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González Faus
Herejías
E D I T O R I A L T R O T T A
COLECCIÓN ESTRUCTURAS Y PROCESOS
Serie Religión
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herejías del catolicismo actual
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Introducción
Así se lo decía Pablo a los corintios (1 Cor 11, 19), convencido de que
las divisiones pueden enriquecer y acrisolar a los espíritus bien dotados.
Pero a nosotros nos es útil evocar la frase por otras dos razones.
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Puede que esa herejía sea también una parcialidad, en el sentido antes
dicho de una verdad parcial, como muy bien intuyó Pascal cuando escribió
que todas las herejías en la historia de la Iglesia no habían sido más que
verdades parciales. Pero, aun en este caso, la parcialidad adquiere ahora
el sentido negativo del término: injusta más que meramente fragmenta-
ria. Porque es una parcialidad que se absolutiza a sí misma de tal manera
que niega espacio a elementos imprescindibles de la identidad cristiana.
Hecha esta aclaración de términos, hay que añadir, para matizar, que, en esa
negación de la identidad cristiana, debería jugar un papel importante lo que el
Vaticano II llamó «jerarquía de verdades» a la que, lógicamente, habrá de corres-
ponder una «jerarquía de herejías»: ¡no es lo mismo negar la encarnación de Dios
que negar la asunción de María!, por ejemplo. Y hay que añadir que los dirigen-
tes del catolicismo actual (donde casi todo el Vaticano II está aún por estrenar)
suelen carecer de sensibilidad para asumir ese matiz importante de la jerarquía de
verdades: así da la impresión de que, para la actual Congregación de la Fe, tan
importante es tener dos dedos menos en el pie que tener un infarto grave... Pero
de la jerarquía de verdades no vamos a hablar ahora.
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¿coNVieNe Que haYa herejías?
camente, tras algunos episodios que van desde la tesis doctoral de Hans
Küng (sobre la justificación en Trento y en K. Barth2) hasta el pasa-
do acuerdo ecuménico sobre el tema, sellado en el documento de 1999.
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¿coNVieNe Que haYa herejías?
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1. Creo que tampoco es concorde con los datos de la investigación histórica: des-
pués de varios análisis minuciosos, un exegeta tan cuidadoso y sereno como R. Brown
escribe: «Si Jesús se presentó a sí mismo como el primero entre muchos hermanos que
tienen una nueva y especial relación con Dios como Padre, esa prioridad implica que su
filiación fue de alguna manera superior a la filiación de todos los que habían de seguirle»
(Introducción a la cristología del Nuevo Testamento, Sígueme, Salamanca, 2001, p. 101;
subrayados del original).
2. Derivado de la tesis de J. Hick, que quiso resolver todo el problema de las reli-
giones con el mejor simplismo norteamericano.
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NeGaciÓN de la Verdadera humaNidad de jesÚs
2. Orígenes y consecuencias
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8. Quizás valga la pena notar, aunque sea de pasada, que todas las preguntas anteriores
resumen el malentendido que se produjo a raíz del libro de J. A. Pagola Jesús. Aproximación
histórica, declarado por unos no solo ambiguo sino contrario a la fe de la Iglesia, mientras
que muchos otros teólogos, y obispos, como J. J. Uriarte, Luis Ladaria, F. Ravassi o el obispo
de Braga, lo consideraban no solo libre de toda sospecha sino profundamente evangelizador.
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Con otras palabras: lo que esta herejía niega es todo el mensaje neotes-
tamentario sobre el anonadamiento (kénosis) de Dios en Jesucristo y el
«despojo de su condición divina»; ahora se considera el ser igual a Dios
como «un botín irrenunciable» (contra Flp 2, 6) y, por consiguiente, se
le concede a Jesús una humanidad, pero no en todo como la nuestra:
9. Este modo de argumentar es tan lógico, tan antiguo y tan extendido que, en-
tre los textos apócrifos encontrados en Nag Hammadi, hay uno que dice que la Virgen
María no tenía la regla... Y una vez que (hace ya bastantes años) dije en un programa de
televisión que María, durante su embarazo, tenía vómitos y mareos, hubo gentes que se
me echaron encima tachándome desde irrespetuoso hasta de blasfemo. Si esto piensan
de María, ¿cómo pensarán de Jesús? Semejante forma gnóstica de concebir ha marcado
mucho al cristianismo y es una de las razones de la fatal separación entre fe y vida que
comentaremos en otro capítulo.
10. Ejemplo de esas consecuencias: un informe sobre las Constituciones de los Le-
gionarios de Cristo encargado ya en 1957 al superior general de los carmelitas constataba
que la pobreza se entendía de manera «muy singular»; y aduce como prueba que «la casa
de Roma es muy confortable, con piscina, uso habitual de varios automóviles, fácil uso del
teléfono para comunicaciones internacionales e intercontinentales, viajes habitualmente
en avión, uso de albergues y restaurantes de gran clase..., gracias a que se afirma que la
pobreza del legionario debe ser digna y distinta» (La voluntad de no saber, Mondadori,
México, 2012, p. 106). Me siento obligado a aclarar que esa concepción de la pobreza,
derivada de una cristología heterodoxa y compatible con la noción mundana de dignidad,
no es exclusiva de los Legionarios.
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11. Y además, como es sabido, no había acuerdo a la hora de precisar en qué consis-
te esa ultimidad del ser: tomistas, suaristas y escotistas, las tres grandes escuelas teológicas
medievales, diferían a la hora de responder a esta cuestión.
12. El increíble «voto de caridad» redactado por el fundador Maciel, reza así: «Pro-
meto a Dios omnipotente delante de la beatísima Virgen María de los Dolores y delante
de toda la corte celestial jamás dañar con opiniones ni siquiera uno de los actos de gobier-
no de los superiores, y avisar inmediatamente al superior general si supiera que sucede
esto por parte de algunos de los religiosos» (La voluntad de no saber, cit., p. 106). Aparte
del tono melifluo que suele ser sospechoso, llama la atención que la caridad solo se ejerza
para con los de arriba y no para con los hermanos a los que sí se puede denunciar. Aún
más increíble es que en las Constituciones se diga que los jóvenes candidatos han de ser
guapos y atractivos («decenti sint conspectu, atractione corripiant», citado en latín en
ibid., p. 245).
13. El ejemplo clásico de endíadis, en las antiguas gramáticas latinas, era la frase de
Cicerón contra Verres: «cruz y suplicio» (= el suplicio de la cruz).
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Con una lucidez que hoy resulta sorprendente, el obispo Ignacio de An-
tioquía, ya en el siglo II, afirmaba que, a los que niegan la «carne» y el
anonadamiento del Mesías, esa negación les lleva a no ocuparse de la
caridad ni de los que no tienen valedores («huérfanos y viudas») ni de si
su hermano está atribulado o hambriento o encadenado1.
La herejía anterior nos lleva, pues, casi mecánicamente a esta otra, que
puede ser inconsciente y que quizás cree actuar en defensa de Dios y de
su verdad o su dignidad. Pero el hecho es que, de la eminente dignidad
del que «se despojó de su rango» y ante quien «se dobla toda rodilla»
(Flp 2, 8 ss.) se sigue, para un cristiano, «la eminente dignidad de los
pobres en la Iglesia», para decirlo con el título de un célebre sermón del
obispo Bossuet. Allí proclamaba el gran orador francés que Jesucristo
vino al mundo para cambiar todo el orden establecido y, por eso, si en
el orden actual «los ricos tienen todas las ventajas y ocupan los primeros
puestos, en el reino de Jesucristo los pobres tienen la preeminencia por-
que son los primogénitos de la Iglesia... donde no se admite a los ricos
más que a condición de servir a los pobres». Y llega a añadir que «la Igle-
sia en su plan original fue construida solo para los pobres» y que Jesús
«no tiene necesidad de los ricos en su santa Iglesia». Juan Pablo II rema-
chó intuitivamente estas afirmaciones proclamando que en la fidelidad
a los pobres se juega la Iglesia su fidelidad a Cristo (LE 8).
Pues bien, hoy no podemos ser honrados sin reconocer que en el
catolicismo de nuestros días tienen toda la preeminencia los ricos y que
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4. «Pauper Christi vicarius est» escribía Pierre de Blois en el siglo XII. De todos modos,
por lo que conozco, el título tenía un contenido más amplio y venía a aplicarse a experien-
cias de «alteridad». El texto citado puede verse en la obra antología Vicarios de Cristo: los po-
bres en la teología y espiritualidad cristianas, Cristianisme i Justícia, Barcelona, 32006, p. 96.
5. Ver algunos datos en J. Torres López, Contra la crisis, otra economía y otro modo
de vivir, HOAC, Madrid, 2012, pp. 17, 19-20, 22.
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mismos6; mientras que las otras muertes no nos exigen tanto personal-
mente y podemos usarlas para acusar a los demás...
Dejemos, no obstante, la crítica social y volvamos al cristianismo de
hoy. Hace ya casi cuarenta años escribí lo siguiente a propósito del pa-
saje de san Mateo sobre el juicio final («tuve hambre y [no] me disteis
de comer», etc.):
Y es que, como se ha dicho ya otras veces, esas palabras del juicio final
de Mateo no son simplemente una enseñanza ética. Son sobre todo una
enseñanza teológica8. Ni a los condenados ni a los salvados se les da la
sentencia arguyendo que «obraron mal» u obraron bien. Unos y otros son
juzgados por cómo reaccionaron ante el Dios presente, que seguía presente
en el hambriento y en el desnudo, aunque ellos no lo supieran. Si se trata
de una cuestión cristológica, hay que reafirmar que no estamos aquí ante
un problema ético sino ante una enseñanza sobre Dios: sobre ese Dios úni-
co que la Iglesia debe anunciar y vuelve herético todo anuncio que lo falsi-
fique o lo desfigure. Porque si efectivamente, y en serio, Dios se ha hecho
hombre, si en Jesucristo la humanidad adquiere un significado perenne
para nuestro hablar de Dios y nuestra relación con él9, entonces la unici-
6. Según la FAO, para acabar con los muertos de hambre en un año bastaría con las
dos quintas partes de lo que el Banco Central Europeo inyectó en los mercados en un solo
día (29 de septiembre del 2008) o, como ya se ha dicho, con menos de los gastos anuales
en cosméticos, etc. (para el primer dato ver J. Torres López, Contra la crisis..., cit., p. 42).
