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Cano, Fernanda; Cortés, Marina; Katchadjian, Pablo; Masine, Beatriz; Ornani, Carla;

Petris, José Luis; Setton, Yaki (2008). “En torno al ensayo”. En: Ensayo y error. El
ensayo en el taller de escritura. Eudeba, Buenos Aires.

En torno al ensayo

De los inicios del género

​ ‘Ensayo’: “(del latín exagium, peso) Escrito breve sobre una materia” de [‘ensayar’
“probar, reconocer algo antes de usarlo; probar a hacer una cosa para ejecutarla mejor
después]
Novísima Enciclopedia Ilustrada1

Si imaginamos la literatura como una gran mansión, con una variedad de


aposentos dentro de los cuales podemos encontrar los diversos géneros que
comprende (las novelas, las poesías, los relatos, las obras teatrales), es posible hallar,
en algún recoveco, un cuarto donde muchos escritos dispares se acumulan. Un cuarto
muy activo y en producción permanente, donde abunda la disparidad de temas y
estilos que caracterizan sus escritos. Un cuarto que, según las épocas, es visitado
asiduamente por críticos y académicos o bien permanece en el olvido. En ese cuarto
se ubican los ensayos.
La imagen del “cuarto en el recoveco” para situar al género que nos ocupa fue
desarrollada por el crítico argentino Jaime Rest2. Junto con la suerte que los ensayos
han tenido entre sus lectores y sus críticos, aquella imagen pretendía subrayar la
naturaleza misma de un género que parece escurrirse a las definiciones. La
abundancia de temas y estilos que comprende, las variedades y dimensiones que
ofrece, los usos de esos escritos que hacen siempre difícil establecer sus límites.
Introducirnos en este género a través de su historia nos permitirá ir acercándonos a
una caracterización del ensayo.
La mayoría de los críticos acuerdan en establecer el inicio del género en el siglo
XVI, en un castillo medieval de la familia Montaigne, en los paisajes de Périgord,
Francia. Allí, Michel Eyquem de Montaigne “inventa” en marzo de 1571 el ensayo

1
Tomo I, Bs. As., 1970.
2
Jaime Rest, El cuarto en el recoveco, Bs. As., CEAL, 1981.
como género escrito. En el segundo piso de la torre de ese castillo medieval, tras
renunciar a su cargo de Consejero de la ciudad de Burdeos, a los 38 años, Montaigne
se encierra durante diez años a leer y escribir.

“Montaigne pasa los días en su biblioteca, leyendo, meditando, y toma


la costumbre de escribir a veces sobre el mismo libro que lee, la impresión
que éste le produce, o completa con sus propias reflexiones pasajes que
le llaman la atención. De ahí pasa con toda naturalidad a escribir los
primeros capítulos del libro que, en su primera forma, se emparienta con
las compilaciones morales de la época, composiciones mezcladas con
citaciones y colecciones de aforismos. Era corriente en esa época
vulgarizar las enseñanzas de la antigüedad en breves y sencillos trozos,
por medio de ejemplos o máximas sazonados de moral. Se los llamaba
“lecciones”, “lecturas”, y no exigían ni gran esfuerzo ni gran continuidad en
el trabajo.”3

La producción de aquellos diez años culmina en un libro que Montaigne titula,


justamente, Ensayos, bautizando así a un género que, desde entonces, lo tendría
como su fundador.
Si bien sus primeros trabajos se dedicaban sólo a comentar a escritores
antiguos y también modernos, pronto los mismos se transformaron en lo que Nicolás
Abbagnano describe como un espacio textual donde “la personalidad empezó a ser el
verdadero centro de la meditación de Montaigne, que adquiere el carácter de una
‘pintura del yo’ ”.4 Así, Montaigne funda una nueva forma única y singular: la visión de
las cosas desde sí mismo. Dice, nuevamente Abbagnano:

“Sus últimos Ensayos asumen cada vez más un carácter


autobiográfico, por el que filosofar se convierte en un continuo
experimentarse a sí mismo, una continua aclaración del yo a sí mismo. Ya
en el prefacio de la obra, Montaigne había dicho: ‘Yo mismo soy la materia
de mi libro’. En el tercer libro llega claramente a definir su filosofar como
una incesante experiencia de sí mismo, ‘Si mi alma pudiese tomar pie, yo
no me experimentaría, me resolvería, pero está siempre en aprendizaje y
a prueba” (III, 2). Montaigne tiene siempre despierto el sentido de la
problematicidad de la existencia; la existencia es para él un problema
siempre abierto, una experiencia continua que nunca puede concluir
definitivamente y, por tanto, debe aclararse incesantemente a sí misma.”5

3
Irma Biojout de Azar, “Montaigne y el nacimiento del ensayo” en: Capítulo Universal –
Renacimiento y Humanismo, Bs. As., CEAL, 1970, p. 172.
4
En: Historia de la Filosofía Vol. II, Barcelona, Hora, 1994, p. 31.
5
En: Historia de la Filosofía Vol. II, Op. Cit, p. 31.
La imagen de Montaigne es la un hombre encerrado durante diez años
(1571-1581) en una pieza semicircular de una torre de esquina de un antiguo castillo,
con su mesa de trabajo en el centro y rodeado de un millar de libros, que escribe y lee;
lee y escribe. ¿Qué relación podemos hacer entre esta situación vital, concebida como
una condición de enunciación, y un sujeto que produce formas breves de escritura del
pensamiento? En una primera instancia, como señala el crítico y ensayista argentino
Nicolás Rosa, “entendemos que el hecho capital que radica en los Essais es la sutil
combinación entre la escritura de una “experiencia de vida” y la “experiencia de
lectura” que marca todo el ensayo de la modernidad y lo opone a las formas reinantes
desde el Medioevo, el tratado, la enciclopedia, el manual”6.
En los párrafos iniciales de uno de sus ensayos, el propio Montaigne describe el
modo en que trabaja, la forma en que, de alguna manera, ejercita el pensamiento a
través de la escritura:

