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José Ignacio

González Faus
Herejías

EDI TORI AL TROTTA


del catolicismo
actual
Herejías del catolicismo actual
Herejías del catolicismo actual

José Ignacio González Faus

E D I T O R I A L T R O T T A
COLECCIÓN ESTRUCTURAS Y PROCESOS
Serie Religión

© Editorial Trotta, S.A., 2013


Ferraz, 55. 28008 Madrid
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© José Ignacio González Faus, 2013

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ISBN (edición digital pdf): 978-84-9879-435-9


«La Iglesia necesita de modo muy peculiar la ayuda de
quienes viven en el mundo, sean o no sean creyentes...
Más aún: confiesa que le han sido de mucho provecho y
le pueden ser todavía de provecho la oposición y hasta la
persecución de sus contrarios».
(Concilio Vaticano II, Gaudium et spes, 44)

A todos vosotros, Vicente, Pilar, Antoni, Ignacio, Miguel,


María Josefa, María Fernanda, María Luisa, Matilde, Ma-
nolo, Fernando, Josep... y demás familia de amigos no cre-
yentes: porque creo que me habéis ayudado a preguntar
sin miedo, a repensar y purificar mi fe, siempre falseada
al traducirse a nuestras pobres palabras humanas, y siem-
pre fortalecida cuando se producen esos brotes de encuen-
tro y de armonía entre lo distinto y lo distante.
ÍNDICE

Introducción: ¿CONVIENE QUE HAYA HEREJÍAS? ........................................ 11

1. NEGACIÓN DE LA VERDADERA HUMANIDAD DE JESÚS ........................... 17


1. Hombre «pero no tanto» .......................................................... 18
2. Orígenes y consecuencias ......................................................... 19
3. Dictar a Dios cómo ha de ser.................................................... 20
4. Dios pero digerible ................................................................... 21
5. De qué hombre a qué Dios ....................................................... 23

2. NEGACIÓN DE «LA EMINENTE DIGNIDAD DE LOS POBRES EN LA IGLESIA» ... 25


1. Lo que va de ayer a hoy... ......................................................... 25
2. «¿Qué hacéis ahí mirando al cielo?» ......................................... 26
3. La identidad de Dios en juego .................................................. 28
4. «Poner los corazones al descubierto» (Lc 2, 35) ........................ 31

3. FALSIFICACIÓN DE LA CRUZ DE CRISTO .............................................. 35


1. ¿Dios a la altura de nuestras justicias?....................................... 37
2. La inercia de la historia ............................................................ 38
3. Desenfoques ............................................................................. 39
4. Las trampas del lenguaje ........................................................... 41
5. Consecuencias .......................................................................... 42

4. DESFIGURACIÓN DE LA CENA DEL SEÑOR ........................................... 47


1. El polvo de la historia .............................................................. 47
2. Transformación de las relaciones humanas ............................... 49
3. «La eucaristía hace a la Iglesia» ................................................. 51
4. Dignificación de la materia ....................................................... 53
5. En conclusión ........................................................................... 54

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herejías del catolicismo actual

5. CONVERTIR EL CRISTIANISMO EN UNA DOCTRINA TEÓRICA ...................... 57


1. La tentación gnóstica ................................................................ 58
2. «Vine para que tengan vida en abundancia» (Jn 10, 10) ............ 60
3. «Transformar el mundo, una tarea para la Iglesia» .................... 61
4. «El pecado del mundo» (Jn 1, 29)............................................. 62
5. La herejía capitalista ................................................................. 64

6. NEGACIÓN DE LA ABSOLUTA INCOMPATIBILIDAD ENTRE DIOS Y EL DINERO 69


1. Dios otra vez ............................................................................ 69
2. La buena noticia de Jesús.......................................................... 71
3. La oscura enseñanza de la Iglesia .............................................. 73
4. Hoy más necesario que nunca... ............................................... 75
5. Puro sentido común ................................................................. 77

7. PRESENTAR A LA IGLESIA COMO OBJETO DE FE .................................... 81


1. ¿Creo en la santa madre Iglesia? ............................................... 82
2. Paso de la autoridad de la verdad a la evidencia de la autoridad 83
3. Una intelección deformada de la infalibilidad ........................... 85
4. La autoridad eclesiástica por encima de la palabra divina ......... 86
5. Enseñar a adorar ...................................................................... 89

8. LA DIVINIZACIÓN DEL PAPA ............................................................... 93


1. Algunos datos ........................................................................... 93
2. Un mal argumento.................................................................... 96
3. Desarrollo histórico.................................................................. 98
4. Pedro y Constantino ................................................................. 101

9. CLERICALISMO ................................................................................ 105


1. Razones teológicas anticlericales............................................... 106
2. Otra vez «el polvo de la historia».............................................. 108
3. Jesús el anticlerical ................................................................... 109
4. Liturgia y clericalismo .............................................................. 110
5. Pronóstico leve ......................................................................... 113

10. OLVIDO DEL ESPÍRITU SANTO ........................................................... 117


1. El «aire» de Dios ...................................................................... 117
2. El estilo de Dios ....................................................................... 118
3. «Espíritu creador» .................................................................... 119
4. La unción de Dios .................................................................... 120
5. «Experiencia social de Dios»..................................................... 122
6. Signo de los tiempos ................................................................. 123

Conclusión: YO PECADOR ME CONFIESO... ............................................... 127

10
Introducción

¿CONVIENE QUE HAYA HEREJÍAS?

Así se lo decía Pablo a los corintios (1 Cor 11, 19), convencido de que
las divisiones pueden enriquecer y acrisolar a los espíritus bien dotados.
Pero a nosotros nos es útil evocar la frase por otras dos razones.

1. En primer lugar, nos avisa sobre el doble significado de la palabra


herejía que merece valoraciones muy distintas.
1.1. En la carta de Pablo comienza significando diversidad de opi-
niones, y Pablo alaba esa diversidad, concediendo que las opiniones son
diversas porque son «parciales». Pero parciales no en el sentido de injus-
tas, sino de fragmentarias o no totales, no como opuesto a «imparciales»
sino en cuanto opuesto a «totales»: «parcialidad» sería una buena tra-
ducción de la palabra griega airesis, de la que deriva nuestra «herejía».
Pero esa parcialidad y la consiguiente diversidad de opiniones pue-
den resultar buenas: porque nos enriquecen si las confrontamos, y nos
ayudan a comprender que todos somos parciales y ninguno abarca la
totalidad por más que así nos parezca. La pluralidad es en este sentido
dura, muy dura a veces, pero es una gran fuente de enriquecimiento: por
lo que nos aporta y por cómo nos obliga a ser. En este sentido, y como
luego diremos, conviene que haya pluralidad en el cristianismo.
1.2. Pero la palabra «herejía» adquirió luego un sentido mucho más
negativo que, aunque pueda derivar del anterior y originarse en él, no
coincide con él: ya en el texto paulino que acabamos de citar se pasa
de unas disensiones tolerables y enriquecedoras, a unas diferencias in-
tolerables como las que se iban dando en Corinto, en las celebraciones
de la cena del Señor. Si antes Pablo había dicho «conviene...» (v. 19),
ahora se corrige: «en esto no puedo alabaros» (v. 22). Porque ahora la
herejía destroza o niega la identidad cristiana, como pasaba en aquellas
eucaristías que el Apóstol critica.

11
herejías del catolicismo actual

Puede que esa herejía sea también una parcialidad, en el sentido antes
dicho de una verdad parcial, como muy bien intuyó Pascal cuando escribió
que todas las herejías en la historia de la Iglesia no habían sido más que
verdades parciales. Pero, aun en este caso, la parcialidad adquiere ahora
el sentido negativo del término: injusta más que meramente fragmenta-
ria. Porque es una parcialidad que se absolutiza a sí misma de tal manera
que niega espacio a elementos imprescindibles de la identidad cristiana.

Hecha esta aclaración de términos, hay que añadir, para matizar, que, en esa
negación de la identidad cristiana, debería jugar un papel importante lo que el
Vaticano II llamó «jerarquía de verdades» a la que, lógicamente, habrá de corres-
ponder una «jerarquía de herejías»: ¡no es lo mismo negar la encarnación de Dios
que negar la asunción de María!, por ejemplo. Y hay que añadir que los dirigen-
tes del catolicismo actual (donde casi todo el Vaticano II está aún por estrenar)
suelen carecer de sensibilidad para asumir ese matiz importante de la jerarquía de
verdades: así da la impresión de que, para la actual Congregación de la Fe, tan
importante es tener dos dedos menos en el pie que tener un infarto grave... Pero
de la jerarquía de verdades no vamos a hablar ahora.

2. La otra razón por la que era útil comenzar aludiendo a la frase


de san Pablo es la siguiente: incluso en el caso de fórmulas que han sido
consideradas no ya como meramente fragmentarias sino sencillamente
como heréticas, hemos aprendido más tarde que podría tratarse de una
herejía muy relativa. Un ejemplo bien sonoro de ello es la reconciliación
de Juan Pablo II con los dirigentes de las comunidades que se separaron
en el siglo V, cuando los concilios de Éfeso y Calcedonia (nestorianos y
monofisitas). En la primera de ellas, en 1984, se declara que «hoy» he-
mos comprendido que aquellas divisiones de hace quince siglos «de nin-
gún modo afectan o tocan a la sustancia de la fe», sino que eran debidas
a «diferencias en la terminología y en la cultura»1. En esas reconciliacio-
nes se reconoció que fórmulas declaradas como heréticas solo eran tales
si se las entendía de una determinada manera; pero eran susceptibles de
otra intelección que las libraba del calificativo de heréticas y, por ende,
tantos siglos de división quizás habían sido simplemente una reacción
precipitada o un malentendido no examinado. Cabe añadir cuán bueno
sería que aprendamos esta lección para el futuro.
Y no son esas herejías cristológicas el único ejemplo. Otros ejemplos
los tenemos en la doctrina de la justificación que separó a protestantes y
católicos: la posibilidad de que, a pesar de la ruptura y de los anatemas
de Trento, ambos quisieran decir lo mismo o, al menos, algo muy similar,
aparece hoy como la hipótesis más probable o mejor garantizada históri-

1. Ver el texto en Ecclesia 2182 (1984), p. 861. Lo comenté un poco más en Fe en


Dios y construcción de la historia, Trotta, Madrid, 1998, p. 108.

12
¿coNVieNe Que haYa herejías?

camente, tras algunos episodios que van desde la tesis doctoral de Hans
Küng (sobre la justificación en Trento y en K. Barth2) hasta el pasa-
do acuerdo ecuménico sobre el tema, sellado en el documento de 1999.

Ello puede explicar también el fenómeno hoy sorprendente, e impensable hace


cinco siglos, de ver a pastores y miembros de iglesias protestantes practicando...
los Ejercicios de san Ignacio. Y una vez aceptado lo insólito de este detalle, pue-
den descubrirse aspectos no percibidos hasta ahora, pero que quizás den razón de
él. Como, por ejemplo: los ejercicios ignacianos son casi una puesta en acto del
sola scriptura tan fundamental en el luteranismo. También puede encontrarse
cómodo en los Ejercicios algún creyente radical en el sola fides luterano: porque
toda su primera semana no pretende ser más que una inmersión en el amor gra-
tuito y salvador de Dios, único que nos justifica. Y solo después de eso (en las se-
manas siguientes), hay una llamada a las obras que no se hace tomándolas como
fuentes de justificación sino como respuestas a la llamada amorosa del Amor.

Estos episodios (sobre todo el primero, fruto de una de tantas in-


tuiciones ricas del papa Wojtila) constituyen una lección sin par sobre la
insuperable relatividad de nuestro lenguaje. Por muy imprescindible, y
por fecundo que pueda ser a veces el lenguaje, es siempre como una mano
demasiado pequeña para apresar toda la realidad que nos envuelve. Y
esto vale con mayor razón cuando se trata del lenguaje teológico que solo
puede ser un lenguaje simbólico o analógico, dado que lo que trata de cap-
tar no es nuestra realidad, sino la suprema Realidad que nos trasciende.
Por tanto, llegamos otra vez a una conclusión muy similar a la del
apartado anterior: el lenguaje es un capital demasiado pequeño para lo
que pretendemos adquirir con él. No queda, por tanto, más remedio que
ver si conseguimos acrecentar ese capital. Y ello solo puede llevarse a
cabo mediante la confrontación, el diálogo, el esfuerzo por comprender
qué quiere decir el otro y desde dónde y por qué lo dice. Esfuerzo hecho
no solo por uno sino por todos los interlocutores que en él participan.
Una vez precisado el sentido de la palabra herejía, queda todavía una
nueva distinción para acabar este prólogo.

3. La tradición teológica distinguía además entre herejías materia-


les y formales. Traduciendo a nuestro lenguaje, diríamos que hay he-
rejías que son inconscientes, y otras que son negaciones conscientes y
deliberadas de aspectos fundamentales de la identidad cristiana.
Pues bien, en esta obra hablamos solo de herejías materiales o «in-
conscientes» y esto es importante dejarlo claro: el libro no pretende acu-
sar personalmente a nadie de hereje. La historia de la Iglesia y de la teo-
logía enseñan que durante siglos ha habido gentes que vivieron su fe con

2. La justificación según Karl Barth, Estela, Barcelona, 1965.

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herejías del catolicismo actual

formulaciones consideradas hoy como heréticas y, sin embargo, quienes


expresaban su fe con esas fórmulas heréticas podían ser gentes mucho
más cristianas y más santas que otros que la expresaban con fórmulas más
«ortodoxas». Antes del concilio de Calcedonia hubo gentes que expresa-
ban su fe en Jesucristo con palabras heréticas sin que ello les impidiera
fatalmente ser mejor cristianos que otros. Santo Tomás negaba la Inma-
culada Concepción, pero no por eso es hereje sino santo.
No va a haber, pues, en esta obra acusaciones personales. Pero, como
el lenguaje es un gran factor creador de comunidad, sí que hay que tener
en cuenta que unas herejías solo materiales pero compartidas comuni-
tariamente pueden acabar desfigurando de manera alarmante el rostro
cristiano de la Iglesia. Es aquí donde incide la intención de este libro, y es
ahora cuando conviene dejar claro que muchas denuncias del mismo (aun-
que puedan sonar duras) nunca pretenden salir de este ámbito: modos
de ver inconscientemente heréticos en el interior de una comunidad, los
cuales pueden desfigurar la identidad cristiana de esa comunidad. En este
sentido, hay que contradecir al texto paulino antes citado y declarar que
«no conviene que haya herejías».
Esa tarea que me propongo quisiera que brote de mi responsabilidad
eclesial: muy pequeña, por supuesto, cuantitativamente hablando, pero
muy real también y muy importante para cualquiera que ame de veras a
la Iglesia. Todo creyente es responsable (in solidum decían los antiguos
y hoy traduciríamos como solidariamente responsable) de la Iglesia. Por
mínima que sea esa responsabilidad, entiendo que el amor a la Iglesia
pide no renunciar a ejercerla amparándose en la desproporción entre
las propias posibilidades y el fruto pretendido: ese clásico «no va a servir
para nada», tan posmoderno, con que tan fácilmente nos excusamos en
tantos campos de la vida. La teología sistemática, como muy bien formuló
K. Barth, es una tarea eclesial: se hace para servicio de la Iglesia y dentro
de ella. Así están escritas estas páginas, entendiendo que servicio de la Igle-
sia no tiene por qué significar lo mismo que «a gusto de la curia romana».
Mi aportación es, por tanto, mínima formalmente hablando: no se
ampara en ninguna autoridad exterior por legítima que fuese, porque
no la tengo y no quisiera atribuirme ninguna misión de la que carezco.
Solo puede ampararse en la verdad que contengan mis palabras, y de la
cual no puedo ser yo último juez, por muy convencido que esté de lo que
digo. Aunque no lo parezca, este librito tiene mucho de autobiográfico:
un par de veces me habían pedido algunos amigos que escribiese una
autobiografía. No pienso hacerlo porque tengo horror a ese género,
a pesar de que conozco aquel placer de los viejos que es «recordar»,
como cantaba una zarzuela (que trata precisamente de una viejecita).
Pero, sin hacer autobiografía, debo reconocer que este libro no pre-
tende ser una acusación sino una confesión. Las herejías que aquí intento

14
¿coNVieNe Que haYa herejías?

desmontar son las que he ido descubriendo en mí mismo, porque he teni-


do la inmensa suerte de estar muy en contacto con las fuentes cristianas
y con la reflexión de mis hermanos mayores en la fe. Esta inmensa suerte
creo que me obliga a intentar hacer un servicio a mis hermanos de hoy que
no la tuvieron, y que tanto se debaten muchas veces en torno a su fe.
Tampoco hay que pensar que el título del libro es provocativo o brota
de una audacia inaudita. El beato Rosmini publicó hace dos siglos otra
obra titulada Las cinco llagas de la Iglesia. Y es cierto que Pío IX puso el
libro en el Índice de libros prohibidos; pero también lo es que el tiempo
ha dado la razón a Rosmini, quien tiene hoy introducida su causa de
canonización...
Yo, por supuesto, no aspiro a llegar a tanto, ni en lo negativo ni en lo
positivo... Me contento con enmarcar este libro con unas palabras de san
Agustín que he citado otras veces al concluir algunos escritos de carác-
ter eclesiológico: «¿Soy yo acaso la Iglesia católica? Me basta con estar
dentro de ella». Palabras que cobran más relieve por estar dichas por un
obispo (sucesor de los Apóstoles, por tanto) y no por un mero cristiano
como yo. Pero palabras que, siguiendo a Agustín, debe aplicarse a sí mis-
mo todo cristiano: también la curia romana...
Desde aquí vamos a comentar algunas de esas herejías inconscientes
que, por un lado, pueden destrozar la identidad cristiana y, por el otro, al
constituir unos presupuestos tácitos y nunca examinados ni cuestionados,
atentan también contra esa pluralidad imprescindible para enriquecer la
expresión de la fe y amenazan con llevarnos a una especie de «pensa-
miento único», a imitación de lo que ocurre con la economía neoliberal.
Por todo lo dicho no deberá esperar el lector grandes novedades: casi
todas las cosas que digo aquí se encuentran dispersas en otras obras mías,
aunque allí están tratadas desde una óptica distinta porque atendían a
otra finalidad. Cosas ya dichas, pero que, al verse recogidas y sistemati-
zadas en estas páginas, pueden dar que pensar. Por algo he dicho que esta
obra es más autobiográfica de lo que parece.

Sant Cugat del Vallés, septiembre de 2012

15
1

NEGACIÓN DE LA VERDADERA HUMANIDAD DE JESÚS

Últimamente se ha difundido entre algunos católicos una visión de Jesús


que no ve en él otra filiación divina que la misma de todos los hombres:
lo que distingue a Jesús es que ha sabido percibir esa filiación nuestra y
nos la ha comunicado. Jesús es, por tanto, primogénito entre muchos
hermanos, pero no es Unigénito del Padre. Y los cristianos no debemos
a él nuestra filiación (no somos «hijos en el Hijo»), sino solo nuestra
conciencia de ella.
En mi opinión, tal modo de ver no es cristiano1. A lo mejor estoy
equivocado en mi fe en la Encarnación (a fin de cuentas, la plena ve-
rificación de la fe es solo escatológica). Pero de lo que no me cabe
duda es que la afirmación de la encarnación de Dios es intrínseca a la
fe cristiana. No obstante, lo que aquí intento señalar es otra cosa: por
más que ese modo de ver2 tenga estrecha relación con el problema de
las otras religiones y con el influjo en Occidente de toda la teología
hindú de la «no dualidad» (advaita), en realidad hay en ese modo de
ver otro gran componente de reacción contra una imagen heterodoxa y
muy difundida que solo sabe concebir la divinidad de Jesús a costa de
su verdadera humanidad. Esta otra herejía es la que quisiera comentar
en este capítulo.

1. Creo que tampoco es concorde con los datos de la investigación histórica: des-
pués de varios análisis minuciosos, un exegeta tan cuidadoso y sereno como R. Brown
escribe: «Si Jesús se presentó a sí mismo como el primero entre muchos hermanos que
tienen una nueva y especial relación con Dios como Padre, esa prioridad implica que su
filiación fue de alguna manera superior a la filiación de todos los que habían de seguirle»
(Introducción a la cristología del Nuevo Testamento, Sígueme, Salamanca, 2001, p. 101;
subrayados del original).
2. Derivado de la tesis de J. Hick, que quiso resolver todo el problema de las reli-
giones con el mejor simplismo norteamericano.

17
herejías del catolicismo actual

Karl Rahner habló varias veces de que hay un monofisismo latente


en las cabezas de muchos católicos3. Destaquemos la palabra «latente»:
hablan con plena ortodoxia de Jesús como «verdadero Dios y verda-
dero hombre», pero les ocurre lo mismo que cuentan los evangelios
sobre Pedro: que, tras hacer una profesión verbalmente correcta de
Jesús como Mesías, resulta que entendía ese mesianismo de mane-
ra herética y Jesús llega a tacharlo de piedra de escándalo y «Satanás»
(Mt 16, 23).
Pues bien: es en este sentido de mala intelección de una fórmula co-
rrecta como vamos a hablar de esta herejía.

1. Hombre «pero no tanto»

Volviendo a la denuncia ya vieja de Rahner, creo que quizá sería mejor


hablar de un «apolinarismo latente»4; es decir: se le concede a Jesús una
«carne humana» como la nuestra; pero parece imposible reconocerle
una psicología humana como la nuestra: sujeta al error y la ignorancia,
o a la debilidad, la angustia, el miedo o la sensación de fracaso. Porque
todos esos rasgos parecen incompatibles con nuestra idea de Dios y de
la dignidad divina.
Se podría objetar que también la materia y sus fragilidades son in-
compatibles con nuestra idea de Dios, pero, para estos apolinaristas anó-
nimos, eso es más fácil de soportar: porque ellos suelen concebir la mate-
ria y la corporalidad de manera más platónica que bíblica, es decir, como
si la corporalidad fuese una dimensión totalmente ajena a nuestro yo (o
a nuestra alma, en el lenguaje tradicional), que solo se encuentra como
aprisionado en ella. El cuerpo es solo una «cárcel» exterior de nuestra
alma, pero no un «componente» intrínseco de esta.
Dicho de otro modo: al igual que aquellos cristianos del siglo I que
se separaron de la comunidad del cuarto evangelio porque su forma de
divinizar a Jesús les impedía una plena aceptación de su humanidad y,
sin embargo, se creían los más fieles y los más amantes del Maestro,
muchos cristianos de hoy deducen cómo tendría que ser la humanidad
de Jesús desde su idea previa de Dios y de la dignidad divina. Y cuando
se encuentran con una imagen de Jesús que no empalma con su idea

3. Monofisismo (= unicidad de naturaleza) significa que al unirse en Jesús lo divi-


no y lo humano, este se ve anegado por aquel y desaparece en él como la gotita de vino
que cayera en la inmensidad del océano.
4. Apolinar, obispo de Laodicea, fue un hereje del siglo IV que, creyendo ser más
fiel al concilio de Nicea, concedía a Jesús un cuerpo como el nuestro pero no un «alma»
(un psiquismo) como la nuestra: porque el Verbo de Dios suplía y hacía inútil toda la
psicología humana (para más detalles ver La humanidad nueva. Ensayo de cristología,
Sal Terrae, Santander, 92000, cap. 9).

18
NeGaciÓN de la Verdadera humaNidad de jesÚs

previa de Dios, la rechazan como «ajena a la fe de la Iglesia», aunque,


en realidad, es ajena a la forma como ellos han deformado esa fe de
la Iglesia. Igual que Pedro rechazaba el mesianismo sufriente de Jesús
como ajeno a la fe de Israel.

2. Orígenes y consecuencias

La historia es una gran maestra. Y en este libro quisiéramos ir compren-


diendo cómo fueron gestándose muchas de las herejías que denunciamos,
atendiendo, precisamente, a la historia que las produjo. En el tema que
nos ocupa, la fuente de este desequilibrio es un uso privilegiado del evan-
gelio de Juan casi en contra de los sinópticos: quizás porque Juan,
aunque no abandona el esquema narrativo, parece un evangelio más
intelectual, más especulativo. Y el cristianismo griego creía que hay
que buscar a Dios por el conocimiento y temía que la narración solo
fuese apta para las mitologías paganas. Sea por la razón que sea, hace
ya algunos años subrayó Schillebeeckx que la tradición eclesiástica ha-
bía privilegiado unilateralmente a Juan contra los demás evangelios5. Y
poco antes E. Käsemann se atrevía a insinuar provocativamente que Juan
es un evangelio «herético», añadiendo con agudeza que a pesar de todo
entró en el canon bíblico «por error de los hombres y por providencia de
Dios»6. Era un modo llamativo de explicar, por un lado, la necesidad e
importancia del cuarto evangelio, pero, por otro, su peligro cuando es
leído al margen de los sinópticos.
Juan intenta mostrar la dimensión más honda del Jesús de los si-
nópticos, el reverso de aquella humanidad subversiva, subyugante y de-
rrotada; y hacer que resplandezca «la gloria» que estaba detrás de todo
el hacerse «carne» de la Palabra «plantando su tienda entre nosotros»
(Jn 1, 14). Por eso si se lee a Juan al margen de los sinópticos o por en-
cima de ellos y no como reverso del tapiz sinóptico, se le falsea7. Podría-
mos decir que Marcos y Juan son tan inseparables en nuestra imagen de
Jesús como «las dos naturalezas» en la realidad de Jesús.
¿Qué sucede en cambio si se los separa? Pues que se impide a Jesús
ser revelador de Dios: a Dios nosotros ya lo conocemos (o creemos co-
nocerlo) y lo único que necesitamos es que venga a redimirnos. Y efec-
tivamente, la tradición católica de los últimos siglos ha puesto todo el
acento en la misión redentora de Jesús, olvidando totalmente su misión
reveladora que, paradójicamente, es la más decisiva de Jesús para Juan:
«A Dios nadie lo ha visto nunca: el Unigénito que vive vuelto hacia el

5. Jesús. La historia de un viviente, Trotta, Madrid, 22010, p. 561 ss.


6. Jesu letzter Wille nach Johannes 17, Tubinga, 1971, pp. 154 ss.
7. Por elemental que sea, remito a la comparación entre la pasión de Mc y la de Jn,
propuesta en el capítulo tercero de La humanidad nueva.

19
herejías del catolicismo actual

Padre nos lo ha contado» (Jn 1, 18); «les he dado a conocer tu Nom-


bre», o «quien me ve a mí ve al Padre» (Jn 17, 26 y 14, 8).
Lo que hace, pues, esta herejía latente es deducir a priori la humanidad
de Jesús desde una idea previa de Dios que tenemos ya antes de conocer al
Nazareno: como si Felipe, en el último texto antes citado, le respondiera
a Jesús: «para que al verte a ti veamos al Padre, tienes que ser así y asá»...
Por tanto, este modo de proceder arguye tácitamente desde el si-
guiente silogismo: «Dios es así. Es así que Jesús era Dios. Luego Jesús
tenía que ser así y así».
Pero ¿y si Dios fuese distinto? ¿Y si en Jesús se revela un Dios dife-
rente del de la idea general de Dios? ¿Y si el Dios que concebimos como
necesariamente todopoderoso fuera capaz de renunciar a su poder y
anonadarse asumiendo forma de esclavo? ¿Y si el verdadero modo de
argüir fuese este otro: «Jesús era así; es así que Jesús es Dios, luego
Dios es así»? ¿Y si Dios, más que con la categoría del poder, hubiera de
ser mediado por la categoría del amor para relacionarse con nosotros?
¿Y si tuviera razón Pablo cuando escribe que el Dios crucificado que
anunciamos es «locura para los sabios y escándalo para las personas
religiosas»?8.

3. Dictar a Dios cómo ha de ser

La diferencia entre ambos modos de argumentar es que estos últi-


mos razonan según el esquema del Nuevo Testamento (Heb 5, 7 ss.):
«aunque era el Hijo»... (tuvo que aprender lo que cuesta obedecer).
Mientras que la herejía que denunciamos razona de forma contraria
al Nuevo Testamento: «como era el Hijo» tuvo que ser así y asá. Para
ellos no caben en la humanidad de Jesús esa locura y ese escándalo que
reconocía Pablo, sino que esa humanidad habrá sido cuidadosamente
limada para hacerla compatible con la dignidad de Dios tal como ellos
la conciben.

Permítase un ejemplo tomado de una petición que el Breviario Romano propone


para el día 24 de diciembre: «Tú que tomaste de nuestra humanidad todo lo que
no repugnaba a tu divinidad...». Con un deseo ignaciano de «salvar la proposi-
ción del prójimo» se puede argumentar que ese modo de dirigirse al Señor lo
incluye todo menos el pecado. Sin embargo, me parece innegable que la invoca-
ción da a entender, más bien, que hay elementos de nuestra humanidad que no

8. Quizás valga la pena notar, aunque sea de pasada, que todas las preguntas anteriores
resumen el malentendido que se produjo a raíz del libro de J. A. Pagola Jesús. Aproximación
histórica, declarado por unos no solo ambiguo sino contrario a la fe de la Iglesia, mientras
que muchos otros teólogos, y obispos, como J. J. Uriarte, Luis Ladaria, F. Ravassi o el obispo
de Braga, lo consideraban no solo libre de toda sospecha sino profundamente evangelizador.

20
NeGaciÓN de la Verdadera humaNidad de jesÚs

fueron asumidos en la encarnación de Dios porque «repugnan a su divinidad»9.


Con lo cual se niega la kénosis de Cristo, se contradice el mensaje de la carta a
los hebreos que iguala a Jesús con nosotros «en todo menos en el pecado» (que
de ningún modo es algo humano sino más bien la fuerza de lo inhumano). Y de
este modo se aplica a Dios un concepto de dignidad que tiende a separarlo de no-
sotros y que tendrá serias consecuencias eclesiológicas10.

Pero no es cuestión solo de la carta a los Hebreos. Ocurre exac-


tamente lo mismo con el pasaje mateano de las tentaciones de Jesús
(4, 1 ss.): allí es Satanás quien argumenta desde una idea determina-
da de Dios: «si eres Hijo de Dios»... (tienes que hacer esto o lo otro),
mientras que Jesús (el Unigénito del Padre) es el que responde siempre
a partir de la condición humana, de cómo vive el hombre y de qué le
está permitido al hombre... Otra vez aparece puesta en juego en este
relato la noción de dignidad de Dios: si debe ser concebida en conso-
nancia con la idea humana de dignidad (superioridad y distancia), o
debe ser concebida desde el ejemplo de Jesús: «Señor y Maestro, ejemplo
os he dado»... (Jn 13, 13-15). Si las rodillas deben doblarse ante el que
se manifiesta como superior a todos, o ante el que aparece como un
hombre más y con figura de siervo (Flp 2, 7).

4. Dios pero digerible

Con otras palabras: lo que esta herejía niega es todo el mensaje neotes-
tamentario sobre el anonadamiento (kénosis) de Dios en Jesucristo y el
«despojo de su condición divina»; ahora se considera el ser igual a Dios
como «un botín irrenunciable» (contra Flp 2, 6) y, por consiguiente, se
le concede a Jesús una humanidad, pero no en todo como la nuestra:

9. Este modo de argumentar es tan lógico, tan antiguo y tan extendido que, en-
tre los textos apócrifos encontrados en Nag Hammadi, hay uno que dice que la Virgen
María no tenía la regla... Y una vez que (hace ya bastantes años) dije en un programa de
televisión que María, durante su embarazo, tenía vómitos y mareos, hubo gentes que se
me echaron encima tachándome desde irrespetuoso hasta de blasfemo. Si esto piensan
de María, ¿cómo pensarán de Jesús? Semejante forma gnóstica de concebir ha marcado
mucho al cristianismo y es una de las razones de la fatal separación entre fe y vida que
comentaremos en otro capítulo.
10. Ejemplo de esas consecuencias: un informe sobre las Constituciones de los Le-
gionarios de Cristo encargado ya en 1957 al superior general de los carmelitas constataba
que la pobreza se entendía de manera «muy singular»; y aduce como prueba que «la casa
de Roma es muy confortable, con piscina, uso habitual de varios automóviles, fácil uso del
teléfono para comunicaciones internacionales e intercontinentales, viajes habitualmente
en avión, uso de albergues y restaurantes de gran clase..., gracias a que se afirma que la
pobreza del legionario debe ser digna y distinta» (La voluntad de no saber, Mondadori,
México, 2012, p. 106). Me siento obligado a aclarar que esa concepción de la pobreza,
derivada de una cristología heterodoxa y compatible con la noción mundana de dignidad,
no es exclusiva de los Legionarios.

21
herejías del catolicismo actual

una humanidad singular que le impide «presentarse como uno de tantos


y actuar como un hombre cualquiera» (Flp 2, 7). Y es cierto que Jesús
tiene una humanidad singular, única: pero la teología clásica situaba esa
singularidad en el nivel ontológico (el de la ultimidad del ser que los
griegos llamaron subsistencia o hypóstasis11), mientras que la herejía
que estamos comentando lo sitúa en el nivel psicológico y cree poder
percibirla haciendo de Jesús una especie de «superman», primero en todo
y «el más bello de los hijos de los hombres»12.
La kénosis queda reducida así al hecho mismo de la Encarnación,
pese a que el himno de la carta a los Filipenses deja claro que el sujeto
de la kénosis no es Dios sino «Cristo Jesús» y que, por tanto, el anona-
damiento de Dios no reside en el hecho de hacerse hombre (¡también es
hombre el Resucitado que vive la vida misma de Dios!), sino en el modo
elegido para ser hombre: «como uno de tantos» o, aún peor, «con figura
de siervo». Todo lo cual no significa que no haya algo de singular en la
humanidad de Jesús. Pero esa singularidad no consiste en su condición de
superhombre o de «agente 007 divino», sino en que, por esa humanidad,
llegamos a conocer «la gracia y la verdad de Dios», y llegamos a contem-
plar la Gloria de Dios no en el mero hacerse hombre sino en el hacerse
«carne» (Jn 1, 18) de la Autoexpresión de Dios.
«Carne» es un término clásico en la Biblia y en el cuarto evangelio
para designar los aspectos débiles o escandalosos de nuestra humana
condición; mientras que «la gracia y la verdad» son los atributos clá-
sicos de Dios en el Primer Testamento, como consta en Ex 34. Pues
bien, el cuarto evangelio pretende que los atributos de Dios (gracia y
verdad) no se vieron en las teofanías del Primer Testamento sino en
la «carne» del hombre Jesús. Con enorme probabilidad, «gracia y ver-
dad» no son dos sustantivos sino una endíadis (figura en la que, de dos
sustantivos, uno califica o determina al otro)13. Puede traducirse, por

11. Y además, como es sabido, no había acuerdo a la hora de precisar en qué consis-
te esa ultimidad del ser: tomistas, suaristas y escotistas, las tres grandes escuelas teológicas
medievales, diferían a la hora de responder a esta cuestión.
12. El increíble «voto de caridad» redactado por el fundador Maciel, reza así: «Pro-
meto a Dios omnipotente delante de la beatísima Virgen María de los Dolores y delante
de toda la corte celestial jamás dañar con opiniones ni siquiera uno de los actos de gobier-
no de los superiores, y avisar inmediatamente al superior general si supiera que sucede
esto por parte de algunos de los religiosos» (La voluntad de no saber, cit., p. 106). Aparte
del tono melifluo que suele ser sospechoso, llama la atención que la caridad solo se ejerza
para con los de arriba y no para con los hermanos a los que sí se puede denunciar. Aún
más increíble es que en las Constituciones se diga que los jóvenes candidatos han de ser
guapos y atractivos («decenti sint conspectu, atractione corripiant», citado en latín en
ibid., p. 245).
13. El ejemplo clásico de endíadis, en las antiguas gramáticas latinas, era la frase de
Cicerón contra Verres: «cruz y suplicio» (= el suplicio de la cruz).

22
NeGaciÓN de la Verdadera humaNidad de jesÚs

tanto, como «misericordia firme, auténtica, fiel, verdadera» o como la


verdad gratuita o «el don de la verdad»: la verdad de Dios que se nos
ha regalado como un don14. Cualquiera de las dos versiones es apta
para designar la singular humanidad de Jesús, dado que la verdad de
Dios es su amor y que lo decisivo del amor de Dios es su autenticidad
y su fidelidad.
Esto es lo que el hombre Jesús revela y transparenta del Padre y
lo que permite a Marcos cerrar la vida de Jesús con la figura del centu-
rión que «al ver cómo había muerto», baja del Gólgota diciéndose: verda-
deramente este hombre era Hijo de Dios (15, 39).

5. De qué hombre a qué Dios

En definitiva, pues, lo que está en juego en esta primera heterodoxia anó-


nima es nada menos que la revelación de Dios, o de la total solidaridad
de Dios con el género humano, en la línea de 2 Cor 8, 9: «siendo rico
se hizo pobre por nosotros para enriquecernos con su pobreza». Esta he-
rejía prefiere un Dios que nos enriquece con su riqueza (de la que unos
participan más que otros...). Falta aquí algo que en la reflexión teológica
se viene reclamando desde hace tiempo: una cristología del Espíritu que
complete la clásica cristología del Logos.
En el último capítulo hablaremos del olvido del Espíritu Santo como
un lastre de la tradición teológica occidental que puede recapitular casi
todas las cosas dichas en este libro. Ahora debemos seguir mostrando
que, de este primer capítulo, se deriva irremediablemente la herejía si-
guiente (y la sexta que veremos más adelante). Porque aquí ha entrado
en juego una palabra que será decisiva en ellas: la noción cristiana de la
dignidad humana.

14. La primera traducción está más en coherencia con el léxico veterotestamentario;


y hasta puede encontrar su correspondencia en las dos palabras que más dicen de Jesús los
evangelios sinópticos: «las entrañas conmovidas» y la autoridad de su libertad (eksousía).
La segunda traducción parece más en coherencia con la noción de verdad fundamental y
propia del cuarto evangelio y es la preferida por O. Tuñí en su libro sobre Juan: El do de
la veritat (Facultat de Teologia de Catalunya, Barcelona, 2012), basándose en que Juan
no traduce el hebreo hesed de Ex 34, por eleos (misericordia, como hacen los LXX) sino
por charis (gracia).

