cristo. Lo mismo vale para la celebración de los otros
sacramentos, sobre todo para el Sacramento de la Penitencia, mediante el cual
se perdonan los pecados y se reconcilia uno con la Iglesia[57].
Una atención análoga han de prestar los presbíteros a la participación auténtica
y consciente de los fieles en la sagrada Liturgia, que la Iglesia no deja de
promover[58]. En la sagrada Liturgia existen funciones que pueden ser
desempeñadas por fieles que no han recibido el Sacramento del Orden; otras, en
cambio, son propias y absolutamente exclusivas de los ministros ordenados[59].
El respeto por las distintas identidades del estado de vida, su mutua
complementariedad para la misión, exigen evitar cualquier confusión en esta
materia.
e) El sacerdote en la comunión eclesial
16. Para servir a la Iglesia —comunidad orgánicamente estructurada por fieles
dotados de la misma dignidad bautismal, pero con carismas y funciones
diversos— es necesario conocerla y amarla, no como la querrían efímeras
corrientes de pensamiento o ideologías diversas, sino como ha sido querida por
Jesucristo, que la ha fundado. La función ministerial de servicio a la comunión,
a partir de la configuración con Cristo Cabeza, exige conocer y respetar la
especifidad del papel del fiel laico, promoviendo de todas las formas posibles la
asunción por parte de cada uno de la propia responsabilidad. El sacerdote está al
servicio de la comunidad, pero a su vez se encuentra sostenido por la
comunidad. Éste tiene necesidad de la aportación del laicado, no sólo para la
organización y la administración de su comunidad, sino también para la fe y la
caridad; existe una especie de ósmosis entre la fe del presbítero y la fe de los
otros fieles. Las familias cristianas y las comunidades de gran fervor religioso a
menudo han ayudado a los sacerdotes en los momentos de crisis. Es también
importante, por este motivo, que los presbíteros conozcan, estimen y respeten
las características del seguimiento de Cristo propio de la vida consagrada,
tesoro preciosísimo de la Iglesia, y testimonio de la fecunda labor del Espíritu
Santo en ella.

149
En la medida en que los presbíteros son signos vivos y al mismo tiempo
servidores de la comunión eclesial, se integran en la unidad viviente de la
Iglesia prolongada en el tiempo, que es la sagrada Tradición, de la que el
Magisterio es custodio y garante. La fecunda referencia a la Tradición concede
al ministerio del presbítero la solidez y la objetividad del testimonio de la
Verdad, que en Cristo se ha revelado en la historia. Esto le ayuda a huir del
prurito de novedad, que daña la comunión y vacía de profundidad y de
credibilidad el ejercicio del ministerio sacerdotal.
De modo especial el párroco debe promover pacientemente la comunión de la
propia parroquia con su Iglesia particular y con la Iglesia universal. Por lo
mismo, debe ser también verdadero modelo de adhesión al Magisterio perenne
de la Iglesia y a su disciplina.
f) Sentido de lo universal en lo particular
17. «Es necesario que el sacerdote tenga la conciencia de que su “estar en una
Iglesia particular” constituye, por su propia naturaleza, un elemento calificativo
para vivir una espiritualidad cristiana. Por ello, el presbítero encuentra,
precisamente en su pertenencia y dedicación a la Iglesia particular, una fuente
de significados, de criterios de discernimiento y de acción, que configuran tanto
su misión pastoral, como su vida espiritual»[60]. Se trata de una materia
importante, de la que se debe adquirir una visión amplia, que tenga en cuenta
cómo «la pertenencia y dedicación a una Iglesia particular no circunscriben la
actividad y la vida del presbítero, pues, dada la misma naturaleza de la Iglesia
particular y del ministerio sacerdotal, aquellas no pueden reducirse a estrechos
límites»[61].
El concepto de incardinación, modificado por el Concilio Vaticano II y
expresado en el Código[62], permite superar el peligro de encerrar el ministerio
de los presbíteros dentro de límites estrechos, no tanto geográficos como
psicológicos o incluso teológicos. La pertenencia a una Iglesia particular y el
servicio pastoral a la comunión dentro de ella —elementos de orden
eclesiológico— encuadran también existencialmente la vida y la actividad de
los presbíteros, y les dan una fisonomía constituida por orientaciones pastorales
específicas, metas, dedicación personal a tareas determinadas, encuentros
pastorales, e intereses compartidos. Para comprender y amar efectivamente a la
Iglesia particular, así como la pertenencia y la dedicación a ella, sirviéndola y
sacrificándose por ella hasta la entrega de la propia vida, es necesario que el
ministro sagrado sea cada vez más consciente de que la Iglesia universal «es
una realidad ontológica y temporalmente previa a cada concreta Iglesia
particular»[63]. De hecho, no es la suma de las Iglesias particulares lo que
constituye la Iglesia universal. Las Iglesias particulares, en y desde la Iglesia

150
universal, deben estar abiertas a una realidad de verdadera comunión de
personas, de carismas, de tradiciones espirituales, más allá de cualquier frontera
geográfica, intelectual o psicológica[64]. ¡El presbítero ha de tener claro que
una sola es la Iglesia! La universalidad, es decir, la catolicidad, debe llenar con
su propia sustancia la particularidad. El profundo, verdadero y vital vínculo de
comunión con la Sede de Pedro constituye la garantía y la condición necesaria
de todo esto. La misma acogida motivada, difusión y aplicación fiel de los
documentos papales y de aquellos que emanan los Dicasterios de la Curia
Romana es una expresión de ello.
Hemos considerado el ser y la acción de todo sacerdote en cuanto tal. Ahora
nuestra reflexión se dirige de modo específico al sacerdote constituido en el
oficio de párroco.

151
PARTE II
La Parroquia y el Párroco
1. La parroquia y el oficio de párroco
18. Los rasgos eclesiológicos más significativos de la noción teológico-
canónica de parroquia han sido concebidos por el Concilio Vaticano II a la luz
de la Tradición, de la doctrina católica y de la eclesiología de comunión, y
traducidos más tarde en leyes por el Código de Derecho Canónico. Éstos han
sido desarrollados desde diferentes puntos de vista en el magisterio pontificio
postconciliar, ya sea de una manera explícita o implícita, siempre dentro de la
reflexión sobre el sacerdocio ordenado. Es útil resumir, por tanto, las
principales características de la doctrina teológica y canónica sobre la materia,
sobre todo para dar mejor respuesta a los desafíos pastorales que se presentan a
comienzos del tercer milenio en el ministerio parroquial de los presbíteros.
Cuanto se dice del párroco, por analogía, y bajo el perfil de una función pastoral
de guía, afecta también en gran medida a aquellos sacerdotes que prestan su
ayuda en la parroquia, y a cuantos tienen específicos encargos pastorales, por
ejemplo, en lugares donde se concentran grupos de fieles (hospitales,
universidades, escuelas...), o en labores de asistencia a inmigrantes, extranjeros,
etc.
La parroquia es una concreta communitas christifidelium, constituida
establemente en el ámbito de una Iglesia particular, y cuya cura pastoral es
confiada a un párroco como pastor propio, bajo la autoridad del Obispo
diocesano[65]. Toda la vida de la parroquia, así como el significado de sus
tareas apostólicas ante la sociedad, deben ser entendidos y vividos con un
sentido de comunión orgánica entre el sacerdocio común y el sacerdocio
ministerial, y por tanto, de colaboración fraterna y dinámica entre pastores y
fieles en el más absoluto respeto de los derechos, deberes y funciones ajenos,
donde cada uno tiene sus propias competencias y su propia responsabilidad. El
párroco «en estrecha comunión con el Obispo y con todos los fieles, evitará
introducir en su ministerio pastoral tanto formas de autoritarismo extemporáneo

152
como modalidades de gestión democratizante ajenas a la realidad más profunda
del ministerio»[66]. A este respecto, mantiene pleno vigor la Instrucción
interdicasterial Ecclesiae de Mysterio, aprobada por el Sumo Pontífice, cuya
aplicación íntegra asegura la correcta praxis eclesial en este campo fundamental
para la vida misma de la Iglesia.
El vínculo intrínseco con la comunidad diocesana y con su Obispo, en
comunión jerárquica con el Sucesor de Pedro, asegura a la comunidad
parroquial la pertenencia a la Iglesia universal. Se trata, por tanto, de una pars
dioecesis[67] animada por un mismo espíritu de comunión, por una ordenada
corresponsabilidad bautismal, por una misma vida litúrgica, centrada en la
celebración de la Eucaristía[68], y por un mismo espíritu de misión, que
caracteriza a toda la comunidad parroquial. Cada parroquia, en definitiva, «está
fundada sobre una realidad teológica, porque ella es una comunidad eucarística.
Esto significa que es una comunidad idónea para celebrar la Eucaristía, en la
que se encuentran la raíz viva de su edificación y el vínculo sacramental de su
existir en plena comunión con toda la Iglesia. Tal idoneidad radica en el hecho
de ser la parroquia una comunidad de fe y una comunidad orgánica, es decir,
constituida por los ministros ordenados y por los demás cristianos, en la que el
párroco —que representa al Obispo diocesano— es el vínculo jerárquico con
toda la Iglesia particular»[69] .
En este sentido, la parroquia, que es como una célula de la diócesis, debe
ofrecer «un claro ejemplo de apostolado comunitario, al reducir a unidad todas
las diversidades humanas que en ella se encuentran e insertarlas en la
universalidad de la Iglesia»[70]. La communitas christifidelium, en la noción de
parroquia, constituye el elemento esencial de base, de carácter personal, y, con
tal expresión, se quiere subrayar la relación dinámica entre personas que, de
manera determinada, bajo la guía indispensable de su propio pastor, la
componen. Por regla general, se trata de todos los fieles de un territorio
determinado; o bien, solamente de algunos fieles, en el caso de las parroquias
personales, constituidas sobre la base del rito, la lengua, la nacionalidad u otras
motivaciones concretas[71].
19. Otro elemento básico de la noción de parroquia es la cura pastoral o cura
de almas, propia del oficio de párroco, que se manifiesta, principalmente, en la
predicación de la Palabra de Dios, en la administración de los sacramentos y en
la guía pastoral de la comunidad[72]. En la parroquia, ámbito de la cura
pastoral ordinaria, «el párroco es el pastor propio de la parroquia que se le
confía, y ejerce la cura pastoral de la comunidad que le está encomendada bajo
la autoridad del Obispo diocesano en cuyo ministerio de Cristo ha sido llamado
a participar, para que en esa misma comunidad cumpla las funciones de
enseñar, santificar y regir, con la cooperación también de otros presbíteros o

153
diáconos, y con la ayuda de fieles laicos, conforme a la norma del
derecho»[73]. Esta noción de párroco manifiesta una gran riqueza eclesiológica,
y no impide al Obispo establecer otras formas de la cura animarum, según las
normas del derecho.
La necesidad de adaptar la asistencia pastoral en la parroquia a las
circunstancias del tiempo actual, caracterizado en algunos lugares por la
escasez de sacerdotes, y también por la existencia de parroquias urbanas
superpobladas y parroquias rurales dispersas, o bien por el reducido número de
parroquianos, ha hecho aconsejable introducir en el derecho universal de la
Iglesia algunas innovaciones, no ciertamente en cuestiones de principio,
relativas al titular de la cura pastoral de la parroquia. Una de éstas consiste en la
posibilidad de confiar in solidum a varios sacerdotes la cura pastoral de una o
varias parroquias, con la condición terminante de que uno solo de ellos sea el
moderador, el que dirija la actividad común y responda de ella personalmente
ante el Obispo[74]. Se confía por tanto el único oficio pastoral, la única cura
pastoral de la parroquia a un titular múltiple, constituido por varios sacerdotes,
que reciben una idéntica participación en el oficio confiado, bajo la dirección
personal de un hermano moderador. Confiar la cura pastoral in solidum resulta
útil para resolver algunas situaciones en diócesis donde los sacerdotes, siendo
pocos, tienen que organizar su tiempo en la asistencia de actividades
ministeriales diversas, y constituye un medio oportuno para promover la
corresponsabilidad pastoral de los presbíteros y, de manera especial, para
facilitar la costumbre de la vida en común de los sacerdotes, que se ha de
recomendar vivamente[75].
No se puede prudentemente ignorar, sin embargo, algunas dificultades que
puede comportar la cura pastoral in solidum —siempre y en cualquier caso
compuesta sólo por sacerdotes—, ya que es connatural a los fieles la
identificación con el propio pastor, y puede ser desorientadora, y no bien
comprendida, la presencia cambiante de varios presbíteros, aunque estén
coordinados entre sí. Es evidente la riqueza de la paternidad espiritual del
párroco, como un “pater familias” sacramental de la parroquia, con los
consiguientes vínculos que generan gran fecundidad pastoral.
En los casos en que lo exija la necesidad pastoral, el Obispo diocesano puede
proceder oportunamente a la asignación temporal de más parroquias a la cura
pastoral de un solo párroco[76].
Cuando las circunstancias lo sugieran, la asignación de una parroquia a un
administrador[77] puede constituir una solución provisional[78]. Es oportuno
recordar, sin embargo, que el oficio de párroco, siendo esencialmente pastoral,
exige plenitud y estabilidad[79]. El párroco debería ser un icono de la presencia

