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El libro destinado: Ensayos de

Michel de Montaigne
Montaigne buscó y predicó la alegría. En la vigésima segunda
entrega de esta serie están sus Ensayos, que son un arte de vida, un
manual de humanidad.
Por Pablo Sol Mora
13 julio 2022

La lectura tiene sus hados, que obran misteriosa y, a veces,


providencialmente. Alguno de ellos dispuso que yo leyera, el mismo
año, el Libro del desasosiego y los Ensayos de Montaigne, la obra
de la desolación y la obra de la dicha. Con los Ensayos llegamos al
corazón de estas memorias porque se trata, tal vez, de la lectura
decisiva de mi vida. En cierta forma, creo que todas mis lecturas
anteriores no fueron sino una serie de pasos previos para llegar a
esta y si de todos los libros que he leído tuviera que escoger uno
solo, probablemente sería este.

Es un fenómeno raro y que no necesariamente ocurre a todos los


lectores, incluso a quienes han leído mucho: encontrar el libro, aquel
que nos define y marca por completo. Es un momento único,
privilegiado, aquel en el que el lector encuentra su libro y el libro a
su lector. Siempre me ha gustado la idea, de la que Piglia habla en
Blanco nocturno, del libro destinado, aquel que parece hecho para
nosotros, personalmente, y que puede estarnos aguardando al fondo
de un largo pasillo de siglos y volúmenes.

Las circunstancias en las que leí los Ensayos de Montaigne fueron


también excepcionales. Fue la segunda gran lectura de aquel año de
“retiro” y no podía haber sido más contrastante. Yo, naturalmente,
había leído los Ensayos antes (no todos, en realidad, solo los más
famosos). Me quedaba claro que era un clásico, lo había admirado
vagamente y hasta ahí. O sea, lo leí por encima, superficialmente; o
sea, en realidad no leí nada. ¡Cuántos libros, y no pocos clásicos,
leemos de este modo! Creemos conocer a Dante, a Cervantes, a
Shakespeare, a Montaigne. ¿De veras los hemos leído? ¿Los hemos
comprendido cabalmente y vuelto parte de nuestro ser? La mayoría
de las veces, me temo, nos hemos enterado de qué van y ya.

Montaigne es, además, un autor para cierta edad. No tiene mucho


caso leerlo, digamos, antes de los treinta (yo tenía treinta y tres
cuando hice esta lectura, o sea, cinco menos de la edad que él tenía
cuando comenzó a escribir su obra). Está bien leerlo antes, claro,
para irlo conociendo y saber que existe, pero sobre todo para
después, pasado algún tiempo y acumulada cierta experiencia de
vida y lectura, leerlo realmente. Ese, por cierto, es un concepto clave
en el mundo de Montaigne: experiencia. No en balde el último de
los Ensayos, epítome de toda la obra, se titula precisamente así. Los
Ensayos exponen en su totalidad la experiencia vital de un hombre y
demandan al lector, para que pueda establecerse un diálogo
fructífero, que ponga la suya sobre la mesa.

El libro en el que leí los Ensayos fue la edición de Obras completas


de La Pléiade, la preparada por Albert Thibaudet y Maurice Rat
(Gallimard, París, 1980), que había comprado en París años atrás
con algún bouquiniste. Estaba en perfecto estado, con su cubierta de
plástico y sospecho que casi intocada. El año que pasé en Francia
compré los Pléiade que pude, todos de segunda mano (Rabelais,
Descartes, Pascal, Stendhal…). Debería detenerme aquí a hacer el
elogio de esa colección, aunque ya se haya hecho muchas veces,
que, en su presentación material (el papel biblia, la pasta en piel, la
tipografía, etc.,) y el escrúpulo con el que está cuidada, cifra de
algún modo toda la civilización del libro. Tener en las manos un
volumen de La Pléiade y hojearlo comunica de inmediato, de
manera física, el valor de esa civilización que hace no mucho se
pretendía que fuera rápida y completamente sustituida por las
pantallas. Unas memorias de lectura como estas –en las que son
indispensables los libros concretos, materiales, con sus formas,
colores y olores– serían impensables en esa dudosa utopía, que por
suerte no viviré. Quizá, sin tener mucha consciencia de ello, escribo
un documento histórico, una reliquia; quizá un lector de un futuro no
muy lejano, si llegara a leer esto, se asombraría: “¡Mira cómo les
gustaban los libros!”.

Además de la edición de La Pléiade, tenía a la mano la clásica


traducción de Constantino Román y Salamero en tres volúmenes de
Iberia, en la colección Obras Maestras, con su simpático logo de un
ratón mordisqueando un libro. Así, pues, con estas dos ediciones,
diccionarios y lápiz en mano, pasé algunos meses en la compañía
casi exclusiva de Montaigne. Apenas hacía otra cosa y casi no salía
de la casa. Leía, lentamente, maravillado a casi cada página.
Experimenté lo que muchos lectores de Montaigne, del siglo XVI a
la fecha, han experimentado: el asombro y la gratitud –el agradecido
asombro– de irme descubriendo en esas páginas escritas por un
hombre hace más de cuatrocientos años. Montaigne, ya se sabe,
salió a buscarse a sí mismo y nos encontró a todos. ¿Cómo era
posible? A responder esta pregunta, a razonar mi admiración y a
compartirla he dedicado un pequeño libro que espero publicar
próximamente, así que no intentaré resumir aquí lo dicho allá, pero
sí quiero apuntar algunas razones por las cuales el encuentro con
Montaigne fue para mí decisivo.