“El juicio es cosa útil a todos los temas y en todos interviene. Por tal
causa, en estos Ensayos lo empleo en toda clase de ocasiones. Si trato de
cosa que no entiendo, con más razón ensayo el juicio, sondando el vado a
prudente distancia, de modo que, si lo encuentro demasiado hondo para mi
estatura, me quedo en la orilla. El reconocer el límite de donde no se puede
pasar es un efecto del juicio, y aun aquel de que el susodicho juicio se
alaba más. Otras veces miro si a una cosa vana y baldía podrá el juicio
darle cuerpo y apoyarla y afincarla. Y aun en otras ocasiones lo paseo por
un tema elevado, pero manido, donde, por lo muy trillado que el camino
está, nada puede el juicio encontrar, sino sólo seguir ajenas huellas. En
este caso es su tarea elegir entre mil el camino que más le convenga,
diciendo luego que éste o aquél ha sido el mejor elegido. Escojo al azar el
primer argumento con que doy, porque todos los considero buenos por igual
y nunca me propongo seguirlos enteros, ya que no veo el conjunto de nada.
Entre las cien partes y caras de cada cosa, me atengo a una, ya para
rozarla, ya para rascarla un tanto, ya para penetrarla hasta los huesos. No
examino las cosas lo más amplia, sino lo más hondamente que yo sé; y con
frecuencia suelo asirlas por algún aspecto inusitado. Me aventuraría a tratar
con más profundidad alguna materia si me conociera menos y me
engañase en mi impotencia. Pero, conociéndome, siembro aquí una frase y
allí otra, como muestras de una pieza, separadas, y sin propósito ni
designio. No me he obligado a hacer algo bueno, ni siquiera a atenerme a
mí mismo, sino que varío cuando me place, entregándome a mis dudas e
incertidumbres y a mi soberana maestra, que es la ignorancia.”7

6
Nicolás Rosa, Historia del ensayo argentino, Buenos Aires, 2002, p. 18.
7
Montaigne, Michel de, “De Demócrito a Heráclito”, en: Ensayos completos. Tomo II,
Barcelona, Iberia, 1963, p. 5-6.
En ese sentido, el ya citado Abbagnano subraya que el uso de la palabra
‘ensayo’ por parte de Montaigne “quiere decir experiencias (no tentativas). Montaigne
pretende recoger las experiencias humanas expresadas en los escritos de los autores
antiguos y modernos y ponerlas a prueba en relación con su propia experiencia, la
continua comparación entre las experiencias propias y las ajenas”.8 Algo similar
comenta el filósofo italiano Giorgio Agamben en su libro Infancia e historia al concebir
a Montaigne como el último signo de una cultura europea que piensa la experiencia
separada del conocimiento científico, una experiencia que “es incompatible con la
certeza”.9 De esta manera, Montaigne se diferencia de otros escritores de ensayos (de
Francis Bacon, por ejemplo) que pretenden, al desconfiar de la experiencia del sentido
y los acontecimientos comunes, volverla previsible y mensurable para adosarla al
conocimiento científico.
Si bien se acuerda que aquellos Ensayos, publicados en 1580, constituyeron la
fundación del género, tal vez, sostiene Rest, el ensayo existió siempre y, en ese
sentido, sea lícito otorgar ese nombre a escritos de Platón, a los tratados morales de
Séneca, a ciertos escritos de Cicerón y de San Agustín, a los diálogos de Luciano de
Samosata10. El mismo Francis Bacon, ensayista y contemporáneo de Montaigne, le
disputaba la “creación” del género, argumentando que la palabra para definirlo podía
ser nueva, pero no el contenido, pues en varios autores anteriores podían encontrarse
“meditaciones dispersas reunidas en forma de epístolas”. Sin embargo, puede decirse
que Montaigne inventó algo más que la palabra “ensayo”. Peter Burke explica esta
novedad: “Al margen de la diatriba, la carta, el soliloquio y la paradoja, Montaigne fue
desarrollando gradualmente una forma de su propia cosecha, que se distingue sobre
todo, no por su extensión o asunto, sino por el intento del autor de captarse a sí mismo
en el acto de pensar, ofreciendo el proceso del pensamiento, le progrez de mes
humeurs, más bien que sus conclusiones”.11 En este sentido, concluye Burke,
“Montaigne fue el creador de un nuevo género literario”.12