23
herejías del catolicismo actual

El Hijo Unigénito..., para darnos gratuitamente la salvación asumió un hom-


bre completo en beneficio del hombre completo que es el que había pecado....
Si solo fue asumido un hombre incompleto, entonces resulta incompleto el don
de Dios porque no es todo nuestro ser humano el que ha sido salvado. ¿Y para
qué dijo entonces que el Hijo del hombre había venido a salvar todo lo que se
había perdido (Mt 18, 11)? «Todo» significa: el alma, el cuerpo, la sensibilidad
(sensu) y toda nuestra naturaleza humana. Si se había perdido todo el hombre
era necesario salvar todo lo perdido... Además, es en la sensibilidad donde radi-
ca la cima de todo pecado y el resumen de toda perdición... ¿Cómo, entonces,
se pretende que no ha de ser salvado precisamente aquello que es como el ori-
gen de todo pecado? Pero nosotros que nos sabemos íntegra y completamente
salvados, profesamos con la Iglesia católica que Dios asumió una humanidad
completa...
Hay que confesar, por tanto, que el mismo que es la Sabiduría, la Palabra
o el Hijo de Dios ha tomado un cuerpo humano, un alma humana y una sen-
sibilidad humana, es decir: «el íntegro Adán» o, para decirlo más claramente,
todo nuestro hombre viejo sin el pecado. Y así como al confesar que tenía un
cuerpo humano, no le atribuimos nuestros vicios y pasiones corporales, así
también, al decir que tiene un alma y una sensibilidad, no pretendemos que
haya sucumbido al pecado de los pensamientos humanos. Pero a quien dice
que la Palabra, en vez de llegar hasta la sensibilidad humana se limitó a estar
en el cuerpo del Señor, a este la Iglesia lo anatematiza.
(San Dámaso, papa, Cartas a obispos orientales, D 145, 146, 148)15

15. He traducido perfectus por «completo» y sensus por sensibilidad. La versión de


El magisterio de la Iglesia (DH) traduce por «perfecto» y por «facultad perceptiva». Pero
me parece que esas traducciones confunden la totalidad con la perfección cualitativa, o
reducen el psiquismo humano a solo el nivel intelectual.

24
2

NEGACIÓN DE «LA EMINENTE DIGNIDAD


DE LOS POBRES EN LA IGLESIA»

Con una lucidez que hoy resulta sorprendente, el obispo Ignacio de An-
tioquía, ya en el siglo II, afirmaba que, a los que niegan la «carne» y el
anonadamiento del Mesías, esa negación les lleva a no ocuparse de la
caridad ni de los que no tienen valedores («huérfanos y viudas») ni de si
su hermano está atribulado o hambriento o encadenado1.

1. Lo que va de ayer a hoy...

La herejía anterior nos lleva, pues, casi mecánicamente a esta otra, que
puede ser inconsciente y que quizás cree actuar en defensa de Dios y de
su verdad o su dignidad. Pero el hecho es que, de la eminente dignidad
del que «se despojó de su rango» y ante quien «se dobla toda rodilla»
(Flp 2, 8 ss.) se sigue, para un cristiano, «la eminente dignidad de los
pobres en la Iglesia», para decirlo con el título de un célebre sermón del
obispo Bossuet. Allí proclamaba el gran orador francés que Jesucristo
vino al mundo para cambiar todo el orden establecido y, por eso, si en
el orden actual «los ricos tienen todas las ventajas y ocupan los primeros
puestos, en el reino de Jesucristo los pobres tienen la preeminencia por-
que son los primogénitos de la Iglesia... donde no se admite a los ricos
más que a condición de servir a los pobres». Y llega a añadir que «la Igle-
sia en su plan original fue construida solo para los pobres» y que Jesús
«no tiene necesidad de los ricos en su santa Iglesia». Juan Pablo II rema-
chó intuitivamente estas afirmaciones proclamando que en la fidelidad
a los pobres se juega la Iglesia su fidelidad a Cristo (LE 8).
Pues bien, hoy no podemos ser honrados sin reconocer que en el
catolicismo de nuestros días tienen toda la preeminencia los ricos y que

1. Ver su carta los cristianos de Esmirna, sobre todo cap. 6.

25
herejías del catolicismo actual

a los pobres solo se les admite en la Iglesia a condición de que no moles-


ten a los ricos. Hay excepciones maravillosas que contribuyen a dar otro
rostro a la Iglesia y que no deberíamos utilizar para tranquilizar nuestras
conciencias. Pero no podemos en modo alguno proclamar que la Iglesia
de nuestros días encarna cabalmente la definición de Juan XXIII («Igle-
sia de los pobres»), sino que, a lo más, da la imagen de una iglesia de
los ricos que practica beneficencia para con los pobres. Hoy no podría-
mos repetir la anécdota del diácono Lorenzo, quien, al ser preguntado
por los tesoros de la Iglesia, señaló a los pobres a los que servía y dijo:
«Estos son los tesoros de la Iglesia». Podremos quizá sentir impulsos
morales de indignación o de caridad ante algunas situaciones, pero esa
mentalidad, ese «modo de sentir» (como pedía Pablo en Flp 2, 5) no
lo tenemos. Más aún: estamos demasiado lejos de él. Nos parecemos a
aquellos judíos de que habla Lucas en su capítulo 4, los cuales, cuando
Jesús identifica su misión como liberación de los oprimidos y buena no-
ticia para los pobres, le increpan diciendo que lo que quieren es ver en
él los milagros que se dice ha obrado en otras partes...
Y es evidente que, donde la fidelidad a Jesús se ve tan cuestionada,
queda puesta en juego la ortodoxia de la fe. Por eso hablamos también
aquí de una heterodoxia: porque la fe cristiana no tiene otra ortodoxia
que la de su fidelidad al Maestro, quien, a la pregunta por su identidad,
daba como respuesta y como señal el que los enfermos son curados y
«los pobres son evangelizados» (Mt 11, 5).

2. «¿Qué hacéis ahí mirando al cielo?»

Y me permito apuntar la sospecha de que esa heterodoxia puede estar


latente en una de las mayores reivindicaciones del momento, absoluta-
mente justa y necesaria, por otra parte. Hoy se habla con razón de la
importancia de la experiencia mística (o espiritual) y de la iniciación
a ella como camino hacia la fe. A partir de aquí se ha puesto de moda
la apelación a la belleza como camino hacia Dios. Pues bien: sobre esta
absolutización de la belleza quisiera suscitar una pregunta.
Creo tener algunas posibilidades de captar belleza y, en otros lugares,
he hablado de la experiencia de lo bello como experiencia de gratuidad.
Pero, más allá de mis pobres posibilidades, si ha habido un creyente con
capacidad para la belleza podría ser san Juan de la Cruz: no solo por la
hermosura de sus poemas, sino por la precisión y la amplitud de gama de
sus adjetivos, que demuestran una intensa capacidad sensorial. Y he aquí
que Juan de Yepes propone como indispensable para llegar hacia Dios
lo que él llama «noche del sentido». Para hacer comprensible aquí rápi-
damente lo que es esa noche del sentido, no encuentro mejor camino que
el verso de una oración de otro místico-poeta, esta vez el indio Rabindra-

26
NeGaciÓN de «la emiNeNte diGNidad de los PoBres eN la iGlesia»

nath Tagore: «yo esperaba encontrarte en el cuerpo de mi amada, y Tú


me aguardabas en el cuerpo del leproso»2. En esa visión sin belleza, ante
la que el Deuteroisaías confesaba que «se aparta la vista», en esa visión
oscura que no parece reflejar nada divino, allí está Dios, no como imagen
de la que disfrutar sino como llamada a la que escuchar y a la que uno
sigue en plena oscuridad: «sin otra luz ni guía sino la que en el corazón
ardía». Algo de eso es la noche del sentido. Y, sin pasar por ella, no cree
el místico español que se pueda llegar auténticamente a Dios: a lo mejor
solo se llega a una proyección feuerbachiana de las propias aspiraciones.
Repatriando esa experiencia desde los muros de un convento hacia
la vida de cada día, y leyéndola de manera no individual sino social, nos
encontramos con palabras como estas de san Pedro Claver, apóstol de
los esclavos en Colombia, defendiéndose de las críticas de sus mismos
hermanos jesuitas: «la fealdad del cuerpo no mancha sino la del alma:
que también en cuerpos hermosos se esconden almas hediondas»3. Y
es que la mera apelación no dialéctica a la belleza puede llevar al olvido
de la preciosa oración de Blanco Vega:

... mira que es desdecirte


dejar tanta hermosura en tanta guerra.
Que el hombre no te obligue, Señor, a arrepentirte
de haberle dado un día las llaves de la tierra.

La belleza de nuestro mundo está manchada de sangre y de guerra;


y es necesario limpiarla bien para que pueda llevar hasta Dios, en vez de
convertirse en objeto de comercio o de guerra. Pero aún hay algo más.
Parece que Juan de la Cruz escribió su «Noche oscura» después de
(o durante) su duro cautiverio de varios meses en Toledo. Que ese cau-
tiverio fuera llevado a cabo no por «los moros» (que lo habrían tratado
mejor, según escribía Teresa de Jesús al rey Felipe II) sino por sus mis-
mos hermanos carmelitas es un dato que explica fácilmente que el santo
no hable solo de noche del sentido sino además de «noche del espíritu»:
porque a la sensibilidad crucificada que implica tantas veces la opción
por los pobres, se añade con frecuencia la crucifixión de tantas expecta-
tivas razonables y justas sobre el propio trabajo. Moisés muere sin ver
la tierra prometida, Cristo es crucificado sin haber visto el reinado de
Dios que él anunciaba como cercano. Y el cristianismo no ha afirmado
nunca que el trabajo por la justicia y por las víctimas se justifique por
sus éxitos, sino más bien por lo que canta con finura el estribillo de
otra canción castellana:

2. Por lo que sé, no es seguro si el verso es de Tagore o de su escuela.


3. Citado en P. M. Lamet, Un cristiano protesta, Bibliograf, Barcelona, 1980, p. 255.

27
herejías del catolicismo actual

Cuando el pobre nada tiene y aún reparte,


cuando un hombre pasa sed y agua nos da,
cuando el débil a su hermano fortalece
va Dios mismo en nuestro mismo caminar.

Esa experiencia del «Dios mismo» es la auténtica experiencia místi-


ca: la que más allá de voluntarismos farisaicos y de exigencias agotado-
ras, acaba dando toda la fortaleza y toda la dicha que brotan de la unión
con Dios. Otra cosa muy distinta es pensar que la Cruz no necesita una
pedagogía paciente, o que hay que comenzar inmediatamente por ella,
en vez de comenzar por el atractivo del anuncio jesuánico de «la familia
de Dios (o reinado de Dios) que llega» (Mc 1, 15).

3. La identidad de Dios en juego

Todo lo antedicho es más la señal de un camino que la promesa de


una meta: muestra una dirección nítida más que imponer obligacio-
nes concretas. Pero, como he dicho otras veces (y conviene volver a re-
cordarlo ahora), una vez aclarado esto hay que añadir que en todo este
contexto estremece constatar que llevamos años hablando de una «nueva
evangelización», y que en todos los documentos, planes y proyectos que
ese eslogan ha puesto en circulación no se ha pensado en serio que los
primeros destinatarios de esa nueva evangelización habían de ser los po-
bres de la tierra, a quienes muchos proyectos de nueva evangelización
parecen considerar como inexistentes o como despreciables. Y que esa
nueva evangelización deberá ir llevando hacia el horizonte de las víctimas
de la tierra si es que quiere conducir hacia el Dios verdadero.
Más aún, en nuestros días se da como cierto el siguiente rumor que
aquí no podemos confirmar ni refutar, dado que, a pesar de las diáfanas
palabras de Jesús («sea vuestro lenguaje sí, sí, no, no, que todo lo demás
procede del maligno» o «no hay nada tan oculto que no acabe sabién-
dose»), el Vaticano compite con cualquier Estado de este mundo en
ambivalencias, distorsiones, unilateralidades, silencios y secretos ponti-
ficios. De ahí la proliferación de rumores imposibles de confirmar. Y es
el caso que, desde hace años, circula por Brasil la información de que,
para nombrar obispos, el Vaticano pregunta sobre los candidatos si «es
demasiado amigo de los pobres». Tamaña barbaridad, incomprobable
pero no improbable, ha venido a ser reforzada por la reciente acusa-
ción de la curia romana, en mayo del 2012, a las religiosas de Estados
Unidos de «trabajar demasiado por los pobres». Tal acusación es senci-
llamente heterodoxa a la luz del texto evangélico antes citado, donde el
distintivo de la misión de Jesús es que «se anuncia la buena noticia a los
pobres»; y expone a la Iglesia a que alguien le diga recogiendo la pre-

28
NeGaciÓN de «la emiNeNte diGNidad de los PoBres eN la iGlesia»

gunta del Precursor a Jesús: «¿Eres tú la que había de venir, o habremos


de esperar a otra Iglesia?».
No faltan, sin embargo, declaraciones bien expresivas de los papas,
contrarias a ese proceder de la curia romana: «Vosotros sois Cristo para
mí» dijo Pablo VI a los campesinos colombianos en 1968, en un memo-
rable discurso. Y Benedicto XVI, en otro discurso cuando la asamblea
episcopal de Aparecida (Brasil), subrayó que la opción por los pobres no
es un simple problema ético, sino que «está implícita en la fe cristológi-
ca». El título clásico de «vicarios de Cristo» (que Inocencio III secuestró
para los papas) se aplicaba antes preferentemente a los pobres4. Si las co-
sas son así, habrá que confesar contritos que nuestro catolicismo muestra
muy poco respeto, muy poca fe y muy poco amor hacia ese Cristo en el
que se dice fundado.
El economista suizo Jean Ziegler ha escrito que, dadas las posibi-
lidades del mundo actual, «si una persona muere hoy de hambre es un
asesinato». Y cada día mueren de hambre entre 30.000 y 40.000 seres
humanos5, hijos de Dios, miembros de Cristo y hermanos nuestros. Por
eso a un católico coherente con su fe deben llamarle mucho la atención
estas dos cosas:
a) que a muchos grupos que se proclaman católicos y defensores
de la vida parezca preocuparles mucho más la condena del aborto que
la de esas muertes de hambre abortadas luego de haber nacido. En el
primer caso se publican con escándalo las cifras de abortos anuales,
mientras que se callan hipócritamente las de muertos de hambre (niños
más de la mitad). Y no digo nada de esto en defensa del aborto porque
me considero antiabortista convencido. Lo digo simplemente en de-
fensa de la coherencia;
b) que, más allá del catolicismo, en nuestra sociedad que se cree
laica pero que adora el dinero, las muertes que menos preocupan, que
menos escándalo causan y menos publicidad tienen sean las muertes
por hambre. Podemos obsesionarnos con las muertes por accidentes
de tráfico, por atentados o violencia de género, etc. Pero las muertes de
hambre no quitan el sueño a nadie ni llevan a nadie a levantar la voz,
pese a que son, con mucho, las más numerosas y las más evitables. Ante
esta incoherencia, lo único que cabe sospechar es que se debe a que
las muertes por hambre o miseria comienzan por acusarnos a nosotros

4. «Pauper Christi vicarius est» escribía Pierre de Blois en el siglo XII. De todos modos,
por lo que conozco, el título tenía un contenido más amplio y venía a aplicarse a experien-
cias de «alteridad». El texto citado puede verse en la obra antología Vicarios de Cristo: los po-
bres en la teología y espiritualidad cristianas, Cristianisme i Justícia, Barcelona, 32006, p. 96.
5. Ver algunos datos en J. Torres López, Contra la crisis, otra economía y otro modo
de vivir, HOAC, Madrid, 2012, pp. 17, 19-20, 22.

29
herejías del catolicismo actual

mismos6; mientras que las otras muertes no nos exigen tanto personal-
mente y podemos usarlas para acusar a los demás...
Dejemos, no obstante, la crítica social y volvamos al cristianismo de
hoy. Hace ya casi cuarenta años escribí lo siguiente a propósito del pa-
saje de san Mateo sobre el juicio final («tuve hambre y [no] me disteis
de comer», etc.):

El capítulo 25 de Mateo no está solo. Si él nos ha conservado el conte-


nido positivo de lo que vale en el juicio, la fuente Q nos ha conservado
otra indicación sobre su contenido negativo: sobre lo que no vale para el
Juicio Final (Mt 7, 21-23; Lc 13, 25-28). En aquel día, muchos esgrimirán
una serie de credenciales aparentemente impresionantes (según Lucas: «co-
mimos y bebimos contigo y enseñaste en nuestras plazas»; según Mateo:
«profetizamos en Tu Nombre, lanzamos demonios en Tu Nombre e hici-
mos prodigios en Tu nombre»). Pero ni la posición privilegiada de Lucas ni
las obras maravillosas de Mateo servirán para nada: unos y otros escucha-
rán: «Apartaos de Mí los que practicáis la delincuencia». El concepto se
ha invertido: la delincuencia resulta estar de parte de quienes estaban en
posición de intachables. La Iglesia haría bien en preguntarse si estas palabras
del Evangelio no la condenan a ella misma7.

Y es que, como se ha dicho ya otras veces, esas palabras del juicio final
de Mateo no son simplemente una enseñanza ética. Son sobre todo una
enseñanza teológica8. Ni a los condenados ni a los salvados se les da la
sentencia arguyendo que «obraron mal» u obraron bien. Unos y otros son
juzgados por cómo reaccionaron ante el Dios presente, que seguía presente
en el hambriento y en el desnudo, aunque ellos no lo supieran. Si se trata
de una cuestión cristológica, hay que reafirmar que no estamos aquí ante
un problema ético sino ante una enseñanza sobre Dios: sobre ese Dios úni-
co que la Iglesia debe anunciar y vuelve herético todo anuncio que lo falsi-
fique o lo desfigure. Porque si efectivamente, y en serio, Dios se ha hecho
hombre, si en Jesucristo la humanidad adquiere un significado perenne
para nuestro hablar de Dios y nuestra relación con él9, entonces la unici-

6. Según la FAO, para acabar con los muertos de hambre en un año bastaría con las
dos quintas partes de lo que el Banco Central Europeo inyectó en los mercados en un solo
día (29 de septiembre del 2008) o, como ya se ha dicho, con menos de los gastos anuales
en cosméticos, etc. (para el primer dato ver J. Torres López, Contra la crisis..., cit., p. 42).
7. La humanidad nueva. Ensayo de cristología, Sal Terrae, Santander, 92000,
pp. 93-94.
8. Remito al apunte: «La opción por el pobre como clave hermenéutica de la di-
vinidad de Jesús», en la obra en colaboración La justicia que brota de la fe, Sal Terrae,
Santander, 1982, pp. 201 ss. También, de manera más sistemática: «Los pobres como
lugar teológico», en El secuestro de la verdad, Sal Terrae, Santander, 1986, pp. 103-159.
9. Recuérdese el artículo de K. Rahner «Eterna significación de la humanidad de
Cristo para nuestra relación con Dios», en Escritos de teología, vol. III, Taurus, Madrid,
1961, pp. 47-61.

30
NeGaciÓN de «la emiNeNte diGNidad de los PoBres eN la iGlesia»

dad de Dios se convierte en una unicidad referencial (A. Gesché habla de


un «monoteísmo relativo»), y toda falsificación o negación del hombre se
convierte en una falsificación o negación de Dios: «dioses falsos [lo son]
no tanto porque falsean a Dios cuanto porque falsean al hombre. A eso es
a lo que tiende y como se sostiene la afirmación judeocristiana de un solo
y único Dios»10. O evocando la frase de Ireneo de Lyon, ya en el siglo II:
es falso todo Dios cuya gloria no sea la vida del hombre.

4. «Poner los corazones al descubierto» (Lc 2, 35)

Por eso resulta tan extraño en el catolicismo actual que otras expresiones
evangélicas (por ejemplo, las referentes al divorcio) se tomen con absoluta
literalidad y algunos las exijan presentes hasta en legislaciones civiles;
mientras que estas, que son mucho más claras y más frecuentes y exentas
de matices, sean desoídas o se pretenda aplicarles la desautorización de
las mil interpretaciones. Otra vez nos encontramos con algo similar a lo
que ocurre con la queja paulina: anunciamos un Dios crucificado escán-
dalo para los hombres que se creen religiosos (o que quieren serlo).
El Evangelio se convierte así en un remiendo de tela nueva sobre
un paño viejo que no hace más que estropear el remiendo y desgarrar el
paño. O como vino nuevo en odres viejos que lo estropean (Mc 2, 21-22).
Y esta me parece la mejor clave de comprensión de la presente herejía.
A veces incluso tiene uno la sensación de que este punto tan absoluta-
mente fundamental se ve cuidadosamente esquivado en la oración de la
Iglesia11. Por eso duele en el alma que se haya podido escribir no sin
parte de verdad:

10. A. Gesché, La paradoja del cristianismo, Sígueme, Salamanca, 2011, p. 61.


11. Con temor y temblor apunto la siguiente sospecha referida al texto de 1 Jn 3, 17
(«quien tiene bienes de este mundo y viendo a su hermano pasar necesidad no le socorre, no
puede estar en él el amor de Dios»). Ese texto tan fundamental solo he sabido encontrarlo en
la fiesta de san Camilo de Lelis y en la del 5 de enero, cuando tras la Navidad se lee toda esa
primera carta de Juan. Mientras que otras veces da la sensación de que la Palabra ha sido cui-
dadosamente recortada al llegar aquí: y así, en las lecturas que se proponen para los bautizos
hay dos tomadas de este capítulo 3 de 1 Jn. Pues bien, una de ellas propone los versículos 14-
16 y la otra los versículos 18-24 (el 17 ha sido hábilmente escamoteado). Lo mismo ocurre
con las lecturas dominicales del ciclo B, entre los domingos cuarto y quinto de Pascua: el
cuarto domingo comienza el capítulo 3 de la primera carta de Juan; el domingo quinto con-
tinúa esa lectura a partir del versículo 18 (otra vez el 17 queda evaporado). Y aún más extra-
ño: es bien sabido que la obsesión de san José de Calasanz fue la alfabetización y educación
de los niños mendigos: la «escuela misericordiosa» (Schola Pia), y son conocidos los proble-
mas que esto le trajo. Resulta extraño, por eso, que la oración del día de su fiesta se limite a
dar gracias a Dios por el interés del santo por educar «a los niños» a secas. Como si el autor
de esa perla litúrgica no hubiera leído en las Constituciones del santo que los pobres son la
mayoría en todas partes («in omni fere republica pro maiore parte incolae sunt pauperes»).

31
herejías del catolicismo actual

Los principios sociales del cristianismo saben, cuando es necesario, defen-


der la opresión del proletariado aunque pongan cara de lástima al hacerlo.
Los principios sociales del cristianismo predican la realidad de una clase
dominante y otra oprimida, y lo único que tienen para esta última es el pia-
doso deseo de que la otra se muestre caritativa. Los principios sociales del
cristianismo trasladan al cielo la corrección de todas las infamias aludidas...,
justificando así su permanencia en la tierra12.

¡Qué contraste entre la acusación de Marx y el texto del profeta


Isaías: «Yo el Señor, que soy el primero, estoy con los últimos (41, 4)!».
Por tanto: si el hecho de que pudiera escribirse una acusación como esa
con buena dosis de verdad no constituye para todo católico una inter-
pelación seria, de esas que no dejan dormir, entonces estamos simple-
mente falsificando a Dios, lo cual es la mayor herejía posible.
Y digamos para terminar que todo este disloque incide sobre otra
acusación que habremos de considerar más adelante: que el catolicismo
actual pone al magisterio eclesiástico por encima de la palabra de Dios
y no al servicio de la palabra de Dios. Dejando ahora este otro punto,
concluyamos señalando que todo lo dicho no es sino demasiado natural
y comprensible cuando se conoce lo que es nuestra pasta humana. No
queda, pues, más que cerrar este capítulo con la preciosa plegaria bíblica
que hizo suya el concilio de Trento en su decreto sobre la justificación:
«conviértenos, Señor, y nos convertiremos a ti» (Lam 5, 21; DH 1525).

Ojalá me equivoque, pero todo huele a como si los «censores» de la liturgia pensaran que
conviene limpiar la palabra de Dios de cierto «socialismo» rastrero y menos digno de Dios...
12. K. Marx, «El comunismo del Reinischer Beobachter» (artículo de 1847). La casuali-
dad hizo que a poco de escribir estas páginas me contaran algunos militantes de Acción Cató-
lica Obrera que un obispo les había dicho que «exageraban la doctrina social de la Iglesia»...

32
NeGaciÓN de «la emiNeNte diGNidad de los PoBres eN la iGlesia»

El mundo de los pobres es la clave para comprender la fe cristiana... Este en-


cuentro con los pobres nos ha hecho recobrar la verdad central del Evangelio
con que nos urge a conversión la palabra de Dios... La esperanza que predica-
mos a los pobres es para devolverles su dignidad y para animarles a que ellos
mismos sean autores de su propio destino: nuestra Iglesia no solo se ha vuelto
hacia el pobre, sino que hace de él el destinatario privilegiado de su misión... La
peor ofensa a Dios, el peor de los secularismos es convertir a los hijos de Dios,
a los templos del Espíritu Santo, al cuerpo histórico de Cristo en víctimas de la
opresión, en piltrafas de la represión política... Los antiguos cristianos decían:
«Gloria Dei vivens homo» (la gloria de Dios es el hombre que vive). Nosotros
podríamos concretar eso diciendo: «gloria Dei vivens pauper» (la gloria de Dios
es el pobre que vive). Creemos que, desde la trascendencia del Evangelio pode-
mos juzgar en qué consiste en verdad la vida de los pobres y creemos también
que poniéndonos del lado del pobre e intentando darle vida, sabremos en qué
consiste la eterna verdad de Evangelio.
(Oscar Romero, arzobispo mártir de San Salvador,
en el discurso del doctorado honoris causa
en la Universidad de Lovaina: 2 de febrero de 1980)

No se la arrebatéis [la Iglesia a los pobres] al reedificarla; no queráis levantar


más fuertes sus paredes ni más bien cerrada su bóveda, ni le pongáis puertas
mejor forradas de hierro; que no consiste en tales cosas su mejor defensa...
Haciéndolo así, volveríais a dormiros en ella. No pidáis tampoco para ella la
protección del Estado, porque ya demasiado se parecía, en ciertos aspectos, a
una oficina burocrática a los ojos del pueblo; ni queráis mucho dinero de los
ricos para rehacerla, para que no puedan pensar los pobres que eso es cosa del
bando opuesto, y con recelo reciban de ella beneficio. Que sean ellos los que la
reedifiquen: así podrá resultar a su gusto y únicamente así la amarán.
(Joan Maragall, La iglesia quemada, 18 de diciembre de 1909)

Si Dios quiere que tú tengas, es precisamente para que, por tu medio, otro no
pase necesidad y para que, por el servicio de tus buenas obras, el pobre se vea
libre de la necesidad y tú de la multitud de tus pecados... Hay algunos que
piensan que, aunque no suelen soltar un céntimo para ayudar a los pobres de
la Iglesia, sin embargo, como guardan todos los demás mandamientos y actos
meritorios de la fe, solo tienen una falta venial. Pero resulta que, sin esta virtud,
nada aprovechan las demás, aunque las tengamos... Los bienes terrenos, por
tanto, no se nos han entregado para nuestro uso, de modo que puedan servirnos
para saciar el apetito de los sentidos materiales. De ser así, no nos distingui-
ríamos en nada de los animales.
(San León I, papa, Sermón XX; PL 54, 189)

33
3

FALSIFICACIÓN DE LA CRUZ DE CRISTO

El falso modo de argumentar de que hablábamos en el primer capítulo


(«Dios es así; es así que Jesús era Dios, luego tenía que ser —o actuar—
así y así») ha funcionado también, negativamente, a propósito de la obra
redentora de Jesús. Veamos, si no, un par de ejemplos entre muchos
posibles:

¿Qué es lo que condenó a Jesús a una muerte tan atroz? ¿Fue Pilato? ¿Fue-
ron los escribas y fariseos? No, hermanos míos, no. Fue la justicia divina que
nunca quiso decir «basta» hasta que lo vio expirar sobre ese suplicio. El Sal-
vador bondadoso agonizaba colgando en el aire de tres clavos, derramaba
lágrimas de sangre, sangraba por todas partes. Pero la justicia inexorable
decía «todavía no». Su tierna madre lloraba al pie de la cruz, sollozaban
las piadosas mujeres, gemían todos los ángeles y espíritus bienaventurados
ante tan cruel espectáculo. Pero la Justicia sin dejarse conmover repetía
«todavía no». Y no dijo «ya basta» hasta que no lo vio exhalar el último
suspiro. ¿Qué decís ahora, hermanos míos? Si la justicia divina ha tratado
tan severamente al Unigénito del Padre solo porque había tomado sobre sí
nuestros pecados —o mejor, la sombra de nuestros pecados—, ¿cómo nos
tratará a nosotros que somos los verdaderos pecadores? (San Leonardo de
Porto Maurizio, Sermons pour les missions, II, p. 169).

La sangre de Jesucristo no debe haberse derramado en vano. Pero hay que


saber que la primera finalidad de Jesucristo en su pasión fue satisfacer a la
justicia divina por las injurias que le habían hecho los hombres, y así acabar
con el gran desorden que reinaba en el mundo, donde Dios sufría tan gran-
des ultrajes en todas partes y no recibía de nadie una satisfacción digna de él
y que respondiera a la Grandeza de su Majestad Soberana. Ahora bien: al ha-
berse cumplido plenamente esta reparación de la gloria de un Dios ultrajado
por sus criaturas, que era el fin primero y principal de la pasión de Jesucristo,
se sigue que, aunque todos los hombres se condenasen, la sangre de Cristo
no habría sido derramada en vano, sino que su fruto sería muy grande y de

35
herejías del catolicismo actual

infinita gloria para la Majestad de Dios. (Sermón del padre Segneri sobre el
número de los elegidos, Oeuvres, I, p. 118).

Estos dos textos del siglo XVIII, nunca condenados por ningún santo
oficio, reflejan bastante bien algo que está todavía en las cabezas de mu-
chos católicos, y que responde a la catequesis de mi infancia, a muchos
ejercicios espirituales que recibí en mi juventud y (sin exagerar tanto) a
la teología que estudié antes de ordenarme de presbítero. La mentalidad
que transmiten ha dado lugar al rechazo de la fe por parte de muchas
gentes de mi generación y ha impreso en muchas cabezas la imagen del
Dios del miedo, parecida a la que tenía el tercer empleado de la parábo-
la de los talentos (Mt 24): su definición no es la del Nuevo Testamento
(Dios es amor) ni la del Primer Testamento (lleno de misericordia y fide-
lidad) sino la de una justicia «inexorable» y que «no se deja conmover»
(así san Leonardo). Tan cruel que, aunque no se salvase ni un solo ser
humano, se sentiría satisfecho con los dolores de Jesús que aplacaban su
sed de justicia (así Segneri).
Ese dios del miedo lleva a una piedad obstinada sobre todo por
«tener a raya a Dios», de la cual pueden salir figuras como el fariseo
de la parábola o el hermano mayor del hijo pródigo: pero muy difí-
cilmente saldrán figuras como Pedro, Pablo, Juan u otros seguidores
de Jesús.
Como suele pasar en la historia de las ideas, hay algo válido que
conviene no perder en la explicación dada, pero totalmente desubicado
y, en consecuencia, monstruosamente desmesurado: es válido el afán por
salvaguardar la seriedad del tema de Dios y de nuestra impureza ante él;
en eso nunca insistiremos bastante. Pero a la vez hay en esa mentalidad
una deformación total de la imagen de Dios que deja de ser el padre de la
parábola del pródigo (Lc 15) para asemejarse más al Señor cruel, contro-
lador e irritable, que se aplaca viendo sufrir a los suyos. Sartre evocaba
esa figura del Dios del miedo (el «ojo» que siempre está controlándote)
como una de las causas de su ateísmo.
Por eso, de acuerdo con la indicación metodológica propuesta en el
primer capítulo, quizá convenga situar primero el origen de esa menta-
lidad para mejor rescatarla y purificarla. Conociendo el origen de esta
explicación se puede comprender mejor tanto lo que tenga de validez
o de buena intención como lo que tiene de equivocada y el mal que
puede hacer hoy. La historia de las cosas ayuda a entenderlas mejor y
—si llega el momento en que hay que desprenderse de ellas—, se hace
entonces como quien prescinde de un vestido viejo o de un alimento con
fecha de caducidad pasada; no como quien rechaza agresivamente algu-
na amenaza que considera engañosa.

36
FalsiFicaciÓN de la cruZ de cristo

1. ¿Dios a la altura de nuestras justicias?

En el mundo teológico es de sobra conocido que el origen de esa expli-


cación se sitúa en el siglo XI y en la obra de Anselmo de Canterbury (Cur
Deus homo: por qué Dios se hizo hombre), según la cual, para redimir
al género humano empecatado tenía que venir el mismo Dios a la tie-
rra, ya que, dada la infinitud de Dios, ninguna obra humana podía ser
una reparación «digna de él». Y notemos: otra vez nos encontramos con
el concepto de dignidad. Ahora la dignidad de Dios funciona según el
principio de que todo pecado tiene una malicia infinita porque la ofensa
se mide por la dignidad del ofendido; mientras que la reparación que se
quiera dar siempre será finita y, por tanto, insuficiente: porque se mide
por la dignidad del que la da, no de quien la recibe1.
La teoría de Anselmo es más extensa, pero lo dicho es suficiente aho-
ra. Lo curioso es que, en su origen, el buen fraile no pretendía hacer una
obra de teología sino unas consideraciones piadosas para alimentar la fe
de sus hermanos. Luego pasó a la historia como una tesis teológica, en
parte por culpa de su autor, que pretende mostrar el sentido de la pasión
de Jesús con argumentos de sola razón y de estricto rigor lógico, de modo
que «aun prescindiendo de Cristo», siga siendo necesaria la Cruz para
salvar a este mundo.
He dicho otras veces que los racionalismos teológicos son un gran
peligro y que el racionalismo no solo puede usarse para negar a Dios, sino
también para defenderle; aunque, en este otro caso, en vez de defenderle
se le empequeñece encerrándolo y apresándolo en una síntesis creatural y
contingente, y olvidando que todo el lenguaje teológico es necesariamente
analógico o metafórico: aproximado más que matemático y que (como
dijo el IV concilio de Letrán), en nuestro lenguaje sobre Dios, por muy
verdadero que sea, siempre hay «más mentira que verdad»2. Hegel es un
buen ejemplo de este racionalismo, aun con toda su genialidad innegable.
Prescindiendo ahora de las incoherencias del sistema anselmiano de
que hablaremos enseguida, lo más importante es la imagen pagana
de Dios que transmite. Y me permito llamar «pagana» a esa imagen apo-
yándome en este diálogo de Las Bacantes de Eurípides: «Te imploramos,
Dionisos, hemos sido culpables; mas tu venganza es demasiado cruel». A
lo cual responde Dionisos: «Tened en cuenta que yo, ¡un dios!, he sido
ultrajado por vosotros».

1. Esto que a san Anselmo le parecía un principio evidente es, en realidad, una pro-
yección hasta Dios de la mentalidad social de la Edad Media: señores feudales y siervos de la
gleba. Razón tiene Ratzinger cuando insiste en que la religión es inseparable de una cultura en
la que anida, pero con la que no se identifica. De ahí la necesidad de constantes purificaciones.
2. «Non tanta similitudo quin maior sit dissimilitudo notanda» (DH 806).

37
herejías del catolicismo actual

Se trata aquí de que el honor debido a Dios se le quita por el mal


que hacemos y debe ser reparado. Lo cual no hay por qué negarlo.
Pero lo que no podemos hacer es dictar a Dios, desde nuestra razón,
cómo tiene que realizar esa reparación: porque podríamos hacer un
Dios demasiado a imagen nuestra. Una prueba de ello la ofrece nuestra
psicología, aun desde una óptica meramente laica: cuando se ha produ-
cido una injusticia (sobre todo si soy yo la víctima de esa injusticia), la
necesidad de «restaurar el orden de las cosas» la ponemos nosotros en
el dolor causado al agresor: ver sufrir al culpable aplaca mi sensibilidad
ofendida. No percibimos que, infinidad de veces, hay ahí más sed de
venganza que hambre de justicia. Algo de eso proyecta sobre Dios el
texto de Eurípides que acabo de citar: la venganza ¡de un dios! no po-
drá menos de ser cruel. En cambio, el Dios revelado en Jesucristo, hace
justicia volviendo justo al injusto en vez de castigarlo, como intentó
explicar la carta a los Romanos.
Podemos concluir, pues, que el dios de Anselmo, como el de Eurípi-
des, responde más a la idea religiosa general de Dios que al Dios revelado
en Jesucristo.

2. La inercia de la historia

Es comprensible que, en la mentalidad de la sociedad feudal de cambio


del milenio, la teoría anselmiana acabara imponiéndose pese a algunas
resistencias: Abelardo intuye la imposibilidad de esa lógica férrea que
buscaba Anselmo, arguyendo que, según este, lo que satisface a Dios es
un pecado todavía mayor que el que le había ofendido. Tomás de Aqui-
no, consciente de las limitaciones de todo lenguaje teológico, la aceptará
aclarando que no se trata de una estricta necesidad de razón, sino de
una «conveniencia»; pero hablar de conveniencias era echar por tierra
todo el proyecto del estricto racionalismo anselmiano. Dante, intuyendo
avant la lettre el humanismo posterior, explicará la Cruz desde el de-
seo de Dios de que sea el hombre mismo el autor de su redención en vez
de recibirlo todo hecho desde fuera:

Che piu largo fu Dio a dar se stesso


Per far l’uom suficiente a rilevarsi
Que si elli avesse sol da sé dimesso
[Más generoso era Dios dándose a sí mismo
para hacer al hombre capaz de redimirse,
que si se hubiera limitado a perdonar él solo].
(Paradiso, VII, 115-117)

38
FalsiFicaciÓN de la cruZ de cristo

Con estos arreglos podría haberse sostenido mal que bien la explica-
ción anselmiana, de no haber sido por la forma como la radicalizó Lu-
tero desde su experiencia personal de la imposibilidad de salvarse: Lutero
ya no ve en la Cruz la satisfacción dada por el hombre (Jesús) a Dios, sino
más bien el castigo impuesto por Dios a Jesús (en lugar de a nosotros). Y
si esto en la trayectoria personal de Lutero resultó fuente de liberación
y de reforma, al centrar toda su piedad en Cristo como reconciliador
con Dios, contribuyó posteriormente a robustecer la imagen del Dios del
miedo, al menos en la Iglesia católica que, por un lado, no aceptaba la
devaluación luterana del hombre, pero por el otro, no quería ser menos
que Lutero en el reconocimiento del pecado humano.
He creído necesaria esta larga explicación para poder ver ahora me-
jor las consecuencias que ha podido tener sobre nosotros, tras el paso de
la mentalidad y la cultura medieval a la moderna.
Resta aclarar solamente que la teoría de la satisfacción nunca fue
adoptada y consagrada por el magisterio supremo de la Iglesia, aun-
que sí por la teología posterior (con los matices ya indicados), quizá
porque cuadraba bien con la cultura de aquella época.

