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Silencio.

Enormes pasos vacíos que desaparecieron en el aire.


Las casas vacías, las calles sin risas.
Sin jugar a la mancha, a las escondidas.
Fotos que muestran hombres gastados, viejos, jóvenes vencidos.
Y fotos que muestran chicas solitarias, bocanadas de humo en las esquinas, flores congeladas
por las heladas.
Todo parece morirse. Todo está muerto.
Las horas que nunca dejan de caer en el silencio.
Quisiera que el tiempo permaneciera inmóvil. Un recuerdo que se repite constantemente en
los cajones que guardan tesoros de infancia.
La estación de trenes está vacía. Los días están vacíos.
Nadie camina. Nadie mira el reloj esperando el tren. Yo sólo estoy aquí. De vez en cuando
algún viajero pasa y compra cigarrillos, un paquete de caramelos, y algún periódico para
entretenerse en lo que le queda de viaje. Es raro que este lugar sea destino de alguien. Todos
pasan. Nadie queda. Incluso los pocos que viven en este pueblo se están marchando. Pueblo
desértico el mío. Pueblo muerto.

Hay una foto en casa de papá en bicicleta. Está mirando para atrás. Es el día de Santa María, y
cómo es mi santo decidió hacerme el mejor de los regalos. Me compró una cámara de fotos de
barata kodak. Ese día cuando papá se iba a trabajar a la fábrica, lo llamé y le saqué una
fotografía. Jamás pensé que ese rostro, los ojos cansados y brillantes de mi padre, serían la
última imagen que tendría de él.

- Mamá está cansada otra vez. Dice mi hermanito. Mamá está cansada.
- Yo no quiero quedarme, hoy es domingo, quiero ir a jugar.
Y yo lo dejo irse. Y miro como se va. Lo hago siempre desde aquel día.
- Mamá no quiere levantarse.

Yo tenía trece años. Siempre en mis recuerdos tengo esa edad.


Estaba en las vías del tren jugando con Miguel. Comíamos los caramelos que su padre nos
había regalado por ser día Domingo. Fue entonces cuando vimos la nube. Una gran nube de
humo cubrió medio pueblo. Pueblo de muertos y de vivos que se fueron con ellos.

- Escribiré una canción y me haré famoso. Fue lo último que escuché de la boca de Miguel. Y
fue la última vez que él recordó su sueño de ser músico. Después el tiempo le fue quitando
ciertas ideas para siempre.

Aún tengo la cámara. La llevo conmigo a todas partes. Es como si mi padre me acompañara
junto con ella. En donde yo estoy, él está conmigo.

Doña Gertrudis se asoma y rompe el silencio con su escoba de paja que zigzaguea de acá para
allá y parece llevar el polvo de un lado a otro, como si sólo se tratara de un juego de niños.

- Yo no quiero irme. Dice mamá. Pero esa ya no es mamá. Es sólo su sombra.

El humo viene de la fábrica. El humo parece de sangre y de miedo. El ruido fue tan grande que
pareció llevarse el sonido de este pueblo para siempre.
Y los dos nos quedamos mirando. Quietos. Mudos. Sin decir una palabra. No había nada que
decir. Y yo, con mi cámara atiné a sacar una fotografía. Nunca me he animado a revelarla.
Escondida por la culpa que siento.
Ahora las casas parecen más viejas. La gente se ha ido. Sólo quedan algunos ricos, dueños de
campos. Y mi hermano, y yo, en esta estación que recibe cartas dirigidas a los muertos.

- Mamá tiene que ir a un hospital- dice María.


Un nene de seis años la mira fijo y parece no entenderla, pero en realidad es que no quiere
hacerlo.
- Mamá esta cansada todo el tiempo desde que papá murió. Ahí va a poder descansar
mejor. Vos te quedás conmigo.
- Yo extraño como era mamá antes.
- Yo también. Yo también la extraño.

He sacado y coleccionado fotos desde entonces. Fotos viejas.

Recuerdo la primera vez que vi una fotografía. Era un día de sol. Lo recuerdo porque antes de
ese día había llovido toda una semana y siempre me gustó el olor a tierra húmeda.
Era domingo. Papá quería que un amigo que vivía en una ciudad cercana conociera a mi
hermano Juan.
Fuimos en una camioneta que era de un vecino.
Cuando llegamos y el amigo de papá abrió la puerta de su casa vi sobre la mesa una fotografía
de una mujer. Era muy hermosa. Su pelo era enrulado y le llegaba hasta los hombros. Llevaba
un sombrero y con la mano derecha sostenía un ramo de jazmines.
Como me pase todo el día mirando la foto, terminaron diciéndome que esa era la foto de una
hermana de papá que había muerto hacía mucho tiempo.
Creo que fue la simple idea de la inmortalidad de un momento lo que hizo que mi atracción
fuera mayor. Pero hasta ese entonces no sabía que papá había tenido una hermana, y mucho
menos por qué nadie hablaba ni quería hablar sobre ella.