154
del Cristo histórico. La exigencia de la configuración con Cristo subraya este
deber prioritario.
20. Para desempeñar la misión de pastor en una parroquia, que comporta la
plena cura de almas, se requiere de modo absoluto el ejercicio del orden
sacerdotal[80]. Por tanto, además de la comunión eclesial[81], el requisito
explícitamente exigido por el derecho canónico para que cualquiera pueda ser
nombrado válidamente párroco es que haya sido constituido en el sagrado
Orden del presbiterado[82].
Por cuanto se refiere a la responsabilidad del párroco en el anuncio de la
palabra de Dios y en la predicación de la auténtica doctrina católica, el can. 528
menciona expresamente la homilía y la instrucción catequética; la promoción de
iniciativas que difundan el espíritu evangélico en cada ámbito de la vida
humana; la formación católica de los niños y de los jóvenes, y el empeño en
que, con la ordenada colaboración de los fieles laicos, el mensaje del Evangelio
llegue a aquellos que hayan abandonado la práctica religiosa o no profesan la
verdadera fe[83], y así puedan, con la gracia de Dios, llegar a la conversión.
Como es lógico, el párroco no está obligado a realizar personalmente todas
estas tareas, sino a procurar que se realicen de manera oportuna, conforme a la
recta doctrina y a la disciplina eclesial, en el seno de la parroquia, según las
circunstancias y siempre bajo su propia responsabilidad. Algunas de estas
funciones, por ejemplo, la homilía durante la celebración eucarística[84],
deberán realizarse siempre y exclusivamente por un ministro ordenado.
«Aunque otros fieles no ordenados lo superaran en elocuencia, esto no anularía
su ser representación sacramental de Cristo, cabeza y pastor, y de esto deriva
sobre todo la eficacia de su predicación»[85]. En cambio, otras funciones, como
por ejemplo la catequesis, podrán ser desarrolladas habitualmente por fieles
laicos que hayan recibido la debida preparación, según la recta doctrina, y
lleven una vida cristiana coherente, manteniendo siempre la obligación del
contacto personal entre párroco y fieles. El beato Juan XXIII escribía que «es
de suma importancia que el clero en todo tiempo y lugar sea fiel a su deber de
enseñar. “Aquí —decía a este propósito San Pío X— es preciso tender sólo a
esto e insistir sólo en esto, es decir, en que todo sacerdote no está obligado por
ningún otro oficio más grave ni por ningún otro vínculo más estrecho”»[86].
Sobre el párroco, como es obvio, por una razón de efectiva caridad pastoral,
graba el deber de ejercer una atenta y primorosa vigilancia sobre todos y cada
uno de sus colaboradores. En aquellos países en que existen fieles
pertenecientes a diferentes grupos lingüísticos, si no fuera erigida una parroquia
personal[87], u otra solución adecuada, será el párroco territorial, como pastor
propio[88], el que se preocupe de atender las peculiares necesidades de sus
fieles, también en lo que afecta a sus específicas sensibilidades culturales.

155
21. En cuanto a los medios ordinarios de santificación, el can. 528 establece que
el párroco debe empeñarse particularmente en que la Santísima Eucaristía
constituya el centro de la comunidad parroquial, y que todos los fieles puedan
alcanzar la plenitud de la vida cristiana mediante una consciente y activa
participación en la sagrada Liturgia, la celebración de los sacramentos, la vida
de oración y las buenas obras.
Merece la pena considerar el hecho de que el Código menciona la recepción
frecuente de la Eucaristía y la práctica también frecuente del sacramento de la
Penitencia. Esto sugiere la oportunidad de que el párroco, al establecer en la
parroquia los horarios de las Misas y de las confesiones, considere cuáles son
los momentos más adecuados para la mayor parte de los fieles, permitiendo
también a los que tienen especiales dificultades de horario acercarse fácilmente
a los sacramentos. Una atención particular deberán reservar los párrocos a las
confesiones individuales, en el espíritu y en la forma establecida por la
Iglesia[89]. Recuérdese, además, que ésta precede necesariamente a la primera
comunión de los niños[90]. Téngase también presente que, por motivos
pastorales obvios, con el fin de facilitar a los fieles la recepción del sacramento,
se pueden escuchar confesiones individuales durante la celebración de la Santa
Misa[91].
Además, debe hacerse todo lo posible por «respetar la sensibilidad del penitente
en loconcernientea la elección de la modalidad de la confesión, es decir, cara a
cara o a través de la rejilla del confesionario»[92]. El confesor también puede
tener razones pastorales para preferir el uso del confesionario con rejilla[93].
Se deberá favorecer al máximo la práctica de la visita al Santísimo Sacramento,
disponiendo y estableciendo, de manera fija, el mayor espacio de tiempo
posible en que la iglesia permanezca abierta. No son pocos los párrocos que,
felizmente, promueven la adoración mediante la exposición solemne del
Santísimo Sacramento y la bendición eucarística, de tan abundantes frutos para
la vitalidad de la parroquia.
La Santísima Eucaristía es custodiada con amor en el tabernáculo «como el
corazón espiritual de la comunidad religiosa y parroquial»[94]. « Sin el culto
eucarístico, como su corazón palpitante, la parroquia se vuelve estéril»[95]. «Si
queréis que los fieles recen con gusto y con piedad —decía Pío XII al clero de
Roma— precededlos en la iglesia con el ejemplo, haciendo oración delante de
ellos. Un sacerdote de rodillas ante el tabernáculo, en actitud digna, con
profundo recogimiento, es un modelo de edificación, una advertencia y una
invitación a la imitación orante para el pueblo»[96].
22 Por su parte, el can. 529 contempla las exigencias principales que comporta
el cumplimiento de la función pastoral parroquial, configurando así en cierto

156
sentido la actitud ministerial del párroco. Como pastor propio, éste se esfuerza
en conocer a los fieles confiados a su cura, evitando caer en el peligro del
funcionalismo: no es un funcionario que cumple un papel y ofrece servicios a
los que lo solicitan. Como hombre de Dios, ejerce de modo pleno el propio
ministerio, buscando a los fieles, visitando a las familias, participando en sus
necesidades, en sus alegrías; corrige con prudencia, cuida de los ancianos, de
los débiles, de los abandonados, de los enfermos, y se entrega a los moribundos;
dedica particular atención a los pobres y a los afligidos; se esfuerza en la
conversión de los pecadores, de cuantos están en el error, y ayuda a cada uno a
cumplir con su propio deber, fomentando el crecimiento de la vida cristiana en
las familias[97].
Educar en la práctica de la obras de misericordia espirituales y corporales
constituye una prioridad pastoral, y es signo de vitalidad en una comunidad
cristiana.
También resulta significativo el encargo, confiado al párroco, de promocionar
la función propia de los fieles laicos en la misión de la Iglesia, es decir, la
función de impulsar y perfeccionar el orden de las realidades temporales con el
espíritu evangélico, dando testimonio de Cristo, particularmente en el ejercicio
de las tareas seculares[98].
Por otra parte, el párroco debe colaborar con el Obispo y con los otros
presbíteros de la diócesis para que los fieles, participando en la comunidad
parroquial, se sientan también miembros de la diócesis y de la Iglesia
universal[99]. La creciente movilidad de la sociedad actual hace necesario que
la parroquia no se cierre en sí misma y sepa acoger a los fieles de otras
parroquias que la frecuentan, y también evite mirar con desconfianza que
algunos parroquianos participen en la vida de otras parroquias, iglesias
rectorales, o capellanías.
En el párroco recae especialmente el deber de promover con celo, sostener y
seguir con particular cuidado las vocaciones sacerdotales[100]. El ejemplo
personal, al mostrar la propia identidad, también visiblemente[101], al vivir
consecuentemente con ella, junto con la atención de las confesiones
individuales y de la dirección espiritual de los jóvenes, así como de la
catequesis sobre el sacerdocio ordenado, harán que sea una realidad la
irrenunciable pastoral vocacional. «Ha sido siempre un deber particular del
ministerio sacerdotal arrojar la semilla de una vida totalmente consagrada a
Dios y suscitar el amor por la virginidad»[102].
Las funciones que en el Código se confían de modo específico al párroco[103]
son: administrar el bautismo; administrar el sacramento de la confirmación a
aquellos que están en peligro de muerte, según la norma del can. 883,3[104];

157
administrar el Viático y la Unción de los enfermos, estando vigente lo dispuesto
en el can. 1003, §§ 2 y 3[105], e impartir la bendición apostólica; asistir a los
matrimonios y bendecir las nupcias; celebrar los funerales; bendecir la fuente
bautismal en el tiempo pascual; guiar las procesiones e impartir las bendiciones
solemnes fuera de la iglesia; celebrar la Santísima Eucaristía con mayor
solemnidad en los domingos y en las fiestas de precepto.
Más que funciones exclusivas del párroco, o incluso derechos exclusivos suyos,
le son confiadas de modo especial en razón de su particular responsabilidad;
debe por tanto realizarlas personalmente, en cuanto sea posible, o al menos
seguir su desarrollo.
23. Donde haya escasez de sacerdotes se puede plantear, como sucede en
algunos lugares, que el Obispo, habiendo considerado el asunto con prudencia,
confíe, según las modalidades canónicamente permitidas, una colaboración “ad
tempus” en el ejercicio de la cura pastoral de la parroquia a una o varias
personas no marcadas por el carácter sacerdotal[106]. Sin embargo, en estos
casos, deben observarse y protegerse atentamente las propiedades originarias de
diversidad y complementariedad entre los dones y las funciones de los
ministros ordenados y de los fieles laicos, que son propias de la Iglesia que
Dios ha querido orgánicamente estructurada. Existen situaciones objetivamente
extraordinarias que justifican tal colaboración. Ésta, sin embargo, no puede
superar legítimamente los límites de la especifidad ministerial y laical.
Deseando purificar una terminología que podría llevar a confusión, la Iglesia ha
reservado las expresiones que indican “capitalidad” —como las de “pastor”,
“capellán”, “director”, “coordinador”, o equivalentes— exclusivamente a los
sacerdotes[107].
El Código, en efecto, en el título dedicado a los derechos y a los deberes de los
fieles laicos, distingue las tareas o las funciones que, como derecho y deber
propio, pertenecen a cualquier laico, de otras que se sitúan en la línea de
colaboración con el ministerio pastoral. Éstas constituyen una capacitas o
habilitas cuyo ejercicio depende de la llamada a asumirlas por parte de los
legítimos pastores[108]. No son, por tanto, derechos.
24. Todo esto ha sido expresado por Juan Pablo II en la Exhortación Apostólica
post-sinodal Christifideles laici: «La misión salvífica de la Iglesia en el mundo
es llevada a cabo no sólo por los ministros en virtud del sacramento del Orden,
sino también por todos los fieles laicos. En efecto, éstos, en virtud de su
condición bautismal y de su específica vocación, participan en el oficio
sacerdotal, profético y real de Jesucristo, cada uno en su propia medida. Los
pastores, por tanto, han de reconocer y promover los ministerios, oficios y
funciones de los fieles laicos, que tienen su fundamento sacramental en el