3. Desenfoques

Vista desde la experiencia creyente, la explicación anselmiana aparece


como una foto que, aunque reconocible, presenta graves desenfoques. Me
vienen ganas de escribir que lo que hizo Anselmo con la cruz de Jesús es
algo parecido a lo que ha hecho con el «ecce homo» de Borja aquella bue-
na mujer que pretendió restaurarlo y de la que todos los medios hablan
en estos días. Señalaré al menos dos desenfoques: rompe la unidad del
acontecimiento de Cristo (Encarnación-Cruz-Resurrección) privilegiando
desenfocadamente la segunda. Y a pesar de eso, no llega a explicar la
muerte de Jesús. Vamos a verlos3.
a) En esta explicación satisfaccionista, la divinidad de Jesús deja
de ser la unión (las bodas, decían los Padres de la Iglesia) de Dios con
la humanidad, para elevarla hasta su misma vida y su mismo nivel de
ser. La divinidad de Jesús solo sirve para que sus obras tengan un valor
infinito y, por tanto, sean dignas de ser aceptadas por Dios. La divinidad
de Jesús es un mero «principio formal de valoración de actos». Con ello,
Encarnación y Resurrección pierden su mensaje salvífico y la salvación
queda toda reducida a la Cruz. Todo el mensaje encarnatorio visto en el
primer capítulo (el Logos-sarks) está ausente aquí. Y desde esta visión tan
meramente formal, irán gestándose poco a poco todas las tendencias

3. Para una explicación más lenta y, sobre todo, para la crítica a la explicación
anselmiana, remito al capítulo 12 de La humanidad nueva, Sal Terrae, Santander, 92000.

39
herejías del catolicismo actual

que han llevado en nuestros días a querer negar (o prescindir de) la


divinidad de Jesús, cuando ha entrado en crisis aquel universo mental
anselmiano de la reparación infinita.
b) Como suele ocurrir a todos los racionalistas empedernidos, An-
selmo perece víctima de su propia lógica: pues, según su explicación, la
muerte de Jesús no era necesaria estrictamente: Jesús podría haber hecho
otros mil actos virtuosos y más simples (todos ellos de valor infinito), los
cuales repararían condignamente a Dios, y haber muerto luego tranquila-
mente en un lecho junto al lago. ¡Y toda la teoría anselmiana había sido
construida para mostrar rígidamente la necesidad de esa muerte en cruz!
Se recurre entonces al argumento de que, aunque la Cruz no era ne-
cesaria, Jesús murió así «para mostrarnos más su amor». Con lo cual ese
amor parece mostrarse en el dolor gratuito y supererogatorio; y lleva a
la mentalidad de que a Dios le da gusto nuestro sufrimiento y nuestro
dolor. El dolorismo heterodoxo que ha generado la Cruz en nuestro cato-
licismo viene en buena parte de ahí: Estamos a un paso de una redención
«sadomasoquista»4 y esto conviene explicarlo un poco más. Veámoslo.
Con un juego de palabras que me gusta repetir, hemos pasado incons-
cientemente de saber que «todo lo que vale cuesta» (y el reinado de Dios
es nuestro valor supremo) a creer que «todo lo que cuesta vale». Jesús
señala que la puerta del Reino es estrecha, pero eso no debería significar
que todas las estrecheces llevan al Reino. Y nuestra liturgia habla cons-
tantemente (y unilateralmente) solo de la muerte de Jesús, y no de su vida
entregada hasta la muerte. Las oraciones de la misa están llenas de esas
alusiones a la muerte sola (o muerte y resurrección, pero sin incluir la
vida de Jesús como entregada hasta el fin). Así se genera otra vez la impre-
sión de que lo negativo es por sí solo fuente de positividad, en manifiesto
contraste con la frase del Maestro: «nadie tiene más amor que el que da la
vida por los amigos». Y en contraste también con la acotación que le hizo
san Bernardo a Anselmo: lo agradable a Dios no fue la muerte en sí, sino
la voluntad del que moría («non mors, sed voluntas placuit morientis»).
El amor puede comportar mucho dolor, pero lo positivo y fecundo (lo
salvador) será siempre ese amor que no retrocede ante el sufrimiento: no
este solo por sí mismo.
c) Todo ello ha llevado a mil visiones de la pasión y de la cruz del
Señor que casi las reducían al mero dolor físico, desconociendo el drama
interno de Jesús, el vértigo de verse condenado por los mismos represen-
tantes oficiales de Dios, y la oscura noche de sentirse abandonado por
Dios. La película de Mel Gibson respiraba esta sensibilidad que, por otro
lado, resulta muy tranquilizadora para todos los poderes religiosos, al

4. El acertado y provocador título del libro de F. Varone (El dios sádico) no ha


salido del Nuevo Testamento sino de su olvido por el racionalismo anselmiano.

40
FalsiFicaciÓN de la cruZ de cristo

liberarlos del aviso de que también ellos pueden acabar actuando como
los sanedritas y los sumos sacerdotes judíos que condenaron a Jesús.

4. Las trampas del lenguaje

Todos esos desvíos son quizás explicables desde otro de los límites de
nuestros utensilios humanos: ya dijimos que nuestro lenguaje es una he-
rramienta incomparable pero demasiado pequeña y, además, cambia con
el paso del tiempo y el traspaso a otras culturas e idiomas. Y no cabe
negar que el léxico del Nuevo Testamento da pie a veces a malentendidos
en este punto si olvidamos esos límites del lenguaje. Por ejemplo:
— La sangre nos evoca a nosotros el dolor, para los antiguos signi-
ficaba vida.
— La palabra redención sonaba a liberación para la gente del Nue-
vo Testamento (liberación de la esclavitud o de las prisiones donde solía
haber más cautivos de guerra que delincuentes); a nosotros, en cambio,
nos suena ya a la expiación satisfaccionista.
— La expresión (típica de algunos credos) «morir por nuestro peca-
dos» o «por nuestra causa» puede significar «por obra nuestra (o por cau-
sa nuestra)»; no significa necesaria ni exclusivamente «para bien nuestro».
— El término «sacrificio» nos evoca a nosotros algo doloroso, mien-
tras que, para los antiguos, evocaba sobre todo algo «sagrado»: algo que,
por haber entrado en la órbita de la divinidad, quedaba de algún modo
sacralizado5.
En resumen: todos estos símbolos neotestamentarios no pueden to-
marse como significados unívocos y jurídicos, y esto es lo que hace la
teoría de la satisfacción. Como escribe con tino un comentarista: «An-
selmo utiliza conceptos jurídicos y comerciales no solo como metáforas
sino como elementos formales de su soteriología. Pues de otro modo la
demostración no valdría»6. Eso le lleva a convertir a Dios en el objeto de
la reparación (o el obstáculo que superar en nuestra salvación), mientras
que en el Nuevo Testamento Dios es siempre el autor primario de ella.
Por eso, desde la óptica neotestamentaria (y en contraste con Anselmo)
podemos decir, entonces, que nosotros entregamos a Jesús y él aceptó
ser entregado por nosotros en lugar de destruirnos; y que esa entrega
«llega hasta los cielos» (como gusta decir la carta a los Hebreos) o re-

5. Si muchos sacrificios implicaban la destrucción de la ofrenda era como señal de


que había sido aceptada por la divinidad: bien sea a través del fuego que «desmaterializaba»
los dones presentados, o bien a través de la ingestión por la que el dios, al comer los do-
nes, los hacía parte de su ser. También esto implicaba la destrucción de las ofrendas: de ahí
la frecuencia del sacrificio de animales en muchas religiones antiguas. Pero el aspecto onero-
so no es el central, sino el sacralizar (sacri-ficare o sacrum facere) las ofrendas presentadas.
6. H. Kessler, Cristologia, Queriniana, Brescia, 2001, p. 153.

41
herejías del catolicismo actual

concilia a Dios con nuestra humanidad más de lo que le enemista el acto


que nosotros hacemos7.
Queda claro también que nada de lo dicho pretende negar el carác-
ter oneroso de la redención humana, como tampoco lo hace el Nuevo
Testamento y como parece pedir a veces una espiritualidad posmoderna
pseudoizquierdosa y un tanto egótica, que hoy está de moda. De lo que
hemos tratado es, sencillamente, de situar y dar su verdadero sentido a
ese carácter oneroso y a ese «gran precio» con el que hemos sido com-
prados (1 Pe 1, 18): que nadie tiene más amor que el que da la vida por
sus amigos.
Y hemos hecho este intento para evitar, precisamente, las consecuen-
cias nefastas de la teoría anselmiana que nos quedan por exponer, y donde
late la herejía que intentamos desenmascarar en este capítulo.

5. Consecuencias

a) La perversión antes señalada de una gran verdad (todo lo que vale


cuesta), en un falso principio (todo lo que cuesta vale), dio pie a través
de la historia a todo ese dolorismo católico y al olvido de que el dolor
que vale es aquel que es fruto de un amor tal que no se arredra, ni se echa
atrás ante las consecuencias de su opción amorosa; es el dolor de Jesús, el
de Pablo, el de tantos mártires del siglo XX que (en cierta coherencia con
esa mentalidad deformada) Roma se resiste a reconocer como mártires
porque su martirio fue consecuencia de una vida conflictiva de la que
quizá quepa decir que «ellos se lo buscaron». Lo peor de ese dolorismo
no es que en él se magnifique el dolor, sino que se banaliza todo el drama
del Calvario y su impresionante seriedad...
En la vida hay mil cosas placenteras que son creaturas de Dios. Los
primeros cristianos aprendieron muy pronto a privarse de ellas por so-
lidaridad y para compartirlas con los hombres sufrientes o carentes de
ellas. Pero pronto esa privación se pervirtió, convirtiéndose en algo que
agrada a Dios por sí misma. Del primer juego de palabras (ayunar para
ayudar, en línea con el «ayuno agradable al Señor» de Is 58, 5) se pasó
a ayunar para dar gusto a Dios. ¿Quién no ha oído alguna vez el chiste
comodón: todas las cosas buenas o engordan o son pecado? Y en lo que
tiene de cáustico refleja que hemos dado pie para él.
b) La Cruz se convirtió así en factor de resignación cuando en reali-
dad es el resultado de no haberse resignado Jesús ante la injusticia esta-
blecida: parece ser un motivo de sumisión y aceptación, en lugar de ser
un motivo de lucha (¡que puede acabar mal!: por algo dice el refrán que
el que se mete a redentor sale crucificado). Y lo que es peor: las autorida-

7. Sobre este punto remito otra vez al capítulo 12 de La humanidad nueva.

42
FalsiFicaciÓN de la cruZ de cristo

des religiosas han abusado muchas veces de esta deformación de la Cruz


para reclamar una sumisión rápida e incondicional, carente de diálogo
y de búsqueda común, donde quien manda tiene no solo la última pala-
bra, sino la primera y la única palabra posible.
c) Pero no solo factor de resignación: la Cruz (como ya hemos
insinuado) acabó justificando una noción moralista o religiosa de la
justicia, que no es la justicia del Dios revelado en Jesucristo. El placer
que siento de ver sufrir al que me ha hecho sufrir me parece la pleni-
tud de la justicia y la restauración del orden roto del universo. Esta po-
bre justicia humana, tan cercana a la venganza, queda santificada por la
justicia de Dios en la cruz de Jesús, según los teólogos de la expiación.
En oposición a ese modo de ver proponía Jesús: «Se os dijo: ama a tu
prójimo y aborrece a tu enemigo. Pero yo os digo: amad a vuestros
enemigos para que seáis hijos de vuestro Padre que hace salir el sol
sobre justos e injustos...» (Mt 5, 45). La paternidad del Abbá lleva has-
ta el amor a los enemigos: un amor que, evidentemente, no significa
atracción por ellos como si fuese un síndrome de Estocolmo, y como
tendemos a entender nosotros que hemos reducido el amor a la atrac-
ción. Amar al enemigo es no devolverle mal sino desearle bien. Y, si
ha sido efectivamente injusto, el mayor bien que se le puede desear es
que se libere de su maldad. La justicia del Dios revelado en Jesucristo
es la justicia del Amor, no la del Amo: por eso no pretende el dolor del
ofensor para recrearse en él, sino que busca y espera el cambio de los
hombres injustos, y que dejen de serlo.
d) Finalmente, todo lo anterior dio lugar a otra deformación de la
piedad católica: la necesidad de buscar sustitutos misericordiosos de ese
Dios inmisericorde: María, la devoción al Sagrado Corazón, los santos
intercesores, las velas, los votos, determinadas prácticas como los pri-
meros viernes, las mil búsquedas artificiales de «reparación» por el mero
dolor8... En todas ellas se detecta la infiltración de un cierto jansenismo
en la piedad y en la iglesia oficial, donde suele pasar que las herejías de
derechas se infiltran siempre. (Las de izquierdas ya no tanto).
e) Por eso hay que agradecer a la investigación crítica que haya deja-
do tan claro que la muerte de Jesús es una consecuencia de su vida y no
una exigencia metafísica de la justicia de Dios: Cristo entregó su vida
por nosotros no para satisfacer una justicia que es mera proyección de
la venganza humana, sino porque la maldad humana, eso que llamamos
el pecado, no es meramente una ofensa al Amo, sino algo mucho más

8. Como muchos lectores habrán visto la película La Misión, vale la pena recordar
la escena en que el noble convertido se empeña en subir cargado una cuesta simplemente
como reparación de su anterior crimen, ante la mirada atónita del espectador y la com-
prensiva de los dos jesuitas que prefieren dejarle hacer, vista su buena voluntad.

43
herejías del catolicismo actual

serio: una ofensa al Amor9. Y en esa vida, entregada al amor y por amor,
en esa perseverancia en la entrega saltando (como me gusta decir) desde
el abandono de Dios a las manos del Padre, se produjo algo tan serio y
de tal valor que redime a esta tierra cruel y a este género humano que
matando al hombre mata al mismo Dios, pero en el que la entrega del
hombre vuelve a hacer presente a Dios. Por eso cantaron los medievales:
«o Crux, ave, spes unica», porque es el único punto de esperanza que
sigue en pie en medio de las vicisitudes de esta historia («stat Crux dum
volvitur orbis»). Por eso los cristianos, aunque no lo sepan, son educa-
dos a persignarse cuando en la celebración eucarística se les anuncia la
lectura el Evangelio. Es una manera de anunciar que la buena noticia
que van a escuchar es precisamente «la palabra de la Cruz»

9. Sobre este juego de palabras, remito al capítulo 7 de Proyecto de hermano. Vi-


sión creyente del hombre, Sal Terrae, Santander, 32000.

44
FalsiFicaciÓN de la cruZ de cristo

El Evangelio proclama que hemos sido redimidos no solo por la resurrección


de Jesús, sino también por su muerte. Este es un nuevo consuelo para quienes
vivimos en el sufrimiento y la angustia de la muerte. ¿Cómo ha de entenderse
que una muerte pueda ser redentora?
Dios creó una vida humana que, en la perfecta sencillez del servicio, cum-
plió el destino propio de la creación: la vida de su Hijo que es Imagen suya. Él
fue el amor en este mundo sin amor. Esa misión del amor fue para él trabajosa.
La vida de Jesús hace ver lo dura que le resultó. En un mundo torcido tuvo que
vivir rectamente; en una humanidad desobediente, permanecer obediente; en
un mundo egoísta, ser el amor.
Eso fue tan imposible que lo mataron. Fue la culminación del absurdo del
mal, y la Iglesia trató de explicárselo desde el principio con palabras del Antiguo
Testamento... [alusiones a Is 42, 1-9; 49, 1-6; 50, 4-11; 52, 13; 53, 12].
Nos encontramos ante un misterio que desborda todos los conceptos, bien
que despierta un eco profundo en nuestros corazones... En la Edad Media y
durante mucho tiempo después... se ha acentuado el aspecto de satisfacción: la
muerte de Jesús fue un sacrificio de reparación. El Padre había sido ofendido,
el orden legal perturbado; debía, pues, tener un castigo. Ese castigo se cumplió
en el Hijo. Así el orden quedaba de nuevo restablecido.
Tal concepción parte de una idea estrecha de justicia que no es la que hoy
poseemos. Era idea medieval que el delito o el pecado vienen a perturbar un
orden legal que el castigo y el dolor podían restablecer. También nosotros segui-
mos pensando así con harta frecuencia. El que ha hecho algo mal dice: «castí-
game, lo he merecido». Nosotros hombres de hoy, de ordinario vemos la culpa y
el mal de modo más personal. El molestado y ofendido no es un orden jurídico
sino una persona. Así pues, la reparación no se efectúa mediante el dolor y el
castigo sino mediante las disculpas, las obras y el amor.
La interpretación de la Escritura se orienta también en este sentido. La re-
dención de que Jesús es portador, la Escritura no la ve en primer lugar en los
dolores que él sufre a fin de restablecer un orden jurídico, sino en la disposición
de servicio y en la bondad de su vida, satisfactoria para nosotros. El Padre no
exige dolor y muerte sino una vida humana buena y bien vivida...
(Nuevo catecismo para adultos [= Catecismo holandés],
Herder, Barcelona, 21968, pp. 269-270)10

10 Cito la 2.ª edición porque en las pp. 24-27 del Apéndice puede verse la nueva
versión de ese texto tras las objeciones que suscitó en la curia romana.

45
4

DESFIGURACIÓN DE LA CENA DEL SEÑOR

Podríamos comenzar este capítulo imaginando una conversación entre


un cristiano piadoso de hoy y otro del siglo primero. Este le pregunta a
aquel por el centro de su piedad y el otro responde hablando de la «ado-
ración eucarística». ¿Cómo? inquiere desconcertado el cristiano viejo.
Y tras varias aclaraciones y nuevas preguntas por fin exclama creyendo
haber entendido: «¡Ah! ¡Te refieres a la ‘fracción del pan’! Jope, tío,
pues qué nombre tan raro le habéis dado...».
Sigue la conversación y el cristiano de hoy le habla a su antepasa-
do de la misa diaria. Este tampoco entiende y, otra vez, tras otro inte-
rrogatorio casi inquisitivo, exclama: «¡Ah! ¡Quieres decir ‘la cena del
Señor’!...».
Este doble deslizamiento del lenguaje nos lo puede explicar, como
tantas otras veces, la evolución de la historia. Si nos acercamos serena-
mente a ella, quizás comprenderemos mejor, como pedía Góngora, «lo
que va de ayer a hoy».

1. El polvo de la historia

Las primeras eucaristías se celebraban en casas particulares, con todos


los asistentes cenando juntos en torno a una mesa; allí, por primera vez
en la historia humana, esclavos y señores se encontraron compartiendo
asiento unos al lado de otros1. Este modo de celebrar era posible por el
número reducido de asistentes. Según el Nuevo Testamento, entonces
ni siquiera presidía la cena el presbítero, aunque poco a poco se impuso

1. No llego a imaginarme hoy al señor Botín o a Mario Conde sentados en el mis-


mo banco de la iglesia junto a unos mineros de León y otra familia desahuciada por no
pagar la hipoteca...

47
herejías del catolicismo actual

que presidiera la eucaristía aquel que presidía la comunidad, quizá


para que aprendiera que debía ejercer su autoridad no impositivamente
sino «eucarísticamente», es decir, igualitariamente y procurando el máxi-
mo de comunión posible, de acuerdo con el sentido que dan los evange-
lios a la eucaristía: «ejemplo os he dado... Yo estoy entre vosotros como
el que sirve» (Jn 13, 15; Lc 22, 27).
Dos o tres siglos después, cuando los cristianos son ya multitudes,
no caben en una casa y alquilan locales públicos. Allí la cena se transfor-
ma en «asamblea» y el presidente queda frente al público. Muchos siglos
más tarde la Iglesia ya no necesitará alquilar locales: ha construido sus
templos, la asistencia a las celebraciones es masiva y, además, el latín se
va perdiendo. Con ello los asistentes ya no siguen la ceremonia, las lec-
turas las hace el cura para sí solo y la participación de la asamblea se
transforma en «adoración». El celebrante queda de espaldas, a distancia,
elevado (para poder ser visto) y la gente, por lo general, hace «otra cosa»
(reza el rosario o lee en un devocionario si sabe leer2), mientras «están
en misa» atentos al momento de la consagración en el que el «sacerdote»
elevará la hostia para que pueda ser vista, y esperando el momento de
la comunión en el que «recibirán la gracia», casi como quien saca dinero
de un cajero automático...
La masificación volvió también muy difícil el comulgar bajo las dos
especies, con lo cual el cáliz pareció quedar reducido al celebrante como
si fuera un privilegio suyo. Mientras, por esas necesidades de la distri-
bución, el pan iba dejando de parecerse al pan, la copa —convertida en
privilegio exclusivo del celebrante— dejaba de ser copa y pasó a ser un
cáliz de oro y perlas, totalmente ajeno a los utensilios con que se celebró
la cena del Señor. Como se ha perdido la memoria de aquella última cena
de Jesús que resumía su vida entregada hasta la muerte, la celebración
se puebla de otras mil memorias (de un santo, de un aniversario, de la
consagración de un templo...) las cuales, a su vez, contribuyen a dejar en
la sombra el recuerdo de la cena de despedida del Señor...
También como fruto de ese proceso, al quedar reducida la eucaristía
a la adoración, y perderse las dimensiones de la fracción del pan y de la
cena del Señor, irá apareciendo el culto a la hostia totalmente separado
del gesto de partir el pan y, con él, las procesiones y las custodias de oro
y pedrerías que no dan más gloria a Dios y escandalizan a los «paga-
nos»; y de las que Juan Pablo II declaró inútilmente que la Iglesia estaba
obligada incluso a desprenderse de ellas en tiempos de crisis, mirando
de ponerlas al servicio de los más necesitados.
Todo esto es comprensible por la mera dinámica de las cosas hu-
manas; pero no cabe negar que contribuyó enormemente a sacralizar

2. O se distrae mirando el vestido de la vecina, para envidiarlo o criticarlo...

48
desFiGuraciÓN de la ceNa del seÑor

la figura del presidente, y al clericalismo que de ahí deriva. A la Iglesia


católica, conforme se ha ido absolutizando, le ha ocurrido una cosa cu-
riosa: hay en ella una tendencia absurda a que todo aquello que aparece
ocasionalmente, circunstancialmente y hasta quizás como medida de
excepción, se convierte después en definitivo, absoluto, inmutable y dic-
tado por el mismo Dios: el caso de los Estados Pontificios y el ridículo
«non possumus» (no podemos) de Pío IX, es el ejemplo más paradigmá-
tico de esta tendencia.
Y en resumen: parece que es urgente hoy recuperar algunos valores
centrales de la celebración de la Cena.

2. Transformación de las relaciones humanas

El Nuevo Testamento dice dos cosas fundamentales respecto de la euca-


ristía que nos pueden servir de guía en este apartado.
a) «La misma noche en que iba a ser entregado» (1 Cor 11, 23).
La eucaristía es una comida en común, no es un acto de culto, por
más que esta formulación escandalice. Diremos ahora mismo que esa
comida se convierte en «el único acto de culto» que los hombres pode-
mos ofrecer a Dios y que no sea una sombra vacía o un empeño inútil
(Heb 8, 5). Enseguida veremos por qué; pero antes falta otra pincelada
importante en este rasgo.
La eucaristía, además, es una comida celebrada en un horizonte vital
que se ha vuelto terriblemente oscuro: la misma noche de su fracaso3.
Una cena celebrada en esas condiciones parece ser una apuesta esperan-
zada contra el desastre que ya se ve venir. Apuesta ¿por qué? Porque,
pase lo que pase, el amor con que había vivido Jesús no puede ser ven-
cido y no será vencido.
En este contexto cobra todo su relieve el gesto que realiza Jesús y
que es inseparable de los materiales de ese gesto. Una de las tergiversa-
ciones de nuestra concepción de la eucaristía ha consistido en separar
por completo la materia (pan y vino) del gesto (el hecho de compartir-
los). He explicado muchas veces el significado de ese gesto: partir el pan
significa compartir la necesidad humana (de la cual es el pan un símbolo
primario). Pasar la copa es comunicar la alegría, de la cual es el vino otro
símbolo humano ancestral. Ambos juntos (compartir la necesidad y co-
municar la alegría) son los gestos de la solidaridad suprema. Y en la
realización de esos gestos se nos da la garantía de una presencia real del
Resucitado en nuestra historia tan oscura.

3. En el Cuaderno de Cristianisme i Justícia Símbolos de fraternidad, dedicado a los


sacramentos, subrayo que probablemente la última Cena no fue la cena pascual y que la
cronología de Juan es, en este punto, preferible a la de los sinópticos.

49
herejías del catolicismo actual

La cena de despedida se convirtió así en condensación de toda la


vida entregada de Jesús. Y hoy, aquella vida entregada se actualiza en
cada eucaristía que reproduce sacramentalmente aquella cena.
En este contexto, esa presencia real no reclama tanto una adora-
ción cuanto una aceptación humilde de la invitación insólita del Señor.
A Dios, por supuesto, hay que adorarle siempre. Pero también se le
debe adorar como y donde Él quiere: «en espíritu y verdad» (Jn 4, 24)
antes que aquí o allá. Y en la invitación a una comida Dios quiere de
nosotros que aceptemos esa invitación insólita (quizá sobrecogidos), y
no que nos dediquemos a adorarle sin participar en su convite. Porque
en la eucaristía compartimos nosotros la mesa con el Señor para saber-
nos luego enviados a compartirla con los hermanos. Y sería muy triste
(y sucede a veces) que una actitud de excesiva o exclusiva veneración
adorante, nos dispensase de vivir la eucaristía como envío a compartir
la necesidad (de pan y de alegría) de todos los hijos de Dios: a com-
partir de algún modo la mesa con los demás, porque el Señor la ha
compartido con nosotros.
b) «Como el pan es uno solo, todos los que participamos del mismo
pan somos un único cuerpo» (1 Cor 10, 17).
En las relaciones humanas el pan terrenal es muchas veces, desgra-
ciadamente, un factor de división. En la celebración eucarística, «el pan
celestial» es un factor de comunión: en las eucaristías del siglo II se pedía
que así como los granos de trigo dispersos por el campo habían llegado a
formar un solo pan también los cristianos, los mil individuos dispersos por
el mundo, lleguemos a ser un único cuerpo de Cristo. Y en la iglesia pri-
mitiva hubo por eso una gran preocupación (prácticamente imposible de
realizar), por que todos los asistentes comulgasen de un mismo pan. Era
un símbolo decisivo de la forma como debe unirnos la cena del Señor: la
participación en esa cena crea comunión entre nosotros y por eso hemos
acabado designándola como «la comunión». La obsesión por ese símbolo
era tal que cuando las circunstancias impusieron celebrar eucaristías diver-
sas (en localidades campesinas cercanas a la ciudad y donde el desplaza-
miento colectivo era casi imposible), se implantó la norma de llevar a cada
una de esas eucaristías un fragmento del pan de la celebración capital, para
mantener esa sensación de la unicidad del pan que nos unifica. Intento
vano porque la práctica tiene sus exigencias: pero intento que muestra
el afán de visibilizar esa transformación de las relaciones humanas cuya
vigencia no debe perderse aunque cambien las maneras de simbolizarla.
Se comprende ahora también por qué los primeros cristianos se sintie-
ron llamados a convertir aquella cena del Señor en la auténtica y definitiva
cena pascual, de la que la pascua judía no era más que un anuncio y una
sombra. Los sinópticos lo hicieron cambiando tranquilamente la fecha
de la Cena (en consonancia con la concepción antigua sobre el modo de

50
desFiGuraciÓN de la ceNa del seÑor

escribir la historia). Juan lo hace de manera más sutil, designando a Jesús


como «cordero de Dios»: el verdadero cordero pascual4. Y al convertirse
en la única y definitiva cena pascual se convierte también en el único «sa-
crificio» posible que anula todos los demás sacrificios o, mejor, muestra
su inutilidad: a Dios no podemos darle nada nuestro que sea digno de
él: «no necesito vuestras ofrendas» repite ya el Antiguo Testamento. Solo
una única cosa digna de él podemos ofrecerle: esa vida entregada de Jesús
(entregada hasta la muerte) con la que él mismo nos ha regalado. Y, deri-
vando de ahí, nuestra confianza en él fundada en la entrega de Jesús, y
nuestra decisión de entregar también nuestras vidas a la causa de lo huma-
no y de la humanidad reconciliada (de aquello que Dios más ama).
Diremos entonces con plena verdad que el pan y el vino son el cuer-
po y la sangre de Jesús (Resucitado). Pero también aquí subsiste un peli-
gro de tergiversación, debida a que las palabras cambian de significados
con los tiempos y las culturas. Para los griegos «cuerpo y sangre» parecen
designar el elemento sólido y el elemento líquido de nuestros cuerpos, y
así nos suenan hoy a nosotros. Para los semitas no era así: cuerpo es la
totalidad de la persona en cuanto capaz de relación. Y la sangre, para los
antiguos judíos, era la sede de la vida (el alma diríamos hoy5). El «cuerpo
y sangre de Cristo» son la persona y la vida del Resucitado. Esa per-
sona y esa vida entregadas a nosotros para que, al nutrirnos de ellas, se
transformen nuestras vidas y nuestras relaciones personales.

3. «La eucaristía hace a la Iglesia»

Precisamente porque implica una transformación de las relaciones hu-


manas, la eucaristía se convierte en primer lugar en matriz de la Iglesia
como comunidad de relaciones humanas trasformadas, como ámbito que
debería obligar a los de fuera a exclamar aquello mismo que decían los
antiguos paganos de los primeros cristianos: «mirad cómo se aman»...
Fue el cardenal De Lubac quien acuñó la frase hoy tan repetida: «la
Iglesia hace la eucaristía; pero la eucaristía hace a la Iglesia». Aunque
luego se han introducido algunos matices legítimos en ese retruécano,
sigue siendo válida la intención de De Lubac que podemos formular
así: la misión de la eucaristía es «eucaristizar a la Iglesia» para que esta,
a su vez, sea capaz de «eucaristizar al mundo». Intuitivamente percibía
algo de eso una estrofa del canto de comunión de la misa nicaragüense:

4. Para ello, aprovechando que la misma palabra significa en hebreo «cordero» y


«siervo», cambió la traducción de la expresión del Bautista: «he aquí el Siervo de Dios que
carga con los pecados de este mundo» (donde la alusión al Siervo de Isaías 53 parece evi-
dente) y habló del «cordero» en clara alusión a la cena pascual (Jn 1, 29).
5. De ahí la obsesión por no beber sangre y no comer animales no desangrados,
que se refleja aún en algún lugar del Nuevo Testamento (Hch 15, 20).

51
herejías del catolicismo actual

«La comunión no es un rito intrascendente y banal. – Es compromiso y


vivencia, toma de conciencia de la cristiandad... – Es decir: yo soy cris-
tiano y conmigo hermano vos podés contar»...
Se comprende entonces por qué preocupaban tanto a san Pablo, en su
primera carta a los corintios, las relaciones humanas de igualdad en el seno
de la celebración eucarística hasta en los aspectos más materiales: lo que «ya
no es celebrar la cena del Señor», lo que equivale a celebrarla «indignamente
tragándose la propia condenación», no es si el comulgante se ha confesado
o no, sino el que «unos pasen hambre mientas otros están hartos»6.

Toda la reflexión de los apartados anteriores puede tipificarse en un falso y largo


problema de nuestros días. Ya en mi juventud, recuerdo la frecuencia con que en
la revista barcelonesa Destino aparecían cartas de los lectores sobre la comunión
en la boca o en la mano, que iba entonces abriéndose camino. Más tarde, los
partidarios de la primera desataron campañas absurdas contra la segunda (ya
casi dominante) acusando a quienes comulgaban en la mano de negar la presencia
real y de falta de respeto a Dios. ¡Como si la lengua no fuese más impura que
las manos! Y como si las manos del celebrante no sean tan impuras como las de
cualquier fiel, por muy ungidas que estén: pues la unción de manos es un mero
rito que no valdrá nada si no la acompaña una unción del corazón, igual que Pa-
blo decía que la única circuncisión válida es la circuncisión del corazón...
Hoy el debate parece haberse calmado, pero sigue abierta una clara división
entre cristianos por este punto. El hecho de la división en sí importa poco: es
lote de nuestra existencia como comunidad en historia. Y se parece mucho a la
que hubo entre los primeros cristianos sobre si era lícito comer carnes sacrifica-
das a los ídolos que podían comprarse más baratas, pero que, para muchos
venidos del paganismo, conservaban el vago recuerdo de una comunión con un
dios falso y, por tanto, de un gesto idólatra.
Pablo en sus cartas se ocupa por dos veces de este problema. Y da una solu-
ción muy radical, por un lado, y muy tolerante, por otro: por un lado, desde el
punto de vista teórico no tiene ningún sentido sentir escrúpulos por comer carnes
sacrificadas, como tampoco lo tiene sentirlos por comulgar en la mano. Solo pue-
den brotar esos escrúpulos si se pierde de vista el contexto de la cena del Señor,
en el cual resulta ridículo imaginar a Jesús metiendo el bocado en la boca de sus
apóstoles: «tomad y comed», la indicación no puede ser más clara.
Al lado de esa radicalidad teórica, Pablo exige también una comprensión
total para con el hermano débil que, por su historia previa o por su personal
miedo a la libertad, no es capaz de superar esos escrúpulos y de renunciar a una
falsa seguridad: «si es preciso, dejaré de comer esa carne para no escandalizar a
mi hermano». Y lo que de ninguna manera debo hacer es comer esa carne osten-
tosamente para humillar o escandalizar al hermano débil7.

6. Con lo cual no pretendo excluir (ni por asomo) la preparación personal me-
diante la reconciliación. Solo destaco que esa necesaria preparación personal no puede
convertirse en un «título colorado» que nos dispensa de la preparación social...
7. Cf. 1 Cor 8, 4 ss. y 10, 25 ss. Ver también Rom 14, 13 ss. Señal de que el pro-
blema era muy serio, aunque a nosotros hoy nos resulte ridículo.

52
desFiGuraciÓN de la ceNa del seÑor

Intentemos, por tanto, el mayor respeto con los hermanos débiles, pero a la
vez, defendamos con radicalidad el don de la libertad cristiana ante acusaciones
a veces estúpidas, que solo pueden brotar de una pérdida casi total del sentido de
la eucaristía. Pérdida de sentido explicable por la historia, como hemos tratado
de mostrar. Pero que hoy puede convertirse en excusa cómoda para eludir la exi-
gente llamada de la eucaristía. Pues no es infrecuente que quienes más fervorosos
devotos se muestran de la comunión en la boca, sean luego los más conservado-
res cuando entran en juego las relaciones socioeconómicas entre los humanos, o
(si son curas) resulten los más autoritarios y los más clericales en su relación con
los demás cristianos. Algo huele a extraño en esa Dinamarca...

4. Dignificación de la materia

Una vez recuperado el significado del gesto que habíamos perdido, es


momento de dar su lugar a la materia. Cristianismo y platonismo, que
anduvieron tan juntos en los primeros siglos, chocaron siempre clara-
mente en el tema de la materia, raíz del mal para el falso espiritualismo
neoplatónico, y dignificada por Dios según el cristianismo. La eucaristía
puede ser el broche de oro de este enfrentamiento.
En nuestros días, el genio solitario de Teilhard de Chardin fue quien
más insistentemente recuperó este aspecto, aunque a veces con la unila-
teralidad de aquel a quien no se permitió tener un diálogo y confrontar
sus opiniones, al negarle autorización para publicar sus escritos. Es de
sobra conocido su escrito La misa sobre el mundo: lírico canto a la ma-
teria en la que el autor, al no tener pan y vino con que celebrar misa,
ofrece a Dios todo el mundo material convertido en una eucaristía
inmensa.
Cono acabo de insinuar, Teilhard, pese a su genialidad, no inventó
nada, sino que recuperó elementos de la primera tradición cristiana, ol-
vidados por la evolución antes descrita. Ya en el siglo II, Ireneo hablaba
de «la copa resumen de la salvación» (poculum compendii: III, 16,7). Y
explica que esto puede ser así porque Dios no se avergüenza en absoluto
de su creación material, sino que se vale de ella para salvar al hombre:
«Dios no es ningún necesitado que no pueda dar vida a los suyos va-
liéndose de ellos mismos; y por eso se vale de su creación para el bien
del hombre». Se retoma aquí esa idea tan bíblica de que Dios nunca
actúa inmediatamente, sino haciendo actuar a aquello que ha creado. Por
eso: «consagró esta copa que es una creatura como su propia sangre, y
este pan, tomado de entre las creaturas como su propio cuerpo»8. Pero
atención: la creatura que se ofrece (pan y vino) no es la materia informe
sin más, sino la materia trabajada por el hombre: «bendito seas, Señor,
por este pan y este vino, fruto de la tierra y del trabajo de los hombres»,

8. Adv. haer. V, 18, 1 y V, 2, 2.

53
herejías del catolicismo actual

como reza con tino la plegaria preparatoria de la eucaristía tras el Vati-


cano II. Pero para eso haría falta, otra vez, que la eucaristía se parezca
mucho más a la cena del Señor y a la fracción del pan que a un acto de
culto donde lo material casi ha desaparecido.

Estas sencillas reflexiones merecen hoy una prolongación importante: la dignifi-


cación y el respeto a la materia ofrecen al cristiano una raíz teológica y un fun-
damento muy serio para lo que hoy llamamos «problema ecológico». No es este
momento de entrar en él, baste con constatar que me parece un problema de gran
seriedad y de gran urgencia en el cual, otra vez, la tibieza con que actúan nuestros
egoísmos, parece facilitar cada vez más el camino a la catástrofe.
Se han buscado a veces razones para la lucha ecológica en una cierta divini-
zación de la tierra como «madre» y en una absorción del ser humano por la tierra
como si, a la vez que es indudable parte de ella, no la trascendiera también. Sin
negar los elementos aprovechables en esos modos de ver, me parece más radical y
más urgente la línea que va por la encarnación-eucaristía como glorificación de la
materia: porque esa línea muestra además que el ser humano no es solo un súbdito
o un elemento más de la tierra, sino que es el verdadero responsable de la tierra. Y
que, al paso que vamos, y si no cambiamos, quizá tengamos que comenzar pronto
nuestros ofertorios rezando: te presentamos Señor esta lluvia ácida y este dióxido
de carbono fruto de la irresponsabilidad y de la avaricia de los hombres...

5. En conclusión

No todo es rechazable en la evolución que he tratado de presentar, im-


puesta en buena parte por necesidades prácticas. Lo que resulta clara-
mente heterodoxo es que esa evolución lleve a negar los significados más
primarios de la fracción del pan en la cena del Señor: el significado de los
gestos de Jesús y la actualización de su cena de despedida.
El Vaticano II trató de moverse en esta dirección recuperadora, re-
comendando una mayor participación de los fieles en la celebración eu-
carística porque, a lo largo de la historia, la participación se había ido
convirtiendo en pasividad; y luego, la imprescindible recuperación de las
lenguas vernáculas ha hecho que las misas suenen demasiado a un «mo-
nólogo clerical», ajeno al deseo del Vaticano II. También: al generalizar-
se el bautismo de infantes y, con él, las primeras comuniones infantiles,
resulta más fácil explicar al niño que va recibir a Jesús en su corazón...
Todo ello puede ser legítimo con tal de que no degenere en el sacrilegio
de quienes comulgan no ya por la Iglesia ni por lo civil (como las bodas),
sino simplemente por el Corte Inglés. Es intolerable y herético que la
crisis económica haya sido en bastantes familias motivo para retrasar una
primera comunión...