7. La humanidad nueva. Ensayo de cristología, Sal Terrae, Santander, 92000,
pp. 93-94.
8. Remito al apunte: «La opción por el pobre como clave hermenéutica de la di-
vinidad de Jesús», en la obra en colaboración La justicia que brota de la fe, Sal Terrae,
Santander, 1982, pp. 201 ss. También, de manera más sistemática: «Los pobres como
lugar teológico», en El secuestro de la verdad, Sal Terrae, Santander, 1986, pp. 103-159.
9. Recuérdese el artículo de K. Rahner «Eterna significación de la humanidad de
Cristo para nuestra relación con Dios», en Escritos de teología, vol. III, Taurus, Madrid,
1961, pp. 47-61.
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Por eso resulta tan extraño en el catolicismo actual que otras expresiones
evangélicas (por ejemplo, las referentes al divorcio) se tomen con absoluta
literalidad y algunos las exijan presentes hasta en legislaciones civiles;
mientras que estas, que son mucho más claras y más frecuentes y exentas
de matices, sean desoídas o se pretenda aplicarles la desautorización de
las mil interpretaciones. Otra vez nos encontramos con algo similar a lo
que ocurre con la queja paulina: anunciamos un Dios crucificado escán-
dalo para los hombres que se creen religiosos (o que quieren serlo).
El Evangelio se convierte así en un remiendo de tela nueva sobre
un paño viejo que no hace más que estropear el remiendo y desgarrar el
paño. O como vino nuevo en odres viejos que lo estropean (Mc 2, 21-22).
Y esta me parece la mejor clave de comprensión de la presente herejía.
A veces incluso tiene uno la sensación de que este punto tan absoluta-
mente fundamental se ve cuidadosamente esquivado en la oración de la
Iglesia11. Por eso duele en el alma que se haya podido escribir no sin
parte de verdad:
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herejías del catolicismo actual
Ojalá me equivoque, pero todo huele a como si los «censores» de la liturgia pensaran que
conviene limpiar la palabra de Dios de cierto «socialismo» rastrero y menos digno de Dios...
12. K. Marx, «El comunismo del Reinischer Beobachter» (artículo de 1847). La casuali-
dad hizo que a poco de escribir estas páginas me contaran algunos militantes de Acción Cató-
lica Obrera que un obispo les había dicho que «exageraban la doctrina social de la Iglesia»...
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Si Dios quiere que tú tengas, es precisamente para que, por tu medio, otro no
pase necesidad y para que, por el servicio de tus buenas obras, el pobre se vea
libre de la necesidad y tú de la multitud de tus pecados... Hay algunos que
piensan que, aunque no suelen soltar un céntimo para ayudar a los pobres de
la Iglesia, sin embargo, como guardan todos los demás mandamientos y actos
meritorios de la fe, solo tienen una falta venial. Pero resulta que, sin esta virtud,
nada aprovechan las demás, aunque las tengamos... Los bienes terrenos, por
tanto, no se nos han entregado para nuestro uso, de modo que puedan servirnos
para saciar el apetito de los sentidos materiales. De ser así, no nos distingui-
ríamos en nada de los animales.
(San León I, papa, Sermón XX; PL 54, 189)
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¿Qué es lo que condenó a Jesús a una muerte tan atroz? ¿Fue Pilato? ¿Fue-
ron los escribas y fariseos? No, hermanos míos, no. Fue la justicia divina que
nunca quiso decir «basta» hasta que lo vio expirar sobre ese suplicio. El Sal-
vador bondadoso agonizaba colgando en el aire de tres clavos, derramaba
lágrimas de sangre, sangraba por todas partes. Pero la justicia inexorable
decía «todavía no». Su tierna madre lloraba al pie de la cruz, sollozaban
las piadosas mujeres, gemían todos los ángeles y espíritus bienaventurados
ante tan cruel espectáculo. Pero la Justicia sin dejarse conmover repetía
«todavía no». Y no dijo «ya basta» hasta que no lo vio exhalar el último
suspiro. ¿Qué decís ahora, hermanos míos? Si la justicia divina ha tratado
tan severamente al Unigénito del Padre solo porque había tomado sobre sí
nuestros pecados —o mejor, la sombra de nuestros pecados—, ¿cómo nos
tratará a nosotros que somos los verdaderos pecadores? (San Leonardo de
Porto Maurizio, Sermons pour les missions, II, p. 169).
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infinita gloria para la Majestad de Dios. (Sermón del padre Segneri sobre el
número de los elegidos, Oeuvres, I, p. 118).
Estos dos textos del siglo XVIII, nunca condenados por ningún santo
oficio, reflejan bastante bien algo que está todavía en las cabezas de mu-
chos católicos, y que responde a la catequesis de mi infancia, a muchos
ejercicios espirituales que recibí en mi juventud y (sin exagerar tanto) a
la teología que estudié antes de ordenarme de presbítero. La mentalidad
que transmiten ha dado lugar al rechazo de la fe por parte de muchas
gentes de mi generación y ha impreso en muchas cabezas la imagen del
Dios del miedo, parecida a la que tenía el tercer empleado de la parábo-
la de los talentos (Mt 24): su definición no es la del Nuevo Testamento
(Dios es amor) ni la del Primer Testamento (lleno de misericordia y fide-
lidad) sino la de una justicia «inexorable» y que «no se deja conmover»
(así san Leonardo). Tan cruel que, aunque no se salvase ni un solo ser
humano, se sentiría satisfecho con los dolores de Jesús que aplacaban su
sed de justicia (así Segneri).
Ese dios del miedo lleva a una piedad obstinada sobre todo por
«tener a raya a Dios», de la cual pueden salir figuras como el fariseo
de la parábola o el hermano mayor del hijo pródigo: pero muy difí-
cilmente saldrán figuras como Pedro, Pablo, Juan u otros seguidores
de Jesús.
Como suele pasar en la historia de las ideas, hay algo válido que
conviene no perder en la explicación dada, pero totalmente desubicado
y, en consecuencia, monstruosamente desmesurado: es válido el afán por
salvaguardar la seriedad del tema de Dios y de nuestra impureza ante él;
en eso nunca insistiremos bastante. Pero a la vez hay en esa mentalidad
una deformación total de la imagen de Dios que deja de ser el padre de la
parábola del pródigo (Lc 15) para asemejarse más al Señor cruel, contro-
lador e irritable, que se aplaca viendo sufrir a los suyos. Sartre evocaba
esa figura del Dios del miedo (el «ojo» que siempre está controlándote)
como una de las causas de su ateísmo.
Por eso, de acuerdo con la indicación metodológica propuesta en el
primer capítulo, quizá convenga situar primero el origen de esa menta-
lidad para mejor rescatarla y purificarla. Conociendo el origen de esta
explicación se puede comprender mejor tanto lo que tenga de validez
o de buena intención como lo que tiene de equivocada y el mal que
puede hacer hoy. La historia de las cosas ayuda a entenderlas mejor y
—si llega el momento en que hay que desprenderse de ellas—, se hace
entonces como quien prescinde de un vestido viejo o de un alimento con
fecha de caducidad pasada; no como quien rechaza agresivamente algu-
na amenaza que considera engañosa.
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1. Esto que a san Anselmo le parecía un principio evidente es, en realidad, una pro-
yección hasta Dios de la mentalidad social de la Edad Media: señores feudales y siervos de la
gleba. Razón tiene Ratzinger cuando insiste en que la religión es inseparable de una cultura en
la que anida, pero con la que no se identifica. De ahí la necesidad de constantes purificaciones.
2. «Non tanta similitudo quin maior sit dissimilitudo notanda» (DH 806).
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2. La inercia de la historia
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Con estos arreglos podría haberse sostenido mal que bien la explica-
ción anselmiana, de no haber sido por la forma como la radicalizó Lu-
tero desde su experiencia personal de la imposibilidad de salvarse: Lutero
ya no ve en la Cruz la satisfacción dada por el hombre (Jesús) a Dios, sino
más bien el castigo impuesto por Dios a Jesús (en lugar de a nosotros). Y
si esto en la trayectoria personal de Lutero resultó fuente de liberación
y de reforma, al centrar toda su piedad en Cristo como reconciliador
con Dios, contribuyó posteriormente a robustecer la imagen del Dios del
miedo, al menos en la Iglesia católica que, por un lado, no aceptaba la
devaluación luterana del hombre, pero por el otro, no quería ser menos
que Lutero en el reconocimiento del pecado humano.
He creído necesaria esta larga explicación para poder ver ahora me-
jor las consecuencias que ha podido tener sobre nosotros, tras el paso de
la mentalidad y la cultura medieval a la moderna.
Resta aclarar solamente que la teoría de la satisfacción nunca fue
adoptada y consagrada por el magisterio supremo de la Iglesia, aun-
que sí por la teología posterior (con los matices ya indicados), quizá
porque cuadraba bien con la cultura de aquella época.
3. Desenfoques
3. Para una explicación más lenta y, sobre todo, para la crítica a la explicación
anselmiana, remito al capítulo 12 de La humanidad nueva, Sal Terrae, Santander, 92000.
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liberarlos del aviso de que también ellos pueden acabar actuando como
los sanedritas y los sumos sacerdotes judíos que condenaron a Jesús.
Todos esos desvíos son quizás explicables desde otro de los límites de
nuestros utensilios humanos: ya dijimos que nuestro lenguaje es una he-
rramienta incomparable pero demasiado pequeña y, además, cambia con
el paso del tiempo y el traspaso a otras culturas e idiomas. Y no cabe
negar que el léxico del Nuevo Testamento da pie a veces a malentendidos
en este punto si olvidamos esos límites del lenguaje. Por ejemplo:
— La sangre nos evoca a nosotros el dolor, para los antiguos signi-
ficaba vida.
— La palabra redención sonaba a liberación para la gente del Nue-
vo Testamento (liberación de la esclavitud o de las prisiones donde solía
haber más cautivos de guerra que delincuentes); a nosotros, en cambio,
nos suena ya a la expiación satisfaccionista.
— La expresión (típica de algunos credos) «morir por nuestro peca-
dos» o «por nuestra causa» puede significar «por obra nuestra (o por cau-
sa nuestra)»; no significa necesaria ni exclusivamente «para bien nuestro».
— El término «sacrificio» nos evoca a nosotros algo doloroso, mien-
tras que, para los antiguos, evocaba sobre todo algo «sagrado»: algo que,
por haber entrado en la órbita de la divinidad, quedaba de algún modo
sacralizado5.