158
Bautismo y en la Confirmación, y para muchos de ellos en el Matrimonio.
Después, cuando la necesidad o la utilidad de la Iglesia lo exija, los pastores —
según las normas establecidas por el derecho universal— pueden confiar a los
fieles laicos algunas tareas que, si bien están conectadas a su propio ministerio
de pastores, no exigen, sin embargo, el carácter del Orden» (n. 23). Este mismo
documento recuerda además el principio básico que regula esta colaboración,
así como sus límites insuperables: «Sin embargo, el ejercicio de estas tareas no
hace del fiel laico un pastor: en realidad, no es la tarea lo que constituye el
ministerio, sino la ordenación sacramental. Sólo el sacramento del Orden
atribuye al ministerio ordenado una peculiar participación en el oficio de Cristo
Cabeza y Pastor y en su sacerdocio eterno. La tarea realizada en calidad de
suplente tiene su legitimación¾formal e inmediatamente¾en el encargo oficial
hecho por los pastores, y depende, en su concreto ejercicio, de la dirección de la
autoridad eclesiástica» (n. 23)[109].
En los casos en que se confíen algunas tareas a fieles no ordenados, debe
nombrarse necesariamente un sacerdote como moderador, con la potestad y los
deberes propios del párroco, que dirija personalmente la atención pastoral[110].
Como es lógico, la participación en el oficio parroquial es diversa en el caso del
presbítero designado para dirigir la actividad pastoral –provisto de las
facultades de párroco–, quien desempeña las funciones exclusivas del
sacerdote; respecto del caso de otras personas que no han recibido el orden del
presbiterado y participan subsidiariamente en el ejercicio de las demás
funciones[111]. El religioso no sacerdote, la religiosa o el fiel laico, llamados a
participar en el ejercicio de la atención pastoral, pueden desempeñar tareas de
tipo administrativo, así como de formación y animación espiritual, mientras que
lógicamente no pueden desempeñar funciones de plena atención a las almas, en
cuanto ésta requiere el carácter sacerdotal. En todo caso, pueden suplir la
ausencia del ministro ordenado en aquellas funciones litúrgicas adecuadas a su
condición canónica, enumeradas por el can. 230 § 3: «ejercitar el ministerio de
la palabra, presidir las oraciones litúrgicas, administrar el bautismo y dar la
sagrada Comunión, según las prescripciones del derecho»[112]. Los diáconos,
aunque no pueden situarse en el mismo plano que los demás fieles, no pueden
tampoco ejercer una plena cura animarum[113].
Es conveniente que el Obispo diocesano verifique, con la máxima prudencia y
previsión pastoral, la existencia de un auténtico estado de necesidad y, en
consecuencia, establezca las condiciones de idoneidad de las personas llamadas
a esta colaboración, definiendo las funciones que deben atribuirse a cada una de
ellas, según las circunstancias de las respectivas comunidades parroquiales. En
todo caso, en ausencia de una clara distribución de funciones, corresponde al
presbítero moderador determinar lo que se debe hacer. La excepcionalidad y

159
provisionalidad de estas fórmulas exige que, en el seno de estas comunidades
parroquiales, se promueva al máximo la conciencia de la absoluta necesidad de
vocaciones sacerdotales; que se cultive con amoroso esmero los gérmenes de
esta vocación, y que también se promueva la oración –comunitaria y personal–
por la santificación de los sacerdotes.
Para que en una comunidad puedan florecer más fácilmente las vocaciones
sacerdotales, es de gran ayuda que exista en ella un vivo y difundido
sentimiento de auténtico afecto, de profunda estima, de fuerte entusiasmo por la
realidad de la Iglesia, Esposa de Cristo, colaboradora del Espíritu Santo en la
obra de la salvación.
Convendría mantener siempre despiertos en el ánimo de los creyentes la alegría
y el santo orgullo de pertenecer a la Iglesia, como se hace patente, por ejemplo,
en la primera carta de Pedro y en el Apocalipsis (cfr. 1 Pe 3,14; Ap 2,13.17;
7,9; 14,1ss.; 19,6; 22,14). Sin la alegría y el orgullo de esta pertenencia sería
difícil, en el plano psicológico, salvaguardar y desarrollar la misma vida de fe.
No ha de sorprender que en tales situaciones, al menos en el plano psicológico,
cueste que las vocaciones sacerdotales germinen y consigan madurar.
«Sería un error fatal resignarse ante las dificultades actuales, y comportarse de
hecho como si hubiera que prepararse para una Iglesia del futuro imaginada casi
sin presbíteros. De este modo, las medidas adoptadas para solucionar las
carencias actuales resultarían de hecho seriamente perjudiciales para la
comunidad eclesial, a pesar de su buena voluntad»[114].
25. «Cuando se trata de participar en el ejercicio del cuidado pastoral de una
parroquia —en los casos en que, por escasez de presbíteros, no pudiese contar
con el cuidado inmediato de un párroco—, los diáconos permanentes tienen
siempre la precedencia sobre los fieles no ordenados»[115]. En efecto, en virtud
del Orden sagrado «el diácono es maestro, en cuanto proclama e ilustra la
Palabra de Dios; es santificador, en cuanto administra el sacramento del
Bautismo, de la Eucaristía y los sacramentales, participa en la celebración de la
Santa Misa en calidad de “ministro de la sangre”, conserva y distribuye la
Eucaristía; es guía, en cuanto animador de la comunidad o de diversos sectores
de la vida eclesial»[116].
Se ha de otorgar una especial acogida a los diáconos, candidatos al sacerdocio,
que prestan servicio pastoral en la parroquia. El párroco, de acuerdo con los
superiores del seminario, será para ellos guía y maestro, consciente de que de su
testimonio de coherencia con la propia identidad, de su generosidad misionera
en el servicio y de su amor a la parroquia, podrá depender la donación sincera y
total a Cristo por parte del candidato al sacerdocio.

160
26. A imagen del consejo pastoral de la diócesis[117], la normativa canónica
prevé la posibilidad de constituir –si el Obispo diocesano lo considera oportuno,
una vez escuchado el consejo presbiteral[118]– un consejo pastoral parroquial,
cuya finalidad básica es la de proveer, en un cauce institucional, la ordenada
colaboración de los fieles en el desarrollo de la actividad pastoral[119] propia
de los presbíteros. Se trata de un órgano consultivo constituido para que los
fieles, expresando su responsabilidad bautismal, puedan ayudar al párroco que
lo preside[120] mediante su consejo en materia pastoral[121]. «Los fieles laicos
deben estar cada vez más convencidos del particular significado que asume el
compromiso apostólico en su parroquia»; es necesario animar a una
«valorización más convencida, amplia y decidida de los Consejos pastorales
parroquiales»[122]. La razón es clara y convergente: «En las circunstancias
actuales, los fieles laicos pueden y deben prestar una gran ayuda al crecimiento
de una auténtica comunión eclesial en sus respectivas parroquias, y en el dar
nueva vida al afán misionero dirigido hacia los no creyentes y hacia los mismos
creyentes que han abandonado o limitado la práctica de la vida cristiana »[123].
«Todos los fieles tienen la facultad, es más, incluso a veces el deber, de dar a
conocer su parecer sobre los asuntos concernientes al bien de la Iglesia, cosa
que puede realizarse gracias a instituciones establecidas para tal fin: [...] El
consejo pastoral podrá prestar una ayuda muy útil ... haciendo propuestas y
ofreciendo sugerencias respecto a las iniciativas misioneras, catequéticas y
apostólicas, [...] respecto a la promoción de la formación doctrinal y de la vida
sacramental de los fieles; respecto a la ayuda que ha de ofrecerse a la acción
pastoral de los sacerdotes en los diversos ámbitos sociales o zonas territoriales;
respecto al modo de sensibilizar cada vez mejor a la opinión pública,
etc.»[124]. El consejo pastoral pertenece al ámbito de las relaciones de mutuo
servicio entre el párroco y sus fieles y, por tanto, no tendría sentido considerarlo
como un órgano que sustituye al párroco en la dirección de la parroquia o que,
con un criterio de mayoría, condicione prácticamente la dirección del párroco.
En este mismo sentido, los sistemas de deliberación respecto a las cuestiones
económicas de la parroquia, permaneciendo firme la norma de derecho para la
recta y honesta administración, no pueden condicionar la función pastoral del
párroco, el cual es representante legal y administrador de los bienes de la
parroquia[125].
2. Los desafíos positivos del presente en la pastoral parroquial
27. Si toda la Iglesia ha sido invitada en los inicios del nuevo milenio a alcanzar
«un renovado impulso en la vida cristiana», fundado en la conciencia de la
presencia de Cristo Resucitado entre nosotros[126], debemos saber extraer
consecuencias para la pastoral en las parroquias.

161
No se trata de inventar nuevos programas pastorales, ya que el programa
cristiano, centrado en Cristo mismo, consiste siempre en conocerle, amarle,
imitarle, vivir en él la vida trinitaria y transformar con él la historia hasta su
consumación: «un programa que no cambia al variar los tiempos y las culturas,
aunque tiene cuenta del tiempo y de la cultura para un verdadero diálogo y una
comunicación eficaz»[127].
Dentro del vasto y afanoso horizonte de la pastoral ordinaria, «es en las Iglesias
locales donde se pueden establecer aquellas indicaciones programáticas
concretas –objetivos y métodos de trabajo, de formación y valorización de los
agentes y la búsqueda de los medios necesarios– que permiten que el anuncio
de Cristo llegue a las personas, modele las comunidades e incida
profundamente mediante el testimonio de los valores evangélicos en la sociedad
y en la cultura»[128]. Éstos son los horizontes de la «apasionante tarea de
renacimiento pastoral que nos espera»[129].
La tarea pastoral más relevante y fundamental, con diferencia, es conducir a los
fieles hacia una sólida vida interior, sobre el fundamento de los principios de la
doctrina cristiana, tal y como han sido vividos y enseñados por los santos.
Precisamente este aspecto debería ser privilegiado en los planes pastorales. Hoy
más que nunca es necesario redescubrir que la oración, la vida sacramental, la
meditación, el silencio de adoración, el trato de corazón a corazón con nuestro
Señor, el ejercicio diario de las virtudes que configuran con Él, es mucho más
productivo que cualquier debate, y en todo caso, es la condición para su
eficacia.
Son siete las prioridades pastorales que ha individuado la Novo Millenio
ineunte: la santidad, la oración, la Santísima Eucaristía dominical, el
sacramento de la Reconciliación, el primado de la gracia, la escucha de la
Palabra y el anuncio de la Palabra[130]. Estas prioridades, surgidas
especialmente de la experiencia del Gran Jubileo, no sólo ofrecen el contenido
y la sustancia de las cuestiones sobre las que los párrocos y los sacerdotes
implicados en la cura animarum parroquial deben meditar con atención, sino
que también sintetizan el espíritu con que se debe afrontar esta tarea de
renovación pastoral.
La Novo Millenio ineunte evidencia «otro aspecto importante en que será
necesario poner un decidido empeño programático, tanto en el ámbito de la
Iglesia universal como de las Iglesias particulares: aquel de la comunión
(koinonia) que encarna y manifiesta la esencia misma del misterio de la Iglesia»
(n. 42) e invita a promover una espiritualidad de comunión. «Hacer de la Iglesia
la casa y la escuela de la comunión: éste es el gran desafío que tenemos ante
nosotros en el milenio que comienza, si queremos ser fieles al designio de Dios