54
desFiGuraciÓN de la ceNa del seÑor

La liturgia no tiene por fin llenarnos, entre temor y temblor, del sentimiento de
lo santo, sino la de enfrentarnos con la espada tajante de la palabra de Dios: no
tiene por fin procurarnos un marco bello y festivo para el recogimiento callado
y la meditación, sino introducirnos en el «nosotros» de hijos de Dios y, con
ello, en la kénosis de Dios que descendió hasta lo ordinario... El mero arcaís-
mo no sirve para nada, y la mera modernización menos todavía. El soportarse
mutuamente de que habla Pablo, la anchura de la caridad de que habla Agustín,
son los únicos medios que pueden crear el espacio en que el culto cristiano
madure en verdadera renovación. Porque el culto divino más auténtico de la
cristiandad es la caridad.
(J. Ratzinger, El nuevo pueblo de Dios,
Herder, Barcelona, 1972, pp. 341, 343, 346)

El culto cristiano no puede consistir en el ofrecimiento de los propios dones


sino que, por su propia esencia, es la aceptación de la obra salvífica de Cristo
que nos fue dispensada de una vez.
(J. Ratzinger, «La eucaristía ¿es un sacrificio?»:
Concilium 24 [1976], p. 75)

Siempre me pareció que la Iglesia adolecía de una falta de divulgación de la


palabra sagrada. Yo no soy doctor en ello e ignoro por qué las cosas se hacen en
ella como se hacen, y tampoco puedo decir, exactamente, cómo podrían hacerse
de otro modo; pero viendo cómo se hallan en el templo la mayor parte de los
que a él asisten, cómo oyen misa, su pasividad ante la tremenda energía del
sacrificio del Amor que se celebra en el altar... no puedo dejar de decirme: ¡Dios
mío! ¡Cuánta sublimidad y cuánta energía ineficaces, cuánta riqueza perdida!
(Joan Maragall, La iglesia quemada,
18 de diciembre de 1909)

Pertenece a la enseñanza y a la praxis más antigua de la Iglesia la convicción


de que ella misma, sus ministros y cada uno de sus miembros, están llamados
a aliviar la miseria de los que sufren cerca o lejos, no solo con lo «superfluo»
sino con lo «necesario». Ante los casos de necesidad no se debe dar preferen-
cia a los adornos superfluos de los templos y a los objetos preciosos del culto
divino; al contrario, podría ser obligatorio enajenar esos bienes para dar pan,
bebida, vestido y casa a quien carece de ello. Como se ha dicho, se nos presenta
aquí una «jerarquía de valores» en el marco del derecho de propiedad, entre el
«tener» y el «ser», sobre todo cuando el «tener» de unos puede ser a expensas
del «ser» de otros.
(Juan Pablo II, Sollicitudo rei socialis, 31)

55
5

CONVERTIR EL CRISTIANISMO
EN UNA DOCTRINA TEÓRICA

Completando el título de este capítulo diríamos que se deforma la fe


cristiana cuando se la convierte en una doctrina teórica o en una religión
cúltica, en vez de ser una vida y un camino creyente para la transforma-
ción del mundo.
La más seria y la más atinada acusación del Vaticano II contra nues-
tro catolicismo me parece ser esta frase: «el divorcio entre la fe y la vida
diaria de muchos, debe ser considerado como uno de los más graves
errores de nuestra época» (GS 43). No solo se trata de un error gravísi-
mo, sino que, además, es un error «de muchos». Muy grave y de muchos:
no creo que pueda decirse más. Y me parece que el mismo documento
conciliar apunta otras dos reflexiones que pueden llevarnos al origen de
ese divorcio tan grave entre la fe y la vida diaria. Veámoslas:
a) «Se equivocan los cristianos que, pretextando que no tenemos
aquí ciudad permanente, pues buscamos la futura, consideran que pue-
den descuidar las tareas temporales, sin darse cuenta de que la propia
fe es un motivo que les obliga al más perfecto cumplimiento de todas
ellas, según la vocación personal de cada uno» (GS 43). La propia fe, y
no un derivado posterior, es la que exige las tareas que despectivamente
califican algunos como «temporales».
Y este error en el modo de vivir la fe puede derivar de otra deficien-
cia más amplia de carácter cultural y epocal a la que también alude el
concilio:
b) «La humanidad pasa de una concepción estática de la realidad, a
otra más dinámica y evolutiva, de donde surge un nuevo conjunto de pro-
blemas que exige nuevos análisis y nuevas síntesis» (GS 5). De modo que
una visión equivocada de la fe y un cambio epocal que no hemos sabido
realizar, culminan en esa separación entre fe y vida, denunciada como uno
de los más graves errores de nuestra época.

57
herejías del catolicismo actual

Y sobre esta base triangular parece descansar también la otra gran


queja del concilio: que en el ateísmo moderno tiene buena parte de culpa
la falsa imagen de Dios que hemos dado los católicos, «velando el rostro
de Dios en lugar de revelarlo» (GS 19).
El diagnóstico es suficientemente alarmante como para que debamos
tomarlo muy en serio. Ello hace de este capítulo uno de los más impor-
tantes de todo nuestro recorrido: quizá el más importante.

1. La tentación gnóstica

Quizá, sin saberlo, ese diagnóstico del Vaticano II no quede muy lejos
de la conocida acusación de Nietzsche al cristianismo: «un platonismo
para el pueblo»1. También otros autores, aunque sin el vigor gráfico y
agresivo del filósofo alemán, han hablado de la desfiguración del cristia-
nismo en una «gnosis»: una doctrina de salvación por el conocimiento
destinada a privilegiados2. La acusación no deja de ser curiosa dado
que la gnosis fue quizás el mayor enemigo del cristianismo primitivo,
y multitud de los llamados evangelios apócrifos reflejan este intento de
desvirtuar gnósticamente el cristianismo. Pero, como escribí en otra oca-
sión, nuestro catolicismo padece una especie de síndrome de Estocolmo
respecto de la gnosis. Y este síndrome puede verse agudizado por la cul-
tura moderna, que no intenta ya inyectar al cristianismo su doctrina de
la salvación por el conocimiento (como quiso hacer la gnosis antigua),
sino más bien declararlo «incompatible con la ciencia» (que viene a ser
la gnosis de nuestro tiempo) y, en consecuencia, desautorizándolo como
inferior a la Modernidad. Antes de nosotros, también santo Tomás, con
su necesaria incorporación de Aristóteles al pensamiento cristiano, pudo
contribuir a ese síndrome gnóstico. La pretenciosa desautorización que
algunos pseudoteólogos mostraron contra el Vaticano II, alegando que era
simplemente «un concilio pastoral», incide en esta tentación de ver el
cristianismo más como una gnosis que como una vida.
Por supuesto, el conocimiento nunca debe ser despreciado, y creo
que la tradición católica no ha pecado demasiado en este campo. Pero,
por respetado y apreciado que sea, no puede ser erigido en camino de
salvación. Antonio González escribió con precisión y agudeza que Dios
no se revela en Jesucristo como buena noticia para los intelectuales sino

1. Más allá del bien y del mal, Prólogo.


2. Ver, por ejemplo, el reciente libro de José A. Marina, Por qué soy cristiano. Y mi
diálogo con él en la carta-prólogo de El rostro humano de Dios. De la revolución de Jesús
a la divinidad de Jesús, Sal Terrae, Santander, 22008. Como es sabido, la palabra griega
gnosis significa conocimiento (el agnóstico es propiamente hablando el que «no sabe», o
dice no saber, sobre el problema de Dios).

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coNVertir el cristiaNismo eN uNa doctriNa teÓrica

como salvación para los pobres3. Lo cual podrá parecer «muy rojo», pero
san Pablo no es menos radical: «si hablase todas las lenguas y conociera
todos los misterios y todo el saber (¡gnosis!) pero no tengo amor, no soy
nada»: porque «la gnosis pasará; solo el amor permanece» (1 Cor 13, 2.8).
Todo eso le cuesta mucho de aceptar a nuestro mundo porque, huér-
fano de Dios, parece no ver más camino de crecimiento que el saber y la
ciencia. También nuestro catolicismo parece hoy más atento a penetrar
misterios inescrutables que a amar a todos los hijos del mismo Padre.
Pero no se trata de un problema nuevo: ya en el siglo II, Ireneo de Lyon
se encontró con una acusación muy similar; pero trató de responder a
ella calificando el cristianismo como «la verdadera gnosis» y afirmando
que, en lugar de ataques y respuestas, el mejor modo de confrontación
era exponer juntas la doctrina gnóstica y la doctrina cristiana. Algo de
eso intentó hacer en su obra más clásica (Adversus haereses). Y sospe-
cho que algo parecido haría el Gautama Buda si se encontrase vivien-
do en nuestro tiempo.
Todo apunta pues, en las reflexiones anteriores, a no minusvalorar
en absoluto el aspecto intelectual y lo que Martínez Gordo llama «la di-
mensión veritativa» del cristianismo, pero sí a mostrar cuál es la verdad
«más verdadera», es decir: la más auténtica y más profunda dimensión
de nuestro existir humano. En nosotros se da una curiosa dialéctica en-
tre conocimiento y amor: por un lado, para amar una cosa es menester
conocerla («nihil volitum quin precognitum», según el adagio latino);
pero, por el otro lado, solo se conoce bien aquello que se quiere bien
(«non intratur in veritatem nisi per charitatem», según otro adagio de
Agustín). La primera formulación es típicamente griega; la segunda es
más característica del pensamiento bíblico y es la que el catolicismo de
hoy tiene más olvidada. El conocimiento puede ser tranquilamente pasi-
vo, mientras que el amor es necesariamente activo: no se contenta con la
mera «theoria» (nombre griego de la contemplación), sino que es efusivo
comunicativo y creativo.
En este sentido se afirma en el prólogo del evangelio de san Juan que
«la vida es la luz de los hombres»: el amor es nuestra verdad, dicho en
una paráfrasis libre que comentaremos en el apartado siguiente. Pero
nuestro catolicismo parece haber invertido los términos como si la luz
fuera la vida de los hombres y quizás necesite oír la palabra con la que
Jesús pretendió autentificarse: mis signos son salud para los enfermos y

3. «Dios no se ha manifestado primariamente ni como la verdad del mundo ni


como el fundamento de toda verdad y de todo conocimiento. Esto sería una buena noticia
para los filósofos, pero no para los pobres ni para la inmensa mayoría de la humanidad.
Dios se ha manifestado como un Dios salvador, como fundamento de la salud y de la
libertad del hombre» (Trinidad y liberación, UCA Editores, San Salvador, 1994, p. 59).

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herejías del catolicismo actual

buena noticia para los pobres «y dichoso el que no se escandalice de mí»


(Mt 11, 6). Ese añadido, que tendemos a olvidar, me parece enorme-
mente significativo.

2. «Vine para que tengan vida en abundancia» (Jn 10, 10)

Si se me entiende bien, se comprenderá enseguida que nada de lo dicho


significa tampoco una especie de lo que antaño se llamó «herejía de la
acción» ni un menosprecio de todo eso que calificamos como oración,
vida de piedad, práctica litúrgica, etc. Al revés: hay que hacer todo eso y
muy intensamente; pero no para acumular un caudal de méritos perso-
nales como si el cristianismo fuese una especie de capitalismo piadoso o
un neoliberalismo religioso. Al revés: todo eso se vuelve más necesario
como modo de alimentar la experiencia de gratuidad que es la única que
puede mantener vivo el actuar del cristiano. Hay que cuidar todo eso
para intentar ser «hombres y mujeres del Reino» en correspondencia con
la cercanía del Reino de Dios.
La experiencia jesuánica de Dios le llevó a decir que lo humana-
mente decisivo no está en mucho decir «Señor, Señor», sino en hacer la
voluntad del Padre. Esa voluntad es que resplandezca en este mundo el
Nombre amoroso de Dios y que llegue el reinado de su paternidad. Es
curioso el paralelismo que esa mentalidad sinóptica tiene con otra ense-
ñanza del cuarto evangelio: las obras de Jesús son tales porque «las ha
recibido del Padre» y son las que «dan testimonio de él»; pero esas obras
de Jesús no aluden a sus visitas al Templo ni a sus noches de oración o
a su guarda del ayuno, sino a su interés por enfermos y marginados,
incluso a costa del sábado y de lo más sagrado para un judío; o a la
lucha contra todas las opresiones impuestas a los hombres «en nombre
de Dios» pero no «para gloria de Dios», sino para beneficio del sistema
(«la gloria de Dios es la vida del hombre» dirá años después san Ireneo).
Las obras de Jesús, que dan testimonio del Padre, no eran obras «piado-
sas» pero sí «obras de piedad»: de un corazón que vivía «conmovido» y
sacudido ante este mundo por su experiencia de Dios y, al mismo tiempo,
radicalmente «liberado» por su contacto frecuente con Dios4. Otra vez
Juan completa, relee y «descifra» los sinópticos.
La oración y todo su entorno son el único camino para llegar a ser
los hombres y mujeres «transformados» («hombres nuevos» en el len-
guaje paulino), únicos que ayudarán a crear un mundo transformado.
De ahí el título de nuestro próximo apartado.

4. Como he comentado otras veces, «las entrañas conmovidas» y la «libertad» son


los calificativos que más veces aparecen en los evangelios, referidos a Jesús.

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coNVertir el cristiaNismo eN uNa doctriNa teÓrica

3. «Transformar el mundo, una tarea para la Iglesia»

Me permito plagiar el título de una obra muy importante de hace unos


treinta años, desgraciadamente olvidada. Y no sé si interesadamente ol-
vidada5.
En ella arrancaba su autor de dos tesis fundamentales: que «dejadas
a su propia inercia, las sociedades se estructuran en la desigualdad» y que
«las sociedades fabrican dioses que se convierten en sus amos» (p. 69).
Examinémoslas un momento.
a) La primera quiere decir que, dejadas a su propia inercia, las so-
ciedades se estructuran anticristianamente: pero no porque se estructu-
ren de una manera laica o reconozcan las uniones homosexuales, sino
porque se estructuran en la desigualdad (hiriente y pseudojustificada), que
es el valor más contrario a la paternidad del único Dios, y el más carac-
terístico de la divinidad del dinero.
b) La segunda tesis es la consecuencia de un mecanismo lógico y bien
conocido: las sociedades primitivas tendían a presentar como voluntad
de Dios aquello que consideraban necesario para la salud personal y so-
cial (la circuncisión, la prohibición de comer carne de cerdo, el descan-
so semanal...). Es un recurso comprensible para obtener la obediencia a
esas normas. Pero luego, cuando la humanidad o la medicina progresan
y algunas de aquellas prácticas dejan de ser insanas, se las sigue impo-
niendo y se convierten en amos de las personas.
Ese mecanismo no funciona solo en sociedades primitivas y menos
cultas sino también en nuestro mundo moderno y laico: la idea de que
«si trabajas bien, Dios te premiará con bienestar económico» que, en un
principio, pudo ser una forma de incitar a la superación de la pereza, ha
acabado convirtiéndose hoy en una idolatría del dinero. Él es el único
dios verdadero de nuestro mundo y de nuestras sociedades que se con-
sideran modernas, pero también el verdadero «amo» de todos nosotros
que amenaza con llevarnos a la destrucción propia o del planeta.
Nuestro catolicismo ha sido cómplice innegable de este proceso de-
generador tan contrario a su esencia. Por eso, según el autor citado, la
Iglesia tiene hoy «una función que desempeñar en la liberación de las
gentes que ella misma condujo y obligó a la resignación», y también «en
la concientización de las gentes forzadas a reinterpretar sus religiones
tradicionales» (p. 79). Lo tiene porque ella, a pesar de su pecado, posee
la mayor fuerza contraria a ese proceso, como es el mandato (¡y distin-
tivo!) de Jesús de «anunciar la buena nueva a los pobres».

5. V. Cosmao, Transformar el mundo, una tarea para la Iglesia, Sal Terrae, Santan-
der, 1981.

61
herejías del catolicismo actual

Precisamente por eso, la acción por la transformación de este mun-


do se convierte en una exigencia de esa caridad sin la cual la fe está
muerta y a través de la cual se actúa la fe (cf. Gal 5, 6). Pero además pue-
de convertirse en camino hacia la fe: hacia el reconocimiento de la ver-
dad y hacia la adoración de ese «único Dios vivo y verdadero» que es un
Dios de los hombres y cuya mayor gloria es la máxima vida de todos los
seres humanos. Así afirmará nuestro autor que «no es tanto la existencia
de Dios lo que está en el corazón del debate cuanto la pregunta por la
capacidad de los hombres de Dios para trabajar por ‘la elevación huma-
na’. Mientras no se supere la contradicción, ilusoria e irrisoria pero que
paraliza a la Iglesia, entre adoración a Dios y construcción del mundo,
el cristianismo corre el peligro de resultar cada vez más insignificante
para quienes toman en serio el futuro de la humanidad y la vida de los
hombres» (pp. 155-156, subrayado mío).

4. «El pecado del mundo» (Jn 1, 29)

He intentado decir antes que el cristianismo convertido en gnosticismo


tiene el peligro de desfigurar nuestra liturgia en un culto que damos a
Dios para evitar que sea la penetración de Cristo en nosotros. Son co-
nocidos los comentarios sarcásticos con que se criticaba antaño el cato-
licismo de muchas gentes: «Ya hemos cumplido con Dios, ahora vamos
a lo nuestro». Comentario (¡y mentalidad!) bastante frecuentes con los
que muchos católicos salían de la misa, cuando lo correcto hubiese sido:
«A ver si nos hemos capacitado para cumplir con Dios»...
Porque cumplir con Dios no es darle un culto que Él no necesita; ni
nos relacionamos con Dios solo en aquellas acciones que parecen te-
nerle como objeto inmediato. En nuestros actos «seculares» podemos
relacionarnos con Dios tanto o más que en nuestras acciones específica-
mente «religiosas». Según la predicación de Jesús, aquellos que en el Jui-
cio Final habrán tratado bien (o mal) a Dios ni siquiera lo sabían cuando
obraban así (cf. Mt 25, 31 ss.)6. El cristianismo puede —debería— ser
perfectamente laico y perfectamente secular, sin perder por ello la vi-
vencia de una presencia de Dios en todo: recuperando en esto último
un buen ejemplo del islam, pero sin caer por ello en la negación de la
autonomía de lo temporal, tan típica del islam actual y que el cristianis-
mo no puede admitir por el valor «crístico» que da a todo lo temporal
como consecuencia de la encarnación de Dios.
En este contexto resulta muy útil recuperar una expresión del cuarto
evangelio que resume toda la misión de Jesús: además de a revelar a Dios

6. Para un análisis un poco más detenido, remito a mi antropología teológica Pro-


yecto de hermano. Visión creyente del hombre, Sal Terrae, Santander, 32000, pp. 400 ss.

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coNVertir el cristiaNismo eN uNa doctriNa teÓrica

(tema muy propio del cuarto evangelio) Jesús vino a «cargar con el pecado
del mundo». Cargar con él (y dejarse aplastar por él) como modo de desac-
tivarlo y vencerlo: de quitarlo. Pero —como vimos en el capítulo 3— ese
cargar con el pecado no es someterse a un castigo extrínseco y distinto de
ese pecado, sino someterse al pecado del mundo, es decir: a toda la diná-
mica que el pecado desata, y que se implanta en estructuras de conviven-
cia que son más creadoras de muerte y esclavitud que de vida y libertad.
Pero que justifican esa crueldad con la mentira de que están dando vida.
Solo el amor da vida. Y el egoísmo (en la medida en que desborda el legí-
timo cuidado de cada cual por sí mismo) es siempre un actor de muerte.
Al hablar de un mundo estructurado de acuerdo con el amor o de
acuerdo con el egoísmo (o el pecado), se hace comprensible una palabra
muy del gusto de los Padres de la Iglesia y que nosotros consideramos
inútil para hoy, porque creemos que ha cambiado de significado. Me re-
fiero el término «economía»: tendemos a pensar que antaño quizás pudo
tener esa palabra un sentido teológico y religioso, mientras que hoy solo
tiene un sentido secular. Y, sin embargo, ¡ya en tiempos de los Padres de
la Iglesia, la economía significaba exactamente lo mismo que hoy!: la
administración de los bienes de la casa (que podrán hacerse crecer, pero
que son escasos y limitados)7. Es en este preciso sentido como hablan
los Padres de la «economía divina»: con la intención de mostrar cómo el
amor de Dios ha gestionado la marcha de esta historia. Y con ese mismo
significado debería ser recuperable para nosotros porque lleva a compa-
rar la economía de Dios, que intenta gestionar la Creación desde el Amor
por mucho que le cueste, con la economía del hombre que ha intentado
gestionar la historia desde el egoísmo, y que lleva a una «paz que brota de
la victoria» en lugar de a una «paz que brota de la justicia»8.
La primera (es decir, la economía de Dios) tiene como objetivo prima-
rio la desaparición de todas las víctimas, y además con un matiz de urgen-
cia porque las víctimas «no pueden esperar» (como ponía de relieve Jesús
curando en sábado); la segunda (la economía de los hombres) tiene como
efecto inmediato e ineludible la producción de víctimas, la cual se justifica
por los beneficios que rinde a unos pocos y por el pecado de las víctimas:
un pecado que podrá ser muy real pero que nunca es mayor que el de sus
verdugos (solo que no dispone de los medios llamados de comunicación
para justificarse).

7. Con más agudeza que la mayoría de nuestros economistas, Aristóteles distinguía


ya entre «economía» y «crematística» (el mero arte de ganar dinero, al que nosotros hoy
calificamos de economía). Lo expliqué un poco más en el «pliego» de la revista Vida Nue-
va (18-24 de abril de 2009) titulado «Recuperar la economía».
8. La última contraposición entre las dos fuentes de paz (con tácita alusión a la po-
lítica norteamericana) procede de J. D. Crossan y M. Borg en La primera Navidad, Verbo
Divino, Estella, 2009.

63
herejías del catolicismo actual

Esta reflexión nos lleva a la última consecuencia de este capítulo y de


esta herejía que trata de apartar al cristianismo de la construcción de la
historia: me refiero a su complicidad con el sistema económico del capi-
talismo. Una complicidad más pasiva que activa: que prefiere ignorar los
hechos y mirar hacia otra parte más digna de «contemplación», aunque no
participa totalmente en las prácticas del sistema. Pero una complicidad tan
seria (y según parece tan inconsciente) como la que pudo tener una buena
parte del catolicismo alemán respecto al régimen nazi: en aquel caso, por
sobrevaloración de la autoridad; en este otro, por el brillo de la eficacia.

5. La herejía capitalista

El capitalismo es un sistema que «no ama» y, por tanto, «no conoce a


Dios». Su fundamento y su punto de arranque es ese no amar. Su primer
mandamiento es la obtención del máximo beneficio posible, por encima
de todas las demás cosas. Si, por tanto, habla de Dios, hablará necesaria-
mente de un dios falso, puesto que el sistema es intrínsecamente negador
del Dios de Jesucristo. J. M. Keynes dejó muy claros los dos grandes
venenos del sistema: es absolutamente incapaz de crear un empleo digno
para todos; y es absolutamente incapaz de crear igualdad entre los huma-
nos9. Con ello lesiona gravemente la dignidad del ser humano.
La frase de Karl Marx en La cuestión judía («su culto es la usura y su
dios el dinero») va mucho más allá del judaísmo, al que quiso referirla el
autor: hoy habría de aplicarse a toda la «civilización» y a toda la economía
occidental. El fenómeno novedoso del ateísmo de derechas al que me he
referido en otro lugar es la consecuencia lógica de un Capital que se ha
liberado ya de la necesidad de recurrir a la religión como única forma de
protegerse y enmascarar su injusticia. Hoy la secularización y la mayoría
de edad del hombre han hecho innecesaria esa protección falsa: el capita-
lismo se justifica ya porque el egoísmo y la codicia (es decir: el no amar)
se han convertido en puntos de partida de nuestra visión de la realidad.
Pero sucede que, luego de ese ateísmo, ha ido surgiendo un renacer
de la religión que brota del miedo (último) al vacío de la secularidad,
y que puebla el mundo de ídolos. Las iglesias no deberían tratar de
aprovechar, equivocadamente, esos renaceres religiosos, creyendo que
vuelven a abrir el camino a Dios, pero ahorrándose (y ahorrando a
las mismas iglesias) la necesidad de la conversión que pedía el anuncio
jesuánico del Reino.
Y si todo esto escandaliza, léanse, para concluir, estas palabras de
un hombre tan intelectualmente honesto como fue Pablo VI, a pesar

9. En su famosa Teoría general de la ocupación, el interés y el dinero (ed. catalana,


Edicions 62, Barcelona, 1987, p. 308).

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coNVertir el cristiaNismo eN uNa doctriNa teÓrica

de su carácter hamletiano y dubitativo agudizado por los esbirros de


su curia. La mayoría de los católicos de hoy no aceptan estas palabras
del papa Montini (pues de lo contrario el mundo sería ya otro). Pero
no tienen conciencia de que esa no aceptación incluye una herejía in-
negable:
[...] la Biblia, desde sus primeras páginas nos enseña que la creación entera es
para el hombre, quien tiene que aplicar su esfuerzo inteligente para valorizar-
la y, mediante su trabajo, perfeccionarla... Si la tierra está hecha para procurar
a cada uno los medios de subsistencia y los instrumentos de su progreso, todo
hombre tiene el derecho de encontrar en ella lo que necesita [sigue una cita del
Vaticano II: GS 68, 1]. Todos los demás derechos sean los que sean (incluidos
los de propiedad y libre comercio) están destinados a ello: no deben estorbar
sino facilitar su realización; y es un deber social grave y urgente hacerlos volver
a su finalidad primera (Populorum progressio, 22; subrayado mío).

Tres cosas muy serias se dicen ahí:


— Cuál es la voluntad de Dios sobre su creación y, por tanto, el sen-
tido del cristianismo como cumplimiento de esa voluntad de Dios.
— Que ese mandato relativiza absolutamente todos los demás dere-
chos humanos que son secundarios respecto de él.
— Y que es un deber grave y urgente recuperar ese enfoque de las
cosas. Por eso, con la misma radicalidad y nitidez había dicho este papa
pocos años antes que este sistema capitalista «ha de tener algún vicio pro-
fundo, una radical insuficiencia»10. Y vaya si es profundo el vicio y radical
la insuficiencia.
Los católicos beneficiarios de este sistema empecatado suelen jalear
los discursos papales cuando tocan temas como los de la familia o la
sexualidad. Y dan la impresión de hacerlo no exactamente por obedien-
cia a la Iglesia, sino porque esos temas suele esgrimirlos la izquierda
como bandera y, al desautorizarla en este punto, se desautorizan tam-
bién las otras reivindicaciones sociales de la izquierda. Estos católicos
jalean esos discursos papales que les suenan a anti-izquierda, mientras
silencian, sigilosa y sistemáticamente, las enseñanzas sociales que son
tan palabra de papa como los anteriores. Es evidente que las encíclicas
no son infalibles: pero la única actitud honesta sería disentir pública y
razonadamente de ellas cuando uno cree que no aciertan; mientras que
resulta hipócrita e interesada esa forma de ignorarlas, dando la callada
como única respuesta.
Y se comprende que el tema de este capítulo nos lleve de la mano al
siguiente. Inevitablemente.

10. Discurso a los empresarios católicos en mayo de 1964.

65
herejías del catolicismo actual

[N. B. Quisiera cerrar este capítulo con un texto más largo que los
anteriores, de una de las mayores autoridades teológicas del momento
que, superados los noventa años, no ha perdido ni lucidez ni esperanza
ni audacia para encararse con los problemas actuales del cristianismo.
Pero como el texto es largo y denso, me permito subdividirlo y subtitu-
larlo yo, para facilitar al lector la entrada en él].

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coNVertir el cristiaNismo eN uNa doctriNa teÓrica

1. La Iglesia

1.a. Una mirada errónea de la Iglesia al mundo


La Iglesia tiene tendencia a considerar el mundo secularizado y laicizado —y
se trata ante todo del mundo occidental— como antiguo dominio suyo, como
un pueblo al que había bautizado, al que había instruido, modelado, regido
ampliamente, y que se rebeló contra ella y la rechazó injustamente: por eso ve
espontáneamente su porvenir como la reconquista de lo que había sido suyo y
debería volver a serlo. Por esa razón reserva de ordinario la palabra misión a la
exploración de tierras extrañas nuevas, y prefiere hablar de segunda evangeli-
zación o de reevangelización cuando se trata de predicar la fe a un mundo que
la ha perdido.

1.b. Razones para cambiar esa mirada

Esta mirada debe cambiar no simplemente porque este mundo se ha transfor-


mado y no conviene designarlo de una manera negativa o reivindicativa, por
lo que ya no es, por su vínculo roto con el cristianismo, sino también porque
ya no es el mismo en gran parte que el del pasado, porque hay otro mundo
que ha sucedido al cristiano. Ha conservado ciertamente muchas cosas de este
pasado, pero cosas que se ha apropiado de manera diferente; por ejemplo,
la Iglesia le objeta con razón que ha recibido de ella la semilla de los dere-
chos humanos de los que se muestra tan orgulloso, pero el mundo tiene las
mismas razones para replicarle que esta semilla ha dado sus frutos en él y
no en ella, que los ha combatido durante tanto tiempo. Por otra parte, se
ha constituido él solo en numerosos planos: ciencia, economía, tecnología
y otros, que determinan su existencia presente y futura mucho más que su
pasado religioso, de tal suerte que se concibe a sí mismo como un ser nuevo
vuelto hacia el futuro que trabaja por procurarse, y hacia el universo que in-
tegra en su devenir.

1.c. Otro modo de mirar

La Iglesia no puede reconocer, por consiguiente, el mundo más que considerándo-


lo tal como él se ve, con su independencia, su novedad, su alteridad. Es un mundo
que ha salido de la religión, que ha perdido la fe en Dios al liberarse de la religión;
se trata de un mundo que no habría abandonado necesariamente la religión por
efecto de rebelión contra Dios. Dado que las tradiciones religiosas habían mo-
delado desde siempre el estar-juntos y el ser-en-el-mundo de la humanidad, los
hombres que habían concebido a lo largo del tiempo y querían procurarse otro
tipo de socialidad y de mundanidad se han visto obligados a romper los vínculos
con estas tradiciones para emanciparse de ellas: ahí se encuentra la novedad
constitutiva del hombre moderno. La Iglesia debe reconocer la legitimidad y la
irreversibilidad de esta emancipación que ella misma había cometido el error de
obstaculizar y cuyas consecuencias ha pagado, en vez de denunciar en ella un
rechazo formal de Dios: este cambio es la primera condición para un nuevo tipo
de relación con el mundo.

67
herejías del catolicismo actual

2. El mundo
2.a. Su situación
Es verdad que los hombres de la Modernidad, al perder la creencia en Dios o al
desalojarla de sus preocupaciones más esenciales, han dejado de verse orienta-
dos hacia el polo infinito de la existencia y se han encontrado desorienta-
dos, prisioneros de sus apetitos de poder y de placer, hasta el punto de que,
para satisfacerlos, se han vuelto los unos contra los otros y pueden extermi-
narse mutuamente o destruir el universo del que procede el crecimiento de su
poder y de su bienestar. Esta humanidad está enferma y eso es algo que no
debe escapar a la mirada de la Iglesia; pero no ha de sacar partido de ello para
intentar reconquistar el lugar que ella ocupaba antaño en la sociedad.

2.b. La verdadera actitud de la Iglesia


Su primera preocupación debe ser curar los males que padece la humanidad,
contemplarla con la misma mirada compasiva que Jesús proyectaba sobre la
muchedumbre de enfermos, inválidos y posesos que le asediaban a lo largo
de sus días, y dedicarse a curarlos como hacía Jesús y como él dio la orden de
hacerlo a los que enviaba en misión evangélica. La Iglesia buscará los reme-
dios en el Evangelio porque carece de la ciencia de las cosas de este mundo,
sin embargo, antes de denunciar en estos males las justas consecuencias de la
irreligión, los tratará como hechos de humanidad, o más justamente, de des-
humanización, sufrimientos para los unos (los vencidos), carencias para otros
(los vencedores), que requieren prioritariamente un tratamiento en ese plano
y con la ayuda de los actores de la historia y de sus víctimas...

2.c. Evangelizar en este contexto


Puesto que se trata, a fin de cuentas, de transmitir un mensaje a otros por todo
el mundo, este discurso deberá multiplicarse, dejar de ser patrimonio de un
reducido grupo de dirigentes de Iglesia y ser responsabilidad de todo el pueblo
cristiano y, en primer lugar, de aquellos que están más directamente en contacto
con los asuntos de este mundo... La misión cristiana, realimentada en el mis-
terio de la encarnación donde Dios oculta su trascendencia en la carne de un
niño pequeño, no se dirige al mundo expresamente para buscar en él adoradores
y llevarlos a los templos en que Dios se expone a su veneración; se dirige a los
lugares donde la humanidad se encuentra entregada a la desesperación o a la
decadencia, porque sabe que Dios está sufriendo allí y que él es capaz de reco-
nocer a los que vienen allí, a visitarle (Mt 25, 40) y, por ese motivo, la misión
se dedica a atraer a esta vía al mayor número de gente posible, incluso a no cre-
yentes, persuadida de llevarles así al encuentro de Dios. Esta labor de la misión
cristiana no es asunto de religión sino de fe e incluso de una fe intensa porque se
basa en el misterio de la gratuidad de Dios, y no se reduce a un humanitarismo,
aunque se mantenga en un terreno profano y no religioso.
(J. Moingt, Dios que viene al hombre, Sígueme, Salamanca, 2011, II/2,
pp. 476-477, 505, subrayados del autor)

68
6

NEGACIÓN DE LA ABSOLUTA INCOMPATIBILIDAD


ENTRE DIOS Y EL DINERO

También podríamos haber titulado: «Falsificación del derecho de pro-


piedad» como enseguida veremos. Si he preferido este otro título más
largo es porque esta herejía es el reverso de la anterior y podría haber
sido tratada juntamente con ella. Pero le dedico un capítulo aparte sus-
tancialmente por estas dos razones.
a) Porque los evangelios no solamente están llenos de palabras a fa-
vor de los pobres, sino de páginas muy serias y radicales contra los ricos.
Lo cual choca claramente con nuestra obsesión por un lenguaje «polí-
ticamente correcto» cuando se toca este tema. Y pone de relieve cómo
«políticamente correcto» muchas veces no significa más que «éticamente
incorrecto».
b) Y, en segundo lugar, porque en pocos casos como en este se cum-
ple aquella confesión del Vaticano II: una de las causas del ateísmo mo-
derno es la falsa imagen de Dios que hemos dado los cristianos (GS 19).

1. Dios otra vez

Por ser reverso o continuación de la anterior, vuelve a aparecer en esta he-


rejía el tema de la identidad del Dios verdadero. En efecto: según la an-
tigua tradición cristiana, la única finalidad de los ricos es el servicio de
los pobres; y si no fuera así, entonces no sería posible creer en una pro-
videncia divina sobre nuestra historia1. En cambio, en sectores amplios
y oficiales del catolicismo actual se predica y se enseña un Dios que es

1. Remito a todos los textos citados en el libro-antología: Vicarios de Cristo. Los


pobres en la teología y espiritualidad cristianas, Cristianisme i Justícia, Barcelona, 32006.
Llamo la atención sobre las veces que la existencia de los pobres plantea crudamente, en
muchos de los textos allí recogidos, el problema de la teodicea.

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herejías del catolicismo actual

protector de los ricos a cambio de que estos tranquilicen su conciencia


con una menguada generosidad, similar a la de aquellos ricos del Tem-
plo de Jerusalén censurados por Jesús (Mc 12, 40-44): una generosidad
que ni cuestiona su estatus ni plantea la pregunta sobre la correlación
entre la existencia de ricos y la de pobres, siendo así que Dios hizo las
cosas para todos.
No cabe objetar, por tanto, que en todo este punto deberíamos ha-
blar más bien de pecados o infidelidades o incoherencias prácticas de la
Iglesia, pero que no cabe hablar de herejía. Pecados los hay, sin duda.
Pero si voy más allá de lo estrictamente moral es porque creo que no
se trata en el catolicismo actual de un mero defecto práctico sino de un
fallo doctrinal. La distancia entre el Evangelio y el catolicismo actual en
todo lo referente al tema de ricos y pobres no evidencia solo un escán-
dalo (como puede haber sido el monstruoso de la pederastia), sino una
visión teológica que puede desfigurar nada menos que la identidad del
Dios bíblico. Dios es el Dios de los pobres, conocerle no es especular
mucho, ni siquiera rezar mucho sino «practicar la justicia» como dijo
el profeta Jeremías2. Y, como rezaba Judit: «Tu poder no está en las
armas, pues eres el Dios de los humildes, el defensor de los pequeños,
apoyo de los débiles, refugio de los desvalidos, salvador de los deses-
perados» (9, 11).
Que Dios sea así, se convierte en una tarea y una obligación para los
ricos. Por eso he dicho, con el Vaticano II, que aquí puede haber una ra-
zón importante del ateísmo moderno, nacido principalmente en el mun-
do rico, aunque esa increencia se considere a sí misma fruto más bien del
progreso y el crecimiento humano, que de la riqueza injusta.
En efecto: hay pocas cosas más ajenas a la auténtica experiencia espi-
ritual cristiana que esa mentalidad que concibe la riqueza privada como
una bendición de Dios. La tesis de Max Weber sobre la matriz calvinista
del capitalismo ya presuponía una deformación monstruosa de Dios: el
Dios de la predestinación ante el que nada puede la libertad humana. Pero,
prescindiendo ahora de esa tesis, el teólogo ceilandés A. Pieris, escribe
que toda experiencia de Dios auténtica (tanto si se da en el cristianismo
como en cualquier otra religión) es una experiencia de liberación de sí:
una liberación del propio ego y una liberación de la propia codicia o de
las falsas necesidades. El olvido de sí mismo y la pobreza (o la sobriedad
si se prefiere una palabra menos dura) son medulares en cualquier expe-
riencia religiosa. Por lo que una religiosidad que conciba a Dios como el
defensor de los propios privilegios y de la propia riqueza, no merece
el nombre de religiosidad sino el de superstición o idolatría, por más que
esa superstición se quiera corregir después con otras exigencias morales.

2. «Tu padre practicó la justicia, ¿no es eso conocerme?» (22, 16).