En resumen: todos estos símbolos neotestamentarios no pueden to-
marse como significados unívocos y jurídicos, y esto es lo que hace la
teoría de la satisfacción. Como escribe con tino un comentarista: «An-
selmo utiliza conceptos jurídicos y comerciales no solo como metáforas
sino como elementos formales de su soteriología. Pues de otro modo la
demostración no valdría»6. Eso le lleva a convertir a Dios en el objeto de
la reparación (o el obstáculo que superar en nuestra salvación), mientras
que en el Nuevo Testamento Dios es siempre el autor primario de ella.
Por eso, desde la óptica neotestamentaria (y en contraste con Anselmo)
podemos decir, entonces, que nosotros entregamos a Jesús y él aceptó
ser entregado por nosotros en lugar de destruirnos; y que esa entrega
«llega hasta los cielos» (como gusta decir la carta a los Hebreos) o re-
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5. Consecuencias
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8. Como muchos lectores habrán visto la película La Misión, vale la pena recordar
la escena en que el noble convertido se empeña en subir cargado una cuesta simplemente
como reparación de su anterior crimen, ante la mirada atónita del espectador y la com-
prensiva de los dos jesuitas que prefieren dejarle hacer, vista su buena voluntad.
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serio: una ofensa al Amor9. Y en esa vida, entregada al amor y por amor,
en esa perseverancia en la entrega saltando (como me gusta decir) desde
el abandono de Dios a las manos del Padre, se produjo algo tan serio y
de tal valor que redime a esta tierra cruel y a este género humano que
matando al hombre mata al mismo Dios, pero en el que la entrega del
hombre vuelve a hacer presente a Dios. Por eso cantaron los medievales:
«o Crux, ave, spes unica», porque es el único punto de esperanza que
sigue en pie en medio de las vicisitudes de esta historia («stat Crux dum
volvitur orbis»). Por eso los cristianos, aunque no lo sepan, son educa-
dos a persignarse cuando en la celebración eucarística se les anuncia la
lectura el Evangelio. Es una manera de anunciar que la buena noticia
que van a escuchar es precisamente «la palabra de la Cruz»
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10 Cito la 2.ª edición porque en las pp. 24-27 del Apéndice puede verse la nueva
versión de ese texto tras las objeciones que suscitó en la curia romana.
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1. El polvo de la historia
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desFiGuraciÓN de la ceNa del seÑor
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desFiGuraciÓN de la ceNa del seÑor
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6. Con lo cual no pretendo excluir (ni por asomo) la preparación personal me-
diante la reconciliación. Solo destaco que esa necesaria preparación personal no puede
convertirse en un «título colorado» que nos dispensa de la preparación social...
7. Cf. 1 Cor 8, 4 ss. y 10, 25 ss. Ver también Rom 14, 13 ss. Señal de que el pro-
blema era muy serio, aunque a nosotros hoy nos resulte ridículo.
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desFiGuraciÓN de la ceNa del seÑor
Intentemos, por tanto, el mayor respeto con los hermanos débiles, pero a la
vez, defendamos con radicalidad el don de la libertad cristiana ante acusaciones
a veces estúpidas, que solo pueden brotar de una pérdida casi total del sentido de
la eucaristía. Pérdida de sentido explicable por la historia, como hemos tratado
de mostrar. Pero que hoy puede convertirse en excusa cómoda para eludir la exi-
gente llamada de la eucaristía. Pues no es infrecuente que quienes más fervorosos
devotos se muestran de la comunión en la boca, sean luego los más conservado-
res cuando entran en juego las relaciones socioeconómicas entre los humanos, o
(si son curas) resulten los más autoritarios y los más clericales en su relación con
los demás cristianos. Algo huele a extraño en esa Dinamarca...
4. Dignificación de la materia
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5. En conclusión
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desFiGuraciÓN de la ceNa del seÑor
La liturgia no tiene por fin llenarnos, entre temor y temblor, del sentimiento de
lo santo, sino la de enfrentarnos con la espada tajante de la palabra de Dios: no
tiene por fin procurarnos un marco bello y festivo para el recogimiento callado
y la meditación, sino introducirnos en el «nosotros» de hijos de Dios y, con
ello, en la kénosis de Dios que descendió hasta lo ordinario... El mero arcaís-
mo no sirve para nada, y la mera modernización menos todavía. El soportarse
mutuamente de que habla Pablo, la anchura de la caridad de que habla Agustín,
son los únicos medios que pueden crear el espacio en que el culto cristiano
madure en verdadera renovación. Porque el culto divino más auténtico de la
cristiandad es la caridad.
(J. Ratzinger, El nuevo pueblo de Dios,
Herder, Barcelona, 1972, pp. 341, 343, 346)
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CONVERTIR EL CRISTIANISMO
EN UNA DOCTRINA TEÓRICA
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1. La tentación gnóstica
Quizá, sin saberlo, ese diagnóstico del Vaticano II no quede muy lejos
de la conocida acusación de Nietzsche al cristianismo: «un platonismo
para el pueblo»1. También otros autores, aunque sin el vigor gráfico y
agresivo del filósofo alemán, han hablado de la desfiguración del cristia-
nismo en una «gnosis»: una doctrina de salvación por el conocimiento
destinada a privilegiados2. La acusación no deja de ser curiosa dado
que la gnosis fue quizás el mayor enemigo del cristianismo primitivo,
y multitud de los llamados evangelios apócrifos reflejan este intento de
desvirtuar gnósticamente el cristianismo. Pero, como escribí en otra oca-
sión, nuestro catolicismo padece una especie de síndrome de Estocolmo
respecto de la gnosis. Y este síndrome puede verse agudizado por la cul-
tura moderna, que no intenta ya inyectar al cristianismo su doctrina de
la salvación por el conocimiento (como quiso hacer la gnosis antigua),
sino más bien declararlo «incompatible con la ciencia» (que viene a ser
la gnosis de nuestro tiempo) y, en consecuencia, desautorizándolo como
inferior a la Modernidad. Antes de nosotros, también santo Tomás, con
su necesaria incorporación de Aristóteles al pensamiento cristiano, pudo
contribuir a ese síndrome gnóstico. La pretenciosa desautorización que
algunos pseudoteólogos mostraron contra el Vaticano II, alegando que era
simplemente «un concilio pastoral», incide en esta tentación de ver el
cristianismo más como una gnosis que como una vida.
Por supuesto, el conocimiento nunca debe ser despreciado, y creo
que la tradición católica no ha pecado demasiado en este campo. Pero,
por respetado y apreciado que sea, no puede ser erigido en camino de
salvación. Antonio González escribió con precisión y agudeza que Dios
no se revela en Jesucristo como buena noticia para los intelectuales sino
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coNVertir el cristiaNismo eN uNa doctriNa teÓrica
como salvación para los pobres3. Lo cual podrá parecer «muy rojo», pero
san Pablo no es menos radical: «si hablase todas las lenguas y conociera
todos los misterios y todo el saber (¡gnosis!) pero no tengo amor, no soy
nada»: porque «la gnosis pasará; solo el amor permanece» (1 Cor 13, 2.8).
Todo eso le cuesta mucho de aceptar a nuestro mundo porque, huér-
fano de Dios, parece no ver más camino de crecimiento que el saber y la
ciencia. También nuestro catolicismo parece hoy más atento a penetrar
misterios inescrutables que a amar a todos los hijos del mismo Padre.
Pero no se trata de un problema nuevo: ya en el siglo II, Ireneo de Lyon
se encontró con una acusación muy similar; pero trató de responder a
ella calificando el cristianismo como «la verdadera gnosis» y afirmando
que, en lugar de ataques y respuestas, el mejor modo de confrontación
era exponer juntas la doctrina gnóstica y la doctrina cristiana. Algo de
eso intentó hacer en su obra más clásica (Adversus haereses). Y sospe-
cho que algo parecido haría el Gautama Buda si se encontrase vivien-
do en nuestro tiempo.
Todo apunta pues, en las reflexiones anteriores, a no minusvalorar
en absoluto el aspecto intelectual y lo que Martínez Gordo llama «la di-
mensión veritativa» del cristianismo, pero sí a mostrar cuál es la verdad
«más verdadera», es decir: la más auténtica y más profunda dimensión
de nuestro existir humano. En nosotros se da una curiosa dialéctica en-
tre conocimiento y amor: por un lado, para amar una cosa es menester
conocerla («nihil volitum quin precognitum», según el adagio latino);
pero, por el otro lado, solo se conoce bien aquello que se quiere bien
(«non intratur in veritatem nisi per charitatem», según otro adagio de
Agustín). La primera formulación es típicamente griega; la segunda es
más característica del pensamiento bíblico y es la que el catolicismo de
hoy tiene más olvidada. El conocimiento puede ser tranquilamente pasi-
vo, mientras que el amor es necesariamente activo: no se contenta con la
mera «theoria» (nombre griego de la contemplación), sino que es efusivo
comunicativo y creativo.
En este sentido se afirma en el prólogo del evangelio de san Juan que
«la vida es la luz de los hombres»: el amor es nuestra verdad, dicho en
una paráfrasis libre que comentaremos en el apartado siguiente. Pero
nuestro catolicismo parece haber invertido los términos como si la luz
fuera la vida de los hombres y quizás necesite oír la palabra con la que
Jesús pretendió autentificarse: mis signos son salud para los enfermos y
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5. V. Cosmao, Transformar el mundo, una tarea para la Iglesia, Sal Terrae, Santan-
der, 1981.
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(tema muy propio del cuarto evangelio) Jesús vino a «cargar con el pecado
del mundo». Cargar con él (y dejarse aplastar por él) como modo de desac-
tivarlo y vencerlo: de quitarlo. Pero —como vimos en el capítulo 3— ese
cargar con el pecado no es someterse a un castigo extrínseco y distinto de
ese pecado, sino someterse al pecado del mundo, es decir: a toda la diná-
mica que el pecado desata, y que se implanta en estructuras de conviven-
cia que son más creadoras de muerte y esclavitud que de vida y libertad.
Pero que justifican esa crueldad con la mentira de que están dando vida.
Solo el amor da vida. Y el egoísmo (en la medida en que desborda el legí-
timo cuidado de cada cual por sí mismo) es siempre un actor de muerte.