162
y responder también a las profundas esperanzas del mundo» (n. 43). Además
especifica: «Antes de programar iniciativas concretas, hace falta promover una
espiritualidad de la comunión, proponiéndola como principio educativo en
todos los lugares donde se forma el hombre y el cristiano, donde se educan los
ministros del altar, las personas consagradas y los agentes pastorales, donde se
construyen las familias y las comunidades» (n. 43).
Una verdadera pastoral de la santidad en nuestras comunidades parroquiales
implica una auténtica pedagogía de la oración; una renovada, persuasiva y
eficaz catequesis sobre la importancia de la Santísima Eucaristía dominical y
también diaria, de la adoración comunitaria y personal del Santísimo
Sacramento; sobre la práctica frecuente e individual del sacramento de la
Reconciliación; sobre la dirección espiritual; sobre la devoción mariana; sobre
la imitación de los santos; un nuevo impulso apostólico vivido como
compromiso cotidiano de las comunidades y de las personas concretas; una
adecuada pastoral de la familia, un coherente compromiso social y político.
Tal pastoral no es posible si no está inspirada, sostenida y vivificada por
sacerdotes dotados de este mismo espíritu. «Del ejemplo y testimonio del
sacerdote los fieles pueden obtener una gran ayuda (...) descubriendo la
parroquia como ‘escuela’ de oración, donde “el encuentro con Cristo no se
exprese solamente en petición de ayuda, sino también en acción de gracias,
alabanza, adoración, contemplación, escucha y viveza de afecto hasta el
arrebato del corazón”»[131]. «No se ha de olvidar que, sin Cristo, “no podemos
hacer nada” (cfr. Jn 15,5). La oración nos hace vivir precisamente en esta
verdad. Nos recuerda constantemente la primacía de Cristo y, en relación con
él, la primacía de la vida interior y de la santidad. Cuando no se respeta este
principio (...) hagamos, pues, la experiencia de los discípulos en el episodio
evangélico de la pesca milagrosa: “Maestro hemos estado bregando toda la
noche y no hemos pescado nada” (Lc 5, 5). Este es el momento de la fe, de la
oración, del diálogo con Dios para abrir el corazón a la acción de la gracia y
permitir a la palabra de Cristo que pase por nosotros con toda su fuerza: ¡Duc in
altum!»[132].
Sin sacerdotes verdaderamente santos sería muy difícil tener un buen laicado, y
todo estaría como falto de vida; del mismo modo que, sin familias cristianas –
iglesias domésticas–, es muy difícil que llegue la primavera de las vocaciones.
Por tanto, es un error enfatizar el papel del laicado descuidando el del
sacerdocio ordenado porque, actuando así, se termina penalizando el mismo
laicado y haciendo estéril la entera misión de la Iglesia.
28. La perspectiva desde la que debe plantearse el camino y el fundamento de
toda programación pastoral, consiste en ayudar a redescubrir en nuestras

163
comunidades la universalidad de la llamada cristiana a la santidad. ¡Es
necesario recordar que el alma de todo apostolado radica en la intimidad divina,
en no anteponer nada al amor de Cristo, en buscar en todo la mayor gloria de
Dios, en vivir la dinámica cristocéntrica del mariano “totus tuus”! La pedagogía
de la santidad sitúa «la programación pastoral bajo el signo de la
santidad»[133] y constituye el principal desafío pastoral en el contexto actual.
En la Iglesia santa todos los fieles están llamados a la santidad.
En consecuencia, una tarea central de la pedagogía de la santidad consiste en
saber enseñar a todos –y en recordarlo sin cansancio– que la santidad constituye
el objetivo de la existencia de todo cristiano. «En la Iglesia, todos, lo mismo
quienes pertenecen a la Jerarquía que los apacentados por ella, están llamados a
la santidad, según aquello del Apóstol: “Porque ésta es la voluntad de Dios,
vuestra santificación” (1 Ts 4, 3; cfr. Ef 1, 4)»[134]. Éste es el primer elemento
que se ha de desarrollar pedagógicamente en la catequesis eclesial, hasta que la
conciencia de la santificación en la propia existencia llegue a ser una
convicción común.
El anuncio de la universalidad de la llamada a la santidad exige la comprensión
de la existencia cristiana como sequela Christi, como conformación con Cristo;
no se trata de encarnar de modo extrínseco comportamientos éticos, sino de
dejarse envolver personalmente en el acontecimiento de la gracia de Cristo.
Este conformarse con Cristo es la sustancia de la santificación, y constituye la
finalidad específica de la existencia cristiana. Para alcanzarla, todo cristiano
necesita la ayuda de la Iglesia, mater et magistra. La pedagogía de la santidad
es un desafío, tan exigente como atrayente, para todos aquellos que detentan en
la Iglesia una responsabilidad de guía y de formación.
29. El empeño ardientemente misionero a favor de la evangelización tiene una
especial prioridad para la Iglesia, y por consiguiente para la pastoral
parroquial[135]. «Ha pasado ya, incluso en los países de antigua
evangelización, la situación de una “sociedad cristiana”, la cual, aun con las
múltiples debilidades humanas, se basaba explícitamente en los valores
evangélicos. Hoy se ha de afrontar con valentía una situación que cada vez es
más variada y comprometida, en el contexto de la globalización y de la nueva y
cambiante situación de los pueblos y culturas que la caracteriza»[136].
En la sociedad de hoy, marcada por el pluralismo cultural, religioso y étnico, y
parcialmente caracterizada por el relativismo, el indiferentismo, el irenismo y el
sincretismo, parece que algunos cristianos casi se han habituado a una suerte de
“cristianismo” carente de referencias reales a Cristo y a su Iglesia; se tiende así
a reducir el proyecto pastoral a temáticas sociales abordadas desde una

164
perspectiva exclusivamente antropológica, dentro de un reclamo genérico al
pacifismo, al universalismo y a una referencia no bien precisada a los “valores”.
La evangelización del mundo contemporáneo se verificará sólo a partir del
redescubrimiento de la identidad personal, social y cultural de los cristianos.
¡Esto significa sobre todo el redescubrimiento de Jesucristo, Verbo encarnado,
único Salvador de los hombres![137] De este convencimiento se desprende la
exigencia de la misión, que urge de modo muy particular el corazón de todo
sacerdote y, a través de él, debe caracterizar a toda parroquia y comunidad
dirigida pastoralmente por él. «Pues, como ya enseñó mucho antes que nosotros
Gregorio Nacianceno (...) no es conveniente una misma exhortación para todos,
puesto que no todos están sujetos al mismo modo de vida (...). Por tanto,
cualquier maestro, a fin de edificar a todos en una misma virtud de caridad,
debe tocar los corazones de sus oyentes con la misma doctrina, pero no con la
misma y única exhortación»[138].
Será preocupación del párroco conseguir que las distintas asociaciones,
movimientos y agrupaciones presentes en la parroquia ofrezcan su específica
contribución a la vida misionera de ésta. «Tiene gran importancia para la
comunión el deber de promover diversas realidades de asociación, que tanto en
sus modalidades más tradicionales como en las más nuevas de los movimientos
eclesiales, siguen dando a la Iglesia una viveza que es don de Dios
constituyendo una auténtica primavera del Espíritu. Conviene ciertamente que,
tanto en la Iglesia universal como en las Iglesias particulares, las asociaciones y
movimientos actúen en plena sintonía eclesial y en obediencia a las directrices
de los pastores»[139]. Debe evitarse en el tejido parroquial cualquier género de
exclusivismo o de aislamiento por parte de grupos individuales, porque la
dimensión misionera descansa sobre la certeza, que debe ser compartida por
todos, de que «Jesucristo tiene, para el género humano y su historia, un
significado y un valor singular y único, sólo de él propio, exclusivo, universal y
absoluto. Jesús es, en efecto, el Verbo de Dios hecho hombre para la salvación
de todos»[140].
La Iglesia confía en la fidelidad diaria de los presbíteros al ministerio pastoral,
empeñados en la propia e insustituible misión de velar por la parroquia
encargada a su guía.
A los párrocos y a los demás sacerdotes que sirven en las diversas
comunidades, no les faltan ciertamente dificultades pastorales, fatiga interior y
física por la sobrecarga de trabajo, no siempre compensada con saludables
períodos de retiro espiritual y de justo descanso. ¡Cuántas amarguras al
constatar más tarde que, con frecuencia, el viento de la secularización aridece el
terreno en que se había sembrado con grandes y prolongados esfuerzos! 

165
Una cultura ampliamente secularizada, que tiende a homologar al sacerdote con
las propias categorías de pensamiento, despojándolo de su fundamental
dimensión mistérico-sacramental, es fuertemente responsable de este fenómeno.
De aquí nacen los desánimos que pueden llevar al aislamiento, a una especie de
depresivo fatalismo, o a un activismo dispersivo. Esto no quita que la gran
mayoría de los sacerdotes en toda la Iglesia, correspondiendo a la solicitud de
sus obispos, afronta positivamente los difíciles desafíos de la actual coyuntura
histórica, y consigue vivir en plenitud y con alegría la propia identidad y el
generoso empeño pastoral.
Sin embargo, no faltan, también desde dentro, peligros como la burocratización,
el funcionalismo, el democraticismo, o la planificación que atiende más a la
gestión que a la pastoral. Por desgracia, en algunas circunstancias el presbítero
puede encontrarse oprimido por un cúmulo de estructuras no siempre
necesarias, que terminan por sobrecargarlo, y que tienen consecuencias
negativas tanto sobre su estado psicofísico como espiritual y, en consecuencia,
repercuten negativamente sobre el mismo ministerio.
El Obispo, que es ante todo padre de sus primeros y más preciados
colaboradores, ha de mostrarse especialmente vigilante en estas situaciones. De
modo singular, en estos momentos es actual y urgente la unión de todas las
fuerzas eclesiales para oponerse positivamente a las insidias de que son objeto
el sacerdote y su ministerio.
30. Teniendo en cuenta las actuales circunstancias de la vida de la Iglesia, de las
exigencias de la nueva evangelización, y considerando la respuesta que los
sacerdotes están llamados a dar, la Congregación para el Clero ha querido
ofrecer el presente documento como muestra de ayuda, aliento y estímulo al
ministerio pastoral de los presbíteros en la atención parroquial. En efecto, el
contacto más inmediato de la Iglesia con la gente tiene lugar normalmente en el
ámbito de las parroquias. Por tanto, nuestras consideraciones se limitan a la
persona del sacerdote en cuanto párroco. En él Cristo se hace presente como
Cabeza de su Cuerpo Místico, el Buen Pastor que cuida de cada oveja. Hemos
pretendido ilustrar la naturaleza mistérico-sacramental de este ministerio.
Este documento, a la luz de la enseñanza del Concilio Ecuménico Vaticano II y
de la Exhortación apostólica Pastores dabo vobis, se sitúa en continuidad con el
Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros, con la Instrucción
interdicasterial Ecclesiae de Mysterio y con la Carta circular El presbítero,
Maestro de la palabra, Ministro de los sacramentos y Guía de la comunidad
ante el Tercer Milenio cristiano.