8
Op. Cit., p.31.
9
Infancia e historia, Bs. As., Adriana Hidalgo, 2001, p.15.
10
Luciano de Samosata es considerado como uno de los precursores del ensayo.
Nacido en Siria, en el siglo II d.C., Luciano escribía diálogos que se caracterizaban por la ironía
y la parodia. La forma del diálogo, al igual que en el caso de Platón, se presentaba como una
herramienta didáctica que permitía, a la vez, ofrecer diversas opiniones de un mismo tema,
enunciadas en cada caso por diferentes interlocutores. A su vez, también se conocen de él
relatos de ciencia ficción, quizás de los primeros en la historia de la literatura.
11
Burke, Peter, Montaigne, Madrid, Alianza, 1985, p. 83.
12
Ibíd., p. 83.
Pero hay otra característica más con la que Montaigne definió su género: el
interés por las cosas aparentemente triviales. Dicho de otro modo, a Montaigne,
además de los grandes temas (“De la gloria”, “De la virtud”, “De la experiencia”), le
interesaban los detalles: “No sólo se juzga un caballo mirando cómo realiza una
carrera, sino cuando anda al paso, e incluso en el reposo de la cuadra”.13 Así, no
extraña encontrarse con que sus ensayos lleven títulos como “De los ojos”, “Sobre un
niño monstruoso”, “De los pulgares”, “Del parecido de los hijos a los padres”, “De los
vehículos”, “Sobre el vestuario”, “De las sutilezas vanas”, “De las armas de los partos”,
“De los olores”… Ni tampoco debería asombrar que en este último, por ejemplo,
escriba lo siguiente:

“Por mi parte, cualquier olor se me adhiere de manera maravillosa,


porque tengo una piel muy sensible a ellos. Quien se quejaba de que la
Naturaleza no había dado al hombre instrumento para llevarse los olores a
la nariz, se engañaba, porque ellos mismos se llegan a ella. Si yo,
particularizando, me acerco los guantes o el pañuelo a los bigotes, que
uso largos, el olor me queda en ellos todo el día, y por él puede colegirse
de dónde vengo. Los sabrosos, glotones y apretados besos de la juventud
me dejaban su aroma durante varias horas después”.14

Casi cuatro siglos después, Theodor Adorno, en su ensayo sobre este género,
plantea esta misma característica: “El ensayo tiene que lograr que en un rasgo parcial
escogido o hallado brille la totalidad”.15 La libertad en la elección de objetos se explica,
según Adorno, en que para el ensayo “todos los objetos están en cierto sentido a la
misma distancia del centro: del principio que embruja a todos”.16

Entre Montaigne y Bacon: las dos líneas del ensayo

Montaigne, hemos dicho antes, publica sus Ensayos en 1580. Pocos años
después, en 1597, el inglés Francis Bacon comienza a publicar los suyos. Más allá de
las temáticas que cada uno de esos autores aborda en esos escritos, es posible
reconocer dos estilos de escritura ensayística, dos estilos que, como veremos más
adelante, es posible reconocer también en los escritos precursores de este género.
Ya en el prólogo a sus Ensayos, Montaigne afirma:

13
Montaigne, Michel de, Ensayos completos. Tomo II, op. cit., p. 6.
14
Ibíd., p. 18.
15
Adorno, Theodor W., Notas sobre literatura, Madrid, Akal, 2003, p. 26.
16
Ibíd., p. 30.
He aquí un libro de buena fe, lector. En él advertirás desde el principio
que no me he propuesto, al hacerlo, fin alguno, no siendo doméstico y
privado. No he tenido en la menor consideración tu servicio ni mi gloria,
porque mis fuerzas no son capaces de ello. Lo he dedicado al uso
particular de mis parientes y amigos para que, cuando me pierdan (lo que
sucederá muy pronto), puedan volver a hallar en él algunos rasgos de mi
condición y humor, y por este medio les quepa nutrir y tornar más entero
y más vivo el conocimiento que tuvieron de mí. Si yo hubiese pretendido
buscar el favor del mundo, me hubiera engalanado con prestadas
hermosuras; pero no quiero sino que se me vea en mi manera sencilla,
natural y ordinaria, sin estudio ni artificio, porque sólo me pinto a mí
mismo. Aquí se leerán a lo vivo mis defectos e imperfecciones y mi modo
de ser, todo ello descrito con tanta sinceridad como el decoro público me
lo ha permitido. Y si yo hubiese estado en esas naciones de las que se
dice que viven aún bajo la dulce libertad de las primitivas leyes de la
Naturaleza, aseguro que de buen grado me hubiese pintado, por entero y
totalmente, al desnudo. Así, yo mismo soy el tema de mi libro, y no hay
razón, lector, para que emplees tus ocios en materia tan frívola y vana.
Adiós, pues. 17

El escritor francés se reconoce, aquí, “sujeto de su libro” y “argumento”. Una


subjetividad que se verá expresada en un estilo de particular de escritura: un “yo”, una
voz que, en primera persona, expone sus ideas pero a la vez “se” expone. Una
primera persona subjetiva que organiza el texto tanto desde sus opiniones como
desde sus experiencias de vida y de lectura. Una escritura que representa lo que ese
sujeto retiene y se comenta a sí mismo sobre encuentro entre ambas experiencias;
porque lo que “inventa” Montaigne es la subjetividad moderna.
A su vez, sus escritos se caracterizan por una extensión breve y un estilo de
divulgador que lo acerca a lo que hoy reconoceríamos como formas genéricas del
periodismo de opinión18, que nos describen “modos de pensar” sobre temas
absolutamente diversos como la educación, la amistad, el canibalismo, etc. Bacon, en
cambio, propone un estilo conciso, sobrio, exacto, más cercano al modelo clásico, de
herencia latina, un estilo en el que no aparece una subjetividad marcada desde el
discurso.
Tal como lo señala Jaime Rest en el artículo ya citado, “una vez tras otra surgen
los nombres de Montaigne y de Bacon para trazar los límites del ensayo, para mostrar
por contraposición la vastedad de territorio que se extiende desde una región de