Al hablar de un mundo estructurado de acuerdo con el amor o de
acuerdo con el egoísmo (o el pecado), se hace comprensible una palabra
muy del gusto de los Padres de la Iglesia y que nosotros consideramos
inútil para hoy, porque creemos que ha cambiado de significado. Me re-
fiero el término «economía»: tendemos a pensar que antaño quizás pudo
tener esa palabra un sentido teológico y religioso, mientras que hoy solo
tiene un sentido secular. Y, sin embargo, ¡ya en tiempos de los Padres de
la Iglesia, la economía significaba exactamente lo mismo que hoy!: la
administración de los bienes de la casa (que podrán hacerse crecer, pero
que son escasos y limitados)7. Es en este preciso sentido como hablan
los Padres de la «economía divina»: con la intención de mostrar cómo el
amor de Dios ha gestionado la marcha de esta historia. Y con ese mismo
significado debería ser recuperable para nosotros porque lleva a compa-
rar la economía de Dios, que intenta gestionar la Creación desde el Amor
por mucho que le cueste, con la economía del hombre que ha intentado
gestionar la historia desde el egoísmo, y que lleva a una «paz que brota de
la victoria» en lugar de a una «paz que brota de la justicia»8.
La primera (es decir, la economía de Dios) tiene como objetivo prima-
rio la desaparición de todas las víctimas, y además con un matiz de urgen-
cia porque las víctimas «no pueden esperar» (como ponía de relieve Jesús
curando en sábado); la segunda (la economía de los hombres) tiene como
efecto inmediato e ineludible la producción de víctimas, la cual se justifica
por los beneficios que rinde a unos pocos y por el pecado de las víctimas:
un pecado que podrá ser muy real pero que nunca es mayor que el de sus
verdugos (solo que no dispone de los medios llamados de comunicación
para justificarse).
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herejías del catolicismo actual
5. La herejía capitalista
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coNVertir el cristiaNismo eN uNa doctriNa teÓrica
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herejías del catolicismo actual
[N. B. Quisiera cerrar este capítulo con un texto más largo que los
anteriores, de una de las mayores autoridades teológicas del momento
que, superados los noventa años, no ha perdido ni lucidez ni esperanza
ni audacia para encararse con los problemas actuales del cristianismo.
Pero como el texto es largo y denso, me permito subdividirlo y subtitu-
larlo yo, para facilitar al lector la entrada en él].
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coNVertir el cristiaNismo eN uNa doctriNa teÓrica
1. La Iglesia
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2. El mundo
2.a. Su situación
Es verdad que los hombres de la Modernidad, al perder la creencia en Dios o al
desalojarla de sus preocupaciones más esenciales, han dejado de verse orienta-
dos hacia el polo infinito de la existencia y se han encontrado desorienta-
dos, prisioneros de sus apetitos de poder y de placer, hasta el punto de que,
para satisfacerlos, se han vuelto los unos contra los otros y pueden extermi-
narse mutuamente o destruir el universo del que procede el crecimiento de su
poder y de su bienestar. Esta humanidad está enferma y eso es algo que no
debe escapar a la mirada de la Iglesia; pero no ha de sacar partido de ello para
intentar reconquistar el lugar que ella ocupaba antaño en la sociedad.
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herejías del catolicismo actual
Son tres pasos que marcan un crescendo muy claro: «el dinero, rival
de Dios se presenta como un ídolo a quien se rinde culto sacrílego»5:
la riqueza privada es tan mala porque es adoración de un dios falso, y
los ídolos son siempre dioses de muerte. No se trata, pues, de una mera
censura moral sino de un claro error en la fe. Mucho antes de nuestros
capitalismos y nuestras crisis económicas, Lutero (en su Gran catecis-
mo) tuvo la intuición de tratar el tema del dinero al hablar del primer
mandamiento, no en el séptimo.
Resulta entonces diáfanamente expresiva la explicación que da Je-
sús en la parábola del sembrador sobre las semillas que se pierden: algu-
nas caen en tierra mala y no hay nada que hacer; pero otra semilla cae
en tierra buena y prende. Y, sin embargo, se pierde porque «el engaño
de la riqueza ahoga la Palabra» (Mc 4, 19). La riqueza es sencillamen-
te «engaño» y un engaño seductor. Y nosotros (también la Iglesia) se-
guimos creyendo exactamente lo contrario: que los ricos son los más
competentes y los más capacitados para arreglar los problemas del mundo
(generalmente, causados por ellos mismos)...
El engaño reside en creer que es posible servir al hombre y al dine-
ro: pues, vista la implicación del hombre en la revelación que Dios hace
de sí y la inseparabilidad del primer y segundo mandamientos, se sigue
que, si no se puede servir a Dios y al dinero, tampoco se puede servir al
hombre y al dinero. Este ha sido el pecado del catolicismo occidental que
ha terminado en lo que estamos viendo en esta crisis: se sirve al dinero
privado pretendiendo con ello servir al hombre y a través de medios que
no hacen más que matar al hombre (sueldos bajos, despidos, recortes
sociales...). Se ha desoído la enseñanza fundamental (y subversiva) de la
Iglesia, que ella misma ha olvidado también: que el único derecho pri-
mario de propiedad es el destino común de todos los bienes de la tierra.
Y que la apropiación privada es un derecho secundario (no absoluto) que
solo tiene vigencia en la medida en que ayuda a realizar el fin primario
de los bienes de la tierra6.
Para cerrar este apartado: se comprende ahora no solo que Jesús
denuncie a los ricos, sino que lo haga con la expresión más dura de
todos los evangelios: el termino amenazador Uay («ay de vosotros»:
Lc 6, 24-25). Si buscamos otros usos de esa expresión amenazadora
en los evangelios, nos encontraremos con ejemplos como estos: «ay de
aquel por quien venga el escándalo a los pequeños; más le valdría
ser arrojado al mar con una piedra atada al cuello» (Mt 18, 7). Y «ay
de vosotros hipócritas»...: porque usáis el nombre santo de Dios para
falsificar la imagen de Dios (cf. Mt 23; Lc 11, 37-52 y 20, 45-47).
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NeGaciÓN de la aBsoluta iNcomPatiBilidad eNtre dios Y el diNero
Resulta muy triste, por no decir escandaloso, que en todo este tiempo de
crisis no se haya oído casi ninguna voz profética, ni una palabra maestra,
ni un gesto globalmente solidario de la iglesia oficial7. No me refiero a
meras limosnas que sé que han existido y de las que cabe decir «no sepa
tu mano izquierda lo que hace tu derecha». Me refiero a una sacudida
global de las conciencias, que es perfectamente compatible con el respeto
a las personas concretas. Porque la actual calamidad económica no ha ve-
nido por causas físicas como los terremotos, sino por causas bien huma-
nas: por la ambición cruel y desmedida de un grupo de gente riquísima
que, además, ha dado un pésimo ejemplo para la conducta ambiciosa de
otros muchos.
El catolicismo oficial solo se siente llamado a levantar la voz cuan-
do está de por medio el tema sexual. Y no voy a negar que la sexualidad
es una realidad supercompleja y superresbaladiza8. Pero creo que llama
la atención el siguiente contraste: en los evangelios apenas hay dos o
tres pasajes que se ocupen del tema sexual; en ellos Jesús se muestra
tan exigente en la teoría como luego tolerante con las personas con-
cretas9. En cambio, ya hemos visto cuántas veces hablan los evange-
lios de las diferencias entre ricos y pobres. Pues bien: parece que el
7. Me corrijo con gusto. Semanas después de escritas estas líneas y como si qui-
sieran desmentirme (o quizás darme la razón con retraso), aparecieron declaraciones de
algunos obispos o grupos (Barcelona y otros). Algo tibias en mi opinión, pero que son
muy de agradecer aunque solo sea por aquello de que «menos da una piedra» o de que
«más vale tarde que nunca».
8. La simple expresión del Génesis, aparentemente inocente: «varón y hembra los
creó», vehicula un enorme potencial que puede ser de amenaza o de promesa: porque es
como un desmentido a la pretensión de totalidad que somos todos los seres humanos; un
desmentido no solo por la multiplicación numérica sino aún más hondo: ni siquiera nuestra
propia naturaleza abarca la totalidad de lo humano: hay «carne de mi carne y hueso de mis
huesos» que no están en mí; somos seres separados, mutilados, y la alteridad se erige ante
nosotros como un enemigo a eliminar o como una presa de que apropiarse. Solo cuando el
ser humano se humilla, se relativiza y se desdiviniza aceptando lo otro y respetándolo, se
reencuentra y se completa —paradójicamente— en «lo otro». Dicho sea todo esto para que
no parezca que quito importancia al tema sexual.
9. Esos pasajes son la enseñanza sobre el divorcio, el aviso de que la mirada con-
cupiscente y consentida a la mujer ajena ya equivale a adulterio, más el pasaje de la mujer
adúltera. Poco o nada más.
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herejías del catolicismo actual
10. ¡Ojalá que al menos se hubiera levantado la voz en este campo para denunciar el
atroz comercio de muchachas (brasileñas, rumanas...) para prostituirlas en Europa! Pero
solo conozco un obispo que haya levantado una voz valiente contra tamaña infamia (y
que, por supuesto, ya está amenazado de muerte)...
11. Bossuet, en Vicarios de Cristo, cit., pp. 248-249.
12. «La amistad con los pobres nos hace amigos del Rey eterno» (carta de Ignacio de
Loyola a los jesuitas de Padua, ibid., p. 161).
13. Los condenados de la tierra, FCE, México, 1963, p. 287.
14. Ver la cita completa en La libertad de palabra en la Iglesia y en la teología. An-
tología comentada, Sal Terrae, Santander, 1985, p. 18.
15. En el libro-entrevista Luz del mundo, Herder, Barcelona, 2010, p. 83.
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NeGaciÓN de la aBsoluta iNcomPatiBilidad eNtre dios Y el diNero
Y todo lo anterior se vuelve hoy más necesario que nunca, porque hoy los
ricos maltratan más a los pobres, dado que tienen más posibilidades para
ello: ya no son meros poderes personales sino envueltos en poderes es-
tructurales, anónimos... Que solo unas trescientas cincuenta personas po-
sean una riqueza superior a la de más de dos mil millones de seres huma-
nos, y al PIB de 30 o 40 países constituye una falsificación de Dios muy
superior a la del más radical ateísmo.
Paul Claudel dijo una vez que el dinero es como «un sacramento
material», es decir: significa y promete una felicidad muy superior a su
mera entidad; pero una felicidad solo material: pues remite a un esplén-
dido «más allá» puramente terreno. Ha dejado de ser un simple medio
de cambio para convertirse en un medio con el que puede conseguirse
todo, tanto en beneficios materiales como en estimación de la gente.
