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PONTIFICIA UNIVERSIDAD CATÓLICA DEL PERÚ


ESTUDIOS GENERALES LETRAS

TRABAJO INDIVIDUAL

Título: Medioevo: entre lo grisáceo y lo sublime

Nombre: Jeremy Juan Landa Cuayla

Tipo de evaluación: Control de lectura 1


Curso: Historia del mundo moderno
Horario: 0203
Profesor: Dr. Rafael Sánchez-Concha

SEMESTRE 2022-2
Tema 2.

Redacte un ensayo en el que se explique la relación entre el tono de vida y el anhelo por
una vida más bella de Huizinga (20 puntos)

Si nos cuestionamos acerca de la época medieval, es probable que pensemos en una


época arcaica, donde tendrías una vida miserable a no ser que fueras parte de la realeza.
No obstante, ello no es del todo cierto, pues las duras condiciones de vida del Medioevo
afectaron indefectiblemente a todos sin excepción. En el presente trabajo, explicaremos
de qué naturaleza fue el tono de vida en la Edad Media y su relación con el inevitable
anhelo de una mejor vida.

Para Huizinga, la vida medieval del siglo XV se caracterizaba por poseer un espíritu
apasionado, especialmente si se trataba de saciar la sed de venganza por un honor
mancillado. En el Medioevo, había determinados protocolos, y las jerarquías sociales
estaba fijamente establecidas de tal modo que siempre se debía mantener el debido
respeto y cortesía para con los superiores de uno. Por ello, el hecho de mancillar el
honor de un personaje más noble que uno era considerado una injuria gravísima, que
solo podía ser enmendada con la muerte del agraviante.

Además, estos ánimos se exacerbaban mucho más al incorporársele la cuota del poder.
En ese sentido, los príncipes, al tener un gran poder y no estar limitados por burocracia
alguna, podían, guiados por su ira, obrar intempestivamente sin importarles poner en
peligro sus propias vidas e inclusive su propio reino.

En ese contexto lleno de pasiones desenfrenadas y enfrentamientos bélicos, se respiraba


un aire místico, el cual inspiraba a la plebe a tomar partido a favor de los príncipes del
reino que formaban parte: el pueblo actuaba como un niño que se mantenía fiel a su
señor. Por ello, dado que el honor era de suma importancia, las guerras locales no solo
se producían por querer usurpar los bienes del otro, sino también por reafianzar la
lealtad de sus súbditos que inspiraba su proceder épico.

Ante la arraigada y generalizada obstinación por el cobro de venganza, la Iglesia,


representada por el papa, intentó calmar los ánimos acalorados de los príncipes a través
de sus llamados a la paz y a una sincera conciliación. No obstante, el efecto que
ocasionó su intromisión fue el contrario: se exacerbó la dureza de los castigos con la
cuota agregada de la aversión hacia el pecado. De este modo, se sacralizó la justicia
medieval y, por ende, las flagelaciones y posteriores ejecuciones de los sentenciados no
solo significaban reducir una lacra de la sociedad, sino también promover el temor y
respeto a Dios.

La gente que observaba las torturas y ejecuciones se complacía sobremanera, pues, de


algún modo, su urgencia de justicia era satisfecha. De hecho, ver a un sentenciado
padecer se había convertido en una suerte de espectáculo grato para la vista. Por
ejemplo, las personas que vivía en Mons adquirían al líder de una banda de bribones tan
solo por el macabro placer de verlo descuartizado.

No obstante, la gente, pese a tener este comportamiento desalmado en ciertas ocasiones,


se inclinaba hacia uno más bien pueril e inocente en otras. De hecho, los regocijos y las
festividades eran organizadas por la nobleza para aliviar el ánimo perturbado de las
gentes por todo lo que acontecía día a día. He allí la dualidad anímica de esta época: por
un lado, sombría y cruenta, y, por otro lado, alegre y jovial. No obstante, la obscuridad
se impone sobremanera sobre la tenue luz avizorada por los hombres medievales.
Especialmente, son los poetas y cronistas quienes manifiestan en sus escritos las
desdichas y desventuras que viven diariamente en esta época de tormento y desasosiego
llamada Edad Media.

Tanta era la desdicha que los hombres de la época generalmente despreciaban la vida
misma y deseaban su propia muerte, como Felipe el Bueno, cuya vida, pese a haber
estado llena de pompas y ditirambos, se tornó, más bien, grisácea y melancólica cuando
se enteró del desenlace fúnebre de su hijo de apenas un año. No obstante, la gente no
solo estaba harta de la vida, sino que también era evidente un notorio terror hacia los
dolores y lamentos que ella implicaba.

Por ejemplo, las poesías de Deschamps nos cuentan que los hijos, las mujeres y la vejez
no traen sino desdicha. En primer lugar, los niños son causa de ensordecedores
alborotos, nos traen constantes afanes para darles lo mejor, y, por ello, nos demandan
trabajar como borregos hasta el fin de nuestros días. Luego, tenemos a las mujeres,
quienes son un lamento inevitable tanto si es buena compañera como mala: si es buena,
vendrá otro caballero y nos la arrebatará, y, si es mala, pues nos traerá una vida llena de
amarguras. Finalmente, la vejez que representa la decadencia del vigor físico y
espiritual del hombre, quien se convierte en una suerte de saco de arrugas que no
provoca sino repulsión y vergüenza.