17
Montaigne, Michel de, “Del autor al lector” en Ensayos completos. Tomo I, Barcelona,
Iberia, 1963, p. 11.
18
Ver J. Rest, Op. Cit., p. 19.
intimidad espontánea y subjetiva hasta un área de rigor objetivo casi impersonal”19.
Siguiendo a Rest, la intimidad del estilo de un escritor va a oponerse al rigor objetivo
del otro, dos características centrales de esas escrituras de las que derivan otra serie
de rasgos. En su Teoría del ensayo, el español José Luis Gómez-Martínez, va a
enumerar esos rasgos:

Si comparamos un ensayo cualquiera de Montaigne —"Des menteurs",


por ejemplo— con otro semejante de Bacon —"Of Truth"—, se observa que
mientras Montaigne lo basa en "vivencias", Bacon lo hace en
"abstracciones". El ensayo de Montaigne gana en "intensidad", el de Bacon
en "orden". El primero es más "natural", el segundo más "artístico". El
primero intensifica lo "individual", el segundo lo "prototípico". En Montaigne,
en fin, domina la intuición "poética", en Bacon la "retórica"20.

Montaigne y Bacon representan, según el crítico, dos posibilidades de ensayo,


dos líneas que evidencian dos modos de escritura diversos. Esta oposición entre
intimidad y rigor, entre “vivencias” y “abstracciones” es también reconocida por otros
autores. El filósofo Vilém Flusser planteará una oposición similar entre lo que
denomina como dos estilos diversos: un estilo “vivo” y personal, subjetivo, frente a un
estilo “académico“ o despersonalizado. Mientras que el primero compromete el cuerpo
del escritor; el segundo compromete su intelecto. Y la elección de un escritor por uno u
otro estilo determinará a su vez la forma de encarar el tema, la manera de establecer
una suerte de diálogo entre el autor y el lector:

“En el caso del tratado, pensaré mi tema y discutiré con mis otros. En
el caso del ensayo, viviré mi tema y dialogaré con mis otros. En el primer
caso, buscaré explicar mi tema. En el segundo, buscaré implicarme en él.
En el primer caso, buscaré informar a mis otros. En el segundo, buscaré
alterarlos. Mi decisión dependerá, por lo tanto, de la manera en que encare
mi tema y a mis otros. Dependerá de mi identidad. En el tratado no me
asumo, asumo el tema para mis otros. En el ensayo, me asumo en el tema
y en mis otros. En el ensayo, yo y mis otros son el tema dentro del tema. En
el tratado, el tema interesa; en el ensayo, intereso (soy) e interesamos
(somos) en el tema. La decisión por el tratado es desexistencializante. Es
una decisión en provecho del “se”, del público, del objetivo. La decisión por
el ensayo es la que debe ser atendida”21.

19
Op. Cit., p.18.
20
En http://www.ensayistas.org/critica/ensayo/gomez/
21
Publicado originalmente en el diario O Estado de S. Paulo, 19/8/67. Tomado de:
Flusser, Vilém, Ficçoes filosóficas, San Pablo, Editora da Universidade de São Paulo, 1998.
Traducción al español: Pablo Katchadjian.
Vilem Flusser señala, además, un peligro, que afecta al escritor que se inclina
por aquel estilo vivo, que pone en escena el “cuerpo”; un peligro que, en palabras del
filósofo es también su belleza: el de perderse en el tema y el de perder el tema. Dos
peligros fronterizos, dirá Flusser, que afectan a una primera persona que termine
identificándose con el tema.
Ambos estilos serían, finalmente, reconocibles en escritos anteriores a los
ensayos de Montaigne y Bacon y que, según Flusser, caracterizan dos filosofías: “La
filosofía ensayística, con Platón, Agustín, Eckhart, Pascal, Kierkagaard, Nietzsche,
Camus, Unamuno. Y la académica, con Aristóteles, Tomás, Descartes, Spinoza, Hegel,
Marx, Carnap”. Y agrega:

Ambas filosofías tratan los mismos temas, pero lo hacen sólo en


apariencia. Esto es lo que torna tan difícil el diálogo entre ellas. Porque si
invalido el pensamiento de un filósofo académico, invalido su tratado. No
basta, en cambio, invalidar un pensamiento para derribar un ensayo. Es
preciso, para esto, desautenticar su actitud. La vulnerabilidad del
academicismo es diferente a la del ensayismo. Es, por lo tanto, más difícil
derribar a un Unamuno que derribar a un Carnap. Pero si derribé a
Carnap, sólo derribé su pensamiento; si derribé a Unamuno, nada queda
de él.