En formulación de un economista de hoy: «el dinero ha dejado de ser
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herejías del catolicismo actual
En efecto: como es sabido, la usura fue, tanto para la tradición bíblica como para
la filosofía griega, uno de los vicios más inhumanos y más abominables: enrique-
cerse con la necesidad del otro. Algo parecido al empresario abyecto que concede
trabajo o mejora sueldos a pobres muchachas, a cambio de favores sexuales.
Es sabido también que, con el paso de una economía de subsistencia y mero
trueque a otra economía monetaria y comercial, el dinero pasó a ser también
una posibilidad de crecimiento y, al prestarlo, podía uno perder oportunidades
de compra o de inversión. Aun con mucha resistencia, la Iglesia aceptó enton-
ces la legitimidad de una compensación por ese riesgo que se corría al prestarlo
(«lucrum caesans, damnum emergens» y otros tecnicismos parecidos de la moral
clásica). Pero hoy, el beneficio que produce el dinero ya no es una compensación
por la oportunidad perdida o el riesgo afrontado: el dinero se ha vuelto fecun-
do por sí mismo. Se ha hecho Creador como Dios, y crea de la nada: sin tener ya
detrás ningún apoyo de verdadera riqueza (patrón oro o lo que sea). Ahora esa
falsa fecundidad es, en el fondo, un abuso de la necesidad del débil.
Esta es la diferencia entre la usura y un legítimo préstamo a interés. Y todo
cuanto sucedió en nuestra época con la famosa «deuda del Tercer Mundo»
y lo que está sucediendo en la España de hoy con el escándalo de las hipote-
cas y la llamada prima de riesgo, son crueldades totalmente inhumanas que
contrastan con el detalle vergonzoso de que, si el que falla y no cumple es el
usurero, no se le reclama nada, sino que se le sostiene para que pueda seguir
explotando. Los grandes banqueros se comportan como auténticos proxene-
tas o narcotraficantes que comercian con la necesidad ajena (con la ventaja de
que esa necesidad ya no tiene rostro) y los bancos son la verdadera imagen
del gran todopoderoso (el dios falso) que dispone de los hombres. Mientras,
la Iglesia no ha sabido decir que la deuda injusta, que ha sido impuesta con
engaño, no hay ninguna obligación moral de pagarla.
Todo eso se ha convertido hoy en un clamor de los hijos de Dios, que llega
hasta el cielo mucho más que el de los israelitas oprimidos en Egipto. Algo muy
serio debe pasar en nuestro catolicismo para que ese clamor no llegue a nuestros
oídos y nos subleve.
18. J. Torres López, Contra la crisis otra economía y otro modo de vivir, HOAC,
Madrid, 2012, p. 177.
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NeGaciÓN de la aBsoluta iNcomPatiBilidad eNtre dios Y el diNero
19. Sobre el capitalismo como religión, remito al intuitivo texto de W. Benjamin, con
comentarios de Keynes y míos, publicado en el número 249 (abril 2012) de Iglesia Viva.
Una ironía del destino ha hecho además que, así como en el XIX fue el ateo Marx quien
publicó El Capital, fueran un obispo católico y un economista norteamericano los autores
de obras consideradas como «el Capital» del siglo XX. El primero, además, cardenal de la
santa madre Iglesia y con igual patronímico que su predecesor (R. Marx, El Capital. Un
alegato a favor de la humanidad, Planeta, Barcelona, 2011). Y el otro ya más conocido:
D. Schweickart, Más allá del capitalismo, Sal Terrae, Santander, 1997. No le faltaba razón
a Hegel cuando insinuó que la historia tiene sentido del humor.
20. En la Didaskalía, los Statuta ecclesiae antiquae (canon 69) o las Constitutiones
apostolicae. Las autoridades de la Iglesia pueden verse amordazadas por pingües donacio-
nes para grandes eventos masivos que, por otro lado, tampoco proceden de un afán apos-
tólico, sino del cálculo económico de que esas aglomeraciones pueden significar publicidad
y beneficios para los donantes. «El altar de Dios no puede vivir de dineros injustos» (Did.
IV, 5) porque «el altar de Dios son los que no tienen valedores» (II, 26: viudas y huérfanos
en traducción literal). Infinidad de citas aporta J. M.ª Castillo en su contribución al libro Fe
y justicia, Sígueme, Salamanca, 1981, pp. 151-166.
21. Las palabras entre corchetes son un añadido mío.
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herejías del catolicismo actual
Nada como el dinero ha suscitado entre los hombres tantas malas leyes y
malas costumbres. Él lleva la división a las ciudades y expulsa a los moradores
de sus casas. Él desvía las almas más bellas hacia todo lo que hay de vergon-
zoso y funesto para el hombre. Y le enseña a extraer de cada cosa maldad
e impiedad.
Si esto era cierto hace ya veintiséis siglos ¡cuánta más verdad y cuán-
ta más seriedad cobra en nuestros días! Y así como la herejía que vimos
en el capítulo 2 derivaba en buena parte de la primera, debemos añadir
ahora que esta sexta herejía, esta negación heterodoxa de la sorpren-
dente dignidad expansiva de Dios, sustituyéndola por la dignidad au-
toafirmativa que da el dinero, brota en parte de lo dicho en el capítulo
anterior.
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NeGaciÓN de la aBsoluta iNcomPatiBilidad eNtre dios Y el diNero
A veces me he dicho que si se fijara a las puertas de las iglesias un cartel dicien-
do que se prohíbe la entrada a cualquiera que disfrute de una renta superior a
tal o cual suma, poco elevada, yo me convertiría inmediatamente.
(Carta de Simone Weil a G. Bernanos)22
¡Ay de vosotros los ricos porque ya tenéis vuestro consuelo! ¡Ay de vosotros
los que estáis hartos porque pasaréis hambre! ¡Ay de vosotros los que ahora
reís porque vais a lamentaros y a llorar! ¡Ay, si los hombres hablan bien de
vosotros: porque eso mismo hicieron sus padres con los falsos profetas!
(Lc 6, 24-26)
Si entra en vuestra reunión un personaje con sortijas de oro y traje flamante y,
con él, entra un pobre con traje mugriento, y vosotros atendéis al primero
y le decís: «siéntate aquí», mientras que al segundo le decís «quédate de pie o
siéntate en el suelo» ¿no es cierto que hacéis discriminaciones y os convertís
en jueces malintencionados? ¿Acaso no son los ricos los opresores y los que lue-
go os arrastran a los tribunales? Cumplir la ley de Dios, a pesar de eso, y amar
al otro como a uno mismo está bien. Pero mostrar favoritismos es gran pecado
contra esa misma ley de Dios.
(Carta de Santiago 2, 2-8)
Ya podéis llorar, ricos, porque vuestra riqueza está podrida, vuestros trajes
apolillados, y vuestro oro y plata se han podrido y serán testigos contra vo-
sotros... El jornal que defraudabais a los trabajadores que segaban vuestros
campos está clamando y los gritos de los jornaleros han llegado a los oídos del
Señor del universo. Vivisteis con lujo en la tierra cebando vuestros apetitos...
para el día de la matanza. Porque condenabais y asesinabais al inocente sin
resistencia.
(Carta de Santiago 5, 2-6)
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desastres del siglo XVIII: «cuius regio eius et religio». Ahora parece propo-
nérsenos que: «cuius episcopus eius theologia» (has de tener la teología
de tu obispo igual que antaño había que tener la religión de tu región)...
Los obispos son personas falibles, tan falibles como cualquiera de noso-
tros. Y la Iglesia ha reconocido siempre, por estas razones, la legitimidad
de una opinión pública y crítica en la Iglesia8.
Por supuesto (y que quede esto bien claro), la verdad no solo está
atacada por la idolatría de la autoridad sino también por la idolatría del
egoísmo, de nuestros mil protagonismos y de la manipulación: puede
estarlo y mucho. Pero lo que aquí se defiende es que el modo autorita-
rio de combatir este peligro no es evangélico ni muy ortodoxo desde el
punto de vista cristiano, aunque pueda ser muy eficaz desde una menta-
lidad pagana y eficacista.
La gran arma de esa mentalidad segurista y cobarde ha sido buscar
una intelección falsa de la infalibilidad, deformando la definición del Va-
ticano I. Lo cual nos lleva a un nuevo apartado.
8. Así está reconocido hasta en el Catecismo de la Iglesia católica. Pero, para ver
más textos mucho más autorizados, remito a La libertad de palabra en la Iglesia y en la
teología. Antología comentada, Sal Terrae, Santander, 1985.
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9. Para toda esta cuestión, que ya no cabe aquí, remito al capítulo IV de la segunda
parte de La autoridad de la verdad. Momentos oscuros del magisterio eclesiástico, Sal
Terrae, Santander, 22006. Las palabras de Gasser tampoco constituyen ninguna novedad:
las había escrito san Roberto Bellarmino dos siglos antes en su tratado sobre el papa,
marcando con verbos bien tajantes (debet, tenetur) la obligación del papa de consultar a
expertos y sabios en la materia de que se trate.
10. G. Thils, La infalibilidad pontificia: fuentes, condiciones y límites, Sal Terrae,
Santander, 1972, pp. 10 y 13 (el original es ¡de 1909!).
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Pero aún cabe dar un paso más que ya no afecta a esos factores ex-
ternos (variantes textuales y autor), sino al contenido mismo del texto y
a lo que este enseña: el magisterio no está por encima de lo que el autor
quiso decir y del sentido que quiso dar a sus palabras, cuando este sen-
tido pueda determinarse con objetividad científica. Esa determinación
no será posible muchas veces, pero, si se da esa posibilidad, el intérprete
autorizado del texto, no puede estar por encima de lo que el texto, obje-
tivamente, quiere decir. Unos pocos ejemplos ayudarán a entender esto:
— A propósito de Rom 5, 12, el magisterio ha coqueteado a veces
con la idea de que ese texto amparaba la versión agustiniana del pecado
original: «en Adán pecaron todos los hombres»14. Hoy está fuera de duda
que ese no es el sentido exacto del texto y que la interpretación agusti-
niana del pecado original es sencillamente errónea.
— Todos los términos que hemos analizado antes como posibles ava-
les de la teoría de la satisfacción (sangre, precio, sacrificio, redención...)
no tienen ese sentido, objetivamente hablando. Por eso no podría dárselo
tampoco el magisterio eclesiástico por arte de magia.