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NeGaciÓN de la aBsoluta iNcomPatiBilidad eNtre dios Y el diNero

Esta superstición es característica de toda la derecha estadounidense, tan


piadosa, y de buena parte de la derecha española, carentes de experiencia
espiritual auténtica. Y se refleja en la forma como parodia E. Dussel la
inscripción del dólar: «In Gold we trust».
Pues bien, continúa Pieris, a este doble rasgo libertador propio de
toda experiencia religiosa auténtica, le añade la tradición bíblica otro
trazo fundamental y muy característico: la revelación del pacto de Dios
con todos los pobres y los oprimidos de la tierra, para erigirse en valedor
supremo de los que carecen de todo valedor3. Por eso decía Jesús, con
una radicalidad estremecedora, que es absolutamente imposible que un
rico se salve. Y esta imposibilidad deriva de que el rico da culto a un dios
falso: no es simplemente un pecador o un ladrón sino un idólatra. Lo cual
nos lleva a un segundo apartado.

2. La buena noticia de Jesús

La Biblia está repleta de condenas a los ricos y al dinero mismo, tanto en


sus páginas y voces proféticas como en los llamados libros sapienciales.
La arqueología ha mostrado que Israel conoció una sociedad mucho
más igualitaria antes de escoger la monarquía. Por eso se lamenta Isaías
de que «antes Sión estaba llena de igualdad y moraba en ella la justicia.
Ahora es morada de homicidas» (1, 21).
Y, pasando del Antiguo al Nuevo Testamento, es llamativa la conti-
nuidad entre esta triple enseñanza:
— Jesús proclama que es imposible servir a Dios y a Dinero (perso-
nificándolo) y que hay que elegir entre uno u otro (Lc 16, 13)4.
— Una generación después, un discípulo de Pablo proclama que la
codicia es idolatría (Col 3, 5);
— Y una generación más tarde, la primera carta a Timoteo escribe
una frase que se repitió en otros varios escritos de la iglesia primera: «la
raíz de todos los males es la pasión por el dinero» (6, 10).

3. Pieris ha tocado este tema en infinidad de ocasiones: la más breve en el apéndice


al libro Universalidad de Cristo, universalidad del pobre, Sal Terrae, Santander, 1995. Tam-
bién en El rostro asiático de Cristo, Sígueme, Salamanca, 1991 y luego en El reino de Dios
para los pobres de Dios, Mensajero, Bilbao, 2006.
4. Para un análisis más detenido de esa frase remito al capítulo «Jesús de Nazaret
y los ricos de su tiempo» del libro Otro mundo es posible desde Jesús, Sal Terrae, Santan-
der, 2010. También al artículo «Jesús y el dinero»: Razón y Fe (abril de 2012), pp. 325-337.
Allí se comenta cómo los evangelios (y algún otro escrito posterior de la iglesia primitiva, ya
en el mundo griego) han mantenido la palabra aramea mamôn (y además sin artículo, como
si fuese un nombre propio) para designar la riqueza: porque viene de la misma raíz (mn) del
verbo «creer». Es una manera de decir, otra vez, que God y Gold están muy emparentados:
no se puede adorar a la vez a DI-os y a DI-nero. Como digo allí, se trata naturalmente de
la riqueza privatizada, no de la abundancia colectiva que, para la Biblia, es un don de Dios.

71
herejías del catolicismo actual

Son tres pasos que marcan un crescendo muy claro: «el dinero, rival
de Dios se presenta como un ídolo a quien se rinde culto sacrílego»5:
la riqueza privada es tan mala porque es adoración de un dios falso, y
los ídolos son siempre dioses de muerte. No se trata, pues, de una mera
censura moral sino de un claro error en la fe. Mucho antes de nuestros
capitalismos y nuestras crisis económicas, Lutero (en su Gran catecis-
mo) tuvo la intuición de tratar el tema del dinero al hablar del primer
mandamiento, no en el séptimo.
Resulta entonces diáfanamente expresiva la explicación que da Je-
sús en la parábola del sembrador sobre las semillas que se pierden: algu-
nas caen en tierra mala y no hay nada que hacer; pero otra semilla cae
en tierra buena y prende. Y, sin embargo, se pierde porque «el engaño
de la riqueza ahoga la Palabra» (Mc 4, 19). La riqueza es sencillamen-
te «engaño» y un engaño seductor. Y nosotros (también la Iglesia) se-
guimos creyendo exactamente lo contrario: que los ricos son los más
competentes y los más capacitados para arreglar los problemas del mundo
(generalmente, causados por ellos mismos)...
El engaño reside en creer que es posible servir al hombre y al dine-
ro: pues, vista la implicación del hombre en la revelación que Dios hace
de sí y la inseparabilidad del primer y segundo mandamientos, se sigue
que, si no se puede servir a Dios y al dinero, tampoco se puede servir al
hombre y al dinero. Este ha sido el pecado del catolicismo occidental que
ha terminado en lo que estamos viendo en esta crisis: se sirve al dinero
privado pretendiendo con ello servir al hombre y a través de medios que
no hacen más que matar al hombre (sueldos bajos, despidos, recortes
sociales...). Se ha desoído la enseñanza fundamental (y subversiva) de la
Iglesia, que ella misma ha olvidado también: que el único derecho pri-
mario de propiedad es el destino común de todos los bienes de la tierra.
Y que la apropiación privada es un derecho secundario (no absoluto) que
solo tiene vigencia en la medida en que ayuda a realizar el fin primario
de los bienes de la tierra6.
Para cerrar este apartado: se comprende ahora no solo que Jesús
denuncie a los ricos, sino que lo haga con la expresión más dura de
todos los evangelios: el termino amenazador Uay («ay de vosotros»:
Lc 6, 24-25). Si buscamos otros usos de esa expresión amenazadora
en los evangelios, nos encontraremos con ejemplos como estos: «ay de
aquel por quien venga el escándalo a los pequeños; más le valdría
ser arrojado al mar con una piedra atada al cuello» (Mt 18, 7). Y «ay
de vosotros hipócritas»...: porque usáis el nombre santo de Dios para
falsificar la imagen de Dios (cf. Mt 23; Lc 11, 37-52 y 20, 45-47).

5. Nota literal de J. M.ª Bover en edición trilingüe del Nuevo Testamento.


6. Recuérdese el texto de Pablo VI citado en el capítulo anterior.

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NeGaciÓN de la aBsoluta iNcomPatiBilidad eNtre dios Y el diNero

Efectivamente, la riqueza privada es por sí misma un escándalo que


induce al pecado y, al aceptarla como natural, se falsea hipócritamente
la imagen del Dios bíblico.
Y todos estos rasgos tan medulares en el cristianismo se agudizan hoy
por una serie de razones que nos llevan a los dos apartados siguientes.

3. La oscura enseñanza de la Iglesia

Resulta muy triste, por no decir escandaloso, que en todo este tiempo de
crisis no se haya oído casi ninguna voz profética, ni una palabra maestra,
ni un gesto globalmente solidario de la iglesia oficial7. No me refiero a
meras limosnas que sé que han existido y de las que cabe decir «no sepa
tu mano izquierda lo que hace tu derecha». Me refiero a una sacudida
global de las conciencias, que es perfectamente compatible con el respeto
a las personas concretas. Porque la actual calamidad económica no ha ve-
nido por causas físicas como los terremotos, sino por causas bien huma-
nas: por la ambición cruel y desmedida de un grupo de gente riquísima
que, además, ha dado un pésimo ejemplo para la conducta ambiciosa de
otros muchos.
El catolicismo oficial solo se siente llamado a levantar la voz cuan-
do está de por medio el tema sexual. Y no voy a negar que la sexualidad
es una realidad supercompleja y superresbaladiza8. Pero creo que llama
la atención el siguiente contraste: en los evangelios apenas hay dos o
tres pasajes que se ocupen del tema sexual; en ellos Jesús se muestra
tan exigente en la teoría como luego tolerante con las personas con-
cretas9. En cambio, ya hemos visto cuántas veces hablan los evange-
lios de las diferencias entre ricos y pobres. Pues bien: parece que el

7. Me corrijo con gusto. Semanas después de escritas estas líneas y como si qui-
sieran desmentirme (o quizás darme la razón con retraso), aparecieron declaraciones de
algunos obispos o grupos (Barcelona y otros). Algo tibias en mi opinión, pero que son
muy de agradecer aunque solo sea por aquello de que «menos da una piedra» o de que
«más vale tarde que nunca».
8. La simple expresión del Génesis, aparentemente inocente: «varón y hembra los
creó», vehicula un enorme potencial que puede ser de amenaza o de promesa: porque es
como un desmentido a la pretensión de totalidad que somos todos los seres humanos; un
desmentido no solo por la multiplicación numérica sino aún más hondo: ni siquiera nuestra
propia naturaleza abarca la totalidad de lo humano: hay «carne de mi carne y hueso de mis
huesos» que no están en mí; somos seres separados, mutilados, y la alteridad se erige ante
nosotros como un enemigo a eliminar o como una presa de que apropiarse. Solo cuando el
ser humano se humilla, se relativiza y se desdiviniza aceptando lo otro y respetándolo, se
reencuentra y se completa —paradójicamente— en «lo otro». Dicho sea todo esto para que
no parezca que quito importancia al tema sexual.
9. Esos pasajes son la enseñanza sobre el divorcio, el aviso de que la mirada con-
cupiscente y consentida a la mujer ajena ya equivale a adulterio, más el pasaje de la mujer
adúltera. Poco o nada más.

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herejías del catolicismo actual

lenguaje oficial del catolicismo de hoy es el reverso de ese tapiz: da la


sensación de que toda la moral se reduce al sexo y que es aquí donde
hay que levantar la voz, mientras que al dinero se lo deja correr peca-
minosamente sin molestarlo10.
En efecto, en contraste con la sonoridad de los evangelios, ¿cuándo
ha dicho lo Iglesia a los ricos: «tenéis la puerta abierta; pero os ha sido
abierta en favor de los pobres y a condición de que les sirváis»..., porque
«sin esa participación en los privilegios de los pobres no hay salvación
para los ricos»11? ¿Cuándo ha predicado todo el colegio apostólico con su
cabeza que la amistad con el Rey eterno nos viene de que seamos amigos
de los pobres12? Y en coherencia con ello: ¿cuándo ha dicho la Iglesia a los
ricos todo lo que les dice la Carta de Santiago? ¡Qué pocas, y qué tibias,
voces oficiales se han levantado en la crisis actual para denunciar unas
políticas que pretendían sacarnos de la crisis garantizando más el dinero
de los ricos y abandonando a los pobres a la desesperación o a la muer-
te de hambre! La Europa cuyas «raíces cristianas» la llevaban a estar con
los condenados de la tierra se ha puesto más del lado de los condenadores.
Y partidos que declaran «inspirarse en el humanismo cristiano» se limitan
a intentar servir a Dios, pero después de haber servido al dinero. No por
culpa de las personas concretas, pero sí como efecto de una herejía latente
en nuestro catolicismo. Alguna razón tenía F. Fanon (aunque generalizara
demasiado) cuando nos acusaba: «Europa, que no deja de hablar del hom-
bre al mismo tiempo que lo asesina dondequiera que lo encuentra»13.
En una carta de san Bernardo a Eugenio III, que citaremos más ex-
tensamente en el capítulo 8, el santo le decía al papa: «Has de promo-
ver a los cargos a gentes que defiendan varonilmente a los oprimidos
y hagan justicia a los pobres de la tierra... que asusten a los ricos en
lugar de agasajarlos»14. ¡Qué contraste con el criterio actual de nom-
brar obispo a quien «no sea demasiado amigo de los pobres», al que
aludimos en el capítulo 2! Y lo más sorprendente es que el papa actual
afirma que esa carta de san Bernardo debería ser lectura obligatoria para
todos los papas15.

10. ¡Ojalá que al menos se hubiera levantado la voz en este campo para denunciar el
atroz comercio de muchachas (brasileñas, rumanas...) para prostituirlas en Europa! Pero
solo conozco un obispo que haya levantado una voz valiente contra tamaña infamia (y
que, por supuesto, ya está amenazado de muerte)...
11. Bossuet, en Vicarios de Cristo, cit., pp. 248-249.
12. «La amistad con los pobres nos hace amigos del Rey eterno» (carta de Ignacio de
Loyola a los jesuitas de Padua, ibid., p. 161).
13. Los condenados de la tierra, FCE, México, 1963, p. 287.
14. Ver la cita completa en La libertad de palabra en la Iglesia y en la teología. An-
tología comentada, Sal Terrae, Santander, 1985, p. 18.
15. En el libro-entrevista Luz del mundo, Herder, Barcelona, 2010, p. 83.

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NeGaciÓN de la aBsoluta iNcomPatiBilidad eNtre dios Y el diNero

Una Iglesia que crea verdaderamente en el Dios de Jesús en vez de


proyectar sobre él nuestra imagen previa de Dios no puede sentirse có-
moda en una situación como esta. Porque todo lo dicho debería formar
parte de la visibilidad-sacramental (de la significatividad) de la institución
eclesial. Sin esta incomodidad y sin el empeño por corregir este error, la
Iglesia estaría desmintiendo la definición que ella dio de sí misma como
«sacramento —o señal— de la comunión de todos los hombres entre sí
y con Dios» (LG 1).
A este modo de ver (que considero el único cristiano) se le objeta
con cierta cólera que Dios es un dios de todos y que todas esas palabras
reflejan una falta de amor a los ricos. Por eso puede ser bueno saber
que los Padres de la Iglesia (mucho más ortodoxos que nosotros en este
punto) ya se enfrentaron muchas veces con esta acusación. Y san Juan
Crisóstomo, entre otros, responde sosegadamente que no habla contra
los ricos por hostilidad contra ellos sino al revés: por amor a ellos16.
Como anota el evangelio de san Marcos, la respuesta de Jesús al joven
rico, llamándole a poner toda su riqueza al servicio de los pobres, bro-
tó expresamente de una mirada cariñosa (10, 21). También los obispos
vascos escribieron hace treinta años en una espléndida pastoral que si el
Evangelio es una buena noticia para los pobres, podrá sonarles a los
ricos «como una amenaza para sus intereses, ya que son llamados a com-
partir sus bienes»17. Pero se trata solo de una amenaza aparente que cons-
tituye una llamada a su mejor humanidad.

4. Hoy más necesario que nunca...

Y todo lo anterior se vuelve hoy más necesario que nunca, porque hoy los
ricos maltratan más a los pobres, dado que tienen más posibilidades para
ello: ya no son meros poderes personales sino envueltos en poderes es-
tructurales, anónimos... Que solo unas trescientas cincuenta personas po-
sean una riqueza superior a la de más de dos mil millones de seres huma-
nos, y al PIB de 30 o 40 países constituye una falsificación de Dios muy
superior a la del más radical ateísmo.
Paul Claudel dijo una vez que el dinero es como «un sacramento
material», es decir: significa y promete una felicidad muy superior a su
mera entidad; pero una felicidad solo material: pues remite a un esplén-
dido «más allá» puramente terreno. Ha dejado de ser un simple medio
de cambio para convertirse en un medio con el que puede conseguirse
todo, tanto en beneficios materiales como en estimación de la gente.
En formulación de un economista de hoy: «el dinero ha dejado de ser

16. Ver un solo ejemplo en Vicarios de Cristo, cit., p. 31.


17. Los pobres, interpelación a la Iglesia (1981), n.º 19.

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herejías del catolicismo actual

instrumento para convertirse en dinero-poder en manos de los privile-


giados, y en la expresión artificial de todas las cosas»18.
Y aún más que sacramento o expresión de todo, el dinero se ha con-
vertido hoy en un «creador de la nada», como Dios. Ya no es un medio
que (además de intercambiar) permite invertir y, con ese trabajo, crear
riqueza. Con la financiarización de la economía, el dinero crea la riqueza
por sí mismo. Y ello obliga al cristianismo a reconsiderar todo el tema de
la usura. Permítaseme un inciso sobre este tema.

En efecto: como es sabido, la usura fue, tanto para la tradición bíblica como para
la filosofía griega, uno de los vicios más inhumanos y más abominables: enrique-
cerse con la necesidad del otro. Algo parecido al empresario abyecto que concede
trabajo o mejora sueldos a pobres muchachas, a cambio de favores sexuales.
Es sabido también que, con el paso de una economía de subsistencia y mero
trueque a otra economía monetaria y comercial, el dinero pasó a ser también
una posibilidad de crecimiento y, al prestarlo, podía uno perder oportunidades
de compra o de inversión. Aun con mucha resistencia, la Iglesia aceptó enton-
ces la legitimidad de una compensación por ese riesgo que se corría al prestarlo
(«lucrum caesans, damnum emergens» y otros tecnicismos parecidos de la moral
clásica). Pero hoy, el beneficio que produce el dinero ya no es una compensación
por la oportunidad perdida o el riesgo afrontado: el dinero se ha vuelto fecun-
do por sí mismo. Se ha hecho Creador como Dios, y crea de la nada: sin tener ya
detrás ningún apoyo de verdadera riqueza (patrón oro o lo que sea). Ahora esa
falsa fecundidad es, en el fondo, un abuso de la necesidad del débil.
Esta es la diferencia entre la usura y un legítimo préstamo a interés. Y todo
cuanto sucedió en nuestra época con la famosa «deuda del Tercer Mundo»
y lo que está sucediendo en la España de hoy con el escándalo de las hipote-
cas y la llamada prima de riesgo, son crueldades totalmente inhumanas que
contrastan con el detalle vergonzoso de que, si el que falla y no cumple es el
usurero, no se le reclama nada, sino que se le sostiene para que pueda seguir
explotando. Los grandes banqueros se comportan como auténticos proxene-
tas o narcotraficantes que comercian con la necesidad ajena (con la ventaja de
que esa necesidad ya no tiene rostro) y los bancos son la verdadera imagen
del gran todopoderoso (el dios falso) que dispone de los hombres. Mientras,
la Iglesia no ha sabido decir que la deuda injusta, que ha sido impuesta con
engaño, no hay ninguna obligación moral de pagarla.
Todo eso se ha convertido hoy en un clamor de los hijos de Dios, que llega
hasta el cielo mucho más que el de los israelitas oprimidos en Egipto. Algo muy
serio debe pasar en nuestro catolicismo para que ese clamor no llegue a nuestros
oídos y nos subleve.

Y ese algo es una contaminación de la falsa religión de Occidente.


Nuestro Occidente, por muy «laico» que se crea y presuma, es una so-

18. J. Torres López, Contra la crisis otra economía y otro modo de vivir, HOAC,
Madrid, 2012, p. 177.

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ciedad confesional que proclama la fe y la religión del dinero19. Aunque,


por muy característico que sea todo eso de nuestra cultura actual, no
deja de brotar de algo más amplio, profundamente enraizado en nuestra
naturaleza humana tan hecha de necesidades. Pero entre nosotros hoy
ya no parece valer aquello de «a Dios lo que es de Dios y al César lo que
es del César»: más bien parece que hay que dar al dinero lo que es suyo
y también una parte de lo que es de Dios, a saber: la dignidad humana.
Por eso es inevitable recordar toda la legislación de la iglesia primera
prohibiendo recibir dinero de los ricos porque, a la larga o a la corta, es
«precio de sangre»20. Algo de eso mismo insinuaba el espléndido texto
de Joan Maragall citado al final del capítulo segundo. Pero ¡qué procli-
ves somos los humanos a olvidar lo que no nos conviene!

5. Puro sentido común

Finalmente, si, en su vertiente profética, la denuncia de las víctimas de la


riqueza privada como preferidos de Dios, es algo propio de la tradición
judeocristiana, en su vertiente sapiencial (liberadora de la estupidez hu-
mana) es también un dato de sabiduría humana, por mucho que lo niegue
hoy nuestra cultura, sobre todo la norteamericana que es la dominante.
Los Padres de la Iglesia solían dividir a la humanidad en infrahumanos
e inhumanos: los primeros son víctimas de los segundos; pero estos son
víctimas de su propia riqueza. Y el autor bíblico de los Proverbios enseña
a rezar así: «no me des pobreza ni riqueza sino el pan de cada día. Pues
si estoy saciado, podría olvidarme de ti diciendo: ¿y quién es ese Dios?
[o podría utilizarte en defensa de mi situación privilegiada]21. Y si estoy
en necesidad podría robar o maldecir el Nombre de mi Dios» (30, 8-9).

19. Sobre el capitalismo como religión, remito al intuitivo texto de W. Benjamin, con
comentarios de Keynes y míos, publicado en el número 249 (abril 2012) de Iglesia Viva.
Una ironía del destino ha hecho además que, así como en el XIX fue el ateo Marx quien
publicó El Capital, fueran un obispo católico y un economista norteamericano los autores
de obras consideradas como «el Capital» del siglo XX. El primero, además, cardenal de la
santa madre Iglesia y con igual patronímico que su predecesor (R. Marx, El Capital. Un
alegato a favor de la humanidad, Planeta, Barcelona, 2011). Y el otro ya más conocido:
D. Schweickart, Más allá del capitalismo, Sal Terrae, Santander, 1997. No le faltaba razón
a Hegel cuando insinuó que la historia tiene sentido del humor.
20. En la Didaskalía, los Statuta ecclesiae antiquae (canon 69) o las Constitutiones
apostolicae. Las autoridades de la Iglesia pueden verse amordazadas por pingües donacio-
nes para grandes eventos masivos que, por otro lado, tampoco proceden de un afán apos-
tólico, sino del cálculo económico de que esas aglomeraciones pueden significar publicidad
y beneficios para los donantes. «El altar de Dios no puede vivir de dineros injustos» (Did.
IV, 5) porque «el altar de Dios son los que no tienen valedores» (II, 26: viudas y huérfanos
en traducción literal). Infinidad de citas aporta J. M.ª Castillo en su contribución al libro Fe
y justicia, Sígueme, Salamanca, 1981, pp. 151-166.
21. Las palabras entre corchetes son un añadido mío.

77
herejías del catolicismo actual

Buena descripción de lo que está pasando en este mundo nuestro al que


pretendemos evangelizar de nuevo.
Esta sabiduría tan elemental como humana se da también, por su-
puesto, fuera del ámbito cristiano. Sin esperar a los versos de Quevedo
y Miguel Hernández o a las canciones de Paco Ibáñez, es conocido el
verso de la Eneida de Virgilio sobre el «auri sacra fames» (hambre reli-
giosa del oro). Pero son aún más fuertes, y más antiguos, otros versos
de la Antígona de Sófocles, pese a que este gran dramaturgo no conocía
nada de nuestras hipotecas y nuestros bancos. Pues bien: en esa trage-
dia, el dramaturgo griego hace decir a Creonte estas palabras que nos
servirán para concluir:

Nada como el dinero ha suscitado entre los hombres tantas malas leyes y
malas costumbres. Él lleva la división a las ciudades y expulsa a los moradores
de sus casas. Él desvía las almas más bellas hacia todo lo que hay de vergon-
zoso y funesto para el hombre. Y le enseña a extraer de cada cosa maldad
e impiedad.

Si esto era cierto hace ya veintiséis siglos ¡cuánta más verdad y cuán-
ta más seriedad cobra en nuestros días! Y así como la herejía que vimos
en el capítulo 2 derivaba en buena parte de la primera, debemos añadir
ahora que esta sexta herejía, esta negación heterodoxa de la sorpren-
dente dignidad expansiva de Dios, sustituyéndola por la dignidad au-
toafirmativa que da el dinero, brota en parte de lo dicho en el capítulo
anterior.

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NeGaciÓN de la aBsoluta iNcomPatiBilidad eNtre dios Y el diNero

A veces me he dicho que si se fijara a las puertas de las iglesias un cartel dicien-
do que se prohíbe la entrada a cualquiera que disfrute de una renta superior a
tal o cual suma, poco elevada, yo me convertiría inmediatamente.
(Carta de Simone Weil a G. Bernanos)22

¡Ay de vosotros los ricos porque ya tenéis vuestro consuelo! ¡Ay de vosotros
los que estáis hartos porque pasaréis hambre! ¡Ay de vosotros los que ahora
reís porque vais a lamentaros y a llorar! ¡Ay, si los hombres hablan bien de
vosotros: porque eso mismo hicieron sus padres con los falsos profetas!
(Lc 6, 24-26)
Si entra en vuestra reunión un personaje con sortijas de oro y traje flamante y,
con él, entra un pobre con traje mugriento, y vosotros atendéis al primero
y le decís: «siéntate aquí», mientras que al segundo le decís «quédate de pie o
siéntate en el suelo» ¿no es cierto que hacéis discriminaciones y os convertís
en jueces malintencionados? ¿Acaso no son los ricos los opresores y los que lue-
go os arrastran a los tribunales? Cumplir la ley de Dios, a pesar de eso, y amar
al otro como a uno mismo está bien. Pero mostrar favoritismos es gran pecado
contra esa misma ley de Dios.
(Carta de Santiago 2, 2-8)

Ya podéis llorar, ricos, porque vuestra riqueza está podrida, vuestros trajes
apolillados, y vuestro oro y plata se han podrido y serán testigos contra vo-
sotros... El jornal que defraudabais a los trabajadores que segaban vuestros
campos está clamando y los gritos de los jornaleros han llegado a los oídos del
Señor del universo. Vivisteis con lujo en la tierra cebando vuestros apetitos...
para el día de la matanza. Porque condenabais y asesinabais al inocente sin
resistencia.
(Carta de Santiago 5, 2-6)

El dios de los señores es distinto.


(José María Arguedas, Todas las sangres,
Alianza, Madrid, 21988)

22. Escritos históricos y políticos, prólogo de F. Fernández Buey, Trotta, Ma-


drid, 2007, pp. 522-526, p. 522.

79
7

PRESENTAR A LA IGLESIA COMO OBJETO DE FE

La llamada de Dios está siempre expuesta a la tentación de que el elegido


se sienta superior en lugar de sentirse más exigido e, inconscientemente,
mire a su entorno con cierto aire despectivo en vez de mirarlo con cariño
servicial. Este fue el pecado de Israel contra el que no se cansaron de
gritar sus profetas: en vez de sentirse obligado a ser «luz para las gentes»,
se sentía autorizado a reclamar la muerte de sus vecinos (filisteos, ti-
rios, moabitas...) porque eran una amenaza para «los territorios de Dios»
(Sal 82). Esta mentalidad convierte casi toda la historia de Israel en una
lucha constante entre sus profetas y otras voces religiosas oficiales.
Al principio, como los dioses de los otros pueblos eran falsos y
«nada», funcionó el argumento de que no podrían defender a sus pueblos
mientras que, como el Dios de Israel era el verdadero, Jerusalén nunca
podría ser conquistada por ningún Senaquerib1. Pero es impresionante
revivir la tragedia, la crisis y la oscuridad posterior de aquel pueblo cuan-
do, menos de un siglo después, vio su tierra conquistada y arrasada: ¿es
que acaso su «Dios verdadero» era también una nadería obra de manos
humanas? La crisis fue muy dura, pero, a través de ella, aprendió Israel
a no divinizarse.
Una lección idéntica tiene que aprenderla la Iglesia precisamente
porque se le ha dicho que «las puertas del infierno no prevalecerán contra
ella» (Mt 16, 18): porque eso no significa que ella misma no pueda auto-
destruirse si convierte la elección de Dios en un motivo para sentirse su-
perior, en vez de sentirse más obligada y más responsable y más servicial
para con un mundo al que Dios ama por encima de todo (Jn 3, 16-17).
«Los territorios de Dios» no es solo una frase muy ambigua de un salmo.

1. Ver los capítulos 36 y 37 de Isaías, repetidos casi literalmente en el capítulo 19


del primer libro de los Reyes.

81
herejías del catolicismo actual

Es casi la misma razón que aducía Pío IX cuando se negaba a renunciar


a los Estados Pontificios y a su poder político, alegando que aquellos
territorios no eran suyos sino de Cristo y que no podía desprenderse de
ellos. Eso muestra, en contra de lo que a veces proclaman algunas voces
oficiales, que nuestro catolicismo tampoco está exento de las mismas ten-
taciones y los mismos pecados de Israel: la humilde confianza en Dios se
convertirá así en vanidosa autosuficiencia, mientras nos encumbramos a
nosotros mismos pretendiendo defender a Dios.
Y en horas de crisis todavía más...

1. ¿Creo en la santa madre Iglesia?

Una forma sutil de este error se da cuando la Iglesia se presenta como


objeto de fe equiparándose con el Dios trino y olvidando que solo en Dios,
y en nadie más, es posible creer, en el sentido pleno del término2. Y un ca-
mino para este error pueden abrirlo otra vez, insensiblemente, las insufi-
ciencias y los cambios del lenguaje: en este caso el lenguaje de los credos.
El católico normal acostumbrado a recitar cada domingo esas profe-
siones de fe tiene la impresión de que los católicos creemos en el Padre,
en el Hijo, en el Espíritu Santo, «y en la Iglesia». Ello es, sin embargo,
totalmente falso y claramente herético. El sentido de los credos es que
tenemos fe en el Dios Unitrino y, como consecuencia, aceptamos la
existencia de la Iglesia, porque la fe en un Dios que es comunidad ha
de ser intrínsecamente comunitaria. O bien que creemos en el Espíritu
Santo que actúa «hacia la Iglesia».
¿Qué ha ocurrido para que hayamos caído en semejante deforma-
ción? Pues simplemente que el verbo creer castellano no tiene los matices
preposicionales que tienen el griego y el latín. Esto nos lleva a confundir
el creer en alguien, que en griego y latín es mucho más fuerte porque tie-
ne un sentido dinámico (creer «hacia alguien», o tendiendo a identificarse
con alguien), y el creer que algo existe. Son cosas muy diversas, y Zubiri
ya tuvo que distinguir entre lo que es creencia (de que existe Dios) y lo
que es fe en Él. Pero, por elemental que esto sea, en castellano no le cabe
a nuestro verbo más preposición que la del creer «en», mientras que el
latín y el griego admiten significados preposicionales como los de creer
«en dirección hacia», creer «en» (lo que alguien dice), o creer «que» (sin
conjunción ni preposición alguna: v. gr. «credo ecclesiam»3).

2. Como traté de expresar en un título ya viejo: Creer solo se puede en Dios; en


Dios solo se puede creer (Sal Terrae, Santander, 1985), donde se analizan las actitudes
que implica esa fe.
3. Traducido al pie de la letra: «creo la Iglesia» en el sentido de acepto (o creo) que
existe la Iglesia.

82
PreseNtar a la iGlesia como oBjeto de Fe

Estas limitaciones de nuestro lenguaje respecto del griego y el latín,


hacen que los católicos hispanohablantes recitemos cada domingo una
profesión de fe literalmente heterodoxa4. Al principio se podía suponer
que la buena voluntad introduciría un matiz tácito en estas expresiones
deficientes; pero a la larga y con la inercia y la entropía de las repeticio-
nes, se crea una mentalidad tácita que se refleja en algunas consecuen-
cias preocupantes.
Veamos algunos ejemplos de ellas.

2. Paso de la autoridad de la verdad a la evidencia de la autoridad

Este subtítulo no es mío: procede de los tradicionalistas del siglo XIX


(De Bonald, Lammenais, Donoso Cortés...) que, viéndose incapaces de
soportar la inseguridad en que se iba encontrando el mundo de su época,
creyeron posible arreglar las cosas con una especie de «golpe de Estado
intelectual». Los regímenes autoritarios suelen dar seguridad cuando se
está dispuesto a obedecer y eso mismo es lo que reclamaron los tradicio-
nalistas, saltando las fronteras de lo cristianamente recto5.
En el Nuevo Testamento hay una estrecha relación entre verdad y
libertad: frente al eslogan tradicionalista latente (la autoridad nos hace
seguros), la enseñanza neotestamentaria es más bien que «la verdad nos
hace libres» (Jn 8, 32). Para el Jesús del cuarto evangelio esa verdad es,
propiamente, el amor de Dios revelado en su Unigénito. Ese amor cons-
tituye la clave y el engranaje último de todo lo existente. Y su verdad
nos puede liberar del otro principio tácito tan frecuente en nuestras vidas
de que «la mentira nos hace felices»: en la publicidad, en la medicina, en
la política, en la economía... ¡hasta en el amor! (y últimamente parece
que también en teología). No es de extrañar por eso que, en una de sus
mejores oraciones, la liturgia católica nos haga pedir al Señor «que tu
Iglesia sea un recinto de verdad y de libertad».
Pero luego, sorprendentemente, esa oración no pasa a ser norma de
la fe (lex credendi): y cuando surgen los mil problemas y preguntas que
pululan por nuestra historia, se opta por el axioma de los tradicionalis-
tas, zanjando autoritariamente el estudio y la discusión, e imponiendo
normativamente una opinión que será, como es lógico, la de la praxis ya
vigente. Así, imperceptiblemente, se sustituye la expresión comunional

4. Se cuenta que, en la Conferencia Episcopal, hubo voces que llamaron la aten-


ción sobre esta ambigüedad a la hora de aprobar los textos litúrgicos. Pero era la época del
«Cristo sí, Iglesia no». Y la mayoría prefirió dejarla estar para compensar «el poco afecto
que tienen muchos fieles a la Iglesia». Se non è vero...
5. Y aún cabe añadir que los tradicionalistas del siglo XIX tenían, al menos, cierta
talla intelectual. Mientras que bastantes de sus epígonos y sus nietos de comienzos del XXI
son de una incultura tanto más desesperante cuanto más levantan la voz.

83
herejías del catolicismo actual

del Nuevo Testamento («ha parecido al Espíritu Santo y a [todos] noso-


tros») por esta otra de tonos idólatras: «ha parecido al Espíritu Santo y
a mí solo». O «ha parecido al Espíritu Santo y a la curia romana»...
Que el Espíritu como el viento pueda soplar en todas direcciones y
por donde quiera, y que lo que hay que hacer es tratar de oír su rumor
y ver su dirección en lugar de querer obligarlo a soplar donde el poder
quiere que sople, es una consideración que hoy no parece merecer dema-
siado respeto, por más que provenga de una palabra de Jesús (Jn 3, 8).
Ejemplos de estos modos de actuar están en la mente de todos y no hará
falta que los concretemos aquí: porque lo que importa ahora no son los
casos particulares sino la mentalidad que refleja ese modo de proceder.
Pero, al menos, evocaré un ejemplo más genérico de esa preferencia
de la seguridad sobre la verdad, aludiendo a esa advertencia reciente de
que el fiel tiene que sentir y decir lo mismo que su obispo. Cuando se co-
noce un poco la historia de la Iglesia, se confirma la sospecha psicológica
de que semejante orientación no pretende más que evitarse problemas y
servir a la seguridad antes que a la verdad.
Porque los fieles que salvaron a la Iglesia del arrianismo, lo hicieron plantando
cara muchas veces a sus obispos, la mayoría de los cuales eran arrianos (como los
emperadores), porque preferían que la Fuente Última del poder fuese única y sola,
en vez de compartida. Obispos eran también Apolinar de Laodicea que (al igual
que muchos sucesores suyos, de tanto querer ser fiel a Nicea se fue al extremo
opuesto) y Nestorio, condenados ambos en los dos siguientes concilios ecuméni-
cos (Constantinopla y Éfeso), y que soportaron la lógica resistencia de algunos de
sus fieles. Obispos eran también los franceses que defendían la permanencia del
papado en Avignon (¡para eso habían sido nombrados!). Obispo fue también Jan-
senio, propagador de una seductora herejía de extrema derecha que ha hecho un
enorme daño a la Iglesia de los siglos siguientes6. Obispos eran los que firmaron la
pastoral a favor de nuestra guerra civil, como también lo eran aquellos únicos dos
que no la firmaron. Obispo era el cardenal Spellman a quien la norteamericana
Dorothy Day (cuya causa de beatificación está introducida) criticó públicamente
por visitar a los soldados que estaban en Vietnam y no a los americanos pobres
e inmigrantes... Obispos eran Hélder Câmara y su sucesor de líneas tan opuestas
que acabaron creando una gran división entre sus diocesanos... Y no obispo pero
más bien conservador, era el teólogo medieval Godofredo de Fontaines quien, sin
embargo, escribía que los teólogos tienen derecho a no seguir las decisiones epis-
copales y a disentir del papa porque «las decisiones papales pueden ser dudosas»
(ea quae condita sunt a papa possunt ese dubia7).

Estos rápidos recuerdos pueden mostrar que no cabe en la Iglesia un


principio similar a aquel que, para evitar guerras y problemas, zanjó los

6. La llamo seductora no por razones de «plenitud» religiosa, sino al revés: porque


permitía anatematizar a todos los demás, sintiéndose los únicos fieles, y superiores a ellos.
7. Quodlibet, VII, 18 y III, 10.

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PreseNtar a la iGlesia como oBjeto de Fe

desastres del siglo XVIII: «cuius regio eius et religio». Ahora parece propo-
nérsenos que: «cuius episcopus eius theologia» (has de tener la teología
de tu obispo igual que antaño había que tener la religión de tu región)...
Los obispos son personas falibles, tan falibles como cualquiera de noso-
tros. Y la Iglesia ha reconocido siempre, por estas razones, la legitimidad
de una opinión pública y crítica en la Iglesia8.
Por supuesto (y que quede esto bien claro), la verdad no solo está
atacada por la idolatría de la autoridad sino también por la idolatría del
egoísmo, de nuestros mil protagonismos y de la manipulación: puede
estarlo y mucho. Pero lo que aquí se defiende es que el modo autorita-
rio de combatir este peligro no es evangélico ni muy ortodoxo desde el
punto de vista cristiano, aunque pueda ser muy eficaz desde una menta-
lidad pagana y eficacista.
La gran arma de esa mentalidad segurista y cobarde ha sido buscar
una intelección falsa de la infalibilidad, deformando la definición del Va-
ticano I. Lo cual nos lleva a un nuevo apartado.

3. Una intelección deformada de la infalibilidad

Lo que pretendían aquellos tradicionalistas del siglo XIX (y lo que no con-


siguieron) era una piedad cómoda, piadosa y burguesa. Maining (con-
vertido del anglicanismo al catolicismo romano junto con Newman,
pero por razones muy distintas a las de este) explicaba con ironía britá-
nica su sueño de que cada mañana, en el desayuno, junto con el Times
y el «bacon and eggs» le sirvieran «una nueva definición dogmática» del
papa. Semejante sueño brota de una clara idolatría segurista: sin autori-
dad fuerte no puede haber sociedad, y sin infalibilidad no puede haber
una autoridad fuerte: «lo que es la soberanía en el orden temporal es la
infalibilidad en el campo espiritual».
Hay ahí una clara manipulación de la verdad en beneficio de la propia
tranquilidad, que es la gran aspiración de las corrientes conservadoras,
un sueño al que le cabe la respuesta de Jesús a Pedro: «Apártate, Satanás,
porque tus sentimientos no son los de Dios sino los de los hombres»
(Mc 8, 33).
Una Iglesia así sería sencillamente un ídolo; y eso es lo que no pudie-
ron conseguir los infalibilistas radicales en el Vaticano I. La definición
de este concilio es muy distinta de lo que ellos anhelaban, y todos los
estudios posteriores lo han puesto de relieve. De hecho, los obispos que
salieron antes del Vaticano I, para no votar la infalibilidad, disentían no

8. Así está reconocido hasta en el Catecismo de la Iglesia católica. Pero, para ver
más textos mucho más autorizados, remito a La libertad de palabra en la Iglesia y en la
teología. Antología comentada, Sal Terrae, Santander, 1985.