Dos ensayos ejemplares

Los dos estilos, el del Montaigne y el de Bacon, el que expone la intimidad y el


que apela al rigor de las ciencias, el estilo vivo y el estilo académico son, entonces,
dos elecciones de un escritor a la hora de escribir un ensayo. Veamos, entonces, dos
ejemplos de ambos autores que nos permita apreciar desde su escritura las diferencias
y similitudes planteadas más arriba.
Analizaremos para ello el ensayo XVII del libro Ensayos de Montaigne que
lleva por nombre “Del miedo”. Es un texto en prosa conformado por un título, un
epígrafe en latín y siete párrafos.
​ Capítulo XVII22
Del miedo

Obstupui, stoteruntque comae, et vox faucibus haesit.23

No soy buen naturalista (dicen), y apenas sé por qué resortes el miedo


obra en nosotros. Es el miedo una pasión extraña y los médicos dicen que
ninguna una otra hay más propicia a trastornar nuestro juicio. En efecto, he
visto muchas gentes a quienes el miedo ha tornado insensatas, y hasta en los
más seguros de sí, por cierto, mientras duró el acceso, el miedo les produjo
terribles alucinaciones.
Dejando a un lado el vulgo, a quien el miedo representa ya a sus
bisabuelos que salen del sepulcro envueltos en sus sudarios, ya duendes, ya
trasgos y quimeras. Aun entre los soldados, a quienes el miedo parece que
debía sorprender menos, cuantas veces les ha convertido un rebaño de ovejas
en escuadrón de coraceros; rosales y cañaverales en guerreros y lanceros,
amigos en   enemigos, la cruz blanca en la cruz roja.
Cuando el señor de Borbón se apoderó de Roma, un portaestandarte
que estaba de centinela en el barrio de San Pedro fue acometido de tal horror a
la primera alarma, que se arrojó por el hueco de una muralla, con la bandera en
la mano, fuera de la ciudad, directamente hacia el enemigo, creyendo
guarecerse dentro de la ciudad; y apenas vio las tropas del señor de Borbón,
que se aprestaban en orden de batalla, creyendo que eran los de la plaza que
iban a salir, conoció su situación y volvió a entrar por donde se había lanzado,
hasta internarse trescientos pasos dentro del campo. No fue tan afortunado el
enseña del capitán Julle, cuando se apoderaron de la plaza de San Pablo el
conde de Burén y el señor de Reu, pues dominado por un miedo horrible
arrojóse fuera de la plaza por una cañonera y fue descuartizado por los
sitiadores. En el cerco de la misma fue memorable el terror que oprimió, atrapó
y congeló el corazón de un noble que cayó en tierra muerto en la brecha, sin
ninguna herida. Terror análogo sobrecoge a veces a muchedumbres enteras.
En uno de los encuentros de Germánico contra los alemanes, dos gruesas
columnas de ejército, espantadas, tomaron por caminos opuestos y una huía
de donde salía la otra. Ya nos pone alas en los talones, como aconteció a los
dos primeros, ya nos deja clavados en el sitio y nos traba, como se lee del
emperador Teófilo, quien, en una batalla que perdió contra los agarenos, quedó
tan pasmado y transido que se vio imposibilitado de huir, adeo pavor etiam
auxilia formidat24, hasta que uno de los suyos, llamado Manuel, habiéndole
tironeado y sacudido como si le despertara de un profundo sueño, le dijo: «Si

22
Fuente: DE MONTAIGNE, Michel, Ensayos, Estudio preliminar de Ezequiel Martínez Estrada,
Barcelona, Océano. 1999.
23
Estupefacto, los cabellos erizados, la voz estrangulada. Virgilio, Eneida, II, 774.
24
El miedo se horroriza de todo, hasta de aquello que pudiera socorrerle, Quinto Curcio, III, 11.
no me seguís, os mataré; pues es preferible que perdáis la vida y no que
caigáis prisionero y perdáis el imperio.»
Expresa el miedo su fuerza suprema cuando nos empuja hacia la
valentía después que por su culpa nos sustrajo al deber y al honor. En la
primera batalla que los romanos perdieron contra Aníbal, bajo el consulado de
Sempronio, un ejército de diez mil infantes a quien acometió el espanto, no
viendo por dónde escapar cobardemente, se lanzó a través del grueso de las
columnas enemigas, las cuales deshizo por un esfuerzo maravilloso con gran
mortandad de cartagineses. La vergonzosa huida les costaba lo mismo que
una gloriosa victoria.
Nada me da más miedo que el miedo. De tal modo sobrepuja en acritud
a todos los demás accidentes. ¿Qué desconsuelo puede ser más acerbo ni
más justo que el de los amigos de Pompeyo quienes, encontrándose en su
navío, fueron espectadores de tan horrorosa matanza? El pánico a las naves
egipcias, que comenzaban a aproximárseles, los ahogó de tal suerte que sólo
atinaron a apresurar a los marineros para huir a glope de remo, con toda la
diligencia posible. Cuando llegaron a Tiro libres ya de todo temor, convirtieron
su pensamiento a la pérdida que acababan de sufrir, y dieron rienda suelta a
lamentaciones y llantos, contenidos por el miedo.