- Tengo miedo. Nos vamos a quedar los dos solos.


- Hace tiempo que estamos solos. Las cosas no van a cambiar mucho. Y quién sabe, quizá
mamá se recupere y volvamos a estar juntos.
- Quisiera que las cosas fueran como antes.

Como antes. Ahora el pasado parece muy lejano.


Ya son las seis de la tarde. No habrá trenes por el resto del día. Será mejor que vaya a buscar a
Juan de su clase de piano.
Ahora Juan tiene la edad que yo tenía cundo papá murió. Pero sus ojos están más tristes que
los míos. Creo que es más inteligente que yo, y eso es bueno.
Recuerdo la cara del profesor Hernández cuando le dije que no iba a seguir estudiando porque
debía cuidar a mi hermanito. Se enojó mucho. Dijo que yo era muy capaz, que personas como
yo no podían pasarse la vida detrás de un mostrador. No sé si tenía razón. No me importó en
ese entonces. Yo tenía dieciocho años recién cumplidos. Me había costado mucho conseguir
que me dejaran a Juan porque mamá iba a quedar internada en un psiquiátrico. Yo no podía
darme el lujo de pensar en mí, y me alegra no haberlo hecho. Sólo espero que mi hermano no
tenga las mismas restricciones que yo tuve.

La puerta se abrió en el bar. Era una puerta vaivén. Se abría miles de veces. Pero esta vez fue
diferente. Aunque el comisario solía ir a tomarse unos tragos fuera de servicio, nunca había
entrado vestido de uniforme.
Sus ojos estaban rojos.
- Es la fábrica.
Fue todo lo que atinó a decir. Aunque muchos habían visto el humo todavía no estaban
conscientes de lo que había pasado.
- ¿Qué sucedió? Dijo alguien.
- Explotó. La fábrica explotó. Están todos muertos.
Y era verdad, porque ese todos era casi la mayoría de los hombres del pueblo.

Después de ese día la fábrica cerró. Declaró quiebra y nadie recibió un peso. Con el tiempo los
que habían sobrevivido comenzaron a marcharse. Las mujeres que habían quedado solas no
tenían más remedio que buscar amparo en algún familiar que les quedara en algún rincón del
mundo.
El padre de Miguel era uno de los sobrevivientes. Pero esa era una forma de decir, ya que
como era médico ayudó a salvar a los pocos que sobrevinieron en la explosión. Y nunca más
volvió hacer aquel hombre que antes era. O por lo menos sus ojos nunca fueron los mismos.

- La fotografía no es un pedazo de tiempo. Es un recuerdo. Es un momento en el tiempo visto


por los ojos de quien sostiene la cámara.
Lo que inmortaliza no es lo que se mira, sino la mirada.
El padre mira a la hija mientras habla. Levanta la polaroid que tiene en sus manos y apreta el
gatillo.

Todavía guardo esa foto. Es la única foto mía que existe. No me gusta que me saquen fotos. No
quiero ser inmortal. Quiero morir igual que todos y llevarme el alma entera y no en pedacitos.

Ahora la estación de trenes está muriendo. Ya nadie pasa por aquí. La fábrica era el alma del
pueblo. Ahora nada tiene vida. Yo no sé que hacer. Los pocos pesos que nos dejó papá se
fueron en remedios para mamá y la escuela de Juan. No sé como voy a hace para pagar su
universidad, y realmente quiero que vaya a una.

Que extraño a veces parece todo. Cuando uno se va cree que lo deja atrás va a permanecer
suspendido en el tiempo. Pero no es así.
Hace dos años desde que me marché de ese pueblo. Y aunque la ciudad a muerto hay algo
todavía dentro de mí que tira hacía ese lugar, esas calles llenas de fantasmas, pero que algunos
permanecen vivos. A veces los siento respirarme en la oreja, seguir mis mismos pasos, en el
mismo espacio.

-Quizás en unos días mamá regrese


-Quizás, lo haga…deberíamos comprarle un regalo y la próxima vez que la veamos se lo damos.
- Quizás podamos dárselo en casa.

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