Precisamente, por todas estas apesadumbradas desventuras, las gentes se refugiaban en


la vida piadosa y clerical. Escapar de las desdichas de la vida mundana era una razón
más convincente y habitual para optar por una vida sacra que el mero deseo de
consagrarse al Señor. Ello se puede ver claramente reflejado en el discurso de Jean
Gerson, lumbrera de la teología y canciller de la Universidad de París, quien exhorta a
las hermanas de la Iglesia a optar por una vida célibe, la cual les serviría de escape
perfecto a los martirios y tragedias que conllevan el matrimonio y la consecuente
maternidad. En el caso del matrimonio, el marido podría resultar no ser sino un patán,
que las maltrate y no esté dispuesto a compartir sus riquezas con ellas. Por otro lado, en
el caso de la maternidad, hay una gran probabilidad de que las mujeres fenezcan tras el
alumbramiento, y, si en caso sobrevive, su hijo les traerá cantidades industriales de
lamentos y reproches.

Por ello, les conviene tanto a hombres como a mujeres optar por poner todas sus
esperanzas en la vida ultraterrena: el Paraíso. Gracias al arraigado pensamiento cristiano
de la época, las gentes tendían a no distraerse en las vanidades de este mundo material
y, en cambio, preferían ocuparse en obrar de buena voluntad para alcanzar la salvación
de sus almas. Los predicadores de la época, en sus discursos, proscribían el lujo y la
vanagloria, lo cual era una clara crítica contra el extravagante estilo de vida de la
nobleza y el alto clero. Este ataque constante contra las autoridades despilfarradoras,
soberbias e intemperantes ocasionó que estos predicadores ganasen legitimidad y
popularidad en medio del vulgo.

Este deseo incesante de alcanzar la salvación era tan solo uno de los caminos que la
gente de la época se dio para hallar una vida más bella. El segundo era el deseo de
lograr una mejora sustancial en las condiciones de vida en el mundo terrenal. Esta
aspiración, no obstante, era muy poco usual durante la Edad Media, pues esta se
caracterizaba primordialmente por el carácter fijista de las cosas: dejaban las cosas en su
condición “natural”, pues Dios lo había dispuesto así y no hay nada que los hombres
puedan hacer para cambiarlo. Sin embargo, cuando llego el siglo XVIII y el
Renacimiento, aquel pensamiento otrora fúnebre y melancólico se tornó, más bien,
esperanzador y lleno de ánimos para mejorar las condiciones de vida de la humanidad.
Finalmente, el tercer camino era el refugiarse en un mundo de ensueño: un mundo ideal
donde le daríamos a la vida el color que tanto le hace falta en la realidad. La clave era
brindarle un espíritu heroico y legendario a nuestra vida a través de la revisión de
nuestro pasado más hermoso y las bondades que nos brinda la naturaleza. Dado que la
emulación de la figura del valiente héroe o el ilustre erudito implicaban grandes costos,
este tercer camino estaba restringido únicamente a una élite aristocrática, que se esmeró
en esta empresa a lo largo de la última Edad Media.

Con el Renacimiento, este deseo de una vida más hermosa se fue extendiendo cada vez
más. A diferencia del Medioevo, que proscribía el placer y la vanagloria de la vida
mundana como un pecado a menos que sirviese para entender las Sagradas Escrituras o
alcanzar la virtud, el Renacimiento reivindicó la necesidad del hombre de encontrar la
beldad de la vida y lo que ella concierne a través de sublimes representaciones artísticas.
Pese a que el puritanismo religioso, que censuraba el placer, seguía teniendo cierta
repercusión a finales de la última Edad Media, las ideas renacentistas terminaron
imponiéndose sobre el primero.

Precisamente, estas nuevas ideas de la búsqueda de lo sublime como fin ulterior fue
aprovechada por la nobleza, cuyas pretensiones de relucir un flamante estilo
caballeresco y unos ropajes de fina costura no eran, en ningún sentido, deseos capaces
de ser santificados. Por ello, la corte optó, más bien, por el tercer camino, el cual les
permitió arroparse de un espíritu épico de tiempos de antaño: las doncellas y los
donceles representaban el fulgor de la vida misma gracias a sus costosos trajes y a sus
refinados comportamientos. Esta forma de actuar con elegancia se denominó la cortesía,
puesto que era practicada por, precisamente, los miembros de la corte, quienes
mostraban una gran reverencia hacia aquellos que desciendan de una línea más
distinguida que la de ellos.

Además, poseían otras costumbres en las que denotaban con mucha más claridad esta
tendencia a la búsqueda de lo bello. La principal de todas eran los protocolos tomados
por un proceso de duelo. El luto era la contraparte de la extravagancia del placer en la
corte. Mientras más distinguido haya sido el personaje fallecido, más épicos debían ser
las representaciones del dolor por parte de sus familiares y sus súbditos. Por ejemplo, la
reina de Francia, al fenecer su esposo, estaba obligada a habitar durante un año entero
en la misma habitación donde le informaron la trágica noticia. Además, los cuartos de
los seres más cercanos se tapizaban de un negro fúnebre.
En síntesis, el tono de vida durante la Edad Media era bastante desgarrador, dado que la
gente vivía en una época en donde surgían bastantes guerras por caprichos de los
príncipes e imperaba una justicia draconiana y cruenta. Este ambiente no pudo sino
provocar que la gente se sintiese desesperanzada. No obstante, cada persona tomó su
propio camino para aliviar su desespero. Hubo tres caminos en total: el primero fue
obrar bien para alcanzar la salvación en el mundo venidero, el segundo fue la aspiración
a mejorar las condiciones de vida en este mundo terrenal, y el tercero, finalmente, fue
soñar con un mundo idílico, pues la realidad estaba llena de desdichas.

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