166
Sólo es posible vivir el propio ministerio cotidiano mediante la santificación
personal, que debe apoyarse siempre en la fuerza sobrenatural de los
sacramentos, de la Santísima Eucaristía y de la Penitencia.
«La Eucaristía es la fuente desde la que todo mana y la meta a la que todo
conduce (...) Muchos sacerdotes, a través de los siglos, han encontrado en ella
el consuelo prometido por Jesús la noche de la Última Cena, el secreto para
vencer su soledad, el apoyo para soportar sus sufrimientos, el alimento para
retomar el camino después de cada desaliento, la energía interior para confirmar
la propia elección de fidelidad»[141].
Para profundizar en la vida sacramental y en la formación permanente[142], es
de gran estímulo una vida fraterna entre sacerdotes que no sea simple
convivencia bajo el mismo techo, sino comunión en la oración, en los proyectos
compartidos y en la cooperación pastoral, junto con el valor de la amistad
recíproca y con el Obispo. Todo esto constituye una notable ayuda para superar
las dificultades y pruebas en el ejercicio del ministerio sagrado. Todo presbítero
necesita no sólo el auxilio ministerial de sus propios hermanos: también
necesita de ellos en cuanto hermanos.
Entre otras cosas, podría habilitarse en la Diócesis una Casa para todos los
sacerdotes que, periódicamente, tienen necesidad de retirarse a un lugar
adecuado para el recogimiento y la oración, para reencontrar allí los medios
indispensables para su santificación.
En el espíritu del Cenáculo –donde los apóstoles estaban reunidos y
perseveraban unánimes en la oración con María, Madre de Jesús (Hch 1,14)–, a
Ella confiamos estas páginas, redactadas con afecto y reconocimiento hacia
todos los sacerdotes con cura de almas, esparcidos por todo el mundo. Que cada
uno, en el ejercicio del cotidiano “munus” pastoral, pueda gozar del auxilio de
la Reina de los Apóstoles, y sepa vivir en profunda comunión con Ella. En
efecto, «en nuestro sacerdocio ministerial se da la dimensión espléndida y
penetrante de la cercanía a la Madre de Cristo»[143]. ¡Consuela saber que «…
junto a nosotros está la Madre del Redentor, que nos introduce en el misterio de
la ofrenda redentora de su divino Hijo. "Ad Iesum per Mariam": que éste sea
nuestro programa diario de vida espiritual y pastoral»[144]!
 
******
Oración del Párroco a María Santísima
 Oh María, Madre de Jesucristo, Crucificado y Resucitado,
Madre de la Iglesia, pueblo sacerdotal (1 Pe 2,9),
Madre de los sacerdotes, ministros de tu Hijo:

167
acoge el humilde ofrecimiento de mí mismo,
para que en mi misión pastoral
pueda anunciar la infinita misericordia
del Sumo y Eterno Sacerdote:
oh “Madre de misericordia”.
Tú que has compartido con tu Hijo,
su «obediencia sacerdotal» (Heb 10,5-7; Lc 1,38),
y has preparado para él un cuerpo (Heb 10,7)
en la unción del Espíritu Santo,
introduce mi vida sacerdotal en el misterio inefable
de tu divina maternidad,
oh “Santa Madre de Dios”.
Dame fuerza en las horas oscuras de la vida,
confórtame en la fatiga de mi ministerio
que tu Jesús me ha confiado,
para que, en comunión Contigo, pueda llevarlo a cabo
con fidelidad y amor,
oh Madre del Eterno Sacerdote,
«Reina de los Apóstoles, Auxilio de los presbíteros»[145].
Tú que has acompañado silenciosamente a Jesús
en su misión de anunciar
el Evangelio de paz a los pobres,
hazme fiel a la grey
que el Buen Pastor me ha confiado.
Haz que yo pueda guiarla siempre
con sentimientos de paciencia, de dulzura
de firmeza y amor,
en la predilección por los enfermos,
por los pequeños, por los pobres, por los pecadores,
oh “Madre Auxiliadora del Pueblo cristiano”.
A Ti me consagro y confío, oh María,
que, junto a la Cruz de tu Hijo,
has sido hecha partícipe de su obra redentora,
«unida con lazo indisoluble a la obra de la salvación»[146].
Haz que, en el ejercicio de mi ministerio,
pueda sentir siempre más
«la dimensión espléndida y penetrante de tu cercanía»[147]
en todo momento de mi vida,
en la oración y en la acción,

168
en la alegría y en el dolor, en el cansancio y en el descanso,
oh “Madre de la Confianza”.
Concédeme oh Madre, que en la celebración de la Eucaristía,
centro y fuente del ministerio sacerdotal,
pueda vivir mi cercanía a Jesús
en tu cercanía materna,
porque «cuando celebramos la Santa Misa tú estás junto a nosotros»
y nos introduces en el misterio de la ofrenda redentora de tu divino Hijo[148],
oh «Mediadora de las gracias que brotan de esta ofrenda para la Iglesia y para
todos los fieles»[149]
oh “Madre del Salvador”.
Oh María: deseo poner mi persona,
mi voluntad de ser santo,
bajo tu protección e inspiración materna
para que Tú me guíes
hacia aquella “conformación con Cristo, Cabeza y Pastor”
que requiere el ministerio de párroco.
Haz que yo tome conciencia
de que “Tú estás siempre junto a todo sacerdote”,
en su misión de ministro
del Único Mediador Jesucristo:
Oh “Madre de los Sacerdotes”,
“Socorro y Mediadora”[150]
de todas las gracias.
Amén

169
Notas
[1]Juan Pablo II, Carta a los Sacerdotes con ocasión del Jueves Santo de 2001
(25 de marzo de 2001), n. 1.
[2]San Agustín, De Trinitate, 13, 19, 24: Obras de San Agustín, V, B.A.C.,
Madrid 1956, p. 759.
[3]Juan Pablo II, Carta a los Sacerdotes con ocasión del Jueves Santo de 2000
(23 de marzo de 2000), n. 5.
[4]Cfr. Juan Pablo II, Carta apostólica Novo Millenio ineunte (6 de enero de
2001), n. 15: AAS 93 (2001), p. 276.
[5]Juan Pablo II, Carta a los Sacerdotes con ocasión del Jueves Santo de 2001
(25 de marzo de 2001), n. 2.
[6]Juan Pablo II, Carta apostólica Novo Millenio ineunte (6 de enero de 2001),
n. 3: l. c. p. 267.
[7]Juan Pablo II, Homilía con ocasión del Jubileo de los presbíteros (18 de
mayo de 2000), n. 5.
[8]Cfr. Congregación para el Clero, El presbítero, maestro de la palabra,
ministro de los sacramentos y guía de la comunidad ante el tercer milenio
cristiano (19 de marzo de 1999).
[9]En este sentido es importante reflexionar, como se hará a continuación es
estas mismas páginas, sobre lo que Su Santidad Juan Pablo II ha llamado: «La
conciencia de ser ministro de Jesucristo Cabeza y Pastor de la Iglesia» (Exhort.
ap. postsinodal Pastores dabo vobis [25 de marzo de 1992], n. 25: AAS 84
[1992] pp. 695-696.
[10]Cfr. Congregación para el Clero, Directorio para el ministerio y la vida de
los Presbíteros Tota Ecclesia (31 de enero de 1994), n. 59: Libreria Editrice
Vaticana, 1994.
[11]Cfr. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis (25 de
marzo de 1992), n. 70: l.c., pp. 778-782.
[12]Cfr. Conc. Ecum. Vat.II, Const. dogm.Lumen gentium, n. 48.
[13]Juan Pablo II, Alocución a los participantes en la Plenaria de la
Congregación para el Clero (23 de noviembre de 2001): AAS 94 (2002), pp.
214-215.
[14]Cfr. Constituciones Apostólicas, III, 16, 3: SC 329, p. 147; San Ambrosio,
De mysteriis 6, 29-30: SC 25 bis, p. 173; Santo Tomás De Aquino, Summa
Theologiae, III, 63,3; Conc.Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, nn.
10-11; Decr.Presbyterorum Ordinis, n. 2; C.I.C., can. 204.

170
[15]Juan Pablo II, Alocución a los participantes en la Plenaria de la
Congregación para el Clero (23 de noviembre de 2001), l.c., p. 215.
[16]Cfr. Conc. Ecum. Vat.II, Const. dogm.Lumen gentium, n. 10; Decr.
Presbyterorum Ordinis, n. 2; Pío XII, Carta Enc. Mediator Dei (20 de
noviembre de 1947): AAS 39 (1947), p. 555; Aloc. Magnificate Dominum: AAS
46 (1954), p. 669; Congregación para el Clero, Pontificio Consejo para los
Laicos, Congregación para la Doctrina De La Fe, Congregación para el Culto
Divino y la Disciplina de los Sacramentos, Congregación para los Obispos,
Congregación para la Evangelización de los Pueblos, Congregación para los
Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica, Pontificio
Consejo para la Interpretación de los Textos Legislativos, Instrucción sobre
algunas cuestiones acerca de la colaboración de los fieles laicos en el ministerio
de los sacerdotes Ecclesiae de mysterio (15 de agosto de 1997), «Principios
teológicos», n. 1: AAS 89 (1997), pp. 860-861.
[17]Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1273.
[18]Cfr. Conc. Ecum. Trid., Sesión XXIII, Doctrina de sacramento Ordinis (15
de julio de 1563): DS, 1763-1778; Conc.Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum
Ordinis, nn. 2; 13; Decr.Christus Dominus, n. 15; Missale Romanum: Institutio
generalis, nn. 4, 5 y 60; Pontificale Romanum: de Ordinatione, nn. 131 y 123;
Catecismo de la Iglesia Católica nn. 1366-1372, 1544-1553, 1562-1568, 1581-
1587.
[19]Cfr. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis (25 de
marzo de 1992), nn. 13-15: l.c., pp. 677-681.
[20]Cfr. Conc. Ecum. Vat.II, Const. Sacrosanctum Concilium, n. 33; Const.
dogm.Lumen gentium, nn. 10, 28, 37; Decr.Presbyterorum Ordinis, nn. 2, 6, 12;
Congregación para el Clero, Directorio para el ministerio y la vida de los
Presbíteros Tota Ecclesia (31 de enero de 1994), nn. 6-12; Santo Tomás De
Aquino, S. Th., III, 22,4.
[21]Juan Pablo II, Carta a los Sacerdotes con ocasión del Jueves Santo de 1979
Novo incipiente (8 de abril de 1979), n. 4: AAS 71 (1979), p. 399.
[22]Cfr. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Christifideles laici (30 de
diciembre de 1989), n. 23: AAS 81 (1989), p. 431; Congregación para el Clero,
Pontificio Consejo para los Laicos, Congregación para la Doctrina De La Fe,
Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos,
Congregación para los Obispos, Congregación para la Evangelización de los
Pueblos, Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades
de Vida Apostólica, Pontificio Consejo para la Interpretación de los Textos
Legislativos, Instrucción sobre algunas cuestiones acerca de la colaboración de

171
los fieles laicos en el ministerio de los sacerdotes Ecclesiae de mysterio (15 de
agosto de 1997), «Principios teológicos», n. 4: l.c., pp. 860-861; Congregación
para el Clero, El presbítero, maestro de la palabra, ministro de los sacramentos
y guía de la comunidad ante el tercer milenio cristiano (19 de marzo de 1999),
p. 36.
[23]Cfr. Congregación para el Clero, Directorio para el ministerio y la vida de
los Presbíteros Tota Ecclesia (31 de enero de 1994), n. 7.
[24]Cfr. Pablo VI, Catequesis en la Audiencia General del 7 de octubre de
1964: Insegnamenti di Paolo VI 2 (1964), p. 958.
[25]Cfr. Pablo VI, Exhort. Marialis cultus (2 de febrero de 1974), nn. 11, 32,
50, 56: AAS 66 (1974), pp. 123, 144, 159, 162.
[26]Cfr. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis (25 de
marzo de 1992), n. 21: l.c., p. 689.
[27]Ibid., n. 18: l.c., p. 684; cfr. Congregación para el Clero, Directorio para el
ministerio y la vida de los Presbíteros Tota Ecclesia (31 de enero de 1994), n.
30.
[28]Cfr. Conc. Ecum. Vat.II, Decr. Presbyterorum Ordinis, n. 13.
[29]Cfr. Congregación para el Clero, Directorio para el ministerio y la vida de
los Presbíteros Tota Ecclesia (31 de enero de 1994), n. 46.
[30]Cfr. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis (25 de
marzo de 1992), n. 26: l.c., p. 698; Congregación para el Clero, Directorio para
el ministerio y la vida de los Presbíteros Tota Ecclesia (31 de enero de 1994),
nn. 45-47.
[31]Cfr. 2; C.I.C., can. 276 § 1.
[32]Cfr. Conc. Ecum. Vat.II, Const. dogm.Lumen gentium, n. 41.
[33]Cfr. San Francisco De Sales, Introducción a la vida devota, parte 1, cap. 3.
[34]Cfr. Conc. Ecum. Vat.II, Decr. Presbyterorum Ordinis, n. 12; C.I.C., can.
276 § 1.
[35]Cfr. Conc. Ecum. Vat.II, Decr. Presbyterorum Ordinis, n. 14.
[36]Cfr. ibid.
[37]Cfr. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis (25 de
marzo de 1992), n. 72: l.c., p. 786.
[38]Ibid.
[39]Conc. Ecum. Vat. II, Decr.Christus Dominus, n. 16: «(Los Obispos) traten
siempre con caridad especial a los sacerdotes, puesto que reciben parte de sus