La palabra encuentro es justa porque, al leer los Ensayos de


Montaigne, más que sencillamente leer un libro, uno tiene la
impresión de tener enfrente una persona, de carne y hueso, y hablar
con ella. Es una impresión que han tenido muchos lectores de
Montaigne a lo largo de la historia y que Stefan Zweig supo expresar
muy bien: “No tengo conmigo un libro, una literatura, una filosofía,
sino a un hombre del que soy hermano, un hombre que me aconseja,
que me consuela y traba amistad conmigo, un hombre al que
comprendo y que me comprende. Si tomo los Ensayos, el papel
impreso desaparece en la penumbra de la habitación. Alguien
respira, alguien vive conmigo, un extraño ha entrado en mi casa, y
ya no es un extraño, sino alguien a quien siento como un amigo”.

Pocos libros transmiten con tanta fuerza la personalidad y la


humanidad de su autor como los Ensayos de Montaigne. Aquí, como
dijo el propio autor, no se puede separar la obra de su hacedor y
“quien toca una toca al otro” (II, III).

Con los Ensayos, Montaigne emprendió un proyecto que, aunque se


le pueden buscar antecedentes (Séneca, san Agustín, Petrarca), era
más bien inédito. Como afirma en el justamente famoso prólogo “Al
lector”: “pintarse a sí mismo”. Montaigne llevó a cabo una de las
más radicales y completas ejecuciones del célebre oráculo de Delfos
y aspiración socrática: conócete a ti mismo. Para hacerlo, recurrió a
una forma que no existía, que tuvo que inventar justamente con este
fin, el ensayo. Es uno de los mayores méritos de Montaigne: haber
creado su propio género. No existía el ensayo, propiamente
hablando, antes de que este caballero francés lo creara en sus
dominios del Périgord. A ningún otro género literario se le puede
atribuir una paternidad tan clara e indisputable como a este. No se
puede hablar del inventor del poema, la novela o el drama; del
ensayo, sí, Michel de Montaigne. Por otro lado, y a diferencia de la
mayoría de los autores, no se dispersó ni prodigó en diversas obras
más o menos circunstanciales y apostó todo a una sola, única y
esencial. Una vida, un hombre, un libro.

El propósito es el autoconocimiento y el retrato de sí mismo. Para


esto, Montaigne ensayará sobre todas las cuestiones posibles (la
amistad, los caníbales, la presunción, unos versos de Virgilio, la
vanidad, etc.). En el fondo, el tema siempre es él, el hombre
Montaigne, que se examina escrupulosamente hasta el último de sus
recovecos. Pronto surge lo obvio, que podría haber sido fuente de
desesperación, pero que el ensayista acepta como parte inherente a
la condición humana: no hay fijeza, no hay estabilidad en el hombre,
estamos en perpetuo cambio y movimiento, y el yo de ayer es otro.
No importa; pintará entonces el tránsito. Solo en el ensayo, ese
género libérrimo y sin ataduras, ágil y ligero, podrá lograrlo.

En los capítulos anteriores, el lector habrá advertido mi predilección


por esa minoría de autores –auténticos happy few– que buscaron y
predicaron la alegría. Montaigne los encabeza a todos y esta es la
principal razón de mi amor por él. Su obra bien pudo llamarse los
Ensayos o De la felicidad porque es en torno a ella que gira su
principal lección. Comienza, como haría siglos más tarde su
discípulo Alain, por rechazar los encantos de la tristeza y la
melancolía, humor que, por cierto, no ignoraba. El Señor de la
Montaña es, ante todo, un gran hedonista (“digan lo que digan,
incluso en la virtud, nuestro último objetivo es el placer”, XIX, I),
extremadamente sensible a los placeres sensuales e intelectuales.
Los procurará siempre, sin vergüenza alguna, mientras abomina de
todo ascetismo. Como su espíritu hermano, Stendhal, detesta a esos
seres profesionalmente tristes, quejumbrosos, apocados. El sabio de
los Ensayos es un sabio alegre: “la marca más expresa de la
sabiduría es un gozo constante; su estado es como el de las cosas por
encima de la luna, siempre sereno” (XXV, I).

Como muy pocos libros, los Ensayos de Montaigne son un arte de


vida, un manual de humanidad (en mi opinión, el más completo y
amable que se ha escrito). Enseñan el oficio más importante de
todos: “no hay nada tan hermoso y legítimo como hacer bien de
hombre, y como debe ser. Ni ciencia tan ardua como saber vivir bien
esta vida. Y de nuestras enfermedades, la más salvaje es despreciar
nuestro ser” (XIII, III).

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