Tum pavor sapientiam omnem mihi ex animo expectorat.25

Aquellos que fueron bien golpeados en acción de guerra,


ensangrentados todavía, heridos aún y ensangrentados, pueden volver a
combatir al día siguiente. Pero los que tomaron miedo al enemigo ni siquiera
osarán mirarle a la cara. Los que están en continuo sobresalto por temer de
perder sus bienes, y ser desterrados o subyugados, viven en continua angustia;
ni comen ni beben con el necesario repeso, en tanto que los pobres, los
desterrados y los siervos, suelen vivir alegremente. Todos aquellos a quienes la
impaciencia de las punzadas del miedo ha hecho ahorcarse, ahogarse y
precipitarse, nos enseña que es más importuno o insoportable que la misma
muerte.
Reconocían los griegos otra clase de miedo que no tenía por origen el
error de nuestro razonamiento, y que según ellos procedía sin causa aparente
y de un impulso celeste. Pueblos y ejércitos enteros veíanse con frecuencia
poseídos por él. Tal fue el que produjo en Cartago una desolación horrorosa.
Se oían voces y gritos de espanto; veíase a los moradores de la ciudad salir de
sus casas dominados por la alarma, atacarse, herirse y matarse unos a otros
como si hubieran sido enemigos que trataran de apoderarse de la ciudad. Todo
fue desorden y tumulto hasta que por medio de oraciones y sacrificios
aplacaron la ira de los dioses. A este miedo llamaron los antiguos “terror
pánico”.

25
El horror ha alejado la energía lejos de mi corazón. Ennio, apud Cic., Tuscul. Quaest. IV, 7.
Su título “Del miedo” nos explicita el tópico o tema sobre el cual se va a

desarrollar el ensayo. En cuanto al epígrafe, tomado de la Eneida de Virgilio, pareciera


funcionar como una cita culta que, al modo de las llamadas “lecciones” en esa época,
divulga y permite introducirnos a un tema en breves y sencillos fragmentos. En ese
sentido, en el primer párrafo reconocemos dos aspectos del texto. El primero es su
sujeto: una primera persona que parte del verbo ser, conjugado en primera persona
del singular, que nos abre a la existencia de una subjetividad que enuncia el texto: “No
soy buen naturalista (como suele decirse) no sé porqué resortes obra el miedo”· “No
soy” y “no sé”, interesante: en el escrito se tratará un tópico común, un asunto o cosa
humana. El tema es el miedo y desde el principio ese yo que enuncia nos avisa que no
sabe mucho. ¿De qué manera va a desarrollar este tema si no sabe?
Montaigne muestra aquí su marca de orillo: es un escéptico [del griego:
σκεπτομαι “mirar cuidadosamente”, “vigilar”, “examinar atentamente”]. Que sais-je? [
¿Qué es lo que sé? ] es la frase que hizo acuñar en su medalla alrededor de 1575. En
esta actitud escéptica, cuya señal es la cautela, no hay ningún saber firme, no hay
ninguna opinión absolutamente segura y, como tal, ese mismo “Yo que no sabe”
funciona como garante de la verdad del enunciado26 pues quien habla (el texto está
cerca de la espontaneidad, del pensar en voz alta) dice a medida que escribe. Este
ensayo, desde su principio, manifiesta un sentido común más cercano a cierta
informalidad que a la formalidad esperable en esa época para cualquier texto escrito.
Por ello, podemos afirmar, como dice Adorno que el “ensayo no apunta a una
construcción cerrada, deductiva o inductiva. Se yergue sobre todo contra la doctrina,
arraigada desde Platón, según la cual lo cambiante, lo efímero, es indigno de la
filosofía”27. A su vez, podemos reconocer en todo este primer párrafo, lo que Rest
llama la línea informal del ensayo: “gobernada por la informalidad, la subjetividad, la
fascinación de la experiencia imaginativa”28. Desde un lugar absolutamente común y
muy cercano a la doxa se habla del miedo, se parte de una experiencia absolutamente
personal “he visto muchas personas enloquecidas de miedo”.: si reconocemos un
predominio del discurso argumentativo, diríamos que se parte de un tema tan común

26
N. Rosa, Op. Cit., “El sujeto en primera persona es el garante de la verdad del enunciado” p. 14.
27
T.W. Adorno, “El ensayo como forma”, en Notas de literatura, Barcelona, 1962. p. 19.
28
J. Rest, “Primer ensayo...”, en El cuarto en el recoveco, Bs. As., CEAL, 1981, p.18.
que no es necesario realizar mucho esfuerzo retórico y discursivo para captar a un
lector general, justamente por su sentido común.
Sin embargo, a partir del tercer párrafo se apela a ejemplos históricos, a
nuevas citas latinas para fortalecer la voz de la enunciación. Estas citas funcionan, a
los fines argumentativos, como pruebas discursivas de lo que se quiere persuadir: “la
cosa de que tengo más miedo es el miedo porque supera en poder a todos los demás”
y, a su vez, como estructura disgresiva29. Aquello que se quiere demostrar parte de
una estructura paradojal30; como un pensamiento simétrico o tautológico: el miedo se
torna el mayor miedo y, de pronto, el texto no se concentra tanto en probar algo como
en dar lugar a un pensamiento de conjeturas y de dudas. Como si el sujeto que habla
estuviera más preocupado por la experiencia de pensar el miedo en relación con la
historia de la humanidad (párr. 5) y con la propia experiencia (párr. 6). De esta manera,
Montaigne expresa, a través de este ensayo, el carácter fragmentario y provisorio de
su escrito. A pesar de ello, no dejará de acudir a pruebas de la historia, (como en el
párrafo 5), para fundamentar su tesis acerca de cómo terminar con el miedo de los
miedos: el terror pánico ejercido por los antiguos dioses griegos, que, a su vez,
funciona como una emotiva despedida epilogal.
En resumen: reconocemos en este texto de Montaigne la forma ensayo como
una estructura discursiva informal basada en una primera persona subjetiva que
organiza el texto tanto desde sus opiniones como desde sus experiencias de vida y de
lectura. A su vez, su extensión y su estilo de divulgador lo acerca a lo que hoy
reconoceríamos como formas genéricas del periodismo de opinión31, que nos
describen “modos de pensar” sobre temas absolutamente diversos.
A continuación vamos a comentar, analizar y comparar el otro modelo
ensayístico de tradición más científica. Francis Bacon (Inglaterra, 1561-1626) fue uno
de los pilares fundantes de la ciencia renacentista, su método inductivo dio lugar al
desarrollo de la ciencia moderna. Político y epistemólogo, también escribió una serie