172
obligaciones y cuidados y los realizan celosamente con el trabajo diario,
considerándolos siempre como hijos y amigos, y, por tanto, estén siempre
dispuestos a oírlos, y tratando confidencialmente con ellos, procuren promover
la labor pastoral íntegra de toda la diócesis. Vivan preocupados de su condición
espiritual, intelectual y material, para que ellos puedan vivir santa y
piadosamente, cumpliendo su ministerio con fidelidad y éxito».
[40]Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis (25 de marzo de
1992), n. 72: l.c., p. 787.
[41]Ibid., n. 25: l.c., p. 695.
[42]Cfr. ibid.
[43]Ibid.
[44]Conc. Ecum. Vat. II,Decr. Presbyterorum Ordinis, n. 14.
[45]Juan Pablo II, Introducción a la Santa Misa con ocasión de la memoria
litúrgica de la Virgen de Czestochowa, “L´Osservatore Romano”, 26 de agosto
de 2001.
[46]Juan Pablo II, Catequesis en la Audiencia General del 30 de junio de 1993,
María es la Madre del Sumo y Eterno Sacerdote: “L´Osservatore Romano”, 30
junio- 1 julio de 1993.
[47]Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis (25 de marzo de
1992), n. 26: l.c., p. 699.
[48]Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, n. 5.
[49]Ibid., n. 13; cfr. C.I.C., cann.904 y 909.
[50]San Bernardino De Siena, Sermo XX: Opera omnia, Venetiis 1591, p. 132.
[51]Beato Colomba Marmion, Le Christ idéal du prête, cap. 14: Maredsous
1951.
[52]Juan Pablo II, Constitución apostólica Sacrae disciplinae leges (25 de enero
de 1983): AAS 75, II (1983), p. XIII.
[53]Cfr. ibid.
[54]Cfr. Conc.Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, n. 7. 
[55]Ibid., n. 10.
[56]Ibid., n. 22.
[57]Cfr. C.I.C., can. 959.
[58]Ibid., n. 23.

173
[59]Congregación para el Clero, Pontificio Consejo para los Laicos,
Congregación para la Doctrina De La Fe, Congregación para el Culto Divino y
la Disciplina de los Sacramentos, Congregación para los Obispos,
Congregación para la Evangelización de los Pueblos, Congregación para los
Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica, Pontificio
Consejo para la Interpretación de los Textos Legislativos, Instrucción sobre
algunas cuestiones acerca de la colaboración de los fieles laicos en el ministerio
de los sacerdotes Ecclesiae de mysterio (15 de agosto de 1997), «Principios
teológicos», n. 3; «Disposiciones prácticas», art. 6 y 8: l.c., pp. 859, 869, 870-
872;Pontificio Consejo para la Interpretación de los Textos
Legislativos,Respuesta (11 de julio de 1992): AAS 86 (1994), pp. 541-542.
[60]Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis (25 de marzo de
1992), n. 31: l.c., p. 708. «La Iglesia de Cristo —se lee en la Carta
Communionis notio (28 de mayo de 1992), de la Congregación para la Doctrina
de la Fe, n. 7— (...) es la Iglesia universal, (...) que se hace presente y operativa
en la particularidad y diversidad de personas, grupos, tiempos y lugares. Entre
estas múltiples expresiones particulares de la presencia salvífica de la única
Iglesia de Cristo, desde la época apostólica se encuentran aquellas que en sí
mismas son Iglesias, porque, aun siendo particulares, en ellas se hace presente
la Iglesia universal con todos sus elementos esenciales. Están por eso
constituidas a imagen de la Iglesia universal, y cada una de ellas es una
porción del Pueblo de Dios que se confía al Obispo para ser apacentada con la
cooperación de su presbiterio» (AAS 85 [1993], p. 842).
[61]Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis (25 de marzo de
1992), n. 32: l.c., p. 709.
[62]Cfr. Conc. Ecum. Vat.II, Decr. Christus Dominus, n. 28; Decr.
Presbyterorum Ordinis, n. 10; C.I.C., cann.285-272.
[63]Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta Communionis notio a los
Obispos de la Iglesia Católica sobre algunos aspectos de la Iglesia considerada
como comunión (28 de mayo de 1992), n. 9: l.c., p. 843.
[64]Cfr. Conc. Ecum. Vat.II, Const. dog.Lumen gentium, n. 23.
[65]Conc. Ecum. Vat. II,Decr. Christus Dominus, n. 30; C.I.C., can. 515 § 1.
[66]Congregación para el Clero, El presbítero, maestro de la palabra, ministro
de los sacramentos y guía de la comunidad ante el tercer milenio cristiano (19
de marzo de 1999), n. 3; cfr. Congregación para el Clero, Directorio para el
ministerio y la vida de los Presbíteros Tota Ecclesia (31 de enero de 1994), n.
17.
[67]C.I.C., can. 374 § 1.

174
[68]Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const.Sacrosanctum Concilium, n. 42; Catecismo
de la Iglesia Católica n. 2179; Juan Pablo II, Carta apostólica Dies Domini (31
de mayo de 1998), nn. 34-36: AAS 90 (1998), pp. 733-736; Carta apostólica
Novo Millenio ineunte (6 de enero de 2001), n. 35: l.c., p. 290.
[69]Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Christifideles laici (30 de diciembre
de 1988), n. 26: l.c., p. 438; cfr. Congregación para el Clero, Pontificio Consejo
para los Laicos, Congregación para la Doctrina De La Fe, Congregación para el
Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, Congregación para los
Obispos, Congregación para la Evangelización de los Pueblos, Congregación
para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica,
Pontificio Consejo para la Interpretación de los Textos Legislativos, Instrucción
sobre algunas cuestiones acerca de la colaboración de los fieles laicos en el
ministerio de los sacerdotes Ecclesiae de mysterio (15 de agosto de 1997),
“Disposiciones prácticas”, art. 4: l.c., p. 866.
[70]Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Apostolicam actuositatem, n. 10.
[71]Cfr. C.I.C., can. 518.
[72]Cfr. Conc. Ecum. Trid. Sesión XXIV (11 de noviembre de 1563), can. 18;
Conc.Ecum. Vat. II, Decr.Christus Dominus, n. 30: “Cooperadores muy
especialmente del Obispo son los párrocos, a quienes se confía como a pastores
propios el cuidado de las almas en una parte determinada de la diócesis, bajo la
autoridad del Obispo”.
[73]C.I.C., can. 519.
[74]Cfr. C.I.C., can. 517 § 1.
[75]Cfr. Conc. Ecum. Vat.II, Decr. Christus Dominus, n. 30, Decr.
Presbyterorum Ordinis 8; C.I.C., cann.280; 550 § 2; Congregación para el
Clero, Directorio para el ministerio y la vida de los Presbíteros Tota Ecclesia
(31 de enero de 1994), n. 29.
[76]Cfr. Conc. Ecum. Trid. Sesión XXI (16 de julio de 1562), can. 5; Pontificio
Consejo para la interpretación de los Textos Legislativos, Nota explicativa,
publicada de acuerdo con la Congregación para el Clero, sobre los casos en los
cuales la cura pastoral de más de una parroquia se confía a un solo sacerdote
(13 de noviembre de 1997): Communicationes 30 (1998), pp. 28-32. 
[77]Cfr. C.I.C., can. 539.
[78]Cfr. ibid., can. 526 § 1.
[79]Cfr. ibid., cann.151, 539-540. 
[80]Cfr. Conc. Ecum. Laterano III (a. 1179), can. 3; Conc. Ecum. de Lión II (a.
1274), cost.13; C.I.C., can. 150.

175
[81]Cfr. C.I.C., can. 149 § 1.
[82]Cfr. ibid., can 521 § 1.En el § 2 se señalan, no exhaustivamente, las
principales cualidades personales que integran la idoneidad canónica del
candidato al ministerio parroquial: sana doctrina y honestidad de costumbres,
dotado de celo por las almas y de las demás virtudes, y tener las cualidades
requeridas tanto por el derecho universal (es decir, las obligaciones establecidas
para los clérigos en general, cfr. Cann. 273-279), como por el derecho particular
(es decir, las cualidades que tengan mayor incidencia en la propia Iglesia
particular). 
[83]Cfr. ibid, can 528 § 1.
[84]Congregación para el Clero, Pontificio Consejo para los Laicos,
Congregación para la Doctrina De La Fe, Congregación para el Culto Divino y
la Disciplina de los Sacramentos, Congregación para los Obispos,
Congregación para la Evangelización de los Pueblos, Congregación para los
Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica, Pontificio
Consejo para la Interpretación de los Textos Legislativos, Instrucción sobre
algunas cuestiones acerca de la colaboración de los fieles laicos en el ministerio
de los sacerdotes Ecclesiae de mysterio (15 de agosto de 1997), “Disposiciones
prácticas”, art. 3: l.c., p. 864.
[85]Juan Pablo II, Alocución a los participantes en la Plenaria de la
Congregación para el Clero (23 de noviembre de 2001): l.c., p. 216.
[86]Juan XXIII, Carta encíclica Sacerdotii Nostri primordia, en el I centenario
del piadoso tránsito del Santo Cura de Ars (1 de agosto de 1959), III parte: AAS
51 (1959), p. 572.
[87]Cfr. C.I.C., can. 518.
[88]Cfr. ibid., cann.519, 529 § 1.
[89]Cfr. las “Proposiciones” sobre las partes que componen el signo
sacramental y las formas de la celebración, recogidas por Juan Pablo II en la
Exhort. ap. postsinodal Reconciliatio et Paenitentia (2 de diciembre de 1984),
nn. 31, III; 32: AAS 77 (1985), pp. 260-264; 267.
[90]Cfr. C.I.C., can. 914.
[91]Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, en
Notitiae 37 (2001), pp. 259-260.
[92]Juan Pablo II,Discurso a los miembros de la Penitenciaría Apostólica (27 de
marzo de 1993): AAS 86 (1994), p. 78.
[93]Cfr. C.I.C., can. 964, § 1; Juan Pablo II,motu proprioMisericordia Dei(7 de
abril de 2002), 9b;Pontificio Consejo para la interpretación de los Textos

176
Legislativos,Respuesta sobre el can. 964§ 2 (7 de julio de 1998): AAS 90
(1998), p. 711.
[94]Pablo VI, Carta encíclica Mysterium Fidei (3 de septiembre de 1965): AAS
57 (1965), p. 772.
[95]Juan Pablo II,Alocución a los participantes en la Plenaria de la
Congregación para el Clero (23 de noviembre de 2001): l.c., p. 215.
[96]Juan XXIII, Carta encíclica Sacerdotii Nostri pimordia, en el I centenario
del piadoso tránsito del Santo Cura de Ars (1 de agosto de 1959), IIa parte: l.c.,
p. 562.
[97]Cfr. C.I.C., can. 529 § 1.
[98]Cfr. ibid., can. 225.
[99]Cfr. ibid., can. 529 § 2.
[100]Cfr. C.I.C., can 233 § 1; Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores
dabo vobis (25 de marzo de 1992), n. 41: l.c., p. 727.
[101]Cfr. Congregación para el Clero, Directorio para el ministerio y la vida de
los Presbíteros Tota Ecclesia (31 de enero de 1994), n. 66.
[102]San Ambrosio, De virginitate 5,26: PL 16, p. 286.
[103]C.I.C., can 530.
[104]Ibid., can. 883, 3º: «Gozan ipso iure de la facultad de confirmar: (...) 3º:
para los que se encuentran en peligro de muerte, el párroco, e incluso cualquier
presbítero».
[105]Ibid., can. 1003 § 2: «Todos los sacerdotes con cura de almas tienen la
obligación y el derecho de administrar la unción de los enfermos a los fieles
encomendados a su tarea pastoral; pero, por una causa razonable, cualquier otro
sacerdote puede administrar este sacramento, con el consentimiento al menos
presunto del sacerdote al que antes se hace referencia». § 3: «Está permitido a
todo sacerdote llevar consigo el óleo bendito, de manera que, en caso de
necesidad, pueda administrar el sacramento de la unción de los enfermos».
[106]Cfr. ibid., can. 517 § 2.
[107]Juan Pablo II,Alocución a los participantes en la Plenaria de la
Congregación para el Clero (23 de noviembre de 2001): l.c., p. 214.
[108]Cfr. C.I.C., cann. 228; 229, §§ 1 y 3; 230.
[109]Cfr. también Presbyterorum Ordinis, n. 2; Catecismo de la Iglesia
Católica, n. 1563.
[110]Cfr. C.I.C., can. 517 § 2; Catecismo de la Iglesia Católica, n. 911.