85
herejías del catolicismo actual

tanto del tenor en que quedó la definición cuanto de su oportunidad.


El tenor de la definición es que el papa no tiene más infalibilidad que
la que tiene la Iglesia. Y, por eso, aunque su infalibilidad no proviene
del consenso de la Iglesia, no se da tampoco sin ese consenso: «El papa
está obligado a poner todos los medios necesarios para encontrar la ver-
dad con precisión y para exponerla con aptitud», explicaba monseñor
Gasser en el Vaticano I al presentar la definición de la infalibilidad. ¿Se
me permite decir, entonces, aunque suene duro, que esa obligación es
precisamente la que no cumple hoy la curia romana en muchas de sus
actuaciones?9.
Al no haber conseguido aquello, los idólatras de la seguridad, los
que quieren seguir a Jesús con una buena almohada intelectual donde
reclinar su cabeza, o los que quieren decirse como Pedro a Jesús: «eso no
te ocurrirá nunca», siguen hoy buscando lo mismo por otros caminos.
Pretenden utilizar la definición del Vaticano I para mucho más de lo que
permite su texto (teniendo en cuenta además que las definiciones deben
entenderse siempre en su versión mínima). Ya advertía uno de los gran-
des eclesiólogos del siglo pasado que «el Espíritu Santo no garantiza el
uso que después de un concilio hacen con una definición los hombres de
Iglesia». Y lamentaba que sea ese uso y no la lectura de los textos y de las
actas lo que forma la mentalidad del católico medio10.
Pues bien: lo que hoy podría surgir de ese mal uso de la definición
del Vaticano I nos lleva al apartado siguiente.

4. La autoridad eclesiástica por encima de la palabra divina

La amenaza de una iglesia-ídolo es que, de una u otra manera, la Iglesia


pretenda ponerse por encima de la palabra de Dios. A lo largo de la his-
toria, esta acusación se le ha hecho ya otras veces al catolicismo, lo cual
parece indicar que algún motivo habremos dado para ello. Pero hoy pa-
recería claramente injusta, puesto que el Vaticano II declaró expresamen-
te lo contrario: «el magisterio no está por encima de la palabra de Dios
sino a su servicio, y no enseña sino lo que ha sido transmitido» (DV 10).
Y no solo el Vaticano II: con su sencillez desarmante había escrito Tomás
de Aquino varios siglos antes que «a los sucesores de los Apóstoles solo

9. Para toda esta cuestión, que ya no cabe aquí, remito al capítulo IV de la segunda
parte de La autoridad de la verdad. Momentos oscuros del magisterio eclesiástico, Sal
Terrae, Santander, 22006. Las palabras de Gasser tampoco constituyen ninguna novedad:
las había escrito san Roberto Bellarmino dos siglos antes en su tratado sobre el papa,
marcando con verbos bien tajantes (debet, tenetur) la obligación del papa de consultar a
expertos y sabios en la materia de que se trate.
10. G. Thils, La infalibilidad pontificia: fuentes, condiciones y límites, Sal Terrae,
Santander, 1972, pp. 10 y 13 (el original es ¡de 1909!).

86
PreseNtar a la iGlesia como oBjeto de Fe

les creemos en cuanto nos anuncian lo que aquellos dejaron escrito»11.


Más claro, agua.
Pero el hecho de que el Vaticano II hiciera una declaración tan tajan-
te, parece indicar que había quien opinaba de ese modo condenado. Y
hoy, la reacción tácita contra aquel concilio (que pretende que no hubo
en él ninguna novedad sino una estricta continuidad con todo lo ante-
rior), junto con la estructura y mentalidad romanas, favorecen ese error
más allá de la buena voluntad de las personas. Ese error podría seguir
actuando solapadamente cuando se dice que el magisterio es el único
intérprete de la palabra de Dios: pues, como escribió hace años J. L. Sicre
en otro contexto, interpretar la palabra de Dios puede ser el mejor cami-
no para desobedecerla.
La frase antes citada del texto conciliar (DV 10) va puesta inmediata-
mente a continuación de otra en que se dice que la interpretación autori-
zada de la Palabra solo ha sido confiada al magisterio vivo de la Iglesia. Y
las dos frases se empalman con un «ahora bien»: como si se buscase deli-
mitar ese poder hermenéutico para que no se convierta en un coladero, ni
pretenda el magisterio de la Iglesia convertirse en una palabra «primera y
única» cuando solo debe ser: una última palabra que culmina el estudio
y la discusión necesarios para buscar la verdad12.
En otro artículo en que hablé de este punto puse algún ejemplo in-
creíble, referido solo a la crítica textual13. Pero más allá de la delimi-
tación exacta del texto bíblico será bueno recordar que hace unos cien
años, ese «intérprete oficial» de la Palabra afirmaba que el Pentateuco
era obra de Moisés (¡pese a que narra la muerte del mismo Moisés!), y
que el Segundo Isaías era obra del mismo autor de la primera parte de
este profeta «sin que obsten los argumentos filológicos, lingüísticos y es-
tilísticos en contra» (DH 3573 y 3508). Parece claro que esa pretensión
de estar por encima de los argumentos científicos no puede valer a la
hora de determinar el tenor y la autoría del texto, y no puede arrogár-
sela el magisterio eclesiástico.

11. De Veritate, 14, 10 ad 11.


12. La necesidad de una interpretación autorizada resulta comprensible con solo
echar una mirada a nuestro entorno. Así como antaño pulularon revolucionarios que pre-
sentaban a un Jesús zelote como palabra de Dios, hoy florecen posmodernos exegetas «por
libre», empeñados en contarnos un romance de Jesús con la Magdalena, con una obsesión
parecida a la que tenían antaño mis profesores de eclesiología por mostrar que el texto
tan explícito de Mt 16 sobre el primado de Pedro era más auténtico y más antiguo que
la versión de Mc 8, 27-30 mucho más primitiva y escueta. Es el clásico wishfull thinking
que aspira a convertirse en un faithfull thinking. A los primeros cabría decirles que el amor
humano es lo suficientemente grande y bello y serio como para justificarse por sí mismo
sin necesitar una rúbrica del Mesías.
13. Véase «La iglesia católica no es la verdadera iglesia de Cristo»: RLT 83 (2011),
p. 258. También La autoridad de la verdad, cit., pp. 109 ss.

87
herejías del catolicismo actual

Pero aún cabe dar un paso más que ya no afecta a esos factores ex-
ternos (variantes textuales y autor), sino al contenido mismo del texto y
a lo que este enseña: el magisterio no está por encima de lo que el autor
quiso decir y del sentido que quiso dar a sus palabras, cuando este sen-
tido pueda determinarse con objetividad científica. Esa determinación
no será posible muchas veces, pero, si se da esa posibilidad, el intérprete
autorizado del texto, no puede estar por encima de lo que el texto, obje-
tivamente, quiere decir. Unos pocos ejemplos ayudarán a entender esto:
— A propósito de Rom 5, 12, el magisterio ha coqueteado a veces
con la idea de que ese texto amparaba la versión agustiniana del pecado
original: «en Adán pecaron todos los hombres»14. Hoy está fuera de duda
que ese no es el sentido exacto del texto y que la interpretación agusti-
niana del pecado original es sencillamente errónea.
— Todos los términos que hemos analizado antes como posibles ava-
les de la teoría de la satisfacción (sangre, precio, sacrificio, redención...)
no tienen ese sentido, objetivamente hablando. Por eso no podría dárselo
tampoco el magisterio eclesiástico por arte de magia.
— Cuando los evangelios hablan de «los hermanos» de Jesús, hay
que intentar descubrir cuál es el sentido que da el texto a esa expresión,
sin pretender a priori que se refiere a primos o parientes. Digo que «hay
que intentar descubrir» porque en muchos de estos casos no será posi-
ble determinar ese sentido, dado que la investigación científica carece
de todos los instrumentos precisos para ello. Me pregunto si, en estos
casos, lo correcto no sería decir que la palabra de Dios no pretende en-
señarnos nada sobre este punto.
— En Rom 9, 5 la expresión «Dios bendito por los siglos» puede
referirse a Cristo o puede ser una exclamación final referida al Padre.
La primera versión sería cómoda apologéticamente, pues tendríamos un
texto bastante primitivo que llama a Cristo Dios. Pero el magisterio no
puede decidir solo por este motivo en favor de esta interpretación, sino
buscar otra vez qué es lo que intenta decir el texto...
Podrían multiplicarse los ejemplos, pero los citados bastan para po-
ner de relieve lo que queremos decir: hay una intención del autor del
texto que es lo que primero se debe buscar, sin pretender que los intere-
ses del magisterio o la seguridad de la institución suplanten esa inten-
ción del texto. Otra cosa será, como he advertido, que la ciencia no siem-
pre pueda determinar esa intención del texto, llegando solo a opiniones
divididas. Pero arrogarse sin más la interpretación del texto al margen
del sentido objetivo de este sería caer en la misma grave acusación de

14. Para todo este tema, que es muy extenso, remito a Proyecto de hermano. Visión cre-
yente del hombre, Sal Terrae, Santander, 32000, pp. 330-333 y 345-357, sobre Rom 5, 12,
Agustín y Trento.

88
PreseNtar a la iGlesia como oBjeto de Fe

Jesús a su iglesia judía: «quebrantáis la voluntad de Dios por acogeros


a vuestras tradiciones» (Mc 7, 8-9). El magisterio fiel a su misión debe-
ría distinguirse por ser el primero y el más empeñado en elucidar esa
intención del texto: eso sería un magnífico ejemplo de obediencia a la
Palabra frente a toda sospecha de manipularla en beneficio de intereses
propios. Así contactará además con su mejor tradición, de la que escribe
A. Gesché:

La Iglesia ha tratado las Escrituras siguiendo [esa] misma estela de respeto


a la verdad y a la razón. Desde muy pronto recurrió a los instrumentos exe-
géticos y dialécticos «profanos»; porque los consideró aptos para desentra-
ñar una Escritura sagrada, indispensables para descubrir su propio sentido.
Un sentido que la Iglesia nunca ha considerado como brotando de sí misma
en su sola positividad textual, o en una lectura pietista e ingenua... ¿No es
esa fragilidad lo que hará temblar de rabia al gran Inquisidor?15.

Le haría temblar de rabia porque la obsesión de todos los inquisido-


res es la unidad, y esta preocupación puede ser loable. Pero ellos creen
firmemente que solo la autoridad produce unidad. Desconocen lo que
hace ocho siglos escribió Ricardo de San Víctor en su tratado sobre los
sacramentos: «la unidad de la Iglesia es la caridad, y da lo mismo hablar
de unidad que de caridad» (2, 13,11; PL 176, 544). Para los inquisido-
res, en cambio, hablar de unidad es hablar solo de autoridad, y de una
autoridad extrínseca.

5. Enseñar a adorar

Creo saber de sobra que las gentes necesitan ídolos y afirmaciones masi-
vas16. Siempre ha sido así y puede serlo todavía más en nuestros días de
identidades líquidas. Que «en la calle codo a codo / somos mucho más
que dos», no vale solo para las manos que trabajan por la justicia y que
cantó el entrañable M. Benedetti. Otro autor a quien acabamos de citar
recuerda también, evocando a Pascal, que «el hombre puede convertir en

15. La paradoja del cristianismo. Dios entre paréntesis, Sígueme, Salamanca, 2011,
pp. 121 y 123. Pero la alusión al gran inquisidor de Dostoievski sugiere discretamente que
esa estela no siempre ha sido seguida con la debida fidelidad.
16. Por las fechas en que redacto estas páginas, se hace inevitable una alusión a la
Eurocopa y a «la Roja». Una cosa es que el fútbol sea bonito, que haya jugadores admi-
rables y partidos espléndidos, y otra toda esa falsa épica o ese falso lirismo identitario
de los berridos y del «yo soy español» y demás. ¡Qué vacíos debemos estar por dentro
para necesitar esos alucinógenos! Uno piensa en aquella epopeya cómica de la Anti-
güedad, La batracomiomaquia (atribuida al mismo Homero), que parodiaba la guerra
entre griegos y troyanos (tema de la Ilíada), convirtiéndola en una batalla entre ranas y
ratones...

89
herejías del catolicismo actual

ídolo la misma verdad» y que, por eso «no hay idolatría peor que aquella
que mina y remeda su propia fe»17. Por eso, el catolicismo nunca debería
aprovechar esta necesidad psicológica de las masas en beneficio propio o
de la institución eclesiástica, sino seguir el ejemplo de Pablo y Bernabé
cuando se vieron tratados como dioses: «¡solo soy un hombre como vo-
sotros!» (Hch 14, 15). Este modo de proceder contrasta con otra expre-
sión que, en mi humilde opinión, debería desaparecer pronto: «la santa
sede». Si Juan Pablo II proclamó a voz en grito que el título más propio
del papa era el de siervo de los siervos de Dios, es imposible entender
que una iglesia particular cuya sublime misión debería formularse como
«servicio a la comunión de todas las iglesias santas» (o «de todos los san-
tos» como gustaba de decir Pablo) se apropie en exclusiva un calificativo
que (si queremos hablar en exclusiva) solo pertenece a Dios. Si esto no
es idolatría que venga Dios y lo vea.
Por otro lado, nuestros presuntos símbolos o indicios de lo sagrado
(en vestiduras y demás) no remiten al hombre de hoy a ningún atisbo de
trascendencia, sino que le remiten a épocas o a culturas pasadas18. En-
tonces el supuesto signo de lo sagrado solo significa sacralidad para su
portador que así se sacraliza a sí mismo...
En cambio, llevando a los hombres más allá de sí mismo, el cato-
licismo de hoy debería buscar algo fundamental: cómo enseñar a los
hombres a adorar. La adoración, ese postrarse ante la inmensidad de
Dios desde la propia pobreza y la propia desnudez, desarmado pero
atreviéndose a decir sin palabras: Señor mío y Dios mío, o: te adoro
Fuente de mi ser, adoro tu Ser y sobre todo adoro tu Amor... Toda la ex-
periencia que brota de esta actitud cuando nos hemos anegado en ella es
una fuente increíble de libertad porque relativiza definitivamente todo
lo que nos envuelve: solo Tú eres santo, y todos nosotros quedamos
igualados ante tu Santidad. Quizás por eso la autoridad eclesiástica solo
parece tolerar una pseudomística de ojos cerrados, mientras mira con
sospecha a todos los místicos de ojos abiertos...

17. A. Gesché, op. cit., p. 128. La alusión a Pascal remite a los Pensamientos, 587.
18. ¿Qué nos ocurre a nosotros cuando vemos «disfrazados» a los imanes musulmanes?
Y ¿cómo no entendemos que eso mismo les pasa a los demás cuando nos ven a nosotros?...

90
PreseNtar a la iGlesia como oBjeto de Fe

Vosotros no os dejéis llamar maestros, porque uno solo es vuestro Maestro y


todos vosotros sois hermanos. Ni llaméis a nadie padre porque uno solo es
vuestro Padre: el del cielo... El mayor entre vosotros hágase servidor de todos.
(Mt 23, 8-11)

La Iglesia no es Dios. Creemos en Dios de una manera única y, como conse-


cuencia de esa fe, creemos que existe la Iglesia.
(San Ildefonso de Toledo —siglo VII—; PL 96, 127)

Quien cree en la Iglesia cree en un hombre: pues no fue formado el hombre


por la Iglesia sino la Iglesia formada por hombres. Aparta de ti esa persuasión
blasfema de pensar que debes creer en alguna creatura humana.
(Fausto de Riez —siglo V—; PL 62, 11)

No digamos «creo en la santa Iglesia» (in ecclesiam) sino que, suprimiendo la


sílaba «en» digamos: «creo que existe la santa Iglesia» como creo que existe
la vida eterna. De otro modo parecería que creemos en el hombre, lo cual es
ilícito. Nosotros creemos solo en Dios y en su única Majestad.
(Pascasio Radbert —siglo IX—; PL 120, 1402.1404)

Se podrá decir «creo en la Iglesia» si se entiende refiriéndolo al Espíritu Santo


que santifica a la Iglesia. Pero es mejor conservar el uso común y decir simple-
mente: «creo [que existe] la santa Iglesia» sin la preposición en.
(Tomás de Aquino, 2-2 1, 9, ad 5)

Hay que creer [que existe] la Iglesia, pero no creer en la Iglesia. Pues en las
personas de la Trinidad creemos de tal manera que ponemos en ellas toda nues-
tra fe. Y luego cambiamos el modo de hablar y decimos [que existe] «la santa
Iglesia»
19 para con estos lenguajes diversos distinguir al Creador de las creaturas.
(Catecismo de Trento, I, cap. 10, n.º 23)19

19. Esos textos un poco más comentados en «¿Podemos creer en la Iglesia?»: Sal
Terrae (1998), pp. 465-473.

91
8

LA DIVINIZACIÓN DEL PAPA

Por si la acusación suena a exagerada tal como la formulamos en el título


de este capítulo, conviene comenzar examinando algunos testimonios.

1. Algunos datos

a) «Confesamos que el papa romano tiene potestad para cambiar la Es-


critura y aumentarla o recortarla según su voluntad. Confesamos que el
santísimo papa debe ser honrado por todos con el honor debido a Dios y
la genuflexión mayor debida a Cristo».
Estas palabras increíbles provienen de la profesión de fe que propo-
nían los jesuitas a los protestantes húngaros para pasar a la Iglesia cató-
lica a finales del siglo XVII. Joseph Ratzinger, que califica esta profesión
de «monstruosa», reconoce después que el magisterio nunca intervino
contra ella; y la presenta como muestra «indiscutible» de que, «antes y
después» del Vaticano I, se trató con un doble rasero a las tendencias
«heréticas» que se inclinaban más de parte de los obispos que a las que
se inclinaban hacia la parte del papa1.
b) Pero esta denuncia de Ratzinger no es única: en pleno siglo XIX,
un artículo de La Civiltà Cattolica escribía que «cuando el papa medita,
es Dios quien piensa en él». Y el arzobispo de Reims tuvo que denunciar
que se daba en la Iglesia una idolatría del papado: se hablaba del papa
como «Vice-Dios de la humanidad» y se le aplicaban títulos atribuidos
a Cristo («más alto que los cielos, santo y separado de los pecadores»)
u oraciones dirigidas al Espíritu Santo (como la célebre secuencia de la
misa de Pentecostés). Como suele ocurrir, la denuncia de este arzobispo

1. Tomo la cita del mismo Ratzinger en El nuevo pueblo de Dios, Herder, Barcelo-
na, 1972, p. 158.

93
herejías del catolicismo actual

se quedó sola: pues el obispo Bernard de Tulle presentaba al papa como


«el Verbo encarnado que se prolonga», y Mermillod, obispo de Ginebra,
predicaba tranquilamente sobre «las tres encarnaciones del Hijo de Dios:
en el seno de una virgen, en la eucaristía y en el anciano del Vaticano»2.
c) En ese mismo siglo, el diario francés L’Univers aplicaba al papa
Pío IX el himno litúrgico «Oh, Dios, fuerza constante de las cosas» ha-
blando de «Pío, fuerza constante de las cosas». Y en un libro de medita-
ciones atribuido a san Juan Bosco se leía: «el papa es Dios en la tierra...
Jesús colocó al papa más arriba de los profetas, por encima del precursor
y más alto que los ángeles, Jesús puso al papa al mismo nivel que Dios»3.
d) Modernamente nos hemos acostumbrado tranquilamente a lla-
mar al papa «Santo Padre» o «Santidad», y lo más incomprensible es que
los papas aceptan esa designación, en claro contraste con la reacción de
Jesús: «solo Dios es santo» (Mc 10, 18) y con las palabras de Juan Pablo II
de que el único título digno del sucesor de Pedro es el de «siervo de los
siervos de Dios» (el menos usado...)4. Como consecuencia de esa costum-
bre han brotado aclamaciones idólatras como la de totus tuus que pro-
yecta sobre un ser humano una entrega tan total como solo puede tenerse
con Dios. Cabría tener cierta comprensión hacia ese grito desde el dato
psicológico de que las masas necesitan tener «ídolos» a quienes aclamar.
Pero, si cabe una disculpa para la ignorancia de las gentes, más difícil es
hallarla para la tolerancia de las autoridades eclesiásticas: porque el culto
a la persona es contrario al evangelio de Jesús. El populismo, que criti-
camos a veces en los políticos, es aún más criticable en una Iglesia que se
autodefine como «señal eficaz de comunión».
e) Una terrible consecuencia de estos desvíos la tenemos en unos
episodios aún recientes y de los más dolorosos de toda la historia de la
Iglesia: me estoy refiriendo a la degradación de Marcial Maciel, fundador
de los Legionarios de Cristo, pederasta y drogadicto que además (por esa
ley fatal de que el abusado suele acabar convirtiéndose en abusador) dejó
tras de sí un reguero —no sabemos si grande o pequeño— de abusadores.
Pero que, gracias a su atractivo personal y a cantidades ingentes de dinero
provenientes de los grupos financieros de Monterrey, logró burlar duran-
te cincuenta años a toda la curia romana, hasta ser propuesto por Juan
Pablo II como «modelo para la juventud».
Que un político proponga como modelo de empresario a un delin-
cuente (como ocurrió a Jordi Pujol con el señor De la Rosa) ya no nos

2. Datos tomados de A. Fliche y V. Martin, Historia de la Iglesia, XXV, EDICEP,


Valencia, 1974, p. 329.
3. Citado por E. Hills, Ministry and authority in the Catholic Church, Geoffrey
Chapman, Londres, 1988, pp. 64-65.
4. En la encíclica Ut unum sint, n.º 95.

94
la diViNiZaciÓN del PaPa

extraña por desgracia: en fin de cuentas, para los políticos, el bien y el


mal moral parecen coincidir con lo que favorece o daña a su partido.
Pero que un papa, con la mejor buena voluntad del mundo, proponga
como modelo para la juventud a un pervertido y corruptor, revela un
fallo muy grande en la institución eclesial. Y que quienes pudiendo evi-
tar o reparar eso no lo hicieran o no se atrevieran a hacerlo, revela una
falta incomprensible de amor a la Iglesia y al papa, o un miedo inexpli-
cable en una institución que se proclama sucesora de Pedro y Pablo, y se
sabe auxiliada por el Espíritu5...
Pues bien: todos los que, luego de ser abusados sexualmente por Ma-
ciel, se atrevieron a contarlo y a denunciarle explican que Maciel les tran-
quilizaba arguyendo que «por su enfermedad y por lo arduo de su misión,
Pío XII le había dado permiso para que le masturbaran». Aquellos infeli-
ces jóvenes seminaristas, tan maltratados primero y tan vejados después,
ignoraban el elemental principio bíblico de que «hay que obedecer a Dios
antes que a los hombres» (Hch 4, 18 y 5, 20); y que los papas, por grande
que sea su misión, son simplemente hombres como el pescador Pedro, sin
poder para autorizar daños morales para gloria de la Iglesia6.
Y todavía hoy, sesenta años después, ¿qué es lo que libra a semejante
legión de una actuación seria por parte de Roma? ¿La buena voluntad
innegable y ciega de muchos de sus miembros? Probablemente no, sino
más bien un culto casi servil a la figura del papa, que fue también típico
de su fundador. Ese culto a la persona y mucho dinero.
Los seres humanos (como acabamos de decir) tenemos una tendencia
casi irresistible a los mitos y a los ídolos: y esta tendencia actúa tanto en
el campo religioso como en el deportivo, en el político o en el artístico.
Pero al menos en el primer campo cabría esperar que quienes son objeto
de esa veneración no se dejen mecer por ella ni caigan en la tentación de
aceptarla sin matices. En el capítulo anterior evocábamos la reacción
de Pablo (pese a lo dura y perseguida que fue su vida) cuando lo quisie-
ron adorar junto a Bernabé, tomándolos por dioses: «¿Qué hacéis? ¡No
somos más que hombres como vosotros!» (Hch 14, 15).
Por eso, más sorprendente aún que todos esos datos increíbles resulta
el hecho de que ninguno de ellos mereció ni una llamada de atención ni

5. A algo de eso parece que aludía el cardenal Ratzinger en su llamativo discurso


del Viernes Santo del 2005, cuando dijo: «Señor, tu Iglesia se asemeja a una barca nau-
fragando que hace agua por todas partes; sus vestiduras sucias y su rostro manchado nos
entristecen y perturban».
6. Para toda esta historia (que no sabe uno si produce más dolor que vergüenza)
remito al menos a estas dos obras provenientes de las víctimas de Maciel: La voluntad de
no saber (Mondadori, México, 2012), que comenta toda la documentación presentada al
Vaticano desde 1958, y El Legionario, de A. Espinosa (Grijalbo, México, 2003). La alusión
a Pío XII se encuentra varias veces en el segundo de esos libros (pp. 145, 162, 201...).

95
herejías del catolicismo actual

mucho menos una condena por parte de la Congregación romana para la


defensa de la fe, tan celosa y tan dura a la hora de condenar a otros miem-
bros de la Iglesia que intenta servir con radicalidad al Evangelio. Estos
días era fácil escuchar un comentario muy frecuente: ¿qué habría ocurri-
do si todas las atrocidades inveteradas de Maciel las hubiese cometido un
teólogo de la liberación (uno solo)? La espada vaticana habría sido tan
feroz como el ángel del Señor que mató a todos los primogénitos de los
egipcios (Ex 11-12)... Ello es una confirmación de aquel doble rasero que
había denunciado Ratzinger en su juventud. Y esa doble medida deriva
del hecho de que la defensa del papa o del papado se identificaba total y
adecuadamente con una defensa de Dios. Con lo cual aparecía siempre
como libre de culpa y bañada de santidad.

2. Un mal argumento

Esta desfiguración tan clara del ministerio petrino tiene una pseudojus-
tificación teológica que arranca de una falsa intelección de la divinidad
de la Iglesia que podemos presentar en dos pasos.
a) La Iglesia tiene, para todo cristiano, una dimensión mistérica: no
obstante, el Vaticano II (con el cambio de orden de los capítulos 2 y 3 de
la constitución LG), dejó claro que el misterio de la Iglesia no reside en
el poder: de hecho, la expresión «poder sagrado» (jerarquía) no aparece
nunca en el Nuevo Testamento y no entrará en el lenguaje eclesiástico
hasta el siglo V. El misterio, o la dimensión sagrada de la Iglesia, es el
amor y la igualdad que se expresan en la designación de pueblo de Dios.
Pero, reconocida esta dimensión trascendente de la Iglesia, hay que
añadir que en la manera de presentarla se ha incurrido muchas veces en
errores paralelos a los que relata la cristología a la hora de expresar la
divinidad de Jesús: en concreto domina en muchas mentalidades una es-
pecie de «monofisismo» eclesiológico7: una manera de ver donde la di-
mensión divina hace desaparecer u olvidar la dimensión humana. Esta no
es explícitamente negada, pero se prescinde de ella a la hora de concebir
y constituir la Iglesia, y solo se recurre a ella cuando se producen escán-
dalos. Aunque la Iglesia confiesa que Jesús «siendo de condición divina se
despojó de su rango», ella no parece dispuesta a seguir ese mismo camino.
Así, Gregorio XVI se opone a toda la tradición primera que hablaba
de la Iglesia como «la siempre necesitada de reforma» y la tacha de «ab-
surda e injuriosa»... porque no puede «ni siquiera pensarse que la Iglesia
esté sujeta a defecto o ignorancia o a cualesquiera otras imperfecciones»8.

7. Derivado del cristológico «monofisismo latente» que denunciaba Rahner y del


que hablamos en el capítulo 1.
8. Gregorio XVI, Mirari vos, n.º 6.

96
la diViNiZaciÓN del PaPa

Sin que ello obste para que luego, a la hora de defender los Estados Ponti-
ficios, esa dimensión humana se hiciera demasiado patente cuando Pío IX
reunía ejércitos y dictaba penas de muerte...
Otro ejemplo menos hiriente de ese monofisismo eclesial era la re-
sistencia con que, en la época anterior al Vaticano II, la curia romana se
negaba a hablar de «la Iglesia pecadora» contradiciendo la primera tradi-
ción que calificaba a la Iglesia como «la casta meretriz». Hasta que Rah-
ner, apelando a que la santa Iglesia estaba compuesta por hombres peca-
dores (cosa que nadie podría negar sin que le cayera encima el concilio
de Trento), comenzó a hablar de «la pecadora Iglesia de los pecadores»...
b) Pues bien: a este monofisismo eclesiástico que falsifica la doble
dimensión de la Iglesia y el anonadamiento de Dios en ella, se le va a
añadir con demasiada frecuencia la reducción de toda la Iglesia a solo el
papa. No solo por esa pendiente de todo lenguaje que acaba sustituyendo
a las comunidades por sus gobernantes (v. gr. «Argentina» nacionaliza
YPF, aunque no se trata de toda la nación sino de su presidenta)9, sino
incluso formulándolo de una manera más explícita y consciente: «al papa
se le puede llamar la Iglesia» (papa qui potest dici ecclesia) escribía Gil de
Roma entre los siglos XIII-XIV. Y esa desviación pervivía, y se consagraba,
en el programa de aquel grupo mafioso de denuncia (La Sapinière) que
tanto daño hizo a la Iglesia durante el pontificado de Pío X que lo
apoyó tácitamente: «puede decirse que el papa y la Iglesia son lo mismo»
(c’est tout un)10.
Este reduccionismo herético no es una mera variante del reduccionis-
mo sociológico que acabamos de evocar y que proviene de las limitaciones
de nuestro lenguaje, sino que es fruto de una cadena de errores teológicos:
primero se reduce el cristianismo a un eclesiocentrismo; y es evidente
que el cristianismo es intrínsecamente eclesial, pero eso no significa que
sea eclesiocéntrico, pues en este caso sería la Iglesia quien dicta lo que ha
de ser el cristianismo, en vez de ser el cristianismo quien dicta cómo
ha de ser la Iglesia. En un segundo paso, el eclesiocentrismo se reduce a
un jerarcocentrismo: la Iglesia se reduce al poder sagrado y el resto de los
fieles son solo el objeto de ese poder sagrado cuya única misión es «aceptar
ser gobernado y obedecer» (y pagar) como dijo Pío X11. Y finalmente,

9. Y, aun en este campo profano descubre a veces su insuficiencia cuando se atribuye


a la totalidad de un Estado lo que hizo solo una parte de él a la que tocaba gobernar en aquel
momento: Francia, por ejemplo, no firmó el pacto de estabilidad fiscal, sino que lo firmó el
gobierno de Sarkozy, y la señora Merkel no puede pedir a Hollande que lo cumpla. He aquí
el gran pecado de los políticos cuando, cuestiones que deberían ser «de Estado», las reducen
a opciones de un determinado gobierno, destinado a ser caduco como todos.
10. Sobre todo este movimiento puede verse el capítulo que le dediqué en Memoria de
Jesús. Memoria del pueblo (Sal Terrae, Santander, 1984), con toda la bibliografía allí citada.
11. Fin dalla prima nostra enciclica, III.

97
herejías del catolicismo actual

ese jerarcocentrismo se reduce a la figura del papa, separado del colegio


episcopal por la forma como suele gobernar la curia romana: amparán-
dose en el papa para ponerse por encima de los obispos. De este modo,
aquella visión heterodoxa y deforme de la santidad de la Iglesia acaba
concentrándose en la persona del papa, y este recibe una sacralidad que lo
vuelve ajeno a las dimensiones humanas: «más alto que los cielos, santo y
separado de los pecadores» según uno de los textos antes citados.
Con este modo de pensar se termina negando expresamente la en-
señanza del Vaticano II que habla de la Iglesia como imagen de la Trini-
dad (LG 4): una de las enseñanzas del dogma trinitario (con la igualdad
absoluta de las tres personas) es que Dios no es una «monarquía», como
gustaban de llamarlo los partidarios de Arrio a comienzos del siglo IV:
porque el Ser de Dios es darse y compartir en igualdad (este es uno de los
significados fundamentales del dogma de la Trinidad: «coeternos, con-
sustanciales, coiguales», como gustaban de decir los primeros cristianos).
En contraste con esa imagen de Dios, resulta que el papa sí que es un
monarca al que nadie se iguala y al que toda la Iglesia queda subordinada
no solo en el orden del hacer y de la obediencia, sino en el orden del ser.
Cabe hablar entonces de un verdadero «subordinacionismo eclesial» que
refleja el herético subordinacionismo cristológico.

3. Desarrollo histórico

Buscando los orígenes históricos de esta divinización nos encontramos


con estos dos textos que vale la pena comparar: uno es del año 600
aproximadamente y el otro de 1075. Uno es de un gran papa y el otro
procede del entorno del papa:
En el encabezamiento de vuestra carta descubro ese título de soberbia (papa
universal) que yo rechazo: no es en las palabras donde yo deseo hallar mi
grandeza sino en mis costumbres, y no considero honor aquello que, bien
lo sé, perjudicaría el honor de mis hermanos... Mi propio honor lo consti-
tuye el sólido vigor de mis hermanos. Pero si me tratáis a mí de universal,
rechazáis en vos aquello en lo que me atribuís universalidad a mí. Dejemos
las palabras que hinchan la vanidad y hieren la caridad12.

Cuatro siglos más tarde nace en el entorno romano el increíble tex-


to llamado Dictatus papae al que pertenecen estas frases:

La iglesia romana fue fundada por Jesucristo solo. [De ahí que] solo el ro-
mano pontífice es digno de ser llamado universal... Solo él es digno de usar

12. San Gregorio Magno, Epístola 8.ª (a un patriarca oriental) (PL 77, 933c). «Papa»
es una abreviatura de la expresión «padre de los padres», de ahí que Gregorio la rechace
como atribución de una universalidad que quita espacio a sus hermanos.

98
la diViNiZaciÓN del PaPa

insignias imperiales; es el único hombre cuyos pies besan todos los prínci-
pes. No existe texto jurídico alguno fuera de su autoridad; su sentencia no
puede ser reformada por nadie y él puede reformar las de todos. No puede
ser juzgado por nadie. La iglesia romana nunca se ha equivocado y nunca
podrá equivocarse. El romano pontífice canónicamente ordenado es indu-
dablemente santo por los méritos de san Pedro... (PL 148, 407-408).

Basten estas pocas proposiciones, aunque el texto íntegro consta


de 27. Al principio se atribuye al sucesor de Pedro un poder propiamente
imperial que, evidentemente, nunca tuvo su predecesor. Pero luego se
funda ese poder en cualidades divinas: nunca puede equivocarse y es
indudablemente santo... No cabe imaginar mejor ejemplo de lo que fue
la tercera tentación diabólica que Jesús rechazó: «todo este poder te daré
si postrándote me adoras» (Mt 4, 9). El contraste entre este texto y el
anterior de san Gregorio Magno es bien llamativo.
Y ¿qué es lo que hay entre ambos textos, o qué ha ocurrido del uno
al otro? Simplemente la adopción de poder político por los papas a co-
mienzos del siglo IX. Y aún peor que ese poder político fue que, a cambio
de él, el papa se atribuyó el poder de «coronar emperador» a Carlomag-
no, en la Navidad del año 800. Si traición al Evangelio fue lo primero,
quizás es aún peor lo segundo: pues el obispo de Roma no tenía ningún
poder para restaurar el antiguo Imperio romano. Esta decisión, además
de dar origen a una tremenda corrupción del papado durante ese siglo IX
(el llamado «siglo de hierro del pontificado»), comenzó a resquebrajar las
relaciones con el Oriente, donde Constantinopla se consideraba única
heredera del Imperio romano. Cuando más tarde Gregorio VII quiso re-
formar la conducta moral de los papas y la corrupción que de ella dima-
naba, no encontró otro camino que reforzar aún más el autoritarismo y el
centralismo romanos, dando lugar al Dictatus papae antes citado.
El último inconveniente de ese poder temporal que desfiguraba el
ministerio de Pedro fue que (aunque se reformaron las conductas perso-
nales de los papas), dio lugar a las peleas constantes de los papas con los
diversos emperadores que, por razones en realidad políticas, desembo-
caron en la famosa bula Unam sanctam de Bonifacio VIII donde el papa
vuelve a magnificarse y define (!) que «someterse al romano pontífice es
necesario para la salvación de todos los hombres» (DH 875).
Aunque más tarde Pío XII rechazara esas palabras de su predecesor
Bonifacio13, es innegable que algo de esa mentalidad ha configurado el
inconsciente colectivo (o el inconsciente de la catequesis, de la predi-
cación y de las actuaciones papales) durante siglos. Y ese inconsciente

13. Ver el texto citado en Presencia pública de la Iglesia: ¿fermento de fraternidad o


camisa de fuerza?, Cristianisme i Justícia, Barcelona, (2009), pp. 32-33.

99
herejías del catolicismo actual

se refleja en los textos o títulos modernos citados al comienzo de este


capítulo. Hoy la curia romana se sirve de ese inconsciente para sostener
su propio poder presentándose como mano derecha de los papas, y
olvidando que esa mano derecha es el colegio episcopal universal y que
la burocracia no existe para provecho de ella misma, sino para servicio
de la verdadera autoridad de la Iglesia que es el colegio episcopal con
Pedro, su cabeza.
El último efecto trágico de esta divinización del papa de la que hoy
se aprovecha la curia romana, es que ella está en la raíz del enorme
pecado de la división de los cristianos y del poco empeño ecuménico
de Roma que prefiere su autodivinización a la unión de todos los cris-
tianos. No pretendo al decir esto que las iglesias separadas no tengan
también su culpa: pues ya se sabe que el gran problema de la conviven-
cia humana no es si tenemos o no tenemos razón, sino cómo usamos la
razón que tenemos; y en este buen uso no brillaron ni los griegos ni los
reformadores del siglo XVI. Pero un católico debe reconocer que fue
su iglesia la que provocó las reacciones que acabaron en la separación:
por la corrupción del papado en el Renacimiento y por la destemplada
e injustificada excomunión lanzada por el cardenal Humberto en el si-
glo XI. ¡A esto acabó conduciendo todo el poder absoluto adquirido por
Roma en tiempos de Carlomagno!: el papa coronador de emperadores;
y el sucesor de Pedro monarca terreno. ¡Qué lejos de aquella Roma de
los primeros ocho siglos que se ganó la autoridad ante todas las iglesias
«por su preeminencia en el amor» (Ignacio de Antioquía) y por su des-
interesada capacidad de arbitraje!
Y reconocer esto no es manía de hoy: ya en 1537, a petición de Pau-
lo III, una comisión de cardenales redactó un informe en el que se decía:

[...] algunos papas predecesores tuyos «no soportando la verdad, se forja-


ron maestros a medida de sus concupiscencias» (2 Tim, 4, 4)... para que la
sutileza y el esfuerzo de esos maestros encontrase razones por las que re-
sultaba lícito lo que se ambicionaba. Y si a todo poder le sigue la adulación
como la sombra al cuerpo, y si siempre ha sido muy difícil que la verdad
llegue al oído de los que gobiernan, de lo dicho anteriormente se siguió que
comenzaron a aparecer doctores que enseñaban que el papa es dueño de
todos los cargos... y que la voluntad del papa, sea cual sea, es la regla por
la que ha de regirse todo14.