— Cuando los evangelios hablan de «los hermanos» de Jesús, hay
que intentar descubrir cuál es el sentido que da el texto a esa expresión,
sin pretender a priori que se refiere a primos o parientes. Digo que «hay
que intentar descubrir» porque en muchos de estos casos no será posi-
ble determinar ese sentido, dado que la investigación científica carece
de todos los instrumentos precisos para ello. Me pregunto si, en estos
casos, lo correcto no sería decir que la palabra de Dios no pretende en-
señarnos nada sobre este punto.
— En Rom 9, 5 la expresión «Dios bendito por los siglos» puede
referirse a Cristo o puede ser una exclamación final referida al Padre.
La primera versión sería cómoda apologéticamente, pues tendríamos un
texto bastante primitivo que llama a Cristo Dios. Pero el magisterio no
puede decidir solo por este motivo en favor de esta interpretación, sino
buscar otra vez qué es lo que intenta decir el texto...
Podrían multiplicarse los ejemplos, pero los citados bastan para po-
ner de relieve lo que queremos decir: hay una intención del autor del
texto que es lo que primero se debe buscar, sin pretender que los intere-
ses del magisterio o la seguridad de la institución suplanten esa inten-
ción del texto. Otra cosa será, como he advertido, que la ciencia no siem-
pre pueda determinar esa intención del texto, llegando solo a opiniones
divididas. Pero arrogarse sin más la interpretación del texto al margen
del sentido objetivo de este sería caer en la misma grave acusación de
14. Para todo este tema, que es muy extenso, remito a Proyecto de hermano. Visión cre-
yente del hombre, Sal Terrae, Santander, 32000, pp. 330-333 y 345-357, sobre Rom 5, 12,
Agustín y Trento.
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5. Enseñar a adorar
Creo saber de sobra que las gentes necesitan ídolos y afirmaciones masi-
vas16. Siempre ha sido así y puede serlo todavía más en nuestros días de
identidades líquidas. Que «en la calle codo a codo / somos mucho más
que dos», no vale solo para las manos que trabajan por la justicia y que
cantó el entrañable M. Benedetti. Otro autor a quien acabamos de citar
recuerda también, evocando a Pascal, que «el hombre puede convertir en
15. La paradoja del cristianismo. Dios entre paréntesis, Sígueme, Salamanca, 2011,
pp. 121 y 123. Pero la alusión al gran inquisidor de Dostoievski sugiere discretamente que
esa estela no siempre ha sido seguida con la debida fidelidad.
16. Por las fechas en que redacto estas páginas, se hace inevitable una alusión a la
Eurocopa y a «la Roja». Una cosa es que el fútbol sea bonito, que haya jugadores admi-
rables y partidos espléndidos, y otra toda esa falsa épica o ese falso lirismo identitario
de los berridos y del «yo soy español» y demás. ¡Qué vacíos debemos estar por dentro
para necesitar esos alucinógenos! Uno piensa en aquella epopeya cómica de la Anti-
güedad, La batracomiomaquia (atribuida al mismo Homero), que parodiaba la guerra
entre griegos y troyanos (tema de la Ilíada), convirtiéndola en una batalla entre ranas y
ratones...
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herejías del catolicismo actual
ídolo la misma verdad» y que, por eso «no hay idolatría peor que aquella
que mina y remeda su propia fe»17. Por eso, el catolicismo nunca debería
aprovechar esta necesidad psicológica de las masas en beneficio propio o
de la institución eclesiástica, sino seguir el ejemplo de Pablo y Bernabé
cuando se vieron tratados como dioses: «¡solo soy un hombre como vo-
sotros!» (Hch 14, 15). Este modo de proceder contrasta con otra expre-
sión que, en mi humilde opinión, debería desaparecer pronto: «la santa
sede». Si Juan Pablo II proclamó a voz en grito que el título más propio
del papa era el de siervo de los siervos de Dios, es imposible entender
que una iglesia particular cuya sublime misión debería formularse como
«servicio a la comunión de todas las iglesias santas» (o «de todos los san-
tos» como gustaba de decir Pablo) se apropie en exclusiva un calificativo
que (si queremos hablar en exclusiva) solo pertenece a Dios. Si esto no
es idolatría que venga Dios y lo vea.
Por otro lado, nuestros presuntos símbolos o indicios de lo sagrado
(en vestiduras y demás) no remiten al hombre de hoy a ningún atisbo de
trascendencia, sino que le remiten a épocas o a culturas pasadas18. En-
tonces el supuesto signo de lo sagrado solo significa sacralidad para su
portador que así se sacraliza a sí mismo...
En cambio, llevando a los hombres más allá de sí mismo, el cato-
licismo de hoy debería buscar algo fundamental: cómo enseñar a los
hombres a adorar. La adoración, ese postrarse ante la inmensidad de
Dios desde la propia pobreza y la propia desnudez, desarmado pero
atreviéndose a decir sin palabras: Señor mío y Dios mío, o: te adoro
Fuente de mi ser, adoro tu Ser y sobre todo adoro tu Amor... Toda la ex-
periencia que brota de esta actitud cuando nos hemos anegado en ella es
una fuente increíble de libertad porque relativiza definitivamente todo
lo que nos envuelve: solo Tú eres santo, y todos nosotros quedamos
igualados ante tu Santidad. Quizás por eso la autoridad eclesiástica solo
parece tolerar una pseudomística de ojos cerrados, mientras mira con
sospecha a todos los místicos de ojos abiertos...
17. A. Gesché, op. cit., p. 128. La alusión a Pascal remite a los Pensamientos, 587.
18. ¿Qué nos ocurre a nosotros cuando vemos «disfrazados» a los imanes musulmanes?
Y ¿cómo no entendemos que eso mismo les pasa a los demás cuando nos ven a nosotros?...
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PreseNtar a la iGlesia como oBjeto de Fe
Hay que creer [que existe] la Iglesia, pero no creer en la Iglesia. Pues en las
personas de la Trinidad creemos de tal manera que ponemos en ellas toda nues-
tra fe. Y luego cambiamos el modo de hablar y decimos [que existe] «la santa
Iglesia»
19 para con estos lenguajes diversos distinguir al Creador de las creaturas.
(Catecismo de Trento, I, cap. 10, n.º 23)19
19. Esos textos un poco más comentados en «¿Podemos creer en la Iglesia?»: Sal
Terrae (1998), pp. 465-473.
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1. Algunos datos
1. Tomo la cita del mismo Ratzinger en El nuevo pueblo de Dios, Herder, Barcelo-
na, 1972, p. 158.
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2. Un mal argumento
Esta desfiguración tan clara del ministerio petrino tiene una pseudojus-
tificación teológica que arranca de una falsa intelección de la divinidad
de la Iglesia que podemos presentar en dos pasos.
a) La Iglesia tiene, para todo cristiano, una dimensión mistérica: no
obstante, el Vaticano II (con el cambio de orden de los capítulos 2 y 3 de
la constitución LG), dejó claro que el misterio de la Iglesia no reside en
el poder: de hecho, la expresión «poder sagrado» (jerarquía) no aparece
nunca en el Nuevo Testamento y no entrará en el lenguaje eclesiástico
hasta el siglo V. El misterio, o la dimensión sagrada de la Iglesia, es el
amor y la igualdad que se expresan en la designación de pueblo de Dios.
Pero, reconocida esta dimensión trascendente de la Iglesia, hay que
añadir que en la manera de presentarla se ha incurrido muchas veces en
errores paralelos a los que relata la cristología a la hora de expresar la
divinidad de Jesús: en concreto domina en muchas mentalidades una es-
pecie de «monofisismo» eclesiológico7: una manera de ver donde la di-
mensión divina hace desaparecer u olvidar la dimensión humana. Esta no
es explícitamente negada, pero se prescinde de ella a la hora de concebir
y constituir la Iglesia, y solo se recurre a ella cuando se producen escán-
dalos. Aunque la Iglesia confiesa que Jesús «siendo de condición divina se
despojó de su rango», ella no parece dispuesta a seguir ese mismo camino.
Así, Gregorio XVI se opone a toda la tradición primera que hablaba
de la Iglesia como «la siempre necesitada de reforma» y la tacha de «ab-
surda e injuriosa»... porque no puede «ni siquiera pensarse que la Iglesia
esté sujeta a defecto o ignorancia o a cualesquiera otras imperfecciones»8.
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Sin que ello obste para que luego, a la hora de defender los Estados Ponti-
ficios, esa dimensión humana se hiciera demasiado patente cuando Pío IX
reunía ejércitos y dictaba penas de muerte...
Otro ejemplo menos hiriente de ese monofisismo eclesial era la re-
sistencia con que, en la época anterior al Vaticano II, la curia romana se
negaba a hablar de «la Iglesia pecadora» contradiciendo la primera tradi-
ción que calificaba a la Iglesia como «la casta meretriz». Hasta que Rah-
ner, apelando a que la santa Iglesia estaba compuesta por hombres peca-
dores (cosa que nadie podría negar sin que le cayera encima el concilio
de Trento), comenzó a hablar de «la pecadora Iglesia de los pecadores»...
b) Pues bien: a este monofisismo eclesiástico que falsifica la doble
dimensión de la Iglesia y el anonadamiento de Dios en ella, se le va a
añadir con demasiada frecuencia la reducción de toda la Iglesia a solo el
papa. No solo por esa pendiente de todo lenguaje que acaba sustituyendo
a las comunidades por sus gobernantes (v. gr. «Argentina» nacionaliza
YPF, aunque no se trata de toda la nación sino de su presidenta)9, sino
incluso formulándolo de una manera más explícita y consciente: «al papa
se le puede llamar la Iglesia» (papa qui potest dici ecclesia) escribía Gil de
Roma entre los siglos XIII-XIV. Y esa desviación pervivía, y se consagraba,
en el programa de aquel grupo mafioso de denuncia (La Sapinière) que
tanto daño hizo a la Iglesia durante el pontificado de Pío X que lo
apoyó tácitamente: «puede decirse que el papa y la Iglesia son lo mismo»
(c’est tout un)10.