177
[111]Cfr. Congregación para el Clero, Pontificio Consejo para los Laicos,
Congregación para la Doctrina de la Fe, Congregación para el Culto Divino y la
Disciplina de los Sacramentos, Congregación para los Obispos, Congregación
para la Evangelización de los Pueblos, Congregación para los Institutos de Vida
Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica, Pontificio Consejo para la
Interpretación de los Textos Legislativos,Instrucción sobre algunas cuestiones
acerca de la colaboración de los fieles laicos en el ministerio de los sacerdotes
Ecclesiae de mysterio (15 de agosto de 1997), «Principios teológicos» y
«Disposiciones prácticas»: l. c., pp. 856-875, C.I.C., can. 517 § 2.
[112]Cfr. Congregación para el Clero, Pontificio Consejo para los Laicos,
Congregación para la Doctrina de la Fe, Congregación para el Culto Divino y la
Disciplina de los Sacramentos, Congregación para los Obispos, Congregación
para la Evangelización de los Pueblos, Congregación para los Institutos de Vida
Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica, Pontificio Consejo para la
Interpretación de los Textos Legislativos,Instrucción sobre algunas cuestiones
acerca de la colaboración de los fieles laicos en el ministerio de los sacerdotes
Ecclesiae de mysterio (15 de agosto de 1997), «Disposiciones prácticas», art. 6;
8: l. c., pp. 869; 870-872.
[113]Cfr. C.I.C., can. 150; Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 1554¸1570.
[114]Juan Pablo II,Alocución a los participantes en la Plenaria de la
Congregación para el Clero (23 de noviembre de 2001): l. c., p. 216.
[115]Congregación para el Clero,Directorio para el ministerio y la vida de los
diáconos permanentes Diaconatus originem (22 febrero 1998), n. 41: AAS 90
(1998), p. 901.
[116]ibid., n. 22: l. c., p. 889.
[117]Cfr. Conc. Ecum. Vat.II, Decr. Christus Dominus, n. 27; C.I.C., can. 511-
514.
[118]Cfr. C.I.C., can. 536 § 1.
[119]Cfr. ibid., can. 536 § 1.
[120]Cfr. ibid., can. 536 § 1.
[121]Cfr. Congregación para el Clero, Pontificio Consejo para los Laicos,
Congregación para la Doctrina de la Fe, Congregación para el Culto Divino y la
Disciplina de los Sacramentos, Congregación para los Obispos, Congregación
para la Evangelización de los Pueblos, Congregación para los Institutos de Vida
Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica, Pontificio Consejo para la
Interpretación de los Textos Legislativos,Instrucción sobre algunas cuestiones
acerca de la colaboración de los fieles laicos en el ministerio de los sacerdotes

178
Ecclesiae de mysterio (15 de agosto de 1997), «Disposiciones prácticas», art. 5:
l. c., pp. 867-868.
[122]Cfr. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Christifideles laici (30 de
diciembre de 1988), n. 27: l. c., p. 441.
[123]Ibidem.
[124]Sagrada Congregación para el Clero, Carta circular Omnes christifideles
(25 de enero de 1973), nn. 4; 9.
[125]Cfr. C.I.C., cann. 532 y 1279, § 1.
[126]Cfr. Juan Pablo II,Carta apostólica Novo Millennio ineunte (6 de enero de
2001), n. 29: l. c., pp. 285-286.
[127]Ibid.
[128]Ibid.
[129]Ibid.
[130]Ibid.
[131]Juan Pablo II, Discurso a los párrocos y al clero de Roma (1 de marzo de
2001), n. 3; cfr. Carta apostólica Novo Millenio ineunte, n. 33: l. c., p. 289.
[132]Ibid., n. 38: l. c., p. 293.
[133]Ibid., n. 31: l. c., p. 287.
[134]Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, n. 39.
[135]Cfr. Pablo VI, Exhort. ap. Evangelii Nuntiandi, n. 14; Juan Pablo II,
Alocución a la Sagrada Congregación para el Clero (20 de octubre de 1984):
«de aquí la necesidad de que la parroquia redescubra su función específica de
comunidad de fe y de caridad, que constituye su razón de ser y su característica
más profunda. Esto significa hacer de la evangelización el quicio de toda la
acción pastoral, como exigencia prioritaria, preeminente, privilegiada. Se
supera así una visión puramente horizontal de una presencia sólo social, y se
refuerza el aspecto sacramental de la Iglesia» (AAS 77 [1985], pp. 307-308).
[136]Juan Pablo II,Carta apostólica Novo Millennio ineunte (6 de enero de
2001), n. 40: l. c., p. 294.
[137]Cfr. Congregación para la Doctrina de la Fe, Declaración Dominus Iesus
(6 de agosto de 2000): AAS 92 (2000), pp. 742-765.
[138]San Gregorio Magno, Regla pastoral, Introducción a la tercera parte.
[139]Juan Pablo II,Carta apostólica Novo Millennio ineunte (6 de enero de
2001), n. 46: l. c., p. 299.

179
[140]Congregación para la Doctrina de la Fe, Declaración Dominus Iesus (6 de
agosto de 2000), n. 15: l. c., p. 756.
[141]Juan Pablo II, Carta a los Sacerdotes con ocasión del Jueves Santo de
2000 (23 de marzo de 2000), nn. 10.14.
[142]Congregación Para el Clero, Directorio para el ministerio y la vida de los
Presbíteros Tota Ecclesia (31 de enero de 1994), cap. III.
[143]Juan Pablo II,Carta a los Sacerdotes con ocasión del Jueves Santo de 1979
Novo incipiente (8 de abril de 1979), n. 11: l. c., p. 416.
[144]Juan Pablo II,Alocución a los participantes en la Plenaria de la
Congregación para el Clero (23 de noviembre de 2001): l. c., p. 217
[145]Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, n. 18.
[146]Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, n. 103.
[147]Juan Pablo II,Carta a los Sacerdotes con ocasión del Jueves Santo de 1979
Novo incipiente (8 de abril de 1979), n. 11: l. c., p. 416.
[148]Juan Pablo II,Alocución a los participantes en la Plenaria de la
Congregación para el Clero (23 de noviembre de 2001): l. c., p. 217.
[149]Juan Pablo II,con ocasión de la memoria litúrgica de la Virgen de
Czestochowa: “L’Osservatore Romano”, 26 de agosto de 2001.
[150]Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm.Lumen gentium, n. 62.

180
PENITENCIARÍA APOSTÓLICA
DECRETO
POR EL QUE SE ENRIQUECEN CON
INDULGENCIAS
ACTOS DE CULTO
EN HONOR DE LA MISERICORDIA DIVINA

Se enriquecen con indulgencias actos de culto realizados en honor de


la Misericordia divina.
“Tu misericordia, oh Dios, no tiene límites, y es infinito el tesoro de tu
bondad...” (Oración después del himno “Te Deum”) y “Oh Dios, que
manifiestas especialmente tu poder con el perdón y la misericordia...” (Oración
colecta del domingo XXVI del tiempo ordinario), canta humilde y fielmente la
santa Madre Iglesia. En efecto, la inmensa condescendencia de Dios, tanto
hacia el género humano y su conjunto como hacia cada una de las personas,
resplandece de modo especial cuando el mismo Dios todopoderoso perdona los
pecados y los defectos morales, y readmite paternalmente a los culpables a su
amistad, que merecidamente habían perdido.
Así, los fieles son impulsados a conmemorar con íntimo afecto del alma los
misterios del perdón divino y a celebrarlos con fervor, y comprenden
claramente la suma conveniencia, más aún, el deber que el pueblo de Dios tiene
de alabar, con formas particulares de oración, la Misericordia divina,
obteniendo al mismo tiempo, después de realizar con espíritu de gratitud las
obras exigidas y de cumplir las debidas condiciones, los beneficios espirituales
derivados del tesoro de la Iglesia. “El misterio pascual es el culmen de esta
revelación y actuación de la misericordia, que es capaz de justificar al hombre,
de restablecer la justicia en el sentido del orden salvífico querido por Dios
desde el principio para el hombre y, mediante el hombre, en el mundo” (Dives
in misericordia, 7).