Espléndido texto de la mejor tradición católica, aunque cabe lamentar


que esos «aduladores» que revisten su adulación de verdad y de ortodoxia
perduren hasta hoy: porque el problema no es meramente de bondad
o maldad personal, sino de estructuras. Me parece significativo en este

14. Actas de Trento: Concilium Tridentinum, vol. XII, 131 ss.

100
la diViNiZaciÓN del PaPa

contexto que el papa actual haya sentido la necesidad de ejercer parte de


su ministerio presentando como simple teólogo una extensa obra sobre
Jesús: como si quisiera invitar a los fieles a que sea el seguimiento y la
voluntad de Jesucristo, y no la voluntad del papa, las que deben orientar
y regir sus vidas15.

4. Pedro y Constantino

El ministerio de Pedro es un ministerio necesario y espléndido: que


la Iglesia tenga un ministerio dedicado a la unidad y la edificación de la
comunión constituye para mí una razón para ser católico, aunque puedo
comprender a quienes ven en la desfiguración sufrida por el primado de
Pedro una razón para no serlo. Ello nos lleva a concluir este capítulo evo-
cando como tarea el título del gran teólogo ortodoxo O. Clement: Roma
de otra manera. Por tanto, lo que «constituye una dificultad para los otros
cristianos» no es «la convicción de la Iglesia católica de haber conservado
en el ministerio del obispo de Roma el signo visible y garante de la uni-
dad», como escribía Juan Pablo II hace ya casi veinte años16. Compartien-
do esa convicción de la Iglesia católica se puede también sostener que el
obstáculo ecuménico reside más bien en la forma concreta, desaforada,
centralizada, sacralizada y contraria a la más primitiva tradición, de que
se ha ido revistiendo ese ministerio. Una mitificación del papado sería to-
lerable si Roma fuera la abanderada indiscutible de los pobres de la tierra
y de las víctimas de la historia: en fin de cuentas, así es como fue naciendo
el prestigio de la iglesia de Roma en el cristianismo primitivo. Pero cuando
los humanos divinizan algo, no suele ser para provecho de los pobres sino
para provecho propio...
Por eso, el mayor servicio que puede hacerse hoy a la iglesia de Roma
es el empeño y el esfuerzo por que el papa aparezca efectivamente ante
la humanidad como sucesor de Pedro y no de Constantino o del sumo sa-
cerdote judío: vestido con «las sandalias del pescador» y no con coronas
terrenas o celestiales. Que Roma aparezca como «signo visible y garante

15. Aunque cabe lamentar la opción por un solo tipo de exégesis (la que Ratzinger
llama «canónica»), sin bajar para nada a la arena de la investigación crítica en la que se
mueven los hombres de hoy. La exégesis canónica es, por supuesto, legítima, y el libro tie-
ne páginas de espiritualidad muy ricas. Pero no debería excluir ni condenar el otro tipo de
esfuerzo que nos sitúa en igualdad con las gentes de nuestros días. Yo creo además que la
investigación histórica puede ser una verdadera bendición de Dios porque garantiza rasgos
muy relevantes del llamado «Jesús histórico».
16. Encíclica Ut unum sint, 88. El papa añade: «pido perdón por la responsabilidad
que tengamos en eso». Y el beato J. H. Newman personifica paradigmáticamente esos dos
polos, dado que se hizo católico por la convicción de esa continuidad en el ministerio pe-
trino de unidad, pero fue siempre muy crítico con la manera como se ejercía ese ministerio
en la Roma de su tiempo.

101
herejías del catolicismo actual

de la unidad» de todas las iglesias, como decía Juan Pablo II, y no como
mera imposición extrínseca de una uniformidad que es tan contraria a la
vida de las iglesias como a la misma unidad. Lo cual tampoco es nuevo
sino más bien olvidado: también en el siglo XVI, el secretario de Ignacio
de Loyola (P. Nadal) escribía que: «los de la Compañía son papistas en lo
que deben serlo y no en lo demás; y solo con el intento de la divina gloria
y el bien común»17.
Ya insinué antes que el dogma trinitario enseña algo fundamental en
este sentido: la absoluta, e irrenunciable, unidad de Dios no elimina las
diversidades (que llamamos torpemente, Padre Hijo y Espíritu), sino que
las armoniza y unifica. Dios es más uno siendo plural que siendo solo.
Como en música hay más unidad en el acorde armónico de varias notas
diversas que en la mera repetición de una misma nota. La unidad de
Dios que debe reflejar la Iglesia es la unidad de la vida, y de la vida plena;
no la monótona uniformidad de lo inerte.
Se han hecho ya famosas las palabras de un discurso de Martin Lu-
ther King: «I have a dream» (tengo un sueño). Algunos de aquellos sue-
ños del líder negro se han cumplido ya, sin que esto signifique haber
llegado a una tierra ideal, ajena a esta dimensión. Pero eso nos permite a
nosotros soñar también (evocando las peticiones de perdón de Pablo VI
y de Juan Pablo II) con el día en que un papa pronuncie aquellas palabras
regias y balsámicas: «Lo sentimos mucho. Nos hemos equivocado. Y
no volverá a ocurrir».

17. Monumenta Historica S.I., 2, 263.

102
la diViNiZaciÓN del PaPa

Antes de ti hubo pastores que se jugaron totalmente la vida por las ovejas, que
ponían su gloria en su misión..., que no consideraban lesivo para su dignidad
más que lo nocivo para la salud de sus ovejas, que no buscaban sus propios
intereses, sino que los ponían en juego... La única ganancia que sacaban de
sus súbditos, su única pompa y su único placer era si podían formar un pueblo
de Dios agradable al Señor... Ya sé que no empezaron contigo todos estos usos
(mejor diría estos abusos), pero ojalá se terminen contigo. Y, sin embargo, tú, el
pastor supremo, apareces en público vestido de oro y como la novia del salmo.
¿Qué van a entender las ovejas?... ¿Acaso hacía eso san Pedro?... Y ya ves cómo
luego se pone a hervir todo el celo de los eclesiásticos para defender la dignidad.
Al honor se le debe todo, a la santidad poco o nada. ¿Y si empezaras a moverte
con algo más de sencillez y de sentido social, puesto que no faltan razones para
ello? Pero enseguida oigo que me dicen: «¡No!, no estaría bien, no es propio de
los tiempos, sería contrario a su dignidad; hay que atender a la respetabilidad
de la persona»... Es curioso: de lo único que no se habla es de si sería voluntad
de Dios o no... Aquel en cuya silla estás es san Pedro, de quien no se sabe que
saliera jamás vestido de sedas o adornado de piedras o cubierto de oro ni en ca-
ballo blanco ni rodeado de soldados. Y ya ves: sin nada de eso pensó que podía
cumplir el mandato del Señor... En todo aquello no has sucedido a Pedro sino
a Constantino.
(Carta de san Bernardo al papa Eugenio III)18

Los hijos fieles de la Iglesia no cuestionan la autoridad del papa, sino el sistema
que le aprisiona y le hace solidario de la menor disposición de las autoridades
romanas, lleve o no su firma. Es deseable que se llegue a liberar al papa del siste-
ma del que hay quejas desde hace varios siglos, sin que llegue a desembarazarse
de él. Porque, aunque los papas pasen, la curia permanece.
(Cardenal Suenes, Inform. Cathol. Int., Supplément,
336 [15.05.1969], p. 15)

Deja la curia, Pedro, / desmantela el sinedrio y la muralla. / Ordena que se cam-


bien / todas las filacterias impecables / en palabras de vida temblorosas.
(Pere Casaldáliga)

18 De consideratione (PL 182, 771 ss.). He elegido este texto para llamar la atención
sobre la palabra «dignidad», que ha ido apareciendo en muchas de las herejías estudiadas.

103
9

CLERICALISMO

El Diccionario de la lengua española define el clericalismo como «influen-


cia excesiva del clero en los asuntos políticos». Aquí no vamos a usarlo
exactamente en ese sentido, cuyo lugar propio es una sociedad plural y un
Estado laico. En una sociedad de cristiandad, donde los poderes políticos
son todos miembros de la Iglesia, esa influencia excesiva en los asuntos po-
líticos se convertía también en una influencia excesiva del clero en el seno
de la comunidad eclesial y en la vida del pueblo de Dios. Entonces todo
el intríngulis estaría en determinar cuál debe ser esa influencia legítima y
qué espacio queda en la Iglesia para la responsabilidad de los laicos, que es
una responsabilidad incluso apostólica, como determinó el Vaticano II.
Es posible que el clericalismo así entendido no sea exactamente una
herejía sino una mala conducta o una mala costumbre. Pero a veces se en-
cuentra uno con textos que obligan a llevarlo más allá. Como, por ejem-
plo, esta perla del papa Bonifacio VIII: «Que los laicos sean enemigos del
clero lo atestigua en alto grado la antigüedad, y lo enseñan claramente las
experiencias de hoy»...
Eso enseñaba este papa increíble en una la bula pontificia Clericis lai-
cos, de abril de 1296. Como se ve, no contento con divinizarse (como
vimos en el capítulo anterior) y encarcelar a su predecesor san Celes-
tino V (único papa que ha dimitido en la historia de la Iglesia), Bonifa-
cio VIII procuraba sacralizar su entorno, quizá para asegurar así su po-
der. No obstante, hablando con rigor, el texto citado debería entenderse
como referido no a «laicos y clérigos en general», sino al rey de Francia,
Felipe IV, y al papa Bonifacio en particular: pues en aquella sociedad
medieval tan estratificada parecía no haber más laicos que los señores
del pueblo ni más clérigos que los dignatarios eclesiásticos.
El lenguaje, no obstante, va mucho más allá de lo que pretendía aquel
papa. Porque uno de sus teólogos, Gil de Roma citado en el capítulo

105
herejías del catolicismo actual

anterior porque afirmaba que al papa aislado «se le puede llamar la Igle-
sia», escribió que «no existe título alguno justo de posesión ni para los
bienes temporales ni para las personas si no es bajo la autoridad de la
Iglesia y por la Iglesia»1, lo cual es manifiestamente herético. No es mo-
mento de discutir si todavía hay obispos que siguen pensando así, aunque
a veces lo parece. Pero al menos sí conviene constatar que si hoy exis-
ten anticlericales agresivos y trasnochados (que los hay), es porque antes
existieron otros «antilaicales»: y estos no simplemente trasnochados sino
nada cristianos.
Y el tufillo heterodoxo se percibe atendiendo a las dos razones que
siguen.

1. Razones teológicas anticlericales

a) Etimológicamente, así como laos (pueblo) designa en griego a una


comunidad o grupo, la palabra kleros no es una designación social, sino
que significa simplemente herencia, suerte. En el Nuevo Testamento toda
la comunidad de creyentes es «clerical» (afortunada) porque ha sido lla-
mada a compartir la herencia (kleros) de los santos en la luz (Col 1, 17).
No existen, por tanto, clero y laicado, sino una comunidad, un pueblo
afortunado que, como todo grupo humano, necesitará diversos servicios
de enseñanza, dirección, salud...
Más tarde, cuando la Iglesia ya es muy numerosa y se ha implantado
en todo el Imperio, los ministerios eclesiales comenzarán a ser cargos re-
vestidos de una cierta aureola y de una dignidad mundana que los hará
humanamente apetecibles. Entonces comienza a reservarse para ellos la
palabra «clero» y, sin querer, se le irá cambiando el significado. Así se pasa,
valga la ironía, del «pueblo afortunado» a «los afortunados del pueblo».
b) Una vez hecho este negocio verbal, sería un gran error argumen-
tar a favor de esa presunta superioridad del clero esgrimiendo en su favor
el título de «sacerdote». Según el Nuevo Testamento no hay más que un
único y definitivo sacerdote que es Jesucristo como plenamente Dios y
plenamente hombre que lo hacen «Mediador único» (1 Tim 2, 5). Y el
adjetivo «sacerdotal» solo se aplica al pueblo de Dios (reino de sacerdo-
tes o pueblo sacerdotal: Ap 1, 6; 1 Pe 2, 9), nunca a un individuo aisla-
do, por importante que sea su función en ese pueblo de Dios. El Nuevo
Testamento rehúye expresamente llamar sacerdotes a los servidores o
responsables de las iglesias; mientras que conserva ese nombre cuando
se refiere a los de la religión judía (por ejemplo, Mc 8, 31, entre otros):
los responsables de las iglesias son llamados presbíteros, supervisores, ser-
vidores, «los que trabajan por vosotros»... pero nunca sacerdotes.

1. De ecclesiastica potestate, II.9.

106
clericalismo

En cambio, en el catolicismo de hoy, el ministerio eclesial se ha ido


asimilando más al sacerdocio veterotestamentario que al de las prime-
ras comunidades cristianas. Y mantener ese nombre de sacerdotes, como
hace nuestro catolicismo, podría ser otro ejemplo de lo que antes des-
cribíamos como poner el magisterio por encima de la palabra de Dios.
Significativamente, el Vaticano II, en su decreto sobre este tema, prefirió
de manera abrumadora la palabra «presbíteros» (más de ochenta veces
frente a unas diez en que habla de sacerdotes y que en algún caso son
citas). Las iglesias luteranas han recurrido al término «pastor» de honda
raíz bíblica, pero hoy ya poco significativo para nosotros.

En la hora actual, dada la globalización futbolística (que junto con la financie-


ra ha sido la única real), cabe evocar al menos, si no la palabra, la imagen de
algunos entrenadores: hombres hoy de moda, como Vicente del Bosque y Pep
Guardiola, que, más allá de la calidad y los éxitos de su fútbol —que pueden de-
pender también de otros factores—, han sabido sobre todo crear equipo, crear
comunidad2, un grupo donde todos son para todos y nadie juega para sí, y don-
de incluso aquellos a los que no les toca «salir al campo» se sienten integrados.
Hombres que, en el momento del éxito, saben tener sus primeras palabras para
el perdedor, como hizo Del Bosque tras ganar la final de la Eurocopa del 2012,
en el gesto más grande de toda aquella gesta.

Pero dejemos el deporte, que desgraciadamente funciona más como


droga que como estímulo, y dejemos el lenguaje por apasionante que
sea. En cualquier caso, pretender investir a una persona aislada con la
dignidad del sacerdocio de Cristo rompe la igualdad en la familia de
Dios y la armonía entre los miembros del cuerpo, donde los más débi-
les son tratados con más cuidado. El cura no tiene un poder individual
exclusivo para consagrar el pan y el vino o para perdonar los pecados:
ese poder lo tiene la comunidad eclesial, que es la que efectivamente
consagra y perdona; y el presbítero en ella es el lazo que une cada comu-
nidad concreta con la Iglesia universal evitando que se convierta en mera
secta3. Igualmente, en el perdón de los pecados, el cura actúa como re-
presentante de toda la Iglesia: así se fue implantando a partir del siglo VI

2. Mi pequeño estudio sobre el ministerio eclesial se titulaba precisamente Hom-


bres de la comunidad (Sal Terrae, Santander, 1989 y Caracas, 2011). Al hacer la versión
inglesa me propusieron los editores traducir el título como Builders of community (Con-
vivium Press, Miami, 2012). Me sentí muy bien interpretado con esa traducción.
3. La mentalidad de la primera tradición se refleja en estas palabras del abad de Igny,
Guerrico (muerto en 1157 y beatificado por León XIII): «No debemos creer que... solo
el sacerdote consagra y ofrece el cuerpo de Cristo. No sacrifica ni consagra él solo, sino
que toda la asamblea lo hace con él» (PL 185, 67). También vale la pena recordar cómo la
antigua plegaria eucarística anterior al Vaticano II hablaba siempre en plural («rogamus,
offerimus», «tibi offerunt» referido a los fieles...).

107
herejías del catolicismo actual

(y no sin resistencias), para evitar al penitente la vergüenza pública ante


toda la comunidad, que resultaba demasiado onerosa. Precisamente por
eso, hasta antes de Trento no era infrecuente que, en caso de necesidad
y si no había ningún presbítero, pudiera uno confesarse con un laico que
suplía la representación de la Iglesia al no haber ministro, pese a la duda
de si esa representación era válida.
En definitiva: el Nuevo Testamento y la primitiva tradición eclesial
no eran nada clericales. ¿Por qué habríamos de serlo nosotros?

2. Otra vez «el polvo de la historia»

Como suele ocurrir en la historia, y hemos procurado mostrar en otros


casos, esa evolución tiene sus razones que la hacen comprensible en su
contexto, aunque no justifican su pervivencia todavía hoy. Ya en el capí-
tulo 4, al hablar de la eucaristía, vimos cómo la evolución de la cena del
Señor había favorecido cierto clericalismo. Es hora de retomar lo que
allí solo fue una insinuación rápida.
La implantación de la Iglesia en el Imperio, a través de lo que lla-
mamos constantinismo, trajo, como es sabido, un descenso en los niveles
de exigencia y espiritualidad cristianas: los apoyos sociológicos facilitan
siempre la cantidad a la vez que deterioran la calidad. Ya sabemos que
entonces surgió la vida monástica con su ida al desierto, como protesta
contra esa mundanización del cristianismo; acabados los mártires, comen-
zaban a surgir los monjes para mantener viva la interpelación de aquellos.
En este contexto era muy normal que la Iglesia, buscando para sus
ministros la mayor perfección, fuese procurando equipararlos con los
monjes, aunque ahora no en la lejanía del desierto sino en medio de
la ciudad: de ahí surgen, por ejemplo, la aspiración y la exhortación al
celibato aunque luego, a la hora de imponerla legalmente, pesaran en ello
otros factores económicos no tan espirituales. Y aun entonces se procura-
ba evitar la distinción elitista del clero como muestran estas palabras del
papa san Celestino I: «Nos hemos de distinguir de los demás hombres
por la doctrina y no por el vestido, por las costumbres y no por los man-
tos, por la pureza de intención y no por un determinado ceremonial»4.
Trento, por la unilateralidad de la polémica antiprotestante, redujo
casi el ministerio presbiteral a una misión cúltica, facilitando así mu-
cho una mirada clerical. El Vaticano II, más equilibradamente, situó
el culto como puente entre la misión de anunciar el Evangelio y la de

4. Carta 4.ª a los obispos de Narbona y Vienne (PL 50, 431). El papa alude con vi-
gor a «algunos sacerdotes del Señor que pretenden servir más a un culto supersticioso que
a la pureza de la fe»... y explica que «a las mentes sencillas de los fieles hay que instruirlas
más que engañarlas».

108
clericalismo

construir comunidad. Desde aquí, la «diferencia esencial» que definió


Trento entre el llamado «sacerdocio ministerial» y el «sacerdocio de
todos los fieles», no implica sin más superioridad sino simplemente di-
versidad cualitativa. En todo caso, la única superioridad posible sería
la que Jesús definió como «señor y maestro, ejemplo os he dado para
que también vosotros os lavéis los pies unos a otros» (Jn 13, 13-14).
Pero, desgraciadamente, en la historia pesa más el polvo que se pega
sobre los vestidos o el aire que se va enrareciendo con el paso del tiem-
po que la oportunidad de limpiar las vestimentas o de cambiar los ves-
tidos o abrir las ventanas para dar paso al aire fresco.

3. Jesús el anticlerical

Que en la comunidad eclesial sean necesarios (absolutamente indis-


pensables) servicios o ministerios no quiere decir que esos ministerios
sean un «poder sagrado»: ya dijimos que la palabra griega que expresa
ese poder sagrado («jerarquía») está total y deliberadamente ausente
del Nuevo Testamento y solo entra en el lenguaje eclesiástico a par-
tir del siglo V con el llamado Pseudodionisio5. Aquí se ponen en juego,
otra vez, el concepto de Dios y el de dignidad que encontramos en los
capítulos anteriores.
Vimos en el capítulo 1 que, en su encarnación, Dios pierde poder
para ganar comunión con nosotros. Por eso no puede ser que los respon-
sables de la Iglesia de Cristo busquen ganar poder a costa de la comunión.
Jesús fue radicalmente crítico contra toda pretensión de superioridad
fundada en razones de poder sagrado, contra todos aquellos que por su
pretendida dignidad religiosa aman ser vistos, ser alabados y ser mirados
como diferentes, tener reservados los primeros puestos o ser tratados de
padre y de maestro o guía: porque eso hiere la paternidad de Dios. No
sé si hoy añadiría Jesús que aman ser tratados de santidad, de excelencia,
eminencia o de príncipes de la Iglesia... Pero lo cierto es que de ese fa-
moso capítulo 23 de san Mateo decía san Jerónimo que fue escrito para
nosotros, porque hemos adquirido esos mismos vicios que Jesús fustigaba
en los fariseos (PL 26, 168).
Otra cosa muy distinta es el respeto y cariño de los fieles, cuando
se han sentido ayudados o servidos por los servidores de la comuni-
dad. Ese cariño y ese respeto deben ser agradecidos, pero nunca deberán
convertirse en un derecho o una exigencia, ni estructurarse en formas
de relación que acaben generando una dependencia como la que criti-

5. Y entonces, propiamente, no por ansias de poder, sino por una visión platónica
de la totalidad de lo real, que establece, junto a una jerarquía celeste, la necesidad de otra
jerarquía terrestre.

109
herejías del catolicismo actual

có una de las mejores novelas de la literatura hispana: La Regenta de


Leopoldo Alas.

4. Liturgia y clericalismo

Repitamos cuantas veces sea preciso: no es que el culto no sea absoluta-


mente necesario, sino que, como cantaba el salmista, «dichosos los que
viven en tu casa alabándote siempre», es decir: la dicha de la alabanza
no está en Dios que no la necesita, está en nosotros que se la damos,
porque nos enriquece personal y comunitariamente. Así es como sitúa
el culto cristiano el Vaticano II, frente al exclusivismo cultual del minis-
terio propio de Trento; y así es como sirve de puente que une las dos ta-
reas, misionera y constructora de la comunidad, típicas del presbítero.
De la otra concepción se sigue un modo de entender el ministe-
rio apostólico como una dignidad cultual y no como cuidado de una
comunidad misionera. Parodiando una de las frases más escandalosas
del Evangelio, podríamos decir entonces que los fieles existen para los
curas, no los curas para los fieles (cf. Mc 2, 22). Semejante idea de sacer-
docio y de culto brota de una concepción de Dios como Poder (y de-
rivadamente como alguien que «da poder»); pero Jesús reveló a Dios
de manera totalmente distinta a ese poder que, si se contacta con él y
se le cae bien, puede dar poder. Le reveló como el Amor que capacita
para amar.
Por otro lado, quizás como modo de ahorrarse problemas con el
Santo Oficio, existe hoy cierta tendencia a buscar un clero carente de
formación teológica: extrovertido y amable sí, pero poco ilustrado y
más bien autoritario. Esa tendencia es compartida por una buen parte
de los seminaristas que solo miran la formación teológica como una
etapa inevitable para el sacerdocio que ellos anhelan. Hace ya años
publiqué una breve nota titulada «¿Hacia un clero analfabeto?»6, y hoy
tengo la sensación de aquel pronóstico se va viendo confirmado, al
menos por lo que hace al ámbito hispano. No es difícil imaginar la
paradoja de un clero y un episcopado que no tienen más que la teolo-
gía de Cuenca o Toledo y el Catecismo de la Iglesia católica, mientras
aparece un laicado que va adquiriendo cada vez más formación y más
competencia teológica...
Pues bien, en este ambiente actual se puede intensificar la misma re-
acción que ya tuvo Trento en su contexto histórico: separar en exceso al
presbítero de la Iglesia y «ontologizar» o cosificar el ministerio mediante

6. En Sal Terrae (octubre, 1994), pp. 735 ss. Allí alertaba de que un clero analfabe-
to será, por inercia, un clero sacramentalista (subrayando la terminación: «el sacramenta-
lismo es una falsificación de lo sacramental», p. 738).

110
clericalismo

una reducción exclusiva a lo cultual7, para ahí rodear al presidente de la


asamblea de unos «privilegios» que convierten lo que es una necesidad
práctica (derivada de lo que pide toda reunión comunitaria) en una exi-
gencia ontológica derivada de la «naturaleza» del presidente; así, se le asig-
nan a este una serie de «privilegios» que acaban fomentando esa visión
clericalista del ministerio eclesial: se reservan «a solo el presidente» algu-
nas aclamaciones (como el per ipsum de la misa) cuando, por su misma
naturaleza, las aclamaciones están hechas para ser dichas por todos. Y al
revés: aunque los relatos por su misma naturaleza son para ser leídos por
uno, la institución de la eucaristía se narra obligando a que (en la con-
celebración) todos pronuncien las palabras de la consagración, como si
solo así celebraran la cena del Señor... Imagen de ese clericalismo puede
ser hoy la obsesión de algunos por que solo el cura pueda tocar la hostia
con sus manos, o el detalle de que la hostia con que comulga el presiden-
te sea tres o cuatro veces mayor que aquella con la que comulgan los
fieles: como si aquel tuviera «derecho a más gracia» por ser quien es. No
importa ya que, en su origen, ese mayor tamaño pueda explicarse por la
necesidad de que los fieles pudieran ver una vez al menos el pan, en la ele-
vación. Lo que importa es lo que esa diferencia acaba significando hoy.
Y quizá donde más se refleja este clericalismo es en el tema del per-
dón tan fundamental para un cristiano. Muchos católicos creen que el
cura es el que les da el perdón, en nombre de Dios pero a cambio de
una humillación ante él. Recuerdo también (en mis primeros años de mi-
nisterio presbiteral) mi sorpresa ante tanta gente que, viviendo con la
conciencia limpia, creía que no podía comulgar sin permiso del cura8.
Como antes dije, el cura en el sacramento de la penitencia es represen-
tante de la Iglesia y otorga la reconciliación con esta (la «pax cum ec-
clesia» según expresión tradicional) como señal visible y celebrativa del
perdón, que Dios otorga gratuitamente como el padre de la parábola9.

7. Esta es la tesis de J. Freitag sobre el sacramento del orden en el concilio de Tren-


to, comentada por G. Greshake en Ser sacerdote hoy, Sígueme, Salamanca, 2006, p. 36.
8. «¿Cuánto tiempo puedo comulgar?» era una pregunta que cerraba muchas con-
fesiones; y si el confesor no entraba en ese juego dando una respuesta concreta, la gente se
quedaba con mala conciencia, como si se la estuviera incitando a comulgar indignamente.
9. Quedan aquí mil preguntas ulteriores que no son de este momento, pero que tie-
nen que ver con la crisis actual del sacramento de la penitencia y su consecuencia de una
pérdida de la experiencia del perdón, tan fundamental para una vida cristiana auténtica.
El meollo del asunto me parece estar en mantener, por un lado, la gratuidad del perdón
sin que ello suponga, por otro lado, una incitación a la irresponsabilidad que abusa de esa
gratuidad (desde el marido que se acusaba de «no haber sido complaciente con su mujer»
cuando, en realidad, la había llevado a abortar a Londres contra su voluntad, hasta la
frase literal de una muchacha que presumía de católica: «la ventaja del catolicismo es que
puedes hacerlo si te confiesas luego»). Lo que falta, evidentemente, en ambas hipocresías
es una contrición auténtica.

111
herejías del catolicismo actual

En esta misma dirección de un lenguaje incubador del eclesiocen-


trismo y de un clericalismo derivado de él, se sitúa el rumor persistente
de que algunas altas instancias del clero están considerando la oportu-
nidad de cambiar la traducción de las palabras de la consagración en la
celebración eucarística. De modo que, en vez de decir como ahora «por
todos los hombres», se diga solo «por muchos», con un sentido exclusi-
vista. Así se devolvería a la institución una importancia que parece ha-
ber perdido y a sus ministros una importancia que suena a amenaza para
quienes no estén con ellos. Prescindiendo de las escasas posibilidades de
éxito pastoral de semejante medida, otra vez más dictada por el miedo
que por la fidelidad a Jesús, creo que cabe decir lo siguiente:
— Esa expresión solo la usa el Nuevo Testamento al hablar de la
copa; la entrega del pan se verifica «por vosotros» sin otra precisión. Y
no tendría ningún sentido decir que el cuerpo de Cristo se entrega solo
por unos pocos, mientras que su sangre se derrama por muchos (por-
que, además, según la clásica fórmula del catecismo, el pan consagrado
sacramentaliza el cuerpo «con su sangre, alma y divinidad»).
— «Por muchos» es una traducción literal del latín o del griego que
no tiene necesariamente un sentido exclusivista. Casi con certeza, la ex-
presión hebrea subyacente es byad rabim10. Y rab (plural rabim) es una
palabra hebrea que tanto puede ser sustantivo, como adjetivo, como
adverbio; y que puede tener un significado tanto cuantitativo como cua-
litativo («lleno» de misericordia y fidelidad, en Ex 34, 6) o intensivo (de
mucha edad, etc.). La traducción más fiel sería «por una multitud», que
solo pretende ser afirmativa y no considera la hipótesis de que alguien
quede fuera de esa muchedumbre.
— Sobre lo anterior pueden discutir los lingüistas. No obstante, es
claro desde el punto de vista teológico que afirmar que Jesús no murió
por todos sería una auténtica herejía.
En este contexto, ya para concluir el presente capítulo, puede ser
bueno recordar y comentar una sabia enseñanza del concilio de Trento
en su decreto sobre la misa:

Como la naturaleza humana es tal que, sin los apoyos externos, no puede
fácilmente levantarse a la meditación de las cosas divinas, por eso la piadosa
madre Iglesia instituyó determinados ritos, como, por ejemplo, que unos
pasos se pronuncien en la misa en voz baja y otros en voz algo más elevada, e
igualmente empleó ceremonias como místicas bendiciones, luces, inciensos,
vestiduras y muchas otras cosas de este tenor, tomadas de la disciplina y
tradición apostólica, con el fin de encarecer la majestad de tan grande sacri-
ficio y excitar las mentes de los fieles por estos signos visibles de religión y

10. Esa es la versión que daba Joachim Jeremias en su traducción hebrea del Nuevo
Testamento (Lowe and Brydone, Londres, 1954).

112
clericalismo

piedad, a la contemplación de las altísimas realidades que en este misterio


están ocultas (DH 1746).

Hay aquí algo muy positivamente católico que es esa atención a nues-
tra humana naturaleza. Algo que mientras, por un lado, justifica toda una
serie de elementos ambientales y ceremoniales, los relativiza enormemen-
te, por el otro: porque no les da ningún valor religioso «esencial», sino
meramente funcional. Con lo cual se desacralizan todos esos elementos
y se los obliga a adaptarse a la utilidad de los fieles y a la finalidad de
«excitar sus mentes a la contemplación de las realidades más profundas»
y más serias.
Pero hay que reconocer que el mismo concilio de Trento no cumplió
tan sabio consejo cuando, dos párrafos después, escribe que «aun cuando
la misa contiene una gran instrucción del pueblo fiel, no ha parecido,
sin embargo, a los padres que conviniera celebrarla de ordinario en len-
gua vulgar» (DH 1749). ¿En qué quedamos? ¿Hay que instruir, pero no
resulta conveniente emplear aquella lengua que instruye? Cuando el
lenguaje de la autoridad oficial habla de «no parecer conveniente», suele
significar que no tiene para ello razones o que estas no son muy con-
fesables: aquí se trataba del miedo a los protestantes. Ese retraso en la
lengua vulgar acabó degenerando en una absurda sacralización del latín
como lengua sagrada, y en la correspondiente pseudosacralización del
ministro que «hablaba la lengua de Dios»... Todo lo cual configura una
mentalidad que luego actuó en el rechazo obstinado e irracional de los
lefebvrianos a la lengua «vulgar», a la reforma litúrgica y, con ellas, a la
más primitiva tradición de la Iglesia, en favor de otros usos menos tradi-
cionales. De aquellos polvos estos lodos.
Este ejemplo convendría no olvidarlo porque actualmente muchos
de aquellos ritos pedagógicos ya no significan nada religioso y profundo
para los hombres de hoy y, en cambio, frenan la participación de la comu-
nidad en la acción litúrgica que el Vaticano II consideró de importancia
primaria: una participación «plena, consciente y activa, exigida por la
naturaleza de la liturgia misma, y a la cual tiene derecho y obligación el
pueblo cristiano» (SC 14). Bueno será que «la piadosa madre Iglesia»
tenga también esto en cuenta para ayudar a la naturaleza humana, tan
necesitada de apoyos...

5. Pronóstico leve

Se podría pensar que, de todas las herejías que ha intentado comentar


este libro, esta es quizá la menos importante. Se trata sobre todo de una
especie de herejía «ambiental»: se la respira a veces, aunque no se la
profese con nitidez; y viene propiciada por unos determinados usos y

113
herejías del catolicismo actual

lenguajes, aunque, por otro lado, y por suerte, en sociedades plurales y


en Estados laicos, tiene ámbitos más reducidos para incubarse. Pero si
he querido recogerla aquí se debe a dos razones de importancia.
a) En primer lugar, ese clericalismo es además un clericalismo «ma-
chista». Y esto añade gravedad a esta herejía. Ningún católico (laico o
autoridad) negará que «en Cristo Jesús ya no hay distinción entre varón y
mujer» (Gal 3, 28) en cuanto a dignidad humana. Pero luego, infinidad de
usos ancestrales frenan la visibilidad práctica de esa convicción creyente.
Prescindamos ahora de la cuestión del presbiterado femenino. Pero ¿qué
espera la Iglesia para promover activamente al menos el diaconado fe-
menino que, con plena certeza, en nada contradice la voluntad de Dios y
del que hay infinidad de testimonios históricos indiscutibles? En ejemplos
como este es donde se vislumbra el riesgo machista de nuestro clericalismo.
El mayor peligro de que ese clima ambiental se personalice esta-
rá, seguramente, en quienes ostentan cargos que pueden impulsar la
vanidad. Pero, desde lo que ha sido mi experiencia personal, yo ten-
dría que liberar de esta acusación a gran parte del clero rural: a tantos
hombres admirables, sencillos y entregados que, unos con más acierto
y otros con menos, viven su ministerio con un afán noble de ayudar a
las gentes, sin otra pretensión de grandeza y sin que nadie se acuerde
de ellos. Muchas veces, tras estar con algunos de ellos, he regresado
diciéndome «chapeau!». Como también podría afirmar que, entre las
gentes más «anticlericales» que he conocido, estarían sin duda algunos
curas amigos.
Y b) también conviene prestar atención a este punto porque lo antes
dicho sobre la sacralización del ministerio y la tentación de carrerismo,
tiene al menos una consecuencia indirecta que me parece grave: y es
la consagración como obispos de todos los miembros dirigentes de la
curia romana. El concilio de Calcedonia, en su canon 6, prohibió expre-
samente ese tipo de ordenaciones, basándose en la íntima vinculación
del ministerio episcopal con cada iglesia local (se hablaba entonces del
obispo «esposo» de una iglesia). La práctica actual consagra obispos sin
iglesia y disimula esa desobediencia asignándoles una diócesis inexis-
tente (Partenia, por ejemplo). Esa ficción trasluce la mala conciencia
con que se procede así. Y es de las que más merecerían la crítica de Jesús
que hemos evocado otras veces: «hipócritas, quebrantáis el mandato de
Dios por acogeros a vuestras tradiciones». Porque lo que hay debajo
de esa práctica ilícita es el afán de poder de la curia romana que rompe
la colegialidad entre Pedro y el resto del colegio apostólico, incrustán-
dose entre ambos como una cuña y no como una ayuda.
Pronóstico leve, pues, pero necesidad de revisiones periódicas. Más
seria, y más fundamental, es la última herejía que nos toca examinar y
con la que cerraremos este repaso a nuestro catolicismo.

114
clericalismo

A este orden se le asignan obligaciones de la máxima importancia... Reúnen en


nombre del obispo la familia de Dios, como una fraternidad de un solo ánimo
y, por Cristo y en el Espíritu, la conducen a Dios Padre... Ahora bien: para
la edificación de la Iglesia, los presbíteros han de tratar con todos, a ejemplo
del Señor, con eximia humildad. Deben portarse con ellos no de acuerdo con
los principios de los hombres, sino conforme a las exigencias de la doctrina
y vida cristiana... Se deben a todos; de modo particular, sin embargo, se les
encomiendan los pobres e indigentes con quienes el Señor mismo se muestra
unido y cuya evangelización se da como signo de la obra mesiánica... Eviten los
presbíteros, a la par que los obispos, todo aquello que de algún modo pudiera
alejar a los pobres, apartando de sí, más que los otros discípulos, toda especie
de vanidad...
Deber del pastor es formar una genuina comunidad cristiana... De poco
aprovecharán las ceremonias por bellas que fueren, ni las asociaciones aunque
florecientes, si no se ordenan a educar a los hombres para que alcancen la
madurez cristiana... Oigan de buen grado a los laicos, considerando fraternal-
mente sus deseos y reconociendo su experiencia y competencia en los diversos
campos de la actividad humana, a fin de que, juntamente con ellos, puedan co-
nocer los signos de los tiempos... Y, comoquiera que en nuestros tiempos, la
cultura humana y también las ciencias sagradas avanzan con nuevo paso, se
incita a los presbíteros a que perfeccionen adecuadamente y sin intermisión
su ciencia humana y divina, y así se preparen a entablar más oportunamente
diálogo con sus contemporáneos.
El ministerio sacerdotal, por el hecho de ser ministerio de la Iglesia mis-
ma, solo puede cumplirse en comunión jerárquica con todo el cuerpo.
(Vaticano II, Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros
[PO], 1, 6, 17, 18, 9)

115
10

OLVIDO DEL ESPÍRITU SANTO

Hace ya muchos años escribí en el que fue casi mi primer libro: «Dios es
ahora ausente como Hijo abandonado, es adveniente como Padre y pre-
sente como Espíritu»1. Esto marca la suprema importancia de la pneuma-
tología en la fe y la reflexión cristianas: Dios presente solo como Espíritu.
Y ante ese dato hay tantísimos cristianos de los que valdría la frase de
los Hechos (19, 2): «ni siquiera habíamos oído hablar de que haya un
Espíritu Santo».