Este reduccionismo herético no es una mera variante del reduccionis-
mo sociológico que acabamos de evocar y que proviene de las limitaciones
de nuestro lenguaje, sino que es fruto de una cadena de errores teológicos:
primero se reduce el cristianismo a un eclesiocentrismo; y es evidente
que el cristianismo es intrínsecamente eclesial, pero eso no significa que
sea eclesiocéntrico, pues en este caso sería la Iglesia quien dicta lo que ha
de ser el cristianismo, en vez de ser el cristianismo quien dicta cómo
ha de ser la Iglesia. En un segundo paso, el eclesiocentrismo se reduce a
un jerarcocentrismo: la Iglesia se reduce al poder sagrado y el resto de los
fieles son solo el objeto de ese poder sagrado cuya única misión es «aceptar
ser gobernado y obedecer» (y pagar) como dijo Pío X11. Y finalmente,
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3. Desarrollo histórico
La iglesia romana fue fundada por Jesucristo solo. [De ahí que] solo el ro-
mano pontífice es digno de ser llamado universal... Solo él es digno de usar
12. San Gregorio Magno, Epístola 8.ª (a un patriarca oriental) (PL 77, 933c). «Papa»
es una abreviatura de la expresión «padre de los padres», de ahí que Gregorio la rechace
como atribución de una universalidad que quita espacio a sus hermanos.
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insignias imperiales; es el único hombre cuyos pies besan todos los prínci-
pes. No existe texto jurídico alguno fuera de su autoridad; su sentencia no
puede ser reformada por nadie y él puede reformar las de todos. No puede
ser juzgado por nadie. La iglesia romana nunca se ha equivocado y nunca
podrá equivocarse. El romano pontífice canónicamente ordenado es indu-
dablemente santo por los méritos de san Pedro... (PL 148, 407-408).
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4. Pedro y Constantino
15. Aunque cabe lamentar la opción por un solo tipo de exégesis (la que Ratzinger
llama «canónica»), sin bajar para nada a la arena de la investigación crítica en la que se
mueven los hombres de hoy. La exégesis canónica es, por supuesto, legítima, y el libro tie-
ne páginas de espiritualidad muy ricas. Pero no debería excluir ni condenar el otro tipo de
esfuerzo que nos sitúa en igualdad con las gentes de nuestros días. Yo creo además que la
investigación histórica puede ser una verdadera bendición de Dios porque garantiza rasgos
muy relevantes del llamado «Jesús histórico».
16. Encíclica Ut unum sint, 88. El papa añade: «pido perdón por la responsabilidad
que tengamos en eso». Y el beato J. H. Newman personifica paradigmáticamente esos dos
polos, dado que se hizo católico por la convicción de esa continuidad en el ministerio pe-
trino de unidad, pero fue siempre muy crítico con la manera como se ejercía ese ministerio
en la Roma de su tiempo.
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de la unidad» de todas las iglesias, como decía Juan Pablo II, y no como
mera imposición extrínseca de una uniformidad que es tan contraria a la
vida de las iglesias como a la misma unidad. Lo cual tampoco es nuevo
sino más bien olvidado: también en el siglo XVI, el secretario de Ignacio
de Loyola (P. Nadal) escribía que: «los de la Compañía son papistas en lo
que deben serlo y no en lo demás; y solo con el intento de la divina gloria
y el bien común»17.
Ya insinué antes que el dogma trinitario enseña algo fundamental en
este sentido: la absoluta, e irrenunciable, unidad de Dios no elimina las
diversidades (que llamamos torpemente, Padre Hijo y Espíritu), sino que
las armoniza y unifica. Dios es más uno siendo plural que siendo solo.
Como en música hay más unidad en el acorde armónico de varias notas
diversas que en la mera repetición de una misma nota. La unidad de
Dios que debe reflejar la Iglesia es la unidad de la vida, y de la vida plena;
no la monótona uniformidad de lo inerte.
Se han hecho ya famosas las palabras de un discurso de Martin Lu-
ther King: «I have a dream» (tengo un sueño). Algunos de aquellos sue-
ños del líder negro se han cumplido ya, sin que esto signifique haber
llegado a una tierra ideal, ajena a esta dimensión. Pero eso nos permite a
nosotros soñar también (evocando las peticiones de perdón de Pablo VI
y de Juan Pablo II) con el día en que un papa pronuncie aquellas palabras
regias y balsámicas: «Lo sentimos mucho. Nos hemos equivocado. Y
no volverá a ocurrir».
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Antes de ti hubo pastores que se jugaron totalmente la vida por las ovejas, que
ponían su gloria en su misión..., que no consideraban lesivo para su dignidad
más que lo nocivo para la salud de sus ovejas, que no buscaban sus propios
intereses, sino que los ponían en juego... La única ganancia que sacaban de
sus súbditos, su única pompa y su único placer era si podían formar un pueblo
de Dios agradable al Señor... Ya sé que no empezaron contigo todos estos usos
(mejor diría estos abusos), pero ojalá se terminen contigo. Y, sin embargo, tú, el
pastor supremo, apareces en público vestido de oro y como la novia del salmo.
¿Qué van a entender las ovejas?... ¿Acaso hacía eso san Pedro?... Y ya ves cómo
luego se pone a hervir todo el celo de los eclesiásticos para defender la dignidad.
Al honor se le debe todo, a la santidad poco o nada. ¿Y si empezaras a moverte
con algo más de sencillez y de sentido social, puesto que no faltan razones para
ello? Pero enseguida oigo que me dicen: «¡No!, no estaría bien, no es propio de
los tiempos, sería contrario a su dignidad; hay que atender a la respetabilidad
de la persona»... Es curioso: de lo único que no se habla es de si sería voluntad
de Dios o no... Aquel en cuya silla estás es san Pedro, de quien no se sabe que
saliera jamás vestido de sedas o adornado de piedras o cubierto de oro ni en ca-
ballo blanco ni rodeado de soldados. Y ya ves: sin nada de eso pensó que podía
cumplir el mandato del Señor... En todo aquello no has sucedido a Pedro sino
a Constantino.
(Carta de san Bernardo al papa Eugenio III)18
Los hijos fieles de la Iglesia no cuestionan la autoridad del papa, sino el sistema
que le aprisiona y le hace solidario de la menor disposición de las autoridades
romanas, lleve o no su firma. Es deseable que se llegue a liberar al papa del siste-
ma del que hay quejas desde hace varios siglos, sin que llegue a desembarazarse
de él. Porque, aunque los papas pasen, la curia permanece.
(Cardenal Suenes, Inform. Cathol. Int., Supplément,
336 [15.05.1969], p. 15)
18 De consideratione (PL 182, 771 ss.). He elegido este texto para llamar la atención
sobre la palabra «dignidad», que ha ido apareciendo en muchas de las herejías estudiadas.
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anterior porque afirmaba que al papa aislado «se le puede llamar la Igle-
sia», escribió que «no existe título alguno justo de posesión ni para los
bienes temporales ni para las personas si no es bajo la autoridad de la
Iglesia y por la Iglesia»1, lo cual es manifiestamente herético. No es mo-
mento de discutir si todavía hay obispos que siguen pensando así, aunque
a veces lo parece. Pero al menos sí conviene constatar que si hoy exis-
ten anticlericales agresivos y trasnochados (que los hay), es porque antes
existieron otros «antilaicales»: y estos no simplemente trasnochados sino
nada cristianos.
Y el tufillo heterodoxo se percibe atendiendo a las dos razones que
siguen.
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4. Carta 4.ª a los obispos de Narbona y Vienne (PL 50, 431). El papa alude con vi-
gor a «algunos sacerdotes del Señor que pretenden servir más a un culto supersticioso que
a la pureza de la fe»... y explica que «a las mentes sencillas de los fieles hay que instruirlas
más que engañarlas».
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3. Jesús el anticlerical
5. Y entonces, propiamente, no por ansias de poder, sino por una visión platónica
de la totalidad de lo real, que establece, junto a una jerarquía celeste, la necesidad de otra
jerarquía terrestre.
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4. Liturgia y clericalismo
6. En Sal Terrae (octubre, 1994), pp. 735 ss. Allí alertaba de que un clero analfabe-
to será, por inercia, un clero sacramentalista (subrayando la terminación: «el sacramenta-
lismo es una falsificación de lo sacramental», p. 738).
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Como la naturaleza humana es tal que, sin los apoyos externos, no puede
fácilmente levantarse a la meditación de las cosas divinas, por eso la piadosa
madre Iglesia instituyó determinados ritos, como, por ejemplo, que unos
pasos se pronuncien en la misa en voz baja y otros en voz algo más elevada, e
igualmente empleó ceremonias como místicas bendiciones, luces, inciensos,
vestiduras y muchas otras cosas de este tenor, tomadas de la disciplina y
tradición apostólica, con el fin de encarecer la majestad de tan grande sacri-
ficio y excitar las mentes de los fieles por estos signos visibles de religión y
10. Esa es la versión que daba Joachim Jeremias en su traducción hebrea del Nuevo
Testamento (Lowe and Brydone, Londres, 1954).
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Hay aquí algo muy positivamente católico que es esa atención a nues-
tra humana naturaleza. Algo que mientras, por un lado, justifica toda una
serie de elementos ambientales y ceremoniales, los relativiza enormemen-
te, por el otro: porque no les da ningún valor religioso «esencial», sino
meramente funcional. Con lo cual se desacralizan todos esos elementos
y se los obliga a adaptarse a la utilidad de los fieles y a la finalidad de
«excitar sus mentes a la contemplación de las realidades más profundas»
y más serias.
Pero hay que reconocer que el mismo concilio de Trento no cumplió
tan sabio consejo cuando, dos párrafos después, escribe que «aun cuando
la misa contiene una gran instrucción del pueblo fiel, no ha parecido,
sin embargo, a los padres que conviniera celebrarla de ordinario en len-
gua vulgar» (DH 1749). ¿En qué quedamos? ¿Hay que instruir, pero no
resulta conveniente emplear aquella lengua que instruye? Cuando el
lenguaje de la autoridad oficial habla de «no parecer conveniente», suele
significar que no tiene para ello razones o que estas no son muy con-
fesables: aquí se trataba del miedo a los protestantes. Ese retraso en la
lengua vulgar acabó degenerando en una absurda sacralización del latín
como lengua sagrada, y en la correspondiente pseudosacralización del
ministro que «hablaba la lengua de Dios»... Todo lo cual configura una
mentalidad que luego actuó en el rechazo obstinado e irracional de los
lefebvrianos a la lengua «vulgar», a la reforma litúrgica y, con ellas, a la
más primitiva tradición de la Iglesia, en favor de otros usos menos tradi-
cionales. De aquellos polvos estos lodos.