29
“La escritura se ofrece como una transcripción de un proceso natural de pensamiento” en
Jean-Jacques Robrieux, Eléments de Rhétorique et d’Argumentation, París, Dunod, 1993.(trad. Analía
Reale)
30
Figura de pensamiento. “Igual que el oxímoron la paradoja llama la atención por su aspecto
superficialmente ilógico y absurdo, aunque la contradicción es aparente porque se resuelve en un
pensamiento más prolongado que el literalmente enunciado.” H. Beristarain, Diccionario de retórica y
poética, México, Porrúa, 1997, p.387.
31
Ver J. Rest, Op. Cit., p. 19.
de ensayos, publicados en 1597, que influyó de un modo determinante en la tradición
inglesa literaria y periodística.
En principio, comenzamos por el ensayo breve de Bacon “De la adversidad”,
tomado de una famosa antología realizada en el año 1946, por el escritor argentino
Adolfo Bioy Casares para la hoy desaparecida Editorial Jackson,

DE LA ADVERSIDAD

Fue alto decir de Séneca (a la manera de los estoicos) "que las cosas
buenas que pertenecen a la prosperidad han de desearse; pero las cosas
buenas que pertenecen a la adversidad han de admirarse". Bona rerum
secundarum optabilia; adversarum mirabilia. Ciertamente, si los milagros son
dominio sobre la naturaleza, aparecen sobre todo en la adversidad. Él, sin
embargo, habla con más altura aun (demasiada para un pagano) cuando dice:
"Es verdadera grandeza tener en uno la fragilidad de un hombre y la seguridad
de un Dios." Veré magnum habere fragilitatem hominis, securitatem Dei. Esto
hubiera sido mejor en poesía, donde se da más lugar a las trascendencias. Y
por cierto que los poetas se han ocupado de ello; porque es, en sustancia, lo
que figuraba en esa extraña invención de los antiguos poetas, que parece no
carecer de misterio y hasta acercarse a la condición de un cristiano; "que
Hércules cuando fue a desatar a Prometeo (que representa a la naturaleza
humana) cruzó todo el gran océano en un cuenco o cántaro de barro";
describiendo vivamente la resolución cristiana, que navega en la frágil barca de
la carne a través de las olas del mundo. Pero hablemos con moderación. La
virtud de la prosperidad es la templanza; la virtud de la adversidad es la
fortaleza, que en moral es virtud más heroica. La prosperidad es la bendición
del Antiguo Testamento; si se escucha el arpa de David, se oirán tantos aires
fúnebres como villancicos; y el lápiz del Espíritu Santo se ha tomado más
trabajo para describir las aflicciones de Job que las felicidades de Salomón. A
la prosperidad no le faltan temores y disgustos; y a la adversidad, consuelos y
esperanzas. En trabajos de aguja y en bordados vemos que es más agradable
un dibujo vivaz sobre fondo oscuro y solemne, que un dibujo oscuro y
melancólico sobre fondo luminoso; juzgad, pues, el placer del corazón según el
placer de los ojos.
Ciertamente, la virtud es como los perfumes preciosos, más fragantes
cuando son incensados o molidos; porque la prosperidad exhibe mejor el vicio,
pero la adversidad exhibe mejor la virtud.
Bacon, Francis; en AAVV, Ensayistas ingleses, México, C.A., 1992

Como ya lo hemos señalado es entre Montaigne y Bacon donde se configura


los límites de las formas posibles del ensayo. Desde la “intimidad espontánea y
subjetiva”, como dice Rest, hasta un “rigor objetivo casi impersonal”32. Subidos a este
señalamiento, tenemos que afirmar que, a diferencia de la estructura enunciativa del
ensayo de Montaigne, el presente escrito es llevado adelante por una tercera persona
objetiva e impersonal. Esto es fundamental a la hora de analizarlo si lo comparamos
con el de Montaigne: Bacon propone un estilo conciso, sobrio, exacto más cercano al
modelo clásico, de herencia latina, que él ya señalaba en una introducción a estos
ensayos que, finalmente, no publicó: “si bien el vocablo [ensayo] es reciente, el objeto
33
es antiguo” Por supuesto que existen antecedentes previos pero el interés y
predominio del género y el término es claramente de fines del siglo XVI; es esa “marca
personal” tan observable en Montaigne, es “esa sombra del autor mezclándose con el
tema” en la selección de fragmentos y, como dice Bioy Casares, “esa falta de
transiciones en la redacción es el mayor defecto de los ensayos de Bacon: diríase que
el texto es una sucesión de frases y no un discurso”34 lo remarcable en Bacon.
Este ensayo tiene, al igual que el de Montaigne, explicitado su tópico ya en su
título que nos introduce, in media res, en lo que se quiere comentar y/o demostrar: por
medio de una cita de Séneca que estructura el escrito: “que las cosas buenas que
pertenecen a la prosperidad han de desearse; pero las cosas buenas que pertenecen
a la adversidad han de admirarse”. Es que todo el texto está organizado alrededor de
la oposición entre prosperidad y adversidad y su conclusión: la virtud como medida de
ambas, donde “gana”, para el sujeto del enunciado, la adversidad.
Sin duda, que el texto de Bacon implica una instancia diferenciada de la
tradición que funda Montaigne: no aparece una subjetividad marcada desde el
discurso, tiene citas clásicas como la de Séneca, etc. “. A su vez, es una escritura
austera y concisa. En ese sentido, la conclusión del ensayo de Francis Bacon es
cerrada y tiene mucho que ver con lo que afirma el historiador inglés Peter Burke: “sus
expresiones tiesas y sus encrespadas generalizaciones son la antítesis de Montaigne,
en el sentido de que parecen pensadas para terminar una discusión más bien que
para promoverla”35.