181
La Misericordia divina realmente sabe perdonar incluso los pecados más
graves, pero el hacerlos impulsa a los fieles a sentir un dolor sobrenatural, no
meramente psicológico, de sus propios pecados de forma que, siempre con
ayuda de la gracia divina, hagan un firme propósito de no volver a pecar. Esas
disposiciones del alma consiguen efectivamente el perdón de los pecados
mortales cuando el fiel recibe con fruto el sacramento de la penitencia o se
arrepiente de los mismos mediante un acto de caridad perfecta y de dolor
perfecto, con el propósito de acudir cuanto antes al mismo sacramento de la
penitencia. En efecto, nuestro Señor Jesucristo, en la parábola del hijo pródigo,
nos enseña que el pecador debe confesar su miseria ante Dios, diciendo: “Padre,
he pecado contra el cielo y contra ti; ya no soy digno de llamarme hijo tuyo”
(Lc 15,32).
Por eso, con próvida solicitud pastoral, el Sumo Pontífice Juan Pablo II, para
imprimir en el alma de los fieles estos preceptos y enseñanzas de la fe cristiana,
impulsado por la dulce consideración del Padre de las misericordias, ha querido
que el segundo domingo de Pascua se dedique a recordar con especial devoción
estos dones de la gracia, atribuyendo a ese domingo la denominación de
“Domingo de la Misericordia divina “ (Cf. Congregación para el culto divino y
la disciplina de los sacramentos, decreto Misericors et miserator, 5 de mayo de
2000).
El evangelio del segundo domingo de Pascua narra las maravillas realizadas por
nuestro Señor Jesucristo el día mismo de la Resurrección en la primera
aparición pública: «Al atardecer de aquel día, el primero de la semana, estando
cerradas, por miedo a los judíos, las puertas del lugar donde se encontraban los
discípulos, se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: “La paz con vosotros.
Como el Padre me envió, también yo os envío”. Dicho esto, sopló sobre ellos y
les dijo: “Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les
quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos”» (Jn 20,
19-23).
Para hacer que los fieles vivan con intensa piedad esta celebración, el mismo
Sumo Pontífice ha establecido que el citado domingo se enriquezca con la
indulgencia plenaria, como se indicará más abajo, para que los fieles reciban
con más abundancia el don de la consolación del Espíritu Santo, y cultiven así
una creciente caridad hacia Dios y hacia el prójimo, y, una vez obtenido de
Dios el perdón de sus pecados, ellos a su vez perdonen generosamente a sus
hermanos.
De esta forma, los fieles vivirán con más perfección el espíritu del Evangelio,
acogiendo en sí la renovación ilustrada e introducida por el concilio ecuménico
Vaticano II: “Los cristianos, recordando las palabras del Señor “En esto
conocerán que sois mis discípulos, si os amáis unos a otros” (Jn 13, 35), nada
182
pueden desear más ardientemente que servir cada vez mas generosa y
eficazmente a los hombres del mundo actual. (...) Quiere el Padre que en todos
los hombres reconozcamos y amemos eficazmente a Cristo, nuestro hermano,
tanto de palabra como de obra” (Gaudium et spes,93).
Por eso, el Sumo Pontífice, animado por un ardiente deseo de fomentar al
máximo en el pueblo cristiano estos sentimientos de piedad hacia la
Misericordia divina, por los abundantísimos frutos espirituales que de ello
pueden esperarse, en la audiencia concedida el día 13 de junio de 2002 a los
infrascritos responsables de la Penitenciaría apostólica, se ha dignado otorgar
indulgencias en los términos siguientes:
Se concede la indulgencia plenaria, con las condiciones habituales (confesión
sacramental, comunión eucarística y oración por las intenciones del Sumo
Pontífice) al fiel que, en el domingo segundo de Pascua, llamado de la
Misericordia divina, en cualquier iglesia y oratorio, con espíritu totalmente
alejado del afecto a todo pecado, incluso venial, participe en actos de piedad
realizados en honor de la Misericordia divina, o al menos rece en presencia del
santísimo sacramento de la Eucaristía, públicamente expuesto o conservado en
el Sagrario, el Padrenuestro y el Credo, añadiendo una invocación piadosa al
Señor Jesús misericordioso (por ejemplo, “Jesús misericordioso, confío en ti”.
Se concede la indulgencia parcial al fiel que, al menos con corazón contrito,
eleve al Señor Jesús misericordioso una de las invocaciones piadosas
legítimamente aprobadas.
Además, los navegantes, que cumplen su deber en la inmensa extensión del
mar; los innumerables hermanos a quienes los desastres de la guerra, las
vicisitudes políticas, las inclemencia de los lugares y otras causas parecidas han
alejado de su patria; los enfermos y quienes les asisten, y todos los que por justa
causa no pueden abandonar su casa o desempeñan una actividad impostergable
en beneficio de la comunidad, podrán conseguir la indulgencia plenaria en el
domingo de la Misericordia divina si con total rechazo de cualquier pecado,
como se ha dicho antes, y con intención de cumplir, en cuanto sea posible, las
tres condiciones habituales, rezan, frente a una piadosa imagen de nuestro
Señor Jesús misericordioso, el Padrenuestro y el Credo, añadiendo una
invocación piadosa al Señor Jesús misericordioso (por ejemplo, “Jesús
misericordioso, confío en ti”).
Si ni siquiera eso se pudiera hacer, en ese mismo día podrán obtener la
indulgencia plenaria los que se unan con la intención a los que realizan del
modo ordinario la obra prescrita para la indulgencia y ofrecen a Dios
misericordioso una oración y a la vez los sufrimientos de su enfermedad y las
molestias de su vida, teniendo también ellos el propósito de cumplir, en cuanto

183
les sea posible, las tres condiciones prescritas para lucrar la indulgencia
plenaria.
Los sacerdotes que desempeñan el ministerio pastoral, sobre todo los párrocos,
informen oportunamente a sus fieles acerca de esta saludable disposición de la
Iglesia, préstense con espíritu pronto y generoso a escuchar sus confesiones, y
en el domingo de la Misericordia divina, después de la celebración de la santa
misa o de las vísperas, o durante un acto de piedad en honor de la Misericordia
divina, dirijan, con la dignidad propia del rito, el rezo de las oraciones antes
indicadas; por último, dado que son “Bienaventurados los misericordiosos,
porque ellos alcanzarán misericordia” (Mt 5,7), al impartir la catequesis
impulsen a los fieles a hacer con la mayor frecuencia posible obras de caridad o
de misericordia, siguiendo el ejemplo y el mandato de Jesucristo, como se
indica en la segunda concesión general del “Enchiridion Indulgentiarum”.
Este decreto tiene vigor perpetuo. No obstante cualquier disposición contraria

Dado en Roma, en la sede de la Penitenciaría apostólica, el 29 de junio de 2002,


en la solemnidad de San Pedro y San Pablo, apóstoles.

Luigi DE MAGISTRIS

Arzobispo titular de Nova


Pro-penitenciario mayor

Gianfranco GIROTTI, o.f.m. conv. Regente

184
INDICE

CARTA APOSTÓLICA
“ROSARIUM VIRGINE MARIAE”

ÁNGELUS

INICIO DEL XXV AÑO DE PONTIFICADO Y CARTA APOSTÓLICA


"ROSARIUM VIRGINIS MARIAE".............................................................3

INTRODUCCIÓN
Los Romanos Pontífices y el Rosario..............................................................6
Octubre 2002 - Octubre 2003: Año del Rosario.............................................7
Objeciones al Rosario........................................................................................8
Vía de contemplación........................................................................................9
Oración por la paz y por la familia..................................................................9
« ¡Ahí tienes a tu madre! » (Jn 19, 27)............................................................9
Tras las huellas de los testigos.......................................................................10

CAPÍTULO I: CON TEMPLAR A CRISTO CON MARÍA


Un rostro brillante como el sol.......................................................................11
María modelo de contemplación....................................................................11
Los recuerdos de María...................................................................................12
El Rosario, oración contemplativa.................................................................12
Recordar a Cristo con María...........................................................................13
Comprender a Cristo desde María..................................................................13
Configurarse a Cristo con María....................................................................14
Rogar a Cristo con María................................................................................15
Anunciar a Cristo con María...........................................................................16

CAPÍTULO II: LOS MISTERIOS DE CRISTO, MISTERIOS DE LA


MADRE

185
El Rosario «compendio del Evangelio»........................................................17
Una incorporación oportuna...........................................................................17
Misterios de gozo.............................................................................................18
Misterios de luz................................................................................................19
Misterios de dolor............................................................................................20
Misterios de gloria...........................................................................................21
De los 'misterios' al 'Misterio': el camino de María.....................................21
Misterio de Cristo, 'misterio' del hombre......................................................22

CAPÍTULO III: «PARA MÍ LA VIDA ES CRISTO»


El Rosario, camino de asimilación del misterio...........................................24
Un método válido............................................................................................25
... que, no obstante, se puede mejorar............................................................25
El enunciado del misterio................................................................................26
La escucha de la Palabra de Dios...................................................................26
El silencio.........................................................................................................27
El «Padrenuestro»............................................................................................27
Las diez «Ave Maria»......................................................................................27
El «Gloria».......................................................................................................28
La jaculatoria final...........................................................................................29
El 'rosario'.........................................................................................................29
Inicio y conclusión...........................................................................................30
La distribución en el tiempo...........................................................................30

CONCLUSIÓN................................................................................................32
«Rosario bendito de María, cadena dulce que nos une con Dios».............32
La paz................................................................................................................32
La familia: los padres......................................................................................33
... y los hijos.....................................................................................................34
El Rosario, un tesoro que recuperar...............................................................35

NOTAS..............................................................................................................36

CARTA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II A


LOS SACERDOTES PARA EL JUEVES SANTO
DE 2002
CARTA..............................................................................................................38
186
CARTA APOSTÓLICA EN FORMA DE
“MOTU PROPRIO" «MISERICORDIA DEI»
SOBRE ALGUNOS ASPECTOS DE LA
CELEBRACIÓN DEL SACRAMENTO DE LA
PENITENCIA
CARTA..............................................................................................................49

NOTAS..............................................................................................................56

INSTRUCCION SOBRE ALGUNAS CUESTIONES


ACERCA DE LA COLABORACION DE LOS
FIELES LAICOS EN EL SAGRADO MINISTERIO
DE LOS SACERDOTES
PREMISA.........................................................................................................59

PRINCIPIOS TEOLOGICOS........................................................................63
1. El sacerdocio común y el sacerdocio ministerial.............................63
2. Unidad y diversidad en las funciones ministeriales.........................64

DISPOSICIONES PRACTICAS...................................................................68
Necesidad de una terminología apropiada............................................68
El ministerio de la palabra(59)...............................................................69
La homilia..................................................................................................70
El párroco y la parroquia........................................................................71
Los organismos de colaboración en la Iglesia particular....................73
Las celebraciones litúrgicas....................................................................74
Las celebraciones dominicales en ausencia de presbitero...................74
El ministro extraordinario de la Sagrada Comunión...........................75
El apostolado para los enfermos.............................................................76
La asistencia a los Matrimonios..............................................................77
El ministro del Bautismo..........................................................................77
La animación de la celebración de las exequias eclesiásticas............78
187
Necesaria selección y adecuada formación...........................................78

NOTAS..............................................................................................................83

EL PRESBITERO, MAESTRO DE LA PALABRA,


MINISTRO DE LOS SACRAMENTOS Y GUIA DE
LA COMUNIDAD, ANTE EL TERCER MILENIO
CRISTIANO
PRESENTACIÓN...........................................................................................90

INTRODUCCIÓN...........................................................................................92

CAPÍTULO I: AL SERVICIO DE LA NUEVA EVANGELIZACION


1. La nueva evangelización tarea de toda la Iglesia.....................................94
2. La necesaria e insustituible función de los sacerdotes............................96
PUNTOS DE REFLEXION............................................................................98

CAPÍTULO II: MAESTROS DE LA PALABRA


1. Los presbíteros, maestros de la Palabra " nomine Christi et nomine
Ecclesiae "......................................................................................................100
2. Para un anuncio eficaz de la Palabra.......................................................102
PUNTOS DE REFLEXION..........................................................................106

CAPÍTULO III: MINISTROS DE LOS SACRAMENTOS


1. " In persona Christi Capitis "...................................................................107
2. Ministros de la Eucaristía: "el centro mismo del ministerio
sacerdotal ".....................................................................................................108
3. Ministros de la Reconciliación con Dios y con la Iglesia.....................110
PUNTOS DE REFLEXION..........................................................................113

CAPÍTULO IV: PASTORES CELOSOS DE SU GREY


1. Con Cristo, para encarnar y difundir la misericordia del Padre...........115
2. " Sacerdos et hostia "................................................................................116
3. La acción pastoral de los sacerdotes: servir y conducir en el amor
y en la fortaleza..............................................................................................118

188
PUNTOS DE REFLEXION..........................................................................121

CONCLUSIONES.........................................................................................122

ORACION A MARÍA SANTISIMA............................................................123

NOTAS............................................................................................................125

"EL PRESBÍTERO, PASTOR Y GUÍA


DE LA COMUNIDAD
PARROQUIAL"
PREMISA.......................................................................................................132

PARTE I

SACERDOCIO COMÚN Y SACERDOCIO ORDENADO


1. Levantad vuestros ojos (Jn 4,35).............................................................137
2. Elementos centrales del ministerio y de la vida de los presbíteros [8] 139
a) La identidad del presbítero...............................................................139
b) La unidad de vida...............................................................................143
c) Un camino específico hacia la santidad..........................................144
d) La fidelidad del sacerdote a la disciplina eclesiástica..................146
e) El sacerdote en la comunión eclesial...............................................147
f) Sentido de lo universal en lo particular...........................................148

PARTE II

LA PARROQUIA Y EL PÁRROCO
1. La parroquia y el oficio de párroco........................................................150
2. Los desafíos positivos del presente en la pastoral parroquial..........159

ORACIÓN DEL PÁRROCO A MARÍA SANTÍSIMA.............................165

NOTAS............................................................................................................168

189
DECRETO POR EL QUE SE ENRIQUECEN CON INDULGENCIAS
ACTOS DE CULTO EN HONOR DE LA MISERICORDIA DIVINA
Se enriquecen con indulgencias actos de culto realizados en honor de la
Misericordia divina........................................................................................179

190

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