Este ejemplo convendría no olvidarlo porque actualmente muchos
de aquellos ritos pedagógicos ya no significan nada religioso y profundo
para los hombres de hoy y, en cambio, frenan la participación de la comu-
nidad en la acción litúrgica que el Vaticano II consideró de importancia
primaria: una participación «plena, consciente y activa, exigida por la
naturaleza de la liturgia misma, y a la cual tiene derecho y obligación el
pueblo cristiano» (SC 14). Bueno será que «la piadosa madre Iglesia»
tenga también esto en cuenta para ayudar a la naturaleza humana, tan
necesitada de apoyos...
5. Pronóstico leve
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Hace ya muchos años escribí en el que fue casi mi primer libro: «Dios es
ahora ausente como Hijo abandonado, es adveniente como Padre y pre-
sente como Espíritu»1. Esto marca la suprema importancia de la pneuma-
tología en la fe y la reflexión cristianas: Dios presente solo como Espíritu.
Y ante ese dato hay tantísimos cristianos de los que valdría la frase de
los Hechos (19, 2): «ni siquiera habíamos oído hablar de que haya un
Espíritu Santo».
1. El «aire» de Dios
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na como la razón era herencia griega. Juan XXIII aludía a algo de eso
con la imagen de «abrir las ventanas» que usó al convocar el Vaticano II.
El problema es que esa apertura de las ventanas hizo estornudar a mu-
chos curiales...
Pero el aire no se percibe solo cuando el viento lo mueve. El aire es
lo que, sin darnos cuenta, hace respirable una situación; y lo percibi-
mos precisamente cuando carecemos de él y sentimos que nos ahogamos
(«me falta el aire» según la clásica expresión castellana). Y el aire se usa
también en castellano como camino de identificación: cuando decimos
de alguien que «tiene un aire de»... estamos de algún modo reconocién-
dolo. Ello nos ofrece nuevas pistas de acercamiento al Espíritu.
2. El estilo de Dios
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3. «Espíritu creador»
3. «Mentes tuorum visita», «veni lumen cordium», «reple cordis intima»... Porque
solo así, por ese aire imperceptible de Dios, somos verdaderamente capaces de llamar Abbá
a Dios, y reconocer como Señor y Cristo a Jesús y a los demás como hermanos.
4. Aunque no es momento de entrar en disquisiciones teológicas, permítaseme dar ra-
zón a los griegos cuando argumentaban que puede aceptarse el «filioque» añadido al Credo,
si se acepta también un «spirituque»: el Espíritu procede «del Padre y el Hijo» pero también
el Hijo procede «del Padre y el Espíritu»...
5. Por eso me parece que el problema del ministerio de la mujer no tiene que ver
meramente con lo que Jesús hizo entonces, sino con qué haría Jesús hoy.
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Muchos cristianos entienden mal la expresión «Jesús lleno del Espíritu». Je-
sús no fue «espiritual» en el sentido de «piadoso». De hecho, resultó impío
a los ojos de los líderes de su propia religión... La verdad del reino de Dios
es que pertenece a los desheredados y despreciados... Jesús, por la fuerza
del Espíritu, franqueó las fronteras que le separaban de los otros y nos ha
revelado cómo él hizo la experiencia de la Verdad y de la Gracia por cami-
nos que no había podido experimentar en su propia tradición religiosa6.
Y me parece que eso contrasta con las voces de muchos enemigos del
Vaticano II cuando arguyen que quienes se quejan de infidelidad actual
al Vaticano II y reclaman un mayor seguimiento de este concilio, lo ha-
cen «apelando falsamente al espíritu del concilio». Sin duda puede haber
(y hubo siempre) falsas apelaciones al espíritu: también las conoció Pa-
blo de Tarso, que era un gran defensor del Espíritu. Pero ese peligro es
mucho menor que el otro que también denunció el Apóstol: el de querer
reducir toda novedad a lo viejo de siempre: «la letra mata mientras que
el Espíritu vivifica» (2 Cor 3, 6). Aparte de que, quienes reclaman más
fidelidad al Vaticano II no se atienen simplemente a su espíritu sino tam-
bién a su letra7.
La fuerza del Espíritu creador es el don que capacita para vivir la
presencia de Dios en medio de su ausencia: tomando esta en serio y sin
camuflarla con falsas apariciones, nuevas revelaciones, milagrerías, mara-
villosismos y otras presencias engañosas del Dios ausente. En esa ausen-
cia, el Espíritu enseña a vivir teologalmente en el seguimiento creativo de
Jesús y en el trabajo por esa «familia de Dios» (o nueva humanidad) que
es otro modo de traducir lo que Jesús llamaba Reinado de Dios. Por eso,
con el cristianismo se ha terminado la concepción de lo religioso como
un universo de maravillosismos, al que los humanos solemos ser tan afi-
cionados por nuestra necesidad de seguridad.
4. La unción de Dios
6. Jesus in the power of the Spirit, Fortress Press, Minneapolis, 1994, pp. x-xi, 52.
7. Recogí algunos ejemplos de esa letra en el artículo ya citado de la RLT 83 (2011),
pp. 255-265.
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olVido del esPíritu saNto
Huelga decir que todo lo anterior da una importancia enorme a los in-
tentos pentecostales que surgieron al acabar el Vaticano II y que recibie-
ron el apoyo de figuras conciliares como el cardenal Suenens. Pero enton-
ces parece inevitable preguntar y examinar por qué se han evaporado
y han sido estériles aquellos movimientos pentecostales. ¿Por qué nos
dan la sensación de haberse convertido en guetos de carácter más bien
espiritualista, fundamentalistas y ajenos a la realidad?...
Los movimientos pentecostales fueron un signo de los tiempos, mal
interpretado en mi opinión por falta de una buena pneumatología: con-
virtieron al Espíritu en algo individual e inmaterial cuando propiamente
es factor de universalidad, una auténtica «experiencia social de Dios»,
como acabamos de decir. Espiritualidad y catolicidad se incluyen, siem-
pre que se trate de una universalidad que es factor de libertad y no resul-
tado de imposición uniformante. Me gusta decir por eso que, incluso
al nivel del ser, hay más unidad en la armonía de las distintas notas que
conforman un acorde que en la mera repetición monótona de la misma
nota. Tal como acabamos de decir que Dios es más Uno en su Trinidad
que si fuera una eterna soledad sin comunión. El Espíritu debería alum-
brar no a un grupo hostil a los demás y separado de los demás a la ma-
nera farisea, sino a la «familia de Dios» (traducción del Reino de Dios).
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12. Carta de D. Bonhoeffer a una amigo de Barcelona, al año de su estancia allí (Wer-
ke, Kaiser Verlag, Múnich, 1999, X, p. 630); citada por J. M.ª Jaumà en la obra de varios
autores Les idees religioses de Joan Maragall, FIM, Barcelona, p. 150.
13. Aunque es ya muy antiguo y, por tanto, muy incompleto, me permito remitir
como síntoma a un viejo boletín: «La revolución de las cristologías», publicado en El Cier-
vo en marzo de 1987.
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olVido del esPíritu saNto
Tendríamos que echarnos a temblar ante el hecho de que sea posible apagar
al Espíritu y que el Apóstol dé por supuesto que podemos hacerlo... Podemos
ahogar el Espíritu que quiere renovar la faz de la tierra, podemos matar la vida
de Dios en el mundo, podemos dejar los espacios de la existencia desnudos,
vacíos de Dios y de sentido... y, sin embargo, ¡qué difícil es al hombre confesar
que otro tiene algo importante, algo divino que uno no tiene, que uno no llega
a entender bien o le resulta extraño e incluso escandaloso!...
[...] la hybris de una jerarquía eclesiástica que quiera planificarlo todo
y apagar al Espíritu. A ese Espíritu que puede ser molesto... nuevo e impre-
visible, que es el amor, que puede ser duro, que dirige a los hombres y aun
a la Iglesia a donde no tenían pensado ir, a lo siempre nuevo y desconocido
que solo cuando ya existe se manifiesta como lo que está en armonía con el
Espíritu siempre antiguo y siempre nuevo... El Espíritu de vida sigue en plena
actividad y, por consiguiente, nunca puede ser traducido de forma adecuada,
ni totalmente puesto a disposición de la Iglesia mediante lo que llamamos
jerarquía, principios, sacramentos y doctrina...
Una situación de defensa contra las fuerzas que amenazan a la Iglesia
desde fuera [lleva a que] el lema es la unidad partidista y el cerrar filas, una
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Conclusión
YO PECADOR ME CONFIESO...
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Yo Pecador me coNFieso...
2. Como reconocerá el lector, los entrecomillados son textos del evangelio de Juan
y de la primera de sus cartas. Es conocida también la ambigüedad de la palabra «mundo»
en los escritos joánicos (objeto del amor total de Dios y sede de implantación del «pecado
del mundo») que no cabe comentar aquí.
3. La expresión tampoco era original de Díez-Alegría. Pocos decenios antes, en 1933,
Fernando de los Ríos había escrito: «¡Pobre catolicismo español que no ha llegado nunca
a ser cristiano!» (ver la cita más comentada en Presencia pública de la Iglesia: ¿fermento de
fraternidad o camisa de fuerza?, Cristianisme i Justícia, Barcelona, 2009, p. 132).
4. Recién publicada La humanidad nueva me hizo Adolfo González Montes una
entrevista para la revista Incunable, que apareció pocos números antes de que los eternos
inquisidores lograran cerrarla. En ella se apuntaba un paralelismo aún por hacer entre la
historia de la Iglesia y la del Israel primero: el pecado de la monarquía veterotestamen-
taria fue en la Iglesia el del poder temporal de los papas (lo que suelo llamar «carlomag-
nismo», porque fue más grave que el constantinismo y no tuvo las reacciones en contra
de este). La seguridad inicial de la monarquía acaba llevando a la división de los reinos
(y luego de las iglesias). La monarquía irreformable acaba llevando al exilio en el que (al
menos para el mundo occidental) se encuentra hoy nuestra Iglesia, pero del que puede
aprender tanto como aprendió Israel de su cautividad babilónica...
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5. Las devorará si antes no se carga al planeta cada vez más enfermo (y este sería
para mí el pronóstico más probable).
6. O autoridad, según el doble significado de la palabra griega eksousía que he ana-
lizado en otros lugares.
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Yo Pecador me coNFieso...
Y llegaré de noche
con el gozoso espanto
de ver,
por fin,
que anduve,
día a día,
sobre la misma palma de Tu mano7.
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