Debates actuales sobre el género

32
Ver cita p.6.
33
J. Rest, Op. Cit., p. 18.
34
en A. B. Casares, “Estudio preliminar” en Ensayistas ingleses, México, Consejo Nacional,
1992, p. 12.
35
Peter Burke, Montaigne, Madrid, Alianza, 1985, p.93.
Así como la pesquisa terminológica sugirió una caracterización del ensayo que
lo haría comenzar con un acto de autoconciencia del productor (Montaigne, al igual
que Cervantes dicen ser los primeros en ensayar y novelar respectivamente) es
posible utilizar otros caminos para caracterizar los textos ensayísticos: el gesto de
Flusser, por ejemplo, según se ha visto, se sustenta en un pensamiento binario y traza
una línea divisoria a partir del estilo enunciativo y, de seguido, pone a un lado o al otro
sistemas enteros de filosofía.
Otro camino fue ver cómo en la continuidad temporal es posible reconocer
formas de escritura que se acercan y, por lo tanto, Rest las recoloca en el mismo
“cuarto”, reconociendo que el ensayo, como todas las creaciones humanas siempre
trabaja desde la transformación de materiales precedentes, nunca es creación ex
nihilo.
Si nos fijamos en las prácticas concretas de los autores, muchas veces
encontramos que un mismo autor cruza las fronteras del estilo sin dificultad. Para ello
se debe tener en cuenta que en la sociedad actual, el intelectual utiliza el estilo
apropiado al medio de publicación, esto es, adecua el estilo a las exigencias del
dispositivo y, simultáneamente, utiliza la oportunidad que este le proporciona como
“laboratorio” para ensayar su escritura más científica y académica. Esta es la lección
de Umberto Eco en el prefacio de “La estrategia de la ilusión”36, donde explica:

“Los ensayos elegidos para formar este libro son artículos que he escrito
en el transcurso de varios años para su publicación en diarios y semanarios
(o como máximo en revistas mensuales, pero no especializadas). (...) “No
creo que exista ruptura entre lo que escribo en mis libros “especializados” y
lo que escribo en los periódicos. Hay una diferencia de tono, por supuesto,
dado que al leer día tras día los acontecimientos cotidianos, al pasar del
discurso político al deporte, de la televisión al “beau geste” terrorista, no se
parte de hipótesis teóricas para evidenciar ejemplos concretos, sino que
más bien se parte de acontecimientos para hacerlos hablar, sin que se esté
obligado a llegar a conclusiones en términos teóricos definitivos. La
diferencia reside entonces, en que en un libro teórico, si se avanza una
hipótesis, es para probarla confrontándola con los hechos. En un artículo de
periódico, se utilizan los hechos para dar origen a hipótesis, pero no se
pretende transformar las hipótesis en leyes: se proponen y se dejan a la
valoración de los interlocutores”

Y más adelante, agrega:

36
Eco, Umberto, “Prefacio” a: La estrategia de la ilusión, Buenos Aires, Lumen, 1994, 5ta
ed. pp. 7-8
“Me pregunto a menudo si, en un periódico, trato de traducir en lenguaje
accesible a todo el mundo o de aplicar a los hechos contingentes las ideas
que elaboro en mis libros especializados, o si es lo contrario lo que se
produce. Pero creo que muchas de las teorías expuestas en mis libros
sobre la estética, la semiótica o las comunicaciones de masas se han
desarrollado poco a poco sobre la base de las observaciones realizadas al
seguir la actualidad.”

Tal vez sea útil considerar que el ensayo, por las variables que se han ido
teniendo en cuenta, se acerca más bien a un “archigénero” (una serie abierta de
formas genéricas empíricas e históricas) y que cualquier intento de organización
clasificatoria es una tarea que encuadra características de los textos en circulación
que siempre desbordan las genealogías. En otras palabras, el género discursivo existe
solo en el mecanismo productor de sentido que lo describe. Y la consecuencia de este
hecho es que asiduamente los textos son “recolocados”: las Aguafuertes de Arlt, que
nacieron como “artículos periodísticos” en el diario El Mundo, hoy pueden ser leídas
como ensayos breves, recogidos en antologías.
¿Literatura?, ¿Filosofía?, ¿género discursivo o archigénero? Más allá de las
clasificaciones, cada texto leído como ensayo es una estrategia enunciativa que invita
a entrar al “cuarto en el recoveco”, a leer, a escribir, a descubrir.

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