1. El «aire» de Dios

En el cuarto evangelio, Jesús parece referirse al Espíritu echando mano


de una comparación con el viento que «sopla donde quiere»2. El viento
es «el aire en movimiento»: el viento permite percibir la existencia del
aire al que ni vemos ni oímos ni tocamos: de modo que quienes presu-
men de «no creer nada más que lo que pueden ver o tocar», habrían de
negar la existencia del aire si no fuera porque se pone en movimiento
de vez en cuando.
Pero, si la imagen del aire es útil, porque nos acerca a algo muy real
pero que está más allá de nuestras posibilidades de percepción, en cam-
bio, el viento es menos manejable: puede ser brisa suave o huracán,
sopla no solo «donde quiere» sino «como quiere». Quizá por eso, buena
parte del catolicismo hodierno prefiere la calma chicha con la que no
se avanza, o las puertas cerradas por miedo, como los Apóstoles. De aquí
puede nacer el olvido del Espíritu y mucho más en un mundo como
nuestro Occidente, gestado en la seguridad del derecho, herencia roma-

1. La humanidad nueva. Ensayo de cristología, Sal Terrae, Santander, 92000, p. 609.


2. Jn 3, 8: la palabra hebrea ruah significa también ambas cosas: aire y espíritu.

117
herejías del catolicismo actual

na como la razón era herencia griega. Juan XXIII aludía a algo de eso
con la imagen de «abrir las ventanas» que usó al convocar el Vaticano II.
El problema es que esa apertura de las ventanas hizo estornudar a mu-
chos curiales...
Pero el aire no se percibe solo cuando el viento lo mueve. El aire es
lo que, sin darnos cuenta, hace respirable una situación; y lo percibi-
mos precisamente cuando carecemos de él y sentimos que nos ahogamos
(«me falta el aire» según la clásica expresión castellana). Y el aire se usa
también en castellano como camino de identificación: cuando decimos
de alguien que «tiene un aire de»... estamos de algún modo reconocién-
dolo. Ello nos ofrece nuevas pistas de acercamiento al Espíritu.

2. El estilo de Dios

El Espíritu es efectivamente «el estilo» de Dios. Y el Nuevo Testamento


suele ver ese estilo en lo que más tarde llamaría Nicolás de Cusa «armo-
nía de contrarios». Veamos algunos ejemplos de esas armonías:
— En toda la enseñanza neotestamentaria, el Espíritu significa uni-
dad en la pluralidad: Lucas lo visibiliza con sus descripciones ideales de la
primera comunidad, pese a las diferencias de lenguas, origen, etc. Pablo
lo enseña con la metáfora del cuerpo: una gran diversidad de órganos con
un mismo espíritu.
— El Espíritu de Dios significa también la máxima libertad en la
máxima entrega y obediencia: Pablo insiste de mil maneras en que no
hemos recibido un espíritu de siervos sino de hijos; y la carta a los
Hebreos señala que Jesús se entregó hasta el final «por la fuerza del
Espíritu» (9, 14).
— Significa la transformación de lo material y no su negación. El
Espíritu no se aparta de la carne, sino que es derramado «sobre la carne»
(Hch 2, 17). El símbolo tan mal entendido «como una paloma» trata
de poner ante nuestra imaginación algo que, sin perder su condición
material, vuela por el cielo como si fuese ingrávido.
— Significa también la presencia en la ausencia: Juan no teme poner
en labios de Jesús la extraña frase «os conviene que me vaya» (que re-
tomaremos luego), porque en esa ausencia reconoceremos a Jesús como
Señor (1 Cor 12, 3) y nos atreveremos a llamar Abbá, Padre, al mismo
Dios (Gal 4, 6).
Desde un punto de vista antropológico, quizá lo más importante para
nosotros de esa armonía de contrarios es el dato siguiente:
— El Espíritu es, a la vez, lo más rico y más profundo de nuestra
interioridad y de nuestra intimidad y, precisamente por eso, es lo más
comunitario de nosotros. La oración de la Iglesia al Espíritu no se can-
sa de pedir esa potenciación de nuestra interioridad: «visita nuestras

118
olVido del esPíritu saNto

mentes, ilumina (y llena) nuestros corazones y su intimidad», se le llama


«huésped del alma» (dulcis hospes animae)3 aludiendo a la gratuidad:
todo eso que es lo más nuestro es lo menos nuestro: lo más mío es una
«visita» que recibo... Y este don nos vuelve más comunitarios al hacer-
nos más personas: porque la mayor riqueza de nuestro interior es la
capacidad de amar.
En la Trinidad, efectivamente, el Espíritu es la unidad de Padre e Hijo.
Si imaginamos la absoluta perfección de Dios como la máxima identidad
de un ser consigo mismo, tendremos que la salida de sí o donación de esa
identidad, en lo que mal llamamos Palabra o Hijo, son un único Dios: y el
Espíritu es lo que realiza esa suprema armonía entre la máxima identidad
y la máxima entrega4.

3. «Espíritu creador»

En el cuarto evangelio, el Espíritu pone de relieve la realidad y la utili-


dad de la ausencia de Cristo: «os conviene que yo me vaya porque si no,
no vendrá el Espíritu». Mientras que «cuando venga él os conducirá a la
plenitud de la verdad» (Jn 16, 13).
Esto quiere decir que el Espíritu supera las limitaciones de la encar-
nación y de la kénosis de Dios en Jesucristo. No elimina nunca la refe-
rencia a Jesús, pues el Espíritu es un don del mismo Cristo y, por eso,
sigue siendo válido que «quien me ve a mí ve al Padre» (Jn 14, 8): pues
la misión del Espíritu no es solo enseñar sino «recordar» (Jn 14, 25).
Pero sí que hace que el seguimiento y la obediencia a Jesús no sean una
mera mímesis (o imitación literal), sino un seguimiento creativo.
Ya los evangelios narran la vida y palabras de Jesús creativamente: no
meramente lo que Jesús dijo e hizo al pie de la letra, sino lo que haría y
diría en el momento en que se escriben (por eso se dice que están escritos
desde la Pascua). Lo cual no excluye su dosis de verdad histórica, puesto
que lo que Jesús haría o diría hoy tiene mucho que ver con lo que hizo
y dijo entonces; pero tampoco hace un absoluto de «la letra» de esta
verdad5. En este sentido, he citado otras veces al teólogo chino Choan-
Sheng-Song (y tenía que ser precisamente un chino el que escribe):

3. «Mentes tuorum visita», «veni lumen cordium», «reple cordis intima»... Porque
solo así, por ese aire imperceptible de Dios, somos verdaderamente capaces de llamar Abbá
a Dios, y reconocer como Señor y Cristo a Jesús y a los demás como hermanos.
4. Aunque no es momento de entrar en disquisiciones teológicas, permítaseme dar ra-
zón a los griegos cuando argumentaban que puede aceptarse el «filioque» añadido al Credo,
si se acepta también un «spirituque»: el Espíritu procede «del Padre y el Hijo» pero también
el Hijo procede «del Padre y el Espíritu»...
5. Por eso me parece que el problema del ministerio de la mujer no tiene que ver
meramente con lo que Jesús hizo entonces, sino con qué haría Jesús hoy.

119
herejías del catolicismo actual

Muchos cristianos entienden mal la expresión «Jesús lleno del Espíritu». Je-
sús no fue «espiritual» en el sentido de «piadoso». De hecho, resultó impío
a los ojos de los líderes de su propia religión... La verdad del reino de Dios
es que pertenece a los desheredados y despreciados... Jesús, por la fuerza
del Espíritu, franqueó las fronteras que le separaban de los otros y nos ha
revelado cómo él hizo la experiencia de la Verdad y de la Gracia por cami-
nos que no había podido experimentar en su propia tradición religiosa6.

Y me parece que eso contrasta con las voces de muchos enemigos del
Vaticano II cuando arguyen que quienes se quejan de infidelidad actual
al Vaticano II y reclaman un mayor seguimiento de este concilio, lo ha-
cen «apelando falsamente al espíritu del concilio». Sin duda puede haber
(y hubo siempre) falsas apelaciones al espíritu: también las conoció Pa-
blo de Tarso, que era un gran defensor del Espíritu. Pero ese peligro es
mucho menor que el otro que también denunció el Apóstol: el de querer
reducir toda novedad a lo viejo de siempre: «la letra mata mientras que
el Espíritu vivifica» (2 Cor 3, 6). Aparte de que, quienes reclaman más
fidelidad al Vaticano II no se atienen simplemente a su espíritu sino tam-
bién a su letra7.
La fuerza del Espíritu creador es el don que capacita para vivir la
presencia de Dios en medio de su ausencia: tomando esta en serio y sin
camuflarla con falsas apariciones, nuevas revelaciones, milagrerías, mara-
villosismos y otras presencias engañosas del Dios ausente. En esa ausen-
cia, el Espíritu enseña a vivir teologalmente en el seguimiento creativo de
Jesús y en el trabajo por esa «familia de Dios» (o nueva humanidad) que
es otro modo de traducir lo que Jesús llamaba Reinado de Dios. Por eso,
con el cristianismo se ha terminado la concepción de lo religioso como
un universo de maravillosismos, al que los humanos solemos ser tan afi-
cionados por nuestra necesidad de seguridad.

4. La unción de Dios

Por sus peculiares condiciones agrícolas (cultivo del olivo e industria


cosmética) al pueblo judío le resultó tentador concebir esa presencia en
la ausencia valiéndose de la metáfora de las cremas y los ungüentos: con
ellos te unges, te frotas bien la piel hasta que el aceite ha desaparecido
porque ya no es perceptible; pero sus efectos en hidratación, en la elasti-
cidad o en el resplandor mismo de la piel antes seca son bien claros. Por
eso no es extraño que, sobre todo el evangelista Lucas, concibiese toda
su obra como un testimonio de esa unción con el Espíritu de Dios, pri-

6. Jesus in the power of the Spirit, Fortress Press, Minneapolis, 1994, pp. x-xi, 52.
7. Recogí algunos ejemplos de esa letra en el artículo ya citado de la RLT 83 (2011),
pp. 255-265.

120
olVido del esPíritu saNto

mero en Jesús y luego en la vida de la Iglesia. Jesús tiene «su pentecostés»


al salir del bautismo, y la iglesia primera tiene «su bautismo» el día de
Pentecostés (cf. Lc 3, 22 y Hch 2, 1-12): Jesús «lleno del Espíritu Santo»
(Lc 4, 1) y la Iglesia «llenos del Espíritu Santo» (Hch 2, 4). Intentemos
recorrer un poco esa cristología del Espíritu tan típicamente lucana.
— Concebido «por obra del Espíritu», Jesús aparece, desde el co-
mienzo mismo de su vida pública como «ungido por el Espíritu» para libe-
rar a los oprimidos, sanar los corazones contritos y anunciar la buena no-
ticia a los pobres (Lc 4, 1 ss.): una unción personal para crear comunidad.
— Movido por el Espíritu, Jesús rebosa de alegría al ver que los mar-
ginados y los humildes comprenden las cosas de Dios mejor que los sa-
bios y poderosos (Lc 10, 21)8...
— Luego de Jesús, la primerísima iglesia se encuentra con que tiene
«hijos e hijas profetas» porque el Espíritu ha sido «derramado sobre toda
carne» (Hch 2, 17): el Aliento de Dios mueve la palabra y comienza la
predicación cristiana. Esteban habla (y muere) «lleno del Espíritu Santo»
y acusa a las autoridades judías de «resistir constantemente al Espíritu»
(Hch 7, 55.51). Los judíos se asombran de que «también a los gentiles se les
da el Espíritu Santo» (Hch 10, 45) y por eso «se llenan de gozo y de Espíri-
tu Santo» (Hch 13, 52); el Espíritu envía o es factor de misión (13, 2); y se
hace presente en la unanimidad alcanzada a través del diálogo (Hch 15)...
Y no es solo Lucas. El mismo Pablo que, en la metáfora del cuerpo,
hace del Espíritu factor de unidad de lo distinto, acuña una de sus frases
más decisivas enseñando que «donde está el Espíritu de Dios, ahí hay
libertad» (2 Cor 3, 17). Ahora bien: la auténtica libertad, y la calidad de
la libertad, es la mayor riqueza de nuestro interior.
Basten estas pinceladas rápidas que no son todas, pero, al menos, per-
miten constatar lo presente que está el Espíritu en el lenguaje de la iglesia
naciente, en contraste con lo ausente que suele estar en el lenguaje de
nuestro catolicismo. Entonces, ese olvido del Espíritu Santo que estamos
intentando evidenciar ¿no tendrá algo que ver con el enorme miedo a la
libertad, típico de nuestro catolicismo actual?9...
Pero el olvido de esta cristología del Espíritu me parece que late tam-
bién en el intento desesperado de mucha gente que antaño perdió o dejó
la fe, y hoy, desengañada de la comunidad católica pero hambrienta y
deseosa de espiritualidad, llama a las puertas de «maestros» que anuncian
una «espiritualidad sin Dios». Por supuesto, hay que respetar todo lo que

8. La alusión al Espíritu no aparece en el paralelo de Mt 11, 25.


9. Aunque alguien pueda argumentar con Madame Roland aquello de: «Libertad,
¡cuántos crímenes se cometen en tu nombre!». Pero ello no desautoriza a la libertad, sino
que muestra su gran dificultad. Como el que la palabra «Dios» haya sido la más abusada y
maltratada de la historia no constituye un argumento contra la existencia de Dios.

121
herejías del catolicismo actual

sea búsqueda de espiritualidad. Pero permítaseme expresar el temor de


que esa espiritualidad no es nada nueva: es tan antigua que ni siquiera
ha pasado por lo que Marx llamaba «el arroyo de fuego» (= ¡Feuer-
bach!) de lo real. Por eso quizás valgan de ella las palabras de aquel
judío barbudo: esa espiritualidad no es más que «el suspiro de la criatura
oprimida, el corazón de un mundo sin corazón y el espíritu de una si-
tuación carente de espíritu... El hombre hace esa espiritualidad, pero esa
espiritualidad no hace al hombre»10, porque, en contra de lo que anun-
cia Lucas, siguiendo al profeta Joel, ese espíritu no ha sido «derramado
sobre toda carne». Y esa falta de universalidad suscita la sospecha de que
tal espiritualidad sea una proyección subjetiva y burguesa.

5. «Experiencia social de Dios»

Si el Espíritu Santo de Dios, como hemos dicho, supera las limitaciones


de la Encarnación es porque es el principio de unidad en la totalidad.
Añadamos tres ejemplos de los tres testigos que nos están acompañando
en este capítulo: Lucas, Juan y Pablo.
a) Ya hemos evocado las alusiones a que el Espíritu llena todo el orbe
de la tierra, o ha sido derramado sobre toda carne... Según la simbología
lucana de la narración de los Hechos, el Espíritu es, a la vez, viento (fuer-
za personal) que empuja, pero también fuego que se propaga a todo. Por
eso la narración de Pentecostés acaba presentándolo como armonía de lo
distinto y de lo múltiple: cada cual es él mismo (habla su propia lengua)
y todos entienden lo mismo.
b) En sintonía con Lucas, Pablo fundamenta en el único Espíritu su
alegoría del cuerpo: la otra gran experiencia de máxima unidad en la más
plena diversidad es nuestro cuerpo: los órganos corporales son distintos
y cada cual tiene su idiosincrasia y su tarea, pero todos conspiran hacia
lo mismo y el cuerpo tiene mucha más unidad que la mera piedra sola.
c) Precisamente por eso, el don primero del Espíritu según la na-
rración del cuarto evangelio es el perdón («recibid el Espíritu Santo, a
quienes perdonéis los pecados les quedan perdonados»: Jn 20, 22.23):
porque el perdón tampoco es meramente una solución personal, sino un
factor de comunión y de unidad. Sin el perdón, la humanidad es como «el
caos informe» que precede a la creación según el mito de Génesis.
Quizás ahora empezamos a comprender por qué H. Mühlen definió
al Espíritu Santo como «experiencia social de Dios»11. Como en la vida
trinitaria de Dios, es del Espíritu (que une al Padre y al Logos) de donde

10. En la Introducción a la crítica de la Filosofía del derecho de Hegel; Marx no


habla de espiritualidad sino de religión.
11. El Espíritu Santo en la Iglesia, Secretariado Trinitario, Salamanca, 1974, passim.

122
olVido del esPíritu saNto

brota el que el Dios-Uno (y único) se experimente a sí mismo como plu-


ripersonal (dicho esto con todas las imperfecciones inherentes a nuestro
lenguaje), así también en los seres humanos, imágenes de Dios, el Espí-
ritu posibilita la experiencia de plena unidad de ánimos (un-animidad).
Para la iglesia primera, la plena unanimidad (por ejemplo, en las elec-
ciones episcopales) era un signo indudable de la presencia del Espíritu:
como cuando el espíritu de Yahvé se cernía sobre las aguas del caos y
activaba la palabra creadora de Dios (Gn 1, 2).
Pero esa experiencia social resulta que brota de aquello que es lo más
íntimo propio, lo más personalizador y la fuente más radical de la li-
bertad del individuo. Más aún: toda confusión de la unidad con la uni-
formidad es contraria al espíritu de Jesús. Si antes aludíamos al peligro
de un «espíritu sin Dios», en gentes que han abandonado la fe y siguen
buscando, ahora podríamos dar la vuelta a la expresión y hablar de un
«Dios sin Espíritu», en muchos católicos de hoy. No han percibido que
bautizarse (y señalarse) «en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu»
quiere decir que nos persignamos «en el nombre del Dios de la Vida, de
la Solidaridad y de la Libertad máximas».
Por eso debemos concluir que la existencia cristiana es enormemen-
te dialéctica precisamente porque Dios es Uno y Trino.

6. Signo de los tiempos

Huelga decir que todo lo anterior da una importancia enorme a los in-
tentos pentecostales que surgieron al acabar el Vaticano II y que recibie-
ron el apoyo de figuras conciliares como el cardenal Suenens. Pero enton-
ces parece inevitable preguntar y examinar por qué se han evaporado
y han sido estériles aquellos movimientos pentecostales. ¿Por qué nos
dan la sensación de haberse convertido en guetos de carácter más bien
espiritualista, fundamentalistas y ajenos a la realidad?...
Los movimientos pentecostales fueron un signo de los tiempos, mal
interpretado en mi opinión por falta de una buena pneumatología: con-
virtieron al Espíritu en algo individual e inmaterial cuando propiamente
es factor de universalidad, una auténtica «experiencia social de Dios»,
como acabamos de decir. Espiritualidad y catolicidad se incluyen, siem-
pre que se trate de una universalidad que es factor de libertad y no resul-
tado de imposición uniformante. Me gusta decir por eso que, incluso
al nivel del ser, hay más unidad en la armonía de las distintas notas que
conforman un acorde que en la mera repetición monótona de la misma
nota. Tal como acabamos de decir que Dios es más Uno en su Trinidad
que si fuera una eterna soledad sin comunión. El Espíritu debería alum-
brar no a un grupo hostil a los demás y separado de los demás a la ma-
nera farisea, sino a la «familia de Dios» (traducción del Reino de Dios).

123
herejías del catolicismo actual

Si el cuarto evangelio no habla prácticamente del Reino es, precisamente,


porque es el que más habla del Espíritu.
Además de superar ese individualismo, hay que atender aquí al Espí-
ritu como espíritu «de Jesús»: quien vino «en la carne» sobre la cual será
derramado el Espíritu. De ninguna manera podemos concebir al Espíritu
como proveniente de Dios al margen de la revelación de Jesús, Palabra
de Dios hecha carne. Es llamativa la aguda percepción que reflejan estas
palabras del joven Bonhoeffer: «quizás hoy más que nunca, al revés que
antes, el Espíritu ha de ser encontrado en la materia, en la realidad con-
creta y no en ‘la espiritualidad’. Desde este punto de vista creo que mi
vida en Barcelona tuvo algo inexpresado como de búsqueda inconsciente
de la verdad»12.
Con ello creo que estamos apuntando a lo que en la Edad Media
se llamó «la cuestión del filioque»: la percepción de que desfiguraba al
Espíritu el presupuesto tácito de que procedía solo del Padre, sin tocar
para nada la historia a la que ha venido el Hijo. Intentaré explicarlo
un poco más para concluir este capítulo.
Fue una verdadera pena que Occidente, contraviniendo el mandato
universal de no añadir nada al credo niceno-constantinopolitano, añadie-
ra al credo la palabra filioque (el Espíritu procede del Padre «y del Hijo»).
Y no porque Occidente careciera de razones en este punto, sino porque
tan importante como la razón que podamos tener es el uso que hacemos
de ella. Y desobedecer a un concilio ecuménico era la mejor manera de
indisponerse con los orientales —como si no hubiera ya bastantes moti-
vos para ello—, sabiendo además cómo veneraba el Oriente los primeros
concilios, precisamente porque se habían celebrado en su suelo. De haber
procedido por la vía más fraterna, más evangélica y más espiritual del diá-
logo es muy probable que Oriente hubiese aceptado la innovación con la
fórmula con que la aceptan hoy muchos orientales («ex Patre per Filium»:
el Espíritu procede del Padre, a través del Hijo) y que resulta más exacta
que la del filioque. Al menos, algo de eso es lo que sucedió en el siglo XV
en el concilio de Florencia, al que asistieron los orientales.
En cualquier caso, y dejando estar ahora las raíces históricas, ese olvi-
do del Hijo en la vuelta al Espíritu llevará siempre a su falsificación espiri-
tualista y a su conversión en espíritu de gueto. Quizás aquellas corrientes
pentecostales surgieron antes de tiempo: porque primero hacía falta que
la Iglesia católica pasara por una profunda «revolución cristológica»13,

12. Carta de D. Bonhoeffer a una amigo de Barcelona, al año de su estancia allí (Wer-
ke, Kaiser Verlag, Múnich, 1999, X, p. 630); citada por J. M.ª Jaumà en la obra de varios
autores Les idees religioses de Joan Maragall, FIM, Barcelona, p. 150.
13. Aunque es ya muy antiguo y, por tanto, muy incompleto, me permito remitir
como síntoma a un viejo boletín: «La revolución de las cristologías», publicado en El Cier-
vo en marzo de 1987.

124
olVido del esPíritu saNto

por un descubrimiento de Jesús que es el que ha mantenido en pie la fe de


muchas gentes fieles al Vaticano II, a pesar de las posteriores decepciones
eclesiásticas. Una vez que esa revolución cristológica se ha llevado a cabo
(parcialmente al menos), es el momento de que renazca, o quizá mejor:
simplemente nazca (porque nunca estuvo viva) una auténtica revolución
pneumatológica. Esta podría ser una tarea importante para la teología
del futuro.
Porque, en el otro extremo (y aquí puede ocurrir que los extremos
acaben tocándose como indica el refrán), un olvido radical del Espíritu
lleva a concebir la Iglesia de una forma no dinámica, identificada sin más
con Cristo, desde una especie de «monismo cristológico», y con un Cris-
to sin rostro, sin verdadera referencia a lo concreto e histórico de Jesús.
Escribí antaño que entonces no nos quedaría más remedio que santi-
guarnos en el nombre del Padre, del Hijo... y de la policía. Porque esa
visión estática e inmovilista lleva, por ejemplo, a confundir La Tradición
cristiana original con pequeñas tradiciones del siglo XIX, y la realidad
actual de la Iglesia con la plena y total realización de la Iglesia de Cristo.
Y llevará a concebir la misión como mero «arrancar cizaña» en lugar de
sembrar y cuidar el trigo. Esta ha sido, en mi opinión, la tragedia de los
lefebvristas que, quizá con la mejor buena voluntad de fidelidad, preten-
dían hacer un catolicismo no cristiano, más fundado en el Vaticano del
siglo XIX que en el acontecimiento de Jesús en la Palestina del siglo I.
Lo que muestra que el refrán aquel de que «nada hay más atrevido
que la ignorancia» vale también para la teología.

Tendríamos que echarnos a temblar ante el hecho de que sea posible apagar
al Espíritu y que el Apóstol dé por supuesto que podemos hacerlo... Podemos
ahogar el Espíritu que quiere renovar la faz de la tierra, podemos matar la vida
de Dios en el mundo, podemos dejar los espacios de la existencia desnudos,
vacíos de Dios y de sentido... y, sin embargo, ¡qué difícil es al hombre confesar
que otro tiene algo importante, algo divino que uno no tiene, que uno no llega
a entender bien o le resulta extraño e incluso escandaloso!...
[...] la hybris de una jerarquía eclesiástica que quiera planificarlo todo
y apagar al Espíritu. A ese Espíritu que puede ser molesto... nuevo e impre-
visible, que es el amor, que puede ser duro, que dirige a los hombres y aun
a la Iglesia a donde no tenían pensado ir, a lo siempre nuevo y desconocido
que solo cuando ya existe se manifiesta como lo que está en armonía con el
Espíritu siempre antiguo y siempre nuevo... El Espíritu de vida sigue en plena
actividad y, por consiguiente, nunca puede ser traducido de forma adecuada,
ni totalmente puesto a disposición de la Iglesia mediante lo que llamamos
jerarquía, principios, sacramentos y doctrina...
Una situación de defensa contra las fuerzas que amenazan a la Iglesia
desde fuera [lleva a que] el lema es la unidad partidista y el cerrar filas, una

125
herejías del catolicismo actual

situación... que precipitadamente y sin matizar demasiado, hace que el dogma


del primado del papa como vínculo de unidad y garantía de verdad, quede
plasmado en un notorio centralismo romano... ¿No se da en toda la Iglesia lo
que podríamos calificar de «Iglesia administrada», es decir: un estamento in-
termedio, de administración burocrática, casi inevitable para nosotros, que se
interpone entre los cristianos y sus verdaderos pastores establecidos por Dios?
¿No es demasiado tradicional nuestra predicación y nuestra formación en la fe
cristiana, demasiado de segunda mano, que brota demasiado poco de su fuente
más original que es la experiencia de la gracia y el impacto de la propia palabra
de Dios?... ¿No deberíamos temer que, en esta hora de transición, estemos to-
davía menos a la altura de las circunstancias de lo que estuvo la Iglesia cuando
se produjo la transformación de la sociedad feudal del siglo XVIII, en la socie-
dad burguesa del XIX, o cuando apareció en la Iglesia el proletariado como una
clase nueva?... ¿No deberíamos ser sinceros, autocríticos y duros con nosotros
mismos, confesando que, por culpa nuestra y por nuestra pereza de corazón, se
siente demasiado poco el llamear del Espíritu en la Iglesia, en un momento en
que ese soplo del Espíritu sería más necesario que nunca?
[Podemos] apagar al Espíritu con la soberbia de quererlo saber todo me-
jor que nadie, con la pereza de corazón con la cobardía y la ignorancia con
que afrontamos los impulsos nuevos y las nuevas iniciativas que surgen en la
Iglesia. ¡Cuántas cosas serían de otra manera si no se saliese al encuentro de
lo nuevo con una seguridad en sí mismo consciente de su superioridad, con
un conservadurismo que no defiende precisamente la gloria y la doctrina de
Dios sino que se defiende a sí mismo!... El único tuciorismo permitido hoy en
día en la vida práctica de la Iglesia es el tuciorismo de la audacia.
El Espíritu actúa en la Iglesia no solo a través de la jerarquía sino también
a través de lo no jerárquico... aunque los de «arriba» tengan que cargar con las
consecuencias dolorosas del carisma: desconocimiento e incluso tal vez llama-
das al orden. Un amor que se levanta en la uniformidad sería muy fácil; pero
en la Iglesia ha de dominar el Espíritu de amor que reúne en unidad los dones
múltiples y siempre distintos... La jerarquía de la Iglesia no debe admirarse
o llevar a mal que se ponga en movimiento la vida del Espíritu antes de que
haya sido planificada en los ministerios de la misma Iglesia.
¿Tenemos el duro valor de decirnos a nosotros: no apaguemos al Espí-
ritu? Y, a pesar de esta severa exhortación, ¿tenemos la fe inconmovible en
nosotros mismos de confiar en que el Espíritu de Dios no se dejará apagar,
porque es el Espíritu de Aquel que venció al mundo con la cruz?...
(Karl Rahner, «No apaguéis al Espíritu»,
en Escritos de teología, VII, pp. 84-99).

126
Conclusión

YO PECADOR ME CONFIESO...

Es hora de terminar. Mi mayor aspiración sería que ahora confirme el


lector lo que dije en la Introducción: que este libro no pretendía ser una
acusación sino una confesión. Y si, en algún momento, ha podido pare-
cer duro, es porque tiene bastante de autobiográfico. Es, en cierto modo,
una historia de mi fe: de las deformaciones y los obstáculos que he ido
descubriendo a lo largo de los días en mi carne creyente, y que he inten-
tado corregir.
Por mi profesión, he tenido la inmensa suerte de mantener un con-
tacto intenso y constante con la tradición cristiana y sus fuentes, y creo
que ello me permitió recobrar el auténtico sentido de muchas verdades
de mi fe. Ese privilegio es el que este libro quiere comunicar con los
hermanos en la fe, porque la teología (como dije también en la Intro-
ducción) es siempre una tarea eclesial. Y porque pienso que puede ser
útil en nuestra actual coyuntura que, en mi opinión, amenaza con ha-
cernos oscilar entre un cristianismo «apergaminado» y un cristianismo
«líquido».
Así, ha resultado casi una especie de «pequeño catecismo» si se me
permite plagiarle el título a Lutero: un libro sobre la identidad del Dios
revelado en Jesucristo, sobre la identidad del seguimiento de Jesús y so-
bre la identidad a la que está llamada la Iglesia. Una reflexión sobre la
identidad cristiana más que una lista de denuncias.
En efecto: el lector podrá percibir con facilidad cómo el libro queda
enmarcado por la cristología y la pneumatología (capítulos 1 y 10): la
Palabra y el Espíritu, las «dos manos de Dios» (como decía san Ireneo)
o los dos dones de Dios que nos han permitido conocerle. Estas dos ma-
nos abrazan los restantes capítulos: la revelación trinitaria de Dios hace
fluir una corriente imparable de igualdad entre todos los hombres, hijos
de un mismo Padre y hermanos del Señor Jesucristo; una igualdad que

127
herejías del catolicismo actual

afecta tanto al mundo como a la Iglesia (capítulos 2 y 9). A partir de ahí,


la centralidad que ocupan en la cristología tanto la Cruz como la euca-
ristía reclaman su correspondencia en una Iglesia kenótica y eucarísti-
ca: nazarena y samaritana, si queremos decirlo con palabras de Víctor
Codina (capítulos 3 y 4, por un lado y 7 y 8, por el otro). Y, volviendo
otra vez de la Iglesia a la vida, todo ello convoca al cristianismo como
una tarea de transformación del género humano hacia la igualdad de los
hijos de Dios (capítulos 5 y 6).
Dejando ahora esa sistematización de nuestros diez capítulos, pode-
mos parafrasear el párrafo anterior del modo siguiente: el cristianismo
confiesa la máxima donación de Dios en la libertad responsable de hijos
y en la igualdad solidaria de hermanos. Lo confiesa desde el significado
de unos hechos ocurridos hace ya veinte siglos y que fueron preparán-
dose oscuramente en la historia concreta de un pueblo pequeño. Pero
lo confiesa también desde profundas experiencias interiores que confir-
maban el significado de esos hechos. Esta confesión se apoya finalmente
en una Promesa —sellada en la resurrección de Jesús— de que eso que
aquí parece una tarea o un camino casi imposibles, se realizará en pleni-
tud cuando, resucitados fuera del tiempo y del espacio, Dios sea «todo
en todos» (1 Cor 15, 28). Y todavía con otras palabras: «Dios mismo
ha entrado en nuestra historia dolorosa para sembrar en ella su amor
redentor» y revelador1.
Y eso es lo que debe ir llevándonos a vivir de esta triple convicción:
Dios ama a este mundo «hasta el máximo» (Jn 13, 1). Dios no inter-
viene en este mundo al nivel de nuestras causalidades, sino que respeta
la autonomía dada a su creación, deja que las cosas se hagan e intenta
actuar respetando esa indeterminación. Y finalmente, Dios cuenta con
los seres humanos para la realización plena de Su obra: «el cielo perte-
nece al Señor, la tierra se la ha dado a los hombres» como rezaba ya el
salmista (113b, 24).
Todas estas síntesis, o los programas que de ellas derivan, a la vez
que parecen imposibles por demasiado difíciles, pueden parecer irrea-
les por demasiado bonitas. Pero las fuentes cristianas dan pruebas de
un realismo muy lúcido cuando afirman que el resultado del mensaje
anterior es que: «el mundo no le conoció (y los suyos no le recibie-
ron)»; pero que, no obstante, «Dios amó tanto al mundo que le entre-
gó a Su Propio Hijo, no para condenar al mundo sino para salvarlo»;
que a pesar de todo eso: «el mundo os odiará». Y, a pesar de ese odio,
el Maestro no pide para los suyos «que los saques del mundo, sino
que los libres del mal»; mientras a ellos les dice solo: «tened confianza:

1. H. Kessler, Cristologia, Queriniana, Brescia, 2001, p. 232.

128
Yo Pecador me coNFieso...

yo he vencido al mundo». Y «esta es la victoria que vence al mundo:


nuestra fe»2.
Por todo eso creo poder añadir que este librito, aunque algunos lo
nieguen por sentirse amenazados, es intrínsecamente eclesial o, al me-
nos, creo que así es mi fe, tal como aquí la expongo. Conozco de sobra
lo que algunos han llamado «la historia criminal del cristianismo». Re-
cuerdo también cómo se molestó la curia romana cuando, en aquel li-
bro de J. M.ª Díez-Alegría (Yo creo en la esperanza) que causó tan gran
revuelo hace casi cincuenta años, reconocía el autor que la historia de
nuestro catolicismo es a veces «muy poco cristiana»3. Pero sé también
que la tradición cristiana está repleta de maravillas hoy desconocidas:
porque quienes deberían conocerlas no las estudian y quienes las estu-
dian lo hacen solo para atacarlas. Sé que en la actual profunda crisis
de mi Iglesia (efecto, en mi opinión, de un rechazo cobarde de Vatica-
no II), hay muchos «zapateros» católicos que se empeñan en negar la
crisis o, a lo más, hablan de «una pequeña desaceleración»; y temo que,
como le ocurrió al anterior presidente del Gobierno, esa reacción de
avestruz no haga más que engordar y agravar la crisis.
Pero, precisamente por eso, este libro pretende también alertar con-
tra la frecuente reacción actual de muchos desengañados que han opta-
do, si no por la ruptura oficial, sí por «buscarse la vida» y labrarse un
camino en solitario o en círculos minúsculos y cómodos, con el enorme
peligro de caer o en lo que se llama hoy «religión a la carta», o en lo que
Hegel criticó antaño como la soledad estéril del romántico. Cuando tan-
tos me han acusado y denunciado de no amar a la Iglesia porque la criti-
co mucho, me permito dar la vuelta a la frase y decir: critico a la Iglesia
porque la amo mucho4. Porque a pesar de todo, es por ella y a través de

2. Como reconocerá el lector, los entrecomillados son textos del evangelio de Juan
y de la primera de sus cartas. Es conocida también la ambigüedad de la palabra «mundo»
en los escritos joánicos (objeto del amor total de Dios y sede de implantación del «pecado
del mundo») que no cabe comentar aquí.
3. La expresión tampoco era original de Díez-Alegría. Pocos decenios antes, en 1933,
Fernando de los Ríos había escrito: «¡Pobre catolicismo español que no ha llegado nunca
a ser cristiano!» (ver la cita más comentada en Presencia pública de la Iglesia: ¿fermento de
fraternidad o camisa de fuerza?, Cristianisme i Justícia, Barcelona, 2009, p. 132).
4. Recién publicada La humanidad nueva me hizo Adolfo González Montes una
entrevista para la revista Incunable, que apareció pocos números antes de que los eternos
inquisidores lograran cerrarla. En ella se apuntaba un paralelismo aún por hacer entre la
historia de la Iglesia y la del Israel primero: el pecado de la monarquía veterotestamen-
taria fue en la Iglesia el del poder temporal de los papas (lo que suelo llamar «carlomag-
nismo», porque fue más grave que el constantinismo y no tuvo las reacciones en contra
de este). La seguridad inicial de la monarquía acaba llevando a la división de los reinos
(y luego de las iglesias). La monarquía irreformable acaba llevando al exilio en el que (al
menos para el mundo occidental) se encuentra hoy nuestra Iglesia, pero del que puede
aprender tanto como aprendió Israel de su cautividad babilónica...

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herejías del catolicismo actual

sus arrugas y sus manchas como nos ha llegado la manifestación de Dios


en Jesús. Si la deformó a veces, tenemos las voces de muchos profetas y
el depósito de las otras iglesias y comunidades eclesiales perdido a veces
por nosotros: la acefalia de las iglesias unidas en comunión más que por
imposición, y el papel justificador de Dios que nos libera de la merito-
cracia católica. Y, a la vez, tenemos nosotros algo que aportar en la línea
de lo dicho en estas páginas.
Me parece también que lo expuesto hasta aquí no es una mera doc-
trina teórica sino un programa de vida. Y que todas estas no son verda-
des meramente informativas o curiosas, sino performativas y salvado-
ras: marcan un camino y una dirección irrenunciables, aunque no exijan
estar en la meta. Porque ese camino es el de la verdad, la radicalidad y
la calidad cristianas.
A la vez, creo que ese camino es importante no solo para noso-
tros cristianos, sino para todo el género humano: la vida enseña que el
hombre es capaz de lo peor y de lo mejor, y que hoy vivimos en una
sociedad montada para sacar de él lo peor: la sociedad del dios Dinero
y del capitalismo rapaz, que irá devorando sistemáticamente todas las
anteriores conquistas de humanidad que tanto esfuerzo habían costa-
do5. Lamento que, en este contexto, la Iglesia no siempre se muestre
capaz de sacar lo mejor del ser humano; porque estoy convencido de
que el cristianismo es lo más apto para eso. Muchas veces (y también
en otras páginas de este libro) he comentado cómo, las dos palabras
que más se dicen a propósito de Jesús en los evangelios son estas: las
entrañas conmovidas y la libertad6; este programa humano tan simple
y tan enormemente rico y profundo es accesible, como llamada, para
todos los hombres, sean creyentes o no. Pero para ello es preciso que
el cristianismo vuelva a ser visto como la increíble buena noticia que es,
y que la Iglesia sea señal eficaz de esa buena noticia, en sus aspectos no
solo comunitarios sino incluso institucionales. Y, para ello, que sea de
veras Iglesia de los pobres y que la autoridad vuelva a ser, en ella, servicio
y no carrera.
Creo, pues, que esta obra solo puede cerrarse con la plegaria de aquel
buen hombre del Evangelio: Creo, Señor, ayuda mi poca fe.
Y una vez cerrada así, quizás valga la pena envolverla con ese papel
de regalo, de un verde esperanza inquebrantable, como el que se refleja
en estos versos del amigo Casaldáliga:

5. Las devorará si antes no se carga al planeta cada vez más enfermo (y este sería
para mí el pronóstico más probable).
6. O autoridad, según el doble significado de la palabra griega eksousía que he ana-
lizado en otros lugares.

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Yo Pecador me coNFieso...

Y llegaré de noche
con el gozoso espanto
de ver,
por fin,
que anduve,
día a día,
sobre la misma palma de Tu mano7.

7. Clamor elemental, Sígueme, Salamanca, 1971, p